TEXTOS DE HEBREOS

3/01-06

En el pasaje anterior el autor ha expuesto la superioridad de Cristo sobre los ángeles en la obra de mediación, sobre todo en virtud del hecho de que ha podido, en contraposición a los ángeles, hacerse hombre y extraer de su consanguinidad con nosotros el derecho para convertirse en nuestro sacerdote y nuestro mediador.

Pero ha habido otros hombres además de Jesús que han desempeñado en la historia un papel de salvador y de mediador: Moisés y Aarón, por ejemplo. Se trata, pues, de mostrar que Jesús tiene también respecto a ellos una superioridad indiscutible. El autor ha rechazado ya a Moisés y Aarón: son los organizadores del culto, pero partiendo de revelaciones hechas por ángeles (Heb 2, 2). Su organización se encuentra, pues, viciada en su base por una especie de alienación: la que encuentra el universo entregado a las fuerzas cósmicas.

El autor introduce aquí un nuevo argumento: apoyándose probablemente en Núm 12, 7 (vv. 2 y 5), explica cómo Moisés no ha sido más que un intendente en la casa de Dios, mientras que Cristo ha edificado esa casa reuniendo al pueblo de la Nueva Alianza (cf. 1 Cor 3, 16; 2 Cor 6, 19; 1 Tim 3, 15). Moisés no fue siquiera el arquitecto de la antigua casa (esto es, el tabernáculo), puesto que los planes le fueron impuestos por ángeles. Cristo, en cambio, no ha tenido un plano que copiar, ha podido construir espontáneamente, a partir de su propia relación con el Padre, una nueva casa que además, no está hecha de tela o de piedra como el antiguo tabernáculo, sino que constituye un edificio espiritual, hecho de fe y de esperanza (V. 6). La superioridad de Cristo sobre Moisés se apoya, pues, en dos puntos: habla de autoridad mientras que Moisés se refiere a un plan del que no es propietario (cf. Mt 5-7) y edifica un templo espiritual mientras que el patriarca trataba aún de una casa material.

(·MAERTENS-2.Pág. 25)



3/01-19

Después de hablar de Jesucristo, el autor entra ahora en su otro gran tema: la fe; por esto, hasta el género literario, que es siempre expositivo al hablar de la cristología, se hace ahora exhortativo y parenético. Heb no «habla» nunca de la fe y la esperanza, sino que «exhorta» a creer y esperar.

Empieza proponiendo a la contemplación de los cristianos la fidelidad del mismo Jesús (3,1-6). El se mantuvo siempre fiel a Dios en la misión de «construir la casa como Hijo», es decir, de salvar a los hombres por la entrega total de sí mismo hasta los sufrimientos y la muerte. Partiendo de la fidelidad de Jesús, el autor exhorta a los cristianos a la fidelidad propia de la segunda generación: la constancia; lo hace con unas palabras del salmo 95 (3,7-11) que después comenta largamente (3,12- 4,11), siempre en tono parenético.

De los dos temas del salmo, el endurecimiento del corazón y el descanso, la parte del comentario leída hoy acentúa el primero: «Cuidado, hermanos, que ninguno de vosotros tenga un corazón incrédulo... seducido por el pecado» (3,12-13). Aquí se encuentra uno de los rasgos propios originales de la carta. El pastor se halla en el ambiente típico de la segunda generación, es decir, la negligencia, la despreocupación, la típica indiferencia del que se sabe creyente y nunca ha pensado abandonar la fe, precisamente porque ya no le preocupa. Es la situación de mediocridad totalmente contraria tanto a la tensión de la conversión como a la de la apostasía expresa. Ante esto, el autor avisa: mirad que no haya penetrado en vuestro corazón el pecado de la incredulidad. Inicia así un camino de reflexión pastoral clarividente y radical; la incredulidad puede esconderse en el corazón en medio de la más absoluta tranquilidad. La despreocupación de los cristianos viejos por la vida auténticamente cristiana no es una simple cuestión de poca generosidad: es un problema de fe. El dilema aparentemente innocuo y tan repetido «constancia o negligencia» se reduce al mismo dilema radical de siempre: «fe o incredulidad».

La carta elabora teológicamente esta nueva «teología de la incredulidad». La palabra que anuncia la salvación por Jesucristo sonó al principio de la comunidad y de cada vida cristiana, y cada uno de nosotros la acogió con «la confianza y la gloria de la esperanza» (3,6). Pero la palabra de Dios no es un hecho acabado, sino que anuncia el hoy de Dios día tras día (3,13-14). La fe del hombre no puede, pues, limitarse a la decisión de un momento, sino que cuenta con el «día tras día» de la palabra de Dios y de la existencia humana. La entrega inicial al Dios viviente que nos hizo «casa de Dios» y «partícipes de Cristo» no es auténticamente cristiana si no se extiende en su propia constancia, día tras día hasta el fin.

(·MORA-G._BI-DIA-DIA.Pág. 553 s.)


 

5/11-14

6/01-08

En el umbral de la parte central, el autor se dirige personal y cordialmente a sus fieles expresando ahora lo que tal vez se echaba de menos al comienzo de la carta: sobre todo su situación espiritual, lo que le ha movido a escribirles (5,11-6,10) y el propósito último de su escrito (6,11-12).

Una de las manifestaciones características de la indolencia, defecto principal de los destinatarios de Heb, es el nulo interés para escuchar la palabra de la fe. El pastor los recrimina duramente, pues no se trata de un simple desinterés anecdótico y superficial, sino que responde a un retroceso en toda su vida; carecen de una «sensibilidad entrenada en distinguir lo bueno de lo malo» (5,14), es decir, un cierto hábito en la comprensión y el juicio personal sobre las cosas; esto hace su vida pequeña, desmedrada y casi infantil. Y al mismo tiempo les hace no sólo desinteresados, sino positivamente desentrenados, casi incapaces de entender una reflexión mínimamente profunda sobre el misterio de Jesucristo. La capacidad de juicio, de comprensión, y la vida correspondiente es, en definitiva, la madurez cristiana.

En esta carta se avisa duramente a los fieles del peligro de apostasía (6,4-8). Sin duda puede referirse al rechazo explícito de la fe cristiana; sin embargo, por el proceso de las ideas y por la situación de la comunidad, parece que no hace sino llevar hasta las últimas consecuencias su juicio sobre la negligencia de la fe. La despreocupación habitual puede esconder no sólo una incipiente incredulidad, sino una auténtica y total apostasía.

La fe cristiana en el Dios vivo comporta una comprensión de la vida, del trabajo, de la alegría, del dolor, de la muerte, de los verdaderos valores morales; comporta una esperanza concreta sobre el hombre y sobre el mundo. La indiferencia puede ser signo de un cambio interior en la comprensión del hombre y de Dios; una apostasía tácita, pero real y mortal.

La carta advierte que los apóstatas no pueden ser renovados, afirmación que figura entre las más duras del NT (cf. 10,26-31; 12,16-17). Las razones son más objetivas que psicológicas. Dios reprueba al que rehúsa el único don que puede salvarlo. Abandonar la palabra y el Espíritu del Señor, es decir, sustituirlos por el espíritu de egoísmo y orgullo, es cerrarse uno el único camino de renovación y enfocar una vida equivocada cuyo «fin será el fuego» (6,8).

(·MORA-G._BI-DIA-DIA.Pág. 556 s.)