CAPÍTULO 7
E S T E B A N
1 Dijo el sumo sacerdote: «¿Es esto así?» 2a Y él dijo: «Hermanos y padres, oíd!»
Tenemos ante nosotros el discurso exteriormente más extenso de los Hechos de los apóstoles. También por su contenido es el más peculiar de este libro. Por lo que se refiere al contenido le sigue inmediatamente la exposición histórica de la salvación, con la que Pablo empezó su discurso misional en Antioquía de Pisidia (13,16ss). ¿Cómo hemos de entender el discurso de Esteban? ¿Se acomoda propiamente a la situación, a la que está vinculado? ¿Es una respuesta a la pregunta del sumo sacerdote? Incluso se podría preguntar si propiamente es el discurso de un cristiano o más bien la exposición que un judío presenta de la historia de la salvación. En su contenido se nombra a Jesús una sola vez hacia el fin, aunque sin dar el nombre, cuando se dice: «Incluso dieron muerte a los que preanunciaban la venida del Justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos» (7,52). Y sin embargo en la base más profunda de los pensamientos todo el discurso se refiere a Jesús.
Se habla detenidamente del camino del judaísmo a través del tiempo pretérito del Antiguo Testamento. Este tema debe hacer que aparezca la constante conducción del pueblo elegido por las órdenes de la voluntad de Dios, como en primer lugar se puede reconocer concretamente en Ahraham. Abraham es la gran figura de la salvación en la antigüedad. Junto a Abraham se coloca Moisés como la segunda gran figura del discurso. Moisés también está delineado de tal forma que en él aparezcan líneas que conducen a la presencia de la salvación en Cristo. Todas las consideraciones históricas, que se sirven del texto del Antiguo Testamento, se pueden compendiar propiamente en las preguntas: ¿Qué hizo Dios? ¿Qué hicieron los hombres?
Con esta exposición Esteban también da respuesta mediata a la acusación que hay contra él, o sea, que profiere «palabras injuriosas contra Moisés y contra Dios». Por eso, Esteban desea aclarar su manera de entender las leyes mosaicas dejando hablar a la misma historia. Igualmente importante es para Esteban dilucidar la cuestión sobre la validez del templo con el testimonio de la revelación del Antiguo Testamento.
Todo el discurso está imbuido del profundo respeto ante la acción de Dios en el hombre, y del conocimiento de que toda la revelación y todas las órdenes de Dios que habían sido dadas hasta entonces, eran hechos preparatorios, referidos a la venida del Justo. Pero junto a esta visión respetuosa se desliza con una gravedad creciente la queja dolorosa por la incomprensión y desacato del pueblo judío ante cualquier dirección y orden de Dios. La respuesta del acusado se convierte así espontáneamente en acusación contra los jueces, a quienes se reprocha la traición y el homicidio del Justo.
Procuremos reflexionar sobre las distintas declaraciones del discurso. No pasemos tampoco por alto el tratamiento con que Esteban por fidelidad y profundo respeto a su pueblo se dirige a sus jueces y acusadores llamándoles hermanos y padres. Esteban también en esta hora conoce la trabazón que tiene con ellos, y que asciende a los patriarcas comunes y tiene marcado el cuño de la común, larga y variable historia de Israel. Este tratamiento pronunciado por labios del acusado suena con un acento más conmovido, porque con el deseo de la común esperanza de la salvación tiene que oponerse dolorosamente a quienes puede llamar «hermanos», y a los respetables personajes que constituyen el sanedrín, a los que todavía contempla ante sí como «padres». «Oíd», les dice. Es un llamamiento que no va dirigido a la salvación del acusado, sino a la salvación del acusador.
2b »El Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abraham, cuando estaba en Mesopotamia, antes de que fijara su residencia en Harán, 3 y le dijo: Sal de tu tierra y de tu parentela, y ve a la tierra que yo te mostraré (Gén 12,1). 4 Entonces salió de la tierra de los caldeos y fijó su residencia en Harán. De allí, después de morir su padre, Dios lo trasladó a esta tierra en la cual vosotros habitáis ahora. 5 Y no le dio parte en ella, ni para asentar un pie, sino que le prometió dársela en posesión a él y a su descendencia después de él, siendo así que no tenia hijos. 6 Pero Dios le dijo que su descendencia sería peregrina en tierra extraña, y la someterían a esclavitud y a malos tratos durante cuatrocientos años; 7 pero al pueblo al que servirán lo juzgaré yo, dijo Dios, y después de esto saldrán (Gén 15,13s) y me darán culto en este lugar (Ex 3,12). 8 Y concertó con él alianza a base de la circuncisión, y así cuando engendró a Isaac, lo circuncidó al octavo día, e Isaac a Jacob, y Jacob a los doce patriarcas.
Para apreciar el contenido del discurso es recomendable, a veces, abarcar juntamente con la mirada el conjunto de todo un ámbito de ideas. Porque en nuestras consideraciones dentro del marco de los Hechos de los apóstoles no podemos pretender mostrar con el texto del Antiguo Testamento los acontecimientos y palabras de la Biblia que se aducen en la exposición de los Hechos de los apóstoles, sino situarlos a la luz con que se les ve y muestra en el conjunto del discurso de Esteban. Tampoco puede molestarnos que el discurso no siempre se adhiera estricta o inmediatamente a lo que declara el Antiguo Testamento, sino que siga también la tradición que no pertenece a la Biblia, tal como esta tradición puede demostrarse en los escritos judíos.
Al principio se contienen dos ideas importantes en la historia de la salvación: el «Dios de la gloria» y «nuestro padre Abraham». La asociación de estos dos nombres es profundamente significativa. Todo el pensamiento religioso del judaísmo descansa sobre ellos. Las personas piadosas del Antiguo Testamento a su Dios le llaman Dios de la gloria. Con esta expresión se describe la majestad y omnipotencia de Dios, su santidad y sabiduría, su incomparable perfección, ante la cual todos los dioses de los gentiles se hunden en la nada. Con dicha expresión se indica aquel fulgor inasequible, que según nos declara el Antiguo Testamento, pertenece a la naturaleza misteriosa de Dios. Este «Dios de la gloria» está al principio de la historia humana, la soporta y la dirige. Él es quien se manifestó de forma especial a su pueblo escogido. Cuando Esteban le coloca al principio de sus palabras, nombra lo más santo que posee el pueblo. En la adhesión a Dios manifiesta la fe en que este Dios siempre es actual y causa determinante, incluso en esta hora, cuando en el sanedrín se trata de una cuestión decisiva. Para comprender el discurso conviene que busquemos entre líneas los pensamientos ocultos, que desde el antiguo caudillaje de Dios en la salvación conducen a la nueva hora de la salvación.
En Abraham empieza la historia de este Dios con su pueblo. ¡Qué testimonio sobre la historia de la salvación resuena la expresión nuestro padre Abraham! El que lee con atención los escritos del Nuevo Testamento, se entera del prestigio incomparable de Abraham en la fe y en el pensamiento judíos, pero también se entera del esfuerzo emocionante por interpretar y sostener con razones la revelación salvífica en Cristo Jesús. ¡Cuán importante es para la genealogía de Jesús en el Evangelio de san Mateo (Mt 1,1ss) mostrar a Jesucristo como hijo de Abraham! ¡Cómo se afana san Pablo en la epístola a los Romanos (Rom 4,1 ss) y en la epístola a los Gálatas (Gál 3,6ss; 4,21ss) por mostrar en Abraham la nueva obra salvífica de Dios en Cristo Jesús y por colocarla en el contexto de la historia de la salvación! Abraham pasa a ser el padre de todos los creyentes.
¿Qué hace resaltar ahora Esteban en la historia de Abraham? Muestra cómo la vida de Abraham fue una constante búsqueda y peregrinación (que él emprendió por encargo de Dios y con dócil obediencia) desde Mesopotamia a Harán, desde Harán a Palestina. Esteban muestra cómo Abraham viviendo en Palestina como un forastero recibió la promesa de Dios sobre su descendencia, que entonces aún no tenía y que ya no podía esperar. Abraham solamente vivía de la promesa y de la fe en ella. Eta es la característica que Esteban querría evocar en la conciencia del sanedrín. Implícitamente se dice -así lo podemos suponer con motivo- que este Dios siempre exige obediencia y fe, cuando se revela al hombre con poder para salvarle. Ha llegado la hora de prestar esta obediencia y de creer en Cristo Jesús, así podríamos completar lo que Esteban quiere decirnos en su discurso.
9 »Los patriarcas, envidiosos de José, lo vendieron a Egipto; pero Dios estaba con él 10 y lo libró de todas sus tribulaciones, dándole gracia y sabiduría ante el faraón, rey de Egipto, que lo constituyó gobernador sobre Egipto y sobre toda su casa. 11 Sobrevino entonces hambre y una gran penuria sobre toda la tierra de Egipto y de Canaán y nuestros padres no encontraban alimento. 12 Habiendo oído Jacob que había trigo en Egipto, envió a nuestros padres por primera vez 13 y en la segunda se dio a conocer José a sus hermanos, y así se hizo patente al faraón el origen de José. 14 Envió José a llamar a Jacob su padre y a toda su parentela en número de setenta y cinco personas. 15 Y descendió Jacob a Egipto y, cuando murieron él y nuestros padres, 16 fueron trasladados a Siquem y depositados en el sepulcro que había comprado Abraham, a precio de plata, a los hijos de Emor en Siquem.
Empieza otra época de la historia judía, que también es mostrada como historia de Dios. Dios estaba con él: sobre estas palabras recae un acento especial. José, hijo de Jacob, está en el punto central de los acontecimientos. Ya desde los conocimientos de la Biblia adquiridos en la escuela primaria conocemos su ruta particular. Sabemos cómo fue salvado de la propia tribulación y cómo ascendió hasta llegar a ser el salvador no sólo de Egipto, sino también de quienes en otro tiempo quisieron perderlo a él, es decir, de sus propios hermanos. Por un destino especial José se convierte en el fundador del pueblo de Dios, que se congregó en Egipto en torno de Jacob en número de setenta y cinco personas. Sin que se diga nada, se nota la referencia velada al nuevo pueblo de Dios, llamado por Jesús. José fue vendido y entregado por sus hermanos. No obstante Dios lo ha exaltado y ha hecho que viniera a ser el salvador de los que le habían abandonado.
Acuden a nuestra mente los pensamientos contenidos en los discursos del apóstol que se leen en capítulos anteriores y nos ayudan a contemplar e interpretar estos cuadros del Antiguo Testamento con los ojos del discípulo de Cristo. ¿Hay quizás también un rasgo latente en la notificación de que José se dio a conocer en el segundo encuentro con sus hermanos? ¿Debe esto recordar que Jesús se revelará en su gloria en su segunda venida al mundo? O bien ¿nos basta para la intención de este discurso que saquemos de aquí el conocimiento de que en todas las situaciones de la historia que parecen insolubles, y en todas las situaciones de la vida particular de cada uno sólo Dios dirige por los caminos de tal modo que éstos conduzcan a la salvación? ¿Qué es lo que la historia de José debía dar a conocer al sanedrín? Esta historia era conocida del sanedrín desde hacía mucho tiempo. ¿Le debía hacer consciente de que tiene que estar dispuesto a esperar de Dios también ahora un salvador en la angustia del pueblo judío? ¿Podían los jefes judíos entender así las palabras de Esteban? O bien la historia de José ¿tiene en la estructura del discurso sobre todo la tendencia a orientar hacia los sucesos muchos mayores y más importantes que están vinculados a la figura de Moisés?
17 »A medida que se aproximaba el tiempo de la promesa que Dios había hecho a Abraham, fue creciendo y multiplicándose el pueblo en Egipto, 18 hasta que surgió en Egipto otro rey, que no había conocido a José, 19 el cual, con gran astucia, hizo daño a nuestra raza obligando a los padres a que abandonaran a los recién nacidos de manera que no pudieran sobrevivir. 20 En estas circunstancias nació Moisés, sumamente hermoso, el cual se crió por espacio de tres meses en casa de su padre, 21 pero habiendo sido abandonado, lo adoptó y crió como hijo propio la hija del faraón. 22 Y fue educado Moisés en todo el saber de los egipcios y era poderoso en palabras y obras.
Después de Abraham y José entra en escena la figura de Moisés. A él está dedicada la parte del discurso que es con mucha diferencia la más extensa de todas. El que conoce el contenido del libro del Éxodo, sabe la gran importancia (para la historia de la salvación) que le reconoce la historia escrita por los judíos. Moisés es considerado por los judíos como el fundador del orden político, social y religioso del pueblo. Puesto que toda la manera de vivir del judaísmo está vinculada al nombre de Moisés, Esteban tenía interés en presentar de la forma más impresionante posible la imagen de este hombre. Sin embargo, a Esteban se le había imputado desacato de la ley y de la tradición mosaica.
¿Qué dice Esteban de Moisés? Sus palabras rezuman admiración y profundo respeto. Las citas textuales del libro del Éxodo se enlazan con la tradición que no está contenida en la Sagrada Escritura, formando un interesante relato. También se acomodan rasgos complementarios a la figura del gran jefe y salvador. Pero entre todas las ideas referentes a Moisés sobresalen dos pensamientos: Moisés fue llamado por Dios y a Moisés no le ha comprendido su pueblo. Y en este pensamiento sentimos de nuevo la relación (exteriormente oculta, pero penetrante para los perspicaces) con aquel nuevo Moisés, al que ya se refería Pedro en su discurso al pueblo: Cristo Jesús 60. Apenas habrá necesidad de buscar fundamento más estricto de esta relación.
La manera como se caracteriza el tiempo en que nació Moisés nos hace pensar en alguien que es posterior a Moisés, es decir, en Cristo. «A medida que se aproximaba el tiempo de la promesa que Dios había hecho a Abraham, fue creciendo y multiplicándose el pueblo en Egipto.» Había llegado el tiempo del cumplimiento de la promesa. Este pensamiento también lo encontramos en el Nuevo Testamento. En la «plenitud del tiempo» (Gál 4,4) empezó el nuevo éxodo en Cristo Jesús. El mismo Jesús ha introducido su mensaje con la llamada de salvación, que refiere así san Marcos: «Se ha cumplido ya el tiempo: el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15). Y cuando se dice que «se aproximaba el tiempo de la promesa que Dios había hecho a Abraham», resuena aquella teología de la promesa que encontramos de forma especialmente impresionante en san Pablo, cuando ve que la promesa de Dios a Abraham se cumple en Jesús, en contraste con la manera como la teología de los judíos pensaba sobre la salvación 61. La escena del pueblo de Dios esclavizado en Egipto ¿no es también un símbolo de la necesidad de salvarse que tenían los hombres en la venida de Cristo?
¿Se puede seguir todavía explicando la comparación con Cristo? ¿Por qué cuenta Esteban la historia de la infancia de Moisés? Esta historia ciertamente tiene validez por sí misma y es un ejemplo impresionante del decreto salvífico de Dios, que ya desde el nacimiento vigilaba sobre el futuro salvador de Israel, y le preservó de la muerte que amenazaba a los niños de los israelitas. Y lo que deseaba Esteban era señalar esta conducción divina. Con esta historia no solamente se debía recordar a los hombres del sanedrín el tiempo pasado de la historia de la salvación, sino que al mismo tiempo se debía lograr que atendieran en general al misterio de la conducción y de la providencia divinas. ¿Quiere Esteban con esta historia preparar lo que se había de decir sobre Jesús, cuya venida hay que concebir sólo desde el punto de vista del decreto divino? Podría parecer que tal fuera la intención de Esteban.
Pero todo esto lo escuchamos como cristianos en
las palabras de Esteban. Esteban, ante todo, se mueve solamente en la dirección
visual de la historia judía. Se podría tender con demasiada facilidad a pensar
en la conservación de la vida del niño Jesús, cuando se evadió de la intención
homicida de Herodes. Este episodio, en todo caso, no lo describe san Lucas en su
historia de la infancia, sino san Mateo. ¿Podemos completar el discurso de
Esteban con tales pensamientos? Incluso cuando se declara que Moisés «era
poderoso en palabras y obras» ¿se tiene derecho a ver una relación con aquellas
palabras, con las que los discípulos de Emaús dijeron que Jesús de Nazaret «fue
profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo» (Lc
24,19)?
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60. 3,22; cf. Dt 18,15.19s.
61. Cf. Rm 4,1ss; Ga 3,6ss.
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23 »Cuando iba a cumplir la edad de cuarenta años, le vino a la mente la idea de visitar a sus hermanos los hijos de Israel. 24 Y viendo a uno tratado injustamente, salió en su defensa y vengó al ofendido dando muerte al egipcio. 25 Pensaba que sus hermanos comprenderían que Dios los iba a salvar por medio de él; pero ellos no lo comprendieron. 26 Y así, al día siguiente, se presentó ante unos que se estaban pegando e intentaba poner paz entre ellos, diciéndoles: Sois hermanos. ¿Por qué os hacéis daño el uno al otro? 27 El que estaba golpeando a su compañero lo rechazó contestándole: "¿Quién te ha constituido príncipe y juez sobre nosotros? 28 ¿O quieres quitarme de en medio como lo hiciste ayer con el egipcio?" 29 Huyó, pues, Moisés al oír esto y se avecindó en Madián, donde engendró dos hijos.
Por los textos del libro del Éxodo, el sanedrín conocía bien lo que Esteban cuenta de Moisés (Ex 2,12-14). ¿Por qué, pues, Esteban lo explica? Esta explicación ¿tiene algo que ver con la acusación que se hace contra Esteban? No tiene nada que ver de una manera inmediata. Y sin embargo hay algo que tiene que hacer aguzar los oídos de los jueces ante los cuales está Esteban. Hay una frase en el discurso, en torno de la cual gira todo lo demás. Moisés «pensaba que sus hermanos comprenderían que Dios los iba a salvar por medio de él; pero ellos no lo comprendieron». Moisés pensaba que sus hermanos verían en él al salvador de su pueblo. Se tiene cuidado en decir «sus hermanos». Moisés viene a ellos como uno de ellos y procura ayudarles. La incomprensión le impulsa a huir al extranjero.
Estas escenas del tiempo más angustioso de Israel obligaban al sanedrín a reflexionar atentamente. ¿No tenían que reconocer también a este acusado la prerrogativa de ser guiado por un encargo de Dios? ¿No tenían que pensar en el consejo de Gamaliel, que indujo a este mismo sanedrín a renunciar a la persecución de los apóstoles (5 ,3 4)? Pero ¿no percibimos también en esta imagen de Moisés, aunque sea otra vez de una forma velada, el testimonio del otro Salvador del pueblo? Las correspondencias con Jesús casi se imponen. ¿No tenemos que suponer que Esteban quería decir propiamente «Jesús», cuando hablaba de «Moisés»?
Jesús, que había venido a salvar a sus «hermanos», ¿no tenía que sufrir la incomprensión y hostilidad de éstos? Conocemos bastantes escenas del Evangelio. Pensemos en los nazarenos, que, enfurecidos por la predicación salvadora de Jesús, le arrojaron de la ciudad y le quisieron despeñar desde la cima del monte, como lo describe san Lucas (Lc 4,28s). Se nos recuerda a los escribas y fariseos y a su pregunta maliciosa: «¿Quién es este que está diciendo blasfemias?» (Lc 5,21). ¿Y no tuvo Jesús que sustraerse con bastante frecuencia de las acometidas de sus «hermanos» por medio de la huida, como le pasó a Moisés?
30 »Cumplidos los cuarenta años, se le apareció en el desierto del monte Sinaí un ángel en la llama de una zarza que ardía. 31 Al verlo Moisés, estaba maravillado de aquella visión, y mientras se acercaba para ver mejor, se oyó la voz del Señor: 32 Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Atemorizado Moisés no se atrevía a mirar. 33 Díjole el Señor: "Quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra sagrada. 34 He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto y escuchado sus lamentos, y he bajado a liberarlos. Ahora, pues, ven acá: te voy a enviar a Egipto" (cf. Ex 3,1-12).
Conocemos la historia de la zarza ardiente. ¿Por qué le cuenta Esteban a este sanedrín, que tan bien la conocía? Así podríamos preguntarnos de nuevo. En estas palabras se patentiza un profundísimo respeto a Moisés. Esteban conoce el misterio divino que salió al encuentro de Moisés. Conoce la misión que se le había encomendado. ¿Seguía entonces en pie la acusación? ¿Cómo podía ser capaz de «proferir palabras injuriosas contra Moisés y contra Dios»? En estos versículos acerca de Moisés ¿podemos ver también latentes referencias a aquel cuya actuación también comenzó en el desierto? ¿No resonó también sobre Jesús la voz del Señor, cuando se preparaba para la obra de la liberación de su pueblo? Jesús pudo percibir la revelación y la elección de Dios: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido» (Lc 3,22). Así pues, tiene lugar un misterioso encuentro con Dios al principio de la actividad de los dos salvadores y parece que el discurso de Esteban haya tenido conscientemente ante su mirada esta semejanza.
35 »A este Moisés a quien habían rechazado diciendo: "¿Quién te ha constituido príncipe y juez?", Dios lo envió como príncipe y libertador, con la ayuda del ángel que se le apareció en la zarza. 36 Éste fue quien los sacó, obrando prodigios y señales en la tierra de Egipto y en el mar Rojo y en el desierto, por espacio de cuarenta años. 37 Y fue este mismo Moisés el que dijo a los hijos de Israel: "Un profeta como yo os suscitará Dios de entre vuestros hermanos" (Dt 18,15). 38 Este fue el que, en la asamblea del desierto, estuvo con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí y con nuestros padres; el que recibió palabras de vida para comunicároslas a vosotros.
En estos versículos que constituyen el punto culminante del testimonio sobre Moisés, con fundada razón se ha visto un himno, en que, con forma elevada, se declara la grandeza de Moisés. Con estos párrafos Esteban rechaza de una manera muy impresionante la acusación de que él ha blasfemado «contra Moisés y contra Dios». Porque sus palabras son una adhesión emocionada al «príncipe y libertador» del pueblo judío. Esteban ve en Moisés al que fue llamado por Dios mediante un ángel. Conoce el poder milagroso de Moisés en la salida de Israel de Egipto, conoce su don de profecía, con el que contemplando el tiempo futuro habló de aquel otro profeta que Dios haría surgir. Esteban recuerda la mediación de Moisés en los grandes días del Sinaí, y la legislación, que desde entonces quedó vinculada inseparablemente en el judaísmo al nombre de Moisés. Aquel a quien se había acusado como enemigo de las leyes mosaicas (6,14), tributa a la ley, que tiene su origen en Moisés, el mayor reconocimiento, cuando dice que él «recibió palabras de vida para comunicároslas a vosotros».
Al caracterizar la ley como «palabras de vida», Esteban recurre a lo que leemos en el Levítico como orden del Señor a Moisés: «Guardad mis leyes y mandamientos; porque el hombre que los practique, hallará vida en ellos» (Lev 18,5). Pensamos en las palabras que Jesús dijo al que le preguntó: «¿Qué haría yo de bueno para poseer vida eterna?» ¿Qué le contestó Jesús? «Si quieres entrar en la vida, observa los mandamientos.» Y Jesús le enumeró los mandamientos, que conocemos por la ley de Moisés (Mt 19,17ss). Pero en el entretanto podríamos preguntarnos si con esta enumeración no se ha abierto una divergencia con lo que san Pablo dice en las epístolas a los Gálatas y a los Romanos. Conocemos sus vigorosos criterios. «La ley intervino para que se multiplicaran las faltas», escribe san Pablo en la carta a los Romanos (Rom 5,20). Y antes ya ha dicho: «Por las obras de la ley, nadie será justificado ante él» (Rom 3,20). El que lee el cap. 7 de la carta a los Romanos, podría estremecerse por las duras palabras con que el Apóstol habla de la ley. En vano se buscará en san Pablo una declaración que designe la ley como «palabras de vida». Y sin embargo, también san Pablo conoce el valor interno de la ley. En la epístola a los Romanos 7,12 leemos la significativa frase: «De modo que la ley es ciertamente santa, y santo, justo y bueno es el mandamiento.» Pero san Pablo también sabe que el hombre necesita la gracia de Dios para que la ley sea fuente de bendiciones (Rom 8,2ss). Y así llegamos de nuevo a la pregunta que nos acompaña a través de todo el discurso de Esteban. Todo eso ¿lo dice Esteban solamente para enaltecer a Moisés y a su ley? ¿No quiere Esteban también aquí hablar de nuevo de una forma velada de aquel a quien Moisés prefigura en la historia de la salvación, del nuevo Moisés, de Cristo Jesús? En estos versículos notamos la invisible proximidad del verdadero «príncipe y libertador». Los «prodigios y señales» que se atribuyen a Moisés, ¿no significan también los «milagros, prodigios y señales» con que Jesús de Nazaret fue «acreditado por Dios» (2,22)? Esta salida de Egipto a través del desierto ¿no es un símbolo de cómo Jesús saca del pecado y de la privación de la gracia al nuevo pueblo de Dios y lo conduce a la vida eterna? ¿Y no pueden aplicarse a Jesús las palabras del Deuteronomio, que probablemente constituyen la declaración más importante de Esteban, es decir, que «Un profeta como yo os suscitará Dios de entre vuestros hermanos» (Dt 18, 15)? Los miembros del sanedrín ¿no hubieron de quedar pensativos con estas palabras? Ellos conocían todos los testimonios precedentes en favor de Jesús de Nazaret. Estos testimonios se dieron ante este mismo tribunal del sanedrín. Las palabras de Pedro (4,9ss; 5,29ss) ¿no tuvieron que resonar en sus almas, de tal forma que no pudieran dejar de percibir lo que Esteban quería indicar con estas palabras proféticas de Moisés? Nos acordamos de cómo las mismas palabras sobre el profeta prometido por Moisés ya fueron referidas a Jesús por Pedro, cuando después de la curación del cojo de nacimiento habló así al pueblo: «Dijo en efecto Moisés: Un profeta como yo os suscitará Dios, el Señor, de entre vuestros hermanos; lo escucharéis en todo lo que os hable. Todo el que no escuche a tal profeta será exterminado del pueblo» (3,22s). Si recordamos una vez más las palabras que se percibieron en la transfiguración de Jesús en presencia de Moisés (Mc 9,7), tenemos la impresión de que dichas palabras tuvieron especial importancia en la predicación apostólica de Jesús.
Cuando Esteban habla de las «palabras de vida», puede pensar primeramente en la ley judía, pero la expresión de suyo no nos insta a acordarnos de la orden del ángel que liberó a los apóstoles de la cárcel, y les dijo: «Id, presentaos en el templo y hablad al pueblo todas estas palabras de vida» (5,20). ¿Es casual que se mencionen dos veces las «palabras de vida» a tan poca distancia la una de la otra? Es difícil concebir esta proximidad como casual. Estas palabras parece que nos indican que los Hechos de los apóstoles detrás del texto del discurso de Esteban hacen resonar conscientemente el mensaje de Cristo Jesús como el nuevo Moisés, y el sanedrín difícilmente podía haber desatendido esta resonancia.
39 »A éste no quisieron obedecer nuestros padres, sino que lo rechazaron y se volvieron con el corazón a Egipto, 40 diciendo a Aarón: "Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque ese Moisés que nos sacó de la tierra de Egipto no sabemos qué ha sido de él" (Ex 32,1-23). 41 Y fabricaron un becerro en aquellos días y ofrecieron sacrificios al ídolo, y se gozaron en las obras de sus manos.
Esteban presenta ante la mirada de sus jueces una de las escenas más tristes de la historia de Israel. Ellos que habían hecho venir a Esteban ante su tribunal, porque suponían que había blasfemado contra Moisés, tienen que soportar que se les recuerde que antiguamente los «padres» se rebelaron contra su príncipe y libertador, y en la adoración del becerro de Egipto también se desviaron de Dios e incurrieron en el culto idolátrico. ¿Qué se había reprochado a Esteban? «Le hemos oído proferir palabras injuriosas contra Moisés y contra Dios», dijeron los testigos sobornados. ¿Y qué hicieron en otro tiempo los padres de este pueblo? Apostataron de Moisés y de Dios.
Y en el discurso de Esteban de nuevo vemos más de lo que parece decir el texto original. Nos acordamos de todas las palabras que hemos oído hasta ahora en los discursos de los apóstoles. ¿No ha adoptado Israel contra el profeta anunciado por Moisés una actitud tan negativa como la que tomó entonces el pueblo en el desierto? «A éste, entregado según el plan definido y el previo designio de Dios, vosotros, crucificándolo por manos de paganos, lo quitasteis de en medio», tuvo que decir Pedro en el discurso del día de pentecostés (2,23). Y en otro pasaje hemos escuchado la acusación del apóstol: «Vosotros, pues, negasteis al santo y al justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, al paso que disteis muerte al autor de la vida» (3,14s).
¿No debieron entender la alusión los miembros del sanedrín, cuando pensaron que Esteban hablaba así como discípulo y testigo de Jesús? ¿No se les impuso espontáneamente el sentido oculto de las palabras de Esteban? ¿No sería muy extraño que no se hubiesen dado cuenta de nada? Con estos recuerdos históricos ¿no se percibe ahora ya de una forma encubierta la acusación que al final del discurso se profiere con palabras severas: «¡Gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre estáis resistiendo al Espíritu Santo. Como vuestros padres, igual vosotros» (7,51)?
42 »Pero Dios se apartó de ellos y los entregó a dar culto al ejército de los cielos, según está escrito en el libro de los profetas: ¿Acaso me ofrecisteis víctimas y sacrificios durante cuarenta años en el desierto, casa de Israel, 43 y no más bien os llevasteis la tienda de Moloc y la estrella del dios Romfá, imágenes que fabricasteis para adorarlas? Pues yo os deportaré más allá de Babilonia (Am 5,25ss).
El pueblo recalcitrante experimenta el castigo de Dios. Dios se apartó de ellos. Nos damos cuenta de lo que se quiere decir con esta frase, si reflexionamos en lo que significa la proximidad de Dios en el pensamiento religioso de la antigua alianza. Israel sabía que era hijo predilecto de Dios. Con conciencia de sí mismo contemplaba despectivamente la fe idolátrica de los pueblos circundantes. La pureza y unicidad del concepto de Dios es primacía y distintivo de la historia judía. Pero había una representación confusa de politeísmo, que rodeaba a Israel. Así nos lo atestigua la historia de la religión en la antigüedad. Así nos lo atestiguan también los hombres de Dios de la antigua alianza, cuando en su manera de hablar se expresa, con palabras a menudo estremecedoras y severas, el celo por el único Dios verdadero.
44 »Nuestros padres tenían en el desierto el tabernáculo del testimonio, según lo había dispuesto el que mandó a Moisés hacerlo conforme al modelo que había visto; 45 el cual heredaron nuestros padres e introdujeron con Josué cuando la conquista de la tierra de los gentiles a los que Dios expulsó de la presencia de nuestros padres hasta los días de David. 46 Este halló gracia a los ojos de Dios y solicitó el favor de encontrar morada para la casa de Jacob. 47 Pero fue Salomón quien le edificó una casa. 48 Con todo, no habita el Altísimo en edificios fabricados por mano de hombre, según dice el profeta. 49 El cielo es mi trono, y la tierra, escabel de mis pies. ¿Qué casa me habéis de construir, dice el Señor, o cuál va a ser el lugar de mi reposo? 50 ¿Acaso no hizo mi mano todas estas cosas? (Is 66,1s).
De la «tienda de Moloc» (7,43), Esteban pasa a hablar de la «tienda» que como santuario del culto era el célebre símbolo de la adoración judía de Dios. Por las detalladas instrucciones del libro del Éxodo sabemos con qué atención el pueblo equipó este santuario y cuidó de él 62. Una historia llena de vicisitudes le está vinculada. En la tienda de la alianza tuvo su origen el templo, que Salomón edificó con magnificencia. Leyendo los salmos se ve el entusiasmo religioso y la fervorosa piedad con que el judaísmo amaba este santuario.
Esteban había sido acusado de haber dicho que Jesús destruiría este lugar (6,14). Esta acusación corresponde al reproche que también se procuró hacer contra Jesús. En san Marcos se nos notifica la declaración de los testigos contra Jesús: «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este templo hecho por manos humanas y en tres días construiré otro, no hecho por manos humanas» (Mc 14,58). En san Juan estas palabras de Jesús se enlazan con la purificación del templo y están claramente referidas a la resurrección (Jn 2,19). También sabemos que Jesús, de hecho, ha vaticinado la demolición del templo, como nos lo refieren los discursos escatológicos63.
Los judíos velaban celosamente por el carácter sagrado de su templo. Soñaban que el templo duraría eternamente. Cuando regresaron de la cautividad, su primera preocupación consistió en restaurar la casa destruida del Señor. Los Macabeos purificaron el templo profanado y le dieron la nueva consagración, cuya fiesta se celebraba todos los años en el mes de kislev (Jn 10,22). ¿Qué dirá Esteban a propósito de la acusación que se le ha hecho con respecto al templo? Conoce la historia venerable del santuario, el antiguo tabernáculo de la alianza, los planes de David, las inolvidables obras de Salomón. Pero él también conoce la inconcebible grandeza de Dios, de cuyo poder infinito incluso el templo solamente es un símbolo.
Esteban cita al profeta Isaías, las resueltas palabras con las que expresa la limitación de todas las cosas terrenas, incluso de la forma y de la manera de adorar externamente a Dios. Lo que el hombre puede edificar, en último término es obra propia de Dios. Este templo de Jerusalén figuraba entre las grandes maravillas de aquel tiempo, pero ¿qué es el templo en comparación con la grandeza y la omnipotencia divinas que llenan el cielo y la tierra? Con estas palabras del profeta se nos recuerda la conversación que Jesús tuvo con la mujer samaritana en e] pozo de Jacob. Hablaban del lugar de la verdadera adoración de Dios, de Jerusalén y del monte Garizim. ¿Qué dijo Jesús a la mujer que preguntaba? «Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, pues la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, y es el momento actual, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad. Porque tales son, precisamente, los adoradores que el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran tienen que adorarlo en espíritu y verdad» (Jn 4,21ss).
¿Pudo el sanedrín comprender la profundidad y
alcance de las palabras de Esteban? ¿No se interpone en su camino la misma
estrechez y entumecimiento que también los hizo inaccesibles al mensaje de
Jesús? De nuevo notamos el peligro de que están amenazadas todas las relaciones
con Dios, si el individuo o una comunidad es absorbido por la valoración de las
formas e instituciones externas que la mirada no puede dirigirse al misterio de
Dios que todo lo abarca y que nunca se puede comprender.
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62. Cf. Ex 25-30; 36.39. 63. Cf. Mc 13.2; Mt 24,2; Lc 21,6.
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51 »¡Gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre estáis resistiendo al Espíritu Santo. Como vuestros padres, igual vosotros. 52 ¿A quién de entre los profetas no persiguieron vuestros padres? Incluso dieron muerte a los que preanunciaban la venida del justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos; 53 vosotros que recibisteis la ley por ministerio de los ángeles, y no la habéis observado.»
Con agudeza sorprendente, Esteban pasa de la vista del tiempo pasado a la ofensiva contra sus acusadores y jueces. El ataque empieza de repente y sin auténtica alegación de pruebas. Así lo indican las apariencias. Pero quien -como hemos procurado advertir- en los rasgos precedentes de la visión retrospectiva de la historia notó ya la velada acusación y las relaciones exteriormente ocultas con el tiempo presente, también comprende que ahora tenía que llegar el momento en que el testigo de Cristo soltara la pasión reprimida y quitara del rostro de los jueces la máscara de la aparente piedad de la ley, para descubrir los verdaderos móviles de su acusación.
En los miembros del sanedrín se manifestó aquella misma obstinación y hostilidad que actuaron contra los enviados de Dios del tiempo pasado e hizo fracasar la misión salvadora que éstos tenían que cumplir. Esteban llama a sus jueces gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos. Habla conscientemente con imágenes con las que los profetas de la antigua alianza fustigaban el endurecimiento y la porfía del pueblo. «Circuncidaos por amor del Señor, y separad de vuestro corazón las inmundicias, ¡oh vosotros!, varones de Judá, y moradores de Jerusalén... ¿Y a quién conjuraré para que me escuche, después que tienen tapados sus oídos, y no pueden oír?», leemos en el profeta Jeremías (Jer 4,4; 6,10).
Puede parecer una afirmación muy generalizada decir que todos los profetas del Antiguo Testamento fueron perseguidos. Sin embargo, con esta afirmación se dice una verdad auténtica, que también Jesús testifica, cuando dice en el sermón de la montaña: «Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien y cuando os excluyan, os insulten y proscriban vuestro nombre como maldito por causa del Hijo del hombre... de la misma manera trataban los padres de ellos a los profetas» (Lc 6,22s; cf. Mt S,12). Esteban ve la persecución de los profetas dirigida contra Cristo Jesús. El ministerio por cuya causa fueron perseguidos, ya iba dirigido a la venida del justo. No se necesita ninguna argumentación para probar que con esta expresión se alude a Cristo. En 3,14 ya se le llama el «santo» y «justo», que los judíos han negado delante de Pilato, y han postergado detrás de un «asesino». Y cuando Pablo está arrestado, declara delante del pueblo: «El Dios de nuestros padres te ha designado de antemano para conocer su voluntad, y ver al justo, y oír la palabra de su boca» (22,14). Tenemos ante nosotros un nombre mesiánico que indica dignidad y que también se testifica en la literatura que no forma parte de la Biblia. Es un nombre lleno de sentido.
A los miembros del sanedrín Esteban los llama «traidores y asesinos» del «justo». Esta acusación acerca de la culpa por la muerte de Jesús en la cruz es la más áspera de todas las acusaciones que hasta ahora hemos encontrado en los Hechos de los apóstoles. Nos acordamos de las palabras que dijo Pedro a este propósito en el discurso del día de pentecostés (2,23.36), de su acusación delante del pueblo judío después de la curación del cojo de nacimiento (3,14s). El sanedrín ya tuvo que soportar dos veces que los apóstoles le reprocharan sin rodeos la culpa por la muerte de Jesús. «Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis», dijo Pedro en el primer juicio oral (4,10). «Jesús, a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz», dicen Pedro y los apóstoles en el segundo juicio (5,30). Y ahora Esteban presenta la misma inculpación y echa en cara el peor reproche que se puede hacer a un tribunal, ya que acusa al sanedrín de traición y asesinato del «justo». Esteban había sido acusado de proferir palabras injuriosas contra Moisés y contra Dios, y había sido llevado al tribunal. Esteban responde al reproche haciendo a su vez una acusación inaudita contra este tribunal, cuando dice: «Vosotros que recibisteis la ley por ministerio de los ángeles, y no la habéis observado.» Se alude a la ley mosaica. «Por ministerio de los ángeles» la ley vino al pueblo judío por medio de Moisés. Así interpretaba la tradición rabínica el relato del Antiguo Testamento. Ya antes se habló de un ángel que colaboró a la recepción de la ley en el Sinaí (7,38). En la participación de un ángel los escribas vieron una distinción y un enaltecimiento de esta ley, de forma distinta de Pablo, el cual, con la presencia de los ángeles, procura establecer la posición y categoría subordinadas de la ley (Gál 3,19).
«La ley... no la habéis observado.» ¿Qué quiere decir Esteban con esta impugnación sorprendente lanzada contra la suprema autoridad del judaísmo? ¿No es un agravio mortal? ¿Hasta qué punto no han guardado la ley? ¿Es la misma infracción de la ley de que nos habla san Pablo en la carta a los Romanos, cuando dice al judío: «Tú, que te sientes ufano de la ley, ¿deshonras a Dios violando esa ley?» (Rom 2,23). O bien con la palabra la «ley» ¿podemos entender toda la revelación del Antiguo Testamento, con las predicciones y preparativos orientados hacia Cristo, de los cuales se gloriaba el judaísmo, sin tomarlos en serio? Entonces tendríamos el mismo pensamiento que encontramos en el Evangelio de san Juan, cuando Jesús dijo a los judíos: «¿No os dio Moisés la ley? Sin embargo, ninguno de vosotros cumple la ley» (Jn 7,19). Y también podemos pensar en aquellas otras palabras de Jesús: «Vosotros investigáis las Escrituras, porque en ellas pensáis tener vida eterna. Pues ellas, precisamente, son las que dan testimonio de mí. Sin embargo, no queréis venir a mí para tener vida... No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre. Ya hay quien os acuse: Moisés, en quien vosotros tenéis puesta la esperanza. Porque, si creyerais en Moisés, también creeríais en mí; porque acerca de mí escribió él» (Jn 5,39s.45s).
c) Testimonio de sangre (Hch/07/54-60).
54 Al oír esto, se les partía el corazón de rabia y rechinaban los dientes contra él. 55 Pero él, lleno de Espíritu Santo, fijó su vista en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús en pie a la diestra de Dios. 56 Y dijo: Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios. 57 Mas ellos, vociferando, se taparon los oídos y se abalanzaron a una contra él; 58a lo arrastraron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo.
Esteban había sido acusado del más grave delito: el desacato de la ley mosaica, la blasfemia contra Dios. Con una audacia inaudita, Esteban rechaza esta acusación lanzándola contra los acusadores. Les recrimina que no han observado la ley. Les hace cargo de traición y asesinato de quien es el significado y contenido de toda la revelación. Comprendemos la ira del sanedrín, que aún era consciente de su poder y responsabilidad. Móviles leales y desleales se mezclan en el arrebato de indignación contra Esteban. La misma escena se presentó en el proceso de este mismo sanedrín contra Jesús. ¡Qué pronto la pasión conmovida encuentra motivo y pretexto, si se trata de hacer callar al odiado enemigo!
Al discípulo amenazado por los hombres se le manifiesta el testimonio de aquel de quien ha hecho profesión de fe en su discurso. Esteban ha hablado del «Dios de la gloria», cuando empezó su profesión acerca de la historia de la salud. Ahora este Dios denota su proximidad. Es una escena conmovedora. Ante las miradas furiosas de los acusadores y jueces, Esteban contempla los cielos abiertos: «Vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba a la diestra de Dios.» El Espíritu Santo se ha adueñado del alma de Esteban, se le abre otro mundo. Por el espacio resuena victoriosa la confesión de Esteban: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios.»
Si Dios se revela, lo hace para acomodarse a la manera humana de pensar y de saber. Conocemos la antigua manera como la Biblia se representa el mundo. Con un esquema que nos parece ingenuo, ordenaron los hombres de aquel tiempo su concepto del cielo y de la tierra. La evolución de las investigaciones en el universo ha cambiado radicalmente esta representación. ¿Tenemos por eso derecho a considerar como ilusorio lo que declara la Biblia con las ideas de aquel tiempo? ¿Por qué no pudo Dios manifestarse a Esteban según la manera de pensar que era propia de aquel tiempo? En todos los tiempos los hombres se acercarán al misterio de Dios, si pueden encontrarlo, con la posibilidad que les permita la situación espiritual de su ambiente. Esa es una experiencia fundamental de la historia de Dios con los hombres.
Este Esteban que contempla la gloria de Dios, nos recuerda a los tres discípulos que Jesús condujo a la soledad del monte para hacerles tener una vista del otro mundo. «Y he aquí que dos hombres conversaban con él; eran Moisés y Elías, que, aparecidos en gloria, hablaban de la muerte que había de sufrir él en Jerusalén», leemos en Lucas 9,30s. Y de «Pedro y sus compañeros» se dice que, «despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que con él estaban». ¿Cuál es esta gloria? Ya en la consideración que hicimos acerca de 7,2 reflexionamos sobre este particular. Con la voz «gloria» se describe el misterio de Dios de un modo humano. En la palabra griega básica, que traducimos por «gloria», ya se contiene algo del fulgor resplandeciente de la luz. «Luz» es el símbolo más expresivo del misterio de Dios. El anhelo humano de claridad y vida se expresa en esta palabra. Se nos recuerdan la luz del primer día de la creación, todas las palabras de la Biblia referentes a la luz hasta la siguiente frase de la primera carta de san Juan: «Este es el mensaje que de él hemos oído y os lo anunciamos: que Dios es luz» (1Jn 1,5).
Esteban pudo contemplar este misterio luminoso de Dios, y en su fulgor se mostró el Hijo del hombre. Aquí hay un profundo sentido. Conocemos este «Hijo del hombre». Los comentaristas de la Sagrada Escritura han reflexionado mucho sobre este nombre extraño, que Jesús se dio a sí mismo. Porque los hombres no le llamaban así, sino que él mismo usó esta palabra, cuando de una manera encubierta hablaba de sí y de su obra. Solamente en nuestro texto se pronuncia esta expresión por labios ajenos. En esta hora Esteban se siente unido con Jesús de una manera única en su género. Las palabras de Esteban recuerdan formalmente aquellas palabras que Jesús dijo cuando estaba como acusado ante este sanedrín: «Desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios» (Lc 22,69). Como un testimonio del cumplimiento de este vaticinio de Jesús las palabras de Esteban llegan hasta los jueces del discípulo de Cristo. Y cuando Esteban ve que el Hijo del hombre «en pie» a la diestra de Dios -y no «está sentado», como se dice en los demás testimonios sobre la glorificación de Jesús-, entonces se puede ver en este relato una indicación de que el Señor enaltecido, que ha entrado en su gloria por medio de su pasión, se levanta para saludar a su fiel testigo. Este va a ser el primer discípulo de Jesús que sella el amor a su Maestro con el sacrificio de la vida.
La impotencia interna de la autoridad terrena se denota en la desenfrenada erupción del odio. Estos personajes del sanedrín pierden toda su dignidad y dominio, hacen callar a gritos al acusado, según la costumbre rabínica se tapan los oídos para no tener que oír la blasfemia contra Dios, tal como ellos consideran las palabras de Esteban. En el texto de estos versículos se resume todo lo que aconteció siguiendo un curso precipitado. No se puede decidir si el sanedrín, de acuerdo con las prescripciones jurídicas, condujo el procedimiento iniciado hasta el final o si todo el juicio oral degeneró en un tumulto, que tuvo como desenlace el apedreamiento de Esteban. Las explicaciones sobre este particular discrepan entre sí. Están relacionadas con la cuestión de cuán amplias fueron las atribuciones jurídicas del tribunal judío, cuando éste reconocía que el acusado era reo de muerte. Probablemente sucedió que el sanedrín se esforzó por guardar las apariencias del derecho, como se indica en algunos datos. Sin embargo los acontecimientos estuvieron tan dominados por el arrebato de la pasión, que era difícil distinguir entre la ejecución del derecho y el odio fanático. Sabemos cómo en el proceso contra Jesús también triunfaron los sentimientos hostiles sobre la aplicación del derecho.
Una cosa es cierta: Esteban fue arrastrado a la muerte no tanto por su manera de hablar contra el templo y la ley, cuanto por su clara confesión de Cristo Jesús. Y su testimonio de la visión del Hijo del hombre glorificado (testimonio que recuerda inequívocamente las palabras de Jesús delante del sanedrín) suscitó de nuevo el odio del sanedrín contra aquel a quien habían hecho crucificar por su blasfemia contra Dios. Jesús de Nazaret nuevamente tuvo que sufrir la muerte en Esteban, como en adelante Jesús será presentado ante el tribunal en innumerables confesores de su nombre. Esteban debía morir como mártir de Cristo. Por Esteban, el nombre «mártir», que, por su fundamental significado griego, originariamente sólo significaba «testigo» (martys), adquirió el peculiar sentido del testigo que paga su confesión de Cristo con la sangre y con la vida.
58b Los testigos depositaron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo. 59 Y apedreaban a Esteban mientras éste oraba diciendo: «Señor Jesús, recibe mi espíritu.» 60 Y puesto de rodillas, gritó en voz alta: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado.» Y, dicho esto, durmióse.
La segunda parte del versículo 58 se introduce en el texto de una forma característica. Los testigos que habían inculpado delante del tribunal al acusado, según la costumbre judía tenían que arrojar personalmente las piedras contra el condenado. En el relato de la adúltera Jesús se refiere a esta usanza, cuando dice: «El que entre vosotros esté sin pecado, sea el primero en tirar una piedra contra ella» (Jn 8,7). Un joven llamado Saulo guardaba los mantos que los testigos habían depositado. ¿Qué particularidad tiene este joven? Lo conocemos. Si no se llamara Saulo, difícilmente Lucas habría hecho mención de él y de su presencia. Pero éste es el hombre que debía tener una importancia decisiva no solamente para san Lucas, sino para toda la Iglesia. Su figura, que en este texto sólo se muestra como de paso, se volverá más clara y viviente, hasta que en último término llene por completo y exclusivamente las páginas de los Hechos de los apóstoles.
Esta lapidación de Esteban fue para Pablo un encuentro memorable con la Iglesia, que se grabó para siempre en su alma. Porque incluso veinte años más tarde confiesa Pablo al Señor, que se le apareció en Jerusalén: «Y cuando se derramaba la sangre de tu testigo Esteban, yo estaba presente y de acuerdo, mientras custodiaba las vestiduras de los que le mataban» (22,20). ¿Qué significaba para Saulo este acontecimiento? Probablemente él era uno de los que antes habían disputado apasionadamente con Esteban a causa de la nueva doctrina, todavía se inflamaba su impetuoso corazón con el celo fanático de la ortodoxia judía, como lo confiesa en la epístola a los Gálatas (Gál 1,14). Pero por el testimonio y por la muerte de Esteban, ¿no brilló en el alma de Saulo un tenue resplandor que fue atizado por la gracia de Cristo hasta convertirse en aquel fuego con el que, como «esclavo de Jesucristo» (Rom 1,1), se enardeció hasta conseguir su propio martirio?
Las últimas palabras del mártir recuerdan las palabras de Jesús moribundo. El que lee la historia de la pasión en el Evangelio de san Lucas, encuentra allí las dos oraciones de Jesús en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34) y «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Estas palabras las hallamos también aquí casi al pie de la letra, aunque con otro orden de sucesión. Y sin embargo, no perdemos de vista la diferencia. Jesús oró a su Padre, el discípulo moribundo se dirige al «Señor Jesús» pidiéndole que reciba su espíritu. En esta plegaria vemos el conocimiento respetuoso que la Iglesia primitiva tiene de la «gloria» del Señor enaltecido, de su misterio divino. Jesús, que enseñó a sus discípulos a orar al Padre, se ha colocado junto al Padre, como aquel a quien se dio «poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Jesús, a quien Esteban vio que estaba a la diestra de Dios, se ha levantado de su trono, para recibir a su fiel testigo.
También es una auténtica frase de Cristo la última oración con que fallece Esteban desgarrado con heridas mortales: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado.» El perdón, que Jesús ha predicado con tanto ahínco y lo ha practicado en su vida mortal, pertenece a la esencia de la actitud cristiana. El mandamiento fundamental del amor tiene validez en las relaciones de hombre a hombre, no solamente entre hermano y hermana, sino también con respecto a aquel que está enfrente de nosotros como enemigo. Una ilustración conmovedora del más grave de todos los mandamientos de Jesús es esta oración de Esteban agonizante, que se postra en el suelo. En el sermón de la montaña esta plegaria ha encontrado su formulación incomparable. No solamente san Mateo la ha incorporado como suprema perfección de la nueva justicia a la contextura de sus seis antítesis (Mt 5,43ss). También en la manera como san Lucas ha redactado la predicación de Jesús; esta oración constituye la parte esencial de los versículos que tratan del amor perfecto: «Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian... Si amáis a los que os aman, ¿qué gracia tenéis? Porque también los pecadores aman a quienes los aman... Vosotros, en cambio, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada. Entonces será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo; que él es bueno aun con los desagradecidos y malvados. Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre» (Lc 6,27-36). Bajo estos aspectos la oración de Esteban por sus enemigos no es la señal de una debilidad que se resigna, sino la expresión de una fe vigorosa en la proximidad de Dios, es un fruto excelso del Espíritu Santo, que, por sí solo, puede capacitar al hombre a vencerse a sí mismo por amor. Sólo quien conoce el móvil más íntimo del Hijo de Dios moribundo en la cruz por un mundo pecador, puede percibir la verdadera profundidad de la oración del primer mártir.