CAPÍTULO 7


JESÚS EN JERUSALÉN PARA LA FIESTA DE LOS TABERNÁCULOS
DISPUTAS SOBRE LA MESIANIDAD DE JESÚS (7,1-14.25-52)

Los textos del cap. 7 se agrupan en torno al desarrollo de la fiesta de los tabernáculos, en este orden:

1. La incredulidad de los parientes de Jesús (7,1-9).

2. La multitud popular en la fiesta de los tabernáculos (7,9-13; quedan excluidos los v. 15-24).

3. Disputa acerca de la mesianidad de Jesús I (7.14.25-31).

4. Primer intento de apresar a Jesús (7,32-36).

5. Discurso de Jesús en la fiesta de los Tabernáculos (7,37-39).

6. Disputa acerca de la mesianidad de Jesús II (7,40-44).

7. Reacción de los enemigos de Jesús a la fracasada tentativa de apresamiento (7, 44-52).

La fiesta de los tabernáculos:
La fiesta de los tabernáculos, que constituye el trasfondo de Jn 7 (y tal vez también de muchas de las afirmaciones del c. 8), es la tercera de las festividades en el antiguo calendario israelita tradicional (cf. Ex 23,16; 34,22, donde se denomina «fiesta de la recolección» y se celebra a finales del año con la recolección de los frutos de los árboles, sobre todo de las uvas y de las aceitunas). Se celebra en el otoño, es decir, al final del año, según el antiguo calendario que empezaba el año en otoño. En la serie postexílica (todavía hoy en vigor) de fiestas, la festividad de los tabernáculos o tiendas representa la culminación final de las tres grandes fiestas del primer mes de tishri: la fiesta de año nuevo (rosh-ha-shana, día 1/2 de dicho mes), la gran fiesta de la reconciliación o expiación (yom-kippur, día 10) y la fiesta de las tiendas (sukkot, días 15-23, siempre del mes de tishri). De acuerdo con nuestro cómputo cronológico esas fiestas caen ordinariamente en el período del 10 de septiembre al 10 de octubre. FlaVio Josefo la designa «como la fiesta más grande y más santa con mucho entre los hebreos», de modo que a menudo podía designarse simplemente como «la fiesta» o como la «fiesta de Yahveh» (cf. Lev 23,39).

En sus orígenes la fiesta de los tabernáculos era una fiesta agraria. Así hay que explicar el hecho mismo de las tiendas. «La explicación que resulta más satisfactoria consiste en reconocer en él [el rito de las cabañas = sukkotl las cabañas de ramajes que se elevaban, y que todavía hoy se elevan, en las viñas y en los huertos durante la vendimia y la recolección de los frutos». La fiesta agrícola de la recolección experimentó, al igual que la pessakhmazzot (fiesta de pascua) una posterior interpretación histórico salvífica, y así se dice: «Por siete días habitaréis en cabañas; todos los naturales de Israel morarán en cabañas, para que vuestras generaciones sepan que yo hice habitar a los hijos de Israel en cabañas cuando los saqué de Egipto. Yo, Yahveh, vuestro Dios» (/Lv/23/42s). Esta interpretación histórico-salvifica alcanzó con el tiempo mayor importancia, pues sabemos que, en la época posterior al Destierro, la fiesta tenía que celebrarse en el templo como consecuencia de la «concentración cúltica realizada por Josías» (622 a.C.). Sólo después de destruido el segundo templo ordenó el rabí Yoianán Ben Zakkai que la fiesta se celebrara también en el campo durante siete días. La fiesta de las tiendas era una fiesta marcadamente piadosa, como apenas se encuentra en las fiestas de recolección, y especialmente en los festejos de la vendimia. Expresamente se ordena el regocijo (Dt 16,13-15), que se manifiesta en los distintos ritos de la festividad, en los que muchas veces late una significación simbólica. Durante los siete días de la fiesta había que vivir en cabañas hechas con ramas; en una mano el ramo festivo o lulab, una palma ligera en la que iban atados ramos de mirto y de sauce, y en la otra el etrog o cidra. El movimiento o agitación del ramo festivo -tres veces atrás y adelante, a derecha e izquierda, arriba y abajo-, expresaba sin lugar a dudas el carácter cósmico de la ceremonia; todo el rito estaba perfectamente regulado y se realizaba acompañado de versículos de salmos como «¡Dad gracias a Yahveh!» y «¡Ayúdanos, Yahveh!», tomados del gran Hallel (Sal 118,1-25). El sentido originario de ese agitar los ramos se relaciona a menudo con la petición de las aguas de otoño, en una especie de ritual de las lluvias, en que puede latir la asociación de vida y agua. Diariamente se celebraba una procesión alrededor del altar de los holocaustos, llevando ramos de sauce en las manos. Asimismo cada día se celebraba la procesión del agua vertiéndola solemnemente sobre el dicho altar de los holocaustos. A ello se añadían otras celebraciones festivas, que a menudo se prolongaban hasta bien entrada la noche. Generalmente se tenían en el atrio de las mujeres. Entre músicas y grandes luminarias festivas algunos hombres piadosos ejecutaban danzas con antorchas. Ese sería el trasfondo que habría que tener ante los ojos para entender la subida de Jesús a Jerusalén tal como la describe el c. 7. El evangelista ha querido dar intencionadamente ese marco festivo a la intervención de Jesús; de un lado, para subrayar la revelación que Jesús hace de sí mismo en Jerusalén y, de otro para exponer con una mayor eficacia el conflicto que, en su opinión va agudizándose cada vez más entre Jesús y «los judíos». Para ello pone en marcha de un modo dramático y no sin habilidad las distintas partes con sus diferentes «puntos de vista».

1. LA INCREDULIDAD DE LOS PARIENTES DE JESÚS (Jn/07/01-09)

1 Y después de esto, andaba Jesús por Galilea; pues no quería andar por Judea, porque los judíos trataban de matarlo. 2 Y estaba próxima la fiesta de los judíos, la de los tabernáculos. 3 Dijéronle sus hermanos: Márchate de aquí y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que tú haces; 4 porque nadie hace nada en secreto cuando pretende darse a conocer públicamente. Puesto que realizas esas cosas, manifiéstate al mundo. 5 Efectivamente, ni siquiera sus hermanos creían en él. 6 Díceles Jesús: Mi tiempo no ha llegado todavía, mientras que vuestro tiempo siempre es oportuno. 7 A vosotros no os puede odiar el mundo; pero a mí me odia, porque el testimonio que doy contra él es de que sus obras son malas. 8 Subid vosotros a la fiesta; yo no subo a esta fiesta, porque mi tiempo no se ha cumplido todavía. 9 Después de decirles esto, permaneció en Galilea.

El v. 1 habla directamente de que Jesús permaneció en Galilea, con toda probabilidad durante un largo período de tiempo; literalmente dice que «andaba por» [de un lugar a otrol; según la presentación que hace el evangelista, sin una vivienda estable, aunque también Jn conoce la vivienda habitual de Jesús en Cafarnaúm (2,12). Pero se trata, sobre todo, de destacar la distancia de Jesús respecto de Judea y Jerusalén. Jesús no quería permanecer en Judea, debido sin duda al propósito asesino de los judíos como explícitamente se repite una vez más.

El v. 1, comparado con el relato que sigue da la impresión de ser más bien redaccional, y tiende a establecer la conexión entre los capítulos 5 y 7. Colocado después del c. 6 el v 1 no encaja justamente por el motivo que se da. La sección que sigue reelabora tradiciones bien conocidas, que con toda probabilidad descansan en relatos orales, pero que están formulados de acuerdo con la teología y el lenguaje joánicos.

Así, pues, Jesús continúa todavía en Galilea durante largo tiempo, sin que Jn diga nada acerca de una ulterior actividad de Jesús en Galilea. La verdadera actividad de Jesús en este capítulo y los siguientes se concentra en Jerusalén y Judea. Con el v. 2 empieza una nueva unidad narrativa con el dato de que «Ya estaba próxima la fiesta de los judíos, la de los tabernáculos.» Como dicha fiesta de los tabernáculos o tiendas pertenecía a las grandes festividades de peregrinación, la gente solía prepararse a la misma con una anticipación relativa. Para la fiesta acudían anualmente grandes multitudes a Jerusalén, por lo que la masiva afluencia del pueblo comportaba la adecuada notoriedad. Sabemos por los grandes profetas Amós, Isaías y también Jeremías que aprovechaban gustosos las animadas fiestas de peregrinación popular para anunciar su mensaje a la gente. Aquellas fiestas eran, en efecto, la ocasión para darse a conocer a todo Israel. En esa posibilidad de presentarse ante el gran público piensan, según parece, los hermanos de Jesús (a los que ya se ha aludido en 2,12). Incitan a Jesús a que abandone Galilea y se vaya a Judea, para que también los discípulos de allí puedan contemplar las obras de Jesús. Piensan, naturalmente, en las «señales» que Jesús ha realizado en Galilea: el milagro del vino en Caná (2,1-12), la curación del hijo del palaciego (4,46-54) y el milagro de la multiplicación de los panes (6,1-15). Es probable que esperasen de tales signos demostrativos un éxito gigantesco. Posiblemente en el ruego de los hermanos late el miedo de que Jesús, que ya ha chocado con los judíos, no pueda proporcionarles a ellos más que contrariedades, por lo que de algún modo quieren empujarle. Como quiera que sea, su proposición a Jesús es equívoca. El v. 4 aduce las razones de su propuesta: nadie que desee ser conocido del público y lograr algo realiza sus obras a ocultas; por el contrario, le interesa mostrarse ante el mundo con toda su habilidad. Ese es el camino adecuado. y ningún encargado de asuntos publicitarios pensaría hoy de manera distinta.

Pero esa forma de hablar de los hermanos de Jesús no procede de la fe: todo lo contrario. hablan así porque no creen, y por tal motivo no entienden a Jesús ni su conducta, ni pueden juzgarle atinadamente. Su manera de pensar es por completo mundana, indicando cómo debe actuar quien desea obtener éxito y prestigio en el mundo. Para ello se requiere la adecuada publicidad y propaganda. Sólo que respecto de lo que Jesús quiere, esa concepción mundana de la notoriedad y del éxito resulta en extremo problemática, porque, si bien se mira, Jesús no desea en modo alguno tal éxito, sino que persigue la adhesión de la fe, siendo dos cosas radicalmente distintas.

Además, el gran enfrentamiento de Cafarnaúm (c. 6) había demostrado que la simple fe milagrera en manera alguna conducía al fin deseado por Jesús, sino que más bien podía tener consecuencias funestas, provocando incluso el rechazo y la incredulidad. Es, pues, posible que trabajar en secreto sea más fecundo en el plano de la fe que el hacer cosas en público, y que aquí los criterios se inviertan. En realidad la fe es siempre un éxito en secreto, que nunca se puede medir adecuadamente con estadísticas y cifras de logros. La expansión de los hermanos muestra a las claras que todavía no habían entendido nada de Jesús y de su manera de pensar. Lo cual vale sobre todo por lo que respecta a su incitación para que «se manifieste al mundo». Y no entienden que justamente lo que ellos desean es lo que se realiza de continuo en el obrar de Jesús (cf. un equívoco similar en 18,19-24; allí asegura Jesús: «Yo he hablado públicamente al mundo...»). Pero «el mundo» rechaza esa revelación tal como se manifiesta en Jesús, hasta el punto de que entre Jesús y «el mundo» se llega a un enfrentamiento permanente, como lo muestran los capítulos que siguen. Jesús no tendrá el «éxito» que sus hermanos esperan o quieren ver, sino que morirá en la cruz. Ese será su éxito.

KAIROS/CRONOS La respuesta de Jesús a la proposición de sus hermanos en el v. 6 es de tal índole que señala a una concepción radicalmente distinta del tiempo entre uno y otros. Jesús y «el mundo» no tienen un tiempo común. La expresión griega kairos, que aquí aparece, designa el «instante favorable», la hora oportuna, en que es preciso echar mano al destino y aferrarlo resueltamente; vendría a ser como la hora decisiva en la que todo se gana o se pierde, si se deja pasar sin aprovecharla. Existe una oposición entre kairos y khronos, que es el tiempo que fluye siempre igual, monótono e imparable, como es el que conocemos por el cronómetro o por el reloj normal. El Antiguo Testamento está persuadido de que el tiempo tiene siempre para el hombre un carácter de kairos, como tiempo de la historia y de la vida humanas; que «cada cosa» en el mundo, «bajo el sol», «tiene su tiempo», según proclama el libro del Eclesiastés en su gran texto sobre el misterio del tiempo (/Qo/03/01-11). En el Sal 31,15s se dice: «Mas yo tengo confianza en ti, Señor, y me digo que tú eres mi Dios. En tus manos está mi porvenir: sálvame tú del poder de mi enemigo y de mi perseguidor.» Dios es quien tiene en su mano los tiempos, los kairoi, del hombre; así que la adecuada comprensión del tiempo consiste en el asentimiento a la voluntad concreta de Dios aquí y ahora. Y ésa es también la concepción del tiempo que tiene Jesús. El tiempo del mundo ignora esa dimensión, por lo que su tiempo siempre es oportuno. En realidad ignora cualquier instante decisivo. Para é es indiferente de hecho el cuándo y el dónde de los acontecimientos. Para Jesús, en cambio, el tiempo oportuno, el kairos deriva de su asentimiento y concordia con la voluntad de Dios.

También aquí podemos repetir que la experiencia temporal del «mundo» está condicionada por la mera exterioridad, está «condicionada por algo extraño». Lo que manda son las expectativas habituales, las impresiones y valoraciones rutinarias, lo que domina es la moda. La experiencia de Jesús, por el contrario, está definida desde dentro, parodiando el título de un famoso libro cabría decir que las horas de Jesús pasan de otro modo. De ahí que su kairos no esté siempre a mano, ni se pueda disponer de él desde fuera.

Puede parecer extraño que Jesús, después de haber establecido que existe una gran diferencia entre la experiencia temporal del «mundo» y la suya propia, prosiga con una afirmación sobre el odio del mundo. La idea de que la experiencia del tiempo, es decir, el problema de a qué tiempo me siento pertenecer, define y condiciona profundamente mi manera de ser y mi conducta, es hoy un problema en buena parte olvidado y mal comprendido. Quien, como los «hermanos» incrédulos de Jesús, se guía por completo por el «tiempo del mundo» y por sus intereses predominantes, no puede entrar en conflicto con el mundo ni el mundo podrá odiarle por tal motivo. Jesús, en cambio, al estar condicionado por el «tiempo de Dios» y poner en tela de juicio con su palabra y su existencia todo el tiempo del mundo y sus obras, no puede escapar en modo alguno a tal conflicto. El mundo tiene que odiar a Jesús, porque Jesús certifica que las obras del «mundo» son malas, con una malicia que procede justamente de su incredulidad. Es la incredulidad la que marca la índole de dichas obras y la que en definitiva está en la base de la falsa concepción del tiempo que tiene el mundo. Los hermanos de Jesús pueden «subir» a la fiesta de Jerusalén (1), pero él personalmente no acude a la fiesta «porque mi tiempo no se ha cumplido todavía». Y aquí sin duda debe recordar el lector que el verdadero kairos de Jesús es la hora de su muerte y de su resurrección. De ahí que personalmente no se someta a un tiempo extraño ni a una voluntad ajena.

Y por eso permanece en Galilea.
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1. «Subir, ascender», anabainein, es la expresión típica para designar la peregrinación a Jerusalén, condicio- nada por la diferencia de elevaciones o niveles que había que superar.
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2. LA MULTITUD EN LA FIESTA DE LOS TABERNÁCULOS (Jn/07/10-13)

10 Pero una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces subió también él, no públicamente sino como a ocultas. 11 Los judíos, entre tanto, andaban buscándolo durante la fiesta y preguntaban: ¿Dónde está ése? 12 Y había muchos comentarios acerca de él entre las gentes. Unos decían: Pues es un hombre de bien. [Perol otros replicaban: No; sino que está engañando al pueblo. 13 Sin embargo, nadie hablaba de él abiertamente, por miedo a los judíos.

Entre el v. 8b: «Yo no subo a esta fiesta, porque mi tiempo no se ha cumplido todavía» y el v. 10 «pero una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces subió también él, no públicamente sino como a ocultas» hay una contradicción manifiesta, que muy pronto se advirtió y que desde siempre han intentado resolver los comentaristas poniendo en ello un gran esfuerzo. Pese a lo cual no hay por qué pensar en una contradicción absoluta ni tampoco en un engaño intencionado de Jesús, sino que más bien hay que interpretar las afirmaciones estrictamente desde su tenor literal y desde su contexto. Muchos intérpretes establecen con razón un cierto paralelismo con Jn 2,4 en que a una indicación de su madre Jesús responde con estas palabras: «¿Qué nos va a mí y a ti, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.» Aquí se trata de la misma situación: Jesús tampoco se deja condicionar desde fuera, sino que sigue su propio tiempo. Además el v. 8 subraya que Jesús no sube a Jerusalén «a esta fiesta», por lo que habría que completar que sí a otra fiesta. Lagrange alude al hecho de que la «subida» de los grupos de peregrinos a la gran fiesta siempre constituía un acontecimiento público, en el que Jesús no hubiera podido mantenerse oculto. Además de que los grupos de peregrinos eran recibidos solemnemente en Jerusalén. Para esa entrada solemne y pública no había llegado aún el «kairos» de Jesús. Llegará sólo más tarde con la pascua de la muerte, que en Juan también será precedida por la entrada solemne de Jesús en la capital. Así, pues, lo que rechaza Jesús es la peregrinación pública y solemne a la fiesta. Y a ello responde el que Jesús suba después solo, «no públicamente sino como a ocultas». Y no se trata de una restricción mental, como opina Schnackenburg.

Como indica el v. 11, en Jerusalén se esperaba una entrada pública de Jesús para la gran fiesta de otoño. Los judíos le andaban buscando y se preguntaban: «¿Dónde está ése?» Jesús era objeto de muchos y diversos comentarios (v. 12). Esos «comentarios» (lit. «murmullos») designan en este caso el tema general de conversación, el rumor cotidiano, con cuyos dimes y diretes, que llegan a la discusión abierta, se forma la opinión pública. Ahí están formuladas las opiniones favorables y adversas a Jesús, pues mientras unos aseguraban: «Es un hombre de bien», las voces contrarias afirmaban que nada de eso, sino que engañaba al pueblo y era un impostor o un falso profeta. Todo lo cual constituye, a su vez, el reproche que aparece una y otra vez en la polémica del judaísmo contra Jesús a finales del siglo I cristiano, y más aún en el siglo II. Así, por ejemplo, asegura Justino (ha. 140 d.C.): «Por sus obras Jesús indujo a los hombres de su tiempo a conocerlo. Pero, aunque veían tales milagros, ellos suponían que eran fantasmagorías y encantamlentos, llegando incluso a considerar a Cristo como un hechicero y un embaucador del pueblo» (1).

En el judaísmo de aquel tiempo no se habían olvidado las prescripciones contra un «falso profeta», ordenadas en Dt 18,19-22. Lo prueban el Documento de Damasco y el rollo del templo, de Qumrán (2). Como se ve, la discreción de espíritus se va abriendo paso. La observación del v. 13 de que nadie se atrevía a hablar abiertamente de Jesús por miedo a los judíos, que en este caso son ciertamente las autoridades judías, podría aludir asimismo a la época del evangelista y de su círculo. Y probablemente es también 1a época en que se empieza a silenciar a Jesús de Nazaret.
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1. JUSTINO, Diálogo con el judío Trifón 69,8s, cf. también 108,2: por ello proclaman los judíos que «un cierto galileo, Jesús, un seductor, había suscitado una secta impía y perniciosa...».
2. «Todo aquel sobre el que dominan los espíritus de Belial, de modo que predique la apostasía, será ejecutado según el derecho contra los evocadores de muertes y los hechiceroso (Documento de Damasco 12,2); cf. el Rollo del templo 54,8-21.
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3. DISPUTA ACERCA DE LA MESIANIDAD DE JESÚS I (Jn/07/14/25-31)

14 Mediada ya la fiesta, Jesús subió al templo y se puso a enseñar. 25 Decían algunos de Jerusalén. Pero ¿no es éste al que buscan para matarlo? 26 Pues ahí está hablando con toda libertad, y nadie le dice nada. ¿Habrán reconocido realmente las autoridades que éste es el Mesías? 27 Sin embargo, éste, sabemos de dónde es; en cambio, cuando llegue el Mesías, nadie sabrá de dónde es. 28 Jesús, que estaba enseñando en el templo, exclamó entonces con voz fuerte ¡Sí, vosotros me conocéis y sabéis de dónde soy! Sin embargo, no he venido por mi cuenta, pero es veraz el que me envió, a quien vosotros no conocéis. 29 Yo sí lo conozco, porque de él procedo y él es quien me envió. 30 Querían, pues, prenderlo; pero nadie le echó mano, porque todavía no había llegado su hora. 31 Entre el pueblo hubo muchos que creyeron en él y que decían: Cuando llegue el Mesías, ¿acaso hará más señales de las que ha hecho éste?

La semana festiva llegaba ya a su mitad, cuando Jesús «subió» al templo, a su explanada, y allí se puso a enseñar. Por supuesto que lo que Jesús tenía que enseñar no era un sistema de principios nuevos o ya establecidos; se trataba más bien de proclamar la revelación que, en definitiva, no era otra cosa que la afirmación de que él, Jesús en persona, es la revelación de Dios. En ese sentido existe una conexión objetiva con 7,15-18. Por «templo» (gr. hieron) se entiende aquí todo el recinto sagrado, incluyendo los atrios y pórticos. El conocimiento topográfico del evangelista proporciona también el marco adecuado para la comparecencia de Jesús en el templo de Jerusalén. Sobre la realidad histórica de estos discursos existen dudas fundadas, ya que resultan demasiado inconcretos y esquemáticos. Lo importante, en cambio, es su valor simbólico.

La aparición de Jesús suscita el asombro de algunos jerosolimitanos, que evidentemente estaban informados de la actitud hostil y de rechazo de los círculos dirigentes de la capital contra Jesús. ¡Pese a ello, ahí está el hombre al que quieren apresar y matar! ¡Qué audacia, por no decir insolencia, es que ese hombre se atreva a mostrarse en público, sin que nadie le afronte ni diga nada! PARRESIA: Las fórmulas utilizadas son marcadamente joánicas. Jn juega aquí con el concepto de parrhesia («con entera libertad»), v. 26 hablar en público y abiertamente, contrapuesto al hablar en secreto y a ocultas. Originariamente parrhesia significa el valor para tomar la palabra en público, ante la asamblea popular; es el lenguaje del ciudadano libre que tiene derecho a exponer en público su opinión; y en estrecha conexión con esto significa también el valor civil. En el v. 4 los hermanos de Jesús le incitan a que se manifieste en público y haga algo por su propio éxito. Ahora Jesús se presenta de hecho ante la opinión pública, y ello sirve para mostrar que entre él y esa opinión pública existe una relación problemática. Los jerarcas quieren matar a Jesús y él lo sabe perfectamente; pese a lo cual comparece en público. Con ello demuestra su superioridad, aunque provoca, a todas luces, a sus enemigos. Tal provocación induce a los jerosolimitanos a preguntarse si de hecho las autoridades -designación que abarca globalmente a los representantes de los círculos dirigentes, y sobre todo a las familias nobles del gran sacerdocio, con el pontífice a la cabeza, y a los miembros del sanedrín- habrán acabado por reconocer y admitir que es realmente el Cristo o Mesías. ¿Ha sido ese reconocimiento y persuasión lo que les ha inducido a admitir abierta y realmente a Jesús? Por lo demás el desarrollo de los acontecimientos pronto se encargará de demostrar que no es así. En cualquier caso se pronuncia de hecho la palabra clave de los enfrentamientos inmediatos: el problema de la mesianidad de Jesús, o de manera más general, de su peculiar importancia. Ese es el punto central de los enfrentamientos. También aquí hemos de recordar una vez más que se trata del núcleo de la controversia judeo-cristiana. Y asimismo hemos de tener en cuenta que el problema del mesías, es decir, el problema de la mesianidad de Jesús es sin duda uno de los más difíciles de la exégesis y del diálogo entre cristianos y judíos. Durante siglos se ha supuesto con excesiva seguridad que Jesús se había entendido a sí mismo como el Mesías y se ha estado también demasiado seguro de saber lo que comportaba el concepto de Mesías. En estas perícopas se recogen algunas tesis y concepciones de la dogmática mesiánica de los judíos y de los cristianos, contraponiéndolas en parte de un modo apologético y polémico.

Así, en el v. 27 encontramos la afirmación judía: «Este hombre sabemos de dónde es, pero cuando llegue el Mesías nadie sabrá de dónde es.» El problema del origen de Jesús tiene un papel importante en el cuarto Evangelio (cf. 7.27.28; 9,29.30; 19,9). Es una cuestión relativa al origen esencial de Jesús, en la que puede flotar la idea de que quien «conoce» exactamente a alguien, cuando se conoce su «origen», se puede disponer de él, se le puede situar con precisión. «E1 mundo», que aquí son los jerosolimitanos, cree conocer el origen de Jesús, pues sabe que procede de Nazaret, en Galilea, y sabe cómo se llaman sus progenitores, etc. Pero en realidad ese conocimiento acerca del origen terreno de Jesús es por completo externo y superficial; en el fondo sólo Jesús conoce su verdadero origen, que es Dios. Justamente ese origen no es algo que se ignore por casualidad, sino que es y seguirá siendo algo radicalmente oculto al hombre, mientras éste no se abra camino a Jesús mediante la fe: sólo a la fe se le patentiza el verdadero origen de Jesús, que procede del Padre. Los jerosolimitanos, que afirman conocer el origen de Jesús y que, por ello piensan saber con seguridad que Jesús no puede ser el Mesías, sufren un grave error.

La idea del origen oculto del Mesías es una concepción peculiar, que aparece relativamente tarde en el judaísmo. Naturalmente que ya entonces «se sabía» que el Mesías sería un hijo de David y se consideraba a Belén como su lugar de nacimiento. Para el Evangelio de Juan esas ideas corrientes parecen ser bastante baladíes. La imagen del ocultamiento del Mesías se encuentra sobre todo en Justino, que dice: «Aunque el Mesías haya nacido ya y se encuentre en algún lugar, aún no se le conoce; más todavía: ni él mismo sabe nada de sí ni tiene potestad alguna hasta tanto que llegue Elías, le unja y le presente a todos» (Diálogo con el judío Trifón).

Jesús sale al paso de esa idea de los jerosolimitanos con una sentencia de revelación mucho más audible, ya que la pronuncia «con voz fuerte» (v. 28). Se trata de una llamada o grito profético. El sentido de la afirmación es éste: naturalmente que los jerosolimitanos saben quién es Jesús y de dónde procede, pero sólo en el plano de los datos externos comprobables; en realidad, sin embargo, no saben nada, toda vez que no conocen ni aceptan a Jesús como el enviado de Dios. Sólo ése sería el verdadero conocimiento acerca del origen y procedencia de Jesús. La afirmación: «Yo no he venido por mi cuenta, pero es veraz el que me envió, a quien vosotros no conocéis», compendia en una breve fórmula el contenido de la teología joánica de la revelación. En el fondo está, sin duda el motivo del enviado. Jesús no ha venido por su cuenta, es decir en su propio nombre y misión. Pero hay que tener en cuenta el «veraz» (gr. alethinos), calificativo que designa a Dios, y precisamente en el sentido de la convicción veterotestamentaria de que Dios es leal y fiable, hasta el punto de que se puede contar por completo en su palabra. A ese Dios no lo conocen los judíos. Esta declaración es de índole fundamental por cuanto que según Juan sólo Jesús aporta al mundo el verdadero conocimiento de Dios; y ello porque no ha recibido tal conocimiento de un modo puramente externo, sino que lo posee en virtud de su mismo origen divino, como el Logos preexistente: «porque de él procedo y él es quien me envió». En esta declaración advertimos que la función de Jesús, su «ser enviado» por Dios, se reduce evidentemente a una afirmación ontológica, que la sostiene y en cierto modo refuerza. El ser enviado de Jesús tiene su fundamento en su comunión de esencia con Dios. Por tanto, el envío se identifica con toda su existencia.

El lenguaje escueto, en que Jesús manifiesta claramente su pretensión de ser el portador de la revelación y de la salvación, hace que sus enemigos conciban el propósito de prenderlo, para refrendar así lo dicho en el v. 25b. Pero se ven frenados por una especie de hechizo que les impide llevar a cabo su propósito; nadie osa echarle mano. El singular fenómeno se explica diciendo que todavía no había llegado la hora de Jesús (v. 30). Es ésta una de las ideas peculiares del Evangelio de Juan: sin la voluntad y asentimiento de Dios y del propio Jesús (cf. 18,4-8) ningún mal puede sucederle al Maestro. El v. 31 inserta la observación de que mucha gente del pueblo creyó en Jesús con la referencia explícita a sus «señales». ¿Cabe esperar algo realmente mayor del Mesías, cuando llegue? Repetidas veces nos hemos referido ya al hecho de que se esperaban del futuro Mesías determinados milagros y señales, que desde luego no fueron operados por Jesús. Los signos de Jesús eran de otra índole. Aun así debían conducir a la gente a la fe, no a una fe milagrera, sino a la fe en Jesucristo.

4. PRIMER INTENTO PARA PRENDER A JESÚS (Jn/07/32-36)

32 Oyeron los fariseos que entre el pueblo se rumoreaba esto acerca de él, y los sumos sacerdotes y los fariseos enviaron guardias para prenderlo. 33 Jesús dijo: Todavía estoy un poco de tiempo con vosotros, pero luego me voy junto a aquel que me envió. 34 Me buscaréis, pero no me encontraréis; y a donde yo voy a estar, no podéis venir vosotros. 35 Dijéronse entonces los judíos entre sí: ¿Adónde pensará irse éste, que no lo podamos encontrar nosotros? ¿Pensará, acaso, irse a la diáspora entre los griegos y aun instruir a los griegos? 36 ¿Qué significan estas palabras que ha dicho: Me buscaréis, pero no me encontraréis; y a donde yo voy a estar, no podéis venir vosotros?

Por primera vez oímos en el v. 32 de una tentativa de las autoridades judías para hacer prender a Jesús empleando una sección de la policía del templo. Según nuestro texto la iniciativa de tal prendimiento parte de los fariseos, que habían oído ese rumor, como opinión difundida entre el pueblo de que Jesús era el Mesías. Así, pues, los fariseos denuncian el hecho y las instancias supremas encargadas del recinto del templo, los pontífices llevan el asunto adelante, de modo que el envío de los policías aparece como una acción común de fariseos y sumos sacerdotes. Así empieza a perfilarse claramente por vez primera la formación de los enemigos de Jesús.

Los sumos sacerdotes constituyen, en conjunto, la suprema instancia competente para el ámbito del templo; el grupo lo formaban, además del sumo sacerdote en funciones, el prefecto del templo, el inspector y el tesorero. Las familias vinculadas al sumo sacerdocio y la nobleza sacerdotal, a la que incumbía en general el servicio del templo, pertenecían en buena medida al partido de los saduceos. El nombre de saduceos deriva muy probablemente del Sadoc y pretende vincular ideológicamente a los representantes de ese partido con el antiguo linaje sacerdotal de los sadocitas o sadoquitas. Los saduceos representaban los intereses del templo y del Estado vinculado al templo y solían colaborar con los respectivos gobernantes políticos y, por tanto, en tiempo de Jesús con los romanos. Se les puede calificar como un partido liberal conservador. Por aquellas fechas tenían mayoría en el sanedrín.

Los fariseos eran un movimiento religioso de laicos, surgido de la resistencia antihelenista, que fue ejerciendo una influencia cada vez mayor entre el pueblo. Su objetivo capital era la realización del ideal veterotestamentario y judío de santidad; para lo que debían cumplirse en la vida diaria incluso los preceptos sacerdotales de pureza y santidad. El estudio y la práctica de la tora debían prolongarse durante toda la vida. Los fariseos se unían en pequeños grupos (khaberut) y se designaban a sí mismos como khaberim (= compañeros); la práctica de la tora debía llevarse a cabo en comunidad. Como los fariseos no se separaron del pueblo -su «separación», a la que alude el nombre: perushim = los separados, era más bien ideológica-, sino que practicaban su piedad en la vida social diaria, su práctica legal no era tan rigurosa como la de los saduceos. Entre ellos alcanzó una gran importancia la tora oral como exposición de la Escritura referida a la práctica. Con ayuda de la misma, la tora escrita se convirtió en algo practicable en la vida cotidiana, acomodándola al patrón de la capacidad humana. Esa tendencia humanizadora en la práctica legal de los fariseos no se puede pasar por alto, si se les quiere hacer justicia. «También los fariseos pensaban desde la ley, pero la ley divina hubiera perdido su sentido de haberse aplicado contra el hombre y contra sus necesidades reales». En virtud de esa su proximidad al pueblo, los fariseos llegaron a ejercer una influencia cada vez mayor entre el pueblo, incluso en el plano político. Antes de la destrucción del segundo templo hubo al lado de los fariseos moderados un ala radical, cercana a los zelotes, que eran los combatientes radicales por la libertad.

¿Cuál fue la actitud de Jesús frente a los fariseos? Hay que partir del hecho de que los textos neotestamentarios, sobre todo el Evangelio según Mateo y el Evangelio según Juan, agudizan el conflicto entre Jesús y los fariseos; según esos textos los fariseos fueron los auténticos enemigos de Jesús. Aquí hay que contar con una proyección retrospectiva de situaciones posteriores a la época de Jesús. Al comienzo no existió tal conflicto, sino que, de parte de Jesús, se advierte una actitud abierta, cuando no una convivencia benevolente por entero. Según Lc 7,36; 11,37 y 14,1, Jesús se sienta a la mesa con los fariseos; de acuerdo con Lc 13,31-33 son los fariseos los que advierten a Jesús de las asechanzas de Herodes «De la fiabilidad de esos informes de Lucas no se puede dudar, tanto menos que en modo alguno responden a la tendencia que se observa en otros lugares de los evangelios sinópticos». Como quiera que sea, no se puede poner en tela de juicio cualquier tipo de conflicto. Poco a poco se llegó, en efecto, a un conflicto también entre Jesús y los fariseos. Weiss lleva toda la razón al decir que «la oposición de Jesús a la piedad legalista de los fariseos y, en consecuencia, a la práctica legal inherente a la misma, se funda en la actitud crítica de Jesús frente a la ley mosaica». Ahí tenía que darse un enfrentamiento profundo -piénsese, por ejemplo, en los conflictos relativos al sábado-. Como quiera que sea, no hay ningún interés por condenar en general a los fariseos, ni por convertirlos en los enemigos de Jesús culpables de todo en exclusiva.

¿Cómo describe el Evangelio según Juan a los fariseos? En los seis primeros capítulos los fariseos sólo aparecen de un modo marginal y sólo se los menciona tres veces. Según 1,24, algunos de los miembros de la embajada enviada a Juan Bautista eran fariseos; el versículo parece añadido. 3,1 presenta a Nicodemo como fariseo y miembro del sanedrín; en 4,1 se menciona a los fariseos como los que espían la actividad de Jesús. Por el contrario, en los grandes enfrentamientos de Jerusalén los fariseos aparecen en primer plano como enemigos cerrados de Jesús (cf. 7,32.45.47.48; 8,3.13; 9,13.15.16.40; 11,46.47.57; 12,19.42; 18,3). Mas no se trata, como en las discusiones sinópticas de problemas legales (discusiones: halakaicas), sino fundamentalmente de la pretensión de Jesús de ser el revelador mesiánico escatológico. Pero, como ya ha quedado suficientemente claro, ése era el gran tema de discusión entre el círculo joánico y el judaísmo farisaico de su tiempo. Entre tanto la corriente farisaica había influido de forma decisiva en todo el judaísmo, lo que se refleja en la concepción que Jn tiene de los fariseos.

Según Juan, son «los sumos sacerdotes y los fariseos» los que proceden a una contra Jesús (cf. 7,32,45; 11,47.57; 18,3), aunque generalmente se saca la impresión de que los fariseos en ese proceso ejercen una función preferentemente asesora, mientras que la función ejecutiva corresponde explícitamente a los sumos sacerdotes y, por tanto, a los saduceos. Y aunque en 18,3 se dice que Judas capitaneaba una cohorte formada por los servidores de los sumos sacerdotes y fariseos, ello sólo responde a la concepción general joánica. De todos modos conviene observar que en toda la historia de la pasión, que Juan traza, los verdaderos actores son los sumos sacerdotes, mientras que los fariseos ya no aparecen. Lo cual es también un indicio de que en la tradición joánica se había conservado un conocimiento de los sucesos y situaciones reales, pero que, debido al cambio de cosas, se inculpa a los fariseos de una participación mayor de la que les correspondió en realidad.

La aparición de un comando policías no es para Jesús motivo de miedo, que le haga callar. Bien al contrario, Jesús habla entonces con toda elocuencia, dejando así en claro, como ocurrió en su prendimiento (18,4-8), quién es en tal caso el dueño de la situación. Las sentencias recuerdan, además, con sus malentendidos, los discursos joánicos de despedida y evidencian una mentalidad similar sólo que aquí en una disposición negativa (Cf. Jn 16,16-22). En el v. 33 dice Jesús que todavía se quedará un poco de tiempo entre los judíos a quienes se dirige, «con vosotros», y que después «se irá» junto al Padre, que le envió. La marcha de Jesús como un retorno al Padre constituye asimismo uno de los grandes temas de los discursos de despedida (Jn 13,3.33.36; 14,4.5.28; 16,5.10.17). El revelador permanece sólo durante breve tiempo en el mundo y no para siempre. La oportunidad de creer y de obtener así la salvación está limitada para los hombres, por lo que importa aferrar ese kairos con sus posibilidades. Es evidente que cuando Jesús se vaya, ya no estará para «el mundo»; lo cual significa que éste ya no tendrá ninguna otra posibilidad de salvación (cf. 16,8-11). De la oportunidad de salvación desaprovechada habla el v. 34: «Me buscaréis, pero no me encontraréis, y a donde yo voy a estar no podéis venir vosotros.» Todo lo contrario de lo que se promete a los discípulos creyentes (14,1-4): que llegará allí donde está Jesús, a saber: a «la casa del Padre». La desgracia con que Jesús amenaza aquí a la incredulidad consiste simple y llanamente en no tener parte alguna en Jesús, en no tener comunión alguna con él: es la ausencia total de Jesús. En eso consiste precisamente la incredulidad: en la plena ausencia de Jesús y, a una con ello, en la falta de comunión con Dios.

Es natural que los judíos no lo comprendan, confirmando así, sin saberlo, lo desesperado de su situación. Y reaccionan con un «equívoco joánico», cuando preguntan: «¿Adónde pensará irse éste, que no lo podamos encontrar nosotros? ¿Pensará, acaso, irse a la diáspora entre los griegos y aun instruir a los griegos?» La afirmación es equívoca, pues desde que existía la diáspora judeo-helenística los judíos habían empezado a misionar entre ellos a fin de ganarse a los «griegos», o mejor, a los helenistas, para el judaísmo (1). En el discurso mateano de Jesús contra los fariseos (Mt 23) se encuentra también esta sentencia: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis el mar y la tierra para hacer un prosélito, y cuando ya lo es, lo hacéis dos veces más digno de la gehenna que vosotros!» (Mt 23,15). Por lo demás, la gran época de la misión judía en el helenismo fue antes de la guerra contra Roma y de la destrucción del segundo templo; después de eso volvió a retraerse. Así que Jesús ¿iba a irse como un misionero judío a través de la diáspora a fin de ganar prosélitos para su causa? Después de no haber obtenido éxito alguno en Jerusalén, ¿intentaría fortuna entre los griegos? En este caso los griegos no serían judíos que hablaban griego, sino precisamente gentes no judías, gentiles propiamente dichos. De este modo la afirmación contendría una «profecía contra voluntad», habría profetizado sin quererlo. Efectivamente, la ida de Jesús, es decir, su muerte y resurrección, serviría de hecho para que los griegos llegaran a creer en él. En 12,20ss se habla de que unos griegos, que habían acudido a la fiesta de pascua, a Jerusalén, se acercaron a Felipe con este ruego: «Señor, queremos ver a Jesús.» Para la incredulidad Jesús resulta inalcanzable, mientras que quienes desean ver a Jesús están plenamente abiertos a la fe en él. La perícopa se cierra con palabras ambiguas y enigmáticas: «Me buscaréis, pero no me encontraréis, y a donde yo voy a estar, no podéis venir vosotros», que conserva toda su carga de misterio.
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1. M. HENGELG Judentum und Hellenismus, Tubinga 1969, p. 568, opina: «En la época helenística, a partir aproximadamente de la segunda mitad del siglo II a.C. el judaísmo era... gracias a la rápida expansión de la diáspora y a una misión en marcha, parcialmente muy activa, una religión mundial. En abierta contradicción con ello estaba, sin duda. Ia fijación temerosa y fervorosa a la letra de la tora. como la que encontramos en el fariseísmo.» Una prueba importante en favor de Ia actividad misionera judía nos la proporciona el apóstol Pablo en la carta a los Romanos (2,17-24).
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5. DISCURSO DE JESÚS EN LA FIESTA DE LOS TABERNÁCULOS (Jn/07/37-39)

37 En el último día de la fiesta, que era el más solemne, Jesús, puesto de pie, exclamó con voz fuerte: Quien tenga sed venga a mí y beba. 38 De quien cree en mí, como ha dicho la Escritura, ríos de agua viva correrán de su seno. 39 Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él; pues todavía no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado todavía.

Los v. 37-39 describen una nueva escena que se desarrolla «el último día de la fiesta, que era el más solemne» de la semana de las tiendas o cabañas. No se trata de la fiesta final propiamente dicha, el día octavo, en que cesaba el rito de sacar agua, sino que se alude más bien al día séptimo de la festividad en que el acto de sacar y verter el agua se celebraba con una especial solemnidad, pues la palabra de Jesús en el v. 38 parece relacionarse con ese ritual. El rito de sacar agua de la fuente y de verterla, al que ya antes se ha hecho una breve referencia, se realizaba diariamente durante la festividad de los tabernáculos y constituía uno de los puntos más importantes de la misma. El ritual se desarrollaba así: al romper el día, antes del sacrificio matinal, se organizaba una procesión desde el templo hasta la cercana piscina de Siloé; una vez allí, uno de los sacerdotes llenaba de agua una jarra de oro, en la que cabían 3 log (= 1,641 l), y se llevaba al templo en solemne procesión; cuando ésta se acercaba a la puerta del agua en el lado meridional del templo, otros sacerdotes tocaban tres veces una trompeta, dando una señal breve, una larga y otra breve. Esto se hacía teniendo en cuenta el pasaje de Is 12,3 en que se dice: Sacaréis agua con gozo de las fuentes de la salvación.

La tradición judía relaciona siempre estas palabras con el rito de sacar el agua. El atrio de las mujeres, que directamente nada tenía que ver con ese rito, se designó como «lugar del escanciado», y ello en razón del júbilo con que se acompañaba el rito festivo. «Pero, en definitiva, esa explicación del nombre sólo fue posible cuando en el hecho de sacar y verter el agua durante la fiesta de los tabernáculos se vio una figura del futuro escanciado de las fuentes de la salvación». Los toques de trompeta eran, pues, la señal para el regocijo festivo. Después se llevaba el agua hasta el altar de los holocaustos, para hacer a su alrededor una procesión solemne. El día séptimo esa procesión circular se realizaba siete veces. Después el agua se ofrendaba junto con el sacrificio de libación. Se ordenaba al sacerdote oficiante que al momento de derramar el agua elevase la mano cuanto pudiera, a fin de que todos pudieran ver que la ceremonia ritual se cumplía sin contratiempos. Quizá se pensó también en la visión de la fuente del templo que describe Ezequiel (Ez 47,1-12). Allí se habla de un manantial milagroso, que brota debajo del umbral del templo, fluye hacia el este y se convierte en una corriente caudalosa. En tales ritos e imágenes confluyen una serie de asociaciones de la «abundancia de aguas», la «plenitud de vida» y la «plenitud de salvación», hasta constituir un conjunto impresionante.

Sobre ese trasfondo hay que entender la palabra reveladora de Jesús, «una palabra vigorosa del Jesús joánico y una de sus metáforas más bellas», según comenta Schnackenburg al pasaje. Jesús, en pie sobre la explanada del templo, clama «con voz fuerte», «con la voz del revelador, que nunca dejará de resonar ampliamente» dirigiendo su palabra de revelación a la muchedumbre popular.

Por lo que hace a la composición y ordenamiento de la frase, se nos ofrecen dos posibilidades:

a) Si uno tiene sed, venga a mí y
b) beba.
De quien cree en mí, como dice la Escritura,
ríos de agua viva correrán de su seno.

Con tal puntuación la promesa está referida al creyente, que personalmente se convierte en manantial de agua viva. Es una explicación que en sí no resulta imposible, y que puede reclamarse sobre todo a Jn 4,14c.

b) Hoy va ganando una aceptación cada vez mayor esta otra posibilidad:

Quien tenga sed, verga a mí,
y beba el que cree en mí.
Como dice la Escritura:
Ríos de agua viva correrán de su seno.

En este caso el v. 38b, la promesa, estaría referida a Jesús mismo, enlazando con la explicación que a renglón seguido da el evangelista. Aquí cargaría sobre todo el acento cristológico.

La llamada de Jesús es una invitación a todos, para que acudan a él, a que beban en él la verdadera «agua viva», que calma para siempre la sed vital del hombre (cf. c. 4, el diálogo junto al pozo de Jacob). Se trata de una invitación a creer. Tales llamadas de invitación son conocidas especialmente por la tradición sapiencial. La sabiduría invita, por ejemplo, así a los jóvenes al banquete, según el libro de los Proverbios:

¿Quién es ingenuo? ¡Venga por aquí!
Y al de poco juicio le dice:
¡Venid a comer mi pan,
bebed el vino que he mezclado!
¡Abandonad la simpleza y viviréis,
marchad por la senda de la prudencia!

(Prov 9,4-6; cf. Eclo 24,19-22; 51,23s).

Jesús, el Logos hecho carne, viene a ser la Sabiduría encarnada. Él y su palabra son los verdaderos mediadores de salvación y de vida. Y todo ello queda aún más destacado con la metáfora aneja. Tal metáfora, del v. 38b viene introducida como una cita de la Escritura, aunque como palabra bíblica explícita todavía no haya podido ser identificada. Se supone con buenas razones que se trata aquí de una alusión a la tradición judía de tipo targúmico o expositivo (midrash haggádico), y en ese sentido se han propuesto distintas posibilidades. Se piensa, sobre todo, en los relatos bíblicos del agua de la roca (cf. Ex 17,1-7; Núm 20,2-13; Is 48,21: «Por estepas los condujo y no tuvieron sed; agua de la roca les hizo brotar; hendió la roca y corrieron las aguas.» Además de los Sal 76,18-20; 105,41). A ello se suma una peculiar exposición del «agua de la roca» que se encuentra en el Pseudo-Filón y que dice: «Entonces condujo a su pueblo al desierto. Durante cuarenta años hizo llover pan del cielo, les proporcionó codornices del mar e hizo brotar para ellos un pozo que les iba siguiendo» (Ps.-Filón 10,7). Aquí encontramos la imagen de la roca que da agua y que se desplaza siguiendo al pueblo de Israel. Es una imagen también conocida del apóstol Pablo, que en 1Cor 10,4 habla asimismo de la «roca sobrenatural, que los seguía (a los israelitas), y la roca era el Cristo». Así pues, Pablo ha propuesto ya esa interpretación que refiere a Cristo como la «roca que proporciona agua». Quizás era una idea que había recogido de la comunidad. Otro trasfondo, que habríamos de tener en cuenta, serían los pasajes ya mencionados relativos a la fuente del templo (Ez 47,1-12: Zac 13,1; 14,8).

De tales y parecidos textos derivó la concepción de que el presente pasaje había de entenderse en sentido cristológico. Jesús mismo es la fuente de vida, de la que fluye el agua viva y escatológica, es decir, la vida eterna que mana en abundancia ilimitada (cf. 1,16). Y es precisamente ese hontanar en su corporeidad, como Hijo de Dios hecho hombre; mientras que el Crucificado y Resucitado será para todos fuente perenne de vida. Y a ello apunta la explicación de la metáfora en el v. 39: «Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él; pues todavía no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado todavía.» En esa interpretación, la metáfora se entiende como una promesa, que sólo después de la pascua logrará su cumplimiento. La corriente de agua viva se entiende como una imagen del Espíritu, del Paráclito «ayudador». «Las corrientes de agua viva se aplican al Espíritu seguramente en razón de la antigua imagen de la efusión escatológica del Espíritu (Ez 36,25ss; cf. lQS 40,20s), y de la conexión entre agua y espíritu que viene dada en Is 44,3 y en la exégesis rabínica de la libación del agua». Condición necesaria, sin embargo, para la venida del Espíritu es la glorificación de Jesús (cf. por ej., 16,7), su muerte y resurrección. Y todavía se impone una tercera imagen: en Jn 19,31-37 se narra cómo la lanza de un soldado traspasó el costado de Jesús: «uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza; y al momento salió sangre y agua» (19,34). Es natural y está permitido combinar entre sí ambos textos y su lenguaje metafórico, y entonces la metáfora «ríos de agua viva correrán de su seno» contiene una referencia a la muerte en cruz de Jesús. Es la fe en Jesús crucificado y glorificado la que comunica el Espíritu y la vida eterna.

Y, como conclusión, hay que referirse a otro punto. El discurso de revelación de Jesús en la fiesta de los tabernáculos ha de verse asimismo en conexión con la purificación del templo (2,13-22). Allí quedó establecido que la cuestión acerca del verdadero lugar de la presencia de Dios y del genuino lugar salvífico era uno de los problemas fundamentales del Evangelio según Juan. El evangelista habría hecho comparecer a Jesús en el templo con ocasión de la fiesta de los tabernáculos y habría hecho la importante afirmación reveladora con motivo del rito del agua, justamente para demostrar que el altar del templo ya no es el lugar santo, al que van ligadas la promesa y otorgamiento de la vida, sino que el lugar de la salvación, nuevo y escatológico, es el propio Jesús, que destruye el templo. Él es el donador del agua viva en toda su abundancia. Con todo ello Jn 7 adquiere a no dudarlo una importancia insospechada, a la que a menudo no se hace justicia. Y se comprende, además, que precisamente con este capítulo empiece el gran enfrentamiento, la disputa acerca de Jesús como la disputa acerca de la revelación.

6. DISPUTA ACERCA DE LA MESIANIDAD DE JESÚS II (Jn/07/40-44)

40 Entre el pueblo, algunos que habían oído estas palabras decían: Éste es realmente el profeta. 41 Otros decían: Éste es el Mesías. Pero otros replicaban: ¿Acaso el Mesías va a proceder de Galilea? 42 ¿No dijo la Escritura que el Mesías procederá del linaje de David, y de Belén, la aldea de David? 43 Había, pues, diversos bandos en el pueblo por causa de él. 44 Algunos querían prenderlo; pero nadie le echó mano.

Las palabras de Jesús suscitan una discusión entre el pueblo. Muchos aseguran: «Éste es realmente el profeta», entendiendo una vez más «el profeta escatológico como Moisés» (Dt 18,15-18), según encontramos frecuentemente en Jn. Es muy verosímil que la afirmación de que Jesús es realmente el profeta esté condicionada en Juan, dentro de este contexto, por el rito del agua y el correspondiente discurso de Jesús. En tal caso la afirmación se hallaría en el mismo plano en que se encuentra la afirmación: «Yo soy el pan de vida», conectada al signo de la multiplicación de los panes (c. 6). También allí era idéntica la reacción de la multitud: «Éste es, realmente, el profeta que iba a venir al mundo» (6,14). Lo cual confirmaría la sospecha de que en tales afirmaciones se puede reconocer una tradición judeo cristiana, en la que se entendía a Jesús como «el profeta escatológico al igual que Moisés». En dicha tradición también debía hablarse, sin duda, de la «renovación de la época mosaica» con sus memorables milagros del maná y del agua de la roca.

Al mismo tiempo el Evangelio según Juan polemiza contra una equiparación en exceso ingenua de esa expectativa del Mesías profeta con Jesús. Jesús no encaja en una expectativa materialista del «nuevo Moisés», cuando precisamente se presenta a sí mismo como el pan de vida y como el dador del agua viva. Así, pues, la designación de Jesús como profeta aparece como un intento por incorporarle a unas categorías conocidas (cf. una tentativa similar en Mc 8,27s y par), pero que en definitiva no cuaja. La singularidad de Jesús no entra en ninguna de las categorías habituales, como se pone claramente de manifiesto en esta discusión.

Ese es también el caso, cuando otras gentes le tienen por el Mesías (v. 41a). Cierto que en ese trasfondo cuenta la concepción cristiana del Mesías, que no se corresponde con la expectativa judaica. De ello se ha hablado ya repetidas veces. Conviene advertir que en este pasaje Juan deja la cuestión sin resolver; para él la afirmación decisiva acerca de la índole específica de la mesianidad de Jesús se formulará en el famoso diálogo entre Jesús y Pilato (18,33-38). Aquí son los propios oyentes quienes han de juzgar cómo se encuentran frente a Jesús y por quién quieren tenerle, decidiendo si aceptan o no su pretensión. En último término tampoco deciden al respecto las categorías de profeta o Mesías. Es perfectamente posible considerar a Jesús como el profeta, el Mesías e incluso como el Hijo de Dios sin creer realmente en él; en cambio, se puede creer en Jesús sin disponer de unos títulos adecuados. Todos los títulos son, en definitiva, simples tentativas de aproximación al excelso misterio de la persona de Jesús.

Objeciones, como las que aquí se aducen, derivan en buena parte de la dogmática mesiánica del judaísmo o de la controversia judeo-cristiana. Tras la destrucción del segundo templo el judaísmo ortodoxo rabínico-farisaico no podía ratificar por múltiples motivos la fe cristiana en la mesianidad del crucificado Jesús de Nazaret. Cabe suponer que Juan recoge aquí y refiere objeciones auténticas, tal como se formulaban en el bando contrario. Una de las objeciones sonaba así: ¿Procede el Mesías de Galilea? El origen galilaico de Jesús, y más en concreto del oscuro Nazaret (cf. 1,46: «¿Es que de Nazaret puede salir algo bueno?»), constituía para los judíos una objeción decisiva contra la mesianidad de Jesús. Ahí se pasa por alto el hecho de que en Galilea surgieron los centros más importantes del movimiento libertario mesiánico-zelota y que de allí salieron una y otra vez personajes con pretensiones mesiánicas. Posiblemente el fracaso de la guerra judía fue para los rabinos farisaicos un motivo más de su profunda desconfianza frente a los candidatos mesiánicos de Galilea.

Por lo contrario, se esperaba que el Mesías fuera de la «descendencia de David», del linaje davídico y que también nacería en Belén (1), ciudad nativa del glorioso rey. En los círculos judíos se esperaba, en efecto, que el Mesías nacería en la ciudad de Belén, según el famoso vaticinio de Miqueas 5,1:

Pero tú, Belén, Efratá,
aunque eres pequeña entre los clanes de Judá,
de ti me ha de salir
el que ha de dominar en Israel.
Sus orígenes vienen de antaño,
de tiempos lejanos,

pasaje que se cita asimismo en el relato de los magos de Oriente (Mt 2,6).

De hecho hay otros textos neotestamentarios que afirman explícitamente el origen davídico de Jesús, como en la antigua fórmula de fe que reproduce Rom 1,3; en el tratamiento que el ciego da a Jesús (Mc 10,47s y par) y en los dos árboles genealógicos (Mt 1,1-17; Lc 3,23-28). Además tanto el relato mateano de la infancia como el lucano presentan el origen davídico de Jesús y su nacimiento en la ciudad regia de Belén (Mt 2,1.5s; Lc 2,1-10). Por lo demás, hubo objeciones críticas a la filiación davídica del Mesías, que probablemente se remontan al propio Jesús, como lo evidencia la disputa acerca de dicho punto (Mc 12,35-37a y par). En contraste con todo ello el cuarto evangelista «no supone evidentemente ni el nacimiento de Jesús en Belén ni su origen davídico. El Cristo, que él proclama, no es un Mesías cuya legitimidad haya de demostrarse por los criterios de la expectativa mesiánica del judaísmo». No se puede negar que aquí existe una diferencia entre Mateo y Lucas, de una parte, y Juan y Marcos, de otra, porque en concreto Marcos tampoco dice nada de un nacimiento de Jesús en Belén. Si no se quiere ventilar el asunto con argumentos aparentes y con evasivas, en este tema habrá que dar preferencia a Juan y Marcos frente a Mateo y Lucas y considerar a Belén como el lugar natal «mesianológico» de Jesús.

Los judíos, que en el v. 42 argumentan contra la mesianidad de Jesús remitiéndose a la Escritura, nada saben de un origen davídico del mismo ni de su nacimiento en Belén. Esto puede estar condicionado por el hecho de que la concepción defendida en Mateo y Lucas era realmente desconocida en la tradición joánica y que tampoco los litigantes judíos del Evangelio de Juan sabían nada al respecto, de manera que forjaban así un argumento contra la mesianidad de Jesús. El resultado de la discusión es que entre la multitud del pueblo se llega a una escisión, a un cisma, por causa de Jesús. Lo cual tampoco es desde luego objetivamente adecuado. Pues, si Jesús no puede legitimar su mesianidad con los criterios existentes entre los judíos y si tampoco sus discípulos podrán lograrlo después de pascua, tanto menos cuanto que se había sumado ya el escándalo de la cruz, la fe en la mesianidad de Jesús era y es una confesión, que jamás resulta transparente. Tal como estaban las cosas, se tenía que llegar necesariamente a una división en bandos entre los seguidores de Jesús y sus adversarios. La Iglesia primitiva surgió como una secta judía. Algunos de los enemigos en el calor del enfrentamiento quisieron echar mano de Jesús y prenderlo. Pero, al igual que en el v. 30, un hechizo misterioso retuvo a tales gentes.
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1. Belén (Betlehem): «Lugar de Judá, 9 km al sur de Jerusalén y algo al este de la divisoria principal de aguas... que entró en la historia con David, su familia (1Sam 16,18, 20,8, 2Sam 2,32) y sus amigos (2Sam 21,10; 23,24), que allí tenían su hogar... La pequeña aldea hacía tiempo que no tenía importancia alguna (como se desprende también de Miq 5,1)»
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7. REACCIÓN DE LOS ENEMIGOS ANTE LA FRACASADA TENTATIVA DE PRENDIMIENTO

45 Volvieron, pues, los guardias ante los sumos sacerdotes y los fariseos, y éstos les preguntaron: Pero, ¿por qué no lo habéis traído? 46 Los guardias respondieron: Jamás hombre alguno habló como habla éste. 47 Los fariseos les replicaron: ¿Es que también vosotros os habéis dejado engañar? 48 ¿Acaso alguien entre los jefes o entre los fariseos ha creído en él? 49 Pero esa plebe, que no conoce la ley, son unos malditos.
50 Uno de los jefes, Nicodemo, el que anteriormente había ido a ver a Jesús, les dice: 51 ¿Acaso nuestra ley condena a nadie, sin haberlo escuchado antes y sin haber conocido sus hechos? 52 Entonces ellos respondieron: ¿Pero también tú eres de Galilea? ¡Estúdialo bien, y verás que de Galilea no sale ningún profeta!

El comando policíaco, de cuya composición se ha hablado en el v. 32, regresa con las manos vacías a quienes le habían enviado, los sumos sacerdotes y los fariseos. Que entre el envío y el regreso de la escolta hayan pasado varios días no tiene, en este caso, demasiada importancia, ya que a Juan lo que le interesa sobre todo es presentar un cuadro de verdadero relieve. Lo que importa es la impresión general que, como se ve, es negativa. Los que les habían ordenado la detención preguntan irritados: «¿Por qué no lo habéis traído?» No están satisfechos del resultado. Y la respuesta de los criados es un testimonio involuntario en favor del poder que tiene la palabra de Jesús: «Jamás hombre alguno habló como habla éste.» En la palabra de Jesús late la fuerza peculiar de la palabra reveladora que llega de Dios, con su fuerza persuasiva y su fascinación específica. Buena prueba de ello es también el que, según Juan, Jesús sólo obra mediante la palabra. No dispone de ningún otro poder, y por eso mismo no forma parte de los candidatos mesiánicos zelotas, que actuaban con acciones violentas y terroristas y que acabaron declarando la guerra a Roma. Ni siquiera entre las primeras objeciones judías contra Jesús, que nosotros conocemos, se encuentra jamás la incriminación de que Jesús hubiera practicado la violencia. Como quiera que sea, aquellos sencillos alguaciles del templo no pueden escapar al embrujo de la palabra de Jesús, y es eso precisamente lo que más irrita a los fariseos, a juzgar por su réplica. La pregunta: «¿Es que también vosotros os habéis dejado engañar?», arranca del supuesto de que Jesús es un «embaucador del pueblo», un «predicador despreciable» (cf. comentario al v. 6) contra el que hay que proteger a la gente. Ésta era evidentemente la etiqueta que el fariseísmo había puesto a Jesús.

A ello se suma una referencia a la propia conducta: ¿Acaso ha creído en Jesús algún miembro del consejo o algún fariseo? Ése es el comportamiento fáctico de la clase dirigente judía frente a Jesús. Ni Jesús ni la Iglesia primitiva tuvieron, en efecto, seguidores, o muy contados, entre el estrato judío dirigente. Según los Hechos de los apóstoles parece que las cosas fueron algo mejor con los fariseos. Por otra parte, en esa afirmación se proclama también la firmeza ortodoxa de los dirigentes del judaísmo. No era posible que ellos, tan firmes en la tora, se dejasen embaucar por semejante charlatán de pueblo. Es esa maldita «plebe, que no conoce la ley...». Se recoge aquí claramente el concepto rabínico del am-ha-arez o «pueblo de la tierra». El apelativo es una designación despectiva de quienes ignoran la ley mosaica, de aquellos que «como tales no pertenecían al verdadero Israel... El Israel auténtico lo representaban únicamente los varones de la ley y los círculos que seguían su dirección». Esta tendencia se fue agudizando con la influencia creciente del rabinismo. El sentido de la afirmación es éste: quien ha estudiado la tora y la conoce no puede ser un seguidor de Jesús; sólo las gentes que ignoran la ley y que pertenecen al am ha arez pueden dejarse embaucar por ese Jesús. También aquí late un recuerdo atinado de que el Jesús histórico no se dirigió en su predicación a los hombres cultos ni a los escribas de la ley, sino a la gente que formaba el am ha arez.

Ahora bien, entre los fariseos hubo una excepción notable: la de Nicodemo, que ya nos es conocido por su visita y diálogo nocturno con Jesús, en el c. 3 -hecho al que se alude explícitamente en el v. 50- y que pertenecía al círculo de los miembros del consejo y a los fariseos. Este personaje formula en el v. 51 la importante pregunta de si la ley judía -«nuestra ley», como subraya con énfasis- permite condenar a un hombre sin un interrogatorio judicial y sin el previo establecimiento de que ha hecho algo contrario a la ley. Aunque el derecho judío concede una gran importancia al interrogatorio de los testigos en el proceso criminal, también conoce el interrogatorio del acusado (1). Pero lo verdaderamente importante es el conocimiento exacto de los hechos, de lo que el acusado ha hecho realmente (cf. las preguntas adecuadas de Pilato en 18, 29.35).

Como resulta del proceso de Jesús ante Pilato, Juan trabaja con el argumento realmente importante de que no existe contra Jesús ninguna acusación real merecedora de castigo, con lo que un interrogatorio sólo podría demostrar su inocencia. Un juicio sin tal interrogatorio sería prejuicio peligrosísimo. Pero los fariseos están a pique de ir contra los principios básicos de la tora; ellos, que tanto alardean de su conocimiento de la ley, se comportan como el am ha arez. Ése es el peligro que señala Nicodemo. Pero la reacción de sus compañeros no es menos apasionada: ¿También tú eres de Galilea y tienes tal vez intereses comunes con Jesús...? ¿Eres tal vez seguidor suyo? Pues, estudia primero la tora y podrás juzgar por ti mismo si el «profeta» -muy probablemente vuelve a haber una referencia al profeta escatológico como Moisés- (2) procede de Galilea. El argumento apunta una vez más contra la mesianidad de Jesús. Y la perícopa termina con este argumento antimesiánico, que para Juan tiene carácter de prejuicio.
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1. Cf. sobre el tema Ex 23,1; Dt 1,16; 17,4; Flavio Josefo, Ant. Jud. XIV, 167: «Porque la ley prohíbe expresamente ejecutar a nadie, aunque se trate del hombre más criminal, si previamente no ha sido condenado a muerte por el sanedrín.»
2. Con P66 es ciertamente preferible la lección «el profeta» frente al habitual ningún «profeta».
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Meditación

Una de las preguntas que, tras la lectura del capítulo 7 de Juan, nos asalta con mayor urgencia es precisamente ésta: ¿Es que la confesión cristiana de la mesianidad de Jesús ha de separar para siempre a judíos y cristianos? ¿Es que realmente una cristología dogmática tiene que conducir, casi con necesidad interna, al rechazo de los judíos, al antisemitismo y, en consecuencia, al «holocausto»? Tras la aniquilación judía de Auschwitz nosotros, los cristianos, hemos de leer con otros ojos nuestro Nuevo Testamento, y también nuestra dogmática, nuestra historia de los dogmas y de la Iglesia. No ya con los ojos ingenuos del que lleva razón, sino con los ojos por fin abiertos y autocríticos de quienes han tenido muchos fracasos ciegos. Es verdad que el antisemitismo de los nazis descansaba en definitiva sobre una visión del mundo biológica, científica y extremadamente problemática, al tiempo que iba unida a un decidido anticristianismo. En su famosa frase: «Espiritualmente nosotros somos semitas», ya el papa Pío XI había dado a conocer claramente esa conexión entre odio al judaísmo y odio al cristianismo. En todo caso se plantea la cuestión de si el moderno antisemitismo, cuyos horribles ejecutores fueron los nazis, no tendrá también raíces cristianas. «¿Hasta qué punto hay que cargar los crímenes antisemitas del pasado próximo y lejano en la cuenta del mensaje cristiano disimulado o explicado en forma falsa o correcta? ¿No es el pasado antisemita del cristianismo el testimonio más fehaciente contra la verdad cristiana? Tales preguntas se han ido formulando cada vez con mayor frecuencia desde finales de la segunda guerra mundial dentro y fuera del cristianismo... Hoy se reconoce en buena medida que el antisemitismo se remonta a la doctrina y predicación de la Iglesia, que durante siglos ha sido antijudía, pese a la obstinada afirmación en contrario de sus defensores, para quienes la culpa hay que buscarla en los propios judíos, que se han atraído sobre sí el odio y la persecución por su mismo carácter y destino».

Mientras que el antiguo odio a los judíos era más o menos esporádico y estaba delimitado a ciertos lugares -siendo más o menos la expresión de una xenofobia-, el «odio cristiano, al menos desde aproximadamente el tiempo de Constantino, ha sido permanente, universal, alentado de manera oficial, radical y sostenido por un sistema ideológico». Lo singular es que tal odio no descansa precisamente en una experiencia debida al trato con los judíos, sino en una teoría dogmática; se ve a los judíos a través de un prisma dogmático. Ese es el punto más destacado. «Es precisamente en el Evangelio según Juan, en el que tan difícil resulta establecer las relaciones entre historia, literatura y teología, donde se advierte la necesidad de una distinción entre el significado y la influencia de unos textos neotestamentarios».

Ahora bien, la cuestión de si Jesús tuvo una «autoconciencia mesiánica» y cómo la manifestó, se discute largamente en la exégesis. Las investigaciones históricas de la exégesis coinciden, por ejemplo, en los puntos siguientes: primero, las concepciones mesiánicas del judaísmo no son totalmente unitarias, aunque tienden por lo general a considerar al «Mesías ben David», al Mesías davídico o incluso nacional, como un héroe religioso-político que, por encargo de Dios, establece el dominio político de Israel. Segundo, es evidente que Jesús de Nazaret no ha compartido esa concepción mesiánica. Más aún, Jesús ha rechazado resueltamente el mesianismo político de cuño zelota, teniéndolo por sumamente peligroso; en ese sentido estuvo relativamente cerca de los fariseos. Un análisis detenido de las fuentes demuestra que resulta insostenible toda tentativa de interpretar la postura de Jesús en la línea zelota. Jesús proclamó la proximidad inminente del reino y realeza de Dios; el «propósito radicalmente religioso» de su acción y de su enseñanza aparece en primer término con meridiana claridad. Desde ese punto de vista es difícil o, mejor dicho, imposible hablar de una «conciencia mesiánica de Jesús» (en sentido político). Tercero, en épocas pasadas se repitió a menudo que Jesús había adoptado el concepto de «Hijo del hombre», porque quería distanciarse del mesianismo político. El hijo del hombre apocalíptico estaba menos lastrado, a la vez que la expresión conservaba algo misterioso. Ahí se encontraría, pues, la verdadera autoconciencia de Jesús. Pero tal opinión ha sido vivamente discutida. Partiendo de los distintos conceptos, a nuestro entender el concepto «Hijo (de Dios)» sigue conservando las mayores posibilidades de manifestar la autoconciencia de Jesús, y desde luego en estrecha conexión con la nueva idea de Dios. Cuarto, lo mejor es partir de la imagen que los evangelios, los cuatro sin excepción, ofrecen de la actividad de Jesús. Es la imagen de un maestro profético, con una conexión singular entre profeta y maestro; un hombre que además estaba dotado de fuerzas milagrosas, y que no opera precisamente con la violencia externa, sino única y exclusivamente con su palabra. La autoridad y poder de Jesús reside sólo en su palabra influyente y eficaz. Su palabra es su acto más importante. Es precisamente ese punto de vista el que Juan subraya de modo explícito, cuando le hace decir ante Pilato: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no fuera yo entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.» Añadiendo luego: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz» (18,36s). Ésta es, sin duda, la concepción mesiánica cristiana del Evangelio según Juan; la cual se caracteriza porque en ella se funden hasta formar una nueva unidad la imagen del profeta escatológico como Moisés, la del maestro profético y el predicado de «Mesías regio». Tal imagen no se había dado antes y, a partir de entonces, tampoco se encuentran imágenes paralelas de la misma en la literatura judía. En esta nueva imagen del Mesías, en la que se refleja el hecho de la actuación no violenta de Jesús, ya no podía reapropiársela sin más ni más el judaísmo. La imagen mesiánica normal del judaísmo y la nueva imagen mesiánica cristiana del Mesías Jesús no son idénticas. El hecho de que desde el lado cristiano no se haya meditado esto suficientemente ha conducido a graves equívocos y a falsas pretensiones cristianas; y ello debido sobre todo a que el frente cristiano transfirió al propio Jesús todas las afirmaciones soberanas del Mesías religioso-político, que Jesús ni fue ni quiso ser; y de ahí se han deducido unas aspiraciones de poder de las que Jesús no quiso saber absolutamente nada.

El prestigioso sabio judío ·Gershom-Sholem dice en su tratado Zum Verstandnis der messianischen Idee im Judentum (= Para comprender la idea mesiánica en el judaísmo): «En todas sus formas y representaciones el judaísmo siempre ha mantenido un concepto de redención entendida como un proceso que se realiza en público, sobre el escenario de la historia y en el centro de la comunidad; en una palabra, que se cumple abiertamente en el mundo de los visibles, y sin que se pueda pensar sin esa manifestación en lo visible. Por el contrario, en el cristianismo prevalece una idea que entiende la redención como un proceso en el ámbito espiritual e invisible, un proceso que se desarrolla en el alma, en el mundo de cada individuo y que produce una transformación secreta, a la que no tiene por qué corresponder nada en el mundo exterior».

Redención para el pensamiento judío es siempre redención del mundo; de ahí que también el Mesías sea en primer término un redentor y libertador religioso-político. Ahora bien, es interesante que muchos autores judíos estén plenamente dispuestos a atribuir a Jesús una autoconciencia mesiánica, aunque la califiquen como un gran autoengaño. Habría que admitir sin duda que Jesús de alguna manera se ha considerado a sí mismo como el Mesías, pues que de otra forma resultaría incomprensible toda su historia, y en especial su muerte en cruz. Pero esa autoconciencia, condicionada por su época, se habría demostrado con un gran error. Los modernos judíos estudiosos del Nuevo Testamento se esfuerzan en obtener una imagen más atinada sobre todo del Jesús histórico. Famosa se ha hecho la palabra de Martin Buber:

Desde mi juventud he considerado a Jesús como mi hermano mayor. El que la cristiandad le haya visto y le siga viendo como Dios y redentor me ha parecido siempre un hecho de enorme trascendencia, que siempre he intentado comprender por mí y por él. Mi propia relación fraternal y abierta con él se ha ido haciendo cada vez más fuerte y más pura, y hoy le veo con una mirada más fuerte y más pura que nunca.

Hoy estoy más cierto que nunca de que le corresponde un gran lugar en la historia creyente de Israel, y que ese puesto no se puede describir con ninguna de las categorías habituales.

Nosotros, como cristianos, haremos bien en considerar estas dos cosas y en tomarlas en serio: las tentativas judías, hoy más numerosas que nunca, por proyectar nueva luz sobre la figura de Jesús y por entenderle, y también las reservas judías; estas últimas debidas sobre todo a nuestro entusiasmo de redención carente de realismo y, como la historia demuestra, también peligroso, porque fácilmente puede derivar a un antisemitismo.

Hace poco Franz Mussner, en su Traktat uber die Juden, ha planteado una cuestión que, a su entender, «jamás la teología cristiana ha estudiado a fondo, aunque es de importancia decisiva para el diálogo judeo-cristiano». Se trata de esta pregunta: «¿Podía Jesús ser reconocido por Israel?» Mussner reúne toda una serie de observaciones -que en parte también nosotros hemos mencionado en la exégesis-, las cuales ponen de manifiesto el enjuiciamiento tan simplista que se ha hecho durante siglos de las posibilidades judías frente a Jesús de Nazaret. La pregunta es, en efecto, muy importante: ¿Podían los judíos reconocer en su hermano de Nazaret al Mesías y al Hijo de Dios? Es una pregunta que nos remite a la historia real de Jesús. Y nos recuerda que Jesús era un hombre histórico, un hijo de su tiempo y del pueblo judío, un predicador ambulante y laico, pobre y nada violento, a quien unos entendieron y otros no, al que unos aceptaron entusiasmados y otros rechazaron resueltamente. Jesús fue un hombre que no tuvo más posibilidad de mostrarse que su propia palabra, la cual podía a su vez ser creída o no. Cuanto más nos acercamos a ese Jesús de Nazaret -al menos así me lo parece a mí-, tanto más cómodo y relajado se hace el diálogo con los judíos y, por lo mismo, tanto más prometedor puede ser. No tendría por qué seguir separándonos una mesianidad falsamente entendida.