CAPÍTULO 9


3. EL SANTUARIO TERRESTRE (9/01-05).

1 La primera alianza tenía, desde luego, unas normas litúrgicas y un santuario terrestre. 2 Pues se construyó un tabernáculo, en cuyo primer compartimiento estaba el candelabro, la mesa y los panes ofrecidos a Dios; este compartimiento se llamaba «lugar santo». 3 Detrás de la segunda cortina estaba el compartimiento llamado «lugar santísimo», 4 que contenía un altar de oro, para el incienso, y el arca de la alianza, toda recubierta de oro, en cuyo interior se encontraba una urna de oro con el maná, la vara floreada de Aarón y las tablas de la ley. 5 Encima del arca estaban los querubines de gloria, cubriendo con su sombra el propiciatorio. Pero no es ahora el momento de entrar en detalles.

Moisés había hecho fabricar el tabernáculo conforme al modelo que se le había mostrado en la montaña (8,5). Así pues, si queremos saber qué aspecto tiene el santuario del cielo en el que Cristo es nuestro sumo sacerdote, debemos contemplar el tabernáculo de la antigua alianza. Estaba formado de una tienda anterior, el lugar «santo», y del «lugar santísimo», que estaba oculto tras un velo. La carta marca de tal manera la separación entre el lugar santo y el santísimo, que casi da la sensación de tratarse de dos tiendas distintas. En el ambiente filosóficorreligioso de la carta a los Hebreos no era ninguna novedad la interpretación alegórica del tabernáculo. El historiador judío helenista Flavio Josefo veía en la división en dos partes una imagen del universo entero con su separación de cielo y tierra (Ant. 3,6,4). Filón de Alejandría interpretaba la primera tienda, más exterior, como el mundo sensible, y la interior, el santísimo, como la esfera de las ideas espirituales, eternas.

También en la descripción de nuestra carta late un sentido más profundo. En el santo se hallan las cosas corrientes, que pertenecen a la vida cotidiana: el candelabro, la mesa, los panes expuestos, presentados. En el lugar santísimo, en cambio, sólo se guardan objetos preciosos y muy santos, en él brilla d oro por todas partes. Por eso el autor trasladó al lugar santísimo el altar de oro para incienso, que según Éx 40,26 (cf., sin embargo, 40,5) tenía su puesto delante del velo. Por la misma razón silencia el hecho de que el candelabro estaba hecho de oro puro y el de que la mesa estaba toda recubierta de oro. Así podemos ya entrever el sentido simbólico del tabernáculo dividido en dos compartimientos. La primera tienda, el lugar santo, es símbolo de la tierra, es el ámbito de las cosas accesibles todos los días. El santísimo, en cambio, quiere ser una representación del cielo, de la presencia graciosa de Dios. Sin embargo, la segunda tienda del tabernáculo, no obstante estar toda resplandeciente de oro, pertenece al santuario cósmico y por ello depende todavía del mundo de las figuras, de las sombras, de lo transitorio.

4. EL MINISTERIO SACERDOTAL EN EL SANTUARIO TERRESTRE (9/06-10).

6 Construido todo de esta manera, los sacerdotes entran continuamente en el primer compartimiento del tabernáculo para celebrar el culto. 7 Pero en el segundo entra sólo el sumo sacerdote, una vez al año, no sin llevar sangre que ofrecer por sí mismo y por los yerros del pueblo. 8 Con esto, el Espíritu Santo da a entender que, mientras el primer compartimiento esté en pie, no está patente aún el camino que conduce al lugar santísimo. 9 Y esto es símbolo del tiempo actual, es decir: se ofrecen dones y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que oficia en el culto; 10 sólo se trata de alimentos, bebidas y diversas abluciones, o sea, normas referentes a Lo externo, impuestas hasta el tiempo de la recta ordenación.

La división del tabernáculo en dos partes condiciona también una segunda modalidad del ministerio sacerdotal del Antiguo Testamento. En la primera tienda pueden entrar en todo momento los ministros del culto, mientras que en la segunda tienda, el «lugar santísimo», sólo el sumo sacerdote puede entrar una vez al año, en el gran día de la expiación, después de haber ofrecido un sacrificio cruento de expiación por el pecado. Con la sangre del animal sacrificado es rociado el propiciatorio, el trono de la divinidad. Aunque no se puede saber con seguridad si la concisa mención «no sin llevar sangre que ofrecer» se refiere al sacrificio por el pecado o a la ceremonia que tiene lugar en el «lugar santísimo». Probablemente quiere decir la carta en términos muy generales que la sangre del sacrificio por el pecado es absolutamente necesaria para entrar en el «lugar santísimo». Se hace hincapié en la entrada en él, mientras que se pasan por alto los otros muchos ritos complicados de Lev 16. Pero con esto ha cambiado radicalmente el significado del gran día de la expiación. De la acción expiatoria del Antiguo Testamento se ha pasado a un misterio cultual escatológico. Lo único que ahora importa es hallar el «camino que conduce al lugar santísimo», es decir, entrar en el «lugar santísimo» de Dios, el lugar en que se consuma la salvación 37.

El rito veterotestamentario no podía realizar esta esperanza, únicamente contenía una alusión misteriosa al Espíritu Santo, según la cual no podía abrirse el camino del santuario celestial en tanto tuviera consistencia y vigor la primera tienda. ¿Qué quiere decir esta aserción cifrada? La primera tienda no es sólo el espacio que precede al «lugar santísimo», el llamado «lugar santo» en el tabernáculo, sino que al mismo tiempo representa el entero orden cultual, terrestre y carnal, de la antigua alianza. Ahora bien, en tanto se sigan ofreciendo los dones y sacrificios prescritos por la ley, no hay camino que lleve al «lugar santísimo» del cielo, no hay perfección posible «en cuanto a la conciencia», es decir, no hay perdón efectivo de los pecados. La primera tienda tiene además un sentido más amplio. A diferencia del «lugar santísimo», figura del cielo, simboliza la tierra. Por esta razón «el camino que conduce al lugar santísimo» (celestial) no puede hacerse patente definitivamente hasta que la creación terrestre haya cedido el puesto al nuevo mundo venidero 38. Finalmente, en esta parte de la carta, tan difícil y repleta de referencias, ocupa también un puesto importante la contraposición entre lo interior y lo exterior, entre la conciencia y la carne. Como no tardaremos en oír más explícitamente, la conciencia sólo puede hallar reposo en el verdadero «lugar santísimo» de Dios: allí es donde tiene su propio lugar. En cambio, la «carne» está en marcada relación con la primera tienda y con sus estatutos, que se cifran en prescripciones alimentarias y en diferentes abluciones. Así pues, no se introduce ninguna idea extraña en el texto al asociar la existencia de la primera tienda con la existencia del cuerpo carnal. Por consiguiente, el «camino que conduce al lugar santísimo» no quedará patente a los que sirven a Dios sino una vez que haya transcurrido el tiempo terrestre de su cuerpo carnal. Desde luego, tal consideración presupone que ha sido ya inaugurado el camino a través del velo (cf. 10,20) y que ha comenzado ya el «tiempo de la recta ordenación»
...............
37. Análogo sentido tiene en los Evangelios la frase «entrar en el reino de Dios» Cf. también Ef 2,18; 3,12; el «acceso» al Padre. Finalmente, el Evangelio de san Juan llama a Jesús mismo el «camino» (Jn 14,4-6). 38. Cf. Hb 12,27
...............

5. EL MINISTERIO SACERDOTAL DE CRISTO EN EL CIELO (/Hb/09/11-14).

11 En cambio, Cristo se ha presentado como sumo sacerdote de los bienes verdaderos: a través de un tabernáculo más grande y más perfecto, no de hechura humana, es decir, no de este mundo creado, 12 y no por medio de sangre de machos cabríos ni de becerros, sino de la suya propia, entró en el lugar santísimo de una vez para siempre, consiguiendo eterna redención. 13 Porque, si la sangre de machos cabríos y de toros, y el rociar con las cenizas de una becerra, santifica a los impuros, devolviéndoles la pureza externa, 14 ¡cuánto más la sangre de Cristo, el cual, en virtud del espíritu eterno, se ofreció a Dios como sacrificio sin mancha, purificará nuestra conciencia de las obras muertas, para que rindamos culto al Dios viviente!

Ahora comienza la exposición del antitipo de la ordenación cultual carnal del Antiguo Testamento. Con la persona de Cristo se produce un cambio completo de sacerdocio y de ley (7,12). Hay que suponer también que incluso el teatro de su ministerio de sumo sacerdote es otro desde un principio.

Desde el punto de vista del historiador, Jesús vivió en la tierra, murió en la cruz y luego -según la creencia de sus adeptos- subió al cielo. Si suponemos este esquema empírico en la explicación de nuestro texto, entonces la carta a los Hebreos verá la muerte de Jesús en la cruz como un hecho que tuvo lugar fuera del santuario celestial y que sólo tenía por objeto proporcionar la sangre necesaria para entrar en el cielo. En realidad muchos comentaristas de nuestra carta han pensado que Cristo sólo fue constituido sacerdote en el cielo y que allí ofrece constantemente a Dios su sangre derramada en la cruz. Nosotros creemos que tal interpretación no tiene debidamente en cuenta el significado de la muerte de Cristo ni la argumentación de la carta. Hagámonos de nuevo presentes brevemente las anteriores aserciones sobre el ministerio sacerdotal de Jesús: Nuestro sumo sacerdote ha atravesado los cielos (4,14); se ha ofrecido de una vez para siempre (7,27); se ha sentado a la diestra del trono de la Majestad (8,1); es ministro del santuario y del verdadero tabernáculo erigido por el Señor y no por hombres (8,2); en la tierra no hubiera podido siquiera ser sacerdote (8,4). Hay también otros pasajes que suenan como si sólo en el cielo hubiera sido nombrado sumo sacerdote (5,10; 6,20). Por otra parte la interpretación tipológica del ritual de la fiesta de la expiación de Lev 16 sólo permite sacar la conclusión de que Jesús, ya en su calidad de sumo sacerdote, se ofreció en la cruz y atravesó los cielos hasta llegar al trono de Dios. La idea de que la pasión y muerte de Jesús no fueran todavía una oblación sacerdotal es absurda y se ve repetidas veces refutada por ulteriores aserciones (9,26. 28; 10,5-14).

También del pasaje que estamos examinando resulta que Cristo «se ha presentado como sumo sacerdote». Salta a la vista que el autor no quiere hablar sólo de la ascensión al cielo, sino que quiere interpretar teológicamente la entera existencia de Jesús. En contraposición con los ritos exteriores del Antiguo Testamento, el sacerdocio de Jesús aporta las realidades, los bienes verdaderos (cf. 10, 1) 39. En concreto se piensa en las promesas «mejores» de la nueva alianza (8,6), en el perdón de los pecados y en la definitiva comunión con Dios. Jesús puede proporcionarnos estos bienes por el hecho de ejercer un excelente ministerio sacerdotal, que no se efectúa en el ámbito del tabernáculo terrestre, figurativo, sino en «un tabernáculo más grande y más perfecto, no de hechura humana, es decir, no de este mundo creado». Transferir el marco cultual de Lev 16 -el hecho propio del sumo sacerdote, de atravesar la primera tienda, y entrar en el lugar santísimo- a la persona y a la obra de Jesús lleva a dificultades de interpretación casi insolubles. Que Jesús, con su muerte, entró en el verdadero lugar santísimo de Dios, parece ser claro, y en esta idea se insiste también en lo sucesivo (9,24); 10,12.20). Ahora bien, ¿qué entiende el autor por el tabernáculo o tienda que forma parte del santuario celestial y que atravesó el sumo sacerdote Cristo? Como en la explicación de un símil, tenemos que mantener separadas la imagen y la cosa. A la representación figurada de un espacio procedente de Lev 16, no ha de responder necesariamente por parte de Cristo un sector sagrado configurado de una manera o de otra. Es por tanto un error pensar en las «regiones inferiores del cielo» o en tales o cuales «ámbitos suprasensibles». Con la imagen atrevida, que a nosotros se nos hace extraña, de «un tabernáculo... no de hechura humana, es decir, no de este mundo creado» se quiere más bien calificar teológicamente la entera manifestación histórica de Cristo. Aquello para que no podía servir la tienda anterior de la antigua alianza, a saber, para ser la base de la entrada en el verdadero lugar santísimo del cielo, se indica ahora con el «tabernáculo más grande y más perfecto» de la vida de Jesús 40.

Tampoco Cristo podía entrar «sin llevar sangre que ofrecer» en el «lugar santísimo» (9,7). Pero su muerte, como sacrificio cruento, causó expiación eterna, puede purificar a la humanidad de todos los pecados pasados, presentes y futuros. Sin duda alguna la sangre de Cristo purificó nuestra conciencia de todas las obras muertas cometidas antes del bautismo. Si, además de esto, piensa también la carta en un perdón de los pecados que graban la conciencia de los cristianos y son un impedimento para su capacidad cultual, es cosa que no se puede deducir con seguridad de nuestro pasaje. Sin embargo, no se debe establecer una separación tan rigurosa entre los dos puntos de vista. La certeza de que con el bautismo se ha fijado un nuevo comienzo, de que se ha conferido al creyente la capacidad de servir al Dios viviente, entraña también la seguridad de que la sangre de Cristo puede siempre lavarnos y purificarnos de todo lo que día tras día se va acumulando en nosotros en punto a «obras muertas». La expresión hace pensar en la prescripción del Antiguo Testamento, según la cual el contacto con un cadáver volvía al hombre impuro ritualmente (Núm 19,11-22). El muerto con cuyo contacto nos mancillamos somos nosotros mismos.
...............
39.«Verdaderos», no «venideros» o «futuros» que sería atenuación.
40.Así explicaron ya este texto oscuro muchos padres de la lglesia.
...............

6. LA MUERTE DEL TESTADOR (9/15-17).

15 Por eso, él es mediador de una nueva alianza, para que, habiendo intervenido una muerte para redención de las transgresiones cometidas durante la primera alianza, los que han sido llamados reciban la promesa de la herencia eterna. 16 Cuando se trata de un testamento, tiene que constar la muerte del testador; 17 porque un testamento sólo es efectivo en caso de muerte, ya que nunca entra en vigor mientras vive el testador.

Las imágenes y comparaciones se van sucediendo con gran rapidez. Cuando todavía tenemos ante los ojos el escenario del gran día de la expiación, vuelve de nuevo la carta al concepto de la nueva alianza. Pero inmediatamente se ve interrumpido el curso de las ideas con una consideración jurídica. Diatheke puede designar en griego tanto la institución religiosa de la alianza como un testamento corriente. Este doble significado lo utiliza hábilmente el autor para probar que la nueva alianza sólo alcanzó su eficacia con la muerte de Cristo. Como no se entra en posesión de una herencia sino después de la muerte del que ha otorgado el testamento, así también hubo de morir Cristo para que pudiéramos entrar en posesión de su herencia prometida.

La argumentación parece impecable, y sin embargo todavía quedan puntos que dan que pensar. En primer lugar se llama a Cristo «mediador» de la nueva alianza, mientras que en la motivación jurídica aparece como el testador que ha otorgado el testamento. En este contexto no se habla de Dios, y sin embargo sólo sería plenamente concluyente la argumentación si se dijera que Dios había muerto, para que así fuéramos herederos de sus promesas. Nosotros nos inclinamos a rechazar como absurdo el pensamiento de que Dios pueda morir. Y, sin embargo, ¿no está precisamente en ello la absurdidad, la locura de la cruz? En efecto, ¿para qué, pues, se hizo Dios hombre sino «para destruir por la muerte al que tenía el dominio de la muerte» (2,14)? No asoma la distinción corriente de que Jesús murió como hombre, pero no como Hijo de Dios. En todo caso, según la carta muere Jesús, el mismo que había otorgado el gran testamento de Dios.

Hay todavía que añadir lo siguiente: la muerte del testador tiene efecto y vigor permanentes. No es un hecho pasajero que fuera anulado, por ejemplo, por los acontecimientos pascuales. Por el contrario, la entera teología cultual de la carta apunta a presentar la muerte sacrificial de Cristo en la cruz como un acontecimiento que perdura eternamente y es constantemente causante de salvación 41.
...............
41. Este parece ser también uno de los motivos por los cuales la resurrección de Jesús apenas si desempeña algún papel en la carta a los Hebreos (sólo 13,20).
...............

7. LA SANGRE DE LA ALIANZA (9/18-22).

18 Así resulta que ni siquiera la primera alianza fue promulgada sin efusión de sangre. 19 Porque, cuando Moisés hubo leído a todo el pueblo el conjunto de las prescripciones legales, tomando la sangre de los becerros y macAos cabríos, juntamente con agua, lana escarlata e hisopo, roció incluso el libro, como igualmente a todo el pueblo, 20 diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que Dios ha ordenado para vosotros» (Ex 24,8). 21 Y de la misma manera roció con sangre el tabernáculo y todos los objetos del culto. 22 Y es con sangre como casi todas las cosas se purifican según la ley; y sin efusión de sangre, no hay perdón.

Las consideraciones de derecho sucesorio eran sólo un eslabón de una larga cadena de argumentación. El autor quiere convencer a sus lectores u oyentes de que la nueva alianza con sus promesas mejores sólo podía entrar en vigor con la muerte de Cristo. Tal argumentación nos parece a nosotros superflua, ya que admitimos como más que obvia la muerte de Jesús en la cruz. Pero ¿no habría podido Dios perdonarnos los pecados aun sin el sacrificio de su Hijo? ¿Por qué tenía absolutamente que derramarse la sangre? Si el Antiguo Testamento gustaba de exigir ritos cruentos para la expiación, ¿por qué en la nueva alianza no bastaba con la palabra de gracia: «Vete en paz. Tus pecados te son perdonados»? Además, en la época del Nuevo Testamento se observa una aversión muy extendida contra los sacrificios cruentos, una «espiritualización de los conceptos cultuales», como se dice. Particularmente en Egipto, donde debió de recibir su formación intelectual el autor de nuestra carta, estaban mal vistos los sacrificios de animales, y también los judíos alejandrinos se esforzaban por dar a las respectivas prescripciones de su ley un sentido más espiritual por medio de la alegoría. Es posible que los destinatarios de la carta sintieran también análoga aversión a los ritos sangrientos de expiación. Nosotros lo ignoramos. Más que una reconstrucción, apenas ya posible, de los presupuestos psicológicos de la carta, tiene importancia para nosotros que lleguemos a comprender mejor la necesidad de la muerte de Jesús. Para ello puede aprovecharnos en gran manera el modelo veterotestamentario de la conclusión de la alianza en el Sinaí. Llama la atención que el autor describa con una cierta prolijidad el hecho veterotestamentario, mientras que en la aplicación a la nueva alianza se muestra muy parco y vuelve pronto al escenario del gran día de la expiación. ¿Podemos suponer que él -como con frecuencia sucede también a buenos oradores- no logra dominar completamente la abundancia de sus pensamientos y asociaciones, que quería trazar líneas que de repente se quiebran o continúan en otra dirección? Así podemos sin duda preguntarnos si la descripción del culto de la palabra en el Sinaí, con el curioso aditamento, no contenido en el relato del Éxodo (Ex 24,3-8) de que «incluso el libro» fue rociado con sangre, no encierra un sentido cristiano actual. Quizá quisiera el autor insinuar que también la palabra del Evangelio debe entenderse en función de la cruz y que toda promesa es vana si no se escribe con sangre. Partiendo de aquí habría que considerar si la muerte de Cristo en la cruz no fue una consecuencia necesaria de su predicación de la gracia que perdona. En este caso la muerte sangrienta en la cruz no representaría un hecho aislado, en cierto modo casual y absurdo, sino que estaría indisolublemente ligado con la predicación misma de Jesús42. Sea de ello lo que fuere, no deberíamos contentarnos con respuestas convencionales -ni siquiera de nuestra carta- cuando se trata de explicarnos la muerte de Jesús.

Efecto curioso hace también el hecho de que la carta hable de la conclusión de la alianza del Sinaí con unas fórmulas que recuerdan claramente las palabras de la Cena en Mc 14,24, y en cambio ni aquí ni en ningún otro pasaje de la carta se establezca expresamente la conexión, que habría sido tan obvia, con la celebración de la eucaristía. Esto no debería impedirnos a nosotros pensar también en el banquete del Señor, en el que se conmemora y se gusta esa sangre de la alianza que fue derramada para el perdón de los pecados.
.............
42. Si no, ¿cómo sabríamos que la muerte de Jesús en la cruz era un sacrificio expiatorio por los pecados de la humanidad, si Jesús, durante su vida, no se hubiese interesado por los pecadores y no les hubiese prometido el perdón de Dios.
...............

8. EL SACRIFICIO MEJOR Y ÚNICO (9/23-28).

23 Era, pues, necesario que las figuras de las realidades celestiales fueran purificada con estos procedimientos. Pero los realidades celestiales mismas requieren sacrificios mejores que éstos. 24 Pues no entró Cristo en un santuario de hechura humana, imagen del auténtico, sino en el propio cielo, para aparecer ahora en la presencia de Dios en favor nuestro. «Ni tiene que ofrecerse muchas veces, como el sumo sacerdote, que entra, año tras año, en el lugar santísimo con sangre ajena; 25 pues, en tal caso, habría tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. Pero, en realidad, ha sido ahora, al final de los tiempos, cuando se ha manifestado de una vez para siempre, a fin de abolir el pecado con su propio sacrificio. 27 Y así como para los hombres está establecido el morir una sola vez, y, tras esto, el juicio, 28 así también Cristo, ofrecido una sola vez para quitar los pecados de muchos, aparecerá por segunda vez, sin relación ya con el pecado, a los que lo aguardaban, para darles la salvación.

Según todos los autores del Nuevo Testamento, entre la antigua alianza y la nueva hay una relación de correspondencia querida por Dios. Naturalmente, es sabido que en Cristo se cumplieron las profecías del Antiguo Testamento mejor, más perfectamente y a veces también de distinta manera de como quizá lo habían concebido los mismos profetas. Pero sólo el autor de la carta a los Hebreos redujo como a una fórmula filosófica la relación entre la antigua alianza y la nueva. El esquema alejandrino de lo celestial y arquetípico y de lo terrestre y figurativo le ofreció la posibilidad de determinar exactamente la esencia y el «lugar» de la revelación habida en Cristo. Todos los acontecimientos, bienes e instituciones de la nueva alianza pertenecen a la esfera de las cosas «celestiales», que necesitan ser purificadas por «sacrificios mejores». Aunque el autor -por influencia de los modelos del Antiguo Testamento- usa el plural, sin embargo, sólo piensa en el sacrificio único e irrepetible de Jesús en la cruz. Mediante este sacrificio sangriento, que facilitó el acceso al verdadero lugar santísimo de Dios, fueron purificadas las cosas celestiales, los espacios y objetos cultuales de la nueva alianza o, en otras palabras, fueron puestos en condiciones de honrar a Dios real y eficazmente (cf. 9,4). No debemos perder nunca de vista que nuestra carta no entiende nunca por cosas celestiales sectores lejanos, apocalípticos, sino algo que nos afecta directamente, por ejemplo, nuestra conciencia, que por la sangre de Cristo puede ser purificada del pecado. Así entendió ya san Juan Crisóstomo la aserción chocante a primera vista sobre la purificación de las cosas celestiales: «¿Qué entiende él por cosas celestiales? ¿Acaso el cielo? ¿O los ángeles? Nada de eso, sino lo que es nuestro» (PG 63,12S).

Una nota distintiva del orden celestial y arquetípico es la unicidad e irrepetibilidad del hecho que lo funda, mientras que en el ámbito de lo terrestre y figurativo pueden verificarse una y otra vez los mismos procesos. Del significado del «de una vez para siempre» volverá a hablarse todavía más por extenso en el capítulo 10. Aquí nos limitaremos a llamar la atención acerca de una frase que parece una trivialidad y, sin embargo, tiene profundo sentido en el contexto: «Y así como para los hombres está establecido el morir una sola vez, y, tras esto, el juicio...» (v. 27). Que todos tenemos que morir una vez no es por cierto nada nuevo; pero que este morir nuestro tenga lugar de manera tan única, irrepetible y definitiva como el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz, es cosa que da que pensar. La concordancia en lo formal podía y debía llevar a una asimilación objetiva y material a la muerte de Cristo. Entonces no tenemos ya que temer el juicio, temor que no pueden evitar los que se han desligado de la cruz de Cristo (cf. 10,26-31).