CAPÍTULO 11


2. DIGRESIÓN: MODELOS DE LA FE (11,1-12,3).

a) Definición de la fe (11/01-02).

1 La fe es soporte de las realidades que se esperan, y prueba de las que no se ven. 2 Gracias a ella, los antiguos quedaron acreditados.

Aunque con toda seguridad quiere el autor dar una definición de la fe -en el estilo de la filosofía de la época-, la frase no contiene en modo alguno una descripción exhaustiva de lo que significa la fe en el Antiguo Testamento. Nos hallamos más bien ante la concepción típica de la carta a los Hebreos, que se distingue notablemente del concepto paulino de fe o del de los sinópticos. Mientras Pablo y los Evangelios asocian indisolublemente la fe con la persona y la obra de Cristo, nuestra carta la considera como una actitud del hombre frente al mundo futuro e invisible del cielo. El que está firmemente persuadido de la existencia de esa «patria superior» (11,13.16), de esa ciudad «del cielo» (11,10.16) y no se deja ofuscar por el mundo aparente de la tierra, ése muestra tener fe. Aquí, por tanto, se nos manifiesta la fe con el ropaje de una determinada idea del mundo y doctrina de las virtudes, pues tal orientación de la vida hacia el mundo invisible de los bienes celestiales esperados responde a la concepción platonizante de la existencia en la filosofía alejandrina de la religión. Este ideario solo viene a ser fe cristiana mediante la confesión de Jesús, «promotor y consumador de la fe» (12,2). En otras palabras: la pistis de Heb 11 no tiene todavía nada que ver directamente con la única fe que importa, a saber, la fe de que en Cristo se nos mostró la salvación. Es una actitud que puede ser ejercitada de manera ejemplar por todos, incluso por piadosos paganos como Henoc y Noé (11,5-7), sin atender a si se realiza y por quién se realiza este anhelo y esta aspiración a un mundo celestial invisible. Evidentemente, el autor de la carta a los Hebreos presupone que Jesús es el que, en su calidad de Hijo de Dios y de sumo sacerdote, nos reveló el mundo de las realidades permanentes, y en este sentido su convicción de filosofía religiosa desemboca en la fe cristiana en el significado salvífico de la cruz.

Para nuestro modo de entender hoy el cristianismo es de sumo interés una clara distinción entre lo que contiene realmente la fe en Jesús, y todas las tentativas de interpretación más o menos condicionadas por los tiempos. Durante mucho, muchísimo tiempo hemos confundido la fe cristiana con una ideología platonizante y hemos tenido por una amenaza contra el Evangelio las dudas muy justificadas sobre la validez de tal concepción filosófica. Para expresarlo con una imagen, hemos luchado por una vestidura perecedera, sin preguntar por la persona del que la llevó50. Cierto que toda tentativa de penetrar en la esencia de la fe cristiana estará condicionada por el tiempo y se limitará a cambiar las vestiduras antiguas y gastadas por otros revestimientos más modernos. Pero parece haberse adelantado ya mucho si nosotros, los cristianos, nos convencemos de lo relativo y problemático de algunas de nuestras fórmulas y definiciones teológicas, a fin de que a un mundo que se transforma día tras día podamos anunciarle en forma tanto más persuasiva a aquel que «es el mismo ayer, hoy y siempre (13,8).
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50.Cf. Hb 1,11.12.
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b) Creación de los eones (11/03).

3 Por la fe, conocemos que los eones fueron organizados por la palabra de Dios, de suerte que no en lo que aparece tiene su origen lo que se ve.

La serie de ejemplos tomados del Antiguo Testamento comienza con una frase sobre la historia de la creación, que una vez más da ocasión al autor para ilustrar su concepto filosófico de fe. La fe sirve para lograr un conocimiento, un saber cosmológico acerca de las verdaderas condiciones ónticas en el mundo. Invirtiendo la frase podemos decir que sin fe no conoceríamos nada fuera de las cosas visibles, a las que tendríamos por las únicas reales. Con la fe, en cambio, se nos abren los ojos del espíritu (del nous), de modo que podemos, por decirlo así, «ver» (11, 13.27) lo invisible: a Dios y sus bienes celestiales prometidos. El creyente puede esperar con tanta mayor seguridad las cosas invisibles, cuanto que éstas fueron creadas directamente por la palabra de Dios, mientras que el mundo de la experiencia sensible sólo debe su existencia a los arquetipos celestiales, a las cosas «que no aparecen». Como quiera que el autor se represente el origen del mundo terrestre, lo importante para él no es la cosmología alejandrina en cuanto tal, sino la orientación de los fieles a los bienes futuros, invisibles, de la salvación, que desde el comienzo de la creación están preparados en el cielo 51.

La distinción entre cosas visibles, que el hambre debe considerar, no ya con menosprecio, pero sí con cierto interior distanciamiento, y los verdaderos bienes invisibles, a los que el creyente debe entregarse totalmente, tiene todavía hoy un sentido que se puede defender. Pero sería fatal descartar sencillamente lo visible como irrelevante y hasta pecaminoso, y en cambio identificar los valores invisibles, ideales con el orden cristiano de la salvación. Desde que el Dios invisible tomó carne en Jesucristo y apareció visiblemente en la tierra, se modificó decisivamente la relación entre lo visible y lo invisible. Ahora debe el cristiano contar con que en las cosas visibles y sobre todo en el hombre concreto se le revele el Dios invisible (cf. /Mt/25/31-46). Es conveniente hacerse cargo de esta verdad, para evitar una falsa interpretación de las consideraciones algo diferentemente acentuadas en la carta a los Hebreos, tomándolas como una invitación a un desprecio del mundo en sentido dualista.
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51.Cf. Mt 25,34 .
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c) El justo Abel (11,4).

4 Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio superior al de Caín, a causa de lo cual fue acreditado como justo. Fue el mismo Dios quien lo acreditó aceptando sus ofrendas. Y por esta misma fe sigue hablando aun después de muerto.

En eL Antiguo Testamento es Abel el primer testigo de la fe. Su historia se expone aquí en función de Cristo, y así aparece como ejemplar desde tres puntos de vista:

1) Abel ofreció un sacrificio superior al de Caín, así como Cristo pudo ofrecer un sacrificio mejor que el de los sacerdotes terrenales del Antiguo Testamento. Por qué el sacrificio de Abel era mejor o de más valor que el de Caín, es cosa que no se dice en el Antiguo Testamento. Para la carta a los Hebreos es evidente que la fe hizo agradables a Dios los dones de Abel.

2) Por su sacrificio -o por su fe, pues gramaticalmente no es posible decidir en el texto original- fue Abel acreditado por Dios como justo. Así pues, la fe implica el ser uno acreditado por Dios, aserción con la que se cierra el paso a todo equívoco posible: la fe no es obra del hombre. El verbo griego martyreisthai, que ya encontramos como palabra clave en 11,2 (cf. 11,39) evoca en nosotros el pensamiento del martirio.

En nuestra carta no se halla todavía este significado técnico, aunque a Abel y a otras muchas personas nombradas en el capítulo 11 podría, efectivamente, dárseles el nombre de mártires. Sin embargo, es evidente que el concepto de testigo que testimonia con su sangre no se identifica plenamente con el de testigo de la fe. En el martirio ocupa el primer término la prestación humana, el mártir da testimonio de Dios con su sangre, mientras que en el testimonio de la fe sucede lo contrario: aquí da Dios testimonio en favor del hombre, Dios responde con su sangre -así debemos decir en sentido de Cristo- de que el pecador está justificado, de que el muerto vive. Aceptar este testimonio de Dios se llama creer.

3) De la imagen bíblica, según la cual la sangre de Abel «clama al cielo» (cf. Gén 4,10), infiere el autor, aunque en términos sumamente discretos, que Abel, aun después de muerto, vive. Es una idea que constantemente se repite en el capitulo 11: la fe debe dar prueba de sí en presencia de la muerte. La fe es la fuerza misma que vence la muerte. Sin embargo, no se puede afirmar que la carta a los Hebreos entienda la fe como mera esperanza del más allá. Como la sangre de Jesús «habla más elocuentemente que la de Abel» (12,24), así la fe cristiana va más allá que todo presentimiento puramente humano de una supervivencia, sea como fuere, después de la muerte.

d) Henoc, arrebatado al cielo (11,5-6).

5 Por la fe, Henoc fue trasladado sin experimentar la muerte, y «no se le encontró más porque Dios lo había trasladado (Gén 5,24). Pues antes de su traslado, había sido acreditado como agradable a Dios. 6 Y sin fe, es imposible agradarle; pues el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a los que le buscan.

La retórica de la antigüedad tenía cierta predilección por colecciones de ejemplos con fines de enseñanza y de exhortación 9. Al ejemplo de Henoc se alude en Eclo 44,16: «Henoc fue grato a Dios y trasladado, ejemplo de piedad para las generaciones venideras»; también en 49,14: «Pocos en la tierra como Henoc, que fue trasladado de la tierra». Pero el interés por la figura de Henoc, envuelta en un tejido de leyendas, lo demuestran principalmente los libros apocalípticos que llevan su nombre 53. Se le tenía por escritor celestial (Jub 4,16-21; 1Hen 12,3), por revelador de misterios divinos y del final de los tiempos (Jub 4, 22,24; 1Hen 1,3-9), y hasta por garante y mediador de la salvación (1Hen 37-71). En nuestra carta es modelo de una fe, en cuya recompensa es arrebatado y trasladado al cielo el patriarca. Como en el ejemplo de Abel, ocupa el primer término el motivo de la victoria sobre la muerte. Seguramente están los lectores en peligro de renunciar a la fe por miedo a la muerte (cf. 2,15). El ser «arrebatados» de la tierra les parece una desgracia. ¿No podía la historia de Henoc servirles para corregir su modo de pensar? Él fue «trasladado», y «no se le encontró más» entre los vivos. Como él había creído en Dios y en una recompensa eterna, ya en vida se le había dado el testimonio de la complacencia divina. ¿Puede, en efecto, Dios dejar para siempre en la muerte a un hombre en quien se complace? Llama la atención que en este contexto vuelva a hablarse de acercarse (cf. 4,16; 7,25; 10,1.22; 12,18). El que se acerca a Dios debe tener la fe que se elogia en Henoc si no quiere «ver la muerte», predicción que, por lo demás, se halla también en unas palabras enigmáticas de los Evangelios (Mc 9,1 par.; Jn 8,51.52). La palabra acercarse proviene de la esfera cultual y se refiere originariamente al que se acerca al altar con oraciones y sacrificios. Quizá haya que pensar aquí, sobre todo, en la situación del hombre que se acerca a la muerte, que, por tanto, se dispone a ofrecer el sacrificio de su vida. Entonces hace falta realmente la fe con que se crea que es un Dios el que nos ha de recompensar.
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52. En el judaísmo tardío, de impronta helenística, hallamos tales compilaciones en Sab 10-12 (elogio de la sabiduría en la historia de Israel); Eclo 44-50 (elogio de los padres); 1Mac 2,51-60 (discurso de despedida de Matatías).
53. El más conocido es el llamado libro etiópico de Henoc (citado generalmente: 1Hen); además de éste se halla todavía un libro de Henoc conservado ea paleoslavo (2Hen) y un compendio rabínico de tradiciones más antiguas de este mismo género (3Hen o libro hebraico de Henoc). También en el libro de los Jubileos (Jub) tiene el legendario patriarca un puesto preponderante.
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e) Noé y el arca (11,7).

7 Por la fe, Noé, advertido por Dios sobre cosas que aún no se veían, con religioso sentido empezó a construir un arca para salvar a su familia, y por medio de esa fe condenó al mundo y vino a ser heredero de la justicia según fe.

Noé y el diluvio fueron en el cristianismo primitivo imágenes preferidas del baño salvador del bautismo (cf. 1Pe 3,20). Ahora bien, la carta a los Hebreos no vuelve la mirada al bautismo, al primer acto de la salvación cristiana, sino que más bien mira al futuro, ya que los cristianos deben recibir su perfeccionamiento, que todavía es invisible. Así pues, la fe que demostró Noé no cae dentro del contexto del proceso de la justificación, tan decisivo para Pablo, sino que forma parte de la actitud del cristiano, que ante su existencia amenazada de muerte y de ruina, espera en la promesa salvadora de Dios. Como Noé, también nosotros somos instruidos sobre «las cosas que no se ven» (cf. 11,1), y como él debemos seguir las instrucciones de Dios, que en un principio no son evidentes. Tal vez una exposición espiritual de la Escritura nos dé incluso derecho a decir: También el cristiano, durante su vida, trabaja en la construcción de un arca para sí y para los suyos, que le salvará de la cólera venidera de Dios.

Pero más próxima al texto es la idea de que la fe cristiana significa, conforme al ejemplo de Noé, un juicio sobre el mundo, sobre la indiferencia, su despreocupación, su vivir simplemente al día, sin pensar en el día de mañana. «Pues como sucedió en los días de Noé, así sucederá en la parusía del Hijo del hombre. Porque igual que en aquellos días anteriores al diluvio seguían comiendo y bebiendo, casándose ellos y dando en matrimonio a ellas hasta el día en que Noé entró en el arca, y no se dieron cuenta hasta que llegó el diluvio que los barrió a todos, así será también la parusía del Hijo del hombre» (Mt 24,37-39). Ahora bien, esta condenación del mundo por la fe no tiene nada de orgullo o soberbia, como si el cristiano, por el mero hecho de pertenecer a la comunidad de salvación descollara ya entre la masa de los no bautizados, destinada a la condenación. El mundo al que juzga la fe se halla también en cada uno de nosotros, sin detenerse ante iglesias, conventos ni curias. Sólo el que se somete personalmente al juicio de Dios puede esperar heredar la justicia prometida a la fe.

i) La peregrinación de Abraham (11,8-10).

8 Por la fe, Abraham obedeció cuando se le llamó para ir a un lugar que iba a recibir en herencia, y salió sin saber adónde iba. 9 Por la fe, se fue a vivir a la tierra de la promesa como a tierra extraña, acampando allí, así como Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa. 10 Pues él aguardaba aquella ciudad con cimientos, de la que Dios es arquitecto y constructor.

La historia de Abraham ofrece material abundante para sensibilizar lo que significa la fe y hacia qué se orienta. El mismo éxodo del patriarca de su país natal y la trabajosa peregrinación sin meta conocida nos muestra a los cristianos que debemos seguir ciegamente la llamada de Dios. Incluso en la tierra de las promesas, es decir, para los cristianos, en el ámbito de la Iglesia, estamos como de paso, sin poder instalarnos de forma duradera. La tienda, que a cada momento se puede levantar, es símbolo de una peregrinación que no conoce meta en la tierra.

Aquí vemos cuán oportuna y actual es la concepción de la fe de la carta a los Hebreos en este punto, puesto que la Iglesia del concilio Vaticano II se dispone a renunciar a las pretensiones constantinianas, a la idea de ser una casa llena de gloria sólidamente establecida para toda la eternidad, para volver a ser una modesta tienda de Dios entre los hombres, una tienda que constantemente se ha de plantar de nuevo y en diferentes lugares, precisamente allí adonde llama Dios. En cambio cabe todavía preguntarse si la meta de la peregrinación de fe podemos todavía definirla en la misma forma en que lo hace la carta a los Hebreos. La antiquísima imagen de la ciudad de Dios podrá afirmar su puesto allí donde se entiende y se ama el lenguaje de la Biblia. Incluso en un ambiente campesino puede la gran ciudad áurea ser la meta y la cifra de todos los anhelos y atractivos. Pero para el habitante de las grandes urbes ¿qué puede significar ya la promesa de Dios de «preparar una ciudad» (11,16)?

g) La promesa de descendencia (11,11-12).

11 Por la fe, también Sara recibió poder para concebir, aunque le había pasado la edad; pues tuvo por fiel al que se lo había prometido. 12 Y así, de un solo hombre, y eso que estaba sexualmente muerto, nacieron descendientes numerosos «como las estrellas del cielo y como la arena incontable de la orilla del mar» (Gén 15,5).

El segundo gran acontecimiento en la historia de Abraham es la promesa de descendencia. Llama la atención que la carta a los Hebreos ensalce la fe de Sara, mientras el Antiguo Testamento habla más bien de su duda acerca de la promesa de Dios: «Rióse, pues, Sara, dentro diciendo: ¿Cuando estoy ya consumida, voy a remocear, siendo ya también viejo mi señor?» (Gén 18,12). Es posible que el esquema parenético referente a la reglamentación de la familia, en boga en la era postapostólica, indujera a mencionar, en relación con la procreación de los hijos, no al marido (Abraham), sino a la mujer (Sara), cf. lTim 2,15. Pero también es posible que precisamente a los cristianos que habían comenzado a dudar y a sentirse inseguros se propusiera el ejemplo de una mujer que, como es sabido, sólo se convenció de la veracidad y seguridad de la palabra de Dios cuando vio cumplida la promesa. Lo que para los cristianos del siglo primero sólo podía ser todavía objeto de fe, a saber, que de uno que había muerto en cruz obtendrían salud y vida innumerables hombres, era algo que en Abraham se había realizado ya en forma ejemplar y figurativa. Aunque el patriarca había perdido ya hacía tiempo su potencia procreativa, mediante la promesa de Dios vino a ser todavía padre y patriarca de un pueblo que, para las ideas de la Biblia, era incomparablemente grande. La carta quiere inculcar una y otra vez que la muerte no es para la fe un obstáculo insuperable. Más aún: precisamente con la muerte alcanzaron la meta celestial de las promesas los testigos de la fe de la antigua alianza.

h) La patria celestial (11,13-16).

13 Todos éstos murieron dentro de la fe, sin haber recibido las cosas prometidas, sino viéndolas y saludándolas desde lejos, y confesando que eran extranjeros y advenedizos sobre la tierra. 14 Realmente, los que usan este lenguaje dan a entender con ello que van en busca de patria. 15 Y si hubieran pensado en la patria aquella de donde habían emigrado, ocasión habrían tenido de volver allá; 16 pero, de hecho, aspiran a una patria superior, o sea, a la del cielo. Y así se explica que Dios no tenga ante ellos reparo de ser invocado como Dios suyo, porque para ellos preparó una ciudad.

Aunque el autor no ha agotado todavía, ni mucho menos, la lista de los ejemplos tomados de la historia de Abraham y de los patriarcas (cf. 11,17-22), inserta aquí una reflexión general sobre los que en la tierra reconocían ser extranjeros y advenedizos. Es evidente que no se refiere aquí a los patriarcas, que a la manera de seminómadas iban de una parte a otra cambiando sus lugares de pastoreo conforme a las estaciones del año, sino a todos los fieles, para quienes no puede ser la tierra una patria definitiva. En ningún otro pasaje de la carta es tan fuerte e impresionante el patetismo dualista como en estos versículos clásicos, que hasta nuestros días han dado una impronta decisiva a la idea cristiana de la existencia. La «patria-celestial» nos parece a los cristianos constituir un elemento fundamental e inalienable del vocabulario cristiano; la consideramos como una de las principales materia s de fe que no se podría poner en duda sin renunciar al Evangelio. Por ello es tanto más sorprendente que en ningún otro lugar de la Sagrada Escritura se designe el cielo como la verdadera patria de los hombres y que en cambio encontremos este concepto expresado constantemente en Filón 54. Según su costumbre, el filósofo alejandrino de la religión no expresa aquí una idea propia, sino que únicamente adopta la terminología del dualismo helenístico de espíritu y cuerpo. Allí donde el «yo» del hombre (o, con otras palabras, el espíritu o el alma) se tiene por un ser celestial preexistente, que por algún infortunio cósmico se precipitó y descendió a la materia mala de la carne, debe naturalmente entenderse el cielo como su verdadera patria. Ahora bien, la carta a los Hebreos ¿declaró esta idea dualista de la existencia como verdad revelada haciéndola así obligatoria para todos los tiempos? Así lo creeríamos al oír ciertos cánticos cristianos... Sin embargo, de hecho sólo se trata de un medio de expresión condicionado por el tiempo, con el que se quiere sensibilizar el destino del hombre en Dios y la meta que Dios mismo le ha fijado. Nuestra época hallaría otras maneras de representar la meta de la peregrinación humana de la fe, y no precisamente la imagen alejandrina de la patria celestial o la idea apocalíptica de una ciudad de Dios. El cristiano de hoy sabe que está comprometido con la tierra y no busca ya su patria más allá de las estrellas. Sin embargo, nos ha quedado la esperanza de que Dios está por nosotros, como lo estuvo por los patriarcas, aunque tendría todas las razones para avergonzarse de nosotros.
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54. Cf. por ejemplo, De migratione Abrahae (Sobre la peregrinación de Abraham) 27: «Tú debes partir, como extranjero, de vuelta a la tierra paterna del Logos sagrado, en cierto modo del padre de los ascetas; ésta es la verdad, la mejor morada de las almas que aman la virtud.»
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i) El sacrificio de Isaac (11,17-19).

17 Por la fe, Abraham, puesto a prueba, ofreció a Isaac, y estuvo a punto de sacrificar a su hijo único, aun habiendo aceptado las promesas 18 que se le hicieron: «Por Isaac te vendrá la descendencia» (Gén 21,12); 19 pues se hacía cuenta que Dios tiene poder incluso para resucitar a alguien de entre los muertos. Por eso, en cierto sentido, de entre ellos recuperó a su hijo.

La historia conmovedora del sacrificio de Isaac ha hallado variado eco en el cristianismo. Pablo (Rom 8,32) y Juan (Jn 3,16) reconocen en la figura de Abraham a Dios Padre que por amor nuestro entrega a su único Hijo (cf. Gén 22,16). A diferencia de esta interpretación rigurosamente teológica, la carta a los Hebreos habla de la actitud del creyente, al que Dios reclama precisamente lo que anteriormente le había dado o prometido. En esta prueba cree Abraham en Dios contra Dios, y su fe parece a nuestra carta ser el resultado de una reflexión lógica: Si Dios tiene poder para resucitar a muertos, entonces también puede exigir la muerte del heredero de la promesa. Así pues, propiamente habría debido Abraham ejecutar el sacrificio cruento, y si volvió a recuperar a su único hijo en forma incruenta, esto sólo fue un símil, una referencia a la verdadera recuperación de la vida, que sigue a la muerte.

Al autor de nuestra carta no le asaltan todavía los reparos éticos de un Kierkegaard, que acerca del relato del Génesis hace notar que en realidad Dios exigió a Abraham algo inmoral, la muerte de un inocente, y que Abraham habría debido negarse a cumplir aquel mandato injusto. Para el hombre moderno habrá que explicar efectivamente la fe puesta a prueba como un conflicto entre la autoridad y la ley moral. Nosotros no podemos concebir que Dios exija al hombre algo inmoral, y la respuesta apologética, un tanto precipitada, según la cual Dios es señor de la vida y de la muerte, no da aquí perfectamente en el blanco. En realidad se trata de una acción, el sacrificio de niños, que el Dios del Antiguo Testamento detesta y prohíbe con severidad, contrariamente a los dioses paganos de los cananeos. En este sentido tiene algo problemático la prontitud de Abraham para cumplir el mandato divino; en efecto, lo que Dios quiere sólo se hace patente al final, en este relato etiológico 55 que quiere razonar la prohibición de los sacrificios de niños en Israel: «No extiendas tu brazo sobre el niño y no le hagas ningún daño» (Gén 22,12). Ahora bien, ¿qué tienen que ver todas estas consideraciones con la temática de la fe de Heb 11? Quizá más de lo que pudiera parecer a primera vista. Quieren ponernos en guardia y retraernos de confundir la fe con ese fanatismo espeluznante, con el que se han encendido hogueras en nombre de Dios y por presunto mandato suyo, se han asolado países y se ha degollado sin piedad a niños inocentes. El grito de «Dios lo quiere» se ha de acoger siempre con la mayor cautela, no sea que ciegamente sacrifiquemos, no en aras del único Dios verdadero y santo, sino de ídolos y demonios.
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55. Cf. nota 13 en 3,7-11.
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j) La bendición de los patriarcas (11,20-22).

20 Por la fe, igualmente, Isaac bendijo a Jacob y a Esaú, aludiendo al futuro. 21 Por la fe, Jacob, al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, apoyándose en la punta de su vara 56. 22 Por la fe, José, al fin de su vida, mencionó el éxodo de los hijos de Israel, y dejó instrucciones sobre sus propios restos.

La idea que se impone en este breve pasaje es una vez más la disposición del futuro en presencia de la muerte. Los discursos de despedida de los patriarcas en el lecho de muerte a que alude el texto, forman parte de un género literario muy en boga en la antigüedad. Se atribuye fuerza especial a las últimas palabras de un moribundo y se traduce en discursos retóricos esta convicción muy generalizada entre los hombres. Esto da pie al autor para interpretar su presente desde el ángulo visual de tiempos pasados. En el libro del Génesis encontramos tales discursos de despedida preferentemente en la forma de bendiciones o maldiciones de los patriarcas. La bendición del padre o de la madre pronunciada en el lecho de muerte es ya naturalmente para el hijo un precioso tesoro, mientras que la maldición del último momento aparece como un infortunio que no se puede conjurar. PALABRA/FUERZA La bendición y la maldición tienen para la Biblia como una fuerza sacramental: causan lo que dicen las palabras. Nuestra carta entiende como fe la fuerza que, con mirada prospectiva, configura el futuro. Y debe sonar precisamente como algo paradójico que el hombre no tenga nunca durante la vida mayor dominio sobre el futuro (mediante la fe) que cuando está en trance de perderlo con la muerte. Así, también la actitud de los patriarcas en el lecho de muerte confirma lo que la definiCIón de Heb 11,1 había expresado con una fórmula abstracta: «La fe es soporte de las realidades que se esperan, y prueba de las que no se ven.»
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56. El original hebreo reza, sin duda más correctamente: "Y se inclinó sobre la cabecera de su lecho».
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k) Moisés, modelo de fe (11,23-28).

23 Por la fe, Moisés, recién nacido, fue ocultado tres meses por sus padres, porque vieron lo lindo que era el niño, y no tuvieron miedo al edicto del rey. 24 Por la fe, Moisés, al hacerse mayor, renunció a ser llamado hijo de una hija del faraón, 25 prefiriendo compartir con el pueblo de Dios los malos tratos, a tener el goce pasajero del pecado, 28 y considerando el oprobio de Cristo como riqueza mayor que los tesoros de Egipto; pues tenía la mirada puesta en la recompensa. 27 Por la fe, dejó Egipto, sin tener miedo a la ira del rey, ya que se mantuvo en su resolución como quien veía al Invisible. 28 Por la fe, celebró la pascua e hizo la aspersión de la sangre para que el exterminador de los primogénitos no tocara a los de Israel.

Con el extenso desarrollo del ejemplo de Moisés se pone más vigorosamente de relieve el motivo del martirio: la constancia del testigo de la fe en un mundo que lo persigue. Los mismos padres de Moisés demuestran ya esta constancia en la fe, por cuanto no temen infringir el precepto del rey y preservan de la muerte a su criatura, cuya hermosura es para ellos signo de la elección divina. Moisés, educado en la corte de Egipto, se niega a seguir siendo hijo adoptivo de la hija del rey y a disfrutar de las delicias de una vida fastuosa; toma partido en favor de su pueblo perseguido y esclavizado, optando por el «oprobio de Cristo» (cf. 13,13), como dice la carta actualizando deliberadamente la historia del Antiguo Testamento. Entonces desafía las iras del rey y sin miedo saca a su pueblo de Egipto 57. Como último de sus actos de fe menciona el versículo 28 la institución de la pascua y del rito cruento apotropeico 58 (Ex 12,7.13), que había de preservar del golpe del ángel exterminador a los primogénitos de los israelitas. La frase está formulada de una manera tan singular que casi se tiene la sensación de que con el derramamiento de la sangre se trataba de la sangre misma de Moisés. Según parece, la acción de Moisés ha de ponerse en paralelo con la historia cristiana de la pasión. A la institución de la pascua sigue el derramamiento de la sangre salvífica, y los ejemplos que siguen hablan ya (11,29-31) de la salvación del pueblo escogido.

En la historia de Moisés, tal como la presenta nuestra carta podían ver fácilmente los lectores su propia historia. También a ellos les amenazaban con severos castigos leyes de reyes o emperadores, también ellos debían soportar, como los israelitas en Egipto, injusticias y humillaciones. Se puede conjeturar que en la comunidad había también cristianos de familias distinguidas, a los que, debido a sus relaciones con las clases elevadas, les habría sido posible librarse de daños juntamente con sus familiares. A todos ellos ha de mostrarles el ejemplo de Moisés que el creyente puede transgredir sin temor disposiciones de los hombres, teniendo como tiene ante los ojos al Dios invisible y la abundante recompensa celestial (cf. 11,6). Sin embargo, debemos preguntarnos si juntamente con esta intención parenética, o anteriormente a ella, no quería el autor prestar a Moisés los rasgos de Cristo. En este caso el niño tenido oculto por sus padres -como ocurre en las primeras páginas del Evangelio de san Mateo- sería una figura del niño Jesús perseguido por Herodes. Más notoria es la concepción cristología de Moisés llegado ya a la madurez de hombre, que renuncia al título de hijo del rey, para sufrir con su pueblo y tener participación en el «oprobio de Cristo». Así se despojó Cristo de su gloria de Hijo de Dios y se hizo semejante a nosotros, hombres que padecemos (2,5-18); cf. Flp 2,S-11). Y. finalmente, lo que Moisés insinuó con la institución de la pascua y con el misterioso rito sangriento, se realizó para siempre con la muerte expiatoria de Cristo: la salvación definitiva del pueblo de Dios, preservado del golpe del pecado y de la muerte.
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57. Es poco probable que el v. 27 se refiera a la fuga a Madián, ya que en Ex 12,14 se dice expresamente: «Entonces temió Moisés...».
58. Apotropeico: que ahuyenta a malos espíritus.
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l) Ejemplos de salvación milagrosa (11,29-35a).

29 Por la fe, pasaron por el mar Rojo como por tierra seca, mientras que los egipcios, al intentar lo mismo, se ahogaron. 30 Por la fe, cayeron las murallas de Jericó después de un cerco de siete días. 31 Por la fe, Rahab, la meretriz, no pereció con los incrédulos, ya que había dado hospitalidad a los espías. 32 ¿Y para qué más? Tiempo me faltaría para contar cosas de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas, 33 los cuales, por la fe, subyugaron reinos, ejercieron justicia, obtuvieron lo prometido, taparon bocas de leones, 34 apagaron la furia del fuego, escaparon al filo de la espada, recibieron fuerza en su debilidad, fueron valientes en la guerra y rechazaron invasiones de extranjeros. 35a Hubo mujeres que recuperaron, resucitados, a sus muertos.

Hemos reunido estos versículos en una sección, no obstante su falta de homogeneidad formal, porque en ellos se representa gráficamente un pensamiento que está en abierta tensión con la temática de fe de Heb 11. Hasta aquí, y luego nuevamente hasta el final del capítulo, los testigos de la fe eran peregrinos, forasteros, expulsados, perseguidos y martirizados en esta tierra. Tenían que morir para testimoniar que la verdadera patria del hombre llamado por Dios está en el cielo. Ahora, en cambio, se modifica el cuadro. Del pueblo de Dios que peregrina y sufre resulta en cierto modo la Iglesia que triunfa de sus enemigos gracias al poder milagroso de Dios. Los israelitas atraviesan el mar a pie enjuto, mientras que los egipcios se ahogan. Las murallas de Jericó se desploman, sólo se salva una meretriz que había dado hospitalidad a los exploradores, mientras que perecen todos los demás habitantes de la ciudad. Aquí, en estos tres primeros ejemplos, se pregunta uno ya si se conserva aquí todavía el mismo concepto de fe de las páginas anteriores: la creencia en lo invisible, la esperanza de lo venidero. En los milagros del éxodo y de la toma de posesión de la tierra experimentan y viven los israelitas una salvación presente, tangible. Son los que triunfan, a quienes la fe les ayuda a vencer maravillosamente dificultades de la tierra.

La tensión con respecto a la precedente temática de fe se experimenta en forma todavía más marcada en los siguientes anuncios de éxitos, enumerados sumariamente, de la historia del Antiguo Testamento. Sin exacto orden cronológico o de materias se presentan sucesivamente diversas hazañas heroicas, victorias militares, maravillosas salvaciones de peligros de muerte, realizaciones en el campo político o en el social, resurrecciones. Se comprende que la retórica de la antigüedad ensalce preferentemente lo extraordinario, lo espectacular y lo asombroso. Si el Evangelio mismo estima ya la grandeza de la fe por el poder de «trasladar montañas» (Mc 11,23; Mt 17,20), no vamos a hacer reproches a la carta a los Hebreos a causa de sus ejemplos tan drásticos. Pero aquí podemos preguntarnos con toda razón: ¿Dónde se queda, pues, lo invisible de la salvación futura, si se dice que los testigos de la fe obtuvieron lo prometido y escaparon al filo de la espada? No sabemos por qué el autor incluyó estos ejemplos que cuadraban muy poco con el tenor de su idea de la fe. Quizá quería dar algunos ánimos a sus lectores perseguidos y tentados y hacer notar que a veces socorre Dios a los creyentes incluso de manera prodigiosa. O quizá se limitó a utilizar alguna colección ya existente, sin señalar en cada uno de los diferentes ejemplos que para el creyente todo logro y toda satisfacción visible no es más que símbolo y signo de una realidad más elevada e invisible.

Para nuestra actual problemática de fe tienen especial interés los versículos que acabamos de examinar. Los cristianos hemos aprendido que la fe no es un medio milagroso o un ensalmo con que poder hacernos la vida fácil y librarnos de contratiempos. Las murallas de la Jericó de hoy no se tambalean delante de procesiones o de coros de trompetas. Por otro lado, esta convicción no nos ha inducido al abandono con respecto al mundo y a sus quehaceres, sino que, por el contrario, ha reforzado la idea de que la fe puede demostrar ya su realidad en lo de aquí abajo y en lo visible. Sólo que los signos que ostenta hoy la fe en el mundo no son los mismos que en los días de Gedeón, Barac, Sansón o Samuel.

m) Mártires del Antiguo Testamento (11,35b-38).

35b Otros fueron sujetos a torturas mortales, renunciando a la liberación para obtener una resurrección superior. 36 Otros sufrieron prueba de ultrajes y de azotes, e incluso de cadenas y de cárcel. 37 Fueron apedreados, puestos a prueba, aserrados, murieron al filo de la espada; fueron de acá para allá cubiertos de pieles de oveja y de cabra, pasando necesidad, sufriendo tribulación, maltratados. 38 El mundo no los merecía. Iban errantes por los desiertos, por las montañas, por las cuevas, por las grutas del país.

Parece como si el autor hubiera vuelto a acordarse repentinamente de sus distinciones. Así interrumpe los anuncios de éxitos y vuelve de nuevo a los sufrimientos de los testigos de la fe. Los consuelos terrenos pueden ser buenos, pero la fe conoce bienes mejores. Por ellos vale la pena de soportar todas las molestias y miserias de este mundo (cf. Rom 8,18). No es fácil determinar en detalle a qué personas o acontecimientos del Antiguo Testamento o de la literatura apócrifa se refería el autor en su martirologio, y menos todavía por no ser segura la tradición del texto del v. 37 59. «Apedreado» fue, por ejemplo, el profeta Zacarías, hijo del sacerdote Joyada (2Cró 24,20-22; cf. Mt 23,35-37), «aserrado» fue, según una tradición legendaria, el profeta Isaías (Ascensión de Isaías 5,11-14). De la muerte de muchos profetas al filo de la espada refiere 1Re 19,10. Sin embargo, más importante que la identificación de casos particulares es la convicción de que en el catálogo de sufrimientos se trata de caracterizar la existencia creyente en cuanto tal.

Como el creyente sabe de su condición diferente, hay peligro de soslayar el conflicto con el mundo o de absolutizarlo. Una forma especialmente tentadora de esquivar el conflicto consiste en retirarse voluntariamente a un cerrado círculo devoto, al exilio pacifico de una renuncia elegida voluntariamente. El andar de acá para allá cubiertos de «pieles de oveja y de cabra», el andar errando por «desiertos» y por «cuevas» y «grutas» puede ser también moda y no es necesariamente signo de la fe. No es menos estéril una actitud que absolutiza el contraste con el mundo. A lo que parece, nuestra carta presupone que los mártires se hallaron en mortal contradicción con el mundo por razón de su fe. Pero, ¿qué significa concretamente «fe»? ¿Esta cuestión no debe volver a plantearse una y otra vez y no debe buscársele constantemente nueva respuesta? Sería muy cómodo presentar como fe la negativa radical al mundo y el inconformismo adoptado por principio. ¡Con cuánta frecuencia no se han librado en el transcurso de la historia falsas batallas en falsos frentes! ¡Cuán fácilmente se pueden confundir con una fe inquebrantable la terquedad, la obstinación, o la inercia del espíritu! El «mundo» que nos persigue y nos atormenta, que nos escarnece y nos tiene prisioneros, no ha de estar siempre necesariamente del lado de los «otros», de los incrédulos y de los impíos: debemos buscarlo primero en nosotros mismos.
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59. «Puestos a prueba», ¿quizá con tormentos? Otra lectura: «quemados».
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n) Juicio conclusivo sobre los testigos de la fe (11,39-40).

39 Y todos éstos, aunque quedaron acreditados por la fe, no alcanzaron el cumplimiento de la promesa, 40 porque Dios tenía previsto, con respecto a nosotros, un algo superior, de suerte que ellos no llegaran, sin nosotros, a la consumación.

Los fieles de la antigua alianza no tenían ante los ojos otra meta que la que tenemos nosotros mismos. A ellos se les habían hecho las mismas promesas que a nosotros, la promesa de una ciudad de Dios celestial, de una patria eterna. Si bien este «mundo futuro» (2,5) estaba preparado desde el comienzo de la creación, nadie podía llegar a él. Jesús, sumo sacerdote celestial e Hijo de Dios, fue quien lo hizo accesible a los hombres. Por él deben también los justos del Antiguo Testamento ser consumados o perfeccionados, es decir, alcanzar la meta celestial de las promesas.

No debemos esperar de nuestra carta informes demasiado precisos sobre las diferentes etapas y sobre el momento de la consumación escatológica de la salvación. La fe en la inmortalidad del alma y la esperanza de la resurrección, el juicio particular y el universal distan todavía de haberse captado en su propia y respectiva problemática y de haberse conciliado unos con otros. Así, por ejemplo, no está claro lo que sucedía después de su muerte a los mártires del Antiguo Testamento y desde cuándo moraban en la Jerusalén celestial «los espíritus de los justos llegados a la consumación» (12,23). Igualmente difícil es responder a la pregunta de cómo concebía el autor la «consumación» de los cristianos difuntos, si suponía que éstos, siguiendo a su sumo sacerdote celestial, podían entrar en el santuario celestial inmediatamente después de su muerte o si tenían todavía que aguardar la parusía. Probablemente ni siquiera se hizo el autor tales consideraciones sistemáticas, sino que relacionaría entre sí los diferentes motivos que le eran conocidos por tradición judía, cristiana o helenística, asociándolos como convenían al contexto. Esta manera nada sistemática de dejar en la oscuridad lo que -visto por parte del hombre- es oscuro, responde quizá mejor a la cosa misma de que se trata en las aserciones escatológicas, que todas las tentativas sutiles e ingeniosas de establecer como una guía exacta de los acontecimientos del final de los tiempos.