EL N.T. Y SU MENSAJE

CARTA A LOS HEBREOS
CAPÍTULO 1

FRANZ-JOSEPH SCHIERSE



INTRODUCCIÓN 
/Hb/LIBRO: La carta a los Hebreos se consideraba ya en la 
antigua Iglesia como algo fuera de serie. A pesar de su extensión, 
no muy inferior a la de la carta a los Romanos, y no obstante la 
profundidad de sus pensamientos teológicos, estuvo siempre a la 
sombra de las cartas paulinas y no poco tuvo que luchar para lograr 
ser incluida en el canon del Nuevo Testamento. Hoy día nadie 
osaría ya discutir su aceptación canónica, aunque no parece haber 
cambiado mucho la impresión de algo extraño que produce en el 
lector.
Son diferentes las razones que indujeron a dejar de lado esta 
carta y a formarse de ella un juicio equivocado. El mismo título «a 
los Hebreos» muestra que en la época en que se reunió la literatura 
epistolar del Nuevo Testamento, no se sabía ya nada de las 
circunstancias de su origen. Por «hebreos» se entiende en el Nuevo 
Testamento a los judeocristianos que hablaban arameo, o, por lo 
menos, judíos de nacimiento (2Cor 111,22; Flp 3,5; Act 6,1), por lo 
cual se pensó en la antigüedad que la carta se había escrito 
originariamente en arameo. Hace tiempo, sin embargo, que se 
desechó este punto de vista, al que sucedió la convicción de que la 
carta a los Hebreos es un escrito redactado originariamente en 
griego, que acusa incluso un alto grado de elegancia estilística y de 
habilidad literaria. Por consiguiente, no se debe pensar que los 
lectores fueran judeocristianos de Palestina, aun cuando éstos, en 
su mayoría, fueran bilingües. Más aún: la exégesis actual pone 
incluso en tela de juicio que la carta hubiera sido dirigida a una 
comunidad judeocristiana. La Biblia griega, los Setenta, que el autor 
cita corrientemente, era también conocida por los cristianos de 
origen pagano, y como resulta de la catequesis bautismal de Heb 
6,1.2, los lectores debían comenzar por ser instruidos en la «fe en 
Dios» y en la «resurrección de muertos y juicio final».
Si los destinatarios de la carta no se contaban entre los judíos de 
entonces, sino que eran paganos (o nacidos ya de padres 
cristianos), entonces no puede sostenerse ya la opinión que 
durante largo tiempo se impuso sin disputa, según la cual el autor 
quería poner en guardia a sus lectores contra una eventual recaída 
en el judaísmo. Se pensaba, en efecto, que tales judeocristianos, 
atraídos por el esplendor y el fasto del culto del templo, se verían 
tentados a abandonar su nueva fe y a adherirse de nuevo a la 
religión de sus padres. Esta idea de la finalidad de la carta, basada 
en la fantasía, sólo podía surgir de una lectura superficial del 
escrito, así como de prejuicios, pues si bien se mira, no hay ni un 
solo pasaje de la carta en que se hable de recaída en el judaísmo o 
que haga referencia al templo herodiano. Muy diferentes son las 
dificultades que tenían que vencer los destinatarios y que el autor 
trata de superar con reflexiones teológicas: 1) lo poco tangible de la 
salvación; 2) las flaquezas morales; 3) las hostilidades del mundo.

1. Lo poco tangible de la salvación debía ser una cuestión cada 
vez más agobiante para las comunidades de fines del siglo I. ¿Por 
qué no se habían realizado las promesas de la venida del reino de 
Dios y del retorno del Señor? ¿Era después de todo vacía y vana la 
esperanza de un futuro mundo glorioso? Cierto que la fallida 
parusía sólo en casos raros indujo a una pérdida total de la fe, pero 
también entre los llamados buenos cristianos pudo entonces (como 
ahora) surgir con frecuencia duda, inseguridad, murmuración y 
amargor. Es verdad que todavía se mantenían firmemente las 
fórmulas y los símbolos de fe, pero habían desaparecido la alegría 
de los principios, la confianza (parrhesia: 3,6; 4,16; 10,19.35) y la fe 
plena (plerophoria: 6,11; lO,Z). La predicación tropezaba con 
desgana e indiferencia o incluso con repulsas (cf. 2,3; 4,1.2; 5,11; 
12,25), y entonces comenzaban ya algunos a faltar a las asambleas 
cultuales (10,25). Así pues, no se estaba ya muy lejos de romper 
francamente con la comunidad y «apartarse del Dios viviente» 
(3,12; cf. 6,6; 10,26-29; 12,15-17).
El autor de la carta había comprendido que en la crisis de la fe no 
era ya suficiente la mera repetición de verdades antiguas y 
venerandas. Evidentemente, no podía ni quería discutir lo que la 
Iglesia había creído y proclamado desde sus primeros días. Así él 
también, como los predicadores y misioneros que le habían 
precedido, habla de la nueva venida de Cristo (9,28), de que «se 
acerca el día» (10,25), y cita las palabras de Habacuc: «Un poco, un 
poco nada más» y «el que ha de venir vendrá, y no tardará» 
(10,37). Cierto, dice, que hay que tener mucha «paciencia» (6,12) y 
«constancia» (10,36; 12,1) para heredar las promesas de Dios 
conforme al ejemplo de los testigos de la fe del Antiguo Testamento. 
Pero el centro de gravedad teológico de la carta no reside 
precisamente en estos pensamientos y motivos, que hacía mucho 
tiempo que eran conocidos por los lectores. En lugar del esquema 
temporal de la parusía, que se había hecho ya problemático, el 
autor de la carta, dotado de formación filosófica, prefiere el 
esquema espacial metafísico de lo terrestre y de lo celestial. A la 
manera del filósofo judío de la religión, Filón de Alejandría (de por 
los años 20 a.C. hasta el 50 d.C., aproximadamente), divide la 
realidad en dos sectores, uno terrestre, de imágenes y sombras, y 
otro celeste, arquetípico, real y eterno. Este esquema platonizante 
se demostró entonces muy valioso para mostrar el significado del 
hecho salvífico del Nuevo Testamento, independientemente de toda 
cuestión de fechas del fin de los tiempos.
Mientras que el Antiguo Testamento, con su ley, su culto y su 
sacerdocio estaba encadenado al orden de lo visible, carnal y 
perecedero, Cristo ha aparecido como «sumo sacerdote de los 
bienes verdaderos» (es decir, celestiales y arquetípicos) (9,11). Su 
sacrificio expiatorio en la cruz ha abierto el camino hacia el 
verdadero sancta sanctorum o «lugar santísimo» de Dios, de modo 
que los fieles poseen ya la «reproducción exacta de las realidades» 
(10,1) y pueden entrar en el santuario celestial de la presencia de 
Dios, al trono de la gracia (4,16; 10,19-22; 12,22-24). Lo poco 
tangible de la salvación, de lo que sufren los fieles, se basa por 
tanto únicamente en una falsa concepción de la realidad. Lo que 
cuenta no son las cosas visibles y terrestres, sino los bienes 
celestiales, invisibles y permanentes (cap. 11). Cierto que todavía 
no vemos que el mundo futuro esté sometido al hombre (2,8). Pero 
en Jesús se ha realizado ya la promesa del dominio sobre todas las 
cosas (1,2), y a él le vemos ya «coronado de gloria y de honor» 
(2,7). El que cree, está convencido de la existencia de cosas 
invisibles (11,1) y profesa firmemente lo invisible, como si lo viera 
(11,27).
Como ahora se pueden gustar ya los bienes celestiales, los 
«portentos del siglo futuro», así también la fe cristiana penetra en lo 
oculto del mundo celestial. Ve allí lo que ya se ha verificado en 
Jesús según la promesa divina: su entronización como Hijo y 
Salvador, su coronación de gloria y honor. Ahora bien, ¿en qué 
reconoce la fe vidente el cumplimiento de los acontecimientos 
celestiales? Primeramente por la palabra de la Escritura. Para la 
carta a los Hebreos es ésta representación gráfica de hechos 
invisibles, contiene las misteriosas palabras de Dios a su Hijo, en 
ella habla el Hijo a Dios. Tal interpretación de la Escritura parece, 
sin embargo, haber sido posible allí donde los hechos celestiales 
invisibles habían adquirido gran arraigo en la vida de fe de la 
comunidad. El sumo sacerdote celestial, el Hijo que impera a la 
diestra de Dios, sólo puede presentarse ante los ojos allí donde su 
exaltación se celebra como presente y real en el uso litúrgico de la 
palabra de la Escritura. Con tales presupuestos tiene sentido hablar 
de «ver», «contemplar» y «poseer» la realidad del más allá.
Dado que el autor quería convencer a sus lectores de la 
seguridad de su esperanza basada en la fe, tenía que indicarles 
caminos para considerar los bienes de la salud futura algo así como 
por visión y experiencia personal. Por eso los exhorta a prestar 
diligente atención a la palabra de Dios en la predicación y en la 
Escritura (1,1-4.13), a acercarse con confianza al trono de la gracia 
en el santuario celestial (4,14-10,31) y a esforzarse por lograr en Ios 
sufrimientos y en las pruebas la certeza de la recompensa divina 
(10,32-13,17). Con estas indicaciones, que responden poco más o 
menos a la división de la carta se ofrecían a la vez a los lectores los 
medios para remediar sus flaquezas morales y enfrentarse 
valerosamente con un mundo hostil.

2. Cuanto más tenían que aguardar los cristianos la consumación 
de su salvación, tanto más saltaba a los ojos que tampoco ellos 
estaban exentos de flaquezas morales. Propiamente después del 
bautismo no hubieran debido haber ya pecados en las 
comunidades, pero los hechos se mostraron más fuertes que 
cualquier teoría. También por otros testimonios de la era apostólica 
avanzada sabemos que los pecados de los cristianos representaban 
un problema no sólo de la disciplina penitencial de la Iglesia, sino 
también de teología 1 La carta a los Hebreos distingue tres clases 
de pecados: a) transgresiones que se cometieron antes del 
bautismo, «durante la primera alianza»; b) pecados de flaqueza y de 
ignorancia de los cristianos; c) pecados voluntarios e imperdonables 
de deserción de la fe cristiana. Si bien la preocupación pastoral de 
la carta apunta en primera línea a suprimir el estado actual de 
tibieza de la comunidad para que no degenere en la situación 
desesperada de la apostasía, sin embargo se reserva en ella gran 
espacio a la cuestión fundamental del perdón de los pecados 
causado por la sangre de Cristo. En realidad, también estas 
consideraciones teológicas están al servicio del empeño pastoral.

a) En el bautismo recibieron los creyentes el perdón de todas las 
«trangresiones» cometidas durante la «primera alianza» (9,15). La 
sangre de Jesús purificó su conciencia de las «obras muertas» para 
que ahora «rindan culto al Dios viviente» (9,14; cf. 10,2). Por tanto, 
la purificación de la conciencia tiene a la vez, un sentido positivo: 
confiere a los cristianos la capacidad de rendir culto en el santuario 
celestial. Esto resalta todavía con más claridad en el concepto de 
«santos» o consagrados (2,11; 9,13; 10,10.14.29; 13,12). El que ha 
sido santificado, está consagrado, está sustraído a la esfera de lo 
terreno y profano y aplicado al servicio de Dios. Sin embargo, queda 
todavía la tensión: el sacrificio de Cristo nos ha santificado y 
«santificado de una vez para siempre» (10,10), y sin embargo 
debemos pasar todavía por una severa disciplina de obediencia 
antes de tener participación en la santidad de Dios (12,10). Pero 
sólo los hijos pueden ser objeto de tal disciplina y corrección (12,8). 
Si no estuviéramos ya santificados, difícilmente podríamos aspirar a 
tal santificación (12,14).
La carta a los Hebreos utiliza, juntamente con los conceptos de 
«purificar» y «santificar», también la idea, que le es muy propia, de 
«consumar» o perfeccionar, para explicar la naturaleza celestial y 
definitiva del perdón de los pecados. Los sacrificios terrestres, a 
manera de sombras, del Antiguo Testamento no podían «hacer 
perfecto, en cuanto a la conciencia», al ministro del culto (9,9; 10,1). 
Sólo Jesús, con un único sacrificio -la oblación de su cuerpo- «ha 
perfeccionado para siempre a los santificados» (10,14). ¿Qué 
quiere decir esto? Por lo pronto no solamente la experiencia 
psicológica logra la tranquilidad y la paz con Dios mediante la fe en 
el poder expiatorio de la cruz. La carta se refiere más bien a un 
proceso que afecta al ser mismo. Como el Hijo fue consumado al ser 
elevado de las angustias mortales y del abatimiento, al santuario 
celestial (5,7-10), así también los creyentes son consumados o 
perfeccionados porque la muerte de Jesús los libra de la esclavitud 
de la muerte y del diablo (2,14.15) y los traslada a la esfera de la 
salvación en Dios. Y como la consumación significó al mismo tiempo 
para Jesús la consagración como sumo sacerdote celestial, así 
también la comunidad cristiana ha sido consagrada con vistas al 
ministerio sacerdotal en el santuario celestial.
Si la carta se ocupa con tanto empeño de la promesa «mejor» del 
perdón de los pecados (8,6.12), no lo hace por mero prurito de 
especulación teológica, sino que quería ante todo ayudar a los 
creyentes a gozarse recobrando la conciencia de su alta dignidad 
de ministros del culto de la nueva alianza. Lo que Dios realizó en 
ellos mediante la sangre de Jesús -purificación, santificación, 
consumación o perfeccionamiento- fue un hecho único y definitivo 
que, al «acercarnos con confianza al trono de la gracia» (4,16; 
10,19-22), había de ser una y otra vez objeto de profesión de fe 
acompañada de gratitud. Aquí, en el culto, estaba también el lugar 
en el que, como en ningún otro, la comunidad expuesta a peligros y 
tentaciones tendría participación en la ayuda de su sumo sacerdote 
celestial.

b) Si los fieles han sido purificados del pecado de una vez para 
siempre, ya no puede haber para ellos una conciencia de pecado 
que lleve en sí la aflicción del alejamiento de Dios y la espina de 
estar en pugna con Dios. Por ello, se alude a su estado actual con 
la palabra «debilidades» (4,15). Este concepto abarca toda una 
escala de fenómenos, desde el verse «tentado» (2,18; 4,15) hasta 
el coqueteo con el pecado, el cual, con astucia y engaño (3,13) 
quiere retener al corredor para que no alcance la meta (12,1). Ya se 
vuelven flojas las manos, las rodillas se muestran vacilantes, los 
pies tropiezan y se exponen a resbalar (12,12.13). Cierto que de 
estas imágenes bíblicas no es fácil deducir cuáles eran esos 
pecados de debilidad en la comunidad. En todo caso no debemos 
atribuir sin más a la carta a los Hebreos nuestra distinción de 
teología moral entre pecado mortal y venial. La carta tiene por 
ligeros, «veniales», es decir, remediables con la ayuda del sumo 
sacerdote misericordioso y compasivo (2,18; 4,15; 5,2; 7,25; 9,24), 
todos los pecados que comete un cristiano, en tanto no abandona 
totalmente su fe. Aunque la carta no conoce todavía ninguna 
institución eclesiástica de penitencia perfectamente constituida, no 
obstante, se hallan ya en ella los elementos esenciales del 
sacramento de penitencia, la eficaz intercesión del sumo sacerdote 
celestial, la corrección fraternal y la ayuda mutua en la comunidad 
mediante estímulos, consejos (3,12; 10,25) y vigilancia (12, 15), y 
finalmente el deber obvio de levantar de nuevo los ánimos y 
enderezar los pasos (12,13).

c) La carta combate la situación de debilidad y tibieza de la 
comunidad no sólo con la indicación consoladora de las 
posibilidades de sanar, sino al mismo tiempo también con 
amonestaciones muy serias y tajantes que ponen en guardia contra 
el peligro de una apostasía que no se pueda ya remediar. Lo 
perentorio de las reiteradas conminaciones (2,2.3; 3.12.13; 4,1; 
6,4-8; 10,26-31; 12,12-17) ha provocado con frecuencia extrañeza y 
ha hecho pesar sobre el autor el sambenito de predicador severo e 
implacable del juicio. Tal impresión sólo pudo producirse por no 
interpretar sus aserciones en el debido contexto. Las palabras de 
amenaza iban dirigidas a cristianos que se hallaban en peligro, con 
el fin de retraerlos del paso definitivo y fatal, pero no a desertores, 
que eventualmente preguntaban por la posibilidad de penitencia y 
reintegración en la comunidad. El problema que surgiría en tiempos 
sucesivos, acerca de lo que se había de hacer con apóstatas 
arrepentidos, no tenía todavía por qué preocupar al autor. Si como 
a pastor de almas se le hubiese planteado esta cuestión, quizá 
hubiese dado una respuesta diferenciada y matizada, sin fijar límites 
a la misericordia de Dios.

3. El decaimiento en la fe y la flaqueza moral debían ser 
especialmente peligrosas si los cristianos tenían que experimentar 
por añadidura en sí mismos la hostilidad del mundo. Desde luego, 
de la carta no se desprende con certeza si la comunidad se hallaba 
amenazada por una persecución en toda regla. En el pasado, poco 
después de la fundación de la comunidad, había habido sin duda 
una persecución. El autor habla de injurias, tribulaciones, prisiones 
y despojo de bienes (10,32-34). No se mencionan martirios 
cruentos, pero no tendría nada de extraño el que los fundadores de 
la comunidad, que habían anunciado a los lectores la palabra de 
Dios, hubiesen muerto de muerte violenta (13,17). Quizá al decir el 
autor que «en vuestra lucha contra el pecado, todavía no habéis 
resistido hasta derramar vuestra sangre» (12,4), quiere aludir a la 
inminencia para la comunidad de un trance de vida o muerte. 
También otras aserciones resultarían más claras en la hipótesis de 
que la carta se hubiese escrito, por ejemplo, en vísperas de la 
persecución de Domiciano2. Así el capítulo 11 remata en una 
pintura muy realista de martirios y persecuciones del Antiguo 
Testamento (11,35-38), y así se ve el autor obligado a demostrar 
por la Escritura la necesidad y el sentido del sufrimiento y de los 
castigos (12,5-11), y así también hacia el final de la carta invita a los 
lectores a «salir al encuentro» de Jesús crucificado y «cargado» con 
su oprobios (13,13; cf. 11,26; 12,2).
Pero, aun cuando la carta no se refiriera a persecuciones 
externas, sino únicamente tuviera ante los ojos los sufrimientos y 
molestias corrientes de la vida en la tierra, no cabría la menor duda 
de que el miedo a la muerte (2,15; cf. 5,7; 11,13) y el temor del 
sufrimiento (12,3-11) mermaban la confianza de la comunidad. No 
era propiamente el antiguo escándalo de la cruz de Cristo (lCor 
1,23) el que creaba dificultades en la fe a los lectores, sino que por 
la perspectiva de tener que morir -quizá incluso en forma dolorosa y 
sangrienta-, veían frustradas sus esperanzas. En este supuesto se 
comprende mejor por qué la carta subraya con tanto empeño lo 
irremediable del destino del hombre condenado a morir (2,14.15; 
9,27; 11,13) y constantemente vuelve a hablar del significado 
salvífico de la muerte sangrienta de Cristo (2,9.10.14.18; 5,7-10; 
7,27; 9,11-28; 10,5-14.19-21; 12,2.3.24; 13,12.20). Al paso que 
Pablo -por lo menos en sus primeras cartas- contaba con la 
posibilidad de hallarse todavía en vida él y otros cristianos el día de 
la parusía (lTes 4,15.17; lCor 15,51-52), la carta a los Hebreos 
considera a todas luces la muerte como un presupuesto ineludible 
para el logro de la salvación. Como Jesús fue consumado por su 
pasión y muerte, es decir, entró en el verdadero «lugar santísimo» 
para sentarse a la diestra del Padre, así también, los «espíritus de 
los justos llegados a la consumación» (12,23) han entrado ya en la 
Jerusalén celestial. Los creyentes, santificados y consumados por la 
sangre de Jesús, no tienen ya por qué temer la muerte, puesto que 
cuando hayan cumplido su destino humano (9,27) seguirán a la 
patria celestial, a la ciudad eterna de Dios (11,14-16; 12,22; 13,14i, 
a su cabeza (2,10; 12,2) y «precursor» (6,20), al «gran pastor de 
las ovejas» (13,20). Si hemos comprendido que los problemas y 
dificultades a que deben hacer frente los cristianos de fines del siglo 
I no son muy diferentes de los que con frecuencia nos hacen a 
nosotros tan difícil y penoso el camino hacia Dios, entonces también 
a nosotros tendrá algo que decirnos la carta: exhortando, 
instruyendo, prometiendo, y a la vez amonestando, poniendo en 
guardia, conjurando. Cierto que no todos los pensamientos y 
pruebas que aduce el autor serán para nosotros igualmente 
convincentes, pero en tales casos tendremos que preguntarnos de 
qué manera hay que hablar, pues, hoy día a los fatigados y 
vacilantes -lo cual quiere decir en primer lugar a nuestra propia 
alma fatigada (12,3)- de modo que la palabra de Dios vuelva a 
demostrarse «viva y operante, y más tajante que una espada de 
dos filos» (4,12).
...............
1. Cf. la parábola del trigo y de la cizaña (Mt 13,24-30) y su explicación (v. 
36-43). La primera carta de san Juan distingue entre «pecados que llevan a la 
muerte», por los que es inútil pedir perdón, y «pecados que no llevan a la 
muerte», que se pueden reparar mediante la intercesión de los hermanos (IJn 
5,16). 
2. La primera carta de Clemente, que se escribió poco después de la 
persecución de Domiciano, conoce y cita nuestra carta (con especial claridad: 
1Clem 36,1-5). Esto se comprende sin duda mejor si era todavía reciente el 
recuerdo de la carta y si ésta se había dirigido a la comunidad romana.
..........................


Parte primera

PROMESAS DE DIOS EN EL HIJO 
1,1-4,13 

La carta comienza con una breve mirada retrospectiva a la 
palabra de Dios en el Antiguo Testamento, para pasar luego a 
cantar alabanzas al Hijo, que nos ha traído el último y definitivo 
mensaje de salvación. Mediante su entronización en el cielo ha sido 
elevado a una dignidad incomparablemente superior a la de los 
ángeles, y quien desprecia la salvación por él anunciada, merece un 
castigo más terrible que los transgresores de la ley comunicada por 
ángeles (1,1-2,4). Objeto de la predicación de la salud es el mundo 
venidero, en el que no dominarán ángeles, sino hombres, a saber, 
el Hijo y los hijos de Dios. Por esto asumió carne y sangre el Hijo y 
ha venido a ser sumo sacerdote de sus hermanos (2,5-18). Si 
mantenemos impertérritos nuestra profesión de fe hasta el fin, 
entraremos, como hijos de Dios y hermanos de Cristo, en el reposo 
celestial. A los incrédulos, en cambio, les amenaza el mismo castigo 
y la misma ruina que a los israelitas desobedientes en el desierto 
(3,1-4,11). Esta primera parte de la carta se cierra con un himno a 
la palabra de Dios que decide de la vida y de la muerte (4,12.13).

I. DIOS NOS HA HABLADO POR EL HIJO (1,1-2,4).

PD/INDIFERENCIA: Esta primera gran sección de la carta quiere 
animarnos a prestar cada vez más atención al mensaje de salvación 
de la nueva alianza. Como más adelante se desprende de una 
palabra de censura, los cristianos interpelados se han hecho 
«torpes de oído» (5,11). La palabra de Dios ha perdido para ellos el 
atractivo de lo nuevo y digno de consideración. Son cristianos de la 
segunda generación (2, 3), algunos de los cuales, quizá ya desde 
su juventud asistieron al culto en común y oyeron predicar con 
frecuencia. ¿Logrará la predicación, la exhortación (13,22) de la 
carta a los Hebreos, vencer la desgana y la indiferencia de los 
cristianos -nuestra indiferencia- y hacer que vuelva a prestarse oído 
a la palabra de Dios? 

1. LA REVELACIÓN DEL ANTIGUO TESTAMENTO (1,1).
1/01-02

1 Muy gradualmente y de muchas maneras habló Dios 
antiguamente a nuestros padres mediante los profetas.


La carta comienza sin encabezamiento, saludo, acción de gracias 
e intercesión, es decir, sin el protocolo usual en las cartas de la 
antigüedad, con lo cual se muestra que es una alocución que desde 
las primeras palabras quiere forzar la atención de los oyentes. Pero 
¿es realmente tan sensacional lo que va a decir este primer 
versículo? Se tiene más bien la impresión de que el autor, con 
aliteraciones (del texto griego original), elegidas artificiosamente, 
quiere hacer resaltar la monótona desgana que invade a muchos 
cristianos cuando se les recuerdan los escritos proféticos de 
Antiguo Testamento. Todo esto se dijo ya «antiguamente» y «a 
nuestros padres»: ¿qué nos importa, pues, ahora a nosotros? ¿Y 
quién se entiende ya en medio de esas «muchas maneras» de los 
textos véterotestamentarios? Desde luego, fue el Dios único, 
nuestro Dios, el que entonces habló por los profetas, pero su 
palabra ¿no se adaptó a las múltiples y excesivas palabras de los 
hombres, que con frecuencia se contradicen y hasta se anulan unas 
a otras, de tal suerte que parece absolutamente imposible deducir 
de sólo el Antiguo Testamento la voluntad perentoria de Dios con 
respecto a nosotros? Preguntas y más preguntas que suscita este 
primer versículo en los oyentes, y a las que responderá la carta.

2. EL ANUNCIO POR EL HIJO (1,2).

2 En estos últimos tiempos, nos habló por el Hijo, al que 
nombró heredero de todo, por medio del cual, igualmente, 
creó los eones.


Sea lo que fuere de la actualidad del Antiguo Testamento, de 
todos modos Dios no se limitó a hablar a los padres en tiempos 
remotos y oscuros. Su palabra se nos ha dirigido también a 
nosotros, es decir, a la comunidad cristiana, y ésta ha sido su 
palabra última y definitiva, en la que todo el inminente futuro del 
mundo se ha hecho ya presente. Esta palabra de Dios que decide 
de la vida y de la muerte (cf. 4,12.13) no nos la han transmitido los 
muchos profetas conocidos o anónimos, sino el mismo Hijo único de 
Dios en persona. El autor hace clara referencia al hecho histórico y 
único de la predicación de Jesús (cf. 2,3), aunque sin decir nada 
sobre su contenido. Sus lectores u oyentes conocían la doctrina de 
Jesús por el catecismo y quizá también por alguno que otro de los 
Evangelios; sabían lo que había prometido Jesús a sus discípulos, 
así como lo que les había exigido. Pero precisamente porque todo 
esto les era tan conocido, no podían hallar ya nada especial en las 
palabras de Jesús. De hecho, también a nosotros nos cuesta 
trabajo descubrir algo divino en las palabras tan sencillas y hasta 
casi «triviales» (K. Barth) del Evangelio, si no sabemos de antemano 
quién las ha proferido.
Por esta razón añade inmediatamente el Apóstol toda una serie 
de títulos cristológicos de soberanía, que desde un principio disipan 
toda duda sobre si el Hijo tiene realmente algo importante que 
decirnos. Él es el heredero de todo, o sea que también nosotros 
seremos un día su propiedad, lo queramos o no, y él ha de decidir 
sobre nuestro valor, sobre si somos o no aprovechables. Él es el 
mediador en la creación, por medio del cual creó Dios los eones3, el 
mundo presente y el futuro. A él, pues, a la vez que a Dios debemos 
nosotros nuestra existencia. El origen y el fin, el pasado y el futuro 
de todo ser están determinados por Jesús, Hijo de Dios. Esto no 
había de resultarnos muy fácil de creer.

3. LA ENTRONIZACIÓN DEL HIJO 
(1/03-13).

3 El es el reflejo de su gloria, 
impronta de su ser.
Él sostiene el universo con su palabra poderosa.
Y después de realizar la purificación de los pecados, 
se sentó a la derecha de la majestad en las alturas, 
4 llegando a ser tanto más excelente que los ángeles, 
cuanto más sublime que el de ellos es el nombre que ha 
heredado
5 Pues ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: 
«Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado yo» (Sal 2,7)? 
4 ¿o también: 
«Yo seré tu Padre, y él será mi Hijos (2S 7,14)? 
6 y en otro pasaje, al introducir en el mundo al 
primogénito, dice:
«Adórenlo todos los ángeles de Dios» (Dt 32,43).
7 Respecto de los ángeles dice: 
«El que hace de sus ángeles como vientos, 
y sus servidores como llamas de fuegos (Sal 104,4) 5.
8 y, en cambio, respecto del Hijo: 
«Tu trono, oh Dios, subsiste para siempre; 
y cetro de rectitud es su cetro real.
9 Amaste la justicia y odiaste la impiedad; 
por eso Dios, tu Dios, 
prefiriéndote a tus compañeros, 
te ungió con aceite de júbilo» (Sal 45,7.8) 6.
10 Y también: 
«Tú, Señor, en los comienzos cimentaste la tierra, 
y los cielos son obra de tus manos.» 
11 Ellos perecerán, pero tú permaneces; 
todos envejecerán como ropa, 
12 los enrollarás como manto, 
serán como ropa que se muda, 
pero tú eres siempre el mismo 
y tus años no se acabarán (Sal 102,26-28).
13 ¿A cuál de los ángeles ha dicho jamas: 
«Siéntate a mi diestra, 
hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus 
pies» (Sal 110,1)? 

El autor se hace seguramente cargo de que no es suficiente 
hablar de Cristo con conceptos abstractos, sobre todo si las 
aserciones se refieren a su posición al final de los tiempos y 
anteriormente al tiempo en el acontecer del mundo. El que quiera 
despertar fe o volver a inflamarla, tiene que narrar la historia de 
Jesús, debe recordarnos lo que Jesús hizo por nosotros. A nosotros, 
cristianos de hoy nos agradaría quizá más oir un relato sobrio y 
escueto, pero el autor de la carta, con su formación alejandrina, 
prefiere hacer una exposición solemne, en forma de himno, que 
podríamos designar como una pieza, un himno de la liturgia. Su 
objeto no son los acontecimientos externos de la vida de Jesús, 
conocidos por los oyentes y también por nosotros, sino los hechos 
del mundo celestial, en el que Jesús fue entronizado como Hijo de 
Dios y soberano del mundo, hechos que sólo son visibles a los ojos 
de la fe y que sólo pueden percibirse con oídos de fe. La contextura 
de estos versos se asemeja al célebre himno de la carta a los 
Filipenses, que también encuadra la acción terrena de Jesús en 
aserciones sobre su existencia antes del tiempo y su exaltación 
celestial. Hay, sin embargo, una diferencia. El himno a Cristo en Flp 
2 muestra el camino de Cristo como una parábola muy marcada, 
que del ser eterno y divino desciende al patíbulo de la cruz y luego 
vuelve a elevarse a las alturas divinas. En cambio, en la carta a los 
Hebreos apenas si se siente ya el abajamiento de Cristo. Su camino 
hacia la muerte en cruz, por la que llevó a cabo «la purificación de 
los pecados», se nos muestra como la marcha triunfal del sumo 
sacerdote celestial hacia el trono de Dios.
En realidad -en la realidad que sólo contempla la fe- era Jesús de 
Nazaret un ser divino, adornado con los atributos que el judaísmo 
alejandrino reconocía a la sabiduría eterna: «reflejo de la gloria 
divina», «impronta de su ser», que «sostiene el universo con su 
palabra poderosa» (cf. Sab 7,25.26). Esta triple descripción del ser 
de Cristo no se debería estimar con los rigurosos criterios de la 
cristología posterior, sino considerarla únicamente como una 
tentativa de situar la persona y la obra de Jesús lo más cerca 
posible de Dios.
De este empeño procede también la prolija comparación entre 
Cristo y los ángeles. Quizá podamos suponer que en la comunidad 
a que va dirigida la carta a los Hebreos había, como en Colosas, un 
culto exagerado de los ángeles (cf. Col 2,18); sin embargo, los 
ángeles sirven aquí al autor, en primera linea, como fondo escénico 
para la entronización de Cristo. El ascenso al trono de un soberano 
oriental implicaba tres actos: 1) la adopción del nuevo rey por Dios 
mediante la imposición del nombre; 2) el homenaje tributado al 
nuevo rey por los grandes del reino (aquí los ángeles); 3) la 
transmisión de los derechos soberanos (cetro, unción, subida al 
trono). No necesitamos extendernos en demostrar que 
el autor tenía presente tal ceremonial cuando buscó los correspondientes pasajes de la Escritura. Salta a la vista que consideraba el Antiguo Testamento como un libro misteriosamente cifrado, en el que se podía leer el drama cultual escatológico de la entronización celestial de Cristo. Si queremos entender la carta a los Hebreos, debemos familiarizarnos con este arte interpretativo -o mejor, reinterpretativo- de la Escritura.
La sección de Heb 1,1-12 se lee en la tercera misa de Navidad. La razón principal de esta elección se halla seguramente en el v. 6: «Al introducir en el mundo al primogénito dice: "Adórenlo todos los ángeles de Dios"». La Iglesia halló aquí como una confirmación de la historia del nacimiento de Jesús, del homenaje que le tributaron los ángeles en los campos de Belén (Lc 2,13.14). Tal asociación de ideas no está vedada al que ora, pero conviene saber que la carta se refiere en primera línea a la exaltación de Cristo y a su parusía.
...............
3. Cf. Hb 11,3. Aquí parecen referirse los «eones» sólo a los espacios 
celestiales invisibles, al mundo futuro de la salvación consumada. 
4. El versículo del salmo se cita en Act 13,33, como argumento escriturístico 
de la resurrección de Jesús.
5. También en Heb 12,18 parecen entenderse los ángeles como poderes 
de la naturaleza. 
6. El salmo 45, cántico festivo en las bodas de un rey, influyó notable- 
mente, sobre todo en la edad media, en la devoción a Cristo y a María.
........................


4. MINISTERIO DE LOS ÁNGELES 
(1/14).

14 ¿Y qué son todos ellos sino espíritus al servicio de 
Dios, enviados para servir a los que van a heredar la 
salvación?


Acabamos de insinuar la posibilidad de que los lectores de la 
carta propendieran a tributar un culto excesivo de los ángeles. Sea 
de ello lo que fuere, y prescindiendo también de si el autor mismo 
quería por su parte formarse una idea clara de Ia misión de los 
ángeles en el plan salvífico de Dios, de todos modos nuestro 
versículo, con su interrogación retórica, expresa una idea 
fundamental, por no decir revolucionaria. En tal afirmación no se 
debe ver únicamente una prueba escriturística de la doctrina 
tradicional sobre los ángeles custodios, en el sentido de que entre 
la multitud de los ángeles hay también algunos encargados de 
desempeñar el ministerio inferior y no muy brillante de ángeles de la 
guarda. Más bien se habla aquí de «todos» los espíritus, y por tanto 
también de los arcángeles, de los tronos, de las dominaciones y de 
los demás supremos moradores del cielo, comoquiera que se los 
llame. Pero aun esta misma doctrina de los ángeles custodios, que 
no admite excepción alguna, no tendría nada realmente 
sorprendente si no supiéramos que los ángeles son seres que 
dominan sobre grandes sectores de la creación. En un mundo 
precristiano o postcristiano (entendido aquí en sentido teológico, no 
de historia de la Iglesia) se arrogan los ángeles derechos soberanos 
sobre el hombre y, para su mayor gloria, le exigen la consagración 
de su vida. Ahora bien, con Cristo han perdido estos poderes su 
posición absoluta: ahora deben servir al hombre para su salvación. 
Son dos cosas muy distintas el que el hombre se sacrifique por una 
idea, una institución y un orden abstracto, y el que las ideas y los 
órdenes de la existencia sirvan al hombre concreto.