CAPÍTULO 5
LA PRESENCIA DEL ACONTECER FINAL (5,1-30)
Esta sección está dispuesta de manera similar al discurso del pan. Al comienzo aparece el relato de una señal, la curación de un tullido en la piscina de Betzatá (5,1-9). Enlazando con esa señal, estalla un conflicto acerca del sábado (5,10-16), que pasa después a un discurso de revelación sobre la presencia del acontecer final en Jesús (5,17-30). También aquí se puede hablar de un texto midráshico.
También se agrega que desde ahora el centro de los discursos de revelación y de los enfrentamientos con «los judíos» va a ser Jerusalén. «En la capital del judaísmo se desarrolla la lucha entre fe e incredulidad. Allí se discute acaloradamente la cuestión de si él es el Mesías (cap. 7), allí tiene su sede la autoridad teocrática judía y ejerce su máxima influencia (7,25s.32.45-52), se endurecen los frentes (c. 8-10) y se toma la decisión final (11,45-53)» (SCHNACKENBURG). Ello indica que en las secciones siguientes se desarrolla la lucha en torno a la revelación entre el cristianismo joánico y el judaísmo. En ellas se tratan los temas fundamentales de la pretensión reveladora de Jesús, el problema del Mesías y la cuestión acerca del nuevo «lugar» de la presencia de Dios. Bultmann coloca esta sección y las siguientes bajo el título de «La crisis de la religión» (5,1-47; 7,15-24; 8,13-20), una temática cuyos orígenes indiscutibles hay que buscarlos en los planteamientos de la teología dialéctica. Es preferible atenerse más al trasfondo concreto del enfrentamiento con el judaísmo.
1. LA CURACIÓN DEL PARALÍTICO EN LA PISCINA DE BETZATA (Jn/05/01-09).
1 Después de esto, se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. 2 Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las Ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzatá, que tiene cinco pórticos. 3 Yacía en éstos una multitud de enfermos: ciegos, cojos, paralíticos (que esperaban el movimiento del agua. 4 Pues un ángel del Señor descendía de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua; el que primero se metía en ella, después de la agitación del agua, quedaba curado de cualquier enfermedad que tuviera). 5 Había un hombre allí que llevaba treinta y ocho años enfermo. 6 Al verlo Jesús tendido, y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo así, le pregunta: ¿Quieres curarte? 7 El enfermo le contestó. Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando el agua comienza a agitarse y mientras yo llego, otro baja antes que yo. 8 Dícele Jesús: Levántate, toma tu camilla y vete. 9a E inmediatamente el hombre quedó sano, tomó su camilla y se fue andando.
La historia de la curación, v. 1-9, recuerda curaciones parecidas de la tradición sinóptica. Como paralelo más importante se aduce una y otra vez la historia de la curación del paralítico (Mc 2,1-12 par). Dos son los rasgos principales comunes a ambos relatos: el tipo de enfermedad; en Marcos se designa explícitamente al enfermo como «paralítico» (Mc 2,3); en Juan no se nombra de forma explícita la enfermedad, pero por la descripción y por la afirmación de que el hombre la padecía desde hacía 38 años, se deduce claramente que debía tratarse de un paralítico. El segundo rasgo común subraya en ambos casos el éxito de la curación: en ambos casos, el enfermo toma su camilla y se va andando (Mc 2,12; Jn 5,9a). Por todo ello a menudo se ha sacado la conclusión de que ambos relatos se remontan a una tradición común. Es una posibilidad que sigue abierta sin que haya de excluirse. Pero está claro que la redacción joánica presenta diferencias esenciales con la de Mc 21-12: el episodio no se realiza en Galilea, sino en Jerusalén, en la piscina de Betzatá. Jn subraya intencionadamente la larga duración de la enfermedad, 38 años, para poner así de relieve la grandeza del milagro o señal; se trata, además, de una curación en sábado, y la iniciativa parte del propio Jesús. Lo cual permite concluir que la precedente tradición oral ha sido reelaborada en el círculo joánico en el sentido de su teología de los signos o señales con su agudización cristológica.
El v. 1 empieza con un dato cronológico: «Después de esto se celebraba una fiesta de los judíos», que motiva a la vez el cambio de lugar: Jesús sube con sus discípulos «a Jerusalén». Se discute cuál es la fiesta a que se refiere el texto. Muchos expositores la relacionan con 6,4 y piensan en la pascua; lo cual es posible, pero no absolutamente cierto. Si se tratase, en efecto, de la fiesta judía de pascua, no sería absurda la sospecha de que el autor cristiano tenía también en su mente el pensamiento de la cruz y resurrección de Jesús y que quizá conocía ya una fiesta pascual cristiana. En tal caso habría desarrollado su cristología y escatología de presente, marcada por la fe pascual, con la convicción de la salvación escatológica actual, en contraste consciente con la tradición judía de la pascua. Sin embargo es más importante el cambio de lugar. Según Juan, terminaría con ello el período breve, a todas luces, de la actividad galilaica de Jesús. Desde ahora serán Jerusalén y Judea el verdadero escenario de su actividad.
La narración milagrosa empieza con el dato topográfico en que se realiza el milagro: en Jerusalén, cerca de la llamada puerta de las Ovejas, hay una piscina, de nombre Betzatá, con cinco pórticos; lo que indica unas dimensiones notables, de las que todavía hoy nos puede dar una idea la iglesia de Santa Ana, construida por los cruzados. Esa indicación toponímica se remonta, sin duda, a Juan. No es seguro que tengamos aquí una «creación contrapuesta a las narraciones de milagros extracristianas» ni que Jn 5,1ss, pretenda subrayar la «eliminación de los antiguos lugares de curación». Más bien volvería a tener aquí su papel el interés topográfico de Jn. Se trata de los comienzos de una temprana tradición local cristiana. En aquella piscina se encontraban muchas personas en busca de su salud; se menciona en concreto a ciegos, cojos y paralíticos, tratándose de las conocidas categorías típicas.
La glosa posterior del v. 3 presenta expresamente el baño como un baño de curación milagrosa. De tiempo en tiempo un ángel ponía el agua en movimiento, y el primero que entraba en la piscina después de ese movimiento quedaba curado. Sólo en este apéndice queda clara la concurrencia con otros lugares de curación, frecuentados en la antigüedad. Pero esto sólo representa el interés de una época posterior, que sintió la necesidad de completar, en este aspecto, el relato preyacente. El texto originario sólo habla del «movimiento» del agua. Antes se pensaba en una confusión con la piscina de Siloé, en que el manantial fluía de hecho en forma intermitente. Por el contrario, la piscina de Betzatá constaba de dos estanques, uno al norte y otro al sur, unidos entre sí por unas conducciones de agua, de manera que el agua podía fluir del estanque del norte al del sur, y desde éste al valle del Cedrón, lo que explicaría el movimiento del agua.
Entre los enfermos se encontraba un hombre, que
padecía su enfermedad desde hacía 38 años (v. 5); no se dice cuál era su mal,
pero parece lógico pensar en un tullimiento o parálisis. El número 38 no tiene
ciertamente ninguna significación simbólica (1), sino que pretende subrayar
sobre todo lo grave de la enfermedad y la nulidad de expectativas de curación.
Para el hombre, que llevaba tanto tiempo enfermo y que no podía procurarse la
forma de llegar al agua curativa, la esperanza de una curación era, de hecho,
nula. Vivía ya en el campo de influencia de la muerte. Jesús mira al enfermo y
con una sola mirada comprende, sin necesidad de hacerle ninguna pregunta, cuál
es su situación: lleva mucho tiempo enfermo. Lo cual constituye un rasgo típico
de Jn, que entra en el motivo habitual de la descripción de la necesidad. Así,
pues, la iniciativa de la curación parte en exclusiva de Jesús. Su pregunta al
enfermo «¿Quieres curarte?» (v. 6) es una apelación a la voluntad de curación y
de vivir del hombre, cuya colaboración se requiere para curarle. La respuesta
del enfermo a la pregunta de Jesús revela la situación difícil y desesperada del
pobre hombre. Podría ya haber curado, pero no tiene a nadie que pueda
proporcionarle la ayuda necesaria. No puede valerse solo, y siempre llega
demasiado tarde. Y es entonces cuando Jesús pronuncia la palabra poderosa de
ayuda: «¡Levántate, toma tu camilla y vete!» (cf. la orden de tono parecido en
Mc 2,9b-11). La curación es resultado de la palabra de Jesús, que participa de
la fuerza y de las propiedades de la palabra de Dios. Y a la orden sigue de
inmediato la realización, el feliz resultado. El hombre queda sano de inmediato,
toma su camastro bajo el brazo y se va.
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1. Para la exposición alegórica, cf.
sobre todo ·AGUSTIN-SA, Tract. in Jo. que ha dedicado al problema todo un
sermón, tract. 17. Su razonamiento parte de la reflexión: 38 = 40-2. Cuarenta es
el número del cumplimiento de la ley, dos el número del mandamiento capital, que
es el amor a Dios y al prójimo; el hombre estaba enfermo porque, para el
cumplimiento de la ley le faltaban esos dos preceptos, precisamente los dos
mandamientos traídos por Jesús.
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2. EL ESCÁNDALO DE LOS JUDÍOS (CONFLICTO DEL SÁBADO) (Jn/05/09b-16)
9b Pero era sábado aquel día. 10 Decían, pues, los judíos al que había sido curado: Es sábado, y no te es lícito llevar a cuestas la camilla. 11 Pero él les contestó: El que me curó, él mismo me dijo: Toma tu camilla y vete. 12 Ellos le preguntaron: ¿Quién es ese que te ha dicho: Tómala y vete? 13 Pero el que había sido curado no sabía quién era; pues, como había allí mucha gente, Jesús desapareció. 14 Después, Jesús lo encuentra en el templo y le dice: Ya quedaste sano; no peques más, para que no te suceda algo peor. 15 El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. 16 Y por esto los judíos perseguían a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado.
Sólo al hilo de la curación aflora la noticia de que el día de la curación era sábado (v. 9b). Se trata sin duda de una glosa, que originariamente no estaba en la historia, sino que fue tomada de otra tradición e introducida aquí como clave explicativa del enfrentamiento siguiente.
Al igual que los sinóptlcos también Jn conoce la tradición de los conflictos sabáticos. Tales conflictos estallan por el motivo de arrancar las espigas en sábado (Mc 2,23-28 par) o de las distintas curaciones en día sabático (curación de la mano seca en Mc 3,1-6 y par; curación de una mujer encorvada y de un hidrópico en el día sagrado, Lc 13,10-17; 14,1-6, tradición peculiar de Lc). A más tardar desde finales del destierro babilónico, la rígida observancia del descanso sabático cuenta entre las instituciones más sagradas del judaísmo. Los trabajos prohibidos eran 39. Mediante determinaciones complementarias, que debían servir a una mayor seguridad en la observancia del precepto del sábado, se delimitó todavía más el círculo de las actividades permitidas. Por esa vía, en la época postexílica el sábado se convirtió en muchos aspectos en un día tabú. El libro 1Macabeos relata que al comienzo de la sublevación macabaica los judíos piadosos se dejaban degollar por sus enemigos helenistas antes que quebrantar el sábado. Ello motivó que el sumo sacerdote Matatías y sus amigos tomasen la decisión de: «Luchemos contra todos los que vengan a combatir contra nosotros en sábado, para no morir todos como murieron nuestros hermanos delante de sus refugios» (/1M/02/29-41). Desde entonces se admitieron excepciones, incluso entre los fariseos, para casos de necesidad, aunque fueron siempre muy reducidas. En peligro de muerte estaba permitida a todas luces la transgresión del precepto sabático (1).
El hecho de que Jesús practicase frente al precepto riguroso del sábado una conducta liberal, abierta, que sin duda provocaba la oposición de los círculos piadosos, es algo que está bien documentado. Pero es evidente que no se trataba de una indiferencia respecto del sábado, tanto más que existen relatos sobre las visitas de Jesús a la sinagoga en sábado y sobre funciones docentes que allí desarrolló. Sin duda hay que preguntarse por un motivo fundamental de Jesús para esa su postura. Ese postulado básico lo encontramos en /Mc/02/27: «El sábado se instituyó para el hombre, no el hombre para el sábado.» Lo cual quiere decir que Dios ordenó el día de descanso en servicio del hombre y de su bienestar en un sentido amplio. El hombre no debe ser esclavo de un ordenamiento casuístico del día sagrado del sábado, supuestamente impuesto por Dios. Las cosas discurren por caminos bien distintos en las curaciones sabáticas. Se trata de casos claros en los que no se puede hablar de necesidad extrema ni de peligro de muerte. El hombre de la mano seca o la mujer encorvada hubieran podido esperar muy bien un día más; y otro tanto cabría decir del enfermo de Jn que lleva 38 años esperando. Difícilmente se puede descartar la sospecha de que con sus curaciones en sábado Jesús quería provocar y hacer una demostración de manera intencionada. ¿Y qué quería demostrar? Nada más que la presencia de la salvación escatológica y la presencia del amor de Dios que salva al hombre. ¿Y por qué Jesús no ha esperado? Evidentemente porque en el primer día de la semana no hubiera podido reunir a la gente en la sinagoga, público que era necesario para que ante sus ojos pudieran ser eficaces las demostraciones. Con esto encaja la pregunta de «¿Es lícito en sábado hacer bien o hacer mal; salvar una vida o dejarla perecer?» (Mc 3,4), en que Jesús antepone de manera demostrativa la ayuda al prójimo por encima de cualquier precepto cúltico. La manera en que Jesús actúa pone a su vez de manifiesto que su interés está sobre todo en impresionar a sus oyentes con esa verdad fundamental. Así, pues, el verdadero motivo y trasfondo de los conflictos sabáticos es que Jesús quiere demostrar la presencia de la salvación escatológica, de «Dios en favor del hombre». El Evangelio según Juan conoce esa tradición, pero también el correspondiente reproche judío, que quizá provenga de una época posterior: «Pretende quebrantar el sábado» (5,18; también 7,22s y 9,14.16) Esto podría muy bien ser un reproche contra Jesús y sus seguidores, especialmente al tiempo en que los cristianos se fijaron el primer día de la semana o domingo como su propio día sagrado; lo que, incluso dentro de las comunidades cristianas, pudo haber provocado conflictos, mientras se trataba de comunidades mixtas de cristianos judíos y gentiles. En esa discusión el círculo joánico busca un fundamento teológico más firme para la conducta de Jesús y también ciertamente para la propia práctica.
Los judíos ven cómo el hombre se lleva la camilla a su casa; lo que constituía una transgresión patente del sábado, y un escándalo contra la eruw (2). De ahí que recriminen al enfermo: «Es sábado y no te es lícito llevar a cuestas la camilla» (v. 10) El hombre fundamenta su transgresión de la ley revocándose a Jesús: el que le ha curado le ha ordenado que obre así. La salud que ha experimentado le capacita, en virtud de las palabras de Jesús para esa libertad de la ley. Lo cual suena como una frase paralela a la de «El Hijo del hombre es también señor del sábado» (Mc 2,28 par), con la que justificaba su propia postura frente al precepto sabático la comunidad cristiana. Los «judíos», que sermonean al hombre, quieren ahora saber de sus labios quién es el que le ha ordenado «Toma tu camilla y vete»; pero el que ha sido sanado no conoce todavía a su bienhechor. Jesús, en efecto, se ha retirado de entre la multitud. Lo cual constituye un rasgo típico de Jn (cf. también Jn 9), inherente a la interpretación joánica de los signos.
Por sí solo, el signo no conduce a una persona hasta Jesús, eso lo hace la fe. Más tarde, como se dice en el v 14, Jesús vuelve a encontrarse con el hombre; también aquí es significativo que es Jesús quien se hace el encontradizo con el hombre sanado, y no al revés. Y es entonces cuando le dirige la exhortación: «Ya quedaste sano; no peques más, para que no te suceda algo peor » La frase difícilmente puede interpretarse cual si Jesús entendiera la enfermedad como un castigo del pecado, sobre todo cuando el Evangelio según Juan rechaza explícitamente semejante concepción (9,3). Por lo demás, en Mc 2,9-12 (curación del paralítico) se establece una conexión entre un milagro de curación y el perdón de los pecados. Quizás haya que pensar aquí en la primitiva práctica bautismal cristiana y en la parenesis que acompañaba al bautismo; así se comprende mejor la advertencia a no volver a pecar. Lo peor, contra lo que hay que estar atento, no puede ser más que la pérdida de la salvación.
El v. 15 difícilmente puede entenderse como una
recaída o una traición, sino que sirve para tender el puente con la disputa que
sigue. El hombre ha conocido a Jesús y dice ahora a los judíos que es él quien
le ha curado. Inmediatamente llega la reacción abierta de los judíos contra
Jesús. Y es entonces cuando empiezan a perseguirle «porque hacía tales cosas en
sábado». Lo cual significa, sin duda alguna, en la perspectiva joánica que el
conflicto del sábado va a dar ocasión a una grave controversia, más aún, a una
persecución de Jesús, que sólo terminará con la crucifixión.
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1. Cf. LOHSE, en ThTNT VII, p. 14s: «Del
quebrantamiento del sábado para salvar una vida humana trata tam- bién la
sentencia de R. Shim'on bMenasia (ca. 180 d.C.): "El sábado está sobre vosotros
y no vosotros sobre el sábado". Pero esta sentencia no tiene valor, cuando se
presenta un peligro grave de muerte, pues pasada la urgencia habría que esperar
a que terminase el sábado para poder hacer algo por el enfermo.»
2 «Eruw ("reunión"), una construcción para aligerar las severas ordenanzas del
sábado; por ej., una conexión teórica del campo privado con el público, para
hacer posible dentro de todo un sector de la ciudad el transporte de objetos que
las más de las veces sólo está permitido en la casa*, Lexikon des Judentums,
1971, col. 192. Cf. Ios tratados Sbabbat y Erubin.
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3. EL DÍA DEL SÁBADO ESCATOLÓGICO
LA PRESENCIA DE LA HORA ESCATOLÓGICA (Jn 05, 17-30)
Con el v. 17 empieza el gran discurso escatológico de Jesús. La perícopa se cuenta entre los textos escatológicos más importantes del cuarto Evangelio. A la temática escatológica apuntan expresiones como «vivificar», «juzgar», «vivificar a los muertos», «vida eterna», «ir a juicio», «Hijo del hombre», «resurrección para la vida» o «para el juicio». Jesús aparece como el dador de vida escatológico. También se hace toda una serie de afirmaciones que señalan las relaciones de Jesús con Dios, afirmaciones cristológicas de gran peso. Para la cristología joánica, tal como se desarrolla en este texto, es característico el presentar la acción de Dios y la acción de Jesús en una serie de afirmaciones de relación paralelas. Aquí la cristología constituye de hecho el necesario supuesto de la escatología.
17 Pero él les replicó: «Mi Padre todavía sigue trabajando, y yo sigo trabajando también.» 18 Por esto, precisamente, los judíos trataban aún más de matarlo: porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que, además, decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios.
Ante el reproche de su transgresión gratuita del sábado, Jesús se defiende y llega a un enfrentamiento con «los judíos». Al mismo tiempo la disputa asume el carácter de un «discurso de revelación», en el que se descubre ya la importancia insuperable de Jesús. Los problemas teológicos, y sobre todo también cristológicos, sobre los que versa este enfrentamiento están condicionados por la situación comunitaria del círculo joánico. Se trata del enfrentamiento de cristianos y judíos acerca de quién es realmente Jesús. En la primera respuesta del v. 17 equipara su propia actividad a la de Dios, su Padre, poniéndola en una línea paralela. La teología judía se había formado unas ideas sobre la actividad y el descanso de Dios siguiendo el pensamiento de Gén 2,1-3 (que es la conclusión del primer relato de la creación, perteneciente a la tradición sacerdotal o P, que trata de la institución del sábado). Según Filón de Alejandría, «Dios nunca cesa de crear». «Por ello es magnífica la expresión «dejó en reposo" y no «descansó», pues deja en reposo lo que aparentemente crea, no lo que, de hecho, hace; porque él propiamente nunca cesa de crear». Con ello se expresa a la vez la idea del dominio incondicional de Dios respecto del sábado. Si para su propia actividad en día de sábado Jesús se remite a la actividad de Dios, subyace ahí una clara pretensión de poderes absolutos; lo cual concuerda con los conflictos sabáticos de los sinópticos y con su temprana interpretación. La reacción de los judíos es, naturalmente, violenta. La persecución de Jesús por la violación del sábado (v. 16) se exaspera en el v. 18 hasta formular el propósito de matarle, no ya sólo por la transgresión del sábado, sino «porque decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios». El atributo de «su propio Padre» pretende presentar esa filiación divina como una peculiar relación de Jesús con Dios.
La idea de una universal filiación divina de los judíos y del pueblo de Israel es común y corriente en el judaísmo. Así, se dice: «¿No es él (Dios) tu padre, el que te creó?» y también: «¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?» En la plegaria se invoca a Dios como «Padre misericordioso»: «Como se apiada el padre de sus hijos, tal se apiada el Señor del que le teme. Él conoce, en efecto, nuestra hechura, recordando que el polvo es nuestra condición» (Sal 103,13s).
En textos litúrgicos encontramos la invocación «Padre nuestro, rey nuestro»; por ej.:
«Padre nuestro, rey nuestro,
por nuestros padres, que en ti confiaron
y a los que enseñaste los preceptos de vida
sé benigno con nosotros, y enséñanos».
En tales textos prevale a todas luces la interpretación colectiva -Dios, padre de Israel, de todos los judíos, y hasta de las criaturas todas-. El conflicto estalla porque Jesús afirma y pretende una filiación divina peculiar, eminente y única. Y, además, porque Jesús reclama una autoridad por la que «se hace igual a Dios»; es un reproche de que Jesús, y respectivamente, la confesión cristiana de su filiación divina, parece poner en tela de juicio el rígido monoteísmo judío. Ambas afirmaciones pertenecen de forma más o menos explícita al repertorio clásico de los argumentos que se manejaban en la controversia judeo-cristiana. Cabría preguntarse aún hasta qué punto entraban ahí en juego los equívocos. La respuesta de Jesús no parece esforzarse mucho por quitar hierro al conflicto:
19 Entonces Jesús tomó la palabra y les dijo: De verdad os aseguro: Nada puede hacer el Hijo por sí mismo, como no lo vea hacer al Padre; porque lo que éste hace, también, lo hace el Hijo de modo semejante.
Con el solemne Amen, amen empieza en el v. 19 el discurso de revelación. La afirmación recoge el v. 17 en que Jesús parangona su propia actividad con la actividad de Dios. Ahora vuelve a formular la idea de modo negativo contra la objeción que se le ha hecho. Jesús asegura que su obrar como Dios no es una presunción por su parte, como piensan sus enemigos, sino expresión de su vinculación a Dios y a la voluntad divina. Porque, como Hijo que es, Jesús se sabe ligado a la voluntad del Padre, hasta el punto de que propiamente hablando no puede hacer nada en absoluto «por sí mismo», por su propia iniciativa o voluntad. Frente a toda la actuación y voluntad de ser humana «por sí misma», que arranca de una autonomía entendida en sentido absoluto y que se opone directamente a Dios, Jesús acentúa su ilimitada dependencia respecto de Dios, su Padre. En forma positiva se expresa así el hecho de que Dios obra por Jesús y en Jesús.
Por otra parte, para Jesús esa dependencia de Dios es precisamente el verdadero fundamento de su libertad y determinación (cf. 10,17s). Porque se sabe referido de ese modo a Dios Padre, Jesús mira y ve la manera de obrar del Padre a fin de imitarle en su acción. Se recoge aquí la idea de la imitación de Dios para caracterizar y definir la acción de Jesús. En esa su imitación perfecta Jesús anuncia a Dios y la voluntad divina al mundo (1,18). «Así, pues, la unidad de Padre e Hijo se entiende de algún modo en analogía con las relaciones de los enviados y profetas del Antiguo Testamento con Dios, quienes debían proclamar la palabra divina, incluso no queriendo. La unidad no consiste, pues, en que esas personas o palabras tengan, por sí mismas, una especial cualidad divina (en virtud, por ejemplo, de su conducta ética), sino en que Dios obra por ellas, en que actúan por encargo de Dios, en que sus palabras ponen a los oyentes en la necesidad de decidirse por la vida o por la muerte».
20 Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace; y le mostrará obras mayores que éstas, de suerte que vosotros quedaréis maravillados.
Al introducir la idea de que el Padre «ama» al Hijo, la afirmación del v. 20a aporta el fundamento clave de la autoridad universal del Hijo como revelador. De ello se habla repetidas veces en el cuarto Evangelio (3,35; 10,17; 15,9a; 17,23.24.26). Y, a la inversa, se habla también del amor de Jesús al Padre (14,31). El amor del Padre al Hijo se daba ya «antes de la creación del mundo» (17,24), es decir, «desde la eternidad», aunque también porque el Hijo ha cumplido el mandamiento del Padre mediante su muerte en cruz y su resurrección (10,17). Una vez más aflora aquí la visión panorámica de la «persona y obra de Jesús» en Jn. El amor del Padre al Hijo aparece así como el trasfondo universal y básico de todo el acontecer revelador y salvador del Hijo, que lleva a cabo en el mundo la obra de Dios. Así las cosas, ya no parece posible una elevación mayor, por lo que la referencia a las «obras mayores» no deja de crear dificultades. Parece lo más acertado entender la referencia como una fórmula de transición. Las «obras mayores» señalarían evidentemente las afirmaciones escatológicas como las que afluyen en el texto siguiente. Sólo que el supuesto de todas ellas es ante todo la cristología expresada, que ha de considerarse como el fundamento de la escatología. Jesús, el Hijo, en su concepción fundamental y completa de persona y obra es la premisa básica para su función de salvador escatológico. Él personalmente es la salvación que comunica. Las cosas, que vendrán después, no podrán por menos de suscitar asombro y pasmo. Con ello no sólo se pone de relieve lo que, desde una perspectiva humana, resulta inaudito en las afirmaciones siguientes, sino también el posible escándalo que las palabras de Jesús lleguen a provocar en los oyentes.
21 Pues lo mismo que el Padre resucita a los muertos devolviéndoles la vida, así también el Hijo da vida a los que quiere. 22 Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo el poder de juzgar lo ha entregado al Hijo, 23 a fin de que todos honren al Hijo como honran al Padre.
Esta y las siguientes afirmaciones se pueden entender a partir de una idea básica: Jesús, el Hijo, es el representante y portador de la soberanía divina en el mundo, establecido y acreditado por Dios mismo; a él le ha sido confiada la plena autoridad salvadora sobre la vida y la muerte del hombre. Que Dios Yahveh, el Padre de Jesús, es el Dios de la vida y el Dios viviente lo afirma corrientemente la tradición veterotestamentaria. Sólo en Yahveh está la «fuente de la vida» (Sal 36,8). Y asimismo está reservado a Dios el resucitar y vivificar a los muertos:
Tú eres poderoso, humillas a los altivos,
tú nutres a los vivos, das vida a los muertos.
Fuerte, juzgas a los violentos;
tú vives para siempre, resucitas a los muertos;
haces soplar los vientos, haces descender el rocío.
Oh si en un momento germinara para nosotros tu ayuda.
Bendito seas, Yahveh, que das vida a los muertos
(Oración de las Dieciocho bendiciones, 2ª plegaria)
La fe en una resurrección de los muertos al final de los tiempos empezó a desarrollarse en una época relativamente tardía dentro de la tradición judía del Antiguo Testamento. «El único texto de la Biblia hebraica que habla sin lugar a dudas de la resurrección es Dan 12,2s» («Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: éstos, para la vida eterna, aquéllos, para el oprobio, para el horror eterno. Los sabios brillarán como el resplandor del firmamento; y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, para siempre»). «Bajo el efecto de las persecuciones religiosas del tiempo de los Macabeos, el texto, cuya redacción final hay que situar entre 168 y 164 a.C., confiesa la fe en una resurrección que, sin embargo, no afecta a todos los hombres, sino únicamente al pueblo escogido. Si de este pueblo resucitarán buenos y malos o sólo los buenos, los mártires..., es problema que no se puede decidir». Naturalmente hay que contar con una prehistoria de la fe en la resurrección en Israel. Algunos textos van en esta dirección, por ejemplo, la fantástica visión del campo de huesos de Ezequiel (Ez 37,1-14), que sin duda habla de una reanimación intramundana e intrahistórica del Israel muerto, u Oseas 6,1-3.
Lo mismo se dice en varios Salmos (por ej., Sal 22; 69) y el Cántico del Siervo paciente y victorioso (Is 52,13-53,12). Yahveh no permite que su pueblo ni tampoco los piadosos desaparezcan; es el Dios de la vida que también resucita a los muertos. A ello se añade cada vez más el convencimiento de que la comunión del hombre con el Dios viviente y vivificador, tal como el hombre piadoso la ha experimentado y practicado en su vida, no puede sufrir menoscabo con la muerte. Y así se dice en Sal 73,23-26:
Mas yo estoy siempre contigo,
tú cogiendo mi diestra.
Con tu aviso me guías para ponerme en dignidad.
¿Qué otro tengo yo en el cielo?
Contigo nada ansío yo sobre la tierra.
Mi carne y mis entrañas se consumen,
mas el Señor es para siempre
mi roca y mi porción.
A esto comenta H.J. KRAUS: «El orante del Sal 73 se atreve a proclamar la forma máxima y suprema de certeza: Desde el dolor y el tormento seré arrebatado a la gloria, a la luz resplandeciente del mundo de Dios... En el Sal 73,24, el acento no carga sobre un «acontecimiento de resurrección» sino sobre la confesión de que Ni siquiera la muerte podrá separarme de Yahveh. Con el esquema de un lenguaje mitológico, que osa apropiarse la idea de un «rapto», se declara el carácter incesante de la comunión con Dios incluso frente a la muerte».
La primitiva fe judía en la resurrección no es más que el desarrollo concreto de esa certeza creyente en el campo de la antropología bíblica. Ésta, a diferencia del pensamiento griego, ignora el dualismo entre cuerpo y alma (= cuerpo y alma como substancias separadas y no sólo separables en cuanto materia y forma), partiendo siempre del hombre concreto, en su unidad y totalidad concretas, desde la experiencia cotidiana del hombre vivo o del hombre muerto. El «alma» -en hebreo nefesh- es siempre el «hombre vivificado», el hombre en el aspecto de su vitalidad total. También «carne» designa al hombre completo en toda su realidad empírica. Desde ese supuesto, el pensamiento bíblico no se plantea en modo alguno la cuestión de una inmortalidad del alma en el sentido de la filosofía griega, tal como aparece, por ejemplo, en el conocido diálogo Fedón. Cuando se plantea el problema de un futuro escatológico del hombre más allá de la actual vida presente, sólo cabe darle una respuesta teniendo en cuenta al hombre entero y total. Así, pues, la fe en una futura resurrección de los muertos, tal como se ha desarrollado en la apocalíptica judía, y tal como se integró después en la concepción creyente del judaísmo por obra sobre todo del grupo de los fariseos, es una típica respuesta bíblico-judía al problema de la salvación final y del futuro escatológico del hombre.
«En la historia de las religiones era frecuente en tiempos pasados referirse a fuentes extrabíblicas (sobre todo persas) de la fe en la resurrección. Hoy se es mucho más cauto en este sentido. La única influencia extraña, bastante segura, es la creencia cananea en la vegetación, que se mantuvo durante largo tiempo y que se deja sentir en textos como Os 6 e Is 26... De ahí procede el material de imaginería y representación. Pero la fe en la resurrección propiamente dicha tiene raíces inequívocamente bíblicas: Dios, como señor de la vida y de la muerte, opera más allá de las fronteras de la muerte; es fiel a su alianza, cuyo efecto más importante para el pueblo es la vida en la tierra de Dios».
La recepción y reinterpretación cristiana de la primitiva fe judía en la resurrección «se encuentra ante unos datos complejos. La expectativa de una resurrección escatológica de los muertos entra en la imagen judeo-apocalíptica del mundo y de la historia, que ha determinado la predicación cristiana sobre todo en su fase inicial. También posibilitó a los discípulos de Jesús la inteligencia y proclama del acontecimiento pascual como obra de Dios, que resucita a los muertos. No obstante lo cual, a una recepción consciente de la esperanza sólo se llega gracias al enfrentamiento con una concepción entusiástica y presente de la salvación -y a finales del siglo I- con una concepción gnóstica de la misma, tal como la han conocido por una parte Pablo y, por otra, el Evangelio según Juan (en su forma actual) y posiblemente también Lucas. Tal enfrentamiento muestra, que para ciertos grupos cristianos, se daba una interpretación de la salvación sin tal esperanza futura» (P. HOFFMANN).
Es posible que la acogida de la fe en la resurrección se remonte al Jesús histórico, pues la disputa con los saduceos (Mc 12,18-27) no permite reconocer ninguna modificación cristológica de la fe en la resurrección. La respuesta que Jesús da a los saduceos negadores de la resurrección se remite a la Escritura y al poder de Dios, por cuanto «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» no es un Dios de muertos sino de vivos». «Con ello el problema de la resurrección se convierte... en una cuestión estrictamente teológica sobre la fidelidad de Dios», y deja de ser una especulación meramente antropológica.
La fe en la resurrección de Jesús de entre los muertos supuso para la comunidad cristiana una nueva orientación fundamental de la fe en la resurrección. La característica de la argumentación de Pablo es que intenta fundamentar la esperanza cristiana primordialmente desde la muerte y resurrección de Jesús (cf. lTes 4,14-17), sólo en segundo término se remite a unas concepciones apocalípticas. A esto responde también plenamente todo el razonamiento del gran capítulo sobre la resurrección, que es 1Cor 15. Ahí, en efecto, está claro cómo mediante la fe en la resurrección de Jesucristo experimenta una reorientación la fe en la futura resurrección de los muertos; una reorientación en el sentido de unas nuevas bases cristológico-soteriológicas. Para Pablo existe una conexión interna y objetiva entre la resurrección de Cristo y la futura resurrección de los muertos, por lo que puede llegar a la conclusión siguiente:
«Porque, si no hay resurrección de muertos, ni siquiera Cristo ha sido resucitado. Y si Cristo no ha sido resucitado, vacía (sin ningún contenido) por tanto, es (también) nuestra proclamación; vacía (sin ningún contenido) también vuestra fe; y resulta que hasta somos falsos testigos de Dios, porque hemos dado testimonio en contra de Dios, afirmando que él resucitó a Cristo, al que no resucitó, si es verdad que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, ni Cristo ha sido resucitado. Y si Cristo no ha sido resucitado, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados. En este caso, también los que durmieron en Cristo están perdidos. Si nuestra esperanza en Cristo sólo es para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres» (1Cor 15,13-19).
De este modo la fe en la resurrección ya efectiva de Jesús constituye para los cristianos, según Pablo, el fundamento de la esperanza en su propio futuro. En virtud del bautismo tienen ya una cierta participación en la vida resucitada de Cristo (Rom 6,4-5), por cuanto participan en una nueva vida. La participación plena en la vida resucitada de Cristo está ciertamente reservada a la futura parusía. Sólo con el retorno de Cristo, «el Señor Jesucristo transfigurará el cuerpo de esta humilde condición nuestra, conformándolo al cuerpo de su condición gloriosa» (Flp 3,21). Para el Apóstol, por tanto, existe una tensión entre la participación presente en la vida resucitada de Cristo, que es inicial y está oculta, y la futura resurrección de entre los muertos, que comporta la consumación salvífica de los creyentes. Por el contrario, la carta a los Colosenses acentúa con mayor fuerza la participación presente en la vida de Cristo resucitado y exaltado a la gloria, cuando dice «Si, pues, habéis sido resucitados juntamente con Cristo, buscad lo de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Aspirad a lo de arriba, no a lo de la tierra; pues habéis muerto, y vuestra vida está oculta, juntamente con Cristo, en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces también vosotros seréis manifestados juntamente con él, en gloria» (Col 3,1-4).
Aquí aparece una vez más, dentro de la tradición paulina, la conexión interna entre resurrección de Jesús, la participación presente de los fieles en la vida oculta del Resucitado y la esperanza de consumación de los creyentes. Desde ahí no es demasiado largo el camino hasta la concepción joánica.
En Juan destaca con mayor claridad lo que ya resuena en Pablo (especialm. en Flp 3,21), a saber: que el propio Jesucristo comunica a los creyentes la vida resucitada. En la «vivificación» (cf. la exégesis de los v. 24-27) se trata de la resurrección escatológica de los muertos. «En virtud del poder de resucitar a los muertos y de comunicar la vida, que el Padre le ha otorgado, Jesús dispone de unos derechos soberanos que, en la visión del Antiguo Testamento y del judaísmo primitivo, están reservados a Dios» (MUSSNER). Pero con la potestad plena de resucitar a los muertos, al Hijo se le ha hecho también entrega del juicio (v. 22). Jesucristo es la persona a través de la cual Dios ejerce desde ahora el juicio; lo cual es una consecuencia de la cristología joánica del Hijo del hombre, como se dice expresamente en el v. 27. En el acontecer cristológico se hace presente el juicio. El juicio final no se cumplirá sólo en el futuro, sino aquí y ahora, en la toma de posición frente al revelador de Dios (cf. 3,19ss; 16,8-115. Y sigue una afirmación que indica cuáles son las consecuencias de esa colación de plenos poderes a Jesús por parte de Dios, y es que todos deben honrar al Hijo como honran al Padre. Pero el acento decisivo cae ahora sobre el hecho de que ese honor y reconocimiento ha de tributarse al hombre histórico, que es Jesús de Nazaret. Lo cual significa asimismo que la decisión sobre la vida y la muerte ya no pende sólo del Dios trascendente al mundo e invisible, sino que sale al encuentro del hombre en la figura histórica de Jesús (v. 23a). La afirmación del v. 23b: «El que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre que lo envió», pone de relieve una vez más la idea de que Jesús es el enviado y representante de Dios. Lo cual responde, a su vez, al conocido principio jurídico del judaísmo: «El enviado de un hombre es como él mismo». Con razón dice Bultmann: «No se puede honrar al Hijo prescindiendo del Padre; la honra del Padre y del Hijo es una e idéntica; en el Hijo se encuentra el Padre, y el Padre sólo es accesible en el Hijo». De ese modo se expresa repetidamente la legitimación divina de Jesús.
24 De verdad os aseguro: Quien escucha mi palabra y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna y no va a juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida. 25 De verdad os aseguro: Llega la hora, y es el momento actual, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que le hayan prestado oídos vivirán. 26 Porque como el Padre posee vida por sí mismo, así también dio al Hijo el poseerla por sí mismo. 27 Y le dio autoridad para juzgar, porque es el Hijo del hombre.
El Padre ha conferido al Hijo todo el juicio o facultad de juzgar. La consecuencia es que la salvación y condenación del hombre se decide en la cuestión del reconocimiento o no reconocimiento de Jesucristo como el Hijo enviado de Dios. No se puede ignorar una cierta mentalidad jurídica en todo ello, que tiene sus antecedentes en la idea profética del envío, tal como aparece en el Antiguo Testamento, y sirve para subrayar la exigencia del revelador. Los v. 24-27 muestran ahora en concreto cómo acontece la «vivificación» y el «juicio» del Hijo.
No es ciertamente casual que en las afirmaciones de los v. 24-26 el juicio pase a segundo término prevaleciendo en cambio las referencias a la vivificación, aunque también aquí claramente vuelve a ocupar el primer plano la función salvífica y, con ella, la oferta divina de salvación. El v. 24 no habla directamente de un acto de Jesús donador de vida, sino más bien de su palabra vivificante. Es la palabra de Jesús la que comunica la vida, en cuanto suscita y otorga la fe. La palabra de Jesús es por su íntima esencia una palabra vital y una palabra que confiere la vida. Ciertamente hay que pensar aquí ante todo en la proclamación, en la que estando a la primitiva y antigua concepción cristiana, se hace presente Jesucristo. La palabra de Jesús tiene para Jn un contenido muy preciso, y desde luego como afirmación y testimonio que Jesús hace de sí mismo. Se ha de tener en cuenta que en el Evangelio según Juan la palabra, que Jesús habla, no tiene como contenido objetos cualesquiera, sino que es una palabra que gira constantemente en torno a la importancia personal de Jesús: una palabra en la que Jesús mismo es su contenido central. Una palabra pues, en la que de forma continuada Jesús se presenta a sí mismo y descubre la trascendencia de su persona. De ahí que esa palabra sea en un sentido cualificado la palabra de Jesús; es la «palabra del propio Verbo encarnado», como decían los Padres de la Iglesia. Por ello en el encuentro con la palabra de Jesús se trata siempre del encuentro con la persona de Jesús; y es, en definitiva, el encuentro con Dios en su revelador, testigo y representante. Por parte humana al encuentro con la palabra responde el oír.
Tal audición no es nunca en el cuarto Evangelio un proceso neutral, sino un acontecimiento en el que se realizan el asentimiento o el rechazo, la apertura o la cerrazón del hombre.
Oír, como ver, hay que entenderlo en Juan como un proceso humano, en el que jamás intervienen simplemente los diferentes órganos fisiológicos, sino que siempre queda afectada toda la persona humana, tanto en su conciencia como en su inconsciente. El oír se refiere a un determinado contenido, proclamado en el discurso, así como a su sentido, y simultáneamente se refiere también a la persona del hablante. De ahí que el oír tenga una doble estructura. Primero, como recepción de una palabra, de un testimonio: es la asunción del contenido que resuena en la palabra, del sentido-de-la-palabra. Supuesto básico de todo ello es el sentido coherente de la palabra. Un discurso incoherente y absurdo impide y hace imposible la misma audición. Segundo, el oír es un acontecimiento personal y comunicativo, en el que se apela simultáneamente a la persona humana, invitándola a una toma de posición. De lo que se sigue, en tercer lugar, que el oír no se realiza plenamente con el solo hecho de percibir de manera «objetiva» el significado de lo que el discurso proclama; esa realización plena sólo se da en la comunicación personal que la fe posibilita y sostiene. Porque se trata de una toma de contacto personal y de un allegarse al propio Jesús, tampoco la respuesta a su palabra puede estar únicamente en el «concepto», sino más bien en la fe, en la confianza, con que se acepta la palabra de Jesús como palabra vivificante de Dios. Por ello el oír, como audición abierta a la fe, es también la única comunicación verdadera de Jesús.
De ese modo, oír la palabra de Jesús, y por ende el oir justamente a Dios Padre, que le ha enviado, compromete a creer; y es eso precisamente lo que fundamenta la plena comunicación vital con Jesús, la participación real en la vida eterna. El creyente «tiene vida eterna», y la tiene por la fe, y la tiene como una posesión presente o, dicho de modo más exacto, como un don presente, porque nunca es posible adueñarse egoístamente de esa vida como de una propiedad privada; sólo es una realidad como don en la relación de fe, jamás fuera de la misma. Esa vida sólo se da en el ámbito de la comunicación creyente. En tal comunicación y comunión con el revelador, y consecuentemente con Dios, el creyente deja tras sí el juicio, que para él es ya cosa pasada. Más aún, según se dice, ya ha realizado el paso de salvación definitivo, a saber: el paso de la muerte a la vida. «Muerte» y «vida» se conciben, por tanto, como los dos campos de influencia en que se desarrolla normalmente una existencia humana. De ahí también que la fe comporte un corte tan radical, que el hombre ya no pertenece al viejo mundo de la muerte, sino al mundo nuevo de la vida eterna. En este contexto habrá que pensar sobre todo en la adhesión a la comunidad cristiana. El hacerse cristiano se entendió en la Iglesia antigua, antes del cambio constantiniano y su consecuencia de una Iglesia popular y social, realmente como un nuevo comienzo radical, como un corte en la propia historia vital, como una decisión definitiva, como el paso del viejo mundo de muerte al nuevo campo de la vida. La adhesión a Jesucristo y a la comunidad cristiana era de hecho el comienzo de una nueva vida.
El v. 25 habla de la presencia de la hora escatológica. La expresión «Llega la hora y es el momento actual...» intensifica la idea de que el esperado futuro escatológico, esperado y también temido, es ya una realidad actual y presente. El «momento actual», con su contenido cualificado no se entiende como un simple dato cronológico. En definitiva es el contenido el que define a ese «momento actual» y le confiere su urgencia peculiar: tal contenido es la presencia misma de Jesús. Ahora bien, a esa presencia de Jesús va ligada la presencia de la salvación. Lo mismo cabe decir del concepto «hora». La hora de Jesús por antonomasia es la hora de su exaltación y glorificación, de la cruz y resurrección, porque en ese acontecimiento se realiza la salvación. Pero, en todo caso, la «hora» se define siempre por Jesús, por aquello que en él y por él acontece en esa «hora». Y eso vale también para el presente pasaje. También aquí se trata del contenido cristológico y escatológico de la hora; lo cual quiere decir que, según la concepción joánica, allí donde resuena o se proclama la palabra de Jesús ha sonado la hora de la resurrección escatológica de los muertos. El que Jesús hable, o el que se le anuncie y proclame, señala la hora escatológica, porque el propio acontecimiento cristológico representa un cambio de los eones. La primitiva liturgia cristiana podría haber proporcionado el trasfondo adecuado y el Sitz im Leben para semejante concepción.
En esa hora «los muertos» escuchan la voz del Hijo del hombre. Se piensa en todos los hombres, por cuanto que se encuentran en situación de condena, que se entiende como un «estar muerto». Estar muerto equivale a no existir en la comunión con Dios, única que asegura la vida; vivir en el alejamiento de Dios es «vivir sin Dios y sin esperanza en el mundo» (Ef 2,12). Para entender la afirmación joánica conviene tener en cuenta que muerte y vida se conciben como dos dimensiones fundamentales de índole antropológico- teológica en las que el hombre existe respectivamente y que en cada caso definen su existencia de un modo o de otro, pero siempre en forma total.
Ya en el Antiguo Testamento la muerte aparece como una esfera de poder contrario a Dios y a la vida, el campo de la desgracia y de la aniquilación, que amenaza a la existencia humana y sobre el que proyecta sus sombras la muerte. Es la contraposición radical al mundo vital de Dios. Sólo desde ese trasfondo resulta también comprensible que la muerte pueda designar la condenación en toda su profundidad. En Jn la muerte comprende la existencia humana situada en la condenación. Con tal concepción no puede darse en modo alguno un enjuiciamiento axiológicamente neutral de la muerte y defunción en el simple sentido médico-biológico. De igual manera tampoco existe diferencia alguna entre la muerte física y la metafísica, entre la muerte material y la espiritual. Desde esta perspectiva el hombre no puede en modo alguno afrontar neutralmente la muerte, puesto que es un poder que afecta a su propia existencia. Y, a la inversa, el rechazo de la muerte entendida así requiere la aceptación de la oferta de la vida divina mediante una decisión consciente. Esta última toma de posición del hombre frente a su propia existencia significa en la concepción joánica una decisión entre la fe y la incredulidad. Aquí adquiere importancia la conexión entre muerte y pecado. Para Juan están en la misma línea la incredulidad, la muerte y el pecado.
En la palabra de Jesús, que es una llamada a la vida, al hombre se le brinda ahora la posibilidad de abandonar el reino fatídico de la condenación y de tomar parte en la vida resucitada de Jesús, en la vida en su plenitud ilimitada. Que esa posibilidad se acentúe gracias precisamente a Jesús es lo que pone de manifiesto la afirmación de que Jesús tiene la vida por sí mismo, como la tiene también el Padre. Ahora bien, la expresión «poseer la vida por sí mismo» designa la forma en que Dios tiene la vida; no como una posesión externa y cuya pérdida es posible, sino como propiedad interna de su naturaleza divina. Dios no sólo tiene la vida, sino que el ser mismo de Dios es vida en su pura y total plenitud, sin sombra alguna de muerte. Y ahora se dice lo mismo del Hijo; también a él se le «ha dado» tener en sí una vida esencial, y ciertamente que en tanto que resucitado de entre los muertos. Y porque tiene la vida «por sí mismo» es también el único que puede comunicar al hombre la vida verdadera y eterna.
La afirmación del v. 27: «Y le dio autoridad para juzgar, porque es el Hijo del hombre» la considera Bultmann como secundaria. Y probablemente no le falta razón. Cierto que ya en el v. 22 se ha dicho que el Padre ha entregado al HiJo la función judicial en todo su alcance. Ahora se introduce explícitamente la designación de HiJo del hombre; el Hijo tendría los plenos poderes para el juicio final porque es el Hijo del hombre (el juzgador del mundo).
Lo cual remite a una concepción tradicional, en que la función judicativa se contempla como típica del «Hijo del hombre» (cf., por ej., Lc 12,8s Q). Dado que la designación de Hijo del hombre en este pasaje aparece con un matiz profundamente tradicional, en el sentido de la tradición reflejada en el libro de Henoc etiópico y en el correspondiente estrato tradicional sinóptico y que no responde tan bien a la concepción joánica del Hijo del hombre como donador de vida, bien podría tratarse aquí efectivamente de una glosa posterior. Los versículos siguientes confrontan abiertamente la exposición con el problema de la escatología de futuro y de su justificación en el Evangelio de Juan. Dicen así:
28 No os maravilléis de esto; porque llega la hora en que todos los que yacen en la tumba han de oír su voz: 29 y los que hicieron el bien saldrán para resurrección de vida; los que hicieron el mal, para resurrección de condena.
De hecho resulta sorprendente que, tras la acentuada afirmación sobre la presencia de la hora escatológica en los v. 24-26, se inserte ahora la afirmación sobre la «futura resurrección de los muertos». En el aspecto filológico nuestro texto muestra que ha sido conformado en conexión consciente con las precedentes afirmaciones, ya que recoge de manera intencionada la terminología joánica empleándola para la afirmación nueva. De todos modos se acentúan otros puntos y se introducen algunos contenidos nuevos. La «hora» que llega no es la presente, sino el futuro que está por venir en un sentido temporal. Los hombres que escucharán la voz del Hijo del hombre, juez del mundo, no son «los muertos» en un sentido existencial, sino «todos los que yacen en la tumba», todos los «sepultados». Lo cual significa que el autor de estos versículos ha visto claramente la diferencia que su afirmación representa respecto de los v. 24-26 y les ha dado distinta formulación intencionadamente; con ello señala asimismo que no pretende corregir la escatología de presente, sino sólo completarla. Defiende además la idea de una resurrección general de los muertos al fin del mundo, de los buenos y de los malos, con una precisión que pocas veces se da. Finalmente, la «resurrección de vida» y la «resurrección de condena» no se da conforme al criterio de fe o incredulidad, sino que se decide por el criterio de las obras buenas y malas.
El v. 30 constituye la conclusión de la gran sección escatológica de 5,19-30:
30 Yo no puedo hacer nada de mí mismo. Juzgo conforme a lo que oigo, y mi juicio es justo, porque no es hacer mi voluntad lo que busco, sino la voluntad del que me envió.
El versículo alude claramente al v. 19 y expresa una vez más en primera persona lo dicho allí. En la obra de Jesús no hay nada desmedido ni caprichoso. Jesús actúa más bien por encargo de Dios. En virtud de la íntima coherencia del juzgar de Jesús con el juicio de Dios, la acción judicatoria de Jesús participa de la peculiar propiedad del juicio de Dios. Quiere ello decir que, en todo caso, el «juicio es justo» y, por tanto, conforme a verdad.
Consecuentemente en esa crisis se pone de
manifiesto cómo son los hombres en realidad. Y ésa es precisamente la «voluntad
del que me envió».
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Meditación
Las afirmaciones joánicas sobre la presencia del acontecimiento final resultan tan lejanas y extrañas a la común conciencia creyente de los cristianos, que es necesario ante todo redescubrir y entender su contenido y significado. Jesús es portador escatológico de la salvación, que a su vez se identifica con la salvación que él mismo trae. La salvación, la vida eterna no son meros conceptos históricos ligados a un determinado tiempo o cultura, que puedan desligarse de Jesús. Tampoco son realidades objetivas, que se pueda poseer cual si se tratase de una posesión privada «objetiva» y cosificada. Nunca se tiene la vida eterna al modo de una posesión o haber objetivo, sino siempre en forma de un determinado ser, de un ser en movimiento y vivo. Tampoco es posible hablar de la vida eterna como se habla de todas las posibles cosas u objetos existentes, puedan o no darse. Y así conviene ante todo ver que Jesús personalmente, en su realidad completa y no recortada, es la vida. Por ello puede decir de sí el Jesús joánico: «Yo soy la resurrección y la vida» (11,25) o bien: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14,6). Ciertamente que tales afirmaciones descubren la importancia de Jesús para la fe; su verdad sólo puede hacerse valer dentro de la relación creyente. Pero eso no cambia en nada el que la auténtica «persona de relación» para la fe sea aquel en quien se fundan de todos modos los distintos significados: Jesús mismo. Y, además, Jesús es esa realidad última como crucificado y resucitado de entre los muertos, que vive junto al Padre y que a la vez está presente en la comunidad por su Espíritu y por su poder vivificante. Así, pues, la fe pascual viva en la presencia del Señor glorificado es el fundamento y apoyo de las afirmaciones joánicas.
Es ésta una manera de pensar que aparece en un texto cristiano del siglo II, que por lo demás está teológicamente bastante cercano al Evangelio según Juan:
yo
-habla Cristo-
he aniquilado la muerte
y he triunfado sobre el enemigo,
y he aplastado el reino de los muertos,
y he atado al fuerte
y he liberado al hombre
elevándolo a las alturas del cielo.
Yo -dice Cristo.
Ahora, pues, venid,
estirpes todas de los hombres
que languidecéis en los pecados
y recibid el perdón de los pecados.
Pues que yo soy vuestro perdón,
yo soy la pascua de la salvación
yo soy el cordero degollado por vosotros;
yo soy vuestra redención,
yo soy vuestra vida;
yo soy vuestra resurrección,
yo soy vuestra luz,
yo soy vuestra salvación,
yo soy vuestro rey.
Yo os conduzco hasta lo alto del cielo,
yo os hago subir allí,
yo os muestro al Padre de la eternidad,
yo os hago resucitar por mis derechos.
MELITON DE SARDES
De la pascua. Se trata de la predicación cristiana mas antigua sobre la pascua.
La presencia del acontecimiento final tiene su fundamento teológico, para Juan, en la fe en la presencia del Resucitado, tal como la revive la liturgia cristiana. También allí se da la proclama, que a su vez tiene el carácter de una presencia cúltica del acontecimiento salvador. Desde esos supuestos puede Juan entender también Ia fe como una resurrección de los muertos. Con la fe empieza la nueva vida eterna, y ciertamente que en el mundo presente, aquí y ahora. El creer constituye, por sí mismo, ese «tránsito de la muerte a la vida».
Con esto queda también claro que la concepción joánica del «creer» tiene una hondura muy diferente de la que se suele atribuir habitualmente a ese concepto. Ya en el plano filológico sorprende que en el cuarto Evangelio falte por completo el sustantivo «fe» (pístis) y que sólo aparezca el verbo «creer» (pisteuein). El creer se entiende, pues, fundamentalmente como un comportamiento del hombre, como un acto humano, que en su raíz apunta a la persona misma de Jesús. En definitiva se trata de creer en Jesús. Jesús mismo es, pues, propiamente el objeto, el adónde y la «persona de relación» a que apunta el creer; el hombre en el que la fe se afianza y alcanza su solidez. Naturalmente que la fe también acoge la palabra de Jesús y la tiene por verdadera. Confiesa asimismo que Jesús es el redentor del mundo y el Hijo de Dios. Pero no cuentan las diferentes fórmulas, sino que, en definitiva, se trata siempre de la relación fundamental con Jesús mismo. Las fórmulas y dogmas no son precisamente el objeto primario y específico de la fe; el verdadero objeto de la fe es más bien Jesús, además de Dios mismo. Las fórmulas y dogmas tienen siempre una función secundaria de ayuda y explicación. Sirven para articular la importancia de Jesús en el lenguaje de la fe en diferentes aspectos. En todo caso, la fe está referida al lenguaje humano, y ello porque el lenguaje es, ante todo, el medio y esfera de toda forma de comunicación humana, la propia fe sólo puede desarrollar su fuerza y función comunicativas en el lenguaje humano. No le es posible renunciar, en modo alguno, a unas articulaciones lingüísticas, ni, por tanto, a fórmulas, confesiones, declaraciones doctrinales, etc., si quiere hacerse presente en la sociedad humana. Mas no conviene perder nunca de vista que la relación última de las fórmulas de fe es la persona misma de Jesús. Cuando se consideran las fórmulas y dogmas como algo supremo, cuando pasan a ser el objeto y contenido primordial para la fe, ésa experimenta un trastorno y desviación fundamentales. La fe viva, que es siempre una fe en movimiento, se convierte en una superstición mágico-fetichista en unas fórmulas sagradas, en unos ídolos verbales; se llega entonces a una obstinación fanática, a todo tipo de intolerancia, al dogmatismo, con sus conocidas secuelas negativas y destructoras. Entonces la fe ya no es el comienzo de una nueva vida, sino su final.
«Ninguna fórmula, ninguna precaución de la ortodoxia, ningún esfuerzo, por penoso que sea, en mantener la equivalencia literal con una palabra, ningún límite externo están en condiciones de garantizar la pureza de la fe. Cuando el espíritu falta, el dogma no es más que un mito y la Iglesia no pasa de ser un partido» (Henri de Lubac) 60.
Por el contrario, creer en sentido joánico es un creer vivo y lleno de espiritualidad; y, como tal, es la orientación personal a Jesús, la vinculación a su persona y camino, el compromiso con una causa, y desde luego en el sentido de una decisión radical, que, según su íntimo anhelo de sentido, sólo puede ser definitiva y absoluta. Al creer de ese modo ya no cuentan los aspectos parciales de mi vida, ni sólo esta o aquella decisión particular, sino que está en juego mi vida entera. Sólo como tal decisión fundamental sobre la vida entera se convierte la fe en el «tránsito de la muerte a la vida»; un movimiento que en cada uno ha de cumplirse siempre de nuevo y siempre ha de concretarse en forma renovada. Una vez realizada, la orientación fundamental de la fe tiene que acrisolarse de continuo en las múltiples decisiones particulares y cotidianas de mi vida. Desde luego hay que tener siempre ante los ojos el peligro de que las decisiones particulares puedan ir contra la orientación fundamental de la fe. Además, la fe es, por sí misma, una participación en la realidad vital de Jesús y en la salvación que él nos proporciona. No sólo creo que Jesús es para mí la vida verdadera y sin merma, sino que el creer es ya por sí solo la vida pascual. Es el cauce y modo en que esa vida opera en el hombre. La vida eterna es eficaz en cuanto fe y como tal cabe experimentarla siempre de nuevo. Justamente por ello no es para Juan una pura realidad futura, ni es algo que se comunique al creyente sólo en el más allá.
Con razón dice al respecto Ernst Michel:
Entendida desde el centro de la revelación neotestamentaria vida eterna es la expresión de la calidad propia de la vida renovada o renacida en Cristo, de la vida en el reino de Dios de la vida en el eón futuro, en el eón nuevo. Esa nueva vida tiene la cualidad de eterna porque está vivificada de raíz por Dios, participa en sus bienes y dones, se dignifica, por ejemplo, con la efusión del Espíritu eterno y experimenta la metamorfosis de la santificación. A la vida eterna como vida de los hijos de la luz en el eón nuevo se contrapone la vida bajo la ley, la vida en la carne, la vida como presa de los elementos de este mundo, la vida en este eón, sujeta a la caducidad. La eternidad en este sentido no se contrapone al tiempo, ni como tiempo infinito ni tampoco como supratemporalidad. La Palabra eterna de Dios se hizo carne y ha entrado en el tiempo. El Espíritu eterno se ha comunicado a los profetas de la historia en un tiempo y momento determinados. Desde la resurrección de Jesús el reino de Dios está llegando o irrumpiendo a través de este eón, y con él también la vida eterna».
Por ello, doquiera exista una fe viva y doquiera los hombres piensen y actúen desde esa fe, se dará siempre el paso de la muerte a la vida, mientras que la incredulidad permanece encadenada a la muerte y al mundo de los muertos. A ésos se les aplican las palabras de Jesús: «Deja que los muertos entierren a sus muertos, pero tú ve y proclama el reino de Dios» (Lc 9,60; cf. Mt 8,22). De ese modo la vida eterna se experimenta ya aquí como una nueva calidad de vida presente ya y se vive como una actitud fundamental del hombre; con ello resulta casi superflua la cuestión de si esa vida tiene también un futuro. Según Juan debería quedar claro que esa vida nueva como participación en la vida resucitada de Jesús comporta por sí misma una certeza de futuro. Y no es necesario, en modo alguno, preocuparse por el futuro, porque vive en un tránsito continuo. Por el contrario, es en principio verdadera vida, porque se aleja constantemente de la muerte, y muerte es todo el ámbito de lo que aniquila y destruye la vida, con todas las actitudes falsas del hombre, como son el odio, el egoísmo, la avaricia, la violencia, etc. La incredulidad y la hostilidad a la vida nos salen al paso de múltiples formas; hay que aprender a reconocerlas y desenmascararlas. Será entonces cuando la concepción joánica, y en general neotestamentaria, de la vida eterna volverá a tener para nosotros su maravillosa luminosidad. Y nosotros, por nuestra parte, entendemos que Jesús en el fondo no quiere darnos más que nuestra verdadera vida, que se identifica con la vida eterna.
TESTIGOS Y TESTIMONIO EN FAVOR DE JESÚS (5,31-47)
La sección 5,31-47 pertenece al ciclo temático del «proceso del revelador con el mundo». Como en un proceso judicial se llama sucesivamente a los testigos. Al final de la sección aparece Moisés como el gran acusador. En el fondo se trata del enfrentamiento del círculo joánico con el judaísmo coetáneo. Por ello lo que importa es aducir testigos y argumentos en favor de la pretensión cristiana de revelación. No se puede ignorar que la apologética y la polémica configuran el tenor general de la sección.
El género literario, al que se suele atribuir el texto, es el pleito de Yahveh con Israel, que conocemos por el Antiguo Testamento (1).
31 Si yo doy testimonio de mí mismo mi testimonio no es válido. 32 Es otro el que da testimonio de mí; y sé bien que el testimonio que él da de mí, ése sí es válido. 33 Vosotros habéis enviado a preguntar a Juan, y él ha dado testimonio en favor de la verdad. 34 No es que yo pretenda obtener de un hombre testimonio en mi favor; si aludo a esto, es para que seáis salvos. 35 Juan era la lámpara que arde e ilumina, aunque vosotros sólo por un momento quisisteis gozar de su luz. 36 Pero yo tengo el testimonio que es superior al de Juan; las obras que el Padre me ha encomendado llevar a término, estas mismas obras que yo estoy haciendo, dan testimonio en favor mío de que el Padre me ha enviado. 37 Y el Padre que me envió, él mismo da testimonio de mí. Nunca habéis oído vosotros su voz; nunca habéis visto su rostro; 38 ni tenéis, residiendo en vosotros, su palabra, porque no creéis a aquel a quien él envió. 39 Vosotros investigáis las Escrituras, porque en ellas pensáis tener vida eterna. Pues ellas, precisamente, son las que dan testimonio de mí. 40 Sin embargo, ¡no queréis venir a mí para tener vida!
La sección empieza (v. 31s) con una especie de réplica a un reproche que los fariseos formulan de hecho en 8,13: «Tú das testimonio sobre ti mismo; tu testimonio no es válido.» El testimonio de sí mismo como legitimación o recomendación personal siempre está sujeto a la sospecha de falta de exactitud y objetividad o de responder a unos intereses personales. Por eso hay que aceptarlo siempre con cierta reserva; y eso con tanta más razón cuanto más importante es el tema que está en litigio. Por tal motivo ya el Antiguo Testamento había establecido el principio de al menos dos testigos: «Un solo testigo no vale contra nadie en ningún caso de delito o pecado, cualquiera que sea el pecado; la causa deberá apoyarse en el testimonio de dos o tres testigos» (Dt 19,15; cf. Núm 35,30; Dt 17,6) 63, De acuerdo con ello rige el principio: «Ningún hombre se acredita por sí mismo... Ningún hombre puede deponer un testimonio en favor de sí mismo». Juan conoce esos axiomas jurídicos y en su argumentación intenta aprovecharlos, aunque la causa de la que se trata, que es la pretensión reveladora de Jesús, rompe en parte la forma de tales principios. El argumento, que aquí se aduce, entra en esos axiomas: si en realidad fuera sólo Jesús el que habla y depone testimonio en favor de sí mismo, su testimonio no sería «válido». Y ello no ciertamente en un sentido teórico, puesto que muy bien alguien puede decir la verdad aun refiriéndose a sí mismo, y no toda afirmación de sí mismo equivale sin más a una mentira. El planteamiento corre en sentido jurídico formal: ante un tribunal ese testimonio no tiene validez alguna. Es necesario que otros testifiquen o, más exactamente, es necesario el testimonio de otro, cuya deposición en favor de Jesús es valedera en todo caso. Ese otro, como se establecerá, es Dios mismo, el Padre. Así, pues, Jesús se reclama al testimonio personal de Dios; lo que a su vez plantea problemas especiales.
La primera referencia, sin embargo, es una vez más la de Juan Bautista (v. 33-35). Hemos visto (cf. exégesis a 1,19-34) que en el cuarto Evangelio el Bautista aparece abiertamente como el testigo de Jesús leal y digno de crédito. Aquí se recoge y compendia una vez más esa estilización del Bautista como testigo de Cristo. En efecto, Juan ha hecho honor a la verdad. Por lo demás, y así lo delimita el v. 34, como Hijo excelso de Dios, Jesús no tenía ninguna necesidad de tal testimonio; si, pese a todo, lo aduce, es preferentemente en favor de los hombres: «para que seáis salvos». Esto equivale en realidad a la afirmación de que Juan tenía que «dar testimonio en favor de la luz para que todos llegaran a creer» (1,7). El v. 35 vuelve a caracterizar la función peculiar del Bautista con la imagen de la «lámpara», que no es la luz, pero que precede a la llegada de la luz. Así. pues, con la imagen de la «lámpara» se señala una vez más la función precursora del Bautista. E inmediatamente se lanza el reproche a los judíos de que no quisieron secundar a Juan. Sólo por un momento se alegraron con la aparición de tal lámpara. Lo cual quiere decir que Juan fue para ellos un interesante fenómeno momentáneo, pero nada más (cf. el mismo reproche en Mt 21,28-32). En una palabra, como testigo de Cristo, el Bautista era en cierto modo superfluo; pero como testigo de la acusación no deja de tener su peso.
Como nuevo testimonio que, según se dice, es «superior» al de Juan, al que supera radicalmente, se mencionan «las obras que el Padre me ha encomendado llevar a término» (o cumplir). El evangelista utiliza aquí el plural «las obras», como compendio de todos los actos de Jesús; al lado de esto encontramos también el concepto «la obra», en singular. Con las «obras» se designan las «señales» o signos que Jesús hace, y también la resurrección de los muertos que al presente ya ha tenido efecto; finalmente, entra asimismo la decisiva obra salvífica de Jesús, su muerte y resurrección, que en nuestro contexto viene recordada por la expresión «llevar a término» o cumplir, consumar (cf. 19,30: Todo está cumplido o consumado). De este modo las «obras» no son en definitiva más que la misma obra salvadora, en su totalidad, que alcanza su cumplimiento en la cruz y resurrección, y cuyas «señales» son los diferentes milagros. De tales «obras» se dice que el Padre las «ha encomendado» a Jesús para que las lleve a cabo; es decir, que precisamente las «obras» muestran cómo Jesús actúa por completo a las órdenes y por encargo del Padre. Cf. la afirmación de Nicodemo: «Nadie puede hacer las señales que tu haces, si Dios no está con él» (3,2); y asimismo la afirmación del ciego de nacimiento: «Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; sino que al hombre temeroso de Dios y cumplidor de su voluntad, a ése es a quien escucha» (9,31).
En tales afirmaciones ocurre exactamente lo que interesa en el v. 36. Aquí se entienden de hecho las «obras» como «testimonio» de que Jesús ha sido enviado por el Padre o que ha sido autorizado por Dios. Testifican sobre Jesús como el enviado de Dios. Así, el testimonio divino a favor de Jesús lo constituyen las obras que éste hace o, dicho de otro modo, en las «obras» Jesús viene acreditado por Dios como su enviado, revelador e Hijo. Las «obras», que Jesús realiza como enviado del Padre, para llevar a término la obra salvífica suya y del Padre, no son más que el cumplimiento obediente de la misión que Jesús ha recibido del Padre como Hijo suyo. Porque las obras testifican esa condición de enviado en Jesús, remiten consecuentemente a la persona misma de Jesús, que las lleva a cabo. De ahí que de su testimonio pueda deducirse quién y qué es Jesús: el revelador enviado de Dios como salvador y juez».
Ahora, en los v. 37ss, se habla explícitamente del testimonio del Padre: «Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí.» El perfecto alude a un testimonio ya depuesto, pero que conserva su vigencia hasta el presente. Se piensa en el testimonio de la Escritura que se suma al de Juan y al de las «obras» de Jesús como una instancia nueva e independiente. La idea fundamental parece ser la de que en la Escritura Dios ha hablado ya; y, puesto que la Escritura como tal tiene el carácter de «palabra de Dios» tanto para la fe judía como para la cristiana, sus afirmaciones perduran hasta el presente. Cierto que en este lugar el texto tiene un tono polémico, ya que en efecto reprocha a los judíos no sólo el que no hayan visto su rostro (cosa que también aseguran ciertos textos judíos) sino el que ni siquiera hayan percibido su voz; lo cual constituye un ataque grave a la inteligencia judeorabínica de la revelación y de la Escritura. Pero es que, además, no tienen en sí la palabra de Dios «residiendo en vosotros» de modo permanente. Lo cual quiere decir, en forma más o menos tajante, que han apostatado de la palabra de Dios, que no mantienen ninguna conexión adecuada con ella. Su incredulidad en el Dios que habla y actúa al presente en Jesús es la prueba de que en todo caso no han percibido en la Escritura la exigencia del Dios viviente, ya que de otro modo, a través de ambas fuentes, la Escritura y Jesús, deberían haber escuchado al mismo Dios que hablaba. Hay que recordar aquí el importante pasaje de la carta a los Hebreos:
Muy gradualmente y de muchas maneras
habló Dios antiguamente a nuestros padres mediante los profetas.
En estos últimos tiempos nos habló por el Hijo (Heb 1,1).
Esta concepción teológica que aparece en la carta a los Hebreos es idéntica a la del Evangelio según Juan.
Ahora el v. 39 se centra expresamente en «las Escrituras». Ese plural lleva asociada la idea de que en el Antiguo Testamento, en el que aquí se piensa naturalmente, se trata de una colección de escritos, mientras que el singular «la Escritura» acentúa el carácter general de tales textos como Escritura sagrada, la tenakh en la formulación judía y como «palabra de Dios». Ciertamente que los judíos «investigan» y escrutan las Escrituras, como bien dice Juan recogiendo la expresión técnica con que los rabinos denominan el estudio de la Escritura (darash). Para los judíos uno de los honores supremos era «la investigación de las Escrituras», siendo la actividad más elevada a que un judío podía dedicarse. Es algo que también se hace con gravedad y celo religioso, porque mediante el estudio de las Escrituras y una conducta adecuada se aspira a la vida eterna, es decir, a la salvación. El Sal 1,3 compara al hombre que lee la tora con aplicación, con el árbol vivo:
Es como árbol, plantado en los arroyos
que da el fruto a su tiempo.
Existen, además, numerosos testimonios en el
sentido de que la vida va ligada a la tora y su estudio. Pero los judíos, a los
que aquí se reconviene, no caen en la cuenta de que son precisamente las
Escrituras las que testifican en favor de Jesús, remitiendo a él. No se acomodan
a la interpretación cristológica de la Escritura. Y ello es, en el sentir de
Juan, la consecuencia última de que no quieren seguir el testimonio de la
Escritura, que señala a Jesús como el verdadero donador de la vida. No quieren
llegarse a Jesús y creer.
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1. Sobre el «pleito de Yahveh con
Israel». cf. Os 4,1s: 12,3s; Is 3,13s; Mi 6,1ss: Jer 5,2s; Sal 50.
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41 Gloria de origen humano no la acepto. 42 Pero yo os conozco: no tenéis en vosotros el amor de Dios. 43 Yo he venido en el nombre de mi Padre, y no me recibís; si viniera algún otro en nombre propio, a ése sí lo recibiríais. 44 ¿Cómo vais a poder creer vosotros, que andáis aceptando gloria unos de otros, pero no buscáis la que viene del Dios único? 45 No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre. Ya hay quien os acusa: Moisés, en quien vosotros tenéis puesta la esperanza. 46 Porque, si creyerais en Moisés, también creeríais en mí; porque acerca de mí escribió él. 47 Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?
Los reproches que el Evangelio según Juan lanza contra los judíos son duros y afectan a algo básico. Jesús no se preocupa de la «gloria» -según proclama el v. 41- es decir, del reconocimiento y aceptación de los hombres, cual si estuviera pendiente de ello. El reconocimiento público de los hombres, la publicidad con sus criterios problemáticos, y el reconocimiento por parte de Dios sólo son dos patrones radicalmente distintos, que en la mayoría de los casos no coinciden. A Jesús le basta única y exclusivamente buscar la honra y la voluntad de Dios, sin contar para nada con el reconocimiento por parte de los hombres, cuando ese reconocimiento consiste sólo en exterioridades y no en la fe. Reconocer únicamente a Dios como criterio supremo equivale a amarle con todo el corazón, como reclaman la principal oración judía y el primer mandamiento cristiano (cf. Dt 6,4ss).
El v. 42 asegura nada menos que a los judíos les falta ese «amor de Dios». La expresión «amor de Dios» puede entenderse como genitivo objetivo y como genitivo subjetivo; como amor a Dios y amor de Dios, que los inculpados no tienen «en sí». Carecen de aquella apertura fundamental a Dios que es imprescindible en el amor; por lo mismo, les falta también la capacidad de acercarse al revelador de Dios y de reconocerle como tal. La falta de amor se considera aquí como el motivo último de la cerrazón frente a Jesús y frente a Dios.
Pero si no se admite al enviado de Dios, existe el gran peligro de aceptar sin crítica alguna a muchos otros que llegan en su propio nombre y que exhíben sus altísimas exigencias personales, pese a lo cual se los sigue para condenación propia. Juan piensa aquí posiblemente en los profetas y mesías falsos, como los que aparecieron en tiempo de la guerra judía y aun después. «Sordo a la autoridad genuina que le habla desde el más allá, el mundo recibe el castigo de inclinarse siempre ante unos guías que no poseen ninguna verdadera autoridad, sino que en ellos sólo se dejan sentir las tendencias de su propio querer» (BULTMANN). Cuando uno depende precisamente de esas «autoridades» a la moda de la época o del momento y desprecia la verdadera autoridad de Dios y de su revelación, se llega a no poder ya distinguir entre las autoridades verdaderas y las falsas, sucumbiendo a una apertura problemática. Si, como subraya el v. 44, no se busca la gloria y el reconocimiento que proceden sólo de Dios, cuando no nos preocupa ese reconocimiento último, se exacerba cada vez más la preocupación por el prestigio social, por la honra y el reconocimiento que los hombres otorgan y reciben unos de otros. Y el resultado es inquietarse cada vez más por lo que «interesa» a las gentes. Ahora bien, esa dependencia de la opinión pública en el marco de una escala de valores sociales establecidos termina haciendo al hombre incapaz de creer. ¿Cómo se puede creer, cuando uno se ha hecho esclavo de ese prestigio social? El creer exige en definitiva el liberarse precisamente de eso y, en todo caso, proporciona una independencia y libertad radicales, precisamente porque se trata del reconocimiento de parte de Dios y, por ende, de la propia conciencia.
Los versículos finales concluyen la argumentación por cuanto, con la Escritura, reclaman también la autoridad de Moisés como testigo cristológico en favor de Jesús. Ni siquiera respecto de los propios judíos y de la imagen que se han forjado de sí mismos partiendo de la Escritura se constituye Jesús en juez (v. 45). No será él quien aparezca como su acusador delante de Dios; no necesita hacerlo en modo alguno. Será más bien el mismo Moisés -en quien los judíos tienen puesta su esperanza, por cuanto su esperanza de vida y de salvación la fundan en la tora mosaica- el que se alzará como acusador de sus connacionales (1). Moisés, la Escritura y Jesús se mueven, por tanto, en la misma línea, mientras que los judíos quedan al otro lado.
Según el v. 46, los judíos confían en Moisés, pero
en realidad su confianza es vana, no es sino hipocresía consigo mismos, audacia
y apariencia, se viene a decir. Porque si los judíos creyeran realmente en
Moisés, en buena lógica deberían creer también en Jesús, «porque acerca de mí
escribió él». Ésta es la interpretación cristiana de la Escritura, que comparten
el cuarto Evangelio y todo el cristianismo primitivo, y que constituye la base
de su polémica. Por lo demás tales afirmaciones sólo son concluyentes para quien
acepta, como adecuada, tal interpretación escriturista; y ahí radica también el
problema decisivo. Sin duda que en ese plano resulta coherente este
razonamiento: «Si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis
palabras?» (v. 47). La palabra escrita de la Escritura y la palabra hablada de
Jesús se confrontan aquí entre sí. Lo cual refleja manifiestamente una situación
en la que todavía no existe un Nuevo Testamento escrito como Escritura sagrada
cristiana, al lado de otra Escritura común a judíos y cristianos. Con tales
supuestos la pregunta acerca de la autoridad de la palabra de Jesús tenía un
peso muy distinto. Y así en la última afirmación late la interpelación a los
judíos de que pueden comparar la palabra de Jesús con la palabra escrita de
Moisés, y que una comparación seria no sería desfavorable en modo alguno ni
sería tampoco infructuosa de cara al juicio sobre Jesús de Nazaret.
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1. BULTMANN piensa al respecto: «El
ataque es fuerte, puesto que enlaza evidentemente con el hecho de que Moisés
pasaba por ser el intercesor, el paráclito de los judíos, y ése precisamente es,
en realidad, su acusador».
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Meditación
En el gran enfrentamiento con «los judíos» el Jesús joánico se remite a la Escritura: en ella ha depuesto el Padre su testimonio en favor de Jesús. «Vosotros investigáis las Escrituras, porque en ellas pensáis tener vida eterna. Pues ellas, precisamente, son las que dan testimonio de mí; sin embargo. no queréis venir a mí para tener vida» (5,39s). «Porque, si creyerais en Moisés, también creeríais en mí, porque acerca de mí escribió él» (5,46). Juan comparte con el cristianismo primitivo y con los diferentes testigos neotestamentarios, especialmente con los sinópticos, con Pablo, la carta a los Hebreos y el Apocalipsis, la concepción de que la Escritura (el tenakh judío) -que los cristianos designarán más tarde como Antiguo Testamento- ha de entenderse como una promesa que ha encontrado su cumplimiento en la obra de Jesús y muy especialmente en su muerte y resurrección. Según esa concepción, Jesucristo es el cumplimiento de la Escritura, el cumplimiento de la ley y los profetas. Se expresa con ello una concepción fundamental que iba a tener una importancia decisiva y trascendente para la Iglesia naciente. La Iglesia primitiva recibe la Escritura judía o, más exactamente, se mantiene firme en esa herencia judía. También para ella la Escritura sigue siendo una autoridad religiosa válida, la palabra de Dios vinculante. Más aún, está convencida de que la Escritura refrenda y confirma a Jesús de Nazaret, su vida y su destino como obra y revelación de Dios.
De ahí que en la confesión de fe más antigua de la Iglesia primitiva, que Pablo cita en /1Co/15/03ss, se diga: «que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras... y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras...». Esa expresión «según las Escrituras» conecta y enlaza la muerte y resurrección de Jesús con los escritos del Antiguo Testamento. El nuevo y definitivo acontecimiento salvífico en Jesucristo se entiende como acto salvador de Dios, de Yahveh, en perfecta analogía con los antiguos y tradicionales actos salvadores de Dio s con su pueblo de Israel; piénsese, sobre todo, en la liberación de la esclavitud egipcia. Dios, que ha realizado sus actos salvadores en Israel, ha operado también ahora en Jesucristo la salvación escatológica y definitiva. Ese obrar salvador de Dios en Jesucristo se apoya, confirma y refrenda por las afirmaciones de la Escritura. El Nuevo Testamento habla tanto de la Escritura, en singular, como de las Escrituras, en plural, flotando aquí el recuerdo de que el Antiguo Testamento no es un solo libro sino una colección de escritos, de origen y géneros literarios muy diferentes. También se encuentra a menudo la designación de «la ley y los profetas» así como «Moisés y los profetas», apareciendo Moisés como la gran realidad que está detrás de la «ley» o tora. Como fórmula de citaci6n hallamos una y otra vez el giro de «Así está escrito» o «según está escrito», que expresa la autoridad divina inherente al texto bíblico como tal. En definitiva es Dios mismo el que está detrás de todas las afirmaciones escriturísticas como la autoridad decisiva.
La formación del canon veterotestamentario de la Escritura se prolongó durante un largo período de tiempo, que no puede establecerse con exactitud. «El proceso de reunión, consignación por escrito y canonización de la tradición se prolongó durante los siglos siguientes de dominio persa y helenístico en Palestina (siglos VI-II a.C.)». E1 testimonio más antiguo de una colección de escritos sagrados se encuentra en el prólogo del libro de Jesús Sirá (Eclo v. 24s), que menciona «la ley y los profetas y los demás escritos» (en hebreo tora, nebim, ketubim que forman el acróstico tenakh -siglo II a.C.- división que también se encuentra en Flavio Josefo, ya a finales del siglo I cristiano. La persecución religiosa de los judíos por parte de los Seléucidas, y especialmente de Antíoco IV Epífanes, en el siglo II a.C., indujo a los judíos a una reflexión más seria sobre sus propias tradiciones de fe; con lo que la ley y los profetas se convirtieron cada vez más en el epicentro de la práctica religiosa y del pensamiento teológico. «El enfrentamiento entre las primeras agrupaciones judías acerca del problema del verdadero Israel en los siglos ll-l a.C. acabó por significar el último impulso hacia la formación de un rígido concepto de canon y, en consecuencia, hacia la delimitación entre literatura canónica y no canónica». En tiempos de Jesús y de la Iglesia primitiva todavía no ha concluido la delimitación formal y explícita del canon veterotestamentario. Aun así, se puede hablar, con todo derecho, de la existencia fáctica de una colección canónica -es decir, aceptada por todos- de los escritos sagrados en tiempo de Jesús y de la Iglesia primitiva. Como criterio puede servir la distinción entre un «texto» firmemente establecido y una «exposición» distinta del mismo. En el momento en que se distingue y separa expresamente la interpretación del texto bíblico ya dado y ya no se desarrolla ese texto bíblico como se hacía antes, se puede hablar de una autoridad peculiar del texto, en el sentido de una valoración canónica y normativa. Así, pues, lo que conecta a la Iglesia primitiva con el judaísmo es el común reconocimiento de una autoridad de la Escritura existente.
Por lo demás, los caminos se separan, y empiezan los enfrentamientos. La novedad que aporta el cristianismo primitivo es precisamente una nueva concepción general de la Escritura recibida. Es muy probable que tal concepción tenga su origen primero y fundamental en el propio Jesús histórico, que entiende su propia actividad, y sobre todo su proclama del inminente reino de Dios, como un acontecimiento escatológico y culminante. Lo cual supone, desde luego, una concepción escriturista en que los textos proféticos del Antiguo Testamento se entienden como promesa de la futura salvación escatológica, cuyo cumplimiento se esperaba en el futuro. Esa peculiar concepción de la Escritura y su adecuado método expositivo, que relaciona los textos proféticos del Antiguo Testamento con el propio presente y los expone en consecuencia, es algo que certifican sobre todo los textos de Qumrán (por ej. en el Comentario de Habacuc). Por consiguiente, Jesús y la Iglesia primitiva se mueven en el terreno del judaísmo primitivo también por lo que respecta a la interpretación escatológica de la Escritura y a sus correspondientes métodos de exposición. La novedad afecta sobre todo al contenido. Jesús considera terminado el tiempo de la espera y de la promesa, en tanto que ya irrumpe el tiempo del cumplimiento con su propia presencia y actividad personal (cf. Mc 1,15, así como la pregunta del Bautista según Q = Mt 11,2-6; Lc 7,18-23). Conviene observar también que Jesús adopta respecto de la Escritura, y de la tora en particular, una actitud esencialmente más libre que los rabinos judíos. En general no fundamenta sus exhortaciones con la tora, y a menudo con su «pero yo os digo» va más allá de las exigencias legales, como sucede, por ejemplo, en el sermón del monte.
Así, pues, ya en la acción de Jesús hay un enfrentamiento acerca del sentido y validez de la tora, enfrentamiento que tras su muerte continuó desarrollándose en el círculo de sus discípulos. Es necesario tener ideas claras: la tora es la base común de todas las agrupaciones judías en tiempo de Jesús; nadie ponía en duda que constituía el ordenamiento vital de Israel, aunque la actitud práctica, la obediencia a la tora, pudiera ser diferente y más o menos rigurosa o laxa. El judaísmo adquiere esencialmente de la tora el sentido de su existencia, hasta el punto de que no podía darse ninguna nueva agrupación judía, que no hubiera de enfrentarse a esa realidad. Tampoco la comunidad pospascual pudo ahorrarse ese enfrentamiento con la Escritura. La pregunta de cómo se comportaron los seguidores de Jesús frente a la tora y al Antiguo Testamento en general habría que plantearla y responderla en forma nueva desde esa realidad. Es algo que entraba en el problema de la propia comprensión de sí mismo. Además, también la pregunta acerca de la importancia de Jesús reclamaba una respuesta a partir de la Escritura. Si la Iglesia primera, a una con el judaísmo, consideraba el Antiguo Testamento como palabra de Dios y como Escritura sagrada, ello no se debía en modo alguno a una concurrencia o rivalidad, sino que respondía a unas necesidades fundamentales. La comunidad cristiana primitiva, por ser en sus comienzos un grupo judío dentro del judaísmo, se vio necesariamente enfrentada a razonar y demostrar la justificación de su existencia con ayuda de la Escritura. La Escritura proporcionaba además el espíritu, el lenguaje y los conceptos teológicos, con cuya ayuda era posible el trabajo teológico en el campo judío. De ahí que la primitiva teología cristiana sea, en el sentido más amplio de la palabra, una teología bíblica; lo que no sólo se aplica a las distintas afirmaciones y citas particulares, sino a toda su concepción y forma de expresarse.
A ello se suma la primitiva convicción cristiana -que como tal constituye también la diferencia decisiva frente al judaísmo- de que Jesús de Nazaret, y precisamente como crucificado y resucitado, era el Mesías prometido y el cumplimiento verdadero y escatológico de la promesa veterotestamentaria o, en la formulación global debida a Pablo: «Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, proclamado entre vosotros por nosotros, por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue "sí" y "no", sino que en él se realizó el "sí". Pues todas las promesas de Dios en él se hicieron "sí". Por eso también, cuando damos gloria a Dios, decimos por medio de él nuestro "Amén"» (2Cor 1,l9s). Y en ese plano no podía por menos de darse después una controversia cada vez mayor acerca de la Escritura y de la recta concepción de la Escritura entre judaísmo y cristianismo, sobre todo teniendo en cuenta la misión creciente entre los gentiles, ante la cual el cristianismo primitivo, y de manera muy particular Pablo y su corriente, declararon que ya no era obligatoria para los cristianos del gentilismo una rígida obediencia a la tora. Para los judíos la tora era la parte decisiva de la Escritura, indispensable ayer como hoy para el judaísmo. En el sentir de la mayor parte de los judíos renunciar a la misma habría sido como renunciar a la revelación de Dios. Por el contrario, para la comunidad cristiana primitiva y para su ala progresista, cuyo exponente principal es Pablo, el epicentro de las promesas de los profetas y de su cumplimiento estaba en Jesucristo. La auténtica comprensión cristiana del Antiguo Testamento tiene desde el comienzo un cuño y matiz cristológico.
Esto vale también naturalmente para el Evangelio según Juan, que en el marco de la discusión expuesta permite descubrir ya un estadio relativamente avanzado. Se nota que la controversia acerca de la vigencia de la tora para los cristianos es algo ya pasado que no representa ningún problema dentro del cristianismo. Para Juan y su círculo la «ley» es prevalentemente un asunto interno del judaísmo, como lo indica con singular claridad la expresión repetida de «está escrito en vuestra (o: en su) ley...» (8,17; 10,34; 15,25; 18,31). Los judíos están obligados a la ley. Lo que se les reprocha más bien es que no practican la ley o que van contra la misma cuando pretenden matar a Jesús (7,19) o a condenarlo sin un proceso jurídico formal (7,51). Aunque el reproche más agudo es que sea la ley la que impone la muerte a Jesús: «Nosotros tenemos una ley, y según esa ley debe morir, porque se declaró Hijo de Dios» (19,7). Pero esa consecuencia no está de ningún modo en la naturaleza misma de la ley, sino en la falsa actitud de los judíos respecto a ella. Ya que, bien entendida, la ley de Moisés debía conducir a la fe en Jesús. Lo cual es ciertamente una formulación muy general, que parece haberse encontrado con vistas a la polémica; ahí, sobre todo, se advierte la distancia que se ha establecido entre cristianos y judíos. Al Evangelio según Juan también le interesa más la antítesis entre Moisés y Cristo.
MOISES/JESUS: «La ley fue dada por medio de Moisés; por Jesucristo vino la gracia y la verdad» (/Jn/01/17). Esta afirmación del prólogo se entiende, a todas luces, como una valoración: Moisés y la ley tienen una función menor y preparatoria de cara al orden salvador, de «gracia y verdad», aportado por Jesucristo. De modo parecido se dice que Moisés no dio «pan del cielo», sino que es el Padre el que da el verdadero pan del cielo (6,32). También aquí se trata claramente del paso de Moisés a un segundo plano; mas, pese a esa postergación, Moisés se presenta una y otra vez como testigo de Cristo. Jesús de Nazaret es aquel «de quien escribieron Moisés, en la ley, y los profetas» (1,45), y a propósito del cual se establecen asimismo relaciones tipológicas, como en la elevación de la serpiente en el desierto (3,14). Al igual que en los sinópticos también en Juan tiene un papel importante la idea del cumplimiento de la Escritura en la historia de la pasión de Jesús (13.l8; 17,12; 19,24.28.36.37). Lo cual no tiene nada de sorprendente, pues que en la crucifixión de Jesús radicaba para la Iglesia primitiva el máximo escándalo que la fe debía superar. Se trataba de hacer teológicamente comprensible de algún modo, y con ayuda de la Escritura, una muerte tan atroz, hasta poder explicar que esa muerte tenía su sentido en los planes de Dios. No era algo casual ni tampoco un fracaso, sino algo que estaba previsto en el amor de Dios al mundo y al hombre.
Es interesante que Juan subraye, una y otra vez, que la nueva comprensión de la Escritura sólo se otorgó a los discípulos después del acontecimiento pascual (cf. 2,22; 12, 16). Fueron muchas las palabras y muchos los acontecimientos que los discípulos no comprendieron al principio, cuando Jesús estaba todavía con ellos; tampoco comprendieron entonces la conexión de todo ello con la Escritura. Sólo después que Jesús hubo sido glorificado, es decir, sólo bajo la influencia del Paráclito, del «Espíritu de verdad», se acordaron de todo ello y lograron entenderlo, pudiendo ordenarlo en un contexto más amplio. De modo similar también en Lucas es el Resucitado quien, después de la pascua, expone a los discípulos la Escritura (así, por ej., a los discípulos de Emaús, /Lc/24/25-27/32 y en la aparición a los once, /Lc/24/44-49). Se advierte que Lucas tiene un interés especial en ello. La interpretación cristológica pospascual de la Escritura se atribuyó al Kyrios y al Espíritu (cf. también 2Cor 3,4-18). Se trata de una comprensión espiritual o pneumática de la Escritura, que va vinculada a la fe en Cristo y que, como tal, aparece más ligada al espíritu que a la letra. Descansa en todo caso sobre la fe en Jesús, como el Mesías prometido, y comporta, por lo mismo, una decisión hermenéutica, que no se deja entender por completo con los simples medios racionales y científicos. Así, en Juan el acento carga cada vez más en que Jesucristo mismo es el auténtico cumplimiento de la Escritura, y en que es él en quien se manifiesta el sentido último de toda la revelación divina y de la historia de la salvación, porque en él se ha hecho realidad la salvación prometida.
A este respecto piensa H. von ·Campenhausen: «Para Juan la prueba escriturística conserva en sí y por sí todo su valor; sólo arremete contra una sobrevaloración de la misma o, mejor dicho, contra una falsa valoración y actitud frente a detalles verdaderos o falsos, pero que en todo caso son discutibles y de los que no vive la verdadera fe. El Antiguo Testamento no está ahí para escudriñarlo con argumentos que, supuestamente, puedan decidir sobre la verdad de Cristo. La fe cristiana se funda en Cristo y por Cristo; vive por su espíritu y su palabra. Ciertamente que la vieja Biblia certifica acerca de él y a él puede conducir; pero lo decisivo es siempre Cristo y únicamente Cristo. A su lado, todo lo demás pierde su brillo, y hasta la misma Escritura sólo tiene cierto valor por razón de él mismo». Es ésta una descripción correcta de la tendencia que se observa en el Evangelio según Juan; aun así hay que estar atento a no infravalorar la importancia de la Escritura. La Iglesia cristiana no puede renunciar al Antiguo Testamento, si desea mantener la fe en una revelación histórica y en el histórico Jesús de Nazaret, como revelador y portador de la salvación. La vinculación retrospectiva, con su origen judío y la conciencia de la misma, son de una importancia simplemente vital para el cristianismo y para las Iglesias cristianas, tanto en el plano teológico, como en el histórico. Ciertamente que con esa vinculación y con la conservación de la Escritura común, del Antiguo Testamento surgió desde el comienzo una problemática de difícil solución. Para la Iglesia primitiva la exposición cristológica del Antiguo Testamento era una necesidad ineludible que, vista en su conjunto, no se puede juzgar de la forma tan negativa con que lo ha hecho, por ejemplo, Rosemary Ruether en su importante libro Nachstenliebe und Brudermord (= Amor al prójimo y fratricidio). Para dicha autora el «midrash cristológico» es ya el primer paso por el fatídico camino que conduce al antisemitismo. No se puede discutir, desde luego, que más tarde se sacaron consecuencias antisemitas de la polémica neotestamentaria, consecuencias que hoy nos ponen en guardia y que sabemos han de corregirse. Pero hay otro punto igualmente importante, a saber: el creciente alejamiento de la Iglesia y de muchos cristianos del Antiguo Testamento. Respecto del mismo existía hasta hace muy poco -y es de temer que el fallo no se ha eliminado para siempre- un desconocimiento sobrecogedor.
El diálogo con el judaísmo requiere precisamente
en este punto un cambio radical de orientación. Quien se ocupa a fondo del
Antiguo Testamento y lo estudia en todas sus tendencias, poco a poco leerá el
Nuevo Testamento con ojos diferentes y experimentará cómo la ocupación
prolongada con la vieja Escritura y con el judaísmo conduce a una comprensión
mejor y mucho más profunda del Nuevo Testamento y de la persona de Jesús. No
sólo aprenderá a entender y amar mejor a Jesús sino también al pueblo de Jesús.
Todo parece indicar que todavía no se ha dicho la última palabra acerca de la
interpretación neotestamentaria de la Escritura.
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AMPLIA DISCUSIÓN SOBRE LA AUTORIDAD DE JESÚS PARA CURAR EN SÁBADO (Jn/07/15-24)
Siguiendo a Bultmann y a Schnackenburg parece conveniente separar la sección 7,15-24 del contexto del capítulo 7 para unirla directamente al capítulo 5, toda vez que también por su contenido se relaciona con la curación del enfermo en la piscina de Betzatá. Según Schnackenburg «hay razones poderosas para considerar esta sección como conclusión de la curación sabática referida en el cap. 5 y del subsiguiente enfrentamiento con los judíos». En su comentario ha reunido los argumentos exegéticos, a cuya reproducción podernos renunciar aquí. Para la incorporación actual de la sección en el cap. 7 «hay que suponer una decisión meditada de la redacción».
15 Los judíos se quedaban admirados y decían: ¿Cómo éste sabe de letras, sin haber estudiado? 16 Jesús les contestó: Mi doctrina no es mía, sino del que me envió. 17 El que quiera cumplir la voluntad de él, conocerá si mi doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta. 18 El que habla por su cuenta, busca su propia gloria; pero el que busca la gloria del que lo envió, ése es sincero y no hay en él falsía alguna.
La mejor manera de entender el v. 15 es entenderlo como una reacción directa de los judíos al hecho de que Jesús no sólo se haya remitido a la Escritura como al testimonio del Padre, sino que además les haya echado en cara el que no entiendan la Escritura, pese a su esfuerzo escudriñador, porque no llegan a creer en Jesús. Por consiguiente, su pretendida confianza en Moisés carece de fundamento. Y a ello reaccionan los judíos con gran perplejidad. La admiración y el asombro no tienen aquí ningún sentido positivo, sino que más bien indican el escándalo y la mala voluntad ante la afirmación de Jesús. «Los judíos rechazan como una pretensión audaz esa invocación a Moisés... ¿Cómo puede Jesús remitirse a la Escritura? ¡Si ni siquiera ha estudiado! ¡Si no pertenece al grupo de los versados en la Escritura!» (BULTMANN). Aquí, como en el resto de la sección, hay que tener en cuenta que aparecen algunos puntos importantes del enfrentamiento judeo-cristiano en tiempos del evangelista y de su círculo (es decir, después del año 70, hacia finales del siglo I). Jesús se había presentado de hecho como un maestro y como tal fue considerado. También en el Evangelio según Juan se le trata repetidas veces como «maestro» o rabbi (Cf. Jn 1,39.50; 3,2.26; 4,31; 6,25; 9,2; 11,8.28; 13,13.14; 20,16). El círculo joánico sabe, pues, de ese papel del maestro Jesús. Hasta tal punto es para sus discípulos «el maestro por antonomasia», que la expresión «discípulos», seguidores, pasa a ser su propia y característica autodesignación de éstos. Lo cual se aplica tanto al cuarto Evangelio como a los sinópticos, mientras que en la literatura epistolar neotestamentaria desaparece por completo, a partir de Pablo, el apelativo «discípulos». Así, pues, la relación Maestro-discípulos pertenece al estrato de la tradición histórica sobre Jesús. Pero Jesús no fue, y eso también se sabía, ningún letrado en las Escrituras, que formase parte del grupo de los maestros titulados, como lo fue Pablo. Con toda probabilidad sólo había tenido una instrucción elemental como la mayor parte de sus coetáneos, habiéndola recibido en la sinagoga junto con la formación religiosa, pero sin ninguna especialización técnica en la escuela de los rabinos.
En el judaísmo, y ya en la época anterior a la destrucción del segundo templo, se había desarrollado un gran impulso de escolarización bajo la influencia de los especialistas en la Escritura, de los «sabios» y del movimiento fariseo cada vez más vigoroso. Es verdad que al principio no había un curriculum perfectamente establecido por el que se llegase al título de rabbi. Condición para ello era la adhesión a un rabino durante largos años y el convivir con un grupo de discípulos bajo la guía del rabbi en una comunidad de vida o especie de comuna. Durante ese período no sólo se trataba de aprender fielmente la doctrina escrita y oral, sino que se trataba, sobre todo, de una práctica de vida conforme a la tora. «Sólo quien había realizado ese común discipulado podía ser tenido como miembro de la comunidad rabínica con todos sus derechos. Por el contrario, quien nunca ha servido a un maestro, por mucho que haya podido estudiar, no dejaba de ser considerado como am ha arez, como hombre sin formación, según subrayan distintos maestros». Ordinariamente a los cuarenta años el discípulo era ordenado rabbi mediante la imposición de manos. Un desarrollo más severo del rabinado se llevó a cabo en la época que siguió a la destrucción del templo, cuando el movimiento fariseo asumió definitivamente la dirección espiritual del judaísmo.
Es fácil suponer que en esa época todavía discutían judíos y cristianos la cuestión de si Jesús podía ser reconocido como una autoridad docente, toda vez que le faltaba la formación necesaria. De todos modos era cosa establecida que Jesús jamás se remitió a una formación recibida a la manera del estudio rabínico de la tora para atribuirse una autoridad de maestro. Jesús aparece bajo todos los aspectos como un autodidacta y como un am ha arez, como un individuo del «pueblo de la tierra». Enseña bajo su propia competencia y responsabilidad, «enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (/Mc/01/22; /Mt/07/29). Una enseñanza de esa índole, sin la explícita capacitación docente, no sólo le ponía en contra del grupo de los letrados y escribas, sino que ponía tanto a la persona del maestro como su doctrina en una situación delicada. ¡En realidad se quedaba sólo con su doctrina frente a la mayoría reconocida! Y ¿podía llevar razón en contra de esa mayoría? En tal caso su legitimación sólo podía ser de tipo profético, teniendo que remitirse con su doctrina a Dios mismo. Eso es precisamente lo que Jesús hace, cuando dice que su «doctrina» no es suya propia; o, lo que es lo mismo, no es algo que él haya pensado y descubierto. Así, pues, Jesús no opone sin más su doctrina a la práctica de los escribas y versados en la Escritura como la doctrina mejor y verdadera; lo que dice es que enseña como enviado y encargado por Dios, sabiéndose comprometido a realizar esa tarea. Por tanto, la pregunta acerca del origen de la doctrina de Jesús equivale a preguntar por su condición de enviado divino. Por ende, la cuestión acerca de la doctrina de Jesús se convierte en la cuestión de su reconocimiento. Ahora bien, el problema del reconocimiento de Jesús conduce al problema del reconocimiento de Dios, al problema de si se está dispuesto a hacer la voluntad divina. Cuando alguien cumple realmente la voluntad de Dios, inmediatamente llega al conocimiento de la doctrina de Jesús y puede juzgar por sí mismo si esa doctrina es de origen divino o no. Partiendo, pues, de criterios externos no hay ninguna posibilidad de emitir un juicio sobre la doctrina de Jesús, para aceptarla o rechazarla después de un examen crítico. El origen divino de esa doctrina no se puede probar desde fuera. Por el contrario, aquí se rechaza cualquier criterio externo.
«La «voluntad de Dios», de la que aquí se trata,
no es una práctica cualquiera, sino la fe (1). Sólo el riesgo libre, no
garantizado, de la fe comunica también al hombre la experiencia de la verdad de
la fe, la visión y certeza de si esa doctrina es de Dios o de si Jesús habla por
su cuenta simple y llanamente. En otras palabras, Jesús es el hombre cuya
enseñanza toda, y hasta su existencia por completo está referida a Dios, y al
que por tanto sólo desde Dios se le puede entender. En la causa de Jesús está a
la vez en juego la causa de Dios. Eso es lo que asegura el v. 18 al decir que
cualquiera que habla y actúa por su propia cuenta, en su propio nombre y con la
propia legitimación, no se preocupa más que de su honra personal; lo que le
importa ante todo y sobre todo es su propio reconocimiento y éxito. Es el
proceso que antes se ha descrito como un «aceptar gloria unos de otros»
(5,41-44). Queda claro que semejante reconocimiento social descansa en un
taimado egoísmo, sobre unos mecanismos de confirmación social las más de las
veces inconscientes, mientras que la «gloria de Dios» se halla en un plano
completamente distinto. Y ésa es la gloria que ciertamente interesa a Jesús. Ahí
radica también su veracidad, su «libertad de la injusticia», que en definitiva
se da también a conocer como una renuncia a cualquier tipo de coacción religiosa
y espiritual. Porque Jesús se entrega por completo al servicio de la causa de
Dios, que a la vez se demuestra como un verdadero servicio al hombre, y porque
se preocupa de la gloria de Dios, que le ha enviado y autorizado, por eso Jesús
es también absolutamente «verdadero» y está libre de cualquier propósito malo.
Es la persona en la que se puede creer y confiar.
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1. Cf. Bultmann: «Para Juan no hay ética
alguna en el cumplimiento de la voluntad de Dios, que no sea primordialmente la
obediencia de la fe: ésa es la obra exigida por Dios.» También SCHNACKENBURG:
«Se trata ante todo y sobre todo de la fe en Jesús como el enviado de Dios. Por
lo demás, también se exige del creyente que «obre la verdad» (3.21), y sobre
todo que practique el amor activo (1Jn 3,18s)».
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19 ¿No os dio Moisés la ley? Sin embargo, ninguno de vosotros cumple la ley. ¿Por qué pretendéis matarme? 20 Respondió la multitud: ¡Tú estás endemoniado! ¿Quién pretende matarte? 21 Jesús les replicó: Una sola obra he realizado y todos estáis maravillados. 22 Pues bien: Moisés os ha dado la circuncisión -aunque no proviene de Moisés, sino de los patriarcas- y vosotros la practicáis también en sábado. 23 Pues si uno recibe la circuncisión en sábado para que no se quebrante la ley de Moisés, ¿os irritáis contra mí, porque he curado en sábado el cuerpo entero de un hombre? 24 ¡No juzguéis por las apariencias, sino juzgad con criterio recto!
Con el v. 19 el texto pasa al ataque. «Es un duro lenguaje combativo, que refleja la disputa con el judaísmo de tiempos del evangelista» (Schnackenburg). Los judíos se refieren a Moisés como a su maestro y a la ley, la tora. Y. en efecto, Moisés les ha dado la tora. Pero -éste es el reproche tremendo-, «ninguno de vosotros cumple la ley». Como motivo de tal afirmación hace Jesús la pregunta: ¿Por que intentáis o por qué andáis maquinando matarme? La recriminación alude claramente a 5,18, en que ya se hablaba del propósito homicida de los judíos, «porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que, además, decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios». Así, pues, según Juan, la violación del sábado y la peculiar filiación divina de Jesús son los crímenes que provocan el propósito homicida de los enemigos de Jesús. Sin duda hay que ver ahí la opinión del círculo joánico (cf. también 19,7). La actitud de los enemigos de Jesús es de tal índole que en definitiva desemboca en el propósito de matar a Jesús; perfectamente dentro de la concepción judía y veterotestamentaria, entre el propósito y el acto no se puede trazar una línea divisoria clara; una cosa conduce a la otra. Jesús desenmascara el verdadero propósito de sus enemigos, del que por lo demás no tienen perfecta conciencia. En todo caso rechazan la afirmación de Jesús con gran indignación. ¡Estás endemoniado!, le replican; o, literalmente, tienes un demonio, un mal espíritu; estás completamente loco, ¿quién pretende matarte? Jesús replica con un argumento con el que acabará exhortando a sus enemigos a que reflexionen serenamente y emitan un juicio recto. Como ya antes se ha señalado, se trata de una «sola obra», de la curación de un enfermo en sábado. Y es sobre todo en la violación del sábado en la que se escandalizan los enemigos; escándalo significado con el asombro o admiración. Si en el texto se subraya «una sola obra» de modo intencionado es, sin duda, para contraponerla al hecho de que la circuncisión se practica en sábado con muchísima frecuencia, sin que nadie se escandalice por ello. Ahí cabalga también el argumento siguiente, que se desarrolla así: Moisés ha ordenado la circuncisión -que hablando con mayor propiedad se remonta a los «patriarcas», al propio Abraham, según la exposición de Gén 17 9-14-; el precepto que ordena circuncidar a los niños al octavo día de su nacimiento es tan importante que ha de cumplirse siempre, incluso cuando el octavo día coincida con la festividad del sábado. «Todo lo que pertenece a la circuncisión se puede cumplir en sábado», se dice en la Mishna. Por eso se circuncida a los niños también en sábado. Y ahora, en 7,23, se saca la conclusión de menor a mayor (a minori ad maius), forma típica de la argumentación rabínica: Si un hombre puede ser circuncidado en sábado para no quebrantar el precepto mosaico de la circuncisión, ¿por qué os irritáis contra mí, que no he hecho más que sanar por entero a un hombre en día de sábado? Flota evidentemente la idea de que la circuncisión es un rito con el que se le hiere al hombre y se derrama algo de sangre. Se puede, pues, en sábado herir a un hombre para dar cumplimiento a la ley de Moisés. ¿Y no debería estar permitido, con mayor razón, el sanar a un hombre en sábado? El argumento tiene cierta semejanza con la afirmación de Mc 3,4: «¿Es lícito en sábado hacer bien o hacer mal? ¿salvar una vida o dejarla perecer?» (aludiendo a la curación de la mano seca, /Mc/03/01-06 y par). La sanación del «cuerpo entero de un hombre», esa «sola obra» que Jesús ha hecho es mayor, más importante que la circuncisión en sábado. ¿Por qué? Ante todo como señal del nuevo orden de vida escatológico, que se abre con Jesús, y en el que está en juego la salvación de todo el hombre. En cambio, la circuncisión pertenece al orden viejo y transitorio, cuyo fin ha sonado ya con la llegada de Jesús. Se refleja también aquí la primitiva práctica cristiana que ya omitía la circuncisión. Si, pues, los judíos practican la circuncisión en sábado y no incurren en transgresión del precepto sabático, la conclusión clara es que no pueden condenar a Jesús porque haya curado a un hombre en sábado. Si lo hacen es que tienen un doble rasero para juzgar; juzgan de forma muy externa y superficial, con lo que su juicio no es correcto. Y Jesús les exhorta ahora a juzgar rectamente.
Si por parte judía se hacía el reproche de que con
sus curaciones en sábado Jesús quebrantaba el descanso sabático, no pudiendo por
lo mismo pretender que se le reconociera como maestro, la parte cristiana
replicaba con el argumento de que los propios judíos «quebrantan» el sábado en
ciertos casos, como el de la circuncisión. Por consiguiente, tampoco para los
judíos era el precepto del sábado tan absoluto y categórico que no admitiera
excepción alguna. Luego la recriminación hecha a Jesús es a todas luces
partidista, superficial e injusta. Además, con su acción curativa en sábado,
Jesús quería demostrar la presencia del nuevo orden escatológico de la
salvación, que en modo alguno puede ir contra la voluntad de Dios.
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Meditación
Creer, como lo entiende el Evangelio según Juan, es algo «definitivo, total y completo», que ya no se puede poner en tela de juicio. Eso es lo que piensa Tomás de Aquino con su conocida definición de que creer es «pensar con asentimiento» «La razón del creyente se ordena al uno (e.d., al único Dios), no mediante el pensamiento, sino mediante la voluntad; y así se toma aquí el asentimiento como un acto de la razón, como acto ordenado por la voluntad al uno» (Summa theologica II-II. q. 2. art. 1. c. ad 3). Para Tomás de Aquino, en el acto de fe están originariamente unidos entre sí los dos elementos de la razón y de la voluntad, aunque el impulso decisivo lo dé esta última. Por lo demás, la voluntad incluye el amor; o, dicho con mayor precisión, el amor es la verdadera esencia de la buena voluntad, hasta el punto de que el amor es también el verdadero sostén del movimiento de la fe. No se trata, por tanto, de una voluntad ciega, ni de un sacrificium intellectus, de modo que se pueda o deba creer algo contra un saber o conocimiento superior, sino que cuanto ocurre en el acto de fe es una apertura del hombre al amor mismo que es Dios. Por ese motivo no se justifica en modo alguno una interpretación racionalista de la singularidad de la fe y del movimiento creyente. Cuando se dice por ejemplo, que se ha de empezar por esclarecer racionalmente el contenido de la fe; primero hay que poder dar una respuesta exacta y científicamente fundada sobre cómo ha surgido la Biblia y qué dicen en concreto sus afirmaciones, si tales afirmaciones pueden todavía mantenerse frente a la imagen científica del mundo y frente a la ciencia moderna, cómo han nacido los dogmas y si hay que entenderlos e interpretarlos hoy de una manera nueva, si primero hay que poner las pruebas sobre la mesa y, cuando todo esté perfectamente claro, decidirse a creer; o si sólo he de creer lo que realmente entiendo, etc. En todas estas actitudes se pasa por alto que el análisis con base científica, como el que nosotros mismos intentamos llevar a cabo aquí en la exégesis, sólo puede llevar hasta el punto en que se toma la decisión de fe. Puede sugerir la decisión y hasta cierto grado, en la medida en que se deja tratar con medios científicos, puede también presentarla como perfectamente lógica y evidente. Creer es, en efecto, una actitud vital, una actitud fundamental humana, que no se puede despachar como algo estúpido e insensato; más aún, no hay posibilidad alguna de probar que la fe en sentido bíblico es algo científicamente falso y absurdo. Con todo, no cabe forzar la fe como no se puede forzar el amor de nadie. Tampoco se le puede arrebatar a ningún hombre la decisión de fe, incluso como decisión para la propia vida aceptada de un modo sensato. Lo cual significa a su vez que, precisamente, en la fe como en el amor humano se actualiza «el corazón», la libertad personal y espiritual íntima del hombre. El hecho de que la fe no se pueda demostrar ni forzar mediante ninguna legitimación externa, el hecho de que, vista desde fuera, sea «inseguridad y riesgo», no es más que el reverso de la medalla: que la fe surge del asentimiento íntimo y libre del hombre, y que, por tanto, es un acto de la libertad del hombre que ha de realizarse.
Por lo mismo es no sólo injusto sino, además, imposible el querer forzar la fe -o el asentimiento a otras religiones y concepciones del mundo- con los medios del poder externo. Y ello porque todo lo que se logra con la violencia no es más que algo externo; lo cual no es desde luego creer, que sólo brota de la espontaneidad interna del corazón. Pero precisamente porque la fe procede en definitiva de la espontaneidad del corazón, no tiene por qué aguardar a que todo esté perfectamente demostrado en cada detalle como condición indispensable. Si el hombre quisiera esperar a tener una seguridad definitiva en todos los puntos, ello podría significar que de hecho nunca pueda llegar a la fe, teniendo que posponer una y otra vez su decisión.
Con su decisión positiva la fe asume, por tanto, un cierto riesgo, un «resto» que no es del todo evidente y que nunca se podrá aclarar por completo. Pero eso es algo perfectamente lógico y razonable, porque tampoco en otros campos puede llegar el hombre con su razón a la plena evidencia. Es verdad que el ámbito de la racionalidad de la razón se extiende a todas las cosas y objetos mundanos meramente imaginables y posibles; más aún, esos objetos son la verdadera esfera de acción de la inteligencia. Pero esa razón, aunque está abierta a todo, al conjunto de la realidad, no es sin embargo absoluta. Y desde luego en la mayoría de los casos llega precisamente a sus fronteras cuando están en juego las cuestiones del hombre y de la actuación humana; piénsese, por ejemplo, en la conocida irracionalidad de la actuación política. En el campo de lo subjetivo se encuentran los límites claros de la razón. Es justamente para su razón que el hombre se convierte siempre en el máximo enigma para sí mismo y en el abismo máximo: -grandis abyssus est ipse homo (Agustín)-. sin que jamás pueda penetrar por completo en los motivos de su actuación. Cuando se considera en este aspecto la gran tentativa del psicoanálisis, en que se trata precisamente de tomar conciencia lo más amplia posible de los propios motivos, de iluminar con toda exactitud el propio pasado, de rastrear con precisión las decisiones equivocadas y las fuentes de error y de comprender, en lo posible, el propio origen, entonces se echa de ver que no sólo no se logra esa empresa de una «autoiluminación» total, sino que además puede comportar los máximos peligros para el hombre, hasta el de su misma destrucción (el hombre no lo soporta con su origen encorchado). En definitiva, el hombre no tiene más elección que aceptarse con sus lados oscuros, dejar muchas cosas sin aclarar y, pese a todo, vivir y llegar a una orientación coherente de su vida. Pero es precisamente esa resignación, honradez y humildad lo más conforme al ser del hombre, mientras que cualquier tentativa de una total racionalización del mismo hombre sólo puede lograrla mediante una reflexión constante y un radical análisis de sí mismo o -lo que todavía es más horrible-, mediante los modernos métodos de interrogatorio y tortura de unos poderes brutales, conduce irremediablemente, con necesidad interna y externa, a una destrucción del hombre y de lo humano.
De una forma absolutamente simple y total la fe acepta al testimonio divino de Jesús y la oferta de vida que nos sale al encuentro en tal testimonio. La verdadera fe es siempre simple, pese a que el hombre resulta complejo en extremo y contradictorio con sus enigmas y experiencias vitales. Confiere a la vida una simplicidad y una orientación básica, porque orienta la vida humana hacia el único Dios del amor. Así pues, esa simplicidad de la fe nada tiene que ver con la estupidez o superstición, con la que a menudo se confunde, sino más bien con la simplicidad y limpieza del corazón, que son el signo de una verdadera confianza y de un amor verdadero.