Juan 5, 1-47

 

Jn 5, 1-9

CONTENIDO Y DIVISION

El episodio describe la curación de un enfermo, en el caso concreto un inválido, con ocasión de una fiesta. La figura del enfermo representa la masa de enfermos, el pueblo excluido de la fiesta. Para él no hay esperanza y se encuentra próximo a la muerte. Jesús le ofrece la salud. Al que no día moverse, lo hace capaz de elegir su propio camino.

Comienza señalando la ocasión y describiendo el lugar y la situación de la gente que lo llena (5,1-3). Pasa a describir el estado de un enfermo y su diálogo con Jesús, que termina en la curación (5,5-9).

En resumen:

5,1-3: Circunstancias y situación.
5,5-9:
El inválido que camina.

 

LECTURA
Circunstancias y situación

5,1 Algún tiempo después era fiesta de los Judíos y subió Jesús a Jerusalén.

Intervalo de tiempo indeterminado. Una fiesta que no se precisa, pero que, como la Pascua de 2,13, se califica de «fiesta de los Judíos», fiesta del régimen, dirigida y controlada por los dirigentes. Su indeterminación la hace genérica; se trata de una fiesta cualquiera, es la situación ordinaria. Las que reciben nombre (6,4: Pascua; 7,2: Chozas; 10,22: Dedicación) incluyen simbolismos particulares a los que se aludirá en el texto de Jn. Como en la primera pascua, la determinación «de los Judíos», hace que se vea la fiesta desde fuera, no desde el círculo dirigente. Es la denominación dada por aquellos que no participan en ella. La fiesta no es para el pueblo. Jesús sube a Jerusalén por segun. da vez.

2 Hay en Jerusalén, junto a la Ovejera, una piscina que en la lengua del país llaman El Foso, con cinco pórticos.

Comienza el episodio por la descripción de un ambiente. En ella alude Jn a temas que aparecen en otros pasajes del evangelio. «La Ovejera» es una denominación elíptica de «la Puerta Ovejera», por donde entraban los rebaños en la capital. La supresión deliberada de «Puerta» (cf. nota), priva a la denominación de su sentido dinámico; se convierte en el lugar de las ovejas. Se alude a las que Jesús expulsó del templo y que eran símbolo del pueblo (2,14s Lects.) y al discurso sobre el pastor y las ovejas (10,1ss); se prepara así de antemano la identificación de la multitud que aparecerá en el verso siguiente con el pueblo, abandonado por los dirigentes antes mencionados (5,1: los Judíos). Por otra parte, el término pórticos establece una relación entre este lugar y el templo (10,23: el pórtico de Salomón, en el mismo contexto de ovejas y pastor, cf. 10,26ss). El templo y la piscina son dos realidades relacionadas: el primero, el templo explotador (2,14ss), sede del culto antiguo que ha de desaparecer (4,21), es el lugar de la fiesta y el reducto de los dirigentes (los Judíos); la piscina, en cambio, es el ámbito del pueblo, circundado por la institución centrada en el templo (los pórticos), que lo priva de vida.

Los cinco pórticos de la piscina responden a una realidad histórica. Sin embargo, la mención de este detalle, innecesario para la narración, pero que establece la relación entre piscina y templo, insinúa un sentido más allá del histórico. Los pórticos del templo eran el lugar de la enseñanza oficial de la Ley de Moisés 1 que hacía de Jerusalén la ciudadela del saber teológico-jurídico del judaísmo, adonde acudían alumnos de todo el mundo conocido (cf. Hch 5,34; 22,3). Al mismo tiempo, la orden que Jesús va a dar al inválido estará en contradicción con la Ley (5,10); el tema del capítulo es la sustitución de la Ley por la persona de Jesús (5,22-23 Lects.) y, al final, se hará mención de Moisés (5,45s), el dador de la Ley (1,17); esto hace ver que los cinco pórticos son un símbolo de los cinco libros de la Ley, bajo cuya opresión vivía el pueblo.

3 en ellos yacía una muchedumbre, los enfermos: ciegos, tullidos, resecos.

Contraste enorme entre la fiesta de los dirigentes y la muchedumbre que se describe: una masa de gente enferma, sin fuerza ni actividad, tirada por el suelo. La denominación genérica de enfermos los pone en relación con el hijo enfermo del episodio anterior, programático de este ciclo (4,46b), quien, como se ha visto, era figura del pueblo sometido al poder. El uso del término «muchedumbre», que denota una masa de gente mayor que «multitud» (cf. 12,12), incluye a la gran mayoría del pueblo, como contradistinta de los dirigentes.

Los enfermos tienen tres características: son ciegos por haber hecho suya la doctrina de la Ley (la tiniebla), que les impide conocer el proyecto de Dios sobre el hombre (1,5 Lect.); tullidos, sin libertad de movimientos ni de acción; resecos, sin vida. Esta última designación remite a la visión de los huesos resecos o calcinados de Ez 37,1-14, que también eran figura del pueblo sin vida (cf. nota; 5,21 Lect.). Las dos primeras características son las citadas en 2 Sm 5,8 como excluidas del templo (Por eso se dice: «Ni cojo ni ciego entren en el templo») 2. La tercera es la del que no puede moverse. La multitud tirada en los pórticos está, por tanto, excluida de la fiesta. Así se representa la situación del pueblo, insinuada en el verso anterior. Para éste, impotente, enfermo, miserable, no hay celebración ni alegría.

La situación de esta muchedumbre explica la oposición de Jesús al sistema religioso-político (2,13ss). En su primera visita a Jerusalén fue directamente al templo, ciudadela del régimen, para denunciarlo; ahora, en cambio, va a encontrarse en el lugar donde yacen las ovejas enfermas y derrengadas. Recuerda el pasaje el texto de Zac 10,2-3 (LXX): «Por eso fueron arrebatados como ovejas y maltrechos, porque no había curación. Contra los pastores se exacerbó mi ira; pero yo me cuidaré de los corderos y visitará el Señor ... su rebaño»; cf. Ez 34.

El inválido que camina

5 Había un hombre allí que llevaba treinta y ocho años con su enfermedad.

Era un inválido que apenas podía moverse (5,7) y que, como aparecerá en seguida, estaba postrado en una camilla o camastro. Este hombre tiene una enfermedad. Dos veces aparece en Jn este sustantivo (astheneia); la segunda vez designará la enfermedad de Lázaro, que no era para muerte (11,4). Esta sí lo es, como se verá a continuación por el significado de los «treinta y ocho años». La entera muchedumbre sufre de la misma enfermedad, pues las tres precisiones (ciegos, tullidos, resecos) se aplican a todos los individuos que la componen. Esto señala al enfermo como figura representativa: este hombre encarna la muchedumbre. La curación que va a efectuar Jesús no va dirigida únicamente a un individuo, es el signo de la liberación de la multitud de marginados, miserables, sometidos a la Ley. Así se explica la violenta reacción de los dirigentes, que, inmediatamente, pensarán en matarlo (5,18).

La cifra treinta y ocho ha de interpretarse en su relación con cuarenta. Cuarenta años equivalían a una generación; en el AT se usa esta cifra para indicar un período largo y homogéneo, por ejemplo, el de un reinado o un tiempo de paz 3. En este contexto equivaldrían a la vida entera del individuo, en su condición de invalidez. Está, pues, al final de su vida, y es en este momento cuando se le acerca Jesús. Referidos al pueblo, recuerdan sobre todo los cuarenta años de estancia en el desierto, donde murió la entera generación que había salido de Egipto (Nm 32,13; Jos 5,6; Sal 95,10), sin llegar a la tierra prometida. La situación de esta muchedumbre es la de quienes van a morir sin haber salido del desierto, sin haber conocido la felicidad que Dios prometía. La precisión de los treinta y ocho años se encuentra en Dt 2,14, indicando el tiempo que duró aquella generación 4; esto muestra de nuevo el carácter representativo del inválido: los treinta y ocho años de enfermedad significan que el pueblo está a punto de muerte, como lo estaba el enfermo de Cafarnaún (4,46b).

Sin embargo, la expresión «en su enfermedad» (en lugar de simplemente «enfermo»), indica que él es de algún modo responsable de ella; de hecho, este individuo «ha pecado» (5,14: No peques más): esto es lo que produce su estado de muerto en vida. No es solamente ciego (cf. 9,1-3), sino que su ceguera lo lleva a la invalidez y a la falta de vitalidad. Representa, por tanto, al pueblo que da fe a la ideología propuesta por los dirigentes («los Judíos»), a la doctrina oficial de la Ley (la tiniebla), y no reconoce el proyecto divino sobre el hombre (1,10). Al reprimir la aspiración a la vida, se ve reducido a un estado de muerte (5,24), que lo llevará a la muerte definitiva. Aparece así el episodio como una escenificación de lo anunciado por Juan Bautista a propósito de Jesús: el que va a quitar el pecado del mundo (1,29).

6 A éste, viéndolo Jesús echado y notando que llevaba mucho tiempo, le dice: «¿Quieres ponerte sano?».

No se indica que Jesús vaya a la piscina ni que entre en su recinto. Sólo se ha dicho que subió a Jerusalén y que dentro de la ciudad había una piscina. Sin más explicación, se encuentra Jesús entre la muchedumbre de los enfermos. La piscina es la ciudad misma; su muchedumbre, la masa marginada que existe en Jerusalén 5.

Las señales de la larga enfermedad son visibles; Jesús se da cuenta de lo avanzado del mal. A este hombre/pueblo él quiere dar la salud: al hombre sin fuerzas, incapaz de movimiento y acción, víctima de su enfermedad; hombre en condición infrahumana, sin creatividad ni iniciativa. Jesús le abre una esperanza de salud, ofreciéndosela implícitamente. Cumple su programa, actuando sin forzar la libertad. No es un líder que proponga una ideología. Su propuesta toca lo esencial del hombre, la vida, en cuanto ésta es capacidad y libertad de acción.

7 Le contestó el enfermo: «Señor, no tengo un hombre que, cuando se agita el agua, me meta en la piscina; mientras yo llego, otro baja antes que yo».

En cuanto enfermo, no tenía esperanza. Responde respetuosamente (Señor); sigue pensando que su salvación está en la piscina y expone a Jesús su situación de dependencia. No puede ir él solo y nadie se presta a ayudarle. El agua de la piscina se agitaba de cuando en cuando, y esto se consideraba una señal prodigiosa que habría curado cualquier enfermedad. De hecho, se atribuían a la agitación del agua de la piscina propiedades curativas 6. Pero este agua no sirve a Jesús, como no servía la del pozo de Jacob (4,13). Aquélla no apagaba la sed, ésta no cura. No se afirma que los que bajaban quedasen curados.

El verbo que usa Jn, «agitarse», se refiere siempre (en el NT, 17 veces) a personas, no a elementos. Indica, en particular, la agitación producida en un grupo o multitud (Hch 15,24; 17,8.13; Gál 1,7; 5,10). La agitación del agua representa, por tanto, la ilusión del pueblo oprimido por encontrar remedio en agitaciones populares. Es el señuelo de una liberación que nunca llega a efectuarse. Anhelos esporádicos, vanas re-vueltas mesiánicas que surgían en la multitud desamparada, sin resultado alguno. Ponían su esperanza en el uso de la fuerza o en la presión sobre el poder.

La mención del agua entronca con las menciones anteriores y anuncia las que van a seguir. El agua es factor de vida, pero hay aguas, como la del pozo de Jacob (4,13) y ésta, que, aunque la prometen, no la pueden dar. El agua de vida es la del Mesías (4,14), el Espíritu que brotará de él como de nuevo templo (7,37-39), las aguas mansas de Siloé, la piscina del Enviado (9,7 Lect.) situada fuera de la ciudad 7, en oposición a ésta. La curación resultaba imposible (Zac 10,2: «porque no había curación»). El enfermo la deseaba, pero estaba fuera de su alcance. Ahora, pensando aún en la piscina, es decir, en obtener una solución sin salir de los límites de la institución en cuyos principios cree (cf. 5,14), espera ayuda de Jesús, pero él le dará la salud de otro modo.

8 Le dice Jesús: «Levántate, carga con tu camilla y echa a andar».

Jesús responde al deseo. La situación sin salida puede remediarla él. Inmediatamente le da la salud y con ella la capacidad de actuar por sí mismo, sin depender de otros: le llega de donde no se lo esperaba, sin clamor. El hombre puede disponer de la camilla que lo tenía inmóvil y puede caminar a donde quiera. La camilla, mencionada cuatro veces (5,8.9.10.11), adquiere un relieve particular. Ella cargaba con el hombre inválido; ahora, curado, el hombre carga con ella. La palabra de Jesús es la que cura (4,50 Lect.), dando fuerza y libertad.

Jesús no lo levanta, lo capacita para que se levante él mismo y camine. Su orden es triple: Levántate, carga con tu camilla y echa a andar. Bastaría la primera, y, si acaso, la última, para indicar la curación y la libertad. La repetida intercalación de la frase: carga con tu camilla (5,8. 9.10.11) muestra su importancia en la narración. Jesús lo hace dueño de aquello que lo dominaba, le hace poseer aquello que lo poseía. El hombre estaba sometido y privado de iniciativa propia; ahora puede disponer de sí mismo, con plena libertad de acción (echa a andar). De un hombre inutilizado hace un hombre libre.

9a E inmediatamente se puso sano el hombre, cargó con su camilla y echó a andar.

La orden de Jesús se cumple inmediatamente y a la letra. El hombre ejecuta lo que le ha dicho y echa a andar, cargado con su camilla. Es como un muerto resucitado (5,21.25). Aparece Jesús como el que es capaz de dar vida a un pueblo muerto, levantar a los sometidos, realizar la esperanza. No ha puesto más condición que el deseo de la salud. Ahora deja al hombre plena libertad. No lo llama a ser discípulo, sencillamente lo ha hecho hombre. Ya liberado, debe encontrar su propia ruta.

Ni siquiera se le ha dado a conocer. La curación se debe, más que a la presencia física de Jesús, a su palabra esperanzadora (5,6) y eficaz (5,8), es decir, a su mensaje, no circunscrito a un lugar (4,50 Lect.). El hombre encuentra en él la capacidad de acción (levántate, se puso sano), la liberación de un pasado (cargó con su camilla) y la libertad para el futuro (echó a andar).

SINTESIS

Este episodio preludia el éxodo del Mesías, la salida de la tierra de esclavitud. Para ello se requiere capacidad de caminar; por eso, la primera obra de Jesús es hacer andar al enfermo, figura del pueblo oprimido. Lo libera de la sujeción que lo tenía postrado y al borde de la muerte. Da al hombre la libertad para que decida sobre su propio camino.

Jesús ofrece verdadera salud y libertad a todo el pueblo, que antes ponía su esperanza en vanas agitaciones populares. Esto desencadenará la persecución de los dirigentes contra él.

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1. Cf. Leipoldt-Grundmann, El mundo del Nuevo Testamento I, 209.

2. Véase la mentalidad de Qumrán a este respecto: «... todo el que tenga un defecto corporal: paralizado de pies o manos, cojo o ciego, sordo o mudo; aquel que tenga en su cuerpo una tara visible, un hombre viejo vacilante que no pueda mantenerse en pie en medio de la asamblea, ninguno de éstos entrará a participar en la asamblea de los notables, pues hay ángeles santos que asisten a la asamblea. Si alguno de éstos tiene algo que decir al Consejo de santidad, lo interrogarán, se lo preguntarán, pero tal persona no entrará a formar parte de la asamblea por tener un defecto» (IQ S' II, 5-10). Este documento presenta una regla ideal para la asamblea futura al fin de los días. La discriminación se extendía, pues, a la época mesiánica. Jesús Mesías, que la inaugura, se dirige, por el contrario, precisamente a estos marginados.

3. Reinado: 2 Sm 5,4; 1 Re 2,11; 11,42; 2 Re 12,2; 1 Cr 29,27; 2 Cr 9,30. Paz: Jos 3,11; 5,21; 8,28. Dominio filisteo: Jue 13,1.

4. Dt 2,14-17: «Desde Cades Barne hasta cruzar el torrente Zareb anduvimos caminando treinta y ocho años, hasta que desapareció del campamento toda aquella generación de guerreros, como les había jurado el Señor. La mano del Señor pesó sobre ellos hasta que los hizo desaparecer del campamento. Y cuando por fin murieron los últimos guerreros del pueblo, el Señor me dijo: `Hoy vas a cruzar la frontera de Moab por Ar'». El inválido representa, pues, al pueblo sometido al pecado que impide entrar en la tierra prometida; de él va a librarlo Jesús, haciéndolo capaz de seguirlo en su éxodo (cf. 6,49-50.58).

5. Cf. Jeremias, Jerusalén, pp. 136-138: «En verdad, Jerusalén era, ya en la época de Jesús, un centro de mendicidad», que además estaba concentrada «en torno al templo». De este cuadro los mendigos eran sólo un aspecto: «Pero no sólo tenemos que recordar los mendigos para justificar la impresión de que Jerusalén, ya en la época de Jesús, era la ciudad de los holgazanes, y de que un numeroso proletariado, que vivía de la importancia religiosa de la ciudad santa, formaba parte de sus características más singulares». No es fácil, a pesar de la calificación de Jeremias, reducir todo el fenómeno a «holgazanería», tanto más cuanto que él reconoce las enormes proporciones que tomó esta situación: «Se constata con sorpresa cuántas gentes de esta clase salieron a la luz durante los últimos años antes de la destrucción; se formaron entonces bandas que aterrorizaron a todo Jerusalén y que, más tarde, llevaron la guerra civil a la ciudad. Ciertamente, entre estos revolucionarios hubo no pocos patriotas fervientes y hombres llenos de entusiasmo religioso; pero también hubo mucha gente a la que Josefo califica con razón de esclavos y de personas sin escrúpulos». A pesar de esta valoración negativa de algunos fermentos populares, Jeremias concluye: «La importancia que tuvieron los factores sociales en el movimiento zelota se deduce, de forma especialmente clara, del entusiasmo con que estos libertadores del pueblo, en el año 66 d. C., quemaron los archivos de Jerusalén para destruir los documentos de deudas que allí se guardaban».

6. Cf. Jeremias, Jerusalén, p. 138: «Esta piscina debió de ser un lugar muy frecuentado para pedir gracias (aún después del 70 se consideraba curativa, según indican los exvotos encontrados en las excavaciones)».

7. Cf. S: B. II, 530s.


 

Jn 5, 9b-15


CONTENIDO Y DIVISION


La perícopa subraya, por un lado, la soberana indiferencia de Jesús por la institución judía; él actúa con plena independencia de toda Ley y norma oficial. Determina, por otro, cuál ha sido la liberación efectuada por Jesús. La parálisis e inutilidad del hombre procedían de su sumisión al sistema religioso opresor.

Contiene dos escenas. La primera (5,9b-13) describe el encuentro del hombre con los dirigentes, que le dan una orden contraria a la de Jesús. La segunda (5,14-15) narra su encuentro con Jesús en el templo y su información a los dirigentes judíos.

Puede dividirse así:

5,9b-13: El precepto del descanso, obstáculo a la libertad.
5,14-15: El pecado, causa de la invalidez.


LECTURA

El precepto del descanso, obstáculo a la libertad

5,9b Era descanso de precepto aquel día.

No se había mencionado hasta este momento que aquel día fuese descanso obligatorio. Jesús ha procedido como si no existiese, sin tener en cuenta para nada las disposiciones de la Ley ni la interpretación que de ella se daba. Muestra su absoluta independencia respecto a las instituciones de Israel, cuya desaparición, con la de la alianza, había anunciado en Caná (2,1-11). Su propuesta había sido rechazada de plano por los dirigentes. Ahora él ignora absolutamente la existencia de las instituciones, que ellos controlan. Se ha colocado al margen del sistema religioso. Su actividad en favor del hombre no está limitada por ninguna Ley.

La violación del descanso será la piedra de escándalo para los dirigen-tes judíos. Jesús no suscita la cuestión del día festivo ni pretende hacer polémica contra él; usa de su libertad y continúa su tarea. Para él cuenta sólo el bien del hombre en cualquier circunstancia.

10 Dijeron, pues, los dirigentes judíos al que había quedado curado: «Es descanso y no te está permitido cargar con tu camilla».

Aparecen los dirigentes judíos, los que controlan la fiesta y el sábado. Estos sí son bien conscientes del día de fiesta, e inmediatamente se dirigen al hombre curado.

No les interesa su persona ni los motivos que pueda tener para ir cargado; se preocupan tan sólo de la observancia de la Ley y, en nombre de ella, le recuerdan que está prohibido llevar la camilla. Su prohibición se opone palabra por palabra a la orden de Jesús (5,8: carga con tu camilla).

La importancia del tema que aquí se aborda está en paralelo con la que asumía entre los judíos la observancia del sábado, prototipo del descanso obligatorio 1. Según Ex 20,8-11, se fundamentaba el precepto en el descanso de Dios acabada la creación 2. En el libro apócrifo de los jubileos, anterior al NT (siglo ii a. C.), se presenta el precepto del sábado como la primera ley recibida por los hombres y, por consiguiente, como el punto central de toda la Ley. Por eso, su violación por el trabajo tenía pena de muerte 3. Según la doctrina rabínica, este precepto obligaba tanto como todos los otros preceptos de la Ley juntos y aún más que ellos 4.

La observancia del sábado equivalía, pues, a la de toda la Ley; su violación o desprecio lo era de la Ley entera. Llevar la camilla a cuestas, sabiendo que era día de precepto, significaba no reconocer la Ley, considerarse libre de sus obligaciones y de la autoridad de sus custodios e intérpretes, los dirigentes.

Controlada por ellos, la Ley no tolera la libertad del hombre; éste no es dueño de sus acciones, tiene que atenerse a lo que está mandado. Invocando el día sacro, máximo precepto de la Ley, quieren quitarle la libertad que le ha dado Jesús. Es más, si éste hubiese observado la Ley, el hombre seguiría inválido.

Al incluir en las palabras/mensaje de Jesús, que curan al inválido, una violación del precepto (carga con tu camilla), indica Jn la relación existente entre la Ley y la invalidez, ya insinuada anteriormente al colocar la multitud de enfermos en los pórticos que representaban la Ley (5,2-3 Lects.). Siendo ésta utilizada como instrumento de opresión, era la causa de la enfermedad y prohibía la curación. Por su medio se tenía al pueblo reducido a la impotencia. La Ley estaba al servicio del poder y, como podía deducirse del caso del funcionario real, era el poder el que tenía al hijo/pueblo al borde de la muerte (4,49.53 Lects.).

La camilla, lugar de la inactividad, se identifica con el sábado, precepto de la inactividad; es éste, y con él la Ley entera, la causa y el aliado de la invalidez. La sumisión al régimen encarnado en la Ley es lo que convertía a la camilla en «tu camilla» (5,8.9.10.11). Jesús ha dado al hombre la facultad de desembarazarse de su sujeción, de disponer de lo que lo tenía subyugado. Se alían, por un lado, la fiesta de los Judíos (5,1), en la que el pueblo constituye un espectáculo de dolor y miseria (5,3); por otro, el precepto del descanso, que quiere impedirle la libertad, y con él la Ley, que, manejada por las autoridades, causa la postración del pueblo.

No se indica que el hombre hubiera salido del recinto de la piscina ni dónde se encontró con los dirigentes. Esto confirma que la piscina representaba la ciudad (5,2-3 Lects.).

11 El replicó: «El que me dio la salud fue quien me dijo: `Carga con tu camilla y echa a andar'».

El hombre da su explicación. El hace lo que le han dicho. Se ha sentido libre de la Ley, porque el que fue capaz de darle la salud podía darle con más razón la libertad.

12 Le preguntaron: «¿Quién es el hombre que te dijo: `Carga y echa a andar?'».

La réplica del hombre alarma a los dirigentes; no se trata ya de una violación particular cometida por un individuo poco religioso, existe alguien que se arroga el derecho de eximir de la Ley. No reaccionan ante la noticia de la curación. El bien del hombre no les importa; en cambio, le preguntan inmediatamente quién puede ser ese que se atreve a dis-pensar a los otros de sus obligaciones religiosas.

Aparecen aquí dos mundos: el de los dirigentes, pendientes sólo de imponer la observancia, y el de la muchedumbre, que ansía aprovechar la mínima esperanza de salir de su estado (5,7). Son dos esferas incomunicadas, aunque no independientes, porque los dirigentes se arrogan el dominio sobre la masa del pueblo. Ellos no buscan soluciones a la desesperada situación; añaden encima otra esclavitud: la de los preceptos. La suerte de aquellos desgraciados les es indiferente; pero apenas advierten una erosión de su autoridad, intervienen sin tardar. La esfera legal es el ámbito de su poder; la Ley, el instrumento de su dominio. No cuenta para ellos que el hombre esté sano o enfermo; lo único que pretenden es conservar su hegemonía. En 2,13ss aparecía la Pascua del régimen como una explotación económica del pueblo; en 5,lss, la fiesta del régimen resulta una farsa. Hay una fiesta oficial, mientras existen multitudes abandonadas en su miseria. Un caso como el presente, el de un inválido curado, sería verdadero motivo de alegría en consonancia con la fiesta; pero los dirigentes la amargan invocando la obligación. La libertad de un hombre los irrita, y el hecho de que haya quien libere, los alarma. Ese tal es para ellos evidentemente «el hombre» enemigo de Dios dador de la Ley, pues se atreve a oponerse a ella.

Al preguntar quién le ha dado esa orden, los dirigentes ya no mencionan la camilla (Carga). Hacen resaltar, en el plano simbólico, la obra liberadora de Jesús. Haber puesto al hombre por encima de la obligación del descanso (la camilla) equivale a ponerlo por encima de toda norma que se oponga a su libertad de acción. Ven claro que, suprimida la sujeción al precepto, el hombre queda enteramente libre de su dominio.

La fiesta es contingente, ocasional, mientras la miseria es permanente. El pasaje subraya la total despreocupación de los dirigentes respecto al pueblo. El templo celebra sus fiestas sin cuidarse en absoluto de la situación real; es más, cuando surge un vislumbre de libertad, los adictos al régimen lo reprimen. Quieren apagar la vida, que es la luz (1,5; cf. 10,8).

13 El que había sido curado no sabía quién era, pues, como había mucha gente en el lugar, Jesús se había escabullido.

Se insiste en el hecho de la curación (El que había sido curado). El enfermo se había fiado de un hombre (5,12: Quién es el hombre) y ha encontrado su liberación. El que había perdido la esperanza de encontrar un hombre que le ayudase (5,7) lo ha encontrado en Jesús y, al fiarse de él, ha recobrado su propia humanidad. Antes no hallaba solidaridad, es decir, amor. La Ley no lo había dado; al contrario, utilizada por los dirigentes, lo impedía (cf. 2,4: no tienen vino). Ahora, en Jesús, comienza a brillar el amor leal de Dios.

«El lugar» es expresión consagrada para designar el templo (4,20; 11,48), donde debería haberse manifestado la gloria de Dios. Pero Dios no está ya presente en aquel templo, convertido en un mercado (2,16). Este «lugar» comprende la piscina (la ciudad), simbólicamente abarcada por los pórticos del templo que la domina (5,2); es el atrio (10,1) donde están las ovejas (2,14s; 5,2: la Ovejera) destinadas a la muerte. Es allí donde hay «mucha gente», la muchedumbre descrita al principio (5,3).

Jesús se había escabullido. No busca popularidad, sólo pretende dar vida. Ha devuelto al hombre su fuerza, sin exigirle nada. Amor es don gratuito.

El pecado, causa de la invalidez

14 Algún tiempo después, Jesús fue a buscarlo en el templo y le dijo: «Mira, has quedado sano. No peques más, no sea que te ocurra algo peor».

Ha pasado algún tiempo y Jesús se encuentra con el hombre a quien había liberado de su enfermedad. La localización, en el templo, recoge la del verso anterior, en el lugar. El templo ha dejado de ser el lugar donde está Dios y Jesús se propone sacar de él al pueblo (2,15b Lect.). Mantenerse en su recinto significa aceptar ser explotado y renunciar a la libertad. Ese templo y su culto han de desaparecer (4,21); es incompatible con Jesús, cuya persona va a sustituirlo (2,19). El templo, además, impone la Ley al pueblo entero, reduciéndolo a la miseria y a la. impotencia (5,2 Lect.).

Al encontrarlo allí, Jesús le da un aviso: No peques más, no sea que te ocurra algo peor. Estas palabras indican, en primer lugar, que su enfermedad, y, lo mismo la de los demás enfermos, el pueblo, estaba causada por su pecado. Por otra parte, su contrario, la salud, viene de la palabra de Jesús y significa fuerza que libera, permitiéndole salir de la postración causada por el dominio de los que controlan la Ley. El pecado consiste, pues, en aceptar voluntariamente el dominio de la institución, avalando con la sumisión el régimen de injusticia.

El pecado de este hombre era el pecado del mundo (1,29), es decir, la renuncia voluntaria a la vida, la sumisión a las tinieblas no reconociendo la luz (1,10). Jesús lo ha liberado de las tinieblas-muerte, del sistema opresor. Para los dirigentes, pecado era ir contra su Ley; para Jesús, ir contra la vida, que va realizando el proyecto creador de Dios.

Si, después de haber descubierto la libertad, sigue dando su adhesión al régimen injusto, puede sucederle algo peor, no ya la enfermedad, sino la muerte misma. Jesús, sin embargo, no fuerza su decisión; lo mismo que dejó a su iniciativa el levantarse, cargar con su camilla y echar a andar, ahora no le impide dar un paso atrás, que sería definitivo. Frente al dominio e imposición de los dirigentes, Jesús se presenta como el que restablece la libertad respetándola. El no se impone al hombre ni lo domina. Lo mismo sucederá al final con Judas; Jesús pondrá en sus manos su propia vida, dejándole la opción de adherirse a él o de entregarlo a la muerte (13,26s Lect.).

15 El hombre notificó a los dirigentes judíos: «Es Jesús quien me ha dado la salud».

Una vez que ha conocido a Jesús y ha recibido su aviso, el hombre va a ver a los dirigentes, que le habían prohibido ser libre invocando el precepto. Su frase se contrapone a la que ellos habían pronunciado: Es descanso y no te está permitido; el hombre responde: Es Jesús quien me ha dado la salud, aludiendo a su frase anterior: el que me dio la salud fue quien me dijo: «Carga con tu camilla». Jesús es la norma en lugar del sábado. El, que da la vida, sustituye a la Ley de muerte. Por boca de este hombre, el pueblo liberado atribuye su salvación a Jesús (= Dios salva, libera), y da testimonio de ella ante sus antiguos opresores. La insistencia en el nombre de Jesús en estos episodios (5,1.6.8. 14.15) se convierte en una confesión de su misión liberadora.

En la primera subida a Jerusalén denunció Jesús la institución del templo, provocando una adhesión numerosa, pero equivocada (2,23s). Sucede ahora la segunda, anónima, en la que Jesús libera al pueblo sin estrépito ni señales portentosas (4,48), sin aparecer como líder. Ha visitado ahora el templo sin darse a conocer; comunica vida al pueblo, quitando adictos a la institución judía y alentando a la ruptura. Ella es causa de la postración del pueblo y sólo a su pesar llega la salud. En todo caso, hay ya quien puede andar. Se hace posible comenzar el éxodo.

SÍNTESIS

En esta etapa de su actividad, Jesús prescinde por completo de los dirigentes y de la institución manejada por ellos, que habían rechazado su denuncia y su propuesta. Para él, lo único que importa es el hombre, por eso va adonde éste se encontraba reducido a la miseria y la impotencia. Procede así haciendo caso omiso de las prescripciones religiosas, y del todo indiferente a la opinión de las autoridades.

Capacita al hombre para la actividad haciéndolo caminar por su cuenta. La experiencia de su integridad recobrada le da la libertad frente a las instituciones. Jesús no provoca una rebelión, su misión no se define por oposición a aquel sistema político-religioso, sino por su aspecto positivo: comunicar salud y fuerza. Se propone formar una comunidad humana alternativa, creando el ambiente de la libertad y de la vida, don-de el hombre pueda entrar abandonando el régimen de opresión y de muerte. El pecado es quedar voluntariamente en la tiniebla, o volver a ella, renunciando a realizar el proyecto de Dios. Se perfila el éxodo del Mesías.
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1. Siendo el sábado el día de descanso obligatorio más frecuente y el prototipo del precepto, de ahora en adelante se hablará indistintamente de «sábado» o de «descanso de precepto».

2. Cf. Ex 20,8-11: «Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días traba-ja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que viva en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el mar y lo que hay en ellos, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó»: cf. Dt 5,12-15.

3. Cf. Leipoldt-Grundmann, El mundo del Nuevo Testamento I, 225.

4. Cf. S.-B. I, 905.


 

 

Jn 5, 16-30

CONTENIDO Y DIVISION

Ante la oposición de los dirigentes judíos, que invocan la Ley como expresión de la voluntad divina, expone Jesús el fundamento de su actividad liberadora. Su obra se identifica con la de Dios creador, que continúa trabajando en favor del hombre para llevarlo a la plenitud de vida. La voluntad de Dios sobre el hombre, que se convierte en norma para éste, se manifiesta únicamente en Jesús y en su actividad, y sustituye todos los antiguos códigos de moralidad o de conducta, en particular la Ley mosaica. Su obra es la del amor leal, que será el fundamento de la nueva alianza, en oposición a la de Moisés (1,17; 2,6). Estar con Jesús es estar con Dios, estar contra él es estar contra Dios. Su persona y actividad disciernen entre bien y mal. Eso se significa con la expresión «dar sentencia», que no implica un acto judicial (cf. 3,19), sino la separación que su presencia provoca entre los que están a favor o en contra del hombre.

La perícopa comienza notando la oposición de los dirigentes, que persiguen a Jesús por su actuación y que, ante su respuesta, se proponen matarlo (5,16-18). Jesús les contesta con una larga exposición. En primer lugar, explica que su actividad es la misma de Dios y encarna su voluntad y su designio. No existen otros principios de moralidad o de conducta que puedan pretender autoridad divina (5,19-24). Finalmente, anuncia su propósito: invitar a la plenitud de vida a los sometidos a la muerte. El éxito o fracaso del hombre de toda época depende de su conducta con los demás. Este es el designio de Dios (5,25-30).

Puede dividirse así:

5,16-18: Empieza la persecución a muerte

5,19-24: El Hijo, única manifestación de la voluntad y de la obra de Dios.

5,25-30:
La actividad (le Jesús. El criterio de vida.

 

LECTURA
Empieza la persecución a muerte

5,16 Precisamente por esto empezaron los dirigentes judíos a perseguir a Jesús, porque hacía aquellas cosas en día de descanso.

La persecución a Jesús toma pie de su actividad en día festivo, cuyo precepto, regulado por las escuelas de interpretación, era la expresión máxima de la obligación de la Ley. Para los dirigentes era medio de control sobre el pueblo y prueba de la sumisión de éste; al observarlo, el pueblo reconocía la autoridad divina que reclamaba la enseñanza oficial. Eximirse del precepto era negar tal autoridad a su enseñanza y, por tanto, negarles el derecho a imponerla. Al no reconocer la obligación del descanso, y con ella la de la Ley, Jesús les quita la legitimación de su poder, los elimina como mediadores entre Dios y el hombre. El no emplea violencia alguna, pero su actitud y actividad minan las bases del sistema judío. Esto es lo que los alarma. Son indiferentes al bien del hombre; lo único que importa es la incolumidad de la institución que ellos representan. A la actividad de Jesús responden con la represión.

17 Jesús les replicó: «Mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo».

Era doctrina corriente en el judaísmo que Dios no podía haber interrumpido del todo su actividad el séptimo día, pues su actividad funda la de cualquier ser creado 1.

Jesús amplía esta concepción: El Padre no conoce sábado, no ha cesado de trabajar, porque mientras el hombre esté oprimido y privado de libertad, es decir, mientras no tenga plenitud de vida, no está realizado su proyecto creador. El sigue comunicando vida al hombre, su amor leal está siempre activo. Jesús, por su parte, actúa como el Padre, no reconoce leyes que limiten su actividad en favor del hombre.

Jesús no nombra el precepto legal. Este no es más que un caso particular, anulado por el principio de que la actuación de Dios en bien del hombre no conoce pausa ni límite. Llama a Dios su Padre (cf. 2,16), afirmando su relación particularísima y exclusiva con él. «Padre» implica origen (3,16), semejanza (1,14; 12,45), amor de Dios por Jesús (3,35). Su actuación está legitimada por la del Padre; es más, la hace presente. La actitud de ellos, en cambio, carece de legitimación. Con esto, Jesús declara que una doctrina religiosa que prescinde del bien del hombre no viene de Dios, y las obligaciones que impone, tampoco.

18 Más aún, en vista de esto, los dirigentes judíos trataban de matarlo, ya que no sólo suprimía el descanso de precepto, sino también llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose él mismo igual a Dios.

Semejante negación de las bases teológicas de su poder produce en los dirigentes el deseo de matar a Jesús. No basta una represión, hay que eliminarlo. Respecto al sistema religioso-político que representan, Jesús es un sedicioso. En primer lugar, muestra con su actuación que el amor de Dios llega al hombre directamente, sin intermediarios, y que la fidelidad del hombre a Dios no consiste en la observancia de preceptos. Queda así negado a la Ley todo papel mediador. El amor de Dios, hecho realidad en Jesús, toma su puesto (1,17). Los representantes de la Ley, sus intérpretes y custodios, pierden su función.

Pero la declaración de Jesús, como ellos entienden muy bien, va aún más lejos. Al llamar a Dios Padre suyo propio, afirma que Dios está con él y, en consecuencia, en contra de ellos, que se le oponen. Declara con esto que la institución regida por ellos, que se arroga autoridad divina, es ilegítima. Dado que la actividad de Jesús es la de Dios mismo, la enseñanza de ellos, que la contradice, es contraria a Dios. Para colmo, ven que Jesús se coloca en la categoría divina (llamaba a Dios su propio Padre), se hace igual a Dios, y les resulta intolerable\En esto se descubre su ignorancia, pues tal es precisamente el proyecto creador (1,lc Lect.; 1,18: el único Dios engendrado). Pero ellos tienen mentalidad de siervos, no de hijos (3,36b Lect.; 8,34s). Al llamar a Dios «mi Padre», Jesús se proclama su único representante. Es la ruina de su poder religioso.

Por eso conciben la idea de matarlo. Jesús ha dado salud y libertad. Entran en conflicto dos intereses: uno, por el bien del hombre; otro, por el prestigio de la institución. Los dirigentes no dudan por un momento. Si Jesús se pone de la parte del pueblo y con eso amenaza su poder, ha de ser eliminado. Los que así piensan son los que se proclaman representantes legítimos de Dios, los que se opusieron a Jesús en el templo, porque denunciaba su culto explotador (2,18). Invocan ahora la fidelidad al mandamiento de Dios (5,10). Al ver amenazada su hegemonía, conciben sin más la idea del homicidio. Bajo capa de religión, defienden sus propios intereses.

El Hijo, única manifestación
de la voluntad y de la obra de Dios

19-20 Reaccionó Jesús diciéndoles: «Pues sí, os lo aseguro: Un hijo no puede hacer nada de por sí, tiene que verlo hacer al padre. Así, cualquier cosa que éste haga, también el hijo la hace igual, pues el padre quiere al hijo y le enseña todo lo que él hace, y le enseñará obras mayores que éstas para vuestro asombro».

Jesús responde con fuerza (Pues sí, os lo aseguro). Describe la identidad de acción entre él y el Padre tomando pie de un hecho de experiencia, el del padre que enseña su oficio al hijo. Lo hace por cariño, y para el hijo no tiene secretos (cf. 1,14: comunicación de toda la gloria/ riqueza del Padre; 3,35: el heredero universal). Pero aún no han visto ellos todo lo que el Padre puede enseñar a Jesús. El futuro les reserva sorpresas.

Con esta comparación identifica Jesús de nuevo su actividad con la del Padre: es la misma obra creadora (5,17) aprendida de él. Recalca la legitimidad de su postura y, por tanto, priva a sus adversarios de todo argumento. Lo que practican y enseñan no lo han aprendido de Dios. De hecho, ellos, que ya se proponen matar a Jesús (5,18), aprenden su actividad de otro padre, «el diablo», el enemigo del hombre (8,44). La Ley, en cuyo nombre se oponen a Jesús, no es expresión de la voluntad divina, ni refleja el ser de Dios (1,17). La controversia ya no gira en torno al episodio particular del inválido (cargar con la camilla); opone la Ley mosaica, representada por el precepto del descanso (5,18a), y la persona de Jesús, que se coloca por encima de ella haciéndose igual a Dios (5,18b). Tampoco Jesús se refiere a una acción particular, sino que ha enunciado un principio general (mi Padre trabaja y yo también trabajo), que se extiende a toda su actuación. Afirma que no admite norma exterior que limite su actividad y que ellos no son quién para juzgarla, pues se trata de la actividad de Dios mismo. Excluye, por tanto, como norma, a la Ley en cuanto tal, no a una interpretación particular del precepto. A continuación va a exponerles algunos aspectos de la actividad aprendida del Padre.

21 «Así, igual que el Padre levanta a los muertos dándoles vida, también el Hijo da vida a los que quiere».

Jesús acaba de levantar a un inválido (5,8: Levántate), dándole salud y libertad; con él está dando vida a un pueblo muerto; se dibuja el horizonte de vida para la humanidad sojuzgada. Resuena el pasaje de Ez 37,1-14 (37,11s: «Esos huesos son toda la casa de Israel. Ahí los tienes diciendo: `Nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido; estamos perdidos'. ... Yo voy a abrir vuestros sepulcros, os voy a sacar de vuestros sepulcros, pueblo mío») 2.

La actividad de Dios respecto del hombre es darle vida, suprimir toda clase de muerte (1,4: la Palabra contenía vida); lo mismo la de Jesús. El da vida comunicando el Espíritu (cf. 6,63: es el Espíritu quien da vida; 1,33) recibido del Padre (1,32), que completa el ser del hombre (3,6). Su actividad anticipa el fruto de su muerte (19,30).

La frase a los que quiere no expresa discriminación, pues en Jesús Dios ofrece la vida a todos (3,16), sino su absoluta libertad para obrar; el Padre se lo confía todo (3,35), y nadie puede impedir su actividad, como lo habían intentado los dirigentes.

El pueblo muerto, a quien Jesús da vida, estaba representado por los enfermos tirados en los pórticos de la piscina (5,3). Ha levantado a uno de ellos, que los representaba a todos, capacitándolo para obrar por sí mismo. Su acción consiste en restituir al hombre su integridad, expresada por la postura erguida (levantar), permitiéndole ser dueño de aquello que lo reducía a la impotencia.

22 «pues ni siquiera el Padre da sentencia contra nadie, sino que la sentencia la ha delegado toda en el Hijo».

La primera actividad de Jesús era común con la del Padre. La segunda que describe es exclusiva de Jesús, por delegación del Padre.

Hay aquí una alusión a Dn 7,9-12, donde se describe la celebración de un juicio contra los poderes surgidos del océano. Es Dios mismo, el anciano, quien, sentado en su trono, lo ejerce. Sólo más tarde aparece en la visión la «figura humana» a quien se concede poder real y dominio sin fin sobre todos los pueblos (7,13s).

Jn, sin embargo, es mucho más audaz que Daniel. No es Dios quien ejerce el juicio y da la sentencia, sino Jesús, en quien el Padre ha delegado toda sentencia. Dará otro paso más: el personaje que en Daniel aparecía como «una figura humana», claramente identificada más tarde con el pueblo de los santos (7,27), es para Jn «un hombre», Jesús, a quien ha sido entregada ya toda potestad de pronunciar sentencia (5,27).

Hay aquí, por tanto, un uso del lenguaje de Daniel, pero traspuesto a una clave histórica, la de la persona de Jesús. Jn no espera un juicio más allá de la historia (5,28-29 Lect.); el juicio, como ya lo había ex-puesto en 3,18, se está celebrando ya, la sentencia se la da el hombre mismo. En esta perícopa no se propone la cuestión del juicio propiamente dicho, sino la de dónde se encuentra la voluntad de Dios, que distingue entre bien y mal. A la antigua Ley ha sucedido Jesús como única expresión de esa voluntad. El código a que hay que apelar es Jesús mismo. Lo que está de acuerdo con él y su actividad, está de acuerdo con Dios y queda considerado como bueno; lo que a él se oponga, está contra Dios y es condenado como malo. Jesús es la expresión plena y total de la voluntad de Dios, y su presencia discrimina entre bien y mal, entre buenos y malos. El Padre ha vaciado su voluntad en este mandamiento vivo que es Jesús, la expresión de su ser, el lugar de su gloria (1,14).

Pero esa voluntad de Dios en Jesús no se manifiesta, como la de la Ley, en un precepto negativo «no está permitido» (5,10), sino en una actividad vivificante (5,21.25). Este mandamiento vivo, que es Jesús, es el proyecto creador de Dios sobre el hombre, la plenitud de vida. Quien la acepta, está con Dios; quien la rechaza, está contra él.

Dios no da sentencia para nadie, es decir, él no dirime. Su voluntad está expresada total y exclusivamente por el Hijo, Jesús. No es criterio de estar a bien con Dios observar lo que prescribe la Ley, invocada por ellos para condenar a Jesús (5,16-18); sólo él define lo que Dios quiere o no quiere: estar a bien o a mal con Dios se mide por estarlo con Jesús.

23 «para que todos honren al Hijo como lo honran a él. Negarse a honrar al Hijo significa negarse a honrar al Padre que lo mandó».

No se puede, por tanto, distinguir entre Jesús y Dios. En sentido descendente, de Dios al hombre, la norma que el Padre propone es Jesús y sólo él; en sentido ascendente, del hombre a Dios, el honor tributado a Dios se identifica con el tributado a Jesús. No existe un Dios que se constituya en instancia superior a Jesús y a quien se pueda apelar contra él. El es la presencia del Padre en la tierra: no hay más Dios que el manifestado por él. Para los Judíos, la Ley era norma que viene de Dios, criterio de bien y de mal, modo de honrar a Dios y de asegurar la relación con él. En todos sus aspectos queda sustituida por Jesús: él es la presencia misma de Dios, la norma, el criterio de bien y de mal; la relación con Dios se identifica con la relación con él.

24 «Sí, os aseguro que quien escucha mi mensaje, y así da fe al que me mandó, posee vida definitiva y no está sujeto a juicio: ya ha pasado de la muerte a la vida».

Declaración solemne que concluye esta sección. Aceptar el mensaje de Jesús significa dar fe a Dios que lo envió. Se acentúa de nuevo la imposibilidad de separar a Dios de Jesús, de recurrir a Dios para oponerse a Jesús. Aceptar el mensaje de Dios, que es el de Jesús, produce en el hombre, ya ahora, una vida de tal calidad, que es definitiva y, en consecuencia, no puede cesar nunca. Este hombre pertenece ya al esta-dio de la creación terminada. Para el que la posee, el juicio es superfluo, ha pasado ya de la muerte a la vida. El verbo «pasar» está en relación con el éxodo de Jesús (13,1: su hora, la de pasar de este mundo al Padre;'cf. 7,3). Define aquí el éxodo que él propone, que es el paso a la plenitud de vida que él ofrece, saliendo del dominio de la tiniebla-muerte. La sentencia, como inmediatamente se explicará, equivale a la exclusión de la vida. Quien ha pasado ya de la muerte a la vida, no cae bajo sentencia alguna. En 3,18, la ausencia de juicio coincidía con la adhesión a Jesús; equivale en este pasaje a escuchar su mensaje dando fe al que lo envió.

La sentencia dada por Jesús sólo sanciona la decisión del hombre de no pasar a la vida, su opción en favor de la tiniebla (3,19; cf. 1,5). Quien da su adhesión a Jesús y a su mensaje, ha salido de la zona de la tiniebla-muerte. No hay otra manera de salir más que optando por Jesús.

La actividad de Jesús. El criterio de vida

25 «Sí, os aseguro que se acerca la hora, o, mejor dicho, ha llegado, en que los muertos van a oír la voz del Hijo de Dios, y los que la escuchen tendrán vida».

Tercera declaración solemne que introduce otro tema. Esa vida que anuncia Jesús para el hombre empieza a ser realidad. La humanidad vive en la zona de la muerte (tiniebla), pero esos muertos en vida (alusión a la muchedumbre de 5,3) van a oír la voz del Hijo de Dios, que es su mensaje (5,24) y el del Padre. Los que lo escuchen, es decir, los que le den su adhesión, pasarán a la zona de la vida.

Su voz y su mensaje son su palabra al inválido (5,8: legei; 5,24: logon), por la que lo invitaba a levantarse, a ser libre (carga con tu camilla) y a comenzar su actividad (echa a andar). El inválido escuchó sus palabras e hizo lo que Jesús le decía. La voz del Hijo de Dios que comunica vida es un mensaje de libertad y de iniciativa (5,8s), que lleva a romper con las dependencias y a vivir por sí mismo, en la adhesión a Jesús (5,15 Lect.). Así encuentra el hombre la vida plena.

26-27 «Porque lo mismo que el Padre dispone de la vida, así también ha concedido al Hijo disponer de la vida y, además, le ha dado autoridad para pronunciar sentencia, porque es hombre».

Da la razón de lo anterior. El Padre dispone de la vida, es decir, la posee y la comunica libremente, y lo mismo el Hijo, por don del Padre (5,21). Pero no son dos actividades separadas, pues el Padre ha delegado la sentencia en el Hijo, y ésta consiste en la exclusión de la vida. La sentencia condenatoria no se da por iniciativa de Jesús; se significa con ella que su presencia y actividad vivificante provocan en muchos un rechazo que equivale a su propia sentencia (de muerte) (cf. 3, 18s). Quien se opone a la vida, no puede recibirla.

La opción la provoca Jesús. Para elegir entre muerte y vida se necesitaba un punto de referencia, y éste es él, precisamente por ser hombre. En consecuencia, lo que va a decidir la suerte de los hombres será su actitud ante el hombre; no hay situación ante Dios que no dependa de la opción frente al hombre; la norma que sustituye a la Ley es el hombre; el juicio es la confrontación con el hombre.

En 5,25-27 Jesús aplica lo dicho en 5,21-24 a la realidad ya presente de la vida que él comunica. Sus palabras tienen un tono de aviso y quizá de amenaza a los dirigentes: los muertos van a oír su voz. Jesús no ha hecho más que empezar su actividad y ésa va a dirigirse al pueblo entero, que vive en la opresión. Vuelve a afirmar su libertad (5,21: da vida a los que quiere; 5,26: dispone de la vida) y precisa cuál es la norma que sustituye a la Ley: la actitud ante el hombre.

28-29 «No os asombre esto, porque se acerca la hora en que van a oír su voz los que están en el sepulcro, y saldrán: los que practicaron el bien, para comparecer y tener vida; los que obraron con bajeza, para comparecer y recibir sentencia».

Los dirigentes no deben extrañarse de lo que Jesús afirma. El criterio de juicio que él representa vale lo mismo para el pasado, porque corresponde al proyecto creador (1,1.4a). También los ya físicamente muertos (los que están en el sepulcro, por oposición a 5,25, los muertos en vida) son juzgados por la misma norma.

Esta hora va a llegar, pero aún no está presente (en oposición a 5,25). «La hora» se refiere a la muerte de Jesús (2,4 Lect.). La hora ya presente (4,23; 5,25) anticipa lo que va a tener realidad definitiva en la muerte de Jesús, «su hora» (2,4; 13,1; 17,1). Será entonces cuando comience realmente la nueva época de la humanidad (1,14.17).

La vida que Dios da al que opta por ella no está limitada por la muerte, el sepulcro no va a impedir su continuación. La muerte no iguala a los hombres, ni siquiera a los del pasado. Quien haya practicado el bien no tendrá una muerte definitiva, se levantará para seguir viviendo. Quien haya practicado el mal; quedará definitivamente excluido de la vida.

El criterio será, pues, la conducta con el hombre, manifestación de la actitud interior: practicar el bien es lo mismo que practicar la lealtad (3,21a) o actuar en unión con Dios (3,21b); se opone a actuar con bajeza (3,20), es decir, en contra del hombre.

El pasaje está inspirado en Dn 12,2: «Los que duermen en el polvo despertarán, unos para vida definitiva, otros para derrota definitiva». La frase de Jn 5,29: para comparecer y tener vida, y su paralelo negativo describen, bajo la figura de un juicio, la suerte del hombre. Como en Dn 12,2, a la vida se opone la sentencia o derrota, que es la no vida, la muerte. No se opone una vida feliz a una desgraciada, sino vida a sentencia que excluye de la vida. Cada hombre, con su conducta hacia sus semejantes, lleva al éxito o al fracaso el proyecto de Dios sobre él. Quien opta por la luz, que es la vida y el amor, tendrá vida definitiva. Quien opta por la tiniebla, que es la muerte y el desprecio del hombre, se condena a muerte definitiva.

30 «Yo no puedo hacer nada de por mí; doy sentencia según lo que aprendo, y esa sentencia mía es justa, porque no persigo un designio mío, sino el designio del que me mandó».

Para terminar esta sección del discurso reaparece el tema del principio (5,19). El Hijo no da sentencia siguiendo un propio criterio, sino según lo que aprende del Padre, quien le muestra cuál es su designio. La raíz de la injusticia es buscar el propio interés (cf. 7,17s.24). Al buscar exclusivamente la ejecución de ese designio, su sentencia es necesariamente justa, sin parcialidad alguna, pues su único criterio es el bien objetivo del hombre. Hay aquí una acusación implícita de sus adversarios, que lo han condenado a él y al hombre curado en nombre de la Ley (5,10.16). Esta, que debería ser una instancia de imparcialidad y de justicia, ha sido deformada por ellos al utilizarla para sus propios fines, oponiéndose al designio creador, inspirador de la Ley. Así han deformado también la imagen de Dios, haciendo de él un enemigo del hombre.

SINTESIS

Esta perícopa determina la norma de conducta dada al hombre por Dios. Jesús, único intérprete de la voluntad de Dios, trabaja como el Padre en favor del hombre; su obra es creadora como la de Dios mismo; es bueno lo que favorece la realización del proyecto creador, y malo lo que se opone a ella. Nada puede prevalecer contra la realidad y el incremento de la vida. La norma es el hombre mismo y su plenitud (1,4 Lect.).

Esa actividad ha comenzado ya y va a continuar, con todas sus con-secuencias: al experimentar sus efectos, los hombres se harán independientes de la opresión, para vivir en libertad y plenitud. Tal es el éxodo que Jesús propone.

Para el pasado vale el mismo criterio del presente. Es la opción en favor o en contra de la vida la que juzga al hombre. Quien se puso a su favor, tendrá vida para siempre. Quien la oprimió, se condena a muerte definitiva.
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1. Cf. S: B. II, 461s.

2. Cf. Os 6,2: «En dos días nos hará revivir, al tercer día nos levantará y viviremos en su presencia».



Jn 5, 31-47

CONTENIDO Y DIVISION

Jesús ha declarado que su actitud en favor del hombre es la única norma de conducta establecida por Dios y, en consecuencia, el único criterio para discernir entre bien y mal. Con esto anula la validez de la Ley mosaica. Pretende exponer ahora cuál es el fundamento objetivo de su extraordinaria pretensión. El lenguaje que usa es figuradamente forense, como si compareciese ante un tribunal para hacer valer la legitimidad de su derecho en contra de un adversario. A los ojos de todos la Ley tenía a Dios de su parte, y toca a Jesús aducir testimonios que corroboren su reclamación. Pero, siendo la autoridad divina el objeto en litigio, sólo Dios mismo puede dirimir la cuestión. Jesús, por eso, no acepta testimonios humanos. Dios, sin embargo, da testimonio en su favor a través de sus obras. Quien conciba a Dios como Padre tiene que concluir que las obras de Jesús, que realizan el bien concreto del hombre, son de Dios. Sólo quien defiende la falsa idea de un Dios más celoso de la observancia de su Ley que del bien del hombre puede rechazar tal testimonio.

Pasa entonces Jesús a determinar cuál es el papel de las antiguas Escrituras, de las cuales forma parte la Ley que ellos han absolutizado. Eran una promesa y un anuncio de la realidad que se verifica en Jesús, de la vida que él comunica. Considerarlas como fuente de vida en sí mismas, suprimiendo su relación esencial al futuro, ahora presente en él, impide comprender su verdadero sentido. Incluso Moisés, a quien ellos atribuyen como único papel el de legislador, encuentra su pleno significado como figura anunciadora de la realidad de Jesús.

La perícopa se refiere a los testigos que legitiman la misión de Jesús. Tiene dos partes, que exponen los testimonios presentes (5,31-38) y los del pasado (5,39-47), acabada cada una por una afirmación de la incredulidad de los Judíos. En la primera parte, después de renunciar a su propio testimonio, Jesús anuncia otro de validez cierta. No es el de Juan Bautista, porque Jesús no se apoya en testimonios humanos. El Padre mismo da testimonio a través de sus obras en favor del hombre (5,36-37a), pero sus adversarios no dan fe al enviado de Dios (5,37b-38).

La segunda parte expone cómo la Escritura ha sido el testimonio perenne de la acción de Jesús; pero ellos, por absolutizarla, no la entienden ni se acercan a él (5,39-40). La razón de su incredulidad es el círculo de intereses que han creado y que los cierra al amor de Dios y a las palabras de Jesús (5,41-44). Moisés será su acusador, pues también él anunció la realidad nueva; ellos, sin embargo, no le dan fe, por lo que no pueden darla a Jesús mismo (5,45-47).

En resumen:

5,31-38: Testimonios en el presente.
5,39-47: La Escritura, testimonio perenne.


LECTURA
Testimonios en el presente

5,31-32 «Si yo fuera testigo en causa propia, mi testimonio no se-ría válido. Otro es el testigo en mi causa, y me consta que es válido el testimonio que da sobre mi».

La situación se concibe figuradamente como un litigio en que Jesús, frente a un adversario, tiene que probar la validez de su causa. Cada uno aduce testigos para probar su legitimidad, pues no se admite como válido el solo testimonio de las partes contendientes. El adversario implícito es la Ley, que, según la opinión de los judíos, tenía a su favor el testimonio de Dios. Jesús va a aducir testimonios en favor suyo. No va a apoyarse en el suyo propio, pero sabe que tiene en su favor otro testigo irrecusable que demostrará la legitimidad de su postura.

33-34 «Vosotros enviasteis a interrogar a Juan, y él dejó testimonio en favor de la verdad. No es que yo acepte el testimonio de un hombre; lo digo, sin embargo, para que os salvéis vosotros».

Podrían pensar que se refiere al testimonio dado de él por Juan en la primera etapa de su labor. Aquel testimonio era válido, pero Jesús no se basa en él; para probar que su misión viene de Dios, no puede apoyarse en un testimonio humano. Aunque Juan era un enviado de Dios (1,6), no basta oponer la autoridad de Juan, que ha negado ser Elías o el Profeta (1,21), a la de Moisés. A ellos, sin embargo, les conviene recordar aquel testimonio, cuya validez confirma Jesús (en favor de la verdad), para dejar su inmovilismo y acercarse a Jesús, a quien Juan anunciaba (1,27). Así podrían alcanzar la salvación que, por su medio, Dios ofrece al mundo (3,17). Jesús no da sentencia contra sus adversarios, les da ocasión de rectificar.

35 «El era la lámpara encendida que brillaba, y vosotros quisisteis por algún tiempo disfrutar de su luz».

Juan no era la luz (1,6), era sólo un testigo en favor de la luz, que podía compararse a una lámpara, cuyo resplandor prometía la existencia de la luz plena. Los dirigentes se gloriaron por algún tiempo de la resonancia del mensaje de Juan, figura tan extraordinaria que se había llega-do a pensar que pudiera ser el Mesías (1,19s). No se trataba, sin embargo, de una verdadera adhesión a su mensaje, que anunciaba siempre a Jesús (1,15.27.29-34.36; 3,27-30), sino de un oportunismo (quisisteis por algún tiempo). De hecho, Juan tuvo que retirarse más tarde a un lugar fuera de su jurisdicción y acabó en la cárcel (3,23).

36-37a «Pero el testimonio en que yo me apoyo vale más que el de Juan, pues las obras que el Padre me ha encargado llevar a término, esas obras que estoy haciendo, me acreditan como enviado del Padre; y así el Padre que me mandó va dejando él mismo un testimonio en mi favor».

Mientras Juan daba testimonio con palabras (10,41: Juan no realizó ninguna señal, pero todo lo que dijo Juan de éste era verdad), Jesús no lo hace con declaraciones, sino con obras, con su misma actividad liberadora. El plural «obras» muestra de nuevo que la curación del inválido no había sido un caso aislado, sino un ejemplo o paradigma de la actividad de Jesús entre el pueblo marginado. La calidad de esas obras demuestra que Jesús es un enviado del Padre.

Su argumentación se basa en el concepto de Dios como Padre, ya explicado en el prólogo (1,14d; 4,53 Lect.). Al llamar a Dios «Padre», Jesús lo define como el que comunica sin límite alguno su riqueza, que es su vida y su amor. Es el Dios que demostró su amor a la humanidad dando a Jesús, su Hijo único (3,16). Ahora bien, todo el que reconozca que Dios es Padre, tiene que reconocer que las obras de Jesús, que, como las del Padre, comunican vida al hombre, son de Dios (5, 17.21).

Jesús está apelando implícitamente a un rasgo claramente expresado en el AT, que describe la solicitud de Dios por su pueblo, especialmente por los débiles; se le llamaba «justo» porque hacía justicia al oprimido, rehabilitaba al calumniado, rompía el yugo opresor. Esta era también su exigencia, expresada con fuerza por los profetas:

Is 1,17: «Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda».

Is 58,6-7: «El ayuno que yo quiero es éste —oráculo del Señor—: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a Ios oprimidos, romper todo cepo; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne».

Is 61,1: «Me ha enviado para dar una buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad».

Jr 21,11-12: «Escuchad la palabra del Señor: Casa de David, así dice el Señor: `Id temprano a administrar justicia, librad al oprimido del poder del opresor'».

Jr 22,15-16: «¿Piensas que eres rey porque compites en cedros? Si tu padre comió y bebió y le fue bien, es porque practicó la justicia y el derecho; hizo justicia a pobres e indigentes, y eso sí que es conocerme —oráculo del Señor».

Ez 34,2-4: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores? Vosotros os coméis su enjundia, os vestís con su lana; matáis las más gordas, y las ovejas no las apacentáis. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis las descarriadas ni buscáis las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes».

Sal 72,4.12-14 (Del rey mesiánico): «Que él defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador.
... Porque él libra al pobre que pide auxilio, al afligido que no tiene protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres; él vengará sus vidas de la violencia, su sangre será preciosa a sus ojos».

De estos y otros muchos textos que podrían citarse, se ve claramente que Dios está en favor del indefenso, del desgraciado. Quien hubiera penetrado en esta característica de Dios, tan prominente en el AT, tenía que concluir que la obra de Jesús en favor de los débiles era la de Dios, que Jesús era su enviado y que hacía lo que le ha enseñado el Padre (5,19-20). En 5,3 se retrataba el rebaño abandonado y maltrecho. Dios mismo había prometido buscar a sus ovejas dispersas como hace un pastor (Ez 34,11-12) y darles un pastor que cuidase de ellas (Ez 34,23: «Les daré un pastor único que las pastoree, mi siervo David; él las apacentará, él será su pastor»).

Frente a las teorías sobre el origen del Mesías (7,27), Jesús, para acreditar su misión, propone únicamente el testimonio de sus obras, según las promesas de liberación y salvación anunciadas en los textos proféticos (cf. 7,31).

Este testimonio de Jesús será también el de su comunidad. Como Jesús, deberá realizar las obras del Padre que lo envió (9,4). No existe otra prueba de la misión divina: quien, por amor al hombre, le comunica vida y libertad, es agente del Padre; quien se opone a la vida, no ejerce la actividad de Dios ni está con Dios. Su testimonio es algo inmediato, que cualquiera puede constatar; es objetivo, visible, palpable. Sólo puede negarlo la mala fe. Por eso, el testimonio de sus obras es testimonio directo de Dios. El amor al hombre, traducido en obras, está siempre apoyado por el Padre.

Moisés apelaba a la confirmación de Dios para legitimar sus obras: «En esto conoceréis que es el Señor quien me ha enviado a actuar así (LXX: `a realizar todas estas obras') y que no obro por cuenta propia» (LXX: `ap'emautou, de por mí', cf. 5,19.30). «Si éstos mueren de muerte natural ... es que el Señor no me ha enviado; pero si el Señor hace un milagro, si la tierra se abre y se los traga con los suyos..., entonces sabréis que estos hombres han despreciado al Señor» (Nm 16, 28-30). Las obras de Moisés no revelaban por sí mismas su origen divino, necesitaban una confirmación milagrosa; en este caso, un efecto de muerte. Las de Jesús, por el contrario, no necesitan legitimación alguna; ellas manifiestan sin equívoco la presencia del Padre, al manifestar su amor por el hombre. No son señales portentosas (cf. 4,48), espectaculares, ni mucho menos aterradoras; manifiestan la maravilla del poder creador de Dios, desarrollando y ampliando la capacidad del hombre.

37b-38 «Nunca habéis escuchado su voz ni visto su figura, y tampoco conserváis su mensaje entre vosotros; la prueba es que no dais fe a su. enviado».

De la exposición del testimonio en su favor pasa Jesús a la invectiva contra los dirigentes, que pretendían ser los depositarios de la auténtica tradición y los mediadores entre Dios y el pueblo; son ellos los que, en nombre de Dios, condenan a Jesús. Denuncia en primer lugar su des-obediencia. La frase escuchar su voz recuerda la exigencia de Dios en la antigua alianza pidiendo que el pueblo lo escuchara (Ex 19,5; 23,22), y las promesas del pueblo de escuchar lo que había dicho el Señor (Ex 19,8; 24,3.7 [LXX]), como ratificación de la alianza. Jesús les acusa de no haber escuchado la voz de Dios y no haber observado su alianza, como en 7,19 los acusará de no observar la Ley de Moisés que oficial-mente defienden.

La figura de Dios que menciona Jesús está también en relación con la alianza. En Ex 24,17 (LXX) se describe la manifestación en el Sinaí como la «figura de la gloria» de Dios, visible para todo el pueblo. Dios invitó a verla, pero éstos, que no han obedecido a su voz, no la han visto. Jesús les niega no ya el conocimiento pleno de Dios, que no tuvo siquiera Moisés (Ex 33,22), sino incluso el conocimiento propio de la antigua alianza, que debía haberlos preparado a la plena revelación en su persona. Allí apareció fuego voraz; ahora Jesús la revela como amor leal.

La consecuencia de su desobediencia y falta de fidelidad a la alianza es que han perdido el mensaje que ésta pretendía comunicar y que había sido renovado por los profetas. Han ignorado la verdadera característica de Dios, la de su amor al hombre. Este amor se hará realidad tangible y experimentable con Jesús (1,17), pero Dios quiso anunciarlo y prepararlo y ellos lo han ignorado. Por eso en Caná faltaba el vino (2,3). Dios había querido dar vino de amor a su pueblo, pero había sido sofocado por la institución judía, encarnada en el absoluto de la Ley (2,6 Lect.). Jesús denuncia un endurecimiento inveterado en los círculos dirigentes de Israel y da la clave para comprender el carácter opresor de sus instituciones. Nunca han escuchado el mensaje de amor que Dios proponía.

Se enfrentan aquí dos concepciones de Dios: el Dios de Jesús, el Padre, que ama al hombre y se manifiesta dándole vida y libertad, y el Dios de los dirigentes, el Soberano, que impone y mantiene un orden jurídico, prescindiendo del bien concreto del hombre. Por eso Jesús puede afirmar rotundamente que no conocen en absoluto al Padre; es más, incluso el mensaje transmitido, expresado desde el principio con la acción de Dios, que los hizo un pueblo precisamente al sacarlos de la esclavitud, tampoco lo han conservado. La descripción que Dios mismo hizo de sí a Moisés antes de la alianza: el Dios compasivo y clemente, paciente, grande en amor y lealtad (Ex 34,6), era precisamente la que correspondía a la obra de Jesús, hasta tal punto que la gloria del Padre, presente en Jesús, ha sido descrita por Jn con estas palabras de Dios (1,14.17). Ellos, sin embargo, han olvidado esta imagen dada por Dios mismo, para fabricarse la suya.

En efecto, en el Código de la Alianza que sigue al Decálogo (Ex 20, 22-25,33), entre la minuciosa casuística que regula materias diversas, se encuentran prescripciones relativas a la manera de comportarse con los «débiles», compendiadas de ordinario en la fórmula estereotipada de «forasteros, huérfanos y viudas», pero que abarcan toda clase de desvalidos que, por su condición, pueden ser objeto de explotación o abuso (22,20-26). Su grito, advierte el Señor, será escuchado siempre (22,22). Fue precisamente el grito de los israelitas, mientras sufrían la opresión en Egipto, el que motivó la intervención liberadora del Señor (Ex 3, 7-9). El actúa en favor del oprimido porque es compasivo (Ex 22,26: yo soy compasivo, hebr. hanun). Es una cualidad que lo definirá cuan-do más tarde Moisés le pida ver su gloria (34,6) y es ella la que lo mueve a liberar al pueblo y hacer su alianza con ellos. Por eso, a los israelitas que se conviertan a su vez en opresores, Dios los tratará igual que trató a los egipcios (22,23; cf. 4,23; 13,15). Es significativa a este respecto la expresión: Si prestas dinero a mi pueblo (hebr. 'et `ami), al pobre que habita contigo... (22,24); al hablar así, Dios separa momentáneamente al acreedor de su pueblo, constituido por los pobres.

Esto explica por qué los profetas, ante las injusticias que se cometen, denuncian el incumplimiento de la alianza y equiparan a Israel a los pueblos paganos (Is 1,10: Sodoma y Gomorra), descalificándolo como pueblo de Dios a pesar del culto esplendoroso que practican en el templo (Is 1,10-28).

Lo que ellos enseñan y sostienen es, por tanto, una traición a la revelación de Dios, tanto más grave cuanto que pretende ser la única doctrina auténtica.

La prueba de estas afirmaciones de Jesús es que no reconocen en su acción la de Dios y, en consecuencia, no dan fe a su enviado. Quien se cierra al bien del hombre no puede reconocer a Dios (cf. 7,17; 8,19.54s; 15,21; 16,3).

La Escritura, testimonio perenne

39-40 «Vosotros estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida definitiva; son ellas las que dan testimonio en mi favor, y, sin embargo, no queréis acercaros a mi para tener vida».

Después de exponer el testimonio de sus obras, que tienen ante los ojos, les recuerda el testimonio que viene del pasado, pero que sigue señalando a su persona. Tampoco hacen caso de 1as Escrituras, porque su modo de leerlas es equivocado. Piensan que van a encontrar en ellas lo que no contienen, vida definitiva, la realización plena del hombre 1.

Han absolutizado la Escritura como un todo completo y cerrado, en lugar de ver en ella una promesa y una esperanza. La estancia de Jesús en Judea había ya dado pie a una polémica contra la absolutización de los antiguos intermediarios de la alianza (3,22-36).

El verdadero papel de la Escritura era el mismo de Juan Bautista, dar testimonio preparatorio a la llegada del Mesías (1,6). Prometía la acción definitiva de Dios y anunciaba sus líneas maestras. Ellos no hacen caso de ese testimonio. En realidad, no pueden hacerlo, porque su clave de lectura es falsa, dado que no captan el rasgo fundamental de Dios: su interés y su amor por el hombre (cf. Ex 22,20-26). Por eso no ven la necesidad del cambio (2,9b-10 Lect.) y son hostiles a Jesús, que era el objeto de la esperanza. No van a él para obtener vida. De hecho, al no conocer a Dios como Padre, es decir, como dador de vida, ni siquiera saben lo que ésta significa.

41-42 «Gloria humana, no la acepto; pero de vosotros sé muy bien que entre vosotros no tenéis el amor de Dios».

Jesús no busca su prestigio. No les ha hablado así para pedir homenajes, sino para impedir que se pierdan (5,34). Es precisamente el rechazo de la gloria humana lo que lo pone de parte de los que no la tienen y lo hace capaz de una solidaridad y amor que llega hasta el don de su propia vida.

Establece un contraste entre él y sus adversarios 2. Jesús no necesita ni acepta el esplendor humano, porque él lleva en sí el resplandor del Padre (1,14: la gloria que un hijo único recibe de su padre), la plenitud de amor leal, que brilla y se da a conocer en sus obras. Su honor y su gloria es la actividad de su amor por el hombre, que manifiesta al Padre. No necesita otros honores.

Ellos, en cambio, forman un círculo en que el amor de Dios no está presente y, por tanto, no puede resplandecer. Se refleja aquí la experiencia propia de la comunidad cristiana, donde, según el mandamiento de Jesús, reina el amor, que constituye su distintivo (13,34s). El círculo judío, que carece de ese amor, busca el honor humano. Esto los hace insolidarios con los oprimidos; no están dispuestos a dar la vida, sino a quitarla, como ya pretenden hacerlo con Jesús (5,18; cf. 5,3). Jesús hace presente a Dios precisamente porque en él brilla su amor, y, según el proyecto creador, comunica vida al hombre. Los dirigentes, en cambio, que se afirman representantes de Dios, carecen de esa credencial, la única válida, y tienen que crearse su aureola a base de honores mutuos, con los que dan prestigio y consistencia a su grupo.

43 «Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me aceptáis; si otro viniese en su propio nombre, a ése lo aceptaríais».

Venir en nombre del Padre significa representarlo, realizar su obra trabajando en favor del hombre, sin buscar la propia ventaja. Al actuar así, Jesús está en contradicción con los dirigentes, para quienes no cuenta el pueblo, sino su propio interés (5,42: no tenéis el amor de Dios). Por eso no lo aceptan. Si otro viniese buscando su interés propio, despreocupándose del hombre, pero con deseo de propia afirmación, a ése sí lo aceptarían; estaría al nivel de ellos, entraría en su juego de poder.

Se delimita aquí la frontera entre Jesús y «el mundo», que se identificará con «los Judíos», los partidarios del sistema y sus instituciones (cf. 7,1.7). Se distinguen uno del otro en los objetivos que persiguen. Jesús y, tras él, los suyos (cf. 8,23; 17,14-16) son los que no buscan honor mundano; su gloria consiste en transmitir el amor y la vida de Dios al hombre (17,22), liberándolo de la esclavitud y de la muerte. «El mundo», por el contrario, se caracteriza por perseguir al propio interés, la propia gloria, despreciando y matando al hombre (8,44; 10,10). Es la oposición entre la vida, que es luz (1,4), y la tiniebla, que intenta apagarla (1,5).

44 «¿Cómo os va a ser posible creer a vosotros que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que se recibe de Dios solo?».

Han creado un círculo cerrado donde se apoyan unos a otros con las mutuas muestras de estima y honor. Ellos no se dan a los demás, reciben y aceptan la gloria que les dan. La gloria que viene de Dios, que es el amor, 1es obligaría a salir de sí mismos para darse generosamente a los otros. Eso no lo quieren. Ellos dan sólo para recibir, apoyan para ser apoyados. No conocen el don de sí, desinteresado y fiel. Cerrados en su círculo privilegiado, buscando sólo mantener su posición y prestigio, les resulta imposible creer. Así se explica la situación del pueblo, descrita al principio (5,3). Como arma de afirmación utilizan la Ley (5,10), cuyo espíritu no entienden (5,39). Sin conocer a Dios (5,37-38), se llaman sus representantes 3.

45 «No penséis que os voy a acusar yo ante el Padre; vuestro acusador es Moisés, en quien tenéis puesta vuestra esperanza».

No tienen que esperar una acusación futura de Jesús, que no ha ve-nido a condenar, sino a salvar (3,17), a ofrecer vida (5,40). La amenaza les viene de su propia incoherencia. Su acusador está ya presente, y es Moisés mismo, el autor de su Ley (7,19), el único de quien se profesan discípulos (9,28s), pues han deformado la Ley, utilizándola para sus propios fines. Los dirigentes no apelan a la tradición profética, los profetas han muerto (8,52.53).

46-47 «Porque si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, dado que de mi escribió él. Pero si no dais fe a sus escritos, ¿cómo vais a dar fe a mis palabras?».

Ellos no creen a Moisés, dado que éste, como la Escritura en general, tenía una misión preparatoria. La Escritura no tenía por objetivo crear una situación definitiva. Todo intento de absolutizar su contenido y las instituciones que en ella se apoyan va contra su misma naturaleza. Tampoco Moisés, con su obra, tiene un valor absoluto. Considerado el autor del Pentateuco, los cinco primeros libros de la Escritura, era como ésta un testigo de Jesús. Pero además Moisés, en sus escritos, describe también su propia obra, ligada toda ella a su papel de intermediario entre Dios y su pueblo y, como líder, instrumento de su acción libera-dora. El contenido, pues, de la Escritura atribuida a Moisés era, sobre todo, él mismo y su actividad; su persona y su obra eran un tipo que cobraba sentido en relación con la venida y obra de Jesús. Moisés, que no logró ver a Dios cara a cara, anunciaba a Jesús, que es el Hijo que mira el rostro del Padre (1,18), como la Ley de la alianza, que aspiraba al amor que no había logrado expresar, anunciaba la realidad del amor presente en Jesús (1,17). Tanto uno como otra, Moisés y la Escritura, ocupan un período de suplencia y de preparación. Pero los dirigentes no son capaces de ver en Moisés y en sus escritos una promesa, porque los han absolutizado y los han hecho instrumentos de su dominio. Instala-dos en su posición, borrando la esperanza vaticinada, no pueden dar fe a las palabras de Jesús.

Moisés les legó sus escritos, Jesús propone sus palabras o exigencias, que son la expresión de su misma vida y muerte y comunican vida (3,34; 6,68). La comunidad judía se apoyaba en su libro, hecho palabra muerta. La comunidad cristiana, que aquí se dibuja, escucha las palabras vivas de Jesús, pues su presencia es continua entre los suyos a través de su Espíritu, contenido en sus palabras (6,63), y que las recuerda y enseña en la comunidad (14,26).

La alusión final a Moisés en este capítulo prepara el siguiente. El recuerdo de su obra escrita, que contiene el relato de la liberación del pueblo, sacándolo de la esclavitud de Egipto, da la clave para interpretar la escena que sigue, en la que Jesús pasa el mar de Galilea y muestra la calidad de su éxodo.

SINTESIS

Como argumento único y decisivo de su misión divina, propone Jesús su propia actividad. No dialéctica, sino obras. Vuelve así al tema inicial del trabajo creador que él realiza. La plenitud de vida y libertad para el hombre es la obra del Padre que Jesús lleva a término. Estas son sus credenciales.

Con esto legitima Jesús toda actividad encaminada a comunicar vida al hombre, a darle libertad y dignidad, y niega legitimidad a cualquier institución que a esto se oponga.

La antigua Escritura anunciaba ya la persona y actividad de Jesús que había de realizar la liberación definitiva. En el mundo que había rechazado la luz (1,10) quedó un testigo de la esperanza. Los círculos de poder judíos, sin embargo, habían tergiversado su sentido, haciendo un absoluto de lo que era una etapa en el plan salvador de Dios, y habían ignorado su mensaje liberador, poniéndola al servicio de sus propios intereses.
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1. Cf. Tratado Abot, 2,7 (8): Hacer suyas palabras de la Ley es hacer suya la vida del mundo futuro; ibíd., A más estudio de la Ley, más vida.

2. Cf. Tratado Abot, 2,1: «Cuál es el camino recto que un hombre debe elegir? El que es un honor para él y le procura el honor de los hombres».

3. Téngase siempre presente todo lo que incluye en Jn la denominación «los Judíos» en cuanto adversarios de Jesús. En su acepción más amplia, designa a todos los adictos al régimen religioso-político de la época y a sus instituciones. En particular, a las autoridades, miembros del Gran Consejo (jefes), sumos sacerdotes y fariseos, que hacen causa común contra Jesús. Esto explica que Jn no nombre nunca a los saduceos como partido ni a los letrados como grupo particular. Todos están incluidos en la denominación «los Judíos» (1,19 nota).

J. MATEOS - J. BARRETO
EL EVANGELIO DE JUAN
Ediciones CRISTIANDAD
Madrid-1982, págs. 266-302