CAPÍTULO 20
3. REGRESO A JERUSALÉN (20,1-21,14).
a) Por Macedonia a Grecia (Hch/20/01-03a).
1 Después de serenado el alboroto, Pablo hizo buscar a los discípulos; les hizo una exhortación, se despidió de ellos y se fue con dirección a Macedonia. 2 De paso por aquellas regiones, los exhortaba con largos discursos, y así llegó a Grecia. 3a Tres meses permaneció allí.
Para dar vida a este relato de viaje, una vez más tan conciso, es conveniente consultar la segunda carta a los Corintios. En ella nos enteramos de que, aparte de otras razones, fue sobre todo la preocupación por la comunidad de Corinto, constantemente inquieta, la que movió al Apóstol a emprender el viaje a Grecia. Como hemos hecho notar anteriormente, es de suponer que ya antes había interrumpido la estancia en Éfeso con una visita, probablemente breve, a Corinto. La carta nos informa además de que Pablo había enviado entretanto a Corinto su colaborador Tito con un encargo especial -probablemente con la «carta de las lágrimas» (cf. 2Cor 2,4)- y ahora aguardaba con gran inquietud su regreso. «Cuando llegué a Tróade para anunciar el Evangelio de Cristo, aunque se me abrió una puerta en el Señor, no tuve sosiego para mi espíritu, por no haber encontrado a Tito, mi hermano, y entonces, despidiéndome de ellos, salí para Macedonia», leemos en 2Cor 2,12. Y en 7,5 se añade: «Pues la verdad es que, cuando llegamos a Macedonia, nuestra carne no tuvo reposo; por el contrario, todo fueron tribulaciones: por fuera, luchas; por dentro, temores. Pero Dios, que consuela a los abatidos, nos trajo el consuelo con la llegada de Tito.»
Lo que anteriormente había tenido que pasar en Éfeso, lo insinúa en la misma carta, donde dice (1,8s): «Porque no queremos que ignoréis, hermanos, la tribulación que nos sobrevino en Asia: tan pesadamente y por encima de nuestras fuerzas nos abrumó, que llegamos a perder toda esperanza de vivir. Sin embargo, hemos tenido dentro de nosotros mismos la sentencia de muerte, para que no estemos confiados en nosotros mismos, sino en el Dios que resucita a los muertos.» La sublevación de los plateros descrita por los Hechos de los Apóstoles, no fue, pues, lo único que Pablo hubo de soportar en Éfeso en punto a lucha y persecución. Es ya muy significativa, en efecto, la siguiente frase de la primera carta a los Corintios escrita en Efeso (15,32): «Si sólo por motivos humanos luché en Éfeso con fieras, ¿de qué me serviría?»
En Grecia, concretamente en Corinto, adonde se dirigió desde Macedonia después de recibir la buena noticia de Tito (2Cor 7,7), permaneció Pablo «tres meses», seguramente el invierno de 57-58 (lCor 16,6). No debemos olvidar que como conclusión de este período escribió una singular carta, en cuya exposición amplia y profunda reunió las ideas fundamentales de su mensaje de salvación: la carta a los Romanos.
b) Regreso por Macedonia a Tróade y Mileto (Hch/20/03b-16).
3b Ante las insidias tramadas por los judíos contra él, cuando se disponía a navegar a Siria, tomó la determinación de volver por Macedonia. 4 Le acompañaba Sópatro de Pirro, natural de Berea; los tesalonicenses Aristarco y Secundo; Gayo, que era de Derbe, y Timoteo, y Tíquico y Trófimo, que eran de Asia. 5 Éstos se adelantaron y nos esperaban en Troade. 6 Nosotros embarcamos en Filipos pasadas las fiestas de los ázimos, y sólo cinco días después los alcanzamos en Tróade, donde nos detuvimos siete días. 7 Congregados el primer día de la semana para partir el pan, Pablo, que intentaba marchar al día siguiente, se puso a hablarles, y alargó la plática hasta la medianoche. 8 Había muchas lámparas en la estancia superior donde nos hallábamos reunidos. 9 Y un muchacho, que se llamaba Eutiques y estaba sentado sobre la ventana, presa de un profundo sueño al prolongar excesivamente Pablo su discurso, vencido por el sueño, cayó desde el tercer piso abajo y fue recogido muerto. 10 Bajó Pablo, se echó sobre él y tomándolo en brazos dijo: «No os preocupéis. Su alma alienta dentro de él.» 11 Subió de nuevo, partió el pan, lo comió, continuó platicando bastante más hasta el alba, y por fin se fue. 12 Se llevaron al muchacho vivo y quedaron sumamente consolados.
Sorprende la lista exacta de los siete acompañantes. ¿Fue compuesta de memoria? ¿O está tomada del diario de viaje, del que parecen proceder los apuntes que siguen a continuación? En efecto, en 20,5 empieza a todas luces una sección «nosotros». ¿Por qué se mencionan aquí estos hombres, cuya mayoría aparece también en otros lugares de los Hechos de los apóstoles 24 o en las cartas de Pablo 25? Lo comprendemos si pensamos en la colecta que había llevado a cabo Pablo en Macedonia y en Grecia en favor de la Iglesia de Jerusalén.
Léase 2Cor 8-9, donde con gran reconocimiento se señalan las generosas comunidades de Macedonia y se anima a los corintios a imitarlas. También la carta a los Romanos, escrita en vísperas de la partida de Corinto, da testimonio de esta solicitud del Apóstol por los hermanos, cuando dice: «Pero de momento me encamino a Jerusalén, para realizar un servicio a aquellos hermanos. Porque Macedonia y Acaya tuvieron a bien hacer una colecta en beneficio de los pobres que hay entre los hermanos de Jerusalén... Así pues, en cuanto haya cumplido este encargo y haya consignado en sus manos esta colecta, me encaminaré a España, pasando por vosotros... Os ruego... que luchéis juntamente conmigo, dirigiendo a Dios oraciones por mí, para que me vea libre de los incrédulos que hay en Judea y para que mi servicio en favor de Jerusalén sea bien recibido por los hermanos» (Rom 15, 25ss).
Una extraña preocupación se siente en estas palabras. Parece que el celo del Apóstol por llevar a cabo la colecta se había mirado con malos ojos y con recelos por parte de algunos círculos de la primitiva Iglesia, y precisamente en Jerusalén. Así se comprende que el Apóstol diga en lCor 16,3s: «Y cuando llegue, enviaré a los que vosotros escojáis, con cartas de presentación, para llevar vuestro donativo a Jerusalén. Y si parece conveniente que vaya yo también, irán conmigo.» Todavía más claras son las frases en 2Cor 8,18ss, en las que Pablo presenta a un colaborador innominado, del que dice, hablando de la colecta: «También enviamos con él el hermano que es elogiado en todas las Iglesias a propósito del Evangelio. Y no sólo esto, sino que también fue elegido por votación de las Iglesias como compañero nuestro de viaje en esta obra de la gracia, obra administrada por nosotros para gloria del Señor y en testimonio de nuestra buena voluntad. Así evitamos que nadie nos pueda criticar en esta abundante colecta, administrada por nosotros. Pues procuramos hacer lo que es bueno, no sólo ante el Señor, sino también ante los hombres.»
Quien pondere atentamente estas palabras y establezca una conexión entre ellas, hallará muy comprensible que ahora Pablo, en vistas de su regreso a Jerusalén y de la aportación de la colecta tome sus precauciones y tome consigo en el viaje como acompañante y al mismo tiempo como delegados de las comunidades a los hombres citados en nuestro texto. Entre ellos hay que contar también a Lucas, que aunque no se menciona nominalmente, según todos los indicios asoma en la sección «nosotros», que se inicia en 20,5 y abarca todos los relatos -unas veces más claramente, otras menos- hasta el final del libro. Si Pablo celebró ya como fiesta cristiana «las fiestas de los ázimos» en la comunidad de Filipos, con la que, según el testimonio de la carta a los Filipenses, estaba estrechamente ligado, es cosa que no se puede establecer con seguridad. No están bastante claros los comienzos de la celebración cristiana de la pascua. Es además posible que nuestro pasaje sólo quiera dar un dato cronológico, como sucede con frecuencia en los Hechos de los apóstoles (2,1; 12,3; 27,9).
Con interés leemos el relato de la permanencia en Tróade. Duró siete días. Tróade tenía ya anteriormente especial importancia en el camino del Apóstol. Según 16,8, en Tróade tuvo lugar la visión nocturna en que se le llamaba a misionar en Macedonia. En 2Cor 2,12 escribe Pablo que en Tróade «se me abrió una puerta en el Señor», pero, debido a la preocupación por la comunidad corintia y por Tito que había sido enviado a ella, no pudo detenerse aquí más tiempo. Ahora aprovecha la ocasión y presta especial atención a la comunidad de Tróade.
El primer día de la semana se halla reunido con ella. Este «primer día» está, según el modo de hablar del Nuevo Testamento, estrechamente ligado con el mensaje de la resurrección de Jesús26. Sucedió al sábado como día dedicado al culto. Era natural que el día en que tenía lugar la asamblea litúrgica de la comunidad se celebrara como día del Señor. También en lCor 16,2 y en Ap 1,10 se testimonia el carácter especial de este día. En realidad, poco podemos decir sobre la forma de la celebración litúrgica. El «ministerio de la palabra» (6,4), lo del mensaje revelado, y el ágape litúrgico forman seguramente parte de la celebración dominical ya desde los principios. «Partir el pan» puede designar el ágape fraterno de los fieles, pero en nuestro pasaje designará de manera especial la celebración de la eucaristía, aunque todavía debían de estar fluctuantes los límites entre este ágape fraterno y la cena eucarística. Sin embargo, de las palabras del Apóstol en ICor 11,17ss se echa de ver cuán consciente era la Iglesia primitiva de la peculiaridad del banquete eucarístico.
Lucas menciona la celebración litúrgica en Tróade, sobre todo, para poder referir el pasaje del muchacho. En estas líneas se refleja el vivo recuerdo del testigo ocular. Este sabe el nombre del muchacho, Eutiques, se acuerda de las «muchas lámparas» que alumbraban «la estancia superior», y tampoco parece haber olvidado la duración de la alocución del Apóstol, pues dos veces alude a la prolongación de la plática. No se dice con toda seguridad que hubiese muerto el joven que cayó del tercer piso abajo, pero el relato parece querer testimoniar una resurrección. Esto está caracterizado también por la actitud del Apóstol. Parece obvio ver de nuevo en el relato una pieza paralela de la resurrección de muertos que se atribuye a Pedro en 9,36ss. Ambos relatos manifiestan también algunos rasgos parecidos. Las palabras que pronuncia Pablo traen a la memoria las que dijo Jesús al resucitar a la hija de Jairo (Mc 5,39).
Si en la historia de Tróade vemos la relación de
un testigo ocular, huelgan todas las tentativas de explicación desmitologizante,
teologizante o simbolizante. Nosotros tomamos el relato como confirmación de lo
que se lee en Mc 16,20: «Ellos luego fueron a predicar por todas partes,
cooperando el Señor con ellos y confirmando su palabra con las señales que la
acompañaban.»
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24. 19,22.29; 21,29; 27,2.
25. Rm 16,21; Col 4,7.10; Ef 6,21; 2Tm 4,12; Tt 3,12.
26. Mc 16,2; Mt 28,1; Lc 24.1.
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13 Nosotros, adelantándonos en barco, navegamos hacia Aso, con intención de recoger allí a Pablo, porque así lo había dispuesto él, que quería hacer el viaje a pie. 14 Cuando nos alcanzó en Aso, lo tomamos a bordo y llegamos a Mitilene. 15 Desde allí, navegando, pasamos al día siguiente frente a Quíos; al otro, cruzamos hasta Samos, y al siguiente arribamos a Mileto. 16 Había decidido Pablo pasar de largo por Éfeso para no verse obligado a detenerse en Asia, pues tenía prisa por estar en Jerusalén, si le fuera posible, para el día de pentecostés.
Esta indicación exacta y detallada de las fechas y
etapas del viaje sólo pueden explicarse como notas tomadas de un diario de
viaje. No conocemos la razón por la cual Pablo, que aparece claramente como el
jefe de la expedición, envía a sus compañeros por delante y los deja navegar
solos costeando el cabo Lecto, mientras que él recorre a pie el trayecto más
breve que lo separaba de Aso. Según el mapa, había una distancia de unos 40 km.
Es asombroso que el Apóstol, aquejado de enfermedades, tras los fatigosos días
de Tróade y la noche pasada en vela, recorra a pie el largo y probablemente
difícil camino por las lomas de la península. ¿Quería estar solo? Sólo podemos
admirar tal voluntad y tal hazaña. ¿Por qué le corría tanta prisa de hallarse en
Jerusalén por pentecostés? ¿Le interesa la fiesta judía, para la que acudían a
Jerusalén innumerables peregrinos de todos los países? Difícilmente se puede
pensar en una celebración de la fiesta de pentecostés con nuevo sentido
cristiano. Probablemente, la palabra «pentecostés» es también un mero dato
cronológico, como en lCor 16,8. En nuestro contexto, esta indicación de la fecha
explicará sobre todo la prisa, que no da a Pablo la oportunidad de volver a
visitar en su viaje de regreso el centro misional de Éfeso. ¿Fue realmente la
premura del tiempo la que le impidió ir a Éfeso? Si leemos las frases de la
segunda carta a los Corintios antes citada, podemos comprender que Pablo no
quisiera exponerse de nuevo al peligro de muerte del que le había librado «Dios,
que resucita a los muertos» (2Cor 1,9s). Sin embargo, el relato que sigue da a
conocer cuánta era su solicitud por Éfeso.
c) Discurso de Pablo en Mileto (Hch/20/17-38).
17 Desde Mileto envió a Éfeso a buscar a los presbíteros de la Iglesia. 18 y cuando llegaron a él, les dijo: «Vosotros sabéis muy bien cómo me he portado con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que puse el pie en Asia, 19 sirviendo al Señor con toda humildad, lágrimas y adversidades, ocasionadas por las insidias de los judíos; 20 cómo nada omití que os fuera de provecho ni dejé de predicaros e instruiros públicamente y casa por casa, 21 anunciando solemnemente a judíos y a griegos la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús. 22 Y ahora, encadenado por el Espíritu, voy camino de Jerusalén, sin saber lo que en ella me sucederá, 23 fuera de que el Espíritu Santo en cada ciudad me va asegurando que me esperan cadenas y tribulaciones. 24 Pero ya en nada estimo la vida, que sólo me será preciosa cuando termine mi carrera y el ministerio que recibí del Señor Jesús de anunciar el Evangelio de la gracia de Dios. 25 Ahora bien: yo sé que no veréis más mi rostro, vosotros todos, entre los que pasé predicando el reino. 26 Por ello quiero daros claro testimonio en el día de hoy que estoy limpio de la sangre de todos, 27 porque no rehusé anunciaros todo el designio completo de Dios. 28 Mirad por vosotros mismos y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os ha constituido inspectores para ser pastores de la Iglesia de Dios, que él se adquirió con su propia sangre. 29 Sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles, que no perdonarán al rebaño, 30 y de entre vosotros mismos surgirán hombres que enseñarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos en pos de sí. 31 Así pues, vigilad, recordando que, a lo largo de tres años, ni de noche ni de día cesé de aconsejar con lágrimas a cada uno en particular. 32 Y ahora os dejo encomendados al Señor y a la palabra de su gracia, que tiene poder para edificar y conceder la herencia entre todos los santificados. 33 Plata, ni oro, ni vestidos de nadie codicié. 34 Vosotros mismos sabéis que a mis necesidades y a las de aquellos que estaban conmigo sirvieron estas manos. 35 En todo procuré enseñaros con mi ejemplo que así, con fatigas, hay que socorrer a los necesitados y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: "Se es más feliz en dar que en recibir".» 36 Y dicho esto, doblando sus rodillas con todos ellos, se puso a orar. 37 Y hubo gran llanto por parte de todos, que, arrojándose a su cuello, lo besaban, 38 sumamente entristecidos, sobre todo por lo que había dicho de que ya no volverían a ver su rostro. Y le iban acompañando hasta el barco.
De intento hemos presentado el texto seguido, formando un todo, sin dividirlo en partes como en otros casos. En efecto, hay que leerlo primero como un todo, antes de pasar a destacar las diferentes frases. Nos hallamos ante uno de los discursos más conmovedores y más llenos de enseñanzas. Aun cuando también en este caso fuera la habilidad literaria del autor la que diera la forma y la impronta al conjunto, tenemos, sin embargo, al mismo tiempo la sensación de que no sólo se describe acertadamente la situación, sino que además en la reproducción del discurso se echa de ver la memoria fiel de quien, por tratarse de una sección «nosotros» (21,1), debió de presenciar la escena entera. Al lector atento llamará también la atención el que en este discurso -único dirigido a cabezas de la Iglesia, referido con tanta prolijidad en todo el libro de los Hechos- se hallan muchos enunciados y motivos que recuerdan vigorosamente las ideas de las cartas de Pablo. También esta observación apoya la conjetura de que aquí nos hallamos, en cuanto a lo esencial, ante un verdadero discurso de Pablo.
En la estructura de los Hechos de los apóstoles ocupa este discurso de despedida un puesto muy destacado. Aunque está dirigido a un círculo determinado, a los hombres de Éfeso, sin embargo se lee como un informe conmovedor, en el que no sólo se trata de la actividad misionera en Éfeso, sino que en él dirige el Apóstol una mirada a toda su actividad misionera hasta el presente. En efecto, como veremos a continuación, también el relato de los Hechos de los apóstoles se despide aquí de la exposición de la actividad del Apóstol, para ocuparse en lo sucesivo únicamente con los largos años de prisión de Pablo. Mirando a los enviados de Éfeso, ve Pablo a todas las personas con las que se había encontrado, desde su llamamiento como «siervo de Jesucristo... elegido para el Evangelio de Dios» (Rom 1,1), para anunciarles la palabra de la salvación.
Si Pablo hace venir a Mileto los presbíteros de Éfeso -y según 20,18.25, seguramente también de las zonas colindantes- de una distancia de unos 60 km, esto no es sólo una prueba de su incesante solicitud por su anterior territorio de misión y una señal de la adhesión de los llamados, sino también un acto de ejercicio de su poder, que le hace sentirse como apóstol de los gentiles (Rom l5,15s), dotado de responsabilidad y competencia para con todos. «Me debo tanto a griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes», escribe a la comunidad de Roma (Rom 1,14). Y en 2Cor 11,28 habla de «lo que pesa sobre mí cada día: la solicitud por todas las Iglesias». Y el discurso mismo, pese a todos los motivos de amorosa solicitud, en lo más hondo está penetrado de la conciencia de la autoridad apostólica, y al mismo tiempo también del conocimiento profético de lo que es inminente. Nos encontramos con pensamientos que en su enunciado básico tienen vigencia y significado en toda situación de la actividad pastoral en la Iglesia.
Fijémonos en los motivos del discurso. Es característico de la acción del Apóstol -característico también del interés de los Hechos de los apóstoles- que ya en la primera frase se recuerden las «adversidades» que le fueron «ocasionadas por las insidias de los judíos». Fueron los judíos los que para él, como en las demás etapas de su actividad, precisamente también en Asia, habían sido causa de su constante «tribulación» (2Cor 1,8). Hicieron de su ministerio un ministerio entre lágrimas. Al leer esto recordamos todas las declaraciones con que Pablo describe también en las cartas sus esfuerzos por el Evangelio. Como «siervo», sirve él a su Señor, al Kyrios Jesucristo (cf. Rom 1,1; Gál 1,10; Flp 1,1; 2,22), «en toda humildad» (cf. 2Cor 10,12; 11,7; 12,9ss, etc.), entre lágrimas y tribulaciones, como se describe en forma conmovedora en 2Cor 11,23ss (cf. 2Cor 2,4; Gál 4,19s).
Pablo transmitió sin disimulo y en toda su integridad el mensaje de salvación. Así lo encarece nuestro discurso en el v. 20 y en el v. 26s es todavía mayor el encarecimiento, que suena casi como una adjuración, cuando dice: «Por ello quiero daros claro testimonio en el día de hoy que estoy limpio de la sangre de todos, porque no rehusé anunciaros todo el designio completo de Dios.» ¿Por qué realza el Apóstol con tanto ahínco esta circunstancia? Suena como respuesta a una crítica, como justificación de uno que se ve atacado injustamente. Habla como pastor de almas, que se siente responsable de la salvación de los que le han sido confiados. En efecto, para el Apóstol que se despide -como para todo el que ejerce un ministerio con responsabilidad por otros- es una cuestión que les llega a lo más hondo, la de si ha hecho todo lo que es «de provecho» para estos otros y los conduce a la meta a que han sido llamados. Constantemente surgirá la cuestión que si el mensajero del Evangelio ha defendido y anunciado claramente y sin ambages la voluntad de Dios -incluso la que es molesta y que parece inaceptable-, sin cercenar ni falsear la verdad, sin consideraciones personales consigo mismo y con los otros.
«Ni dejé de predicaros e instruiros públicamente y casa por casa, anunciando solemnemente a judíos y a griegos la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús.» En estas palabras se encierra una plétora de medios y fines pastorales. Pablo es un enviado y un llamado. Como tal no aguarda cómodamente a que vengan las gentes, sino que él va tras ellas, las busca y las apremia para que se pongan en íntimo contacto con el Evangelio de la salvación (Rom 1,16). El relato de misión que ha precedido lo ha mostrado a ojos vistas. En el ágora de Atenas fue Pablo a los helenos, en las sinagogas habló a los judíos, y su mensaje era testimonio, no teoría sutil ni sabiduría presuntuosa, era testimonio de aquello de que él mismo, en su calidad de pregonero, estaba penetrado y movido en lo más hondo, testimonio de la experiencia del Espíritu y de la gracia. Quería convertir a Dios los hombres que estaban presos en el pecado y en el error, los helenos y también los judíos. Porque todos ellos «están privados de la gloria de Dios» (Rom 3,23) y están necesitados de la «fe en nuestro Señor Jesucristo» que opera la salvación. Para Pablo sólo hay un camino que lleva a Dios, el camino por Cristo Jesús, nuestro Señor. Quien está sólo algo versado en las cartas del Apóstol, sobre todo en la carta a los Romanos, percibe en este discurso de despedida el auténtico objetivo paulino.
La mirada del Apóstol se vuelve del pasado al futuro. Su meta es Jerusalén. No sabe lo que allí le aguarda. Un barrunto profético le dice que le «esperan cadenas y tribulaciones». El Espíritu Santo se lo va asegurando en cada ciudad. Aunque hasta ahora no se nos ha dicho nada de tales revelaciones, como las que hallamos en 21,4.11, esto no excluye, sin embargo, que hubieran tenido lugar. Las «cadenas y tribulaciones» forman parte del camino de aquel de quien se dijo en el momento de su vocación: «Yo le mostraré cuántas cosas deberá padecer por mi nombre» (9,16). Y una vez más hay que leer sus cartas, sobre todo la segunda a los Corintios, para comprender el misterio de la pasión, bajo cuyo signo estuvo puesta su vida desde Damasco.
Pablo sabe el sentido de su camino. No la «vida» terrena como tal es «preciosa» para él, sino que lo decisivo es que, como corredor en el estadio, «termine mi carrera y el misterio que recibí del Señor Jesús», que consiste en «anunciar el Evangelio de la gracia de Dios». En tales palabras se expresa la meta y la profunda emoción de la teología paulina. Quien conozca sus cartas, no tiene necesidad de que se le exponga esto en detalle.
Con razón se ha reconocido hasta qué punto los motivos de estas palabras están en consonancia con los pensamientos con que en los Evangelios se presenta el camino de Jesús a la pasión. Pensemos en la triple predicción de la pasión y en la interpretación de esta pasión por Jesús 27.
Pablo sigue su camino como «encadenado por el Espíritu». Se sabe atado, no es dueño de sí mismo, sino que se ha entregado a aquel que lo tomó para sí desde Damasco y desde Antioquía, el Espíritu Santo, que es efectivamente el «Espíritu de Dios» y el «Espíritu de Cristo» (Rom 8,9s). Según 13,2, este Espíritu lo separó para la obra que lo tenía destinado. Enviado por este Espíritu inició su misión (13,4), y este Espíritu estuvo con él hasta el momento presente. Como está un preso atado a su guardián, así Pablo se reconoce prisionero del Espíritu. En la previsión de lo que le espera, sabe que sus oyentes, los presbíteros de Efeso, y con ellos otros muchos que oyen estas palabras, no verán ya su rostro, y precisamente estas palabras hicieron que todos rompieran en llanto y quedaran consternados, como se dice en 20,37s (28).
El versículo 28 contiene una frase significativa para la teología de la Iglesia. Pablo diseña la posición y responsabilidad de aquellos sobre quienes pesa la solicitud por la «Iglesia de Dios». Aquí se expresa marcadamente la esencia divina y humana de la Iglesia. Esto se hace con la imagen del rebaño y del pastor, tan empleada en la Biblia. Los presbíteros se llaman aquí «obispos». En esta palabra no se hacía todavía entonces rigurosa distinción de ministerios eclesiásticos. Tomada a la letra significa: «inspectores», «guardianes», «vigilantes». La razón intrínseca de su designación no es su propia decisión, ni la voluntad de la comunidad -aunque ambos motivos influyen también-, sino que «el Espíritu Santo os ha constituido obispos», con lo cual su ministerio adquiere una calificación especial. Tampoco la Iglesia de Dios surgió por mera decisión y acuerdo humano, sino que fue «él se la adquirió» a un precio divino, con «su propia sangre». Sabemos a qué sangre se refiere, a la sangre de Jesús, al que «Dios públicamente presentó como medio de expiación por su propia sangre, para que mediante la fe» experimentáramos nosotros la «justicia» de Dios (Rom 3,25). Aquí se perciben los pensamientos fundamentales de la soteriología paulina. Por la acción misericordiosa de Dios con los hombres en su Hijo, por la prontitud de fe para aceptar la oferta de Dios surge la «Iglesia de Dios» y así recibe su dignidad y el fundamento de su vida. ¿Se nos ha dado a nosotros esta penetración en el verdadero ser de la Iglesia? ¿Nos hacemos cargo, en toda su profundidad, del ministerio de «ser pastores de la Iglesia de Dios»?
Pablo ve cómo lobos crueles asaltan el rebaño. La imagen es corriente en el Nuevo Testamento. Está tomada de las experiencias de la vida pastoril. El sermón de la montaña (Mt 7,15) pone en guardia contra los que, «vestidos con piel de oveja, por dentro son lobos rapaces». En la parábola del buen pastor (Jn 10,12) se nos presenta al «lobo», al que ve acercarse el asalariado para arrebatar y dispersar las ovejas. Pablo hace alusión a las persecuciones que atribularán a las comunidades desde fuera. Es posible que piense principalmente en los judíos. Sin embargo, más grave es el peligro que surge de la Iglesia misma y, con falsas doctrinas, introduce disensiones y divisiones en la Iglesia de Dios. La historia de la Iglesia ha escrito a lo largo de los siglos un triste comentario de esta predicción, de la que habla ya una dolorosísima experiencia de la Iglesia primitiva. «Así pues, vigilad», exhorta en su despedida el Apóstol a todos aquellos en cuyas manos deja su obra. La llamada a la vigilancia recorre todos los escritos del Nuevo Testamento. Es la llamada dirigida a todos los hombres que se hallan en el tiempo final. «Velad, pues, porque no sabéis cuándo va a venir el señor de la casa... Lo que a vosotros estoy diciendo, a todos lo digo: Velad.» Así exhorta Jesús en el discurso escatológico de Mc 13,35ss. Y en las cartas del Apóstol recurre constantemente la exhortación a la vigilancia. «Velemos y seamos sobrios», escribe en la primera carta a los Tesalonicenses (5,6). Si esta exhortación se aplica a todo el que, habiendo sido llamado, va al encuentro del Señor, afecta sobre todo a aquel que ha sido confiada, no sólo su propia salvación, sino también la de los otros. En la carta a los Hebreos se dice de los superiores: «Están velando por vuestras almas como quienes tienen que rendir cuentas» (Heb 13,17).
Pablo pone ante los ojos de los presbíteros su propio ejemplo. Los tres años que actuó en Éfeso fueron una vigilancia ininterrumpida. «Ni de noche ni de día cesé de aconsejar con lágrimas a cada uno en particular.» En 2Cor 11,27 habla de frecuentes noches pasadas en vela, «sin poder muchas veces dormir», y en ITes 2,9 leemos: «Recordad, si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas: día y noche trabajando para no ser una carga para nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.» El Apóstol se ganaba el sustento -para sí y para sus compañeros- con el trabajo de sus manos, y así debió de ser un cuadro conmovedor, cuando ahora, en Mileto, mostraba sus manos, que estaban marcadas con las huellas de un duro trabajo. Aquellas manos debían ser testigos de su desinterés y probidad, de su renuncia al dinero, a los bienes y a toda ventaja material. Aquí cita una sentencia del Señor, que no se halla en los Evangelios, con el que motiva su renuncia y propone un principio que, por lo menos en cuanto al espíritu, debería servir de norma y motivo a todo ministerio en la Iglesia.
Por razón de la síntesis, hemos saltado antes una frase, que ahora queremos resaltar debidamente, pues de lo contrario pasaríamos por alto algo fundamental en la pastoral paulina. La frase reza así: «Y ahora os dejo encomendados al Señor y a la palabra de su gracia, que tiene poder para edificar y conceder la herencia entre todos los santificados.» Toda exhortación e instrucción, todos los motivos de obrar procedentes de reflexión y experiencia humana son infructuosos e ineficaces si el poder de Dios, que todo lo penetra, no se posesiona del hombre vacilante y extraviado y lo introduce en el misterioso círculo vital de la gracia. Pablo habla de la palabra de la gracia. La expresión puede entenderse a varios niveles, pero en último término se refiere al «Evangelio de la gracia de Dios» (v. 24), al Evangelio en el sentido más amplio y pleno. El Evangelio es «palabra de la gracia» porque da noticia de la gracia salvadora del Dios misericordioso, pero al mismo tiempo es también gracia y da gracia al que con fe confiada se abre a la revelación de la salvación, que nos viene a nosotros en Jesucristo y en su palabra portadora de vida.
Esta palabra de salvación «tiene poder para edificar». De este «edificar» dice Pablo en 2Cor 5,17: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es. Lo viejo pasó. Ha empezado lo nuevo.» En Cristo estamos situados sobre una nueva base de vida, acogidos en el misterioso círculo vital de Dios. Pertenecemos a los santificados, porque «él nos libertó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor» (Col 1,13). Y así se nos ha otorgado una espléndida herencia. En efecto, este Hijo es según Rom 8,29 «el primogénito entre muchos hermanos», y nosotros estamos unidos a él, y por él a Dios. Así, en estas palabras de despedida deja Pablo asomar la entera riqueza del cristianismo, para con ello proporcionar a sus comunidades seguridad y apoyo para los días en que no haya de estar ya con ellas.
El Apóstol cae de rodillas, y ora, ora «con todos
ellos». Un cuadro emocionante. Esto no tiene nada de conmoción sentimental, aun
cuando seguramente el clamoroso llanto de sus oyentes lo conmueve hasta las
entrañas. Pablo sabe del poder y del consuelo de la oración. Quien conoce sus
cartas, sabe que constantemente asegura que ora por las comunidades. Les ruega
también que oren por él. En la carta a los Efesios (6,18) leemos: «Con toda
clase de oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu y velad
unánimemente en toda reunión y súplica por todos los santos, y también por mí,
para que Dios ponga su palabra sobre mis labios y me conceda anunciar con
valentía el misterio del Evangelio.» Al despedirnos con tales pensamientos de
esta conmovedora escena de Mileto quisiéramos preguntarnos si a nosotros se nos
ha dado como a Pablo conocer el sentido y el quehacer de nuestra condición de
cristianos y comprender a partir del misterio de Cristo nuestra vocación en el
pueblo de Dios.
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27. Mc 8,35ss; Lc 9,24ss; Jn 12,23ss.
28. ¿Realmente no volvió ya Pablo a Asia? No nos es posible responder con
certeza a esta pregunta. El relato de los Hechos de los apóstoles sólo llega
hasta la prisión preventiva del Apóstol, durante dos años, en Roma. Cierto que
las cartas pastorales presuponen una acción del Apóstol, fuera del marco de los
Hechos de los apóstoles, en regiones orientales y también en Éfeso (ITim 1,3).
Sin embargo, no ignoramos el carácter deuteropaulino de estas cartas, por lo
cual no podemos aducir sin más su testimonio. Es verdad que si se hubiese
cumplido la esperanza expresada por el Apóstol en la carta a Filemón (v. 22),
habría que suponer que fue dejado en libertad y que efectivamente tendría
ocasión de volver a ir a Colosas y por tanto también a Éfeso. A lo que parece,
en el momento de la redacción de los Hechos de los apóstoles, el autor no tenía
noticia de un segundo encuentro de Pablo con los presbíteros de Éfeso. Si la
fecha de esta redacción hubiera de fijarse, según la tradición más antigua, en
el año 63, esta ignorancia se podría en todo caso explicar, puesto que Pablo
sólo habría podido ir a Asia después de esta fecha. En cambio, si se sostiene la
opinión, muy propagada hoy, del origen más tardío de este libro, huelgan todas
estas consideraciones.