CAPÍTULO 13


ULTIMA CENA Y LAVATORIO DE PIES (13,1-30)

1. EL LAVATORIO DE PIES (Jn/13/01-11)

1 Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, tras haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. 2 Durante la cena, cuando ya el diablo había metido en el corazón de Judas Iscariote, el de Simón, la idea de entregarlo, 3 sabiendo Jesús que todo se lo había puesto el Padre en sus manos, y que de Dios había venido y a Dios volvía, 4 se levanta de la cena, se quita el manto, y, tomando una toalla, se la ciñe. 5 Luego echa agua en un lebrillo, y se pone a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla con que se había ceñido. 6 Llega ante Simón Pedro, y éste le dice: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» 7 Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero más tarde comprenderás.» 8 Dícele Pedro: «No me lavarás los pies jamás.» Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.» 9 Dícele Simón Pedro: «Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza.» 10 Dícele Jesús: «El que ya se ha bañado no necesita lavarse [más que los pies], porque está limpio todo él. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos.» 11 Como sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo lo de «no todos estáis limpios».

El relato del lavatorio de pies representa en Juan algo así como el pórtico a la historia de la pasión; y sólo por este motivo es difícil sobrevalorar su importancia teológica. Ciertamente que no nos hallamos aquí ante un relato «histórico», aunque bien podría haber detrás una tradición más antigua; lo que en modo alguno está resuelto. Se trata más bien de una narración simbólica, en la que se condensa una determinada comprensión de Jesús y de su muerte. La perícopa está perfectamente compuesta. Después de la observación introductoria (v. 1) siguen el relato de la acción simbólica (v. 2-5) y su primera interpretación (v. 6-11).

El versículo 1 con el dato cronológico «antes de la fiesta de la pascua» constituye por su afirmación categórica la introducción no sólo a los discursos de despedida sino también a todo el relato de la cena y pasión. Todo ello bajo el signo de «la hora» de Jesús, que ya ha llegado. El significado de esa «hora» se determina como un «pasar de este mundo al Padre», como un amor «hasta el extremo» o «hasta la consumación». En el texto griego es aún más fácil de reconocer esta conexión, pues la expresión eis telos = hasta el fin o hasta la consumación, responde a la forma verbal tetelestai -está consumado, se ha cumplido (Jn 19,30b). El tránsito de Jesús al Padre, que abraza la muerte en cruz y la resurrección -ése es justamente el contenido completo de la «hora»-, lo entiende Juan como la culminación suprema del amor de Jesús a los suyos. Lo que Juan quiere exponer a continuación no es una historia trivial que tuvo lugar una vez, sino la historia del amor cumplido.

Los versículos 2-5 enlazan directamente con la última cena, que Juan conoce por la tradición. Se introduce en seguida a Judas Iscariote, que desempeña un papel capital en la entrega de Jesús. Aparece como el instrumento del diablo. En el centro sin embargo está la acción simbólica del lavatorio de pies. El versículo 3 retrata al auténtico Jesús joánico como el portador de los plenos poderes otorgados por Dios -unos poderes soteriológicos-, lo que comporta asimismo una libertad y una soberanía superior, que no le abandonan en ningún momento decisivo de la «hora». Según esta exposición, Jesús no sucumbe a un destino ciego, sino que maneja a su libre albedrío todo el acontecimiento que va a venir sobre él: la pasión aparece mucho más como una acción de Jesús, que como algo que sufre y padece. El fundamento de esa superioridad está en la unión de Jesús con Dios, con el «Padre», unión que eleva a una dimensión misteriosa, la del amor, algo que al contemplador superficial puede parecer incomprensible y absurdo. También el episodio del lavatorio de pies supone esa superioridad. Es indicio de la suprema libertad con que Jesús se digna prestar a sus discípulos el servido más humilde. En una linea totalmente contraria se refiere del emperador Calígula que humilló de propósito a algunos ilustres senadores romanos ordenándoles que le lavasen los pies 1. Al propio tiempo el lavatorio de pies aparece como una explicación simbólica de la muerte de Jesús. A los discípulos, a los que ama hasta el extremo, les presta el más humilde servicio de los esclavos.

Los versículos 6-11, cuyo núcleo es la conversación de Jesús con Pedro, aportan una primera explicación del acto simbólico de Jesús. El evangelista trabaja aquí con el recurso estilístico de las «malas interpretaciones joánicas». Al principio Pedro no entiende para nada el hecho, más aún se opone a su realización. No puede concebir que Jesús, a quien reconoce y venera como a su maestro, tenga que lavarle los pies.

El versículo 7 deja todavía totalmente abierta la situación en muchos aspectos. Pedro (y con él los discípulos de los que aparece como portavoz) sigue sin comprender qué significa lo acontecido. Pero más tarde lo comprenderá. Ese «más tarde» evoca de un modo claro la próxima muerte y resurrección de Jesús. De este modo, Juan le dice al lector desde qué ángulo visual ha de entender la historia. Frente a la negativa de Pedro Jesús insiste: quien desee tener parte con él, quien quiera estar en comunión con él y pertenecerle, no tiene más remedio que permitir a Jesús prestarle ese servicio de esclavo; o, dicho sin metáforas: hay que aceptar personalmente la muerte de Jesús como una muerte salvífica. La reacción exaltada de Pedro (v. 9), que ahora incurre en el extremo contrario, es a su vez una mala interpretación.

El significado del v. 10 no es perfectamente claro. Algunos expositores refieren «el que ya se ha bañado...» al bautismo, y la continuación «no necesita lavarse [más que los pies]», a la penitencia cotidiana del cristiano; otros piensan en la eucaristía. Esto último es muy improbable. Posiblemente la frase «no necesita lavarse más que los pies» surgió mediante la interpolación posterior de «más que los pies», de modo que el texto original habría dicho: «no necesita lavarse, porque está limpio todo él». En tal caso, tampoco se justifica la referencia al bautismo. Para comprender todo el episodio hay que partir del hecho de que la acción simbólica del lavatorio de pies alude a la importancia soteriológica de la muerte de Jesús. Es el símbolo de la purificación total y completa, y explica la eficacia de la muerte de Jesús en el sentido de lJn 1,7: «Y la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado». Si, pese a todo, se quiere dar un significado al añadido, sólo podrá buscarse en la prolongación de ese principio; la primera prueba de ello sería que los discípulos en su trato mutuo han de imitar el ejemplo de Jesús. No hay referencias al bautismo, ni tampoco a la palabra, sino a la muerte salvífica de Jesús, que opera la purificación completa en cuantos quieren acogerla.

Partimos, pues, de la interpretación cristológica y soteriológica ( = la doctrina relativa a la salvación) del símbolo del lavatorio de pies. Según ella la existencia de Jesús, y sobre todo su muerte en cruz la entiende Juan como un servicio de amor sin igual que Jesús presta a los hombres bajo el signo de la existencia al servicio de los demás. En ese punto coincide con las afirmaciones del himno cristológico de la carta a los Filipenses (Flp 2,5-11) así como con las afirmaciones sinópticas sobre el servicio de Jesús (Mc 10,45; Mt 20,28; Lc 22,27). Justamente el amor perfecto y cumplido se manifiesta en que Jesús se hace servidor de todos, y esa total «existencia al servicio de los demás» es al propio tiempo la expresión suprema de las relaciones divinas de Jesús. En toda su existencia Jesús ha presentado a Dios como el amor que libera y salva a los hombres. La acción simbólica del lavatorio tiene su claro sentido en el marco de la revelación de Dios traída por Jesús. Los v. 10b-11 vuelven a contemplar la situación histórica, como la supone el relato, cuando se dice que no todos están limpios, probándolo con la alusión al traidor Judas. Con su traición Judas se ha excluido a sí mismo de la comunión con Jesús, en la que radica la salvación. En principio no hay nadie excluido del servicio salvífico de Jesús y de su amor; pero existe la oscura posibilidad de que uno se excluya a sí mismo. Cuándo y cómo ocurra esto difícilmente se puede decir desde fuera.
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1 SUETONIO, Calígula: «Calígula no trató al senado ni con respeto ni con benignidad. A los senadores, que se habían puesto las estolas supremas de su dignidad, les hacía caminar en toga varios miles de pasos junto a su carro, o les hacía esperar junto a la mesa detrás de su cojín o a sus pies como esclavos con el delantal de lino». Citado, según SUETONIO, Vidas de los Césares.
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Meditación

Según Juan, con la persona y el destino de Jesús enlaza el testimonio del amor más alto, generoso y auténtico que jamás se haya dado en el mundo; un amor que proporciona al hombre un presentimiento de quién es Dios realmente; a saber, el Dios de ese amor. Precisamente en su pasión y muerte cumple Jesús su cometido de ser el revelador de ese Dios. En el horizonte de tal experiencia divina el camino de Jesús hacia la cruz no puede ser ya el camino a la nada, a las tinieblas sin ninguna esperanza; sino que se concibe más bien como «un pasar de este mundo al Padre». El Dios y Padre de Jesús es el auténtico «más allá» de la vida humana, aunque la misma designación de «más allá» resulta ya problemática, pues ese Dios del amor está siempre y por doquier cercano al hombre; es el propio amor del que el hombre vive ya en el fondo. A los ojos de Juan, la vinculación de Jesús con ese amor le otorga una libertad y autoridad inaudita en la última «hora» decisiva.

De esta actitud fundamental deriva inmediatamente el otro aspecto de que el revelador del amor divino debe testificar hasta en la muerte ese amor como vinculación con los suyos, como existencia en favor de todos los otros. En el compromiso de Jesús con los suyos, no cabe separar el aspecto humano de este amor y su aspecto divino. La dimensión de este amor no puede medirse ni agotarse, y discutir el compromiso humano no mengua el amor divino y supone en el fondo un planteamiento mezquino y totalmente falso. De hecho, más bien cabría objetar a los que defienden tan radicalmente la verticalidad si están dispuestos a negar el infinito horizonte de lo humano en el amor de Dios.

Sin duda que es decisivo el criterio establecido por Jesús y expuesto mediante el gesto simbólico del lavatorio de pies: el amor se demuestra en la propia humillación, en la propia limitación, en el ser y obrar a favor de los demás. Amar significa ayudar al otro para su propia vida, su libertad, autonomía y capacidad vital; proporcionarle el espacio vital humano que necesita. Para nosotros el gesto simbólico del lavatorio de pies ha perdido mucha de su fuerza original. En la vieja sociedad esclavista, en que tiene su genuino Sitz im Leben, su mensaje no podía interpretarse mal. Jesús se identifica con quienes nada contaban. El amor, tal como él lo entendía y practicaba, incluía la renuncia al poder y al dominio así como la disposición a practicar el servicio más humillante. Lavar los pies pertenecía entonces al trabajo sucio. La negativa de Pedro descubre la resistencia interna de una mente privilegiada contra semejantes insinuaciones. Mas si se quiere pertenecer a Jesús hay que estar pronto a un cambio de conciencia tan radical; y eso conlleva que en el fondo sólo el amor opera el auténtico cambio de mente liberador, el fin de toda dominación extraña.

Dicho de otro modo, según Juan, Jesús ha dado un contenido y sello totalmente nuevos a la idea de Dios, en la que entraban desde antiguo los conceptos de omnipotencia y soberanía, por cuanto muestra que a Dios se le encuentra allí donde se renuncia a todo poder y dominio y se está abierto a los demás. «Donde hay bondad y amor, allí está Dios», como dice un antiguo himno de la Iglesia. Allí se liberan los hombres de sí mismos y respecto de los otros. Sin duda que tampoco este símbolo está a resguardo de malas interpretaciones, como cuando se integra como acción litúrgica en un sistema de dominio y no se advierte que lo que en principio está en tela de juicio es un sistema de dominio. Incluso Pedro tiene que dejarse inquietar. Juan había comprendido que con Jesús había entrado en el mundo una concepción radicalmente nueva de Dios y del hombre; una concepción que sacudía los cimientos de la sociedad esclavista y de las relaciones de poder porque ponía la fuerza omnipotente del amor en el centro de todo lo divino. El lavatorio de los pies era el símbolo más elocuente para expresar esta nueva concepción, símbolo que también a nosotros nos hace pensar.

2. INSTRUCCIÓN DE LOS DISCÍPULOS (Jn/13/12-20).

12 Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se puso de nuevo a la mesa y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? 13 Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor»; y decís bien, porque lo soy. 14 Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. 15 Porque ejemplo os he dado, para que, como yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis. 16 »De verdad os lo aseguro: El esclavo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que lo envía. 17 Si entendéis eso, dichosos seréis practicándolo. 18 »No lo digo por todos vosotros; yo sé bien a quiénes escogí. Pero cúmplase la Escritura: "El que come el pan conmigo, ha levantado su pie contra mí." 19 Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para que, cuando suceda creáis que yo soy. 20 »De verdad os lo aseguro: el que recibe al que yo envíe, a mí me recibe, y el que a mí me recibe, recibe al que me envió.»

Al lavatorio de pies va aneja una instrucción a los discípulos, que contiene una segunda explicación de dicho acto (v. 12-15), así como una serie de sentencias con escasa trabazón, semejantes a los logia sinópticos de Jesús (v. 16- 17. v. 18-19. v. 20). Aquí interesa sobre todo la recta comprensión del carácter de esta perícopa. R. Bultmann dice al respecto: «en la pieza primera el tema explícito es la comunión con él, y de tal modo que su razón de ser se manifiesta en el servicio de Jesús... La pieza segunda agrega que esa comunión de los discípulos con Jesús es a la vez una comunión de los discípulos entre sí, y que ésta debe realizarse con obras si aquélla ha de persistir... Así pues, en 13,1-20 está expuesta la constitución de la comunidad y la ley de su existencia». Se trata, por consiguiente, de no entender en sentido moral el ejemplo decisivo de Jesús infravalorándolo, sino de deducir del mismo la ley, el modelo o incluso la estructura fundamental de la comunidad de Jesús: la Iglesia. El lavatorio de pies y los discursos de despedida anejos se interpretan falsamente cuando se entienden como discursos piadosos, que pretenden una edificación interior. Lo que persigue más bien es mostrar la estructura teológico-óntica de la comunidad de Jesús. Recordemos una vez más el carácter ficticio de los discursos de despedida. Lo que el Jesús joánico dice a sus discípulos en esta última hora apunta directamente a la idea que de sí misma tiene la comunidad joánica que es la destinataria. La idea que el cuarto evangelista tiene de Jesús y la idea de su comunidad (su eclesiología) están íntimamente relacionadas.

El primer párrafo (v. 12-15) trae la aplicación directa de la acción simbólica de Jesús. En la naturaleza misma de las cosas está el que Jesús dé personalmente esa interpretación; actúa, según lo dice explícitamente, como «Maestro» y como «Señor». La acogida precisamente de estos dos títulos honoríficos por parte del evangelista muestra que a continuación no puede seguir una comunicación abstracta, sino una instrucción autorizada y obligatoria. Siendo el Maestro y el Señor, como los discípulos reconocen justamente a Jesús, se ha hecho esclavo de todos; y ha mostrado ante sus ojos lo que él entiende por conducta justa. Y si la comunidad de discípulos reconoce en Jesús a su maestro y Señor, también debe sacar las consecuencias de esa su confesión, sin contentarse con una simple confesión de labios. Está obligada al ejemplo de Jesús, o lo que es lo mismo, está obligada a su compromiso de amor hasta la muerte de cruz. El versículo 14 expresa ese carácter vinculante. La palabra griega opheilete significa literalmente «estáis obligados», debéis. No está, pues, al arbitrio de la comunidad el atenerse o no a la conducta modélica de Jesús, sino que con la confesión de Jesús como Maestro y Señor viene dada directamente la obligatoriedad de su ejemplo.

A continuación reaparece una y otra vez la expresión mutuamente, unos a otros. Designa la nueva camaradería fundada por Jesús y que, según Juan, debe marcar por entero el carácter de la comunidad de Jesús. Desde ahí hay que entender también correctamente la expresión ejemplo: el símbolo del lavatorio de los pies es el símbolo del compromiso total de Jesús, de la entrega de su vida hasta la propia muerte. Y desde ahí hay que referir asimismo ese símbolo de un modo autorizado y universal de ser y conducta entera de la comunidad de Jesús. Es la marca de bondad que debe acuñar todo el obrar cristiano y eclesial, como un obrar radical desde el amor.

Que sólo una interpretación tan categórica haga justicia al sentido del texto, lo muestran los versículos inmediatos 16-17. Tienen su modelo en las palabras sinópticas de Lc 6,40 y Mt 10,24 (Q). A ello apunta, en el texto original, la solemne y enfática introducción del doble amen ( = «de verdad os lo aseguro», así es real y verdaderamente). Las relaciones entre esclavo y señor o entre enviado (apostolos) y comitente o mandante son las de un severo estado de superioridad y sujeción. Ni el esclavo ni el enviado actúan por propia iniciativa, sino que obran ateniéndose a unas instrucciones. Para el pensamiento antiguo había ahí un elemento jurídico. Resulta claro lo que se quiere decir: para los suyos Jesús es simplemente la persona autorizada, su instrucción goza para los discípulos de autoridad y obligatoriedad. No hay que olvidar ciertamente que la autoridad de Jesús va ligada a su amor, más aún, que se identifica con él. Es justamente el amor el que fundamenta como tal la autoridad más alta que existe. Si la comunidad se entiende desde Jesús, debe también reconocer la obligatoriedad del amor de Jesús para ella, por lo que está bajo su exigencia constante. Ahí está además toda su felicidad, su dicha y salvación.

El párrafo tercero (v. 18-19) vuelve a tener en cuenta el trasfondo histórico de la última cena. La tradición sabe de la traición de Judas. Ya el evangelista Marcos había visto el cumplimiento de la Escritura en la traición de Jesús por uno de sus amigos (Sal 41,10). A la Iglesia primitiva le resultaba natural describir el destino fatídico de Jesús según los modelos lingüísticos empleados por el Antiguo Testamento, por la «Escritura». Lo que suele designarse como «prueba escriturística» no ha de entenderse en el sentido de una demostración lógica, sino que ha de interpretarse más bien como una reacuñación lingüística; se recogen imágenes y fórmulas conocidas para subrayar así la importancia de Jesús. El pasaje al que Juan se refiere aquí abiertamente suena así según el texto hebreo: Incluso el amigo, en quien yo confiaba, que comía de mi pan, ha alargado contra mí su calcañar (Sal 41,10). El sentido del pasaje es éste: han entrado a formar parte del círculo de mis enemigos hasta los amigos más íntimos. El «hombre de la paz», como se le denominaba literalmente, es el amigo más próximo. La señal de esa intimidad y unión invulnerable es el banquete en común; la comunidad de mesa establece la communio. Pero esos amigos han roto todos estos lazos sacrosantos de la lealtad, confianza y amistad.

A esa luz ha visto la Iglesia primitiva al traidor Judas. Según Juan, Jesús sabe cuál es su destino y sabe asimismo que debe cumplir el plan salvífico de Dios. Es ésta la comprensión postpascual de Jesús que en la fe de la Iglesia primitiva alcanzó medidas suprahumanas, incluso en lo relativo a su ciencia. Al mismo tiempo d evangelista da una prueba didáctica de cómo el cumplimiento incluso de ese tenebroso vaticinio debe ayudar a los discípulos a creer en Jesús; deben creer que Yo soy. La fórmula joánica «Yo soy», que aparece en este pasaje es la afirmación de sí mismo más plena y rotunda del Cristo joánico, que señala a Jesús como el revelador y salvador enviado por Dios. También por el cumplimiento de las palabras escriturísticas, relativas a la tragedia del traidor -de primeras total y absolutamente incomprensible- y al ajusticiamiento de Jesús, deben los discípulos reconocer en Jesús al revelador de Dios y creer en él. El motivo aflora frecuentemente en los discursos de despedida (14,29; 16,4).

El punto cuarto, del v. 20, cabe entenderlo como la versión joánica de unas palabras de Jesús, que también aparecen en la tradición sinóptica (cf. Lc 10-16; Mt 10,40; también Mc 9,37). Se trata de una palabra que originariamente tenía su marco en la predicación misionera de la Iglesia primitiva. En la proclama misionera de los mensajeros de Jesús se encuentra el propio Jesús, en el mensaje está Jesús personalmente y en ese mensaje Dios sale al encuentro del hombre. Quien acoge al mensajero enviado y autorizado por Jesús, acoge al propio Jesús, y quien acoge a éste acoge en definitiva a Dios mismo. Ahí radica la convicción de que en la predicación de Jesús es éste quien se hace presente. Predicación equivale a presencialización de Jesús. En el contexto, las palabras vuelven a subrayar que la instrucción de Jesús, vinculando la acción de la comunidad a su propia acción ejemplar, que proporciona la explicación y la salud, ha de tomarse realmente en serio; y muestra además que el «envío» por parte de Jesús, la legitimación por él, fundamenta los «plenos poderes» de la comunidad.

Juan parece generalizar este principio básico del emisario, sin que piense ya especialmente en apóstoles, misioneros o evangelistas. En cualquier caso el texto no da pie para limitarlo a un determinado círculo de personas. Eso quiere decir que cualquier discípulo de Jesús o la comunidad como conjunto de todos los discípulos de Jesús son «enviados», mensajeros de Jesús. La legitimación por el propio Jesús no es un puro formulismo, sino que está determinada por el contenido, y es un encargo a actuar y vivir conforme a la norma de Jesús. Cuando se desprecia la norma de Jesús, la comunidad y, naturalmente, su peculiar representación que es la jerarquía eclesiástica, pierden su autoridad.


Meditación

Lo que el Jesús joánico dice a los suyos en esta hora de la despedida tiene valor de testamento para la comunidad de Jesús en todos los tiempos. El propósito del cuarto evangelista es esclarecer en renovados abordajes la importancia que tienen la persona de Jesús, su palabra y su conducta. Esa importancia deriva de que Jesús es el salvador y revelador enviado por Dios, en un sentido ejemplar y radical, más aún en un sentido absoluto. Eso quiere decir, según Juan, que Jesús como «Maestro» y como «Señor» es también personalmente la ley fundamental, la realidad básica y, en consecuencia, también la norma absoluta para la comunidad. De modo parecido lo había ya formulado Pablo: «Por lo que se refiere al fundamento, nadie puede poner otro, sino el que ya está puesto: Jesucristo» (lCor 3,11).

Desde ese fundamento y por esa norma hay que medir todo lo que pretende cobijarse bajo el calificativo «cristianos o «eclesial». La persona de Jesús es también por ello la ley fundamental de su Iglesia. Sólo cuando se olvida esa realidad puede ocurrirse a los hombres la idea de que la comunidad necesita otra ley fundamental. De la primitiva fe cristiana en la revelación, como la testifica Juan, se desprende la imposibilidad de semejante ley fundamental en sentido jurídico. Y es que el fundamento de la Iglesia y del cristianismo está determinado por Jesús y por las relaciones con él, es decir, por la fe y el amor que están por encima de cualquier ordenamiento jurídico humano, son anteriores al mismo y, por ende, ya no se pueden entender en un sentido jurídico. Sobre ese espacio de libertad predeterminado por Jesucristo no pueden disponer ninguna instancia humana, ninguna jerarquía ni ningún código eclesiásticos. Lo que en todo caso pretenden hacer los hombres es simplemente encontrar decretos de aplicación a esa instrucción fundamental de Jesús. Tales decretos de aplicación son siempre, incluso en la forma de un derecho canónico, relativos, limitados, superables, sujetos a corrección y cambiables. Deben acomodarse de continuo a las necesidades históricas de la comunidad de Jesús. El criterio para todo ello está en el fundamento puesto por Jesús para todos los tiempos.

En concreto esa norma quiere decir tanto como estar en nombre de Jesús al servicio de los otros. No es casual que la comunidad joánica se entienda sobre todo como la comunión de los amigos y hermanos de Jesús. La trascendencia incomparable de la persona de Jesús se siente aún con mayor fuerza por cuanto que junto a ella y fuera de ella no se puede dar realmente ninguna otra autoridad, ningún otro maestro ni señor (cf. también Mt 23,8-11). En la comunidad no hay tampoco ninguna relación de dominio, sino que cuenta la exigencia del «unos a otros» (griego: allélous), de la reciprocidad sin reserva, de la comunicación con Jesús, del trabajo en común, todo lo cual ha de fundarse en el amor de Jesús. Ciertamente que en la comunidad joánica (o en las comunidades joánicas) nos encontramos todavía con grupos relativamente pequeños. La invitación a la ayuda mutua sólo se puede practicar en el marco de una comunidad, en que se conocen unos a otros y se hablan mutuamente. En una gran asociación eclesial, estas cosas fundamentales pasan irremediablemente a un segundo plano. En el curso de la historia la gran Iglesia se impone como institución cada vez más a la comunidad. Esto no hay que tomarlo sin más ni más como un avance operado por el Espíritu Santo, pues con tal evolución han quedado arrinconados importantes impulsos y posibilidades originales. También el aparato eclesiástico ha tenido parte en la orientación abstracta y fría de tales instituciones; sería sensato reconocer y confesar su alejamiento del cristianismo originario. Frente a esa evolución el modelo joánico adquiere un carácter de crítica institucional.

Probablemente se podría rastrear mayor dicha y alegría en las comunidades cristianas, si estudiásemos en ellas con mayor intensidad la causa de Jesús; si reflexionásemos más sobre lo que esa causa podría ofrecer al mundo de hoy. A primera vista el modelo de Jesús en el símbolo del lavatorio de pies parece un tanto lamentable. Si uno, en efecto, como estamos tratando de hacer aquí, intenta descubrir la raíz de esta imagen descubre que el hombre, al que la comunidad venera y en quien cree como Señor, revelador e Hijo de Dios, se muestra con su conducta como el esclavo de todos; el «Hijo de Dios» trastrueca con su proceder las relaciones de soberanía en la sociedad esclavista. Cabe, por tanto, hablar de un cambio total de conciencia. Pero ese modelo de Jesús sigue inalcanzado y, desde luego, no ha sido nunca superado. Si tal modelo llegase a alcanzar en el mundo la vigencia que Juan le atribuye en base a la autoridad de Jesús, no sólo se pondría coto a las pretensiones del hombre con voluntad de sojuzgar, sino que, al mismo tiempo, la imagen, con tanta frecuencia, desfigurada de la comunidad de Jesús, se iluminaría con nuevo resplandor. Sería así posible volver a creer mejor en algo como ese Yo soy, a saber, que ese Jesús en su pura humanidad es el revelador de Dios. Volvería a darse sin duda una autoridad cristiana, que no descansa en una institución ministerial, sino en la credibilidad interna con que se expresa la causa de Jesús.

La comunidad de Jesús permanece definitivamente ligada a ese modelo de 13,1-20. En el momento presente sólo podemos reconocer desde luego que dicho modelo ya no se da en buena parte, pero que también se muestra en muchos puntos cargados de esperanza. Es absolutamente cierto que el mundo de hoy siente nostalgia del mismo.

3. SE ANUNCIA LA TRAICIÓN (Jn/13/21-30)

21 Dicho esto, Jesús se turbó interiormente y declaró: «De verdal os lo aseguro: uno de vosotros me va a entregar.» 22 Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. 23 Uno de sus discípulos, aquel a quien Jesús amaba, estaba recostado a la mesa junto al pecho de Jesús. 24 Simón Pedro le dice por señas: «Préguntale de quién está hablando.» 25 Él, reclinándose entonces sobre el pecho de Jesús le pregunta: «Señor, ¿quién es?» 26 Jesús le contesta: «Es aquel a quien yo le dé el bocado que voy a mojar.» Y mojando el bocado, se lo da a Judas, el de Simón Iscariote. 27 Y apenas tomó el bocado, entró en él Satán. Jesús le dice entonces: «Lo que vas a hacer, hazlo en seguida.» 28 Ninguno de los que estaban en la mesa se dio cuenta de por qué le dijo esto. 29 Pues algunos pensaban que, como Judas estaba encargado de la bolsa, Jesús quería decirle: «Compra lo que nos hace falta para la fiesta», o que les diera algo a los pobres. 30 Y cuando tomó el bocado, salió fuera inmediatamente. Era ya de noche.

Al igual que los Sinópticos (MC 14,18-21; Mt 26,21-25; LC 22,21-23) también Juan trae un relato sobrio sobre la señalización del traidor Judas en la última cena.

Los cuatro evangelios narran al unísono que Jesús fue traicionado por un discípulo que pertenecía al círculo íntimo de «los doce». El nombre de ese discípulo suena Judas Iscariote (así Mc 3,19; 14.10.43) o Judas, hijo de Simón Iscariote (así según Jn 6,71; 13,2). Aunque también contra esta tradición se han formulado objeciones críticas; por lo que hace al dato como tal, puede considerarse bien fundado, y darlo como seguro. Ciertamente que también aquí es necesario distinguir entre el hecho histórico como tal y la interpretación que le dieron la comunidad cristiana o el evangelista. Es evidente que sobre este hecho agravante pronto se empezó a reflexionar y que la figura del traidor incitaba directamente a la creación legendaria.

El apellido Iscariote se interpreta de dos modos: a) como «hombre de Keriot»; Keriot sería una aldea que se busca en Judea meridional, al sur de Hebrón, que habría sido la patria de ese Yehuda-ish-keriot. b) Otra interpretación querría derivar Iscariot de sikarios. En Flavio Josefo se llama sicarios a los miembros de un grupo terrorista del movimiento nacionalista judío, y se pretende por esa vía establecer una conexión entre Judas y tales terroristas. Según Mc 3,19 «Judas Iscariote, el que luego le entregó» pertenecía al círculo de los doce, en cuya lista aparece siempre en último lugar (Mc 3,16-19; Mt 10,2-4; Lc 6,13- 16). Jn 6,70s conoce también esa tradición.

En Mc 14,10-11 (cf. Mt 26,14-16; Lc 22,3-6) se narra la traición de Judas y se dice que los pontífices se alegraron y que le prometieron dinero. El descubrimiento del traidor (Mc 14,18-21 par) por Jesús pertenece ya sin duda a la primitiva interpretación cristiana de Judas. Ciertamente que aquí el lenguaje de la Escritura25, según Sal 41,10, ha tenido un papel importante. La Iglesia primitiva entendió también la traición de Judas en el sentido de un cumplimiento de la Escritura para poder comprender ese enigma incomprensible. Mas también se introduce el otro motivo de que Jesús conoce de antemano su camino y también la traición de Judas. No hay por qué suponer, sin embargo, que la prueba escriturística fuera la única causa que hubiera inducido a inventar la traición de Judas. A ello se añade que ya muy pronto la leyenda se adueñó de la figura de Judas. Se buscó una motivación del hecho, y se señaló el «afán de dinero», la avaricia de Judas (cf. también 12,4-6). Legendarias son sobre todo las narraciones sobre el mal fin de Judas (Mt 27,3-10; Act 1,15-20), textos que más bien buscan producir horror y a los que no conviene un valor histórico. Habida cuenta de todas estas reflexiones preliminares, cabe plantearse la pregunta: ¿Cómo ha entendido Juan la figura del traidor Judas?

El dato de que Jesús conocía de antemano la traición de Judas encaja bien con el concepto de la cristología joánica. Sin embargo, el vaticinio tradicional: «Uno de vosotros me entregará» (v. 21), adquiere en Juan una urgencia peculiar. Jesús está profundamente conmovido, turbado interiormente (literalmente: «en el espíritu», que en Juan siempre es indicio de la confrontación de Jesús con las fuerzas maléficas o con el poder maléfico sin más, la muerte). Los discípulos se miran perplejos, no saben a quién pueda referirse (v. 22). En este pasaje aparece por primera vez «el discípulo al que Jesús amaba» (v. 23), el singular personaje, cuyo nombre silencia el evangelio de Juan, y que sin embargo por la misma designación de «el discípulo a quien Jesús amaba» ha suscitado desde siempre el interés de los comentaristas y la simpatía de los piadosos.

La antigua tradición de la Iglesia la identificó habitualmente con el apóstol Juan, en el que también vio al autor del cuarto evangelio; pero esa concepción resulta muy problemática con la investigación crítica. Léanse los lugares en que aparece ese personaje (13,23; 19,26; 21,7.20), y uno se inclinará a ver en él a una persona histórica y no una figura simbólica o puramente literaria. Habría que verle más bien como la autoridad que para el círculo joánico respaldaba la auténtica tradición sobre Jesús. Aquí hemos recogido esa hipótesis, sostenida principalmente por R. Schnackenburg. Ese discípulo no se identifica con el evangelista, que ha introducido a ese testigo en pasajes importantes a fin de dar mayor peso a su tradición. Para la exégesis parece por tanto aconsejable presentar la figura del «discípulo al que Jesús amaba» de acuerdo con el contexto respectivo, sin prestar excesiva atención a cómo pudieron ocurrir históricamente las cosas. En los versículos 23ss sin duda que el discípulo ha sido introducido en el texto de forma secundaria.

La descripción supone la antigua costumbre de reclinarse a la mesa en el simposio: el discípulo reposa en el seno de Jesús, tiene evidentemente apoyada la cabeza en el pecho del Señor. Se le presenta así para desvelar el enigma de quién es el traidor (v. 24-26). Es notable que incluso Pedro se vuelva a él con la súplica de que pregunte a Jesús en quién piensa; cosa que aquél hace. La respuesta de Jesús: «Es aquel a quien yo le dé el bocado que voy a mojar» supone ya la formulación bajo la referencia al Sal 41,10; también la realización está motivada por ese texto. Juan va un paso más allá de la tradición antigua (Mc 14,1821) al decir que con el bocado entró Satán en Judas. Las palabras de Jesús: «Lo que has de hacer, hazlo en seguida» (v. 27b), vuelven a ser mal interpretadas por los discípulos, al creer que Jesús encargaba a Judas que hiciera algunas compras o que le recomendaba que diese algo a los pobres. Esto último habría que verlo como un uso judío con motivo de la fiesta de pascua. Con la consignación lapidaria «Y cuando tomó el bocado salió fuera inmediatamente. Era ya de noche» (v. 30), cuya fuerza simbólica es innegable, termina esta sección.

La importancia de la descripción joánica radica sin duda en la manera con que el evangelista condensa el dramatismo de la tradición. Lo que en Marcos aparece como un mensaje muy restringido se expone aquí con énfasis literario, de tal suerte que lo dramático de la situación se presenta interna y externamente de forma que el lector queda, al punto, impresionado. El relato joánico de la pasión alcanza aquí su punto culminante. Jesús sabe exactamente de qué se trata, y Judas lo sabe también a su modo. De los discípulos sólo uno, aquel al que Jesús amaba, comparte ese conocimiento. Pero en medio del acontecer humano se realiza algo mucho más profundo. El verdadero enemigo de Jesús no es Judas, que no es más que el órgano ejecutivo. El auténtico enemigo es Satán, el poder del mal sin paliativos, a cuyas tenebrosidades ha sido entregado Judas. El contenido real de nuestro texto está principalmente en esa forma de narrar meditativa y teológico-poética. Su objetivo es impresionar al oyente o al lector: ¡Tan lejos se pudo llegar que uno de los del círculo más íntimo de amigos de Jesús entregó a Jesús, el revelador de Dios, a sus enemigos!
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25.Cf. lo dicho acerca de 13,18ss.
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Meditación

La traición de Judas pertenece a los rasgos de la historia de la pasión que marcan en cierto modo la irrupción del mal, y desde luego del mal en su figura enigmática e incomprensible, en el curso del acontecer humano. Una traición entre amigos íntimos, que conduce a la muerte de quien así ha sido dejado en la estacada, ha provocado un horror especial en los hombres de todas las épocas. El poeta Dante ha dado expresión a ese sentimiento cuando pone en el círculo más bajo de su infierno a los traidores Bruto, Casio y Judas, muy cerca del propio Satán. Cuando esa traición no la motiva un gran sentimiento como, por ejemplo, el debido a una convicción mejor y más alta, sino la vil codicia, entonces también hoy seguimos sintiendo el mismo desprecio por tal traición. Una y otra vez se ha preguntado por los motivos que pudieron haber impulsado a Judas a traicionar a Jesús; por ejemplo si se sintió desilusionado por Jesús al no haber dado la esperada y gran batalla a los romanos y no haber dado entrada a la época mesiánica. Se puede contar ciertamente con tales posibilidades; pero el Nuevo Testamento no nos da ninguna solución al respecto. En él no tienen importancia los motivos personales, sino que el punto de vista es más bien el de que hasta un traidor de Jesús tiene su puesto en el plan salvífico de Dios. Ni siquiera la traición del amor pudo impedir el triunfo del amor en la cruz, sino que más bien debía servir a ese triunfo. En la aproximación meditativa a Jesús la fe intuye una visión que no se puede valorar de un modo lógico, y es que el amor divino es mayor que la maldad humana, más grande que todas las injusticias y traiciones. ¿Y qué hombre no habrá tenido parte alguna en la infidelidad humana? Es digno de notar que, según los testimonios neotestamentarios, la actitud de Jesús frente a Judas no comporta en ningún pasaje rasgos condenatorios.

Al lado de esto es bueno pensar que en la tradición cristiana se ha escarnecido mucho la figura de Judas. En ese personaje se ha cebado a menudo el sentimiento antijudío. Pero incluso entre los cristianos se ha empleado a Judas como chivo expiatorio o como palabra injuriosa. Hasta de la época más reciente pueden educirse ejemplos de altas personalidades eclesiásticas demostrando tal empleo abusivo, al calificar de Judas traidores a los sacerdotes que se han casado. Frente a semejante retórica abusiva hay que levantar la protesta más enérgica; ningún hombre tiene derecho a condenar a otro hombre de ese modo.

La traición entre amigos y entre quienes están ligados por relaciones de amor mutuo hace daño. Ahí se hieren los hombres. Vistas así las cosas, la cuestión adquiere tonos candentes para nuestro propio campo humano, pues sucede a menudo que se deja caer a un amigo o a una persona amada por motivos gastados o incluso por pura incapacidad. Cuando no se hace por lo que llamamos «intereses superiores».

Posiblemente Judas encarna al hombre a quien la identificación con el sistema dominante en un determinado momento se le antoja más importante que la vinculación con su amigo Jesús; para ese tal resulta demasiado peligroso vivir en la proximidad de un hombre como Jesús. No ha puesto en marcha la libertad y el amor, que le solicitaban en ese círculo, y se ha convertido en un ser inseguro. El fundamento de esa inseguridad estaría precisamente en que ha interiorizado el sistema de tal modo que no ha podido solucionar los problemas y tensiones planteados. Así vendría a representar aquella forma de traición que puede denominarse traición de los débiles, del hombre tan pendiente del super yo social que por la debilidad de su yo sólo puede ser un instrumento, por no ser lo bastante capaz de amar. En cualquier caso, el Nuevo Testamento dice claramente esto: los traicionados no fueron unas verdades o misterios, ni tampoco una doctrina; el traicionado fue un hombre que se llamaba Jesús.

PRIMER DISCURSO DE DESPEDIDA (13,31-14,31)

1. EL MANDAMIENTO NUEVO (Jn/13/31-35)

31 Cuando Judas se fue, dijo Jesús: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y Dios en él. 32 Si Dios ha sido glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo, y lo glorificará en seguida. 33 »Hijitos, poco tiempo estaré ya con vosotros. Me buscaréis y, como dije a los judíos, a vosotros también lo digo ahora: A donde yo voy, no podéis venir vosotros. 34 »Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros, que así os améis los unos a los otros como yo os he amado. 35 En esto conocerán todos que sois discípulos míos: en que tenéis amor unos con otros.»

Después de retirarse el traidor Judas empieza el primer discurso de despedida. Ahora que tiene lugar la separación en el círculo íntimo de los discípulos, Jesús está reunido sólo con sus verdaderos leales, los suyos en sentido auténtico. Con ello se describe también el círculo de los destinatarios de este discurso. Ya no se dirige, como toda la parte primera del Evangelio de Juan (c. 1-12), a los que están fuera, al «mundo», sino que se endereza a quienes han encontrado el camino de la fe en Jesús. Apunta a la comunidad interna (el grupo íntimo) de los creyentes. Una vez más hay que recordar a este respecto que nos las habemos con una situación literaria ficticia. El evangelista emplea el recurso literario de la separación para diferenciar entre sí la instrucción a los de fuera y la instrucción a los de dentro. A esto responde asimismo una diferencia objetiva, que ciertamente no ha de buscarse en el plano del Jesús histórico sino en el plano de la comunidad, que vive por propia experiencia la distinción que media entre el mundo incrédulo y la comunidad de fe. Los temas tratados tienen sus paralelos parciales en la parte primera del evangelio, aunque se añaden ahora nuevas afirmaciones.

La perícopa se divide en tres afirmaciones diferentes: a) los versículos 31-32 se refieren, con el concepto «glorificación», a la situación personal de Jesús; b) el v. 33 ilumina la situación de despedida; c) los versículos 34-35 contienen el mandamiento del amor como la exhortación decisiva de Jesús a la comunidad.

a) Los versículos 31-32 tratan de Jesús bajo la idea de la «glorificación del Hijo del hombre». La exposición arranca del punto de vista joánico. Por tanto, no habla aquí el Jesús terreno sino el Jesús joánico, es decir, Jesús tal como le ve y entiende el evangelista. Ahora bien, el evangelista escribe unos 60/70 años después de la muerte de Jesús. De no tener esto en cuenta, se llegaría irremediablemente a una falsa interpretación del texto.

Se podría utilizar aquí el concepto de «marcha atrás», de modo parecido a como se emplea en una película. Tanto el autor como sus oyentes saben ciertamente que no son coetáneos de Jesús. Más aún, saben de modo exacto por la fe que Jesús resucitó, ascendió a los cielos y fue glorificado. Por añadidura tienen plena conciencia de la identidad del glorificado con el Jesús terreno. Tal identidad, es decir, la del Jesús histórico con la del Cristo de la fe, constituye el fundamento teológico de nuestro texto, de suerte que debe completarse el pensamiento de que Jesús glorificado se presenta ante la comunidad y le dirige la palabra. El resultado es una peculiar situación de tránsito: por una parte, marcha atrás en el pasado; por otra, anticipación del futuro. Asociando ambos momentos surge una índole singular de presente en el cual quedan situados los oyentes.

Tal situación, que aúna el pasado con el futuro, referida a un presente (o, si se quiere como presente), viene a ser, al propio tiempo idéntica con el «tiempo de la fe», y en ello precisamente radica la exactitud del lenguaje de Juan. Pues la fe procede de la historia de Jesús y se proyecta hacia un futuro, hacia el futuro de Jesús. Es una fe histórica, en el tiempo y en el mundo, pero a la vez, superando la época presente del mundo, irrumpe en el futuro divino, manifestado en Jesús y que en él ya se ha hecho presente. Surge así la estructura de la fe en una correspondencia exacta con la identidad que media entre el Jesús terreno y el glorificado.

La palabra viene como palabra del Hijo del hombre y responde en su forma (Jesús habla del «Hijo del hombre» en tercera persona de singular) a los logia sobre el Hijo del hombre en los evangelios. Juan ha tomado esa designación de la primitiva tradición cristiana (palestina) sobre Jesús, aunque dándole su peculiar impronta teológica. Destaquemos sólo los rasgos más importantes:

Juan enlaza la idea de revelación con el título de Hijo del hombre. Como tal Hijo del hombre, Jesús es el revelador de Dios, que trae la revelación escatológica, la definitiva «verdad de Dios», y que comunica a los hombres la salvación, la «vida eterna» mediante la fe. A esto se añade el motivo de la «subida y bajada» del Hijo del hombre: desciende del mundo divino al mundo terrenal de los hombres y desde éste vuelve a subir hasta aquél y, finalmente, Juan habla de la «exaltación» y «glorificación» del Hijo del hombre para expresar así la primitiva predicación cristiana de la cruz y resurrección de Jesús.

Encontramos, pues, en la concepción joánica del Hijo del hombre una mezcla singular del título (apocalíptico) de Hijo del hombre con la tradición de Jesús, con la primitiva predicación cristiana y la idea de revelación (y quizá también con representaciones gnósticas). Pero se trata sobre todo de la importancia permanente de la revelación de Jesús

Con las expresiones «gloria» y «glorificación» traducen nuestras Biblias el grupo lingüístico griego Doxa, doxazein (hebr. kabod), cuyo contenido suscita diversas conexiones ideológicas: gloria y luz divinas, fulgor o resplandor de Dios, claridad y poder de la revelación divina, prestigio; en el empleo verbal: llevar al resplandor, poder y prestigio, conferir una participación en la esfera divina. «Gloria» designa, pues, la esfera divina en oposición al campo terrenal, de este lado, y «glorificación» significa en consecuencia elevar a alguien hasta la esfera de Dios, darle parte en el mundo luminoso, divino. Ahí incide la idea de revelación: Jesús es también para Juan el revelador de la gloria divina en el mundo, como lo prueban sobre todo los relatos milagrosos del cuarto evangelio.

En nuestro texto se trata, por consiguiente, de que Jesús de Nazaret, según el testimonio creyente de la Iglesia primitiva, ha sido asumido por la cruz y resurrección en el ámbito divino, y se trata asimismo de que como Señor glorificado continúa operando en su comunidad. La determinación «ahora» designa la muerte y resurrección de Jesús como el tiempo histórico-salvífico decisivo (kairos) en el que tiene lugar el «cambio o viraje de las épocas (eones)». En ese momento Jesús es reconocido y confirmado por Dios como revelador y salvador, y asimismo Dios recibe de parte de Jesús, sobre todo por su obediencia hasta la muerte de cruz, el reconocimiento que le corresponde. En esa glorificación y reconocimiento mutuos de Jesús por Dios y de Dios por Jesús se descubre la relación fundamental que la fe cristiana sostiene y confiesa, a saber: que Jesús en persona, como Mesías e Hijo de Dios, es la revelación plena y definitiva de Dios en el mundo. Para la fe cristiana ya no se puede pensar a Dios con independencia de Jesús, ni a Jesús se le puede entender sin Dios.

Sin embargo, el hecho de la glorificación de Jesús no permanece anclado en el pasado, sino que contiene ya su propio futuro. Es lo que establece una nueva época: la glorificación de Jesús proseguirá por todo el tiempo futuro, y en primer término por el hecho de que la causa de Jesús sigue actuando en la historia, sobre todo en el marco de la comunidad de Jesús. En la fe y amor de los suyos opera Dios la glorificación de Jesús.

b) En el v. 33 se ilumina abiertamente la situación de despedida. Sólo un poco tiempo estará Jesús con los discípulos, pues deberá partir con un destino desconocido a una región inaccesible a los discípulos que se quedan aquí. Ciertamente que en el fondo está la idea de que la partida de Jesús será una partida hacia el Padre. Sobre ello se hablará después más ampliamente. En este pasaje se trata, por tanto, de subrayar el umbral decisivo, el viraje capital: el tiempo de la presencia terrestre de Jesús camina irremediablemente a su fin con el momento de su glorificación. Con ello surge no sólo la pregunta de adónde va Jesús, sino también la otra de en qué manera quedará la comunidad unida en Jesús y con Jesús después de su partida.

En primer término no se trata de una despedida y partida con un destino desconocido como podría pensarse ingenuamente a primera vista. Lo que plantea más bien Juan es la pregunta fundamental sobre las relaciones de la época terrenal, histórica, de Jesús con la época directamente presente, y desde luego de primeras en forma negativa. A ello se suma la otra idea de que según Juan, el ámbito divino es de suyo inaccesible al hombre, y que sólo por Jesús logra el hombre acceso allí. Entendiendo así la función del versículo 33, también se comprenderá en seguida su posición entre la sentencia de la glorificación y el inmediato mandamiento del amor.

c) Con ello adquieren también todo su peso el «mandamiento nuevo» del amor (v. 34s). Aparece en Juan como la recomendación primera y más importante de Jesús a sus discípulos. La posición del precepto amoroso al comienzo del primer discurso de despedida tiene sin duda una importancia capital. Compárese la concepción joánica del mandamiento del amor con las correlativas concepciones de los sinópticos (Mc 12,28-34; Mt 22,36-40; Lc 10,25- 28), y saltará a la vista que en Juan falta la referencia al mandamiento del amor a Dios y que tampoco aparece el concepto de prójimo. La fórmula joánica suena más bien así: «Amaos mutuamente.» Ese «mutuamente», unos a otros, cubre de una manera universal el alcance o amplitud sin duda ilimitada del mandamiento nuevo, y entiende el amor como un obrar o una conducta en reciprocidad.

Sigue una fundamentación del mandamiento del amor derivada del conocimiento de Cristo: «Que así os améis los unos a los otros como yo os he amado» (v. 34b). La fórmula, que entiende universalmente como amor toda la conducta de Jesús y la presenta como normativa y obligatoria para los discípulos, alude simultáneamente al símbolo del lavatorio de los pies. Y, por fin, se le suma además un componente misionero y testimonial: con su amor mutuo, en el que los discípulos practican el ejemplo de Jesús unos con otros, darán sin duda un signo, perceptible para «todos», de su pertenencia a Jesús. Con su propio proceder pondrán de manifiesto ante el mundo el núcleo de la revelación de Jesús. La calificación del mandamiento del amor como mandamiento nuevo indica que Juan lo entiende en su fundamentación por Cristo simplemente como la exhortación escatológica; el concepto de nuevo hay que entenderlo en efecto como un concepto cualitativo escatológico. En el amor, la conducta de Dios frente al mundo (cf. 3,16) se convierte en el motivo básico del obrar humano.

Sólo se puede comprender adecuadamente la idea joánica del mandamiento del amor en el contexto de toda la teología de la revelación y la soteriología joánica. El mejor comentario al respecto es la carta primera de Juan (especialmente /1Jn/03/11-18; /1Jn/04/07-21). El cuarto evangelio y dicha carta coinciden en que con el mandamiento del amor mutuo transmiten la exhortación peculiar, decisiva y única de Jesús. Otras exhortaciones de Jesús -a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en el sermón de la montaña (Mt)- no se mencionan en los escritos joánicos. Para Juan creer y amar constituyen los dos conceptos centrales y decisivos en el conjunto de la conducta cristiana. Ambos conceptos se entienden en un sentido radical: determinan desde la misma raíz el núcleo de la existencia cristiana; por ello en la mentalidad de Juan no son necesarias otras determinaciones.

Ambos conceptos se entienden de un modo total: creer y amar deben influir y conformar la entera conducta humana en todos sus aspectos. La razón «como yo os he amado...» no se refiere a un sentimiento permanente que Jesús hubiera tenido siempre, sino que apunta en concreto a su muerte por amor en la cruz: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. Y nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (/1Jn/03/16). Semejante amor tiene su origen en Dios (lJn 4,7ss); es ni más ni menos que la revelación de la realidad divina. La sentencia «Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él» (lJn 4,16b), contiene de una forma concentrada toda la teología joánica de la revelación. La exigencia ética fundamental del cristianismo, el mandamiento del amor, aparece aquí radicada en Dios como su fundamento último: el amor único, que es Dios, se revela al mundo por Jesús, y de una forma decisiva en la muerte de Jesús en cruz, y dejará sentir su eficacia en el amor mutuo de los discípulos, si éstos quieren regirse por la norma de Jesús. En esa medida el amor es para Juan el concepto básico de toda la revelación de Jesús, contenido y esencia del cristianismo.


Meditación

Todo trato con el evangelio de Juan que se adentre, aunque sólo sea un poco, por debajo de la corteza del texto, bien pronto se demuestra como una penetración en los problemas capitales del cristianismo. Ahí no se tratan cuestiones accesorias, se trata siempre del conjunto. Cuando se quiere entender el cristianismo no sólo desde un punto de vista cultural o de historia de las religiones, sino desde su mismo centro, ocurre que desde los días de los apóstoles y de la generación inmediata de la Iglesia primitiva siempre se ha tratado de mantener el recuerdo de Jesús y con ello su causa, intentando comprender y formular de nuevo la importancia de Jesús para la propia época. Estaba en juego la presencia de Jesús. La fe no podía contentarse nunca con un pasado remoto y que eventualmente se puede reconstruir con los recursos de la metodología histórica; la fe siempre anduvo a la búsqueda de Jesús aquí y ahora, del «Jesús para nosotros». La fuerza de irradiación del cristianismo, especialmente en sus manifestaciones dignas de crédito, fue siempre tan grande como su capacidad y fuerza para recuperar la figura de Jesús para el presente respectivo y crear una audiencia a su voz. La fe en la resurrección de Jesús de entre los muertos -justamente en lo que tiene de paradójico y provocativo por el llamado pensamiento razonable- expresa de modo categórico que no se trata del Jesús muerto del pasado, sino del Jesús viviente que tiene algo que decirnos. Juan ha entendido este problema en toda su agudeza, cuando presenta al Jesús terrenal juntamente como el Jesús glorificado por Dios, y hace que éste nos hable como el Jesús histórico.

Lo decisivo del testimonio sobre Cristo en el Nuevo Testamento, especialmente en los evangelios, está en que no se rompen los lazos con el histórico Jesús de Nazaret, con el Jesús «verdadero hombre», como dice la teología dogmática30. En la vinculación con el acontecer histórico de Jesús se manifiesta la voluntad de una continuidad histórica, y ciertamente que desde el sentimiento firme de que se perdería lo específicamente cristiano, si desapareciera de los ojos la figura humana, terrena de Jesús. Para Ireneo de Lyón (+ ha. 205 d.C.), el rechazo de la encarnación se convierte por ello en la nota característica de toda herejía: «No hay ni una sola doctrina herética para la cual el Logos de Dios se haya hecho carne»31. Por ello, la fe cristiana sostiene que la historia de Jesús con toda su contingencia y finitud humanas es el lugar de una singular apertura o revelación de Dios escatológica y siempre válida. El misterio soteriológico cristiano es el misterio de la presencia de Dios en la historia de Jesús.

La Iglesia primitiva -cosa demostrada también por el evangelio de Juan- estaba marcada por la experiencia viva de la presencia de Jesús, sobre todo en la acción litúrgica. Predicación, fe, oración y celebración en común de la cena del Señor abrían la participación en la salud presente. Y sin duda que la cuestión de la presencia es también nuestro problema. La importancia de la celebración litúrgica para esta experiencia la ha subrayado el concilio Vaticano II en su constitución sobre la liturgia, cuando habla de la presencia de Jesús en el sacrificio de la misa, los sacramentos, la palabra de la Sagrada Escritura y la plegaria en común 32.

Es evidente que también existe el peligro de una interpretación cúltica unilateral de la presencia de Jesús. Representó ya un avance el que la presencia efectiva (presencia real) de Jesús no se vinculase exclusivamente a las especies sacramentales, lo que antes conducía sin duda alguna a una interpretación mágica, que hasta hoy se ha dejado sentir peligrosamente. Merece la pena reflexionar si en el pasado la vinculación exclusiva de la presencia de Jesús al sacrificio de la misa y al culto de la sagrada forma no habrá contribuido decisivamente a que ya no se sintiese ésa presencia en la vida, en el mundo y en la sociedad; de tal modo que la tan invocada secularización del mundo no sería también una consecuencia directa de esa mentalidad unilateral. Reducir la experiencia soteriológica al campo interno del culto ha supuesto frecuentemente una coartada: en la Iglesia habita la salvación, mientras que fuera la perdición de mundo con toda su monstruosidad. Hoy, por el contrario, volvemos a preguntarnos justamente y con mayor interés por la presencia de Jesús y de su Espíritu en la vida concreta, en la actuación eclesiástica, en la sociedad humana. ¿Qué es lo que empuja a los hombres del siglo xx para que, pese a su enorme lastre científico, a sus angustias, inseguridades y dudas, busquen enlazar con Jesús? Quizá les impulsa a ello «el recuerdo en el momento de un peligro» (W. Benjamín); a saber, del peligro de perderse a sí mismos, de no reconocerse ya en el Tohuwabohu caótico de nuestro tiempo, y con ello el anhelo de una auténtica humanidad. La presencia de Jesús podemos experimentarla nosotros como una humanidad y cohumanidad vivida.

La presencia de Jesús, experimentable en la fe, es el primer punto de vista que pone de relieve nuestro texto; el segundo está estrechamente conectado, cuando presenta el «amarse mutuamente» como el único y «nuevo mandamiento» de Jesús. En Juan se mantiene la conexión interna entre fe y amor. Dolámonos de haber desgarrado una y otra vez ambos elementos que deberían ir indisolublemente unidos. Con ello la fe viva se ha convertido en un aislado «mandamiento de principios verdaderos», impuestos autoritariamente al hombre, los pueda comprender o no. En esa mentalidad -y hoy lo vemos claramente- late una angustia mágica de la salvación, cuyas secuelas inmediatas son las coacciones de todo tipo en nombre de la fe ortodoxa, desde la violencia física a la espiritual, tal como perduran hasta nuestros días.

El amor fue desterrado al campo de la conducta moral privada, que no hay que buscar propiamente allí donde tienen que decidir el derecho y la autoridad. Sin embargo, según la idea neotestamentaria el amor tiene la preeminencia indiscutible sobre cuaIquier pura ortodoxia. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: en que tenéis amor unos con otros» (v. 35). Sólo se requiere tomar al pie de la letra esta sentencia y ponerla como medida de lo que en la historia y al presente se ha practicado como «conducta eclesiástica». A los no cristianos de nuestros días difícilmente se les ocurrirá la idea de decir de las iglesias cristianas « ¡Mirad cómo se aman!». Si acaso lo dirán irónicamente. En este punto se nos invita a cambiar de mente, a hacer penitencia. También se trata sobre todo de la práctica social del amor. Y es que, sin el amor, la fe deforma en un poder impersonal, cuando debe servir más bien para desvelar y anular cualquier sistema autoritario de dominio espiritual. El amor continúa teniendo siempre la gran ventaja de que, aunque sea quizá de manera inconsciente e incluso de un modo problemático, está de camino hacia la verdad, hacia el Dios del amor. Además, hay que llegar al pleno convencimiento de que el mandamiento del amor de Jesús está mucho más difundido, incluso en nuestro mundo, de lo que a menudo quiere creer un cristianismo eclesial demasiado estrecho. Juan XXIII sí lo supo y actuó en consecuencia. Así como la luz se difunde por doquier y nadie puede encajonarla, así el amor pertenece a todos los hombres. Desde la perspectiva de Jesús no hay motivo para el pesimismo.
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30 Los investigadores actuales son incluso del parecer que el origen de los evangelios canónicos la recogida y fijación por escrito de la tradición sobre Jesús y su reelaboracion en una historia del mismo, como la que Marcos realizó por primera vez, debió ser una reacción contra los intentos pneumáticos, entusiásticos de volatilizar al Jesús histórico.
31. IRENEO, Adv. haer. III, 11,3. 32 Cf. Ia Constitución
sobre liturgia del concilio Vaticano II, c. I, 7.
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2. ANUNCIO DE LA NEGACIÓN DE PEDRO (Jn/13/36-38)

36 Simón Pedro le pregunta: «Señor, ¿adónde vas?» Jesús le contestó: «A donde yo voy, tú no puedes seguirme ahora: me seguirás más tarde.» 37 Pedro le replicó: «Señor, ¿por qué no he de poder seguirte ahora? Yo estoy dispuesto a dar mi vida por ti.» 38 Contesta Jesús: «¿Que tú estás dispuesto a dar tu vida por mí? De verdad te lo aseguro: No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces.»

Con el vaticinio de Jesús sobre la negación de Pedro, el cuarto evangelista recoge un fragmento de tradición (cf. /Mc/14/29-31; /Mt/26/33-35; /Lc/22/31-34). El anuncio de la negación de Pedro constituye una parte integrante de la historia evangélica de la pasión. Es interesante que ya el evangelista Lucas haya insertado esta pieza tradicional en su breve discurso de despedida (Lc 22,21-38), ampliándolo incluso con una promesa al propio Pedro (Lc 22,31s). Asimismo se encuentra en los cuatro Evangelios el relato de la negación de Jesús por Pedro (cf. /Mc/14/66-72; /Mt/26/69-75; /Lc/22/56-62; /Jn/18/15-18 /Jn/18/25-27). La tradición de que Pedro negó a su Maestro no es ciertamente un invento, sino que merece credibilidad histórica. Su preanuncio por Jesús puede considerarse justamente como un indicio seguro de su realidad. ¿Por qué? No se trata ciertamente de una palabra histórica de Jesús, sino de una «profecía» formada con posterioridad. Su propósito se puede adivinar sin dificultades: el fallo comprometedor justo del primer hombre de la comunidad primitiva frente a Jesús, maestro y amigo, era un gran oprobio para la comunidad, un escándalo con el que debía terminar. Intentó solucionar el problema diciendo que Jesús había conocido de antemano el fracaso de su discípulo; más aún, que lo había pronosticado. Para él personalmente ese amargo desengaño no había supuesto algo inesperado. Hasta el fracaso de los propios amigos estaba incluido en el conocimiento superior de Jesús y en el plan divino de salvación. Ese rasgo encajaba también admirablemente en la imagen joánica de Jesús, que sabía a la perfección todo lo relativo a sí mismo y obraba con libertad absoluta.

Juan insiste, en ese rasgo de la tradición, imprimiéndole, por otra parte, un cuño típicamente joánico, que se percibe en las peculiaridades siguientes. Enlazando con el lenguaje de la partida de Jesús, el anuncio viene hábilmente ligado a la situación de despedida mediante la pregunta de Pedro «Señor ¿adónde vas?» Con ello, sin embargo, Pedro llega a una mala inteligencia ilógica, cuando piensa que puede y debe seguir a Jesús en su camino. Con ello entra también en el texto la idea de «seguir». La respuesta de Jesús vuelve a ser misteriosamente equívoca. Ahora Pedro no puede seguir a Jesús, pero lo hará más tarde. En la respuesta late probablemente una referencia a la muerte de Pedro, de cuyo fin violento parece haber tenido cumplida noticia la tradición joánica (cf. también /Jn/21/18-19).

La mala interpretación de Pedro se echa de ver en su réplica decidida (v. 37). Consiste en pensar que puede llevar a cabo el seguimiento por propia voluntad y con las propias energías. Pero esa sobreestima de las posibilidades personales será su ruina. Pedro quiere seguir a Jesús ahora mismo; más aún, quiere dar su vida por Jesús. El giro típico de Juan «poner la vida por» (griego: thenai ten psykhen hyper) pone de relieve el punto decisivo de la inteligencia. Pues ese «poner la vida» por los demás sólo es posible, según Juan, porque el propio Jesús antes ha «puesto su vida por todos», por el mundo entero; y, en consecuencia, sólo es posible cumpliendo el compromiso radical del amor, como Jesús lo ha hecho antes dando ejemplo. Juan quiere decir con ello que Pedro ignora por completo su situación personal respecto de Jesús. Es él, Pedro, quien empieza por necesitar del compromiso de Jesús para poder llegar a la actitud de amor tan audazmente adoptada por él antes de tiempo. Por ello, la primera consecuencia de su error será la negación de Jesús; es decir, la experiencia de la propia debilidad e incapacidad humana, su fracaso personal.


Meditación

Pese a toda la sobreestima de sí mismo, este Pedro, según nuestra exposición, no es un cursi ni un carácter calculador que sopesa aquilatadamente sus propias posibilidades, y acomete algo sólo cuando está seguro, de tal modo que no puede fracasar en absoluto. Ciertamente que querría comprometerse gustoso por Jesús, y hasta arriesgar su vida. Pero deberá comprobar también que ha confiado demasiado en sí mismo y que va a fracasar lastimosamente. Si en el Nuevo Testamento Pedro aparece siempre en la actitud ambivalente y tensa de ser, por una parte, el discípulo más importante entre los de Jesús y más tarde el hombre dirigente de la Iglesia primitiva, y, por otra parte, un carácter débil que fácilmente sucumbe (cf. Gál 2,11-17), esta exposición contendrá sin duda una base para la imagen real del Pedro histórico. De cara a la credulidad de la tradición neotestamentaria es un argumento el que no se haga de Pedro un héroe; eso será tarea sólo de una época posterior.

Esto lleva a la cuestión de las medidas y criterios en el manejo de la tradición histórica. Hay instituciones cuya historia, debido a su importancia presente, gustosamente querríamos a la luz dorada de una evolución armónica y, en definitiva, victoriosa. Frente a nuestra propia historia y experiencia personal nos comportamos a menudo de manera similar. Se arrinconan los aspectos problemáticos y oscuros, que así no destruyen la fachada. También la historia de la Iglesia y de los papas solía ser presentada en tiempos pasados de un modo triunfalista; la historia del cristianismo era una marcha triunfal y esplendorosa a lo largo de los siglos. Esto no sólo mira a ciertas afirmaciones privadas, sino frecuentemente también institucionales; el fracaso humano y político se disculpaba según las circunstancias históricas. Por ello, los enemigos de la Iglesia la presentaban tanto más a propósito como una «crónica de escándalos».

La Biblia, tanto la del Antiguo Testamento como la del Nuevo, se ha mostrado ciertamente de cara a la historia humana con admirable honradez y nula beligerancia. Para ella no hay héroes con aureola gloriosa, sino hombres que se califican o fracasan. Ambas clases constituyen la humanidad completa. Además la Biblia mide la vida humana con los patrones más altos, ante los que no se sostiene ninguna posición humana. Una visión cristiana de la historia debería caracterizarse por un criterio de mayor crítica, y sobre todo de crítica de sí misma. Esto vale asimismo por lo que se refiere a la institución mas venerable de la Iglesia occidental, el papado. También aquí se yuxtaponen directamente luz y sombra, grandeza y miseria, alta vocación y abuso de poder. Justamente cuando se reconoce la importancia única de Jesús, no hay por qué tener miedo en forma alguna a las inmundicias del pasado. El afrontarlo sería una condición previa para un futuro cristiano mejor.