CAPÍTULO 4


3. CRISTO RESCATO A LOS HEREDEROS, CONVIRTIÉNDOLOS EN HIJOS DE DIOS (4,01-20).

La expresión «herederos de la promesa» sugiere a Pablo una nueva imagen. Después de haber comparado la promesa con un testamento (3,l5-18) y la ley con un ayo (3,19-25), emplea ahora la imagen del heredero menor de edad. El heredero, antes de llegar a la mayoría de edad, es semejante a un esclavo. Pero la mayoría de edad llegará. Aplicado a la humanidad, significa lo siguiente: con la venida de Cristo, Hijo de Dios, hemos quedado libres de la ley, hemos llegado a ser hijos de Dios mayores de edad. La época de la esclavitud y de la tutela ha pasado (4,1-7). ¿Cómo es posible que los cristianos quieran retornar a la esclavitud? Pablo se dirige de nuevo personalmente a los gálatas. Ya no pueden dar marcha atrás (4,8-11). Termina dirigiéndose a sus hijos con amor paternal rogándoles que escuchen a su padre, como hacían antes (4,1Z-20). .

Los versículos 1-20 no parecen constituir un argumento de Escritura; éste se reanuda sólo a partir de 4,21ss, pero estos versículos (1,20) están iluminados por el argumento escriturístico anterior 43 y permiten apreciar cuánto apremia al Apóstol mostrar en seguida a los gálatas el significado que tiene para ellos, en su vida concreta, la prueba tomada de la Escritura.

a) Situación de los herederos antes de la venida de Cristo (4/01-03).

1 Volviendo, pues, a lo de antes, digo que, mientras el heredero es un niño, en nada se diferencia de un esclavo, siendo así que es dueño de todo. 2 Sino que está sometido a tutores y administradores hasta la fecha fijada por el padre.

En el versículo precedente (3,29) Pablo había mostrado que los que son de Cristo recibirán la herencia; ahora se esfuerza por mostrar qué significa para ellos la herencia. La imagen que usa para explicarlo procede del derecho civil. No hay que aplicar rigurosamente cada uno de los elementos de la imagen, pero conviene observar que, al aplicarla a la realidad, Pablo la agudiza. Se presupone un heredero cuyo padre ha muerto. Esto no se dice expresamente porque este rasgo de la parábola no tiene correspondencia en la realidad a la que se aplica. Lo que le interesa al Apóstol es sobre todo la minoría de edad del niño, que transforma su existencia en una especie de esclavitud. Está, además, el hecho importante de que este período de minoría de edad termina en la fecha que el padre ha fijado para que el hijo pase a poder disponer plenamente de la herencia.

Aún hay un tercer elemento que parece recalcarse con especial insistencia. Del niño que aún no posee la facultad de disponer de la herencia dice el Apóstol que es dueño de todo. Esto significa en primer lugar que el hijo menor de edad es propietario en sentido pleno. Si tenemos en cuenta la realidad que se quiere explicar con esta comparación, aparece claro que los tutores y administradores personifican los «elementos del mundo» (cf. 4,3). Éstos han mantenido a los hombres en una esclavitud que no corresponde a la voluntad creadora de Dios, ya que el Creador ha dado al hombre dominio sobre las cosas del mundo (Gén 1,28). El salmista dice: «Le has cedido (al hombre) dominio sobre las obras de tus manos. Todo bajo sus pies lo has sometido» (Sal 8,7s). Los elementos y la ley del mundo no están ahí para esclavizar a los hombres. Incluso el sábado, como dice Jesús, es para los hombres (Mc 2,27).
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46. «Es cierto que en la perícopa 4,1-20 no aparece ninguna cita de la Escritura, pero la Escritura se trans- parenta en ella con tal vigor que sin esa fuente de luz y de fuerza todo parecería obscuro y vacilante» (K. L. SCHMIDT).
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3 De la misma manera nosotros, cuando éramos niños, estábamos esclavizados bajo los elementos del mundo.

Como vimos, la descripción de la imagen estaba encaminada ya a su aplicación. Pablo la aplica a los herederos de la promesa. En el «nosotros» están incluidos Pablo y los gálatas, los judeocristianos y los etnicocristianos. Puesto que se dirige a los etnicocristianos de Galacia, el Apóstol insiste especialmente en su antiguo esclavizador: los elementos del mundo. Pero lo mismo podría decir el judeocristiano de la ley, que le impedía obrar libremente. Los elementos del mundo sometían a los hombres a una ley (cf. 4,9ss). Y viceversa: el servicio a la ley del judío era un servicio a «este mundo malvado» del que Cristo nos ha librado (1,4).

¿Qué son esos elementos del mundo? Este término (stoikheia tou kosmou) designa, en primer lugar, los elementos del mundo, pero aquí se refiere a los espíritus elementales que, según la concepción de los círculos gentiles, representaban las fuerzas elementales del mundo, sobre todo los astros. Se les compara con seres personales, con tutores y administradores (4,2), que, en los tiempos anteriores al cristianismo, mantenían a los gálatas bajo el yugo de la esclavitud. Exigían la observancia de «días, lunas nuevas, festividades y años» 47. Los gálatas les sirvieron como a dioses sin que Io fueran en realidad (4,8). Son, más bien, «impotentes y pobres» (4,9). No son nada, igual que, según el juicio de la Biblia, los dioses de los gentiles. Pero los hombres querían asegurar su vida sirviendo a estos «elementos». Esta forma de proceder de los gentiles es un servicio a la ley, igual que la forma de proceder de los judíos, que querían alcanzar la justificación mediante la práctica de la ley. Judíos y gentiles, antes de la «plenitud de los tiempos», estaban sometidos a la ley (4,4ss), eran menores de edad y estaban esclavizados.
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47. Cf. Col 2,16. Sobre el tema de los «elementos del mundo» debe verse, sobre todo, Col 2,8-22.
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b) Cristo rescató a los herederos (4/04-05).

4 Pero cuando llegó la plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, ...

El tiempo de la tutela, que era para los hombres como una esclavitud, debía terminar por voluntad de Dios en un momento concreto, que estaba prefijado. La fecha señalada tenía que llegar. Con el correr de los años se cumplió el plazo establecido y el tiempo de este mundo llegó a su fin. Ha llegado el tiempo del Mesías, que libera de la ley a los hombres y los coloca en la situación privilegiada de Hijos de Dios.

En la fecha señalada, Dios envió a su Hijo. En el mismo instante en que, por voluntad de Dios, llegó esa fecha, fue enviado el Hijo. El tiempo y el mundo mesiánicos acabaron con este tiempo y con el mundo actual. Al enviar a su Hijo, Dios da inicio al eón futuro. El texto griego dice literalmente que Dios «envió desde sí» a su Hijo. El Hijo, pues, estaba junto a Dios y tenía existencia divina antes de ser enviado 48. Fue enviado al mundo como legado plenipotenciario de Dios.

Nació de una mujer. No se limitó a aparecer en la tierra, a hacerse visible como una aparición celestial. Se hizo realmente hombre como nosotros. Juan expresa esto aún más gráficamente para evitar cualquier espiritualización del aspecto humano de la persona de Cristo: «El Logos se hizo carne» (/Jn/01/14). Pablo describe la encarnación como nacimiento de mujer. Lo que pretende con esto no es tanto insistir en el hecho de que Jesús, por intervención del Espíritu Santo, se hizo hombre en el seno de la Virgen María cuanto poner de relieve la bajeza y humanidad del hombre Jesús. Jesús se solidarizó con nosotros para liberarnos. «Por vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros por su pobreza os hagáis ricos» (2Cor 8,9).

E1 Hijo de Dios estaba sometido a la ley. No sólo compartió con los hombres la naturaleza humana, sino incluso la situación histórica. Fue colocado bajo la misma ley que los hombres. Aunque era Hijo de Dios al ser enviado pasó a ser súbdito de la ley. Lo que hizo posible la liberación de los que eran esclavos fue el hecho de que el Hijo de Dios se hiciera igual a ellos en todo, excepto el pecado.
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48. Sobre la preexistencia de Cristo, cf. Rm 1,3s; 8,3.29.32; 1Co 8,6; 2Co 8,9; Flp 2,6-8; Col 1,15-18.
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... 5 para que liberase a los que estaban bajo la ley, y así pudiéramos recibir la adopción filial.

El objetivo de la misión del Hijo de Dios y de su solidaridad con los hombres es rescatar a la humanidad de la ley y, en último término, introducirla en la filiación divina. La obra del Hijo debía ser, pues, una obra de liberación. Todos los hombres estaban bajo el yugo de «tutores y administradores», igual que los judíos estaban bajo el yugo de la ley del Sinaí. Dios los ha rescatado. Son libres.

Más aún. Gracias a la misión de Cristo, Dios va a adoptarlos como hijos. Dios inmensamente rico va a adoptar a hombres pobres. Ser adoptado por una persona rica era, en la antigüedad, un honor altísimo, digno de todos los esfuerzos; ¡cuánto más ser adoptado por Dios!

Los versículos 4,1-3 hacían esperar que el discurso de Pablo desembocase en la mayoría de edad de los hombres, pero Pablo sabe que la realidad no coincide, en todos sus aspectos, con la imagen del heredero menor de edad. No somos hijos de Dios por naturaleza, como el Hijo de Dios. Recibimos la filiación por un acto gracioso de la voluntad de Dios. Nuestra situación de hijos la debemos únicamente a su gracia.

c) Los hijos de Dios recibieron el Espíritu (4/06-07).

6 Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba! ¡Padre!»

Pablo vuelve a dirigirse a los destinatarios de su carta personalmente; antes (v. 5: «pudiéramos»), se refería a los cristianos, a sí mismo y a los gálatas. La forma «sois» pasa al singular en el versículo siguiente (4,7).

La adopción filial constituye el motivo por el que Dios nos comunicó el Espíritu de su Hijo. El final de los tiempos no sólo trajo consigo la misión del Hijo al mundo; a aquellos que son hijos de Dios por la fe (3 26) les trajo también el bien prometido: han recibido el don escatológico del Espíritu. Así, la bendición de Abraham ha llegado incluso a los gentiles (3,14).

Dios envió el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones. No sólo, pues, hemos sido colocados en la situación privilegiada de hijos de Dios, sino que en lo más íntimo de nuestro ser, en nuestro corazón, estamos poseídos por el Espíritu de Jesucristo. Y su Espíritu es «Espíritu de filiación» (Rom 8,14ss); él es quien nos da la actitud que conviene al hijo frente al padre: la obediencia llena de fe. Este Espíritu viene en auxilio de nuestra debilidad (Rom 8,26). Transforma nuestro interior, da al hombre un corazón nuevo y un nuevo espíritu 49. Cuando Pablo recuerda esta nueva forma de existir, hace al mismo tiempo una llamada apremiante a todos los lectores para que pongan en práctica, en obediencia de fe, esta actitud filial.

El Espíritu clama al Padre: Abba!, ¡Padre! Se ha apoderado de nosotros con tanta fuerza que ya no es nuestro yo quien ora al Padre, sino el Espíritu del Hijo de Dios. Más tarde, Pablo dirá que nosotros clamamos «en» ese Espíritu: «Abba!, ¡Padre!» (/Rm/08/15). Es la fuerza creadora divina la que nos hace capaces de orar filialmente. Pablo no renuncia a la forma aramea del nombre de padre, tal como la usó Jesús dirigiéndose a su Padre (Mc 14,36). Es una fórmula íntima que corresponde más o menos a nuestro «papá». Así se dirigían los hijos a sus padres. Ningún judío se hubiera atrevido a dirigirse así a Dios. Sólo Cristo, como Hijo de Dios, pudo atreverse a dirigirse a Dios sin rodeos, como padre. Al hacerlo, no olvida que Dios es nuestro padre en los cielos (Mt 6,9).
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49. Cf. Ez 36,26s; también Jr 31,33; Sal 51,12.
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7 Así que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.

El clamor del Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones hace patente que ya no somos esclavos, sino hijos, pues el Espíritu testifica «que somos hijos de Dios» (Rom 8,16). Pablo usa la segunda persona del singular para que todos, individualmente, caigamos en la cuenta. En la filiación de cada individuo ha alcanzado la misión de Dios su objetivo último. Gracias a la misión de Cristo todos estamos capacitados fundamentalmente para pasar a ocupar el lugar de hijos de Dios (4,4s). Por la infusión del Espíritu de Cristo en los corazones de los fieles, los «bautizados en Cristo», los verdaderos hijos de Dios (cf. 3,26-28), cada individuo en concreto llega a adquirir conciencia de su filiación divina. Ahora su tarea consiste en vivir lo que es, en mostrarse, a lo largo de su vida, como hijo de Dios: «los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom 8,14). El niño se abandona con fe a la guía del padre, le mira con espíritu de filiación, no con miedo servil. Quien es hijo es también heredero. Quien por Cristo y por su Espíritu ha llegado a ser hijo de Dios es también heredero de la promesa. Ya no es esclavo, sino hijo que tiene derecho a la herencia. Ya no es un menor de edad sometido a un tutor, porque el tiempo se ha cumplido y la herencia está en su mano.

Es sólo Dios, su inclinación graciosa, quien nos da la herencia, no el obrar humano realizado como prestación. «En Cristo» tenemos asegurada la herencia. «Siendo hijos, somos también herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, con tal, no obstante, que padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados» (Rm 8,17). Al final de los tiempos, Dios revelará la gloria de su Hijo ante todo el mundo.

d) ¡No retornéis a la antigua esclavitud! (4/08-11).

8 Ahora bien, en otro tiempo, no conocíais a Dios, y erais esclavos de dioses que no Io son en realidad.

Antes, cuando eran gentiles, los gálatas no conocían a Dios en su verdadero ser. Servían a dioses que se presentaban ante ellos con exigencias; les servían esperando alcanzar seguridad para su vida. Andaban esclavizados.

Servían a seres que no eran lo que aparentaban ni aquello porque se les tenía. En realidad, no eran dioses. Pablo piensa de nuevo en las fuerzas naturales, en los elementos del mundo, a los que los paganos honraban como a dioses. Ésta es, para el Apóstol, la esencia del error pagano: que «habían colocado la mentira en el lugar de la verdad de Dios, dando culto y sirviendo a las criaturas en lugar de adorar al Creador» (Rm 1,25). Quien no conoce al Dios creador en su divina omnipotencia no tiene más remedio que temer las poderosas leyes del mundo, los fenómenos naturales, el destino ciego. Pasa a ser esclavo de la naturaleza y de sus leyes. Se somete con temor a sus leyes para escapar a la ira de los dioses.

9 Pero ahora lo conocéis, o mejor, Dios os conoce a vosotros. ¿Cómo, pues, volvéis de nuevo a los elementos -impotentes y pobres- a los que de nuevo, como entonces, queréis esclavizaros?

Al «en otro tiempo» (v. 8) se opone el «ahora». Desde que la fe llegó al mundo (3,23), desde que los gálatas creyeron por la predicación del Apóstol, las tinieblas del desconocimiento de Dios y la esclavitud a los elementos naturales se han disipado. Los gálatas han conocido a Dios, le conocen actualmente. No se puede dar marcha atrás en un conocimiento, pero se le puede ignorar prácticamente, pasarlo por alto. Esto significaría recaer en la antigua esclavitud. Pero una cosa semejante -a eso tiende la pregunta exhortación del Apóstol- no la harán los gálatas sabiendo lo que saben. Han experimentado en sí mismos el paso de la esclavitud de «otro tiempo» a la libertad de los hijos de Dios, en la que «ahora» pueden vivir. Pablo descarta inmediatamente la idea de que el conocimiento de Dios dependa de los hombres. El conocimiento de Dios no es una obra humana. Hemos sido conocidos por Dios. Sin él, que eligió a los gálatas creyentes y que se manifestó a sí mismo en la predicación apostólica, el paso a la libertad de los hijos de Dios no se hubiera producido. Tal vez esta indicación es más apta para precaver la recaída de los antiguos gentiles que la alegría que experimentan por el nuevo conocimiento de Dios que han adquirido, pues saber que Dios nos ha conocido, elegido y amado hace ver el contraste entre la protección de que goza el creyente y la angustia existencial del gentil.

Quien ha conocido a Dios, no puede volver de nuevo a los elementos, impotentes y pobres. Quien sabe que ha sido conocido por Dios no puede querer escapar a esta elección. No puede querer volver a buscar refugio en los elementos naturales. Por fuertes e imponentes que sean esos elementos, son impotentes y pobres comparados con Dios. No pueden, en modo alguno, prestar la ayuda que de ellos se espera.

Volver a servir a los elementos sería volver a la esclavitud. ¿Quién puede ser tan irreflexivo que quiera cambiar la adopción y la filiación de Dios por Ia esclavitud? La nueva esclavitud sería peor que la antigua, pues habiendo sido hijo recordaría con dolor y con amargura su situación anterior.

10 ¡Observáis días, meses, estaciones y años!

La esclavitud de después de la recaída consistiría en el esfuerzo que el hombre realizaría, con pánico propio de esclavo y con dolorosa escrupulosidad, por adaptarse a las exigencias de los elementos naturales. Pablo menciona aquí las exigencias que son comunes a la gentilidad y al judaísmo. Puede hacerlo, porque los innovadores judeocristianos exigían a los gálatas que cumpliesen algunos preceptos de la ley judía, tales como la exacta observancia de las fiestas, junto con el consiguiente respeto a los cuerpos celestes 50. En este aspecto, el judaísmo coincidía parcialmente con la religiosidad pagana. Por eso, porque ambos caminos son igualmente equivocados Pablo puede describir la sumisión a la ley exigida por los judeocristianos, celadores de la ley, como una recaída en la esclavitud a la naturaleza. Ambas ponen las prestaciones humanas como algo necesario para la salvación, frente a las exigencias divinas. Tanto el camino pagano como el judío son caminos de la ley. La religiosidad pagana aparece como una esclavitud bajo la ley. Por esa misma razón el camino judío de la ley es, en el fondo, un servicio a la naturaleza. ¿Quién quiere cambiar la libertad que tenemos en la fe por esa esclavitud? El creyente está para siempre y por completo al servicio de Dios, no sólo en determinados días consagrados a él.
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50. Es cierto que los judíos sabían, por Gén 1,4, que las luminarias del cielo tienen una función que cumplir y que no son, por tanto dioses, como creía el paganismo; sirven a los hombres como «signos para las fiestas, los días y los años». Pero, debido al respeto pavoroso con que el judaísmo observaba los términos, estaba tan esclavizado a la ley como los paganos. Citemos a este propósito dos documentos: según el Libro de los jubileos apostatar de Dios significa abandonar la ley. Dice así: «No observarán la luna nueva, el sábado, las fiestas, los jubileos ni las reglas» (1,14). A los piadosos de la comunidad de Qumrán se les inculca en el canon de la secta: «No pasar por alto ninguna de las palabras de Dios en los períodos establecidos, no cambiar sus tiempos ni retrasarse en ninguno de sus términos» (1,13-15).
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11 De verdad que me hacéis temer que yo haya perdido el tiempo trabajando entre vosotros.

Pablo no puede por menos de manifestar su preocupación. ¿Todo, pues, fue tiempo perdido? Este temor del Apóstol debe servir de amonestación a los gálatas. La idea de que el trabajo misionero del Apóstol puede haber sido inútil debe servirles de revulsivo. Pensaban que siguiendo a los adversarios de Pablo llegaban a una existencia cristiana más plena. Pero no es cierto: siguiendo la ley no profundizan más en su cristianismo, sino que se apartan de aquel que les ha llamado a la gracia (1,6).

El Apóstol no teme por sí mismo; teme por las comunidades. Si los gálatas se rinden a las pretensiones de los agitadores, apostatan de la gracia y se precipitan hacia la perdición. Deben pensar en el trabajo generoso que el Apóstol realizó entre ellos. Esto contribuirá a apartarles de la apostasía inminente.

c) ¡Escuchad al Apóstol (4/12-20).

12 Haceos como yo, ya que yo me he hecho como vosotros; hermanos, por favor os lo pido. A mí no me habéis hecho agravio.

Al recordar la época en que trabajaba personalmente en medio de ellos, las exhortaciones de Pablo se hacen también más personales. Pablo pide por favor a los gálatas. Son sus hermanos; lo son todavía. Deben seguir viviendo en esa comunión fraterna. Esta hermandad en que han vivido debe servirles, a cada uno de ellos, de punto de apoyo.

Pablo no se avergüenza de ponerse a sí mismo como ejemplo. ¡Sed como yo! Él, Pablo, abandonó el camino de las obras de la ley, por el que avanzaba como celoso fariseo. Los gálatas lo saben. El camino del que se preocupa por la ley no es el camino de Jesucristo. El Apóstol sigue el ejemplo de su Señor. Por eso puede escribir a los corintios: «Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo» (ICor 11,1). Hay una razón muy sólida para que los gálatas tomen a pecho la imitación del Apóstol: que él se hizo como ellos. Se hizo sin ley para los sin ley, débil para los débiles; se hizo todo para todos, para salvarles (cf. lCor 9,21s). No fue una mera adaptación calculadora. Fue una auténtica decisión. Abandonó el camino judío de la ley y pasó a ser, a los ojos de los judíos, un renegado, un gentil.

Todo esto lo dice Pablo para que aparezca claramente la comunión fraterna. El agravio personal que los gálatas han hecho al Apóstol no afecta en nada a esta comunión. A él, no le han hecho agravio. No le han herido personalmente. Por eso Pablo no quiere tampoco mostrarse ofendido. Su exhortación no brota de resentimiento, de ira escondida. Es la importancia del asunto la que le lleva a exhortarlos. No es al Apóstol a quien hacen agravio los gálatas cuando prestan oído a los falsos maestros, sino al Evangelio de Dios.

13 Bien sabéis que fue una enfermedad mía la ocasión de evangelizaros la primera vez; 14 y ante esto, que era para vosotros una prueba -mi cuerpo enfermo-, no hicisteis gestos de desprecio ni de horror; sino que me acogisteis como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús.

Para mostrar a los gálatas que hasta ahora no le han hecho ningún agravio expone Pablo las relaciones cordiales que antes le unían con ellos. Recuerda los días en que les predicó el Evangelio por primera vez. Este recuerdo debe impedir que ahora le agravien. Deben tener presente -es fácil que con el correr de los años puedan haberlo olvidado- que recibieron con alegría la buena nueva del Evangelio. ¡Cuán fácilmente se acostumbra el cristiano al gozo del mensaje de Jesús y cuán fácilmente pasa a ser para él algo rutinario! Una enfermedad fue lo que le obligó entonces a detenerse entre ellos. En su segundo viaje misionero no contaba con detenerse en el «país gálata» (Act 16,6). Cuando la enfermedad le obligó a hacer un alto en su camino, aprovechó su estancia para misionar. Aunque su enfermedad representaba una prueba para los gálatas gentiles, no sucumbieron a ella. Para los gentiles la grandeza del mensaje depende de la grandeza del predicador y del empuje con que lo proclama. Pablo no pudo comportarse así. Su «cuerpo enfermo» (literalmente, su «carne»), su aspecto externo, representaba una prueba seria para los oyentes. A pesar de eso, no le despreciaron. No le tomaron por un enfermo poseído por los demonios, al que uno se acerca con repulsión y a quien se escupe. Reconocieron en el mensaje del enfermo el mensaje de salvación y de alegría y le recibieron como un ángel de Dios, no como a un representante de poderes diabólicos. Superaron sus prejuicios paganos.

Sí, en el Apóstol reconocieron al Señor. Le acogieron como a Cristo Jesús. Quien recibe al enviado del Señor, le recibe a él mismo (Mt 10,40). Para aquel que ha comprendido algo de la buena nueva, la debilidad del mensajero de la fe, enfermo, no constituye piedra de escándalo. Al contrario, a través de él puede percibir mejor al Señor, que tomó sobre sí nuestra debilidad.

15 ¿Dónde está aquel venturoso entusiasmo? Pues yo os aseguro que, si hubiera sido posible, os habríais arrancado los ojos para dármelos. 16 Entonces, ¿es que, al ser sincero con vosotros, me he convertido en vuestro enemigo? 17 Su celo por vosotros no es bueno; lo que quieren es separaros, para que los sigáis a ellos.

Con tono cargado de reproches, pregunta Pablo qué ha sido del venturoso entusiasmo de entonces. En el entusiasmo del primer momento los gálatas habrían hecho cualquier cosa por el Apóstol de Cristo. Le habrían dado lo más valioso de su cuerpo: las niñas de sus ojos. ¿Qué ha sido de la alegre prontitud de entonces?

El hecho de que haya desaparecido aquella cordialidad hace sospechar que los gálatas ven ahora en Pablo a un enemigo. ¿Ha pasado Pablo a ser un enemigo porque les predica la verdad, porque les expone el Evangelio de la libertad de la ley en toda su fuerza y verdad?

No, no es ésa la razón. Los falsos maestros muestran su celo por las comunidades. Pero los gálatas saben que aquéllos son los culpables. Por eso no es necesario que Pablo los mencione nominalmente. Pero su celo no es un celo de Dios; más bien un celo egoísta. Quieren que se les siga a ellos, considerándolos como «supercristianos» que se someten incluso a la ley judía.

Su intención es separar a los gálatas. En su egoísmo, quieren ligárselos totalmente, quieren separarlos de su maestro Pablo, apartarlos de la gracia (1,6s), hacerlos seguidores suyos (cf. 6,13). El predicador de Cristo, al contrario, no busca confirmar su personalidad creándose seguidores personales, sino servir a la salvación de sus oyentes en el Señor Jesús: «No nos proclamamos a nosotros mismos, sino que proclamamos a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2Cor 4,5).

18 Bueno es ser siempre objeto de vuestro celo en lo bueno, y no sólo mientras estoy presente entre vosotros. 19 Hijitos míos, de nuevo siento por vosotros dolores de parto hasta que Cristo sea formado en vosotros; 20 quisiera estar ahí en este momento para adaptar mi lenguaje, pues me tenéis perplejo.

Es bueno ser objeto de celo en lo bueno. Esto es lo que Pablo desea para sí. Deja que los que están libres de la ley le hagan objeto de su celo y desea también experimentar este celo por parte de los gálatas. Cuando estaba entre ellos le llevaban en palmas. Deben seguirle también ahora, aunque no esté entre ellos. A pesar de la distancia, debe aparecer patentemente que dependen de Pablo.

Los gálatas son hijos de Pablo. El Apóstol se dirige a ellos con insistencia paterna y suplicando. Su amor es el amor doloroso de una madre que da a luz a su hijo. Cristo debe ser formado en ellos. Esta es la razón de ser de los nuevos dolores de parto que Pablo sufre por su comunidad. Consisten en que hay que predicarles de nuevo la verdad del Evangelio. Hay que repetir el parto, en cierto modo, pues los gálatas están a punto de caer fuera de la gracia, de separarse de Cristo (5,4). Cuando recibieron el bautismo se revistieron de Cristo (3,27). Se hicieron uno en Cristo (3,28). Por eso ahora Cristo debe ser formado en ellos. Las comunidades deben aparecer ante el mundo como cuerpo de Cristo. Este es el objetivo final de la predicación de Pablo. Por razón de ese objetivo soporta Pablo los dolores, como una madre. Les dice la verdad, por doloroso que sea para él.

Si Pablo pudiera estar ahora en Galacia, su presencia aseguraría el éxito. Si pudiera adaptar su lenguaje, hablar con lenguas de ángeles (cf. ICor 13,1), los gálatas no tendrían más remedio que escucharle. Pero no puede ser; Pablo está a varios cientos de kilómetros de distancia. En su carta ha tocado hasta ahora todos los registros del diálogo humano, desde la severidad hasta el amor materno, pasando por la exhortación insistente. ¿Qué más debe hacer? ¿Qué debe hacer para ganarlos de nuevo?

4. No SOIS HIJOS DE LA ESCLAVA, SINO DE LA LIBRE (4/21-31).

En medio de su perplejidad, Pablo acude de nuevo a la Escritura. Vuelve a argumentar apoyándose en la palabra de Dios. Una reflexión ulterior le ha llevado a esta argumentación complementaria, que saca también de la historia de Abraham. La ley misma da testimonio del carácter transitorio de la ley. Lo que Pablo expone ahora y ofrece a nuestra consideración se encuentra en la ley, en los cinco libros de Moisés entendidos como instrucción divina (torah). Para ser heredero de la promesa no basta, como creen los judíos (cf. Mt 3,9), ser hijo de Abraham. Hay que ser hijo de Abraham como Isaac, no como Ismael: hay que ser hijo de Abraham «en virtud de la promesa», no por generación «según la carne» (4,23). La verdadera filiación de Abraham no se recibe por generación «según la carne», sino por descendencia «según el Espíritu» (4,29). Los cristianos «como Isaac» son «hijos de la promesa» (4,28). A esta idea principal se subordinan otras. Ismael, el hijo de la esclava, se contrapone a Isaac, el hijo de Sara, la libre (4,22). Igual que entonces Ismael persiguió al hijo de la libre, los verdaderos hijos de Abraham, los libres, son perseguidos hoy por aquellos que sólo son hijos según la carne (4,29-30).

a) Los dos hijos de Abraham (4,21-23).

21 Decidme vosotros, los que os empeñáis en estar bajo la ley, ¿es que no comprendéis la ley? 22 Escrito está, en efecto, que Abraham tuvo dos hijos: uno, de la esclava: y otro, de la libre. 23 Ahora bien, el de la esclava fue engendrado según la carne; pero el de la libre, en virtud de la promesa.

Pablo pide a los gálatas una respuesta, como si estuviera presente. La deferencia con que tratan a los adversarios del Apóstol muestra que quieren estar bajo la ley (4,9). Quisieran tomar la ley como camino para conseguir la herencia de Abraham. Pero quien entiende rectamente la ley, que es el núcleo de la Sagrada Escritura judía, no puede querer eso.

Pablo resume lo que el Génesis dice de los hijos del patriarca (Gén 16,15; 21,1-21), mostrando que la Escritura habla de dos hijos de Abraham, que se distinguen esencialmente por su origen. Uno, Ismael, es hijo de Agar, la esclava que Abraham había tomado como concubina; el otro es Isaac, el hijo de Sara, la esposa libre. No sólo las madres de ambos son esencialmente diversas. También la forma en que nacen y viven es fundamentalmente distinta. Ismael fue llamado a la vida por el camino natural de la generación; Isaac, en virtud de la promesa.

No debe su existencia al acontecer natural solamente, sino a la promesa divina 51.
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51. Cf. a este respecto Ge 15,4; 17,16.19.
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b) Agar engendró para esclavitud (4,24-25).

24 El sentido de este relato está más allá de la misma letra: estas mujeres son dos alianzas; una, que partiendo del monte Sinaí, engendra para un estado de esclavitud. Es Agar 25 (pues el monte Sinaí está en Arabia) y corresponde a la Jerusalén actual, que de hecho continúa en estado de esclavitud, juntamente con sus hijos.

Pablo pasa ahora a explicar lo que la Escritura quiere decir al hablar de las dos mujeres y de sus hijos. El Apóstol ve en ello un significado que va más allá de sus personas históricas. La Escritura le habla simbólicamente, en «alegoría»; significa e indica algo más. Las dos mujeres de la historia del Antiguo Testamento son figuras de realidades nuevas del Nuevo Testamento. Se refieren simbólicamente a dos Testamentos que rivalizan entre sí. Son, expresados simbólicamente, dos órdenes distintos decretados por Dios. El de la mujer que dio a luz primero es la alianza del monte Sinaí, la «antigua alianza», desde el punto de vista de la nueva. Esta mujer, que representa la alianza del Sinaí, cuyo contenido esencial era la ley, engendra para un estado de esclavitud. Agar, la esclava, no puede dar a luz un ser libre; tampoco el Testamento que ella significa puede dar a luz hijos libres. Quien está sometido a él vive en esclavitud, en servidumbre.

Pablo expone a continuación las razones por las que Agar simboliza la alianza del Sinaí. El nombre de Agar es, probablemente, de origen árabe. Se la consideraba madre de los ismaelitas, que vivían como nómadas y comerciantes en las estepas situadas a oriente del Jordán y en el norte de Arabia (cf. Gén 21,21). Agar, pues, hace referencia a Arabia, donde se encuentra el monte Sinaí.

Pero el testamento del Sinaí, la antigua alianza, se vive hoy, en tiempos de Pablo, en Jerusalén. El judaísmo está sometido a la esclavitud de la ley del Sinaí. Agar, la esclava que ha engendrado para la esclavitud, pertenece por esencia a la Jerusalén actual. Coincide con ella, puesto que también Jerusalén, con sus hijos, vive en esclavitud.

c) Nosotros somos hijos de la libre (4,26-31).

26 Pero la Jerusalén de arriba es libre; es nuestra madre.

Pablo, sin terminar del todo el paralelo de Sara, pasa al verdadero objetivo de su argumentación: la libre es nuestra madre. No alude expresamente a la idea de que Sara -el nombre significa «princesa»- representa el decreto de Dios que engendra para la libertad, simboliza la nueva alianza que ha comenzado con Cristo y con la llegada de la fe. Esta nueva alianza de la libertad no se asienta en una ciudad terrena.

Su lugar es la Jerusalén de arriba. Para oídos judíos, comparar la ciudad santa del templo de Dios con Agar, que fue rechazada, debe parecer una blasfemia. Pero también en el judaísmo existía la idea de una Jerusalén celestial, opuesta a la Jerusalén de este mundo. La Jerusalén de arriba está en el mundo celestial de Dios. Si, pues, somos hijos de esta ciudad, ciudadanos de ella (Flp 3,20), ya no pertenecemos a la época antigua, sino a la nueva creación que Dios ha llamado a la vida. Nosotros, los cristianos, recibimos de esa Jerusalén celestial nuestra vida y la forma de nuestra vida: la libertad. En la Iglesia es ya actual el mundo nuevo. Como hijos de la libre debemos vivir libres de la ley.

27 Pues está escrito: «Alégrate, estéril, que no pares; rompe en gritos de júbilo, tú que no tienes dolores de parto, pues numerosos son los hijos de la desahuciada, más numerosos aún que los de la que tenía un esposo» (Is 54,1).

Si la frase anterior nos hacía percibir ya el júbilo del Apóstol al referirse a «nuestra madre», la cita de Isaías muestra ahora, con toda evidencia, cuán grande es la alegría que llena a PabIo. Lo que el profeta del exilio de Israel dijo sobre la nueva alianza de gracia se cumple ahora. La mujer estéril debe prorrumpir en gritos de júbilo, porque le ha sido dada una fecundidad infinita.

¿Hasta qué grado puede aplicarse la palabra profética a la Jerusalén de arriba, a la libre Sara? Pablo la entiende como fundamento de la nueva libertad de los cristianos (4,26). En el libro de Isaías se representa a Sión-Jerusalén como una mujer (p. ej. 49,14-21). En tiempo de la cautividad de Babilonia Sión ha sido abandonada por su esposo y está sola. Sión ya no tiene perspectivas de fecundidad. El pueblo parece condenado a perecer. En medio de esta situación desconsoladora de soledad, el profeta alza su voz jubilosa anunciando el retorno del Señor junto a Sión, su «esposa». Jerusalén será bendecida de nuevo con descendencia. También Sara era estéril y estaba desahuciada, pero la intervención maravillosa de Dios hizo de ella madre de un gran pueblo. Mediante la palabra profética sobre Jerusalén, que recuerda a Sara, Dios muestra lo que ha de hacer en su día. Ahora se ha cumplido ya el plazo y Sara, la Jerusalén de arriba, ha sido bendecida con muchedumbre de hijos. La alegría de participar en la gran maravilla obrada por Dios, en la plenitud, ¿hará que los gálatas cambien de idea?

28 Por tanto, vosotros, hermanos, como Isaac sois hijos de la promesa.

Pablo llega al final de su argumento escriturístico. Una exclamación de alegría ha interrumpido el hilo de su discurso. Si la Jerusalén de arriba, la libre, es nuestra madre, los gálatas, a quienes el Apóstol vuelve a dirigirse directamente, son hijos de la promesa, como Isaac. No suspirarán, pues, por la esclavitud, encarnada en Agar y su hijo.

29 Pero como entonces el engendrado según la carne perseguía al engendrado según el Espíritu, así también ahora. 30 Mas ¿qué dice la Escritura? «Echa a la esclava y a su hijo; pues el hijo de la esclava no participará de la herencia con el hijo de la libre.»

Como si quisiera salir al paso a una objeción, Pablo añade un punto más a su argumento. Habla de cómo Isaac era perseguido por Ismael, cuando -así entendía el judaísmo la indicación de Gén 21,9- jugueteaba con el hijo de Sara, la libre. El hijo engendrado «según la carne» perseguía a su hermano, nacido «según el Espíritu», como a un rival. Pablo no se refiere ahora a Isaac llamándole hijo engendrado «en virtud de la promesa»; elige la expresi6n (engendrado) «según el Espíritu». Está aplicando ya a la situación actual lo que sucedió entonces. Por el Espíritu de Dios, son los cristianos hijos de Dios y de la Jerusalén celestial. Lo que sucedió entre Ismael e Isaac continúa sucediendo en tiempos del Apóstol. Los hijos de la Jerusalén terrena, de la esclavizada bajo la ley, persiguen a los hijos de la Jerusalén de arriba, la Iglesia. Externamente pueden parecer más fuertes que los hijos de la libre, y esto constituye una tentaci6n para los gálatas, pero, en realidad, la persecución demuestra ya que los herederos de la promesa son los hijos libres.

Esto lo confirma la Escritura. Dios no quiere que haya dos herederos, pues la herencia sólo puede corresponder a uno. La orden que da Sara de expulsar a la sierva está de acuerdo con la voluntad de Dios (Gén 21,12). El judaísmo legal no puede heredar lo que Dios ha prometido. Igual sucederá a todos aquellos que han recibido o viven su vida «según la carne». Nótese que la intimación a expulsar a la sierva no se dirige a los gálatas. No se les conmina a expulsar de la comunidad de Dios a los perseguidores; el Apóstol no alude a ellos, ni siquiera indirectamente. Tampoco en la cita recae esa intimación sobre Sara o Isaac, que son figuras de los hijos libres. Los gálatas deben tener confianza, a pesar de la persecución de que la sinagoga hace objeto a la Iglesia, pues la herencia, por voluntad de Dios, pertenece a los perseguidos.

31 En una palabra, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre.

Pablo pone por segunda y última vez punto final a su argumento escriturístico. Apela de nuevo a la comunión que existe entre él y los gálatas. Se dirige a sus hermanos usando la primera persona: nosotros. Si piensan en que han sido engendrados espiritualmente, querrán vivir la nueva vida «según el Espíritu». No querrán edificar sobre la carne.

No somos hijos de una esclava. Los cristianos somos hijos de la libre. Esta es la consecuencia de la alegoría de Agar y Sara. Puesto que los rasgos de la figura alegórica de Isaac convienen a los escritos, ellos son los verdaderos hijos de Abraham, los herederos de la promesa, los hijos de la libre. Han recibido su nueva existencia «en virtud de la promesa», en virtud del Espíritu de Dios. Por eso están libres de la carga de la ley.