CAPÍTULO 9


LA CURACIÓN DE UN CIEGO DE NACIMIENTO (9,1-41)

El relato, que enlaza de un modo perfectamente coherente con los duros enfrentamientos que preceden, de forma que no se ve la necesidad de admitir un cambio de lugar, es un típico relato joánico acerca de una señal o signo. A la narración bastante esquemática de un milagro de curación (v. 1-7) sigue un enfrentamiento dramático acerca del mismo, que, en el fondo, se convierte en un enfrentamiento acerca de la importancia de la persona de Jesús (v. 8-38). Acaba todo con una sentencia general (v. 39-41). Lo que la hace importante, como relato de señal es el tema de la «luz del mundo», formulado en el v. 5.

Jesús está presente como la «luz del mundo». Al símbolo de la luz responde la doble reacción humana de ceguera y visión, como expresión respectivamente de la incredulidad y de la fe, de la desgracia y la salvación. Así, pues, el milagro de curación está al servicio de la revelación y la salud que Jesús trae al hombre. Además, el propio curado aparece como testigo de Cristo, y lo es en virtud de lo que Jesús ha obrado en él. Su testimonio consiste precisamente en que no puede por menos de testificar su curación operada por Jesús: al hablar de su curación tiene que hablar también de quién le ha curado y salvado. Por ello, de un modo perfectamente lógico, el enfrentamiento acerca de su curación se convierte en un enfrentamiento acerca del mismo Jesús, aunque él se halle ausente. Y, por fin, se suma un último elemento, y es el de que en este relato se trata del enfrentamiento entre la comunidad judía y la cristiana en tiempo del evangelista y de su círculo (*).

Aquí se mencionan por vez primera las medidas que, hacia el año 90 d.C., se tomaron por parte judía contra los judeo-cristianos, a saber la expulsión total de la sinagoga. Se ve cómo en esta historia se entrecruza toda una serie de motivos importantes. Por lo que hace a su disposición literaria, el capítulo 9 se cuenta entre los literariamente mejores y más tensos de todo el Evangelio según Juan.
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Según Schnackenburg la exposición trasluce con singular claridad las circunstancias históricas del evangelista y de su comunidad. Dos son los puntos principales que se destacan: a) el enfrentamiento acerca de la mesianidad de Jesús; b) el proceso de exclusión de la comunidad judía.
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1. LA CURACIÓN DE UN CIEGO (Jn/09/01-07)

La historia de la curación de un ciego de nacimiento pertenece a las historias joánicas de signos y, como relato milagroso, tiene sin duda una historia de tradición autónoma anterior a Juan. Sin embargo, es difícil entresacar el relato de curación original y anterior al texto actual, porque la narración está tan fuertemente trenzada con el lenguaje y mentalidad joánicos que en su redacción presente hay que tratarla como una narración joánica. Las diferentes afirmaciones y reflexiones muestran que tal narración se ha elaborado dentro por completo de la teología joánica de los signos. Cierto que en las curaciones sinópticas de ciegos (Mc 8,22-26 y 10,46-62) se advierten unos paralelos objetivos ciertos; pero la disposición y propósito del relato son fundamentalmente distintos. Según Bultmann, ni siquiera hay que derivar la narración joánica de la tradición sinóptica, «sino que varía de modo independiente el motivo latente en ellas». La diferencia está sobre todo, según el mismo Bultmann, en la discusión aneja así como en el hecho de que es Jesús el que toma la iniciativa del milagro, lo que por lo demás constituye un rasgo permanente en los relatos joánicos de milagros.

1 Al pasar vio [Jesús] a un ciego de nacimiento. 2 Y le preguntaron sus discípulos: Rabí, ¿quién pecó, para que éste naciera ciego: él o sus padres? 3 Contestó Jesús: Ni él pecó, ni sus padres, sino que esto es para que se manifiesten las obras de Dios en él. 4 Mientras es de día, tenemos que trabajar en las obras de aquel que me envió, Ilega la noche, cuando nadie puede trabajar. 5 Mientras estoy en el mundo, luz del mundo soy. 6 Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, aplicó el barro a los ojos del ciego 7 y le dijo: Ve a lavarte a la piscina de Siloé, que significa «enviado». Fue, pues, y se lavó, y volvió, obtenida ya la vista.

Jesús sale del templo -así hay que imaginar sin duda el suceso- y ve, probablemente en alguna de las puertas, donde solían mendigar todo tipo de personas achacosas (cf. Act 3,2), a un ciego de nacimiento (v. 1). Se dice expresamente que el hombre era «ciego de nacimiento». Ello contribuirá a destacar la grandeza del milagro; pero al mismo tiempo se convierte en punto de arranque para la pregunta acerca de Jesús, cuya acción reveladora se manifiesta a la luz pública y a la conciencia de todos mediante este acto. La circunstancia de que aquel hombre fuera ciego de nacimiento empieza por plantear a los discípulos acompañantes un problema largamente discutido, y que se formula en la pregunta de quién «pecó» y es culpable, por tanto, de que aquel individuo viniera ya ciego al mundo: ¿la culpa era de él o de sus progenitores? (v. 2).

Se trata aquí de la problemática de la creencia en la retribución compensativa; más en concreto, de la convicción de que una conducta buena y conforme al mandamiento de Dios tendrá necesariamente buenas consecuencias, mientras que una conducta mala tendrá de necesidad consecuencias funestas. Hoy se habla de la conexión obras-resultados o también de la esfera del acto forjador del destino, mentalidad que se ha fraguado especialmente dentro de ia tradición sapiencial del Antiguo Testamento. Los actos buenos y malos entrañan unas consecuencias y comportan unos efectos bien precisos, tanto para los individuos como para la comunidad. Por tanto, de las secuelas buenas o malas, de la felicidad o desgracia, del bienestar y de la enfermedad, de las catástrofes, etc., puede deducirse la conducta buena o mala de una persona. Estando a la lógica de esta concepción, cuando a un hombre, como en el caso de Job, le asaltan la desgracia y la enfermedad con inusitada violencia, hay que pensar -cosa que defienden los amigos de Job en sus contrarréplicas- que subyace una acción mala del tipo que sea, oculta de algún modo con que necesariamente sea manifiesta. Ya el libro de Job analiza toda la problemática entrañada en esta mentalidad, al presentar el problema tomado de la experiencia de un hombre, notoriamente piadoso -«recto, justo, temeroso de Dios, alejado del mal» son los atributos con que se introduce al personaje Job, 1,1- que sufre una desgracia inaudita. Ante tal experiencia esa manera de pensar fracasa por completo. Ciertamente que no existe una solución teórica definitiva para dicha problemática empeñada en buscar una conexión interna entre bondad moral y bienestar, maldad moral y desgracia o infelicidad. En todas las épocas se pueden observar experiencias en sentido contrario: personas buenas que sufren, y personas malas que prosperan.

El problema de todos modos tiene sus raíces en un estrato más profundo, enlazando directamente con la fe ética en Dios. Si Dios es el autor de todo bien, si es el Dios del derecho, de la justicia y del amor, no hay duda de que el problema de la injusta distribución de bienes y males en el mundo y en la historia constituye un gravísimo escándalo para la fe en Dios (el gran problema de la teodicea). De ahí que un hombre como Job no luche sólo por su derecho, sino aún más por su Dios. La experiencia de la injusticia representa uno de los ataques más violentos contra la fe en Dios. Y es también uno de los motivos por los que en la lógica del pueblo sencillo y de muchos hombres piadosos se ha podido mantener tan tenazmente -en contra de las numerosas afirmaciones en contrario- la idea de que la desgracia y las enfermedades eran secuelas de unos pecados especiales. También en el judaísmo el planteamiento del libro de Job representaba más bien una excepción y para la mayoría demasiado pretencioso. Cierto que era conocida la idea de una corrección por amor; es decir, que Dios quiere educar y purificar al hombre mediante el sufrimiento; pero eso era más bien la excepción. «Se consideraba como regla el que no hay corrección sin culpa, y que el padecer supone pecado». Asimismo la idea de que un niño pueda pecar en el seno materno no era totalmente ajena a los rabinos judíos. Y la discusión se apoyaba en el relato de Esaú y de Jacob (/Gn/25/19-26), en la afirmación de que los dos niños «chocaban» en el seno materno (Gén 25,22) (*). Por el contrario, era una opinión muy difundida el que los hijos hubieran de sufrir las consecuencias de los pecados de los padres.

La respuesta de Jesús a la pregunta de los discípulos (v. 3), que aquí aparecen como representantes de la creencia popular, corta en seco ese tipo de pregunta. Frente a la revelación de Jesús la pregunta resulta a todas luces absurda, porque queda totalmente superada por esa misma revelación. Quizás haya también que incorporar la idea de que, frente a Jesús, «luz del mundo», todos los hombres se encuentran en un estado de ceguera religioso-espiritual, de la que sólo la fe puede liberarlos. La pregunta acerca de una culpa ajena apartaría de ese conocimiento de sí mismo. La respuesta de Jesús resulta en todo caso clara. Ni el hombre en cuestión ha pecado, ni han pecado sus progenitores. Es una pregunta que se antoja totalmente secundaria, tan pronto como se percibe el lado positivo del asunto, a saber, que en ese ciego «se manifiestan las obras de Dios» o, lo que es lo mismo, se muestran de manera portentosa. Así, el ciego de nacimiento se convierte en ejemplo magnífico de las obras de Dios, con esta expresión se indica la salud que Jesús ha traído. A eso apunta precisamente el signo de la curación del ciego.

El v. 4 pone de relieve la necesidad que pesa sobre Jesús de realizar tales signos de salvación por encargo de Dios, como «obras del que me envió», mientras dura el tiempo de revelación, «mientras es de día». La referencia al «que me envió» pertenece a las metáforas más sugerentes de la historia. «La noche, cuando nadie puede trabajar» alude ante todo a la muerte y con ello al fin de la actividad terrena de Jesús. El tiempo de Jesús es limitado; debe aprovechar la oportunidad de «trabajar», aunque ello ocurra en sábado. Que lo que importa son justamente esas demostraciones de la actividad salvífica de Jesús, lo indica la referencia al propio Jesús. Mientras está en el mundo es la luz del mundo. La afirmación enlaza el relato con el discurso acerca de la luz (8,12), al tiempo que revela el carácter simbólico de toda la narración. Aunque con ello se expresa también el tiempo históricamente limitado de la revelación, en la afirmación no deja de haber resonancias al significado supratemporal de la revelación de Jesús. Porque gracias a la fe y a la predicación de la Iglesia, Jesús continúa siendo para todos los tiempos y épocas «la luz del mundo». Lo que ocurre en este ciego de nacimiento ejemplifica lo que acontece en cada uno de los hombres que llegan a creer en Jesús.

Los v. 6-7 describen el proceso curativo. Según el v. 6, no depende sólo de una palabra de Jesús, sino que va ligado a una acción. Jesús escupe en tierra, y con el polvo y la saliva hace una masa que pone sobre los ojos del ciego. «La saliva pasa por ser un remedio para la enfermedad de los ojos (Plinio, Nat. 28,7) y se encuentra en las curaciones de ciegos (Mt 8,22ss; Jn 9,lss; Tácito, Hist. IV, 81)». El dato se repite en el subsiguiente enfrentamiento como argumento importante; casi como testimonio sentimental del ciego. Al mismo tiempo sirve para inculpar a Jesús de haber transgredido el sábado. A ello se une en el v. 7 la orden que Jesús da al ciego para que vaya a lavarse en la piscina de Siloé. La piscina de Siloé (hebr. shelakh) era una importante instalación hidráulica de la Jerusalén antigua. Era alimentada con las aguas de la fuente de Guihón a través de una red de canales subterráneos, el más notable de los cuales era el construido por el rey Ezequías (ha. 704 a.C.; cf. 2Re 20,90; Is 22,11). La construcción de dicho canal está atestiguada por la inscripción de Siloé, que habla del encuentro de las cuadrillas de trabajadores que llegaban de diferentes puntos. También aquí vuelve a ser engañoso el conocimiento topográfico de Juan.

La orden de Jesús tiene un cierto paralelismo formal con el relato de la curación del general sirio Naamán, al que el profeta Elías ordenó lavarse en el Jordán (cf. 2Re 5,8-9.14). Más importante, sin embargo, es la significación simbólica, que Juan destaca explícitamente, del nombre de Siloé, que significa «el enviado». «El ciego se cura con esas aguas gracias al Enviado de Dios». El ciego obedeció la indicación de Jesús: «fue, pues, y se lavó, y volvió, obtenida ya la vista», dice el texto escuetamente dando a conocer el resultado de la operación.

2. SE CONFIRMA LA CURACIÓN (Jn/09/08-12)

8 Los vecinos y los que antes lo conocían, pues era un mendigo, decían: ¿No es éste el que estaba sentado pidiendo limosna? 9 Unos decían: Sí, es éste. Otros replicaban: No, sino otro que se le parece. Pero él afirmaba: Sí, que soy yo. 10 Entonces le preguntaban: Pues, ¿cómo te fueron abiertos los ojos? 11 Él respondió: Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo: Ve a lavarte a Siloé. Fui entonces, me lavé y obtuve la vista 12 y ellos le preguntaron: ¿Dónde está ése? Él contesta: Pues no lo sé.

Se llega a la confirmación del hecho curativo milagroso por parte de «los vecinos» y otras gentes, que conocían de antes al hombre hasta entonces ciego y mendigo. Que el ciego mendigaba lo sabemos aquí por primera vez, aunque nada tiene de sorprendente. El rasgo, de suyo típico, resulta aquí importante para la identificación del curado Se refleja ahí el asombro general de la gente, que pregunta si en efecto se trata del mismo sujeto, que se sentaba en uno de los accesos al templo y pedía limosna. Se llega así a un pequeño enfrentamiento, pues mientras unos afirman la identidad, otros la ponen en duda (v. 9). Se anticipa con ello la disputa acerca del reconocimiento del signo, así como la división que cada vez se va haciendo mayor. El curado confirma desde luego su identidad, refrendando con ello la realidad del milagro operado. Se establece con ello el hecho en cuanto tal, al tiempo que se plantea la pregunta acerca del «cómo» de la curación. ¿Cómo se ha realizado el milagro? (v. 10). A la misma el curado sólo puede responder con un relato que sitúa a Jesús de un modo totalmente espontáneo en el centro de la discusión: «Ese hombre, que se llama Jesús...» Sigue luego un relato escueto del proceso de la curación, que se atiene literalmente a la historia referida. Esa fidelidad a la verdad es una nota permanente del relato (cf. v. 15b.27). El curado se mantiene firme en el hecho por él experimentado, mientras que otros -como harán más tarde, sobre todo los fariseos- pretenden apartarle de esa su convicción con todo tipo de preguntas. Es un hombre que saca las conclusiones rectas, mientras que los argumentos de los enemigos de Jesús resultan cada vez más retorcidos y deshilvanados. Con ello, se convierte en testigo de Jesús. El v. 11 plantea, pues, la pregunta acerca de Jesús: «¿Dónde está ése?» A lo que el hombre responde: «Pues no lo sé.»
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He aquí una tradición relacionada con el tema: «Los niños (Esaú y Jacob) chocaban en el seno materno, uno quería matar al otro, uno quería rechazar los mandamientos del otro. Cuando nuestra madre Rebeca pasaba cerca de los templos de los ídolos, Esaú se abalanzaba y quería salir; pasaba ella, en cambio, antes las casas de Dios y los pórticos escolares, el que se abalanzaba y quería salir era Jacob», citado según M.J. BIN GURlON.
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3. EL CIEGO CURADO Y LOS FARISEOS (Jn/09/13-34)

Viene ahora un interrogatorio por parte de los fariseos, que se desarrolla en tres fases: a) Primer interrogatorio en presencia de los fariseos (v. 13-17). b) Episodio con los progenitores del ciego (v. 18-23). c) Condena del hombre curado por parte de los fariseos (v. 2434).

a) Primer interrogatorio por parte de los fariseos (9,13-17).

13 Llevan a presencia de los fariseos al que hasta entonces había sido ciego. 14 Era precisamente sábado el día en que Jesús hizo el barro y le abrió los ojos. 15 También los fariseos le preguntaban, a su vez, cómo había obtenido la vista. Él les contestó: Me aplicó barro a los ojos, me lavé y veo. 16 Algunos fariseos decían: Este hombre no viene de parte de Dios, pues no guarda el sábado. Pero otros replicaban: ¿Cómo puede un pecador realizar señales como éstas? Y había división entre ellos. 17 Nuevamente preguntan al ciego: ¿Tú qué dices acerca de este que te abrió los ojos? Él contestó: ¡Que es un profeta!

El hombre curado es conducido ahora a presencia de los fariseos (v. 13), subrayando al final del versículo «el que hasta entonces había sido ciego»; habría que completar sin duda «el supuesto vidente, pero que en realidad siempre había sido ciego». Así se identifican ambos personajes. La exposición asume ahora el carácter de un interrogatorio en regla, un interrogatorio oficial. En el v. 14 se alude al hecho de que el día de la curación era sábado, con lo que se agrega el nuevo motivo del conflicto sabático. Jesús había hecho barro en día de sábado, trabajo que era uno de los prohibidos en el día de descanso, y había abierto los ojos del ciego. Con la pregunta de «cómo había obtenido la vista» empieza el interrogatorio de los fariseos. El hombre sanado vuelve a relatar correctamente el proceso de la curación. «Me aplicó barro a los ojos, me lavé y veo.» Puesto que el hecho es evidente y no contiene contradicciones de ningún tipo, el enfrentamiento vuelve a surgir ahora acerca de la persona de Jesús, que empieza aquí sin transición alguna. La discusión acerca del signo de revelación se convierte en discusión acerca de Jesús.

Entra así Jesús en el choque de opiniones, siendo dos las concepciones que se enfrentan: unos dicen: Este hombre no viene de Dios, y fundamentan su manera de pensar en que no guarda el sábado. Otros argumentan: ¿Cómo puede un pecador realizar señales como éstas? Por ese camino se produce entre los fariseos un cisma, una verdadera división, que da origen a la crisis y que puede conducir a la revelaci6n (v. 16). Los fariseos, pues, están divididos sin que logren ponerse de acuerdo; lo que puede indicar la diversidad de opiniones que acerca de Jesús había de hecho entre ellos. E intentan solucionar la crisis dejando ahora la decisión en manos del hombre curado: ¿Qué opinas tú del que te ha abierto los ojos? Y el hombre contesta rápidamente: «¡Que es un profeta!» La respuesta parece tener un tono genérico, aunque bien podría designar también al profeta escatológico. Tal es la contestación del hombre al que le han sido abiertos los ojos, y que con su fe ya ha empezado a ver quién es Jesús. Más tarde quedará patente que esta categoría de «profeta» no es tampoco aquí la última palabra acerca de Jesús. La afirmación del sanado es un primer testimonio de fe. Los fariseos se enfrentan aquí a una afirmación confesional, simple y positiva, respecto de Jesús; lo que les pone en una situación penosa.

b) La intervención de los padres del ciego (9,18-23)

18 Sin embargo, no creyeron los judíos que este hombre había sido ciego y que había obtenido la vista, hasta que llamaron a sus padres 19 y les preguntaron: ¿Es éste vuestro hijo, del que vosotros aseguráis que nació ciego? Pues ¿cómo es que ahora ve? 20 Respondieron sus padres: Nosotros sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. 21 Pero cómo ahora ve, no lo sabemos; o quién le abrió los ojos, nosotros no lo sabemos. Preguntádselo a él; ya tiene edad; él dará razón de sí. 22 Esto dijeron sus padres, porque tenían miedo de los judíos; pues éstos habían acordado ya que quien reconociera a Jesús como Mesías, quedara expulsado de la sinagoga. 25 Por eso sus padres dijeron: Ya tiene edad; preguntádselo a él.

Ahora se toma otro camino para eludir la decisión. Ese es el verdadero motivo por el que hacen que los padres del hombre curado intervengan en la discusión. El testimonio del interesado era claro e inequívoco; pero siempre existe la posibilidad de poner en duda el hecho mismo de la curación, y para ello se intenta poner en tela de juicio que sea credible el sanado. «Los judíos» -como se designa ahora a los enemigos de Jesús- no creen que el hombre curado diga la verdad hasta tanto no interroguen a sus progenitores (v. 18s). Y el interrogatorio de los mismos debe aclarar dos hechos: primero ¿es éste vuestro hijo, del que se dice que nació ciego? Segundo ¿cómo es que ve ahora? Los padres contestan afirmativamente a la pregunta primera (v. 20). Ello basta para la confirmación objetiva del hecho: Cierto que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Mas, por lo que hace a la pregunta segunda, los padres se muestran más cautos, sin que den informe alguno sobre el asunto. Cómo es que ahora ve no lo sabemos, ni sabemos tampoco quién le ha abierto los ojos. Sobre todo ello debe informar el hombre curado, que ya tiene edad suficiente para hacerlo. El v. 22 explica esta actitud de los padres como una escapatoria; el motivo de la misma estaba en el miedo a los judíos, que ya habían decretado expulsar de su sinagoga a quienquiera que reconociese a Jesús por Mesías. El v. 23 vuelve a confirmar enfáticamente la noticia.

La afirmación «reconocer a Jesús como Mesías» o Cristo es un lenguaje típico de la primitiva confesión cristiana. La homologuía es la confesión específica de los cristianos de que Jesús de Nazaret es el Mesías. Se trata, pues, de la primitiva confesión cristiana: Jesús es el Mesías. En ese interrogatorio de testigos se trata, además, de la confesión pública de Jesús ante los representantes oficiales del judaísmo. A ello se suma otra noticia importante: los judíos habían decidido expulsar de la comunión sinagogal a quienquiera que emitiese dicha confesión. La noticia no encaja en vida de Jesús, ni tampoco en la época en que la comunidad primera permanecía todavía dentro del marco del judaísmo, es decir aproximadamente hasta el final del templo segundo (año 70 d.C.). Más bien nos sitúa en la época en que se compuso el Evangelio según Juan, es decir, en la década de los noventa del siglo I de la era cristiana.

La «presión griega aposynagogós genesthai/poiein significa en pasiva «ser excluido de la sinagoga» (así en 9,22; 14,42), y en activa: «expulsar de la sinagoga». No tiene, pues, aquí el significado de «lanzar contra alguien la excomunión sinagogal mayor o menor», pues esa excomunión sinagogal era una pena correctiva. Hay que diferenciarla de la expulsión plena, que se imponía a los herejes y apóstatas. «Esos círculos de apóstatas y herejes eran considerados como los enemigos más peligrosos de la sinagoga, ya que habían surgido en la misma. Contra ellos no se procedía con la excomunión sinagogal, sino que se les expulsaba simplemente de la sinagoga en virtud de unas normas, que debían hacer pensar aun a los judíos más simples, ya que se cortaba cualquier tipo de comunión entre la sinagoga y tales círculos. Quedaba prohibido todo trato personal y social con los mismos.. ».

Hacia el 90 d.C., el rabino Gamaliel II introdujo la fórmula o bendición de los herejes (= la bendición XII de la oración de las dieciocho peticiones). J. Petuchowski ha demostrado al respecto que la introducción de la bendición de los herejes contra los minim (min = hereje) y los nozerim (= los nazarenos, los cristianos y, más en concreto, los judeocristianos) tuvo también sin duda alguna un aspecto político. En su opinión, habría que «...pensar también en la actitud que los judeocristianos adoptaron frente a los diversos movimientos judíos de liberación en terreno palestino, hasta el aplastamiento de la sublevación de Bar Kokeba el año 135 de una manera ininterrumpida. Lo mesiánico tuvo siempre resonancias en tales movimientos de liberación. Es evidente que los judeo-cristianos, que creían haber reconocido al verdadero Mesías, no podían participar en tales movimientos mesiánicos. La actitud de los judíos hacia sus hermanos separados es fácilmente comprensible». Se veía, por tanto, en los judeo-cristianos unos traidores en potencia, no sólo del pueblo judío sino también de la causa político-mesiánica.

Sobre los judeo-cristianos pendía la sospecha de haberse unido incluso a los romanos. Lo importante, pues, es que con la exclusión de la sinagoga se trataba de una medida dirigida contra los judeo-cristianos. Lo que aquí está en juego es la separación definitiva entre el judaísmo normativo y el judeo-cristianismo. En ello ha desempeñado ciertamente un papel importante la confesión de Jesús Mesías. «No aceptados por los judíos como judíos de pleno derecho, ni por la Iglesia como cristianos auténticos, ya que la Iglesia se iba haciendo cada vez más paulina y se componía principalmente de gentes no judías, los minim y los nazoreos no podían mantenerse durante largo tiempo, como tampoco pudieron hacerlo los ebionitas».

Nos encontramos, pues, en Jn 9,22; 12,42 y 16,2 con unas referencias claras a la separación definitiva entre el judaísmo y el (judeo) cristianismo. «Se trata de una erradicación de la comunidad religiosa judía con graves consecuencias personales y sociales». Mas tampoco podemos dejar de mencionar las consecuencias teológicas y eclesiásticas, que han ido conduciendo cada vez más a un extrañamiento y, finalmente, al fenómeno del antisemitismo cristiano.

c) Condena y expulsión del ciego curado (9,24-34)

24 Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es pecador. 25 Pero él respondió: Si es pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que antes yo era ciego y que ahora veo. 26 Preguntáronle entonces: ¿Qué es lo que hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos? 27 Él les respondió: Yo os lo dije y no habéis hecho caso. ¿Para qué queréis oírlo de nuevo? ¿Acaso también vosotros queréis haceros discípulos suyos? 28 Pero ellos le llenaron de improperios y le dijeron: ¡Tu serás discípulo de ése; que nosotros somos discípulos de Moisés! 29 Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero éste no sabemos de dónde es. 30 El hombre les respondió: Pues esto sí que es asombroso: que vosotros no sepáis de dónde es, y que me haya abierto los ojos. 31 Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; sino que al hombre temeroso de Dios y cumplidor de su voluntad, a ése es a quien escucha. 32 Nunca se oyó decir que nadie abriera los ojos a un ciego de nacimiento. 33 Si éste no viniera de parte de Dios, no habría podido hacer nada. 34 Respondiéronle ellos: En pecados naciste todo tú, ¿y tú nos vas a dar lecciones? Y lo arrojaron fuera.

El proceso de desviación de los fariseos no produjo el resultado apetecido; más bien se había demostrado de inmediato como un arma de doble filo, con un resultado final contrario a los propios iniciadores. Ahora no tienen más remedio que quitarse la máscara, evidenciando con ello que no son más que unos ciegos.

Montan ahora un segundo interrogatorio (v. 24a). Empiezan por exhortarle a que dé gloria a Dios, que en este caso equivale a decir la verdad sin más. Pero el v. 24b indica que para los interrogadores ya estaba establecido el resultado de la expresión: «Nosotros sabemos que ese hombre es pecador.» Así, pues, el «dar gloria a Dios» significa en su perspectiva el asentir al «saber» y juicio ya establecido, sin tener para nada en cuenta los pros ni los contras. La autoridad espiritual identifica sin más ni más su conocimiento y juicio con la verdad de Dios. No puede admitir que la verdad pueda encontrarse en otro sitio. El ciego que, como sabemos, se ha convertido ya en vidente, ve también aquí sin dificultad el problema, y pone en entredicho la afirmación de «Ese hombre es pecador»: «Si es pecador no lo sé; sólo sé una cosa: que antes yo era ciego y ahora veo» (v. 25). El v. 26 muestra el embarazo de los fariseos que no pueden avanzar; no hacen más que dar vueltas al asunto y empiezan a repetir preguntas que ya estaban contestadas. Y en tal sentido suena la respuesta del interrogado, al que empieza también a fastidiarle el asunto (v. 27). ¿Qué interés se oculta en todo este interrogatorio? No sin ironía el ciego sanado formula a su vez su contrapregunta: «¿Acaso también vosotros queréis haceros discípulos suyos?» Eso es algo que saca a los interrogadores de sus casillas, hasta el punto de que empiezan a insultarle. Se llega a una separación formal entre los discípulos de Jesús y los discípulos de Moisés, que los fariseos quieren seguir siendo, según ellos proclaman (v. 28). Para ello se reclaman de manera explícita en el v. 29 a la revelación hecha a Moisés: Nosotros sabemos que Dios le habló. De Jesús, en cambio, ni siquiera saben de dónde es. Y ahí queda patente su auténtica ceguera, como un no saber nada acerca del origen de Jesús. Y menos aún advierten, como discípulos de Moisés, que el gran legislador es un testigo a favor de Jesús (5,45-47).

Al hombre le resulta sorprendente de veras la salida de los fariseos (v. 30). Y lo sorprendente para él está en que los fariseos no hayan podido deducir el origen del autor de la curación milagrosa y simbólica que ha realizado, pues que el signo apunta con suficiente claridad al verdadero origen de Jesús. El curado se remite también a un saber de fe, común a los judíos y a los cristianos, y que quizás ha desempeñado un papel de argumento en la discusión: Sabemos que Dios no escucha a pecadores, más bien escucha sólo a los piadosos, que cumplen su voluntad (v. 30). En una palabra, el signo es a la vez un argumento en pro de la piedad de Jesús y testifica que éste no es ningún pecador. Luego, en esa señal, Dios mismo ha hablado en favor de Jesús, y ello de acuerdo con unos criterios válidos para los dos grupos. Sobre todo y ante todo porque se trata de un signo tan maravilloso como jamás se había oído de siglos. Tal es la conclusión a que el antiguo ciego ha llegado partiendo de sus experiencias e ideas: desde que el mundo es mundo jamás se ha oído que se le hayan abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si Jesús no viniera de Dios, en modo alguno hubiera podido hacerlo. E1 argumento, tal como aquí se aduce, resulta concluyente en la discusión teológica; nada se puede objetar en contra. O se acepta o hay que rechazarlo sin más. Con ello el enfrentamiento llega al fin, al que tendía toda la historia desde el comienzo. Todas las otras posibilidades de que la curación no hubiera tenido efecto, que Jesús pudiera ser un pecador, han quedado excluidas sistemáticamente una tras otra. El signo está comprobado y lo mismo cuanto el signo pretendía demostrar: que Jesús tiene que haber venido de Dios. Por consiguiente, lo único que ahora falta es la decisión de fe.

La respuesta de los fariseos en el v. 34 es muy característica dentro del sentido de la narración. Empiezan por poner en tela de juicio la credibilidad del hombre curado mediante un argumento, que Jesús ya había excluido desde el principio (v. 1-3): «En pecados naciste todo tú...», referido evidentemente al ciego de nacimiento. Con ello confirman a la vez indirectamente que tampoco ellos han logrado reconocer la curación, y que su conducta es un no querer reconocer consciente e intencionado, siendo por tanto una ceguera consciente. Y. finalmente, no se les ocurre más que apoyarse en su condición de maestros y letrados, contraponiéndola a la de un am ha arez, un simple hombre del pueblo. Rechazan el dejarse enseñar por semejante tipo, al que además califican de pecador. No quieren ni pueden ceder en su autoridad docente, para aprender algo nuevo del asunto. Así que, «lo arrojan fuera», expresión que parece indicar la expulsión de la sinagoga.

Simultáneamente esta actuación se nos antoja un pequeño anticipo del proceso contra Jesús.

4. JESÚS SALE AL ENCUENTRO DEL CIEGO SANADo (Jn/09/35-38)

35 Se enteró Jesús de que lo habían arrojado fuera y, al encontrarlo, le preguntó: ¿Tú crees en el Hijo del hombre? 36 Él le respondió ¿Y quién es, Señor, para que yo crea en él? 37 Jesús le respondió: Ya lo has visto: el que está hablando contigo, ése es. 38 Entonces exclamó: ¡Creo, Señor! Y se postró ante él.

Según el v. 35 a Jesús le han llegado rumores de que habían expulsado al ciego curado. En un nuevo encuentro le plantea la pregunta de fe con la fórmula concreta de ¿Crees tú en el Hijo del hombre? Es una formulación que supone la firme identificación cristiana entre Jesús de Nazaret y el Hijo del hombre, como venía dada en la comunidad pospascual de tradición judeocristiana. Pero en la concepción joánica -como ya hemos visto repetidas veces- el concepto «Hijo del hombre» incluye también el acontecimiento salvador de la muerte en cruz y la resurrección, es decir, la exaltación y glorificación del Hijo del hombre. En ese sentido el concepto de Hijo del hombre como fórmula cristológica es en Juan una fórmula de fe universal, que abarca en un solo concepto la persona y el destino de Jesús. Se trata, por consiguiente, de la plena confesión cristológica y soteriológica de la comunidad joánica.

El ex ciego responde con la contrapregunta de quién es ese personaje en el que debe creer. Para ello utiliza el tratamiento Kyrios, Señor, que aquí probablemente todavía no hay por qué entender en todo su alcance cristológico, aunque sí con una gran apertura en esa dirección (v. 36). El giro «para que yo crea en él» muestra toda su buena disposición para la fe. Y a esa pregunta responde Jesús dándose a conocer personalmente, que ahora con su experiencia de fe se convierte en vidente en el pleno sentido de la palabra. El simbolismo determina también aquí hasta los últimos detalles la elección del vocabulario, pues que Jesús dice: Tú le has visto su realidad, entera y sin mermas, que constituye el ser de Jesús. En la visión de Jesús entra también la palabra de Jesús: «...el que está hablando contigo, ése es».

De inmediato el ciego sanado proclama el pleno reconocimiento de Jesús, y formula la confesión de fe: «¡Creo, Señor! » En esas palabras la fórmula con Kyrios alcanza ahora todo su sentido (cf. la paralela confesión de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!», Jn 20,28). Y al mismo tiempo se postra ante Jesús. Cumple el rito de la proskynesis, lo cual significa que reconoce en Jesús el lugar de la presencia de Dios. Y así el relato alcanza su verdadero objetivo.

5. SENTENCIA CONCLUSIVA (Jn/09/39-41)

Sigue todavía una sentencia final (v. 39), con la que enlaza un breve diálogo entre los fariseos y Jesús (v. 4041). No se trata propiamente de una disputa, sino de una aclaración complementaria que recapitula una vez más el contenido teológico de la curación del ciego; y, desde luego, en el sentido de la crisis, del juicio que se celebra ya al presente, y que ha sido introducido con la venida de Jesús.

39 Y Jesús dijo: Yo he venido a este mundo para una decisión: para que los que no ven, vean; y los que ven, se queden ciegos. 40 Oyeron esto algunos de los fariseos, que estaban con él, y le dijeron: ¿Es que también nosotros somos ciegos? 41 Jesús les contestó: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; mas como decís: ¡Nosotros vemos!, vuestro pecado permanece.

En su forma escueta la sentencia del v. 39 recuerda varias otras palabras del Señor en los sinópticos, así como el característico: «Yo he venido», o «Yo no he venido» (cf. Mt 5,17.24: 10,34s). El v. 39a dice que Jesús «ha venido a este mundo para una decisión» (lit. «juicio»). Su venida introduce el proceso judicial escatológico; y de tal manera que su presencia opera la separación definitiva como la que se da en la alternativa creer o no creer, ver o no ver. También el testimonio de Cristo, de palabra y obra, en el que se manifiesta la experiencia de salvación cristiana, enfrenta de continuo al mundo con el propio Jesucristo. El lugar del juicio es este mundo, un giro que aproxima el concepto de cosmos a la idea de «este eón malo».

Como revelador de Dios, Jesús es personalmente «la luz del mundo». Pero esa luz introduce también la crisis en forma de división entre ciegos y videntes. El proceso divisorio está formulado de un modo paradójico, como un cambio de la situación existente. Están los ciegos, es decir, aquellos que están en la desgracia y tienen conciencia de la misma, de tal forma que no se atribuyen la visión, y que van a convertirse en videntes. Y, a la inversa, están los «videntes», o lo que es lo mismo, los que alardean de ver, y que por ello piensan que no necesitan curación: se trocarán en ciegos. En esta afirmación resuena también una vez más el motivo del endurecimiento u obstinación.

Algunos de los fariseos, que oyen la afirmación de Jesús, se sienten aludidos por tales palabras: ¿Acaso piensa que también ellos son ciegos? (v. 40). La respuesta de Jesús (v. 41) asegura que no son precisamente ciegos, sino «videntes»; gentes que saben muy bien de qué se trata y que realmente han visto algo en la actividad de Jesús, como se demuestra en la curación del ciego. Por tanto, su no ver no es algo ajeno a cualquier prejuicio, sino más bien un consciente e intencionado no querer ver, con lo que se sitúan del lado de la incredulidad y se hacen culpables. Si realmente hubieran sido ciegos, no habrían tenido pecado, ni culpa alguna, delante de Dios. Su pecado es la incredulidad por la que rechazan el reconocimiento del enviado de Dios. Además se tienen a sí mismos por videntes, por lo cual también les falta el recto deseo de la salvación. De ahí que su culpa persista, y desde luego tanto como persista su incredulidad.

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MEDITACIÓN

En Juan 9 aparecen «los fariseos» como los representantes oficiales del judaísmo y como los auténticos enemigos de Jesús. No perdamos de vista esta imagen de los fariseos que nos presenta Jn 9. A ellos es conducido el ciego curado, y son ellos los que montan la escena del interrogatorio. Son asimismo los representantes de una rígida observancia del sábado, que, debido al simple hecho de que Jesús haya curado en tal día, pronuncian contra él la sentencia de que no puede venir «de parte de Dios». Ello conduce, por lo demás, a un cisma, porque muchos de los fariseos defienden la opinión de que un «pecador» no puede llevar a cabo tales señales. Han tomado ya la resolución de excluir de la comunidad judía a cualquiera que confiese a Jesús por Mesías. Gozan, pues, de plenos poderes para lanzar la excomunión y para expulsar de la comunidad judía a herejes y nazoreos. En todo ello obran con buena intención; aspiran a «dar gloria a Dios», y lo mismo esperan del que ha sido curado. No hay duda de que para ellos la «gloria de Dios» ocupa el lugar supremo en la jerarquía de valores. Pese a todo, en el relato se demuestran incapaces de atender al testimonio concreto del interrogado. Se tiene la impresión de que semejante testimonio no encaja en su programa, no encaja en su sistema religioso. Tal sistema tiene para ellos un peso mucho mayor de cuanto el ciego sanado tiene que decirles en base a su experiencia.

A la pregunta de si también ellos quieren hacerse discípulos de Jesús, reaccionan con una alergia extremosa; se sienten heridos e irritados, hasta el punto de que cubren de insultos al sanado; lo que descubre las más de las veces un sentimiento de inferioridad. Realmente no quieren saber nada de cuanto les dice el ciego curado, y se sienten profundamente inseguros. Lo único que tienen que oponer a la pregunta del curado es la pura afirmación de su posición presente. Tú serás discípulo suyo; nosotros somos y queremos seguir siendo discípulos de Moisés. Se reclaman así a la exigencia de revelación teológica; por la tora escrita y oral saben que Dios habló a Moisés. Es ésa una doctrina verdadera transmitida por los padres. Jesús aparece, por contra, como algo totalmente nuevo y sin pruebas. La afirmación «éste no sabemos de dónde es» es a todas luces equívoca. Y se presta a muchas interpretaciones, pudiendo referirse, por ejemplo, al origen de Jesús de la aldea oscura de Nazaret, a su pasado bastante desconocido y también, desde luego, a su origen de Dios.

Frente a los sabios fariseos, con sus criterios firmes, ese Jesús no goza, en modo alguno, de garantías. Frente al grupo religioso firmemente establecido con su programa doctrinal y su preparación académica aparece Jesús como un excéntrico con pretensiones inauditas, que no pueden confirmarse con testimonios bien trenzados. Y se entiende perfectamente bien que un hombre así pudiera poner en dificultades a los maestros y guía de la comunidad, que gozaban de reconocimiento. Por lo demás, los propios fariseos incurren en múltiples contradicciones quedando presos en sus mismas trampas. Es una consecuencia objetiva de su comportamiento el que pongan fin a la discusión con una medida autoritaria y «arrojen fuera» al ciego sanado. Probablemente lo hacen por un instinto de conservación. Juan desde luego condena tal conducta como un intencionado «no querer ver», como una ceguera afectada y, por tanto, culpable.

Considerando el cuadro a cierta distancia, no se le puede negar cierta verdad en distintos aspectos. Se ha dicho ya repetidas veces que se ha de considerar este texto en su relación a los actuales enfrentamientos entre las comunidades judía y cristiana, y que tales enfrentamientos conservaban entonces un lado intrajudaico, fácilmente rastreable, por cuanto afectaban directamente a los judeo-cristianos. Es un conflicto entre hermanos reñidos, que como es bien sabido suelen combatirse con especial acritud; un conflicto entre grupos rivales, que se desarrolla en la historia real, en que tales procesos no se desarrollan habitualmente de forma amistosa sino entre peleas y discusiones. En tales enfrentamientos raras veces un bando mantiene una manera sensata y reflexiva de considerar las cosas; lo que domina más bien es la polémica. Los hombres, que en esa disputa practican un sentido soberano de reconciliación, son verdaderas excepciones; cuando realmente se dan, no pueden mostrarse como son, porque entonces tendrían dificultades con su propio grupo. Con ello se pone de manifiesto una vez más la importancia que tiene el contemplar las afirmaciones neotestamentarias en su inmediata situación histórica, en el contexto dado, para ver y comprender su alcance y no atribuirles precipitadamente la trascendencia de una palabra divina supratemporal. Una interpretación dogmatista de afirmaciones condicionadas históricamente no hace justicia a tales textos y resulta además peligrosa en extremo, como debemos saber hoy tras una experiencia de diecinueve siglos. Porque, en virtud de esa concepción ahistórico-dogmatista de dichos textos, como los que repetidas veces encontramos en el Evangelio de Juan, afirmaciones pronunciadas en el calor de la lucha, se convierten y fijan como verdades absolutas. De ese modo han surgido los patrones antisemitas que marcaron la imagen cristiana de «los judíos». En este contexto ¿quién no piensa en la imagen de la sinagoga con la venda ante los ojos, que tan explícitamente subraya su «ceguera» frente a Jesús? Justamente imágenes así han impedido ver a los judíos como son en realidad. Hoy constituye un precepto apremiante la supresión de tales patrones en un análisis autocrítico.

Por otra parte, en los fariseos del capítulo 9 de Jn encontramos la imagen de una autoridad de la fe, que a los teólogos católicos les resulta muy familiar por la historia y por la experiencia presente. Uno se sorprende de ver en este texto trazadas de forma tan increíblemente perfecta unas estructuras, unas maneras de conducta y unos modelos de comportamiento específicos de un proceso inquisitorial religioso, cual si el autor hubiera podido contemplar de antemano la historia cristiana del Santo Oficio, de la Inquisición y de la Congregación de la Fe. Naturalmente que no lo hizo. Su visión clara y precisa de esas actitudes y estructuras problemáticas procede sobre todo de la propia experiencia personal de pertenecer a una minoría religiosa combatida y en cierto modo también oprimida; de pertenecer a las víctimas y no a los vencedores. Las victimas, que padecen tales estructuras y procedimientos, ven habitualmente la realidad de manera un tanto distinta de los defensores de la «verdad divina», que piensan han de actuar con interrogatorios y castigos. Nuestro texto muestra además algo del absurdo y de la problematicidad crasos de tales «procesos de la verdad y de la fe».

Es evidente que en este contexto Jesús aparece personalmente como un hereje peligroso, afectando también con ello al ciego sanado, que se pone cada vez más del lado de Jesús hasta llegar al pleno convencimiento de su verdad. El hereje empieza por alzarse con toda sencillez contra las autoridades establecidas y contra su concepción de la verdad y de la fe. Cuentan ciertamente de su parte con toda la tradición y con las autoridades reconocidas del pasado, que desde largo tiempo atrás encontraron las fórmulas y las prácticas adecuadas. Defienden, pues, unas posiciones acreditadas, y ahí está su fuerza. El individuo con sus nuevas experiencias, ideas y verdades experimentadas no logra imponerse en modo alguno frente a una institución tan poderosa, que no se deja conmover tan fácilmente. Y cuando de hecho se llega a ciertas conmociones, el hereje corre un mayor peligro. Pues debe contar con que en caso de duda la institución le abandone. Con Jesús las cosas discurrieron de hecho como después han venido repitiéndose hasta el día de hoy.

Otro de los rasgos es la «preinteligencia dogmática», o mejor el prejuicio. Aquí se expresa mediante la afirmación de que quien no guarda el sábado no puede ser un hombre piadoso, sino que pertenece al número de los pecadores. Pero a ello se opone simple y llanamente la experiencia del hombre curado, que era ciego y ha recuperado la vista. La guarda del sábado, sin embargo, es tan importante y constituye una norma tan inmutable, que nada pueden en contra las nuevas experiencias. Cabe objetar que aquí se trata de una institución práctica designada falsamente como dogma, mientras que los dogmas cristianos han de entenderse como afirmaciones de verdades que se han de creer. Mas -como bien se sabe- en el cristianismo existen también «dogmas prácticos» (por ejemplo, en la moral del matrimonio) y, además, el problema psicológico y humano se plantea en ambos casos de un modo muy similar. Cierto que los dogmas son expresión de la verdad de la fe, que aquí no se discute. Pero, cuando se afirman como firmes «axiomas de verdad», que ya no permiten ninguna contrapregunta ni ningún replanteamiento, pueden convertirse en prejuicios sólidos y anquilosados, sobre todo cuando se les atribuye sin dificultad una exigencia de absoluto, que elimina las relaciones y relatividades necesariamente anejas a cualquier dogma, cuando se consideran como un sistema cerrado en sí y deja de tenerse en cuenta la condición decisiva de su verdad, que es el creer.

Los dogmas pueden ser fecundos e importantes; pero el creer apunta a la persona misma de Jesús. Y eso es lo que enseña el Evangelio según Juan en cada una de sus páginas. En una palabra, cada dogma puede trocarse en un prejuicio ciego, porque su «verdad» no está sólo en la afirmación como tal, sino sobre todo en la realización viva de la fe. Con el dogma convertido en prejuicio suele ir ligada la desidia del corazón y la dureza inhumana que a tantísimas personas ha condenado a la muerte en la hoguera «para mayor gloria de Dios».

Una autoridad de fe, que se considera obligada a vigilar angustiosamente sobre la verdad, que se sabe al cabo de la calle sobre lo que es verdadero y falso, que no permite nuevos planteamientos ni réplicas, ni el poner nada en tela de juicio, que no se abre al diálogo con el hombre, que aporta sus experiencias y verdades redescubiertas por él mismo y que deben reelaborarse, una autoridad semejante cae irremediablemente en la manera de pensar y de actuar que muestran los fariseos en nuestro relato, y acaba cayendo en la ceguera. Y todo ello en virtud de sus propios mecanismos. Cuando el dogma se convierte en un prejuicio firme, porque ya no se puede poner en tela de juicio, traducir ni reinterpretar su verdad, que pretende transmitir al hombre, deriva a la pura ideología y asume unos rasgos totalitarios, que son funestos, porque han dejado de servir a la vida. Se convierten en una ilusión mortífera. Pero la urgencia apremiante de la sentencia final, de que los ciegos pueden llegar a ver y los videntes hacerse ciegos, es también importante para los cristianos, y que la fe necesita orientarse de hecho a la persona misma de Jesús, a fin de que su verdad resulte clara y luminosa también dentro de la Iglesia.