CAPÍTULO 8


PERSECUCIÓN. FELIPE

d) Comienza la persecución (Hch/08/01-03).

1 Saulo estaba de acuerdo con aquella muerte. Comenzó en aquel día una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén, y todos se dispersaron por los lugares de Judea y de Samaría, a excepción de los apóstoles. 2 Hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran luto por él. 3 Saulo, en tanto, devastaba la Iglesia: entraba de casa en casa; apresaba hombres y mujeres y los metía en la cárcel.

¿No resulta sorprendente ver de qué modo tan estrecho se enlaza en nuestro relato el nombre de Saulo con la historia de Esteban? En estos versículos se nombra tres veces a Saulo a corta distancia una de la otra. Se le acaba de nombrar como guardián de los vestidos de los que apedreaban, ahora se hace resaltar adrede su consentimiento en la ejecución, y dos versículos después Saulo aparece como el apasionado perseguidor de la Iglesia. Las declaraciones se intercalan unas en otras de un modo algo repentino. Sin embargo, cada frase tiene una especial relación con lo que sigue. Se tiene la sensación de que san Lucas se esforzó por poner en orden literario los distintos acontecimientos de la ulterior evolución de la Iglesia. En estas concisas frases tenemos en cierto modo un previo aviso de lo que va a suceder. De nuevo se quiere indicar cómo la persecución de la Iglesia está vinculada a su crecimiento y a la consecución de una mayor fortaleza. Por la sangre de Esteban la Iglesia recibe fuerza vital para un desarrollo fructuoso. El primer mártir es sepultado, y el joven Saulo que ha cooperado en su muerte, pronto experimentará «cuántas cosas deberá padecer» por el nombre de Jesús (9,16).

La muerte de Esteban significa, pues, una etapa memorable en la historia de la creciente Iglesia. Por la muerte crece la vida. Se nos recuerdan aquellas palabras profundamente misteriosas que Jesús pronunció teniendo ante su mirada su inminente pasión: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. De verdad os lo aseguro: si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, él queda solo; pero, si muere, produce mucho fruto» (Jn 12,23s). También recordamos las palabras de san Pablo: «Por eso me complazco, por amor de Cristo, en flaquezas, insultos, necesidades, persecuciones y angustias; porque, cuando me siento débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,10). Y de nuevo notamos aquel misterio de la Iglesia, que todo lo dirige y llena, y conduce la importancia externa a la victoria interna: el misterio del Espíritu Santo. Solamente por la actuación de este Espíritu fue posible que cuando las piedras caían sobre el discípulo de Jesús, él pudiera ver el cielo abierto y pudiera contemplar la gloria de Dios.

Al arrojar las piedras contra el mártir, no se perseguía solamente a Esteban, sino a todos los que se declaraban partidarios de él. «Comenzó en aquel día una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén.» La primera persecución de los cristianos tuvo lugar en Jerusalén en la época judeocristiana de la Iglesia. Unos judíos perseguían a otros por causa de la fe. Si lo observamos mejor, tenemos la impresión de que esta persecución no se dirigía contra todos los judeocristianos, sino sobre todo contra los grupos, cuyos jefes conspicuos fueron Esteban, juntamente con él los siete.

En efecto, resulta sorprendente que en el v. 1 se haga notar adrede que «todos se dispersaron... a excepción de los apóstoles». Por tanto los apóstoles pudieron quedarse. También vemos, por datos posteriores, que los apóstoles desde Jerusalén desarrollaron su posterior actividad, y, según parece, pudieron trabajar sin ser molestados 64. ¿Por qué pudieron quedarse? La razón de proceder así ya no era la orden dada por Jesús antes de su ascensión a los cielos, según la cual los apóstoles debían permanecer en Jerusalén (1,4). La orden de Jesús se relacionaba con el bautismo del Espíritu, que ya había tenido lugar en la fiesta de pentecostés. No parece que fuera decisivo el pensamiento de que los apóstoles como jefes responsables de la Iglesia no podían abandonar el puesto que les estaba asignado. Más tarde Pedro fue sin el menor reparo a «otro lugar», cuando después de su liberación de la cárcel de Herodes Agripa, quiso esquivar el ulterior peligro. Además se puede pensar en las palabras de Jesús: «Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra» (Mt 10,23).

Así pues, en cuanto es posible formarnos una idea de la índole y de la envergadura de la persecución, podremos suponer que no se pusieron trabas a los apóstoles. No sabemos el exacto motivo. Pero es muy natural acordarse del consejo de Gamaliel, que obtuvo la libertad de los apóstoles que habían sido acusados, en su segundo juicio oral delante del sanedrín (5,38s). Y también podemos sospechar que juntamente con los apóstoles el grupo «hebreo» de la Iglesia, de cuya existencia ya nos hemos enterado (6,1), no fue objeto inmediato de la hostilidad. Por su fidelidad a la ley y su amor a las leyes del culto del templo, dicho grupo fue considerado por la autoridad judía como no tan alarmante como el grupo helenista, que incluso dentro de la Iglesia causó tiranteces y dificultades (6,1). Parece que los helenistas con sus propias sinagogas (6,9) se hayan enfrentado con más libertad e independencia a la más estricta tradición nacional de la ley y del templo. Quizás también se pueda sacar esta conclusión por las acusaciones presentadas contra Esteban y por las palabras que pronunció acerca del templo (7,48ss).

Por tanto la persecución iniciada podría haber alcanzado en primera línea a los judeo-cristianos helenistas, lo cual también parece confirmarse por las noticias posteriores, ya que leemos: «Entretanto, los que se dispersaron a partir de la persecución que sobrevino cuando lo de Esteban, habían llegado hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar la palabra más que a los judíos. Pero había entre ellos algunos de Chipre y de Cirene que, al llegar a Antioquía, comenzaron a hablar también a los griegos, anunciándoles el Evangelio del Señor Jesús» (11,19s). Así pues, cuando aquí se dice que «todos» se dispersaron, hay que interpretar esta palabra como una manera de hablar generalizadora, limitando su alcance a los helenistas. Saulo también podría haber perseguido sobre todo a los helenistas, cuando entraba en las casas y metía en la cárcel a hombres y mujeres. No sin razón se pone a Saulo en primer término de un modo tan señalado en la condena del helenista Esteban.

Debió tener una especial importancia para la ulterior evolución de la Iglesia que hubiera helenistas dispersados por el país. Fueron ellos quienes por su mayor impresionabilidad y experiencia con el mundo no judío encontraron con mucha mayor facilidad el camino para llegar a los paganos, como lo hace comprensible la formación (que se acaba de mencionar) de la primera comunidad etnicocristiana en Antioquía (11,20ss). Por medio de los helenistas también se prepara el camino que recorrerán resueltamente Pablo y con él Bernabé para anunciar el Evangelio exento de la ley, superando la estrechez judaica. En la muerte de Esteban y en la primera persecución las disposiciones que se tomaron bajo la dirección del Espíritu Santo, redundaron en el mayor bien de la Iglesia. Una de las especiales intenciones de los Hechos de los apóstoles, como ya hemos visto varias veces, es iluminar estas conexiones.

Entre las frases que hablan de la persecución se intercala de una forma algo sorprendente la noticia de que «hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran luto por él». Leemos esta noticia con interés. De aquí deducimos que san Lucas también incluye los versículos 8,1-3 en la historia de Esteban, y por consiguiente hay que entender las noticias sobre Saulo y la persecución como íntimamente relacionadas con la muerte del mártir. Al mismo tiempo aquí concluimos que la hostilidad contra los discípulos de Jesús de ningún modo fue apoyada por todo el judaísmo. Porque los «hombres piadosos» que «hicieron gran luto por él» al fin y al cabo eran judíos que no temieron reconocer su estima por Esteban, incluso después de su muerte65.

En la conducta de estos judíos piadosos también se puede ver un ejemplo evidente del gran prestigio de que gozaba exteriormente la nueva comunidad. Los Hechos de los apóstoles ya lo han atestiguado varias veces. «Alababan a Dios y tenían el favor de todo el pueblo», leímos en 2,47, y en 5,13 se dijo: «De los demás, nadie se atrevía a mezclarse con ellos; pero el pueblo los tenía en gran estima.» También en las palabras de Gamaliel creímos percibir algo de esta gran estima, de tal modo que podemos entender la posterior tradición, según la cual Gamaliel sepultó a Esteban en su propia tumba, como hizo José de Arimatea en el entierro de Jesús (Lc 23,50). Incluso, pues, sobre el fondo oscuro de la persecución resplandece la imagen luminosa de la Iglesia llena del Espíritu de Dios, indestructible y victoriosa. Se ha cerrado la tumba del primer mártir, a él le seguirán otros innumerables como señal de un mundo incomprensivo, obcecado e insensible a la salvación. Pero también como señal de la invencible fidelidad a la fe y de la inquebrantable confianza con que la Iglesia siempre quiere completar en sus miembros «lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1,24). Así la Iglesia experimenta en los sepulcros de los mártires la gloria de Jesús resucitado.
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64. Cf. 8,14.25; 11,1,etc.
65. Según Dt 21,22s había que sepultar a un hombre que hubiese sido ejecutado, pero no se permitía celebrar en público las exequias fúnebres, como lo indican las prescripciones rabínicas de la Misnah, que probablemente ya se aplicaban en este tiempo
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3. FELIPE (8,4-40).

a) En Samaría (Hch/08/04-13).

4 Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando el Evangelio. 5 Así Felipe, bajando a la ciudad de Samaría, les predicaba a Cristo. 6 Y las gentes a una prestaban atención a la predicación de Felipe, al oír y ver las señales que hacía; 7 porque de muchos posesos salían los espíritus impuros clamando a grandes voces. Y muchos paralíticos y cojos eran curados. 8 Con esto hubo una gran alegría en aquella ciudad.

Como el viento proceloso esparce las semillas por la campiña, así también la persecución lleva a los dispersados por todo el país de Palestina, no como perdidos y extraviados, sino como mensajeros y testigos de la vida, como pregoneros y portadores de la salvación. La buena nueva del «Evangelio» iba con ellos. Inflamados por el fuego del espíritu pasaron a ser los que llevaban la llama sagrada. Un pensamiento fundamental de los Hechos de los apóstoles se muestra en esta frase exteriormente tan sencilla. La hostilidad y la persecución no pueden destruir la fuerza vital de la Iglesia, por el contrario la Iglesia crece y se desarrolla cuando se la amenaza e impugna. En el peligro se hace patente la proximidad del Espíritu Santo.

Nos gustaría conocer más pormenores de esta primera misión cristiana, que se extendió «hasta Fenicia, Chipre y Antioquía» (11,19). Nos gustaría saber cómo se llamaban los hombres que como desterrados introdujeron aquella fase trascendental de la historia de la Iglesia. Podemos pensar primeramente en el grupo del que formaba parte Esteban, y cuyos nombres se indican en 6,5. Pronto nos familiarizaremos con uno de ellos: Felipe. Sin embargo, juntamente con ellos habrá habido otros muchos que se convirtieron en pregoneros del Evangelio. ¿Qué características tenía el mensaje que anunciaban? Aún no había ningún Evangelio escrito. Las palabras y acciones del Señor eran retransmitidas por tradición oral, y eran expuestas y aplicadas de la manera que ya vimos en los discursos precedentes de los Hechos de los apóstoles. Lo que estos «servidores de la palabra» (Lc 1,2) contaron de Jesús, y lo ponderaron y describieron con un sentido teológico de la salvación, encontró más tarde, en la ulterior penetración del mensaje, el camino que condujo hasta los evangelistas, quienes de estas exposiciones sacaron el material para escribir el Evangelio.

Lucas a continuación de Esteban solamente realza a uno de estos primeros misioneros: Felipe. No sin motivo su nombre está en segundo lugar en la enumeración de los siete (6,5). Los Hechos de los apóstoles nos cuentan, más tarde, que Lucas, al regresar juntamente con Pablo del tercer viaje misional, conoció a Felipe en Cesarea, y allí probablemente pudo llegar a conocer por él muchas noticias interesantes sobre los acontecimientos de la primitiva Iglesia y también sobre la actividad propia de Felipe. En 21,8 se lee: «Salimos al día siguiente y llegamos a Cesarea; entramos en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete, nos quedamos con él. Tenía éste cuatro hijas vírgenes y profetisas.»

Parece que Felipe gozó de gran prestigio en la antigua Iglesia, incluso después de su muerte. Dos eScritos apócrifos, que no figuran en la Biblia, están vinculados a su nombre, y se les llama actas de Felipe y Evangelio de Felipe. Así pues, no es de sorprender que también los Hechos de los apóstoles recuerden su actuación, y hagan resaltar dos acontecimientos memorables: su actuación en Samaría y su encuentro con el tesorero etíope.

Ya en el encargo que dio Jesús resucitado, al lado de «Judea» se nombra de intento a «Samaría» como tierra de misión (1,8). Y acabamos de ver en 8,1 que los discípulos de Jesús «se dispersaron por los lugares de Judea y de Samaría». Como ya se nos notificó, «concurría también muchedumbre de gentes de los alrededores de Jerusalén llevando enfermos y atormentados por espíritus impuros, los cuales eran curados todos» (5,16). Por tanto, ya antes de la persecución pudo penetrar de diversas maneras la misión desde Jerusalén a sus propios contornos, al territorio de Judea, sin que en los Hechos de los apóstoles se nos den más pormenores de la fundación y desarrollo de la Iglesia en Judea. Tiene su especial motivo que ahora se haga resaltar la misión en Samaría. En primer lugar de este modo se muestra que el mensaje cristiano no se limitó al judaísmo, sino que se ofreció a todos los hombres. En esto se indica el universal carácter salvífico de la Iglesia. Con todo para los judíos, como nos los atestiguan la literatura judía y también los Evangelios, los samaritanos pasaban por ser un pueblo mixto, que era despreciado y considerado como si estuviese fuera de la comunidad de salvación. Conocemos el encuentro de Jesús con la mujer samaritana en el pozo de Jacob, del que nos informa el Evangelio de san Juan (Jn 4,4ss). Ya en este encuentro queda patente la tirantez que había entre los judíos y los samaritanos, pero también se manifiesta cuán dispuesto estaba este pueblo para la salvación. Con esta ocasión podemos pensar en aquellos pasajes de los Evangelios, en que se patentiza cómo Jesús frente al juicio recusante de los judíos realza precisamente a los samaritanos como ejemplo de nobles sentimientos. Conocemos la parábola (con la que todos estamos familiarizados) del buen samaritano, que con su desinteresada solicitud avergüenza al sacerdote y al levita (Lc 10,30ss). También conocemos a aquel samaritano que es el único de los diez leprosos curados que sabe dar gracias, y a quien Jesús despide diciendo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (Lc 17,19).

En las instrucciones que, según san Mateo, dio Jesús a los apóstoles, cuando los envió a misionar, escuchamos palabras que nos parecen duras: «No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos» (Mt 10,5). Esta orden no se da como menosprecio de los paganos y samaritanos, sino como prescripción pasajera, que quiere mostrar cómo Jesús hizo todo lo posible para hablar a las «ovejas perdidas de la casa de Israel». Quien lea con atención el Evangelio de san Mateo, reconocerá que tales palabras de ningún modo se oponen a la voluntad de Jesús de ofrecer su mensaje de salvación a «todos los pueblos» (Mt 28,19). Y esto se expresa incluso con bastante claridad para «Samaría» en el encargo primordial de misionar que se lee en los Hechos de los apóstoles (1,8).

Felipe, pues, encuentra personas dispuestas para la fe, por esto les predicaba a Cristo. Una intensa expectación del Mesías era propia de los samaritanos, que guardaban les libros de Moisés como escritos sagrados, y tenían su santuario de culto en el monte Garizim. Al Salvador que esperaban le llamaban Taeb. Por consiguiente tiene un motivo especial lo que dice el texto: que Felipe «les predicaba a Cristo». Refiriéndose a la expectación de los samaritanos, Felipe puede mostrarles en Jesús de Nazaret el cumplimiento de sus esperanzas. Nos acordamos de las palabras de la samaritana en el pozo de Jacob: «Sé que el Mesías, el llamado Cristo, está para venir; cuando llegue, nos lo anunciará todo. Respóndele Jesús: Soy yo, el que está hablando contigo» (Jn 4,25s). Y se añade la profesión de fe de los habitantes de Sicar: «Él es, verdaderamente, el Salvador del mundo» (Jn 4,42).

Para nosotros seguramente sería de sumo interés que pudiéramos llegar a conocer más datos sobre el ministerio de Felipe y su proclamación de Cristo. Podemos suponer que esta proclamación en sus declaraciones fundamentales correspondía a la que hasta ahora hemos encontrado en la predicación de los apóstoles. Puede ser que la demostración (que ocupaba un amplio espacio en la misión a los judíos) de la conformidad con la Escritura tuviera que ser propuesta a la testificación inmediata del misterio de salvación de Cristo Jesús.

Pero también en Samaría se confirmaba la verdad efectiva de la predicación mediante las «señales que hacía». De nuevo vemos, como ya pudimos notarlo repetidas veces, cuán estrechamente se unía con el kerygma apostólico el testimonio del Espíritu que se manifiesta en los dones extraordinarios. Y de nuevo están en primer término las curaciones milagrosas. Se tiene cuidado en nombrar sobre todo a los posesos. Según el Evangelio el principio del reino de Dios se revela de una forma especialmente visible en el poder sobre los demonios, que aquí se llaman «espíritus impuros», con el sentido que los judíos daban a esta expresión (cf. Mc 1,23). «Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros», dijo Jesús a los judíos (Lc 11,20; cf. Mt 12,28). No juzgaríamos con imparcialidad lo que declara el Nuevo Testamento, si en cuanto se refiere a las curaciones de endemoniados solamente quisiéramos ver la expresión de las ideas que prevalecían en aquel tiempo, aunque no siempre se podría comprobar en cada caso particular el límite entre las causas naturales y las sobrenaturales.

«Con esto hubo una gran alegría en aquella ciudad.» También esta frase se acomoda al otro aspecto de la primitiva Iglesia. La buena nueva produce en los hombres una alegre disposición de ánimo. Ya en el primer relato sumario de la primitiva Iglesia que nos presenta los Hechos de los apóstoles, se refleja -como hemos visto- esta alegre disposición de ánimo, cuando se dice que los creyentes se reunían «con alegría y sencillez de corazón» (2,46). El cojo de nacimiento sintió esta alegría, cuando después de su curación dio saltos en el templo y alabó la bondad y omnipotencia de Dios (3,8). Incluso los apóstoles estuvieron «gozosos», cuando fueron «dignos de padecer afrentas por el Nombre (de Jesús)» (5,41). La alegría pertenece a la imagen de la primitiva Iglesia. Es un rasgo esencial del verdadero cristianismo, mientras éste sea un verdadero encuentro con Dios y una genuina experiencia de la gracia de la salvación de Cristo en el Espíritu Santo. Y cuando a esta experiencia se añade la revelación de Dios con señales y prodigios -como en Samaría-, entonces puede haber una sensación de alegría, que el hombre difícilmente puede experimentar.

9 Pero había, ya de antes, en la ciudad un hombre llamado Simón, que ejercía la magia y tenía fuera de sí a la gente de Samaría, diciéndoles que él era un gran personaje. 10 Todos, chicos y grandes, le hacían caso y decían: «Éste es el llamado Gran Poder de Dios.» 11 Le hacían caso, porque los tenía embaucados de mucho tiempo atrás con sus artes mágicas.

El mensajero del Evangelio encuentra en Samaría a un representante de la magia, que estaba muy extendida en el mundo antiguo. Por los testimonios de la Iglesia y por los documentos que se conservan, sabemos cómo los hombres estaban fascinados por la magia, que se mostraba en gran diversidad de formas. Los Hechos de los apóstoles fuera de este pasaje también presentan ulteriores testimonios de esta fascinación. En su primer viaje misional a Chipre, encuentra Pablo «a cierto hombre, un mago, falso profeta judío, per nombre Barjesús» (13,6ss), llamado también «Elimas» (13,8). Nos enteramos de cuánta influencia tenía la magia en Éfeso en 19,19, donde se estima en cincuenta mil denarios el valor de los libros voluntariamente quemados 66.

No se dice en qué consistían las actividades mágicas del hechicero. Cuando el mago decía que era «un gran personaje» y los hombres veían que en él estaba presente el «Gran Poder de Dios», se tiene la impresión de que Simón se atribuía una misión mesiánica. Pero no se puede saber si su pretensión procedía de ideas judeobíblicas o de ideas helenistas. También desde el punto de vista religioso Samaría era un pueblo mixto. Por tanto también allí se puede haber efectuado aquella mezcla de ideas y formas religiosas, que fue sustentada por diversos sistemas y cultos, y produjo el llamado sincretismo, tal como predominó bajo múltiples formas en las naciones bañadas por el mar Mediterráneo. En estas formas mixtas religiosas se revela el afán con que los hombres buscan la verdad y la salvación. El mensaje del Evangelio cayó, pues, en un campo peculiarmente susceptible.
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66. La más antigua literatura cristiana también informa de «Simón el mago» -así se le nombra en la ulterior tradición-, que ejercía sus funciones mágicas en Samaría. Los datos históricos y los legendarios se mezclan en la narración posterior. Tiene una peculiar importancia el testimonio de san Justino mártir, nacido en Samaría hacia el año 100, que incluso indica el pueblo natal de Simón: Gitay, cerca de Siquem (JUSTINO, Apol. I, 26,3; Dial. 120,6.
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12 Pero cuando empezaron a creer en Felipe, que les anunciaba el Evangelio sobre el reino de Dios y el nombre de Jesucristo, se bautizaban hombres y mujeres. 13 También Simón creyó y, una vez bautizado, andaba continuamente con Felipe y estaba atónito viendo las grandes señales y portentos que se realizaban.

Los samaritanos se rinden al Evangelio. Dos ideas penetran en sus mentes: el «reino de Dios» y el «nombre de Jesucristo». Se tiene cuidado en nombrar estos dos temas del mensaje del «evangelista» (21,8). Están indisolublemente enlazados entre sí en el mensaje de salvación de la primitiva Iglesia. El reino de Dios era un concepto fundamental en la predicación de Jesús. La idea es especialmente familiar a los Evangelios sinópticos. Pero san Juan también la conoce. «El reino de Dios está cerca» (Mc 1,15), se repite en el mensaje de Jesús. El Salvador alza la vista hacia el Padre que está en los cielos, cuyo reinado debe realizarse entre los hombres que llegan a conocer su voluntad.

Pero Jesús también sabe que a él se le ha dado el encargo de ser mediador y pregonero de este reino de Dios. Su «nombre», es decir, el misterio de su naturaleza y de su actuación está, pues, indisolublemente vinculado a la expresión del «reino de Dios». La primitiva Iglesia lo ha experimentado en todo su vigor en pascua y en pentecostés, y ha agregado esta experiencia a su mensaje de la salvación de Dios en Cristo Jesús. Es importante reflexionar a menudo sobre esto. Porque con demasiada facilidad se presenta la objeción -como hemos notado antes- de que la inclusión de Jesús en el mensaje del reino de Dios se opone al pensamiento y a la intención del mismo Jesús.

En el Evangelio del reino de Dios se podría ver solamente a Jesús anunciando, pero no a Jesús anunciado. Los Hechos de los apóstoles siempre muestran cómo el mensaje de la acción salvífica de Dios solamente puede ser plenamente comprendido, si el «nombre de Jesucristo» obtiene el lugar que le corresponde en el mensaje. Eso también lo experimentaron los habitantes de Samaría, cuando se rindieron a la predicación de Felipe y se bautizaron. Sin duda recibieron el bautismo en el nombre de Jesucristo (2,38). Conocieron la salvación, ante la que fue desapareciendo todo lo que les había ofrecido la magia de Simón como «Gran Poder de Dios» 67.

El hecho de que los samaritanos se desligaran del hechizo de Simón el Mago y se dejaran convencer por la verdad del Evangelio gracias a la predicación y la actividad de Felipe no constituye simplemente una anécdota. Este hecho se convierte en el símbolo del combate victorioso del mensaje de salvación de Cristo Jesús con todos los poderes espirituales opuestos, que tienen otra orientación. En la carta a los Colosenses, que también se escribió con motivo la polémica del mensaje de Cristo con las doctrinas de la gracia de inspiración sincretista, las cuales tenían una presentación seductora, hallamos una instrucción análoga. Leamos allí las palabras que Felipe también hubiese podido pronunciar en Samaría: «Él (el Padre) nos libertó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados. El es imagen del Dios invisible, primogénito ante toda criatura. Porque en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, ya tronos, ya dominaciones, ya principados, ya potestades: todas las cosas fueron creadas por medio de él con miras a él. Y él es ante todo, y todas las cosas tienen en él su consistencia» (Col 1,13-17).

«Se bautizaban hombres y mujeres.» De acuerdo con las leyes de salvación que se fundan en el Salvador, la fe en Cristo incluye en sí el bautismo en Cristo. Se reclaman mutuamente. Así lo hemos visto ya en los acontecimientos de pentecostés. La fe exige su expresión sagrado-jurídica y sacramental en el bautismo como símbolo y al mismo tiempo como acontecimiento intermediario de la salvación. Léase el capítulo sexto de la carta a los Romanos, para percibir el sentido que daban los primeros cristianos al bautismo. En el texto notamos formalmente en toda su sencillez la afluencia de personas al bautismo, cuando se advierte a propósito: «hombres y mujeres». Cuando se nombran expresamente las mujeres, podríamos sentir que se nos recuerda la mujer samaritana, que tuvo con Jesús una profunda conversación sobre el «agua viva», que Jesús promete como un «manantial de agua que brote vida eterna» (Jn 4,14). También entonces se trató del tema de la salvación y de conocer y afirmar apoyándose en el fundamento de la fe que Jesús es el «Salvador del mundo» (Jn 4,42).

Pero lo sorprendente y lo que sobre todo importa en el relato es el hecho de que incluso el mismo Simón abrazó la fe y se bautizó. Parece que los móviles que indujeron a Simón a creer no procedieron de un claro deseo de obtener la salvación. Así se podría ya deducir de este texto y, su posterior conducta con Pedro lo confirma (8,18). Tampoco es favorable el juicio de los santos padres sobre Simón.

Sin embargo para la intención que se pretendía en los Hechos de los apóstoles, era sumamente interesante poder mostrar que el célebre mago se había rendido -aunque sólo hubiese sido de un modo pasajero- a la superioridad del mensaje cristiano. Considerada en su conjunto, la historia de Simón parece responder a un deliberado propósito del autor de los Hechos de los apóstoles, que tenía en la mente los lectores romanos del libro. Pues, aunque pueden haberse formado muchos pormenores legendarios alrededor de la figura del mago, siempre puede darse por cierto lo que algunos historiadores romanos, como Juvenal y Suetonio, informan sobre un mago venido de oriente, que actuó en Roma en tiempo del emperador Nerón. Son muchos los que identifican el personaje con Simón el Mago 68. Por consiguiente para los lectores romanos -por tanto también para Teófilo- puede haber sido especialmente interesante llegar a conocer por los Hechos de los apóstoles cómo el mago dio por primera vez con el mensaje de Cristo y fue reducido a segundo término por el poder de este mensaje. Aunque no se pudiese suponer ninguna identidad personal entre Simón y el mago que actuaba en Roma, sin embargo nuestro relato constituye un ejemplo impresionante de la preponderancia del «más fuerte» sobre el «fuerte» (cf. Lc 11,21s).
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67. Desde este punto de vista, en el encuentro de Felipe con Simón el mago tenemos un ejemplo evidente e instructivo de la polémica que el cristianismo naciente tuvo que sostener con las múltiples formas del sincretismo judeohelenístico, sobre todo con los diferentes sistemas de tendencia gnóstica. También en otros escritos del Nuevo Testamento se denota esta lucha espiritual, principalmente en el Evangelio de san Juan, así como también en las cartas del apóstol san Pablo.
68. Cf. más pormenores en LThK 2, volumen 9. p.768s (N.ADLER).
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b) Transmisión del Espíritu por medio de los apóstoles (Hch/08/14-25).

14 Enterados los apóstoles en Jerusalén de que había recibido Samaría la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan, 15 los cuales descendieron y oraron sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo; 16 porque todavía no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. 17 Entonces les iban imponiendo las manos y recibían el Espíritu Santo.

En estas líneas se contiene un relato sumamente significativo. Es una mirada muy significativa sobre la propia esencia de la Iglesia. El texto guarda intima relación con el fragmento precedente. Quien lea atentamente las líneas que siguen a continuación, no podrá dejar de ver que también ahora lo que determina la narración es el interés por Simón el mago. Sin embargo, las noticias secundarias, tal como nos las refieren los versículos 14-17, tienen tanta importancia para comprender la Iglesia primitiva, que se les otorga una valoración teológica mucho mayor que a las frases que se refieren a Simón el mago. En todo caso, estas noticias secundarias plantean a la interpretación teológica muchas cuestiones, cuya solución parece que no puede encajar sin más con las ideas que son corrientes entre nosotros.

Los apóstoles entran de nuevo en escena. Aunque la actividad externa sea cosa de los siete, como resulta evidente en Esteban y ahora en Felipe, sin embargo todo estaba y está bajo la autoridad superior de los apóstoles. Su rango y su poder aparecen de nuevo claramente. Jerusalén todavía es el lugar desde el que los apóstoles otean y dirigen el desarrollo de la Iglesia. Con atenta solicitud siguen el trabajo de los mensajeros de la fe en el país.

El orden establecido por Cristo sigue siendo eficaz. Como ya hemos podido ver hasta aquí, también ahora se patentiza la estructura jurídica, que no puede ser dejada a un lado por el organismo viviente de la Iglesia, por más preeminencia que se conceda a los valores espirituales y religiosos. Notamos lo que es propio de la manera de ser de la Iglesia en todo el Nuevo Testamento, es decir, que la Iglesia en lo más íntimo de su esencia está coordinada con el mundo de lo sobrenatural, de lo divino, pero en su penetración en el ámbito terreno y humano está construida y configurada según la ley y forma del orden terrenal. La Iglesia está interpuesta en la tensión suscitada entre el espíritu y la carne, entre la gracia y la ley, entre la libertad y la obligación. La Iglesia siempre notará esta tensión en su camino a través del tiempo y del espacio de la historia humana.

Así pues, los doce apóstoles de Jerusalén forman parte de la ordenación fundamental de la Iglesia. Así lo patentizan todos los escritos del Nuevo Testamento. En los Hechos de los apóstoles aún encontraremos más ejemplos de esta primacía de los apóstoles. Con la conciencia y el poder de su cargo, visita Pedro las comunidades recientemente formadas en Lida y Jope (9,32ss), y de allí le llaman a Cesarea para cumplir un encargo perentorio. Cuando empezó a formarse en Antioquía la primera comunidad etnicocristiana, la comunidad madre de Jerusalén -sin duda bajo la dirección de los apóstoles- se sintió responsable y envió a dicha ciudad a Bernabé como representante y delegado (11,22). Y cuando en Antioquía surgieron graves controversias sobre el método misional (exento de la ley) de Pablo y de Bernabé, se acordó que algunos de ellos «subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre dicha controversia» (15,2).

También se hace patente la autoridad de los apóstoles en el caso de Samaría, cuando Pedro y Juan son enviados allí desde Jerusalén. Se trataba de manifestar la unidad de la Iglesia, se tenía solicitud por declararse solidarios en la doctrina y en la vida, se pretendía perfeccionar lo que habían empezado los mensajeros de la fe.

En este texto se echa de ver de nuevo la primacía de Pedro, como ya la pudimos ver hasta ahora. No carece de importancia que también esta vez a su lado vaya Juan. ¿Es un mero acompañante? ¿O bien participa de la autoridad y rango de Pedro? La pregunta se refiere a un auténtico deseo de saber qué es lo que declara el Nuevo Testamento sobre la constitución de la Iglesia. Sin duda Pedro tiene primacía y una especial dignidad en el grupo de los doce. Así lo atestiguan muchos textos. Sin embargo se tiene la impresión de que esta primacía no le otorga una posición desligada de los otros apóstoles. Su oficio y su poder se ejercen en estrecha solidaridad con los demás. Esto también se expresa en nuestro relato, aunque aquí también nos queremos precaver de hacer entrar por fuerza lo que se declara en algún esquema jurídico o dogmático preconcebido.

No obstante es digno de notarse que Pedro no se marcha solo, sino que con él también se marcha Juan, y que Juan trabaja juntamente con Pedro en Samaría. No parece que Pedro hubiera tomado a Juan consigo, sino que los dos son enviados por los apóstoles. Aunque de aquí no podamos deducir ninguna clase de relaciones jurídicas fundamentales, sin embargo el hecho es significativo para comprender a la Iglesia. Hasta donde se extendía esta vinculación con el colegio apostólico, y quizás también con la comunidad, lo veremos después una vez más, cuando tengamos noticia de que Pedro en Jerusalén incluso tuvo que justificarse ante los «apóstoles», y también ante los «hermanos que vivían en Judea» (11,1ss), cuando se le pidieron explicaciones de lo que había hecho con el centurión Cornelio. Así, también en el cargo que desempeñaba Pedro hallamos tensión entre el incontrovertible rango de primacía por una parte su sujeción a los demás apóstoles y a toda la Iglesia por otra parte. Para que esta tensión siga siendo fructuosa para el bien de la Iglesia, se requerirá la constante presencia del Espíritu Santo.

Cuando llegaron a Samaría los dos apóstoles imploraron la venida del Espíritu Santo sobre los que habían sido bautizados por Felipe. ¿Cómo hay que entender esta imploración? ¿Vinieron ya desde Jerusalén con la intención de proceder así? ¿O quizás se dieron cuenta de la necesidad por una inspiración del Espíritu? La cuestión en último término consiste en si los bautizados, sin la venida de los apóstoles y sin la imposición de sus manos, también hubiesen podido alcanzar la posesión del Espíritu. Suena con un matiz peculiar lo que se dice en el v. 16: «Todavía no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que sólo habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús.» ¿Hay, pues, un bautismo que no confiere también el Espíritu? Ya hemos hablado de esta cuestión al referir los sucesos del día de pentecostés (2,38). Allí leímos las palabras de Pedro: «Que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo.» Ya entonces tuvimos que reconocer que no se puede ajustar el misterio del Espíritu en un rígido orden esquemático.

Las declaraciones de los Hechos de los apóstoles con respecto a la recepción del Espíritu no las podemos equiparar sin más ni más con otras declaraciones del Nuevo Testamento. Por las cartas de san Pablo nos enteramos con toda claridad de que el bautismo en el nombre de Cristo no solamente libera del pecado, sino que de una manera misteriosa une al hombre con Cristo y le hace participar en la vida del Señor glorificado. Pero el que trae esta nueva vida es el Espíritu Santo. Ésta es una de las declaraciones más apremiantes de la carta a los Romanos. En ella se contemplan el bautismo y el Espíritu en intima unión. ¿No debía san Lucas conocer estas conexiones? ¿Qué concepto tenía del bautismo que administró Felipe? ¿Qué significa lo que dice san Lucas: «Sólo habían sido bautizados»? Sin duda en la oración y en la imposición de las manos de los apóstoles san Lucas ve algo que realzaba y perfeccionaba el bautismo. Nos acercaremos lo más posible a la declaración de san Lucas -a pesar de que el misterio sea inexplicable-, si suponemos que por medio de los dos apóstoles se transmitió la posesión del Espíritu, que se dio a conocer en facultades extraordinarias, en los llamados carismas. De los versículos siguientes se deduce con toda claridad que se podía percibir exteriormente la recepción del Espíritu. En cualquier caso aparece la eficacia de la imposición de las manos con respecto a la posesión del Espíritu que ya se ha logrado en el bautismo, de forma que la tradición de la Iglesia ve en este texto el fundamento bíblico del sacramento de la confirmación.

18 Viendo, pues, Simón que por la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu, les ofreció dinero, 19 diciendo: «Dadme también a mí este poder, para que a quien yo impusiere las manos reciba el Espíritu Santo » 20 Pero Pedro le dijo: «Tu plata y tú, a la perdición, por haber pensado que el don de Dios se compra con dinero. 21 No tienes arte ni parte en este asunto, porque tu corazón no es recto en la presencia de Dios. 22 Arrepiéntete, pues, de este tu pecado, y ruega al Señor a ver si se te perdona este mal pensamiento de tu corazón; 23 porque te veo bajo el efecto de una bilis amarga y apresado por la maldad.» 24 Respondió Simón: «Rogad vosotros al Señor por mí para que no me sobrevenga nada de lo que habéis dicho.»

Quien lea estos versículos con reflexión, verá con claridad que se narra la transmisión del Espíritu por medio de los apóstoles especialmente por causa de este choque entre Pedro y Simón. Obsérvese cómo el relato de la imposición de las manos de los apóstoles (8,14-17) está flanqueado por los dos fragmentos, en que se habla de Simón. En el encuentro con el mago se expone, de forma impresionante, la plena superioridad de los apóstoles, la cual es un rasgo que siempre se manifiesta en los Hechos de los apóstoles. Al mismo tiempo se pone en claro la índole sospechosa de la conversión de Simón. Ya en el v. 13 se dice que el mago quedó asombrado de las «grandes señales y portentos» de Felipe. Ahora son los dones extraordinarios del Espíritu los que suscitan todo su interés. Simón parece que no ha comprendido el misterio del Espíritu. Le falta la pureza y humildad de la fe salvadora. Todavía piensa y calcula con las ideas y prácticas de la magia. Según el modo de ver de Simón, disponen los apóstoles de fuerzas ocultas de acuerdo con el método de la magia, y lo que pide Simón es comprar estas fuerzas con dinero. No se dice que él a su vez quiera obtener el Espíritu, él quiere otra cosa. Quiere lograr la facultad de poder transmitir a otros los dones y fuerzas del Espíritu. Simón quiere dar dinero, para ganar después dinero.

Echemos una vez más una breve mirada retrospectiva sobre el texto precedente. «Este es el llamado Gran Poder de Dios», decían los samaritanos asombrados por las artes mágicas de Simón (8,10). En Samaría se le opone otro poder mucho mayor de Dios, poder que se mostró en las grandes acciones de Felipe y ahora se muestra de una forma todavía más sorprendente y conmovedora en la revelación de las fuerzas del Espíritu Santo. Y el mago, que antes estaba tan asombrado, ahora en el colmo de su admiración ante este poder, y ofrece una suma de dinero a los apóstoles, a cuya disposición está este poder, para comprar el tesoro inapreciable del Espíritu. Desde entonces la palabra simonía recuerda esta pretensión de Simón el mago y se refiere a todo comercio impuro y codicioso con el poder espiritual y el tesoro del Espíritu.

Comprendemos la maldición que Pedro lanza contra esta pretensión. Instintivamente pensamos en el encuentro, en el que el diablo tentó al Hijo de Dios y le quiso privar de la pureza del camino que Jesús seguía (Lc 4, 1ss). También allí se trataba de cosas materiales, que el demonio puso en juego para tener a su disposición lo que es santo. Pedro habla teniendo conciencia de su poder, como ya pudimos verlo en la actitud de Pedro con Ananías y Safira (5,3ss). Así como en este caso, el oficio de Pedro siempre tendrá que cuidar, vigilando y haciendo advertencias, de la inviolabilidad de los bienes espirituales confiados a la Iglesia. Porque sabemos cómo el pecado de Simón siempre penetró en las cosas santas y procuró entregar los bienes del Espíritu Santo a la usura común de los afanes de la codicia.

Los labios de Pedro pronuncian palabras duras y severas. En ellas habla la misma emoción que ya le había conmovido ante Ananías y Safira. También en Chipre se dirige Pablo con este celo contra Elimas el mago, que intentaba «torcer los rectos caminos del Señor» (13,9ss). Cuando están en juego la verdad y las cosas santas, la Iglesia, como un querubín armado con espada de fuego, está llamada a impedir la entrada del maligno y del impío.

Reflexionemos una vez más sobre la situación. Simón el mago ha recibido el bautismo, y por tanto se ha adherido exteriormente a la comunidad de Jesús. Corrió asombrado detrás de Felipe y observó conmovido y emocionado las señales y prodigios de Felipe, y sin embargo Pedro tuvo que decirle: «No tienes arte ni parte en este asunto.» Se alude al asunto de la salvación, a las palabras de la gracia y de la verdad de Dios, a las palabras que Cristo pronunció y que fueron retransmitidas por los apóstoles. De una forma emotiva se evoca en la conciencia que ni siquiera el bautismo sirve para la salvación, si le falta la fe que busca sinceramente la verdad, la fe que con espíritu humilde mantiene el oído abierto a la llamada del mensaje de Cristo.

¿Cómo se comporta Simón el mago? Sus palabras parece que estén marcadas con el cuño de la comprensión y del dolor. Dan la impresión de que ha tomado en serio la llamada del apóstol. Y sin embargo hay un tono peculiar en su contestación. Se nota una angustia. Es la angustia -así nos lo parece- ante una magia que debido a su manera de pensar ve que se le echa encima por la superioridad de los apóstoles. El verdadero misterio del Espíritu quedó cerrado para él. La posterior tradición le tiene en el concepto de padre de todas las herejías. ¿Quizás por eso nuestro relato concluye de un modo tan llamativo? No se responde ni contesta a la petición del hechicero. No se le da ninguna solución ni consuelo.

¿Por qué cuenta san Lucas esta singular historia? Ciertamente no carece de especial motivo para contarla. Esta historia contribuye a formar la imagen de la Iglesia. Es un testimonio de su inviolabilidad. Es un ejemplo de cómo la Iglesia en los apóstoles incluso ante la poderosa magia de la antigüedad recorre victoriosa su camino y muestra su superioridad. Pero detrás de la persona del mago está el pueblo de Samaría (dispuesto para la fe y contento de haberla recibido) como símbolo de la palabra que prosigue su camino sin detenerse. La Iglesia crece y se propaga, incluso en la persecución, más aún precisamente en la persecución y con la persecución.

25 Y ellos, después de dar pleno testimonio y predicar la palabra del Señor, emprendieron la vuelta a Jerusalén e iban evangelizando muchas aldeas de samaritanos.

Conocemos la manera de exponer de san Lucas. Le gusta unir la historia particular con la vista de la amplitud y del conjunto. Se trataba de Samaría y de la obra de Felipe, pero los apóstoles en todas partes aprovechan la ocasión para dar el testimonio que se les ha confiado. En el territorio de Samaría nace la Iglesia. Más tarde Pablo y Bernabé en su camino desde Antioquía a Jerusalén saludarán a los «hermanos» de Samaría y les informarán de sus éxitos (15,3).
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c) Conversión del tesorero etíope (Hch/08/26-40).

La historia que empieza en 8,26 expone otro ejemplo de la actuación de los siete. Los tres capítulos 6-8 forman claramente una unidad literaria. El autor aglomera por razones practicas sucesos que acontecieron en tiempos distintos. Por consiguiente no podemos decir cuándo tuvo lugar el encuentro de Felipe con el etíope. Tampoco podemos determinar qué relación temporal tiene esta historia con el contenido de los capítulos siguientes.

26 Un ángel del Señor habló a Felipe y le dijo: «Levántate y ve hacia el sur, por el camino que baja de Jerusalén a Gaza, que es un camino solitario.» 27 Y levantándose, partió. Y un hombre etíope, eunuco, alto funcionario de la candace, reina de los etíopes, que estaba al frente de todos sus tesoros, había venido a Jerusalén a adorar. 28 Iba de regreso y, sentado sobre su carro, leía al profeta Isaías.

Para formarnos una idea de la primitiva Iglesia tiene especial importancia la conversión del tesorero etíope. Por medio de él el mensaje de Cristo es transmitido hasta el lejano Mediodía. Es otro ejemplo del irresistible curso de la palabra a través del mundo. La palabra sigue todos los caminos, incluso la ruta solitaria que conduce desde Jerusalén a Gaza. Y el que conduce la palabra es el mismo Dios, su ángel, su Espíritu. ¿Quién era este hombre etíope? Había venido del país que se supone que se encontraba en territorio del Sudán, cerca de la frontera del alto Egipto en la región de Asuán. Sus habitantes eran camitas. Gobernaban el país reinas que tenían el título de «candace». Se sabe que en el tiempo en que san Lucas escribió los Hechos de los apóstoles, en las agrupaciones políticas y culturales de Roma reinaba un vivo interés por la Etiopía de aquel tiempo. ¿Podemos de aquí deducir que san Lucas tuvo interés en incluir esta historia para los lectores romanos de su libro? Es muy natural que así lo supongamos69.

Pero la peregrinación del etíope a Jerusalén y su estudio de la Escritura indica una estrecha relación con el judaísmo. ¿Era por tanto uno de los hombres «temerosos de Dios», de los que se testifica repetidas veces en los Hechos de los apóstoles? 70. ¿O bien era un auténtico judío? Esta solución no se debería tener sin más ni más por imposible, como suele acontecer con gran frecuencia. Consta que ya en el siglo Vl a.C. había importantes colonias judías en el alto Egipto, como por ejemplo en Siene y Elefantina, por tanto muy cerca de la Etiopía de aquel tiempo. ¿No era allí posible que un judío alcanzara una alta categoría en la administración de las finanzas? Conocemos ejemplos que están en favor de esta posibilidad.

Así pues, si se considerara a este etíope como judío, se podría incluir su bautismo en la serie de los judíos que hasta entonces se habían incorporado a la Iglesia, y lo único extraordinario que habría en su conversión es él hecho de que por medio de él el Evangelio llegó a Etiopía. Pero si se ha de considerar al etíope como no judío, tendríamos ante nosotros el primer caso de admisión de un pagano en la Iglesia, lo cual sería sorprendente, ya que aún no se había regulado lo que concierne a la misión de los paganos, como lo muestran los cap. 10, 11 y 15. Hay que tener en cuenta que es difícil establecer el tiempo en que tuvo lugar el bautismo del etíope. A pesar del orden literario actual dicho tiempo puede ser posterior al bautismo del centurión Cornelio (cap. 10 y 11). La noticia final de esta sección (8,40) no obliga a suponer que Felipe en su ulterior ruta misional ya entonces llegara «a Cesarea», por tanto antes del bautismo de Cornelio.
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69. El etiope es presentado como «alto funcionario». Dejamos sin decidir si la palabra griega eunoukhos, que hemos traducido simplemente por «eunuco», se refiere realmente a un castrado, como con frecuencia se encontraban en oriente entre los oficiales de la corte. La palabra griega propiamente no obliga a tal suposición. Esta cuestión está relacionada con otra, a saber, si el etíope era pagano o judío. Si era un eunuco, difícilmente podía ser judío. Esto se funda en la prescripción legal del Dt 23,1, según la cual un eunuco ni siquiera podía ser acogido como prosélito en la sociedad judía (cf. J. DHEILLY, Diccionario bíblico, Herder, Barcelona 1970, s.v. Eunuco).
70. Cf. 13,16.43.50, etc. (cf. H. HAAG, Diccionario de la Biblia, Herder. Barcelona 5, 1970, s.v. Temerosos de Dios).
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29 Dijo el Espíritu a Felipe: «Avanza y pégate a ese carro.» 30 Corrió Felipe a su lado y oyó que iba leyendo al profeta Isaías. Y le dijo: 31 «¿Crees que entiendes lo que vas leyendo?» Él le contestó: «¿Y cómo podría, si alguien no me lo explica?» Y rogó a Felipe que subiera y se sentara con él.

El texto está lleno de declaraciones significativas. De nuevo es el «Espíritu» quien dirige los pasos del «evangelista», el encargado de transmitir el mensaje de salvación. Antes se ha nombrado al «ángel del Señor», que había señalado a Felipe el camino «solitario» a través del desierto entre Jerusalén y Gaza (8,26). Las órdenes celestiales, ya procedan del exterior o del interior, pertenecen al lenguaje de la Biblia, y dentro del Nuevo Testamento son especialmente características de los escritos de san Lucas. Las encontraremos en la historia de la conversión de Saulo (9,5.12), en el relato de Cornelio, en el que se explican dos visiones (10,3.10, etc.), en la liberación de Pedro (12,7ss), de una forma especialmente llamativa en la dirección de las rutas misionales de Pablo (16,7.8.9, etc.).

Felipe se acercó por orden superior al carro del etíope. El tesorero lee al profeta Isaías. Se le oye que va leyendo. La costumbre de leer en voz alta estaba especialmente recomendada por los maestros judíos. La recomendación entraña un profundo sentido, pues el espíritu del hombre se abre con mayor recogimiento y con mayor capacidad de retención ante la palabra escrita cuando ésta no sólo es captada por la vista, sino también por los oídos, y si los labios se esfuerzan por revestir atentamente lo que declara la letra con palabras perceptibles.

El etíope va en el carro leyendo al profeta Isaías. Es una escena de un simbolismo certero. La palabra revelada acompaña al hombre en su camino. Este extranjero anda buscando la verdad. Viene del templo. Quería inclinarse como peregrino ante el Señor del cielo y de la tierra. ¿Ha adquirido para sí en el templo el volumen del texto profético? Está traducido al lenguaje del helenismo. La traducción del Antiguo Testamento que suele llamarse de los setenta, se había difundido. Era conocida en todo el mundo gracias al valor universal de la lengua griega.

El texto que oye Felipe está en el capítulo 53 de Isaías. En seguida lo veremos más detenidamente. En primer lugar reflexionemos sobre el breve diálogo. «¿Crees que entiendes lo que vas leyendo?» En esta pregunta del evangelista se manifiesta un gran deseo de la Iglesia primitiva. Hasta ahora ya hemos tenido siempre la sensación de que la proclamación apostólica se esforzaba por dar un sentido nuevo y más profundo a la palabra bíblica del Antiguo Testamento. Buscaba y encontraba la revelación del misterio de la salvación en Cristo Jesús bajo el velo de la palabra. Pablo describe este deseo cuando con la mirada puesta en el judaísmo incrédulo dice: «Hasta el día de hoy, en la lectura del Antiguo Testamento, sigue sin descorrerse el mismo velo, porque éste sólo en Cristo queda destruido. Hasta, pues, cuantas veces se lee a Moisés, permanece el velo sobre los corazones. Pero cuantas veces uno se vuelve al Señor, se quita el velo» (2Cor 3,1s16; cf. Ex 34,34).

El texto de Isaías que el etíope tiene ante sí también está cubierto con un velo. «¿Y cómo podría (entenderlo), si alguien no me lo explica?», responde el etíope a Felipe. En esta pregunta se reflejan el ansia y la resignación al mismo tiempo. En ella se expresa la búsqueda de todos los que buscan. Y el etíope llama a su lado a un hombre a quien todavía desconoce. Acaso le embarga un presentimiento que será su punto de partida hasta encontrar la verdad. A menudo, el encuentro con la verdad está muy vinculado al hecho de encontrarse personalmente con quien ha llegado a conocerla.

32 El paso de la Escritura que estaba leyendo era éste: «Como oveja al matadero fue llevado; y como cordero mudo ante el que le trasquila, ni siquiera abre su boca. 33 En su abatimiento la justicia le fue negada; su generación, ¿quién la describirá? porque su vida es borrada de la tierra» (Is 53,7s). 34 Dirigiéndose a Felipe dijo el eunuco: «Por favor, ¿de quién dice esto el profeta: de sí mismo o de algún otro?» 35 Abrió Felipe su boca y, partiendo de esta Escritura, le anunció el Evangelio de Jesús.

El texto procede de la parte del libro de Isaías en que se habla del siervo de Yahveh en una serie de cantos. Los setenta han retransmitido estos versículos con una configuración libre, esforzándose por lograr una interpretación teológica del texto básico hebreo. Sorprende que solamente se aduzcan estos versículos y se omitan las frases colindantes, que muestran de una forma mucho más impresionante la figura del siervo, que sufre y expía. Encontramos las pinceladas conmovedoras de la pasión del Señor, cuando el profeta dice: «Pero él mismo tomó sobre sí nuestras dolencias... Por causa de nuestras iniquidades fue él llagado, y despedazado por nuestras maldades; el castigo de que debía nacer nuestra paz descargó sobre él, y con sus cardenales fuimos nosotros curados. Como ovejas descarriadas éramos todos nosotros: cada cual se desvió para seguir su propio camino, y a él, el Señor le ha cargado sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros... Aunque él no había cometido pecado, ni había engaño en sus palabras» (Is 53,4ss). Entre todos estos textos, a los que aún se podrían añadir otros muchos, ¿por qué san Lucas aduce precisamente estas frases, cuyo sentido no resulta tan descubierto como en las otras declaraciones sobre el siervo del Señor? Las palabras aducidas deben tan sólo representar todo lo que Isaías dice del siervo del Señor. ¿O se hace notar aquí la peculiar imagen de Cristo en la teología de la pasión de san Lucas? Se cree posible señalar que san Lucas, como ya antes hemos observado, no hace resaltar con tanto ahínco el carácter expiatorio de la muerte de Jesús como los otros escritos del Nuevo Testamento, y en cambio se coloca más en primer término la importancia salvífica de la resurrección y de la glorificación de Jesús.

El tesorero pregunta a quién se refiere el texto aducido de Isaías. Esta pregunta alude a una cuestión muy discutida desde el judaísmo hasta la exégesis actual. ¿Quién es este siervo de Yahveh, del que habla el profeta Isaías? La teología judía vio en este siervo una alusión al Mesías esperado, aunque no la vio de un modo general, y se dieron distintas interpretaciones. La Iglesia desde un principio ha entendido el texto en sentido mesiánico y lo ha referido a Cristo. Ya en la predicación de san Pedro (3, 13) conocimos la frase de que el «Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús», como una clara alusión a la profecía de Isaías. Según nuestra exposición Felipe también interpreta así nuestro texto. Aunque no se explique en particular cómo Felipe interpretó el texto oscuro, sin embargo podemos suponer que en la imagen del cordero que se deja matar sin ofrecer resistencia, Felipe vio representada la pasión de Jesús. Jesús, en su «abatimiento» o humillación, por nosotros se sometió a juicio, es decir, por nosotros fue condenado a muerte, para ser arrebatado de la tierra en su resurrección y entrar en su gloria. Otra vez tenemos ante nosotros un ejemplo de cómo la Iglesia de los apóstoles siempre procuró ver e interpretar el acontecimiento de la salvación en Cristo a la luz de las palabras proféticas de la Escritura. San Lucas desea especialmente abrir el entendimiento para entender las Escrituras (cf. Lc 24,45). Nos acordamos de la frase que se encuentra en la historia de los dos discípulos de Emaús: «Empezando por Moisés, y continuando por todos los profetas, les fue interpretando todos los pasajes de la Escritura referente a él» (Lc 24,27). Así también Felipe procuró poner el misterio de Cristo al alcance del tesorero a la luz de las palabras proféticas, pero también con la testificación inmediata de los sucesos de la salvación, cuando se dice que «abrió Felipe su boca y, partiendo de esta Escritura, le anunció el Evangelio de Jesús».

36 Y mientras seguían su camino, llegaron a un lugar con agua, y dijo el eunuco: «Aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado?» [37 Dijo Felipe: «Si crees de todo corazón, es lícito».» Y respondió: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.»] 38 Mandó, pues, parar el carro y bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco, y lo bautizó. 39 Apenas salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y no volvió a verlo el eunuco, que siguió su camino lleno de alegría.

El relato compendia en pocas palabras los significativos sucesos, que acontecieron en el bautismo del etíope. No se dice nada en particular sobre esta memorable catequesis cristiana primitiva. Nos podemos hacer una idea de ella, si reflexionamos sobre las declaraciones fundamentales en las predicaciones misionales leídas hasta ahora, o prestamos atención a las que todavía se han de referir, como el mensaje de salvación que Pedro anuncia a Cornelio (cap. 10), o la predicación de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia (13,16ss).

El etíope queda impresionado por la verdad. Su fe requiere el agua del bautismo. De nuevo se presenta una escena que tiene un fuerte valor simbólico. Al peregrino que viene de Jerusalén a través del desierto se le ofrece inesperadamente el valioso elemento, al que por disposición del Señor se vincula la liberación salvadora. Notamos algo del anhelo y de la alegría del etíope, cuando éste exclama: «Aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado?»

¿Qué podía impedirlo? Solamente la fe es necesaria. El bautismo y la fe se reclaman mutuamente. ¿Qué clase de fe? Se nota que en los primeros tiempos de la Iglesia se dio a nuestro texto una extensión que se transmite por medio de los testigos del texto llamado occidental. Se exige al que ha de ser bautizado una explícita confesión de Cristo. Probablemente está sobre el tapete la primitiva confesión de la más antigua liturgia bautismal. Y simultáneamente la primitiva confesión del que solicita el bautismo: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.» Con estas palabras se alude al «bautismo en el nombre del Señor Jesús», como se le llama repetidas veces en los Hechos de los apóstoles. Y teniendo fe en que Jesús es el Hijo de Dios, el tesorero baja al agua tan anhelada, se sumerge en el misterioso elemento, para surgir de él como quien en adelante está consagrado a Cristo para llevar una nueva vida.

El relato concluye de un modo misterioso. En la conservación del texto se han intercalado pronto ampliaciones y adiciones aclaratorias. De acuerdo con el texto, que probablemente es original, hay que pensar en un arrebatamiento real de Felipe, como otros que conocemos por el Antiguo Testamento72. En el Nuevo Testamento es el único ejemplo de tal intervención corporal por parte de un poder superior. ¿O se puede suponer que con la palabra «arrebató» solamente se quiere decir que «el Espíritu del Señor», que desde el principio dirigió la ruta de Felipe (8,26.29), después del cumplimiento de su misión le impulsó irresistiblemente, para emprender en seguida nuevas tareas? Si se aceptara esta interpretación, no se falsearía el verdadero sentido de la declaración. En primer lugar se trata de mostrar cómo el Espíritu de Dios también conduce en particular a sus mensajeros. Para poner de relieve esta conducción de la forma más manifiesta posible, los escritores de la Biblia utilizan de vez en cuando estas expresiones.

El eunuco «siguió su camino lleno de alegría». Esta alegría la encontramos sin cesar en los Hechos de los apóstoles. De eso ya hemos hablado. Esta alegría fluye del hecho de sentirse salvado en Cristo Jesús. ¡Qué riqueza de fe debió tener el etíope! ¿No nos hemos empobrecido con respecto a estos primeros cristianos?

¿Quizás tuvo este tesorero un motivo especial de alegría? Podríamos ver un especial motivo de felicidad, si supiéramos que el tesorero fuera de hecho un eunuco, un hombre corporalmente castrado. Esta posibilidad no la podemos excluir. Según la ley judía los castrados estaban excluidos de la pertenencia a la comunidad de salvación73. Para el mensaje cristiano no hay ningún impedimento para conseguir la salvación, con tal que se tenga fe. Cuando el Evangelio cristiano permite que se bauticen los castrados, cumple la promesa que asimismo hace Isaías para el tiempo mesiánico, cuando dice: «Ni tampoco diga el eunuco: He aquí que yo soy un tronco seco. Porque esto dice el Señor a los eunucos... les daré un lugar en mi casa, y dentro de mis muros, y un nombre más apreciable que el que les darían los hijos o hijas: daréles yo un nombre sempiterno que jamás se acabará» (Is 56,3ss). Si se hace esta suposición, quizás adquiriría un sentido muy determinado la pregunta del etíope: «¿Qué impide que yo sea bautizado?» Sin embargo, aunque no se haga esta suposición, nos resultaría comprensible la alegría con que el tesorero regresó a su patria.
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72. Cf. 1R 18,12; 2R 2,16.
73. Cf. Dt 23,2; y la nota 69.
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40 Felipe se encontró en Azoto y de paso iba evangelizando todas las ciudades hasta llegar a Cesarea.

Con este versículo, que recuerda la noticia dada en 8,25, termina con el estilo literario de san Lucas la historia de los siete. En dos de ellos, Esteban y Felipe, se puso de manifiesto con ejemplos particulares una etapa transcendental en el desarrollo interior y exterior de la Iglesia. Nos podemos hacer también una idea de la actuación de los demás ayudantes oficiales de los doce. El número de ayudantes sin duda pronto podría haber aumentado en la ulterior evolución de la Iglesia.

En este versículo final se indica una extensa actividad de Felipe. Su campo de trabajo fue todo el territorio de Palestina que se extiende a lo largo de la costa del Mediterráneo. También se supone que predicó en Lida y Jopa, por tanto en las ciudades que más tarde visitó Pedro (9, 32ss). No se dice cuándo llegó a Cesarea. Pero ya hemos observado que es posible que Felipe llegara después del encuentro memorable que Pedro tuvo allí con el centurión Cornelio, y del que tenemos noticia en el cap. 10. Parece que Felipe más tarde puso de hecho allí su residencia. Porque se nos notifica que Pablo y sus acompañantes -entre los que estaba Lucas- al retornar del tercer viaje misional, por tanto hacia el año 58, entrando «en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete, nos hospedamos en ella» (21,8).