«HAY MÁS ALEGRÍA EN DAR QUE EN RECIBIR » (Hch 20, 35)
Jacinto González.
Seminario de Madrid

En el discurso de su despedida de los presbíteros de Éfeso, san Pablo refiere el siguiente dicho de Jesús: «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20, 35). La originalidad de estas palabras consiste en que no se nos han conservado en los evangelios, ni siquiera en el del propio Lucas, autor del libro de los Hechos. No sabemos, por tanto, el contexto en que Jesús las pronunció, pero san Pablo las usa para animar a los presbíteros de la comunidad cristiana de Éfeso a trabajar sin descanso, pues éste es el modo de servir y «socorrer a los débiles». Eso es precisamente lo que san Pablo ha estado haciendo desde el inicio de su apostolado, de manera que los de Éfeso tienen en él un ejemplo a seguir. Teniendo presente el dicho de Jesús, el apóstol ha entregado su vida con generosidad y alegría a la causa del Evangelio. San Pablo ha entendido, por tanto, que el centro de las palabras de Jesús lo ocupa «la alegría del don».

1. YAHVEH, DIOS DE LOS DONES

La Revelación bíblica muestra que Dios se ha manifestado progresivamente como el Dios de los dones, el Dios que contiene en sí todo don y toda gracia, y que goza comunicándoselos a sus hijos. Es el Dios que ha hecho el regalo de la creación al hombre (cf. Gn 1, 28), que ha regalado a Adán una esposa, la cual ha recibido a su vez el don de una maternidad fecunda, pues será llamada «Eva», que significa madre de los vivientes (cf. Gn 3, 20).

La historia de Israel, el pueblo escogido, está marcada por la promesa de un don. Hagamos memoria de esa historia. Dios había bendecido a Abrahán con el don de una vocación, haciéndole venir de Ur, la tierra de los caldeos, hasta Canaán. Dios revela a Abrahán que esa tierra, en la que se siente todavía como un extranjero, le pertenecerá como propia a él y a su descendencia: «A tu descendencia doy yo esta tierra» (Gn 15, 18). Pero Abrahán es anciano y su mujer, Sara, estéril; las palabras de Dios suenan en realidad como la promesa de un hijo: «Un hijo tuyo te heredará» (Gn 15, 4). La historia de Israel estará atravesada desde ese momento por el eco de las palabras «yo te doy...»

La estancia de Israel en Egipto será la ocasión que Dios utilizará para hacer la renovación de la promesa de la tierra. Tras manifestarse a Moisés en la zarza ardiente, Dios le manifiesta que le ha elegido para darle a su pueblo una tierra buena, la tierra que mana leche y miel, la tierra de la libertad. Cuarenta años después de este anuncio, el pueblo de Israel llegará a Canaán para tomar posesión de la tierra prometida. La historia de Israel puede dividirse de este modo en dos grandes momentos: el tiempo de la promesa y el tiempo del don.

El tiempo de la peregrinación por el desierto fue en particular un tiempo de dones. Los profetas interpretaron ese tiempo como el período del noviazgo entre Dios e Israel, el tiempo del amor que estuvo sellado por los dones que Dios proporcionó a su esposa: el pan del maná, el agua de la roca, la alianza, etc.

Los dones de Dios no han cesado a lo largo del tiempo. Como reconoce san Pablo en Rm 9, 4-5, Israel ha recibido mucho de Dios: la adopción filial («Yo seré Padre para ti, tú serás mi hijo»); la Shekiná o la presencia de Dios en la tienda del Encuentro y en el Templo de Jerusalén; las alianzas, es decir, la de Abrahán y la del Sinaí; la Torá o Ley dada por medio de Moisés (es entrañable la fiesta de la Shimjat Torá, «la alegría de la Torá», con la que el judaísmo celebra el don de la Ley); el culto al verdadero Dios, frente al culto idolátrico de los pueblos paganos; los patriarcas, que son las raíces del árbol genealógico del que nacerá Cristo el Mesías.

El destierro será la ocasión que Dios aprovechará para hacer a Israel el regalo de un «corazón nuevo» con el que pueda corresponder a Dios con el amor de una esposa única y fiel (cf. Ez 36).

La historia de Israel ha sido un derroche de dones de parte de Dios. Pero lo más importante de todo es que en esos dones Dios experimentaba la alegría de darse a sí mismo.

2. JESUCRISTO, EL DON DE DIOS

En un momento de su diálogo con la samaritana junto al pozo de Jacob, Jesús dice: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva» (Jn 4, 10). Las palabras iniciales, que pueden traducirse también «si conocieras el don de Dios, es decir, quién es el que dice...», ponen de manifiesto la conciencia que Jesús tiene de ser el Don de Dios. Jesús, su persona, su vida, su ministerio, es el Don otorgado por el Padre a los hombres. Todo los demás dones anteriores a él no han sido otra cosa que la preparación, las promesas, del Don por excelencia que había de llegar con Jesús. Esta conciencia de ser el Don de Dios la ha expresado Jesús en otras ocasiones. Así, en el encuentro con Nicodemo, hablando de cómo el Hijo del hombre ha de ser levantado en alto en la cruz para dar vida a quien crea en él, Jesús afirma: «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). El amor de Dios por los hombres ha llegado al extremo de darles lo que más quería: el propio Hijo. De este modo, ha mostrado Dios que su amor es puro derroche, y todos los demás dones han quedado empequeñecidos comparados con el Don del Hijo.

La vida de Jesús ha sido una manifestación continua de dones: ha dado el perdón a los pecadores, la salud a los enfermos, la vida a los muertos, la vista a los ciegos, ha dado de comer a los que estaban con él, ha devuelto la esperanza a los que estaban abatidos, ha sembrado la palabra como un sembrador en el corazón de los que le escuchaban... A sus discípulos les ha dado el Padrenuestro, concediéndoles la confianza de llamar a Dios Abbá, un Padre al que pueden pedir y del que pueden esperar toda clase de dones; les ha dado el mandamiento nuevo del amor; el pan de la Eucaristía, su propia carne, comida para la vida del mundo; les ha dado el Espíritu Paráclito, que los defenderá en los momentos de persecución...

El evangelista san Juan contempla la crucifixión de Jesús (Jn 19) como la sucesión de dones que reparte a su Iglesia. En la cruz Jesús es contemplado como el Rey que celebra la fiesta de su entronización dando a los suyos toda clase de regalos: les entrega su sacerdocio, significado en sus propias vestiduras, su túnica sin costura al estilo de las túnicas de los sacerdotes de la antigua Alianza; les entrega a María, su Madre, modelo de discípula fiel; a Juan, el discípulo amado, que junto a la cruz contempla a Jesús y escucha obedientemente lo que le dice; de su costado brotan el agua y la sangre, es decir, el Bautismo y la Eucaristía, que dan la vida de Dios a los hombres; el Espíritu Santo, que recrea todas las cosas. El costado del Crucificado es una fuente inagotable de dones. Lo más importante es considerar que en la cruz Jesús experimenta la inmensa alegría de darse a sí mismo.

La donación y el servicio: el amor más grande

La clave para entender la vida de Jesús como fuente de dones está en las palabras que él mismo había dicho a sus discípulos: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Los dones son la expresión de algo más grande: la donación de sí, y ésta no puede comprenderse en toda su hondura si no es desde el amor. Toda la vida de Jesús -y de un modo especial la experiencia de la cruz- no ha sido otra cosa que la prueba del amor que ha derrochado para con todos. Que los discípulos lo han entendido así, lo pone de relieve que en el preámbulo de la escena del lavatorio de los pies, anticipo de la crucifixión y máxima expresión del servicio, el apóstol Juan dice que Jesús «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Pero a la vez, la escena del lavatorio no puede entenderse sin otras palabras de Jesús acerca del sentido de su entrega: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45). De este modo, donación y amor, servicio y entrega, son elementos que no pueden separarse en la vida de Jesús y en la vida de sus discípulos.

La alegría de la donación y el servicio

Después de elegir a los Doce, Jesús les da las siguientes instrucciones: «Id y proclamad que el Reino de Dios está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10, 7-8). Cabe preguntarse: ¿qué es lo que los discípulos deben dar gratis? Una lectura superficial del pasaje podría llevar a la respuesta precipitada de que lo que deben dar son las cosas, los bienes materiales que poseen, lo que han recibido. Sin embargo, el contexto deja ver que lo que Jesús les pide que den es la predicación del Reino y lo que ello supone. Lo que deben dar gratis es lo que Jesús ha puesto en sus manos, lo que les acaba de confiar, que no es otra cosa que el Reino que trae la restauración de la enfermedad (curar leprosos), la sanación del pecado (expulsar demonios) y la liberación de la muerte (resucitar muertos). Lo que Jesús les está pidiendo en realidad es que se den a sí mismos, que se entreguen a la proclamación del Reino de Dios, que es el bien mayor que los hombres anhelan con todas sus fuerzas y el don más grande que ellos les pueden ofrecer.

Y para evitar que los discípulos se engañen pensando que lo que deben dar son los bienes materiales, Jesús les pide a continuación: «No os procuréis oro ni plata, ni calderilla... ni alforja... ni dos túnicas, ni sandalias ni bastón» (Mt 10, 9-10). Con estas indicaciones ha querido advertirles que la predicación del Reino a la que deben dedicarse no consiste en dar o compartir cosas (oro, plata túnica, sandalias), sino en dar algo que afecta del modo más radical a los hombres: la necesidad de una felicidad que toca en lo más profundo del corazón. Los discípulos no deben dedicarse primariamente a la mera asistencia social, que lo único que hace es paliar las necesidades más urgentes y perentorias, sino que deben entregarse a tareas que tienen que ver con otras necesidades más profundas de los hombres.

En las palabras de Jesús «dad gratis», podemos entender la llamada que nos hace a entregarnos de manera gratuita, generosa, abnegada a la obra de la salvación de todos los hombres. Dar gratis es entender que la vocación apostólica sacerdotal es dedicarse, como Jesús, al servicio del Reino de Dios, que es a la vez el mejor servicio a los hombres. Dar gratis es dedicarse a una tarea que coge toda la persona: criterios, voluntad, afectos, libertad, conducta, tiempo. Dar gratis es saberse expropiado, entregado, no dueño de sí mismo. Dar gratis es compartir con Cristo su modo de existencia: pobre, humilde, austero, obediente al Padre, casto, misericordioso, limpio de corazón, pacífico...

Al final de la escena del lavatorio Jesús dice a los apóstoles: «Sabiendo esto, dichosos vosotros si lo cumplís» (Jn 13, 17). Con estas palabras Jesús quiere decir que si los discípulos han entendido el gesto de servicio humilde y misericordioso que acaba de realizar con ellos, serán dichosos si lo ponen en práctica con los demás. Parece como si Jesús quisiera cerrar el número de las bienaventuranzas que había proclamado en el Sermón de la Montaña. Todas aquellas bienaventuranzas quedan sublimadas en ésta: La bienaventuranza plena, la perfecta alegría les vendrá de ejercer el ministerio del servicio y de la caridad a los hombres procurándoles los bienes del Reino. Ser elegido para ejercer el ministerio del servicio y la misericordia es un privilegio, y entregarse a él produce la alegría más grande que un hombre puede desear. El ejercicio del ministerio sacerdotal, donación de sí, es una fuente de verdadero gozo y de madurez humana.

Unas palabras de san Pablo pueden servir de conclusión: «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9, 7). ¡Con cuánta más razón se puede decir de quien se da a sí mismo a Cristo para colaborar en las obras del Reino de Dios!

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