CAPÍTULO 3


Parte cuarta

FRENTE A LOS FALSOS MAESTROS 3,1b-4,1

En este pasaje de la carta comienza algo nuevo. Oímos hablar de falsos maestros, de perturbadores de la alegría, de adversarios, que se han introducido en la comunidad desde fuera. La unidad y la fe de la cristiandad de Filipos están amenazadas. Con acerada pluma sale el Apóstol al paso de estas gentes, acerca de los cuales resulta difícil determinar su procedencia, sus intenciones y metas verdaderas. Parece que el resorte de su actividad era un rebosante entusiasmo de perfección. Se vanagloriaban sin duda de poseer la perfección, o cuando menos de estar en el camino seguro hacia ella, de modo que se sentían como poseídos por la idea de que ya nada les podía ocurrir. Pero la salvación no es nunca algo disponible. Pablo lo pone en evidencia con absoluta claridad.

Dado que la situación de la comunidad de Filipos aquí presupuesta parece ser diferente de la de los capítulos 1 y 2 de nuestra carta, algunos comentaristas admiten que el capítulo 3 presenta una carta nueva e independiente del Apóstol a los filipenses, que Pablo les habría remitido en una fecha posterior y que, a finales del siglo I, habría sido unida a la primera en una sola redacción. No es necesario discutir aquí este problema. Basta con que tengamos en cuenta el carácter de unidad cerrada en sí de esta sección.

1. NO OS DEJÉIS ENGAÑAR (3/01b-06).

1b Escribiros siempre las mismas cosas, para mí no resulta enojoso, y a vosotros os dará seguridad. 2 ¡Guardaos de los perros: guardaos de los malos obreros; guardaos de la falsa circuncisión! 3 Pues nosotros somos la circuncisión, los que practicamos el culto según el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, y no ponemos nuestra confianza en la carne, 4 aunque yo pudiera poner confianza también en la carne. Si algún otro cree tener razones para confiar en la carne, yo mucho más. 5 Circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo, hijo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; 6 en cuanto a celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia que hay en la ley, tenido por irreprensible.

Ya desde muy pronto el Apóstol se había visto precisado, en casi todas sus comunidades, en Corinto, en Galacia y ahora también en Filipos, a luchar contra gentes, contra falsos misioneros, que le seguían los pasos y anunciaban un Evangelio diferente del suyo. Para las comunidades esto significaba peligro e inseguridad, y para Pablo, una amenaza contra la obra de su vida. Hace todo cuanto está en su mano para mantener la recta fe en Cristo, el recto Evangelio. Es difícil determinar si lo consiguió enteramente en el decurso de su vida. Probablemente no. Pero, si a pesar de todo, en una época posterior la autoridad del Apóstol logró imponerse y con ella su Evangelio, queda confirmada la experiencia vigente desde entonces en la Iglesia de que las conmociones, crisis y luchas, convulsiones febriles son necesarias para que el Evangelio se imponga en su forma auténtica, se consolide y se extienda. El paso del Evangelio desde el mundo judío siropalestinense al mundo griego ponía en contacto dos espacios vitales diferentes. Los conflictos eran inevitables.

Raras veces es Pablo sarcástico. Llama a ciertas gentes perros, malos obreros, falsos circuncidados. Entonces, como hoy, «perro» era un epíteto injurioso. En el ámbito judío se aplicaba muchas veces al renegado, al hereje, al infiel. También aquí se le da este sentido. Su postura, sus esfuerzos, sus trabajos misionales son baldíos, nocivos, destructivos. Con la circuncisión, Pablo sólo puede aludir a prerrogativas judías, de las que estos tales se gloriaban, y que propagaban, o defendían al menos, como señal de salvación.

Para Pablo, el pueblo de Dios de la antigua alianza ha sido rechazado. Ha nacido un nuevo pueblo. Si se pregunta dónde se ha quedado el orden antiguo, si se busca al heredero que ocupa el puesto del pueblo del pasado, el Apóstol responde: «Nosotros somos la circuncisión» (1). El factor decisivo y determinante es, ahora, el Espíritu, que se hace eficaz y activo por Jesucristo. El Espíritu ha hecho posible un servicio nuevo, realizado en la fe en Cristo. El Espíritu es el reverso de la carne. Ésta se refiere al mundo y concretamente al mundo como autoseguridad, a la tentativa de alcanzar en él autonomía y salvación. Pero de este modo el hombre se ve arrojado a sí mismo y remitido a la precariedad de su propia confianza. Confianza y gloria son cosas íntimamente unidas. Dan seguridad o intentan, al menos, persuadir a ello. Hay una confianza y una gloria falsa y otra auténtica; sólo en Cristo alcanzan ambas su justificación.

Pablo comienza a medirse con sus adversarios. Los frentes quedan claramente delimitados. La intención, con todo, de esta controversia no se centra en modo alguno en demostrar que el Apóstol goza de más altas prerrogativas que aquéllos. Más bien los filipenses deben aprender, también en la ocasión presente, de su Apóstol, a tomar la decisión exacta frente al peligro. Pues aquello que sus enemigos alaban como prerrogativas, también lo tiene Pablo. Deben comenzar por reconocer este hecho. La mirada se hunde en el pasado, que, para el Apóstol, es un pasado judío. Ha crecido dentro de una familia y en una casa paterna judía ortodoxa que -de acuerdo con el mandamiento de la ley- hizo circuncidar al niño al octavo día (2). Su patria está en la diáspora, en Tarso de Cilicia (3). Con todo, no es algo evidente de por sí mismo que los judíos vivieran fieles a la fe y a las costumbres recibidas de sus mayores. El nombre hebreo que tiene Pablo y que tienen sus padres testifica que se mantuvieron leales al judaísmo. De hecho, en la diáspora el nombre hebreo era un distintivo preciado para aquellos judíos que practicaban en su vida diaria las costumbres palestinojudías de la patria y que cultivaban la lengua hebrea materna. De la tribu de Benjamín fue también el rey Saúl, nombre que impusieron al Apóstol sus padres.

Todo aquello que los padres procuraron despertar y fomentar en el niño fue llevado adelante, intensificado y radicalizado por el Pablo adolescente y adulto. Se hizo fariseo, y se adhirió a un partido religioso judío que se atenía rigurosamente a la ley (4). Fue apasionado perseguidor de la Iglesia (5). Conoció con toda agudeza la esencia de lo cristiano, como una fuerza que encerraba en su seno la derrota de los valores judíos, y por eso se opuso enérgicamente a su desarrollo, todavía dentro del judaísmo. Sólo a desgana habla el futuro Apóstol de esta etapa de su vida que, a buen seguro, se le había echado en cara más de una vez en la comunidad. Pero precisamente así aparece indiscutible y clara la pureza y la genuinidad de su judaísmo anterior y puede pronunciar unas palabras documentadas y nada sospechosas sobre las relaciones y los límites entre judaísmo y cristianismo, tal como hace ahora.
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1. La espiritualización de la circuncisión que sirve de base a este pasaje se encuentra también en Rm 2,25-29; Col 2,11.
2. Cf. Gén 17,12; «A los ocho días sera circuncidado entre vosotros todo varón de generación en generación, tanto el nacido en casa como el comprado por dinero a cualquier extraño que no sea de tu raza.» Lo mismo en Lev 12,3.
3. Cf. Act 21,39; 22,3.
4. Cf. Act 23,6.
5. Cf. 1Co 15,9; Ga 1,13.23.
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2. EL CAMBIO EN LA VIDA DEL APÓSTOL (3/07-11).

7 Pero todas estas cosas, que eran para mí ganancias, las he estimado como pérdidas a causa del Cristo. 8 Pero aún más: incluso todas las demás cosas las considero como pérdida a causa de la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien me dejé despojar de todo, y todo lo tengo por basura, a fin de ganar a Cristo, 9 y ser hallado en él, no reteniendo una justicia mía -la que proviene de la ley-, sino la justicia por la fe en Cristo, la que proviene de Dios a base de la fe: 10 para conocer a él, la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos, hasta configurarme con su muerte, 11 por si de alguna manera consigo llegar a la resurrección de entre los muertos.

Su vida anterior en el judaísmo fue sincera. Sobre esto nadie puede abrigar dudas. Pero ahora esta vida está orientada en otro sentido. El cambio está marcado por una frase: a causa de Cristo. Es una frase importante. La esperanza del judaísmo se orientaba al Mesías futuro. En él se cumpliría la promesa de liberación total de Israel. Ésta era también la esperanza del judío Pablo. Pero reconoció que la promesa se había hecho ya realidad en Jesús, a quien confesaba la comunidad cristiana por él perseguida. El término «Cristo» retiene aquí todavía su sentido pleno y no se ha fijado aún como nombre personal. Ciertamente, la realidad parecía ser distinta de la esperanza. Israel quedaba excluido de la fe en el Cristo, la mayoría de ellos rechazaron el evangelio. El nuevo pueblo de Dios estaba formado por gentiles. El antiguo judío Pablo sentía un dolor sincero ante esta senda de Israel: «Digo la verdad en Cristo, no miento... siento gran tristeza y profundo dolor incesante en mi corazón. Hasta desearía yo mismo ser anatema, ser separado de Cristo en bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne. Ellos son israelitas...» (Rom 1,9-14). El cambio del Apóstol fue debido a su experiencia de Damasco. Es absolutamente indudable que en este pasaje se refiere a aquel acontecimiento. Fue una gracia; fue vencido por Cristo (1). Con todo, aquí habla como si se hubiera tratado de una decisión personal, que reviste incluso de las categorías comerciales de pérdida y ganancia, como si hubiera hecho un cálculo. Frente a la amenaza que se cierne sobre los filipenses, le interesa señalar a la comunidad con su ejemplo la decisión y el camino únicos que pueden llevar a Cristo. Rebajas, compromisos, aunque fueran en lo suplementario, quedan descartados. Serían una traición.

Si comenzar a caminar por la senda del cristianismo fue en Pablo gracia absoluta, no por eso se excluía ya la decisión, la determinación, la acción, la respuesta personal. La gracia quiere actuar, prolongarse en el interior de la vida humana. Para ello necesita la colaboración. El principio ya puesto debe ser mantenido, continuado, realizado. Pablo dio una respuesta afirmativa y la pronunciaba cada vez con mayor firmeza. Lo que consideraba como pérdida, sigue siendo pérdida también ahora, y más aún: basura, excremento, inmundicia.

Hay pasajes en sus cartas que nos resultan decididamente enigmáticos. ¿Cómo es posible que alguien pueda juzgar con tales palabras su propio pasado, todo cuanto antes significaba algo para él, ganancia, tradición gloriosa, santa tradición de los pobres? Pablo no está dispuesto a ningún compromiso. Ha sonado la hora de la separación entre lo cristiano y lo judío. Ha sido preciso este rigor, para tener una visión clara de los límites. Sólo una cosa cuenta ahora: la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. Para la sensibilidad bíblica el conocimiento no es en modo alguno puramente teórico, un proceso intelectual, un asentimiento de la razón. Abraza y alcanza siempre todas las fuerzas del hombre, es personal. Por eso puede hablar Pablo del conocimiento de su Señor. Este conocimiento personal, total, existencial, le fue concedido en Damasco.

El Apóstol sacó las consecuencias: renunció a todo, a todo cuanto significaba algo para él, y está poseído desde entonces por el deseo de ganar a Cristo. El cumplimiento de este deseo mantiene la tensión de la espera hasta el día futuro. Pues sólo entonces se manifestará si uno se halla en verdad en Cristo, si es cristiano, si lo ha sido o no.

Al rechazar y contraponerse a lo judío, desempeña en los escritos del Apóstol un papel eminente la antinomia entre ley y fe. ¿Es la ley la que lleva a la salvación, o la fe? Teológicamente formulada la alternativa equivale a preguntar: ¿soy justificado ante Dios por la ley o por la fe? La problemática, aquí solamente insinuada, se desarrolla con mayor amplitud en las cartas a los Romanos y a los Gálatas (2). Pero Pablo no renuncia a mencionarla de pasada también en su polémica con la herejía filipense.

Ley y observación de la ley conducen a la justificación por las propias obras, que permite al hombre adoptar una postura reclamatoria ante Dios y referirse a su «propia» justificación. Y aquí ve el Apóstol el pecado radical del hombre, en que éste se desligue de Dios, se apoye en sí mismo, estribe en sí y crea poder justificarse y acreditarse. Se reconoce así el papel de la ley en toda su penosidad y ambivalencia, pero también con una meta y una finalidad querida por Dios. Pablo arranca con energía de la mano del hombre la ley como medio de afirmación de sí mismo ante Dios, al aludir a que sólo procede de Dios aquella justificación que viene por la fe en Cristo. La otra es egoísta, es justificación propia. La justificación, la acción salvadora, sólo puede provenir de Dios, es, en sentido absoluto, gracia (3). La voluntad de afirmarse a sí mismo que tiene el hombre debe destruirse. Aquel que se considera totalmente referido a la gracia, este tal es capaz de la fe.

El conocimiento de Cristo como conocimiento personal se centra en primer término en su resurrección y muerte, en su pasión. Incluye la disposición a renunciar a sí mismo, la disposición al sufrimiento, a la vergüenza, sobre todo cuando advienen por causa de la fe, en el seguimiento de Cristo. Entonces se asemeja el cristiano a su Cristo. A esto le ha orientado el bautismo. «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos sumergidos por el bautismo en Cristo Jesús, fue en su muerte donde fuimos sumergidos?» (Rom 6,3). La configuración con Cristo, como proceso continuamente en marcha, la asimilación a Cristo es la ley vital del creyente. En esta tarea puede experimentar la fuerza vital del Señor resucitado como un poder transformador: perdón de los pecados, donación de gracia, liberación de la angustia de la muerte.

Los adversarios parecen tener otra opinión sobre este punto. La figura doliente del Apóstol era para ellos un escándalo. Se negaban a la comunión de sufrimientos, pero afirmaban el poder de la resurrección. Se creían vanamente a seguro en su visión unilateral. Para ellos no sólo se había iniciado ya el futuro de la nueva vida -en lo que Pablo estaba de acuerdo-, sino que se hallaba ya presente y perfectamente cumplido.
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1. Cf. Ga 1,12 17.
2. Rm 1-8; Gá 2,15-5,26.
3. Sobre la «justicia de Dios» como principio estructural de la doctrina paulina de la justificación, cf. Rm 3,21- 26; 1,17; 10,3; 2Co 5,21
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3. NO SE HA LLEGADO AUN AL TÉRMINO (3/12-16).

12 No digo que ya tenga conseguido mi objetivo o que ya haya llegado al término, sino que sigo corriendo por si logro apoderarme de él, por cuanto Cristo Jesús también se apoderó de mí. 13 Yo, hermanos, todavía no me hago a mí mismo la cuenta de haberlo conseguido ya; sino que sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, 14 corro hacia la meta para ganar el premio al que Dios nos llama arriba en Cristo Jesús. 15 Así pues, todos los que somos ya maduros, debemos tener estas aspiraciones, y si en algo experimentáis otros sentimientos, esto también os lo aclarará Dios. 16 En todo caso, partiendo del punto adonde hayamos llegado, sigamos caminando en la misma línea.

Pablo se aparta con toda claridad de aquella concepción errónea. Él no ha llegado al término, no ha conseguido su objetivo. Pero se sabe en un camino en el que puede desplegar todas sus energías para acercarse al fin. Apenas si es posible imaginarse un cristiano que se haya empeñado en su tarea con más actividad, más decisión y más sacrificio que Pablo. También él tiene que trabajar consigo mismo, negarse, ser paciente, aprender. Pero lo que, considerado desde el exterior, pudiera parecer una actividad de tipo ético, brotaba internamente de muy distintos hontanares. Cristo se había apoderado de él y le había puesto en camino. Aquel a quien Pablo quiere alcanzar era el mismo por quien había sido él alcanzado.

Creer que ya se le ha alcanzado es una opinión necia. La sensación de perfección entrañaba el peligro de adormecer la voluntad moral. La imagen de los atletas de las carreras, tan populares en su tiempo, deben ayudar a esclarecer la situación (Cf. 1Co 9,24-27). Se trata de un premio, que se debe ganar, pero que también se puede perder. Cuando se corre en el estadio, no se piensa en el trayecto ya recorrido, y mucho menos se le ocurre a nadie la idea de abandonarse -por lo ya logrado- a un engañoso delirio de victoria. De este modo, se estaría muy cerca de la derrota. Primero hay que conseguir el laurel. Así es la llamada de Dios al reino celestial. Porque la existencia cristiana surge en virtud de una llamada de Dios, hecha posible por Cristo Jesús. Aquel a quien se habla y tiene voluntad de oír, se convierte en un llamado. Se le coloca bajo la ley de la confirmación. Si se confirma, si da buenas muestras de sí, entonces puede percibir la llamada definitiva divina, con la que Dios llama hacia sí.

Aquellos que se imaginan ser perfectos, deberían meditar este texto. El carácter de peregrinación de la existencia cristiana es, de hecho, una cosa para meditar. Como peregrino (homo viator), condena el cristiano toda suerte de mentira que predica una perfección intramundana, un progreso del espíritu hasta alcanzar el eskhaton. Su tarea no es fácil, ya que es impopular, porque recuerda a los hombres la fragilidad del mundo. Posiblemente las revelaciones y los éxtasis desempeñaron también entre sus adversarios un papel no pequeño. Pablo alude a ello en tono irónico. Allí donde lo religioso se aparta de la verdad, pasan a ocupar el primer plano las cosas raras, los sucesos pseudorreligiosos. El Apóstol es lo bastante sobrio para conocer lo que es necesario. Y esto quiere decir: no volver atrás, no descender de la altura de lo ya conseguido, continuar la carrera por el camino trazado.


4. EL ULTIMO DÍA TRAERÁ LA PERFECCIÓN (3/17-/04/1).

17 Hermanos, seguid todos mi ejemplo y fijaos en los que así caminan, según el modelo que tenéis en nosotros. 18 Pues hay muchos que caminan, de los cuales os hablé muchas veces, y ahora lo digo llorando, como enemigos de la cruz de Cristo; 19 su término es la perdición, su Dios es el vientre y su gloria se funda en sus vergüenzas: son los que ponen sus sentidos en lo terreno. 20 Pero nuestra patria está en los cielos, de la cual aguardamos que venga como salvador el Señor Jesucristo, 21 que transfigurará el cuerpo de esta humilde condición nuestra, conformándolo al cuerpo de su condición gloriosa, según la eficacia de su poder para someter a su dominio todas las cosas. 4,1 Así pues, hermanos míos queridos y añorados, gozo y corona mía, permaneced así firmes en el Señor, queridos.

Las advertencias del Apóstol necesitan aún una regulación positiva, una regla sólida que las empuje camino adelante. La solución que se ofrece es a la par fácil y difícil. El Apóstol se presenta a sí mismo como ejemplo. La idea de la Imitatio Pauli aflora repetidamente en sus cartas; fue, ya al principio del capítulo, el pensamiento rector, cuando se dijo a los filipenses que debían aprender del pasado de Pablo a tomar sus propias decisiones y determinaciones.

Pero la imitación del Apóstol tiene una doble prolongación. En primer lugar, Pablo no es ejemplo en razón de sí mismo, sino que más bien es sólo un transmisor del ejemplo de Cristo. Debe completarse la exposición en el sentido de 1Co 11,1: «Imitadme a mi, como yo imito a Cristo». De esta manera se pone en claro el puesto de intermediario que adopta el Apóstol, el pastor de almas, entre Cristo y la comunidad. El ejemplo ofrecido debe formar parte necesariamente de la palabra predicada. Ambas, la palabra y la persona, se fecundan mutuamente. Ambas pueden ser recibidas sólo en la fe. También para percibir el ejemplo privado de palabra se requiere un corazón abierto.

El otro aspecto de la prolongación alcanza a sus colaboradores y a las comunidades. Todos cuantos se han decidido a entrar dentro de la predicación de Cristo y del ejemplo del Apóstol están, por su parte, llamados a servir de modelo a los demás. Y esto quiere decir mutua edificación, que trae y produce seguridad. Los creyentes están ordenados unos a otros de forma decisiva.

Junto al ejemplo que edifica se da también el ejemplo que destruye. De éste sólo con lágrimas puede hablar Pablo. Los enemigos de la cruz de Cristo no deben buscarse tan sólo entre los infieles, entre aquellos que se niegan a aceptar el Evangelio. Se han abierto paso también entre las propias filas y están empeñados en difundir su propaganda. Los falsos maestros de Filipos se cuentan entre éstos. Y ahora llegamos a conocer también la raíz del error: el escándalo de la cruz. Niegan la cruz lo mismo que rechazan el sufrimiento y la renuncia en su vida propia. Ambas cosas forman una unidad. Se atienen al Cristo glorioso y se envician de perfección.

Ahora bien, el que deja de lado la cruz, pasa también de largo ante el meollo de la predicación paulina y se hace apóstata. A este tal el Apóstol sólo puede anunciarle el juicio, la perdición. Con palabras nacidas de una encendida polémica generalizada, describe la naturaleza de sus adversarios. Lo que estiman gloria, es vergüenza, su sentir es totalmente terreno.

La comunidad cristiana tiene su patria «en el cielo». Esta orientación no quiere desligarlos de sus responsabilidades terrenas, sino sólo hacerles conscientes de que aquí son peregrinos, de que no se pueden mezclar el cielo y la tierra, como pretenden hacer los adversarios. El paso a la perfección está aún por dar. Sólo cuando el Señor Jesucristo aparezca desde el cielo, se alcanzará la perfección. En este contexto se encuentra la palabra soter, salvador, redentor (1).

Sabemos que en el mundo grecorromano se hablaba mucho de salvadores. Pero aquí no se hace referencia a ningún culto salvador, como el imperial por ejemplo. La función salvadora del Kyrios se concentra en el final, en la última acción, con la que quiere llevar la salvación a su plenitud.

En esta vida, nuestro «pobre cuerpo» nos recuerda de vez en cuando, y acaso siempre, que la expansión de nuestras posibilidades vitales es limitada, que la salvación es algo todavía pendiente. La existencia terrena es corpórea. Esto no quiere decir que lo somático, lo corporal, deba ser disuelto de una vez y por siempre en algo psíquico, espiritual, es decir, incorpóreo. Pablo no discurre según las categorías de la antropología helenística cuerpo-espíritu. Y aunque las conociera, hay otra perspectiva más importante para él: la configuración con Cristo, garantizada por la fe. Alcanzará su cumplimiento con la nueva configuración de nuestra existencia total, corpórea y unitaria. El pobre cuerpo debe ser transformado, de acuerdo con el modelo de su cuerpo glorificado. La imagen de Cristo alcanzará su acuñación completa cuando el hombre se haga partícipe de la gloria de su resurrección.

Esta esperanza tiene la fe, que se orienta al poder, a la omnipotencia concedida al Kyrios, Se trata de un poder de salvación. No debemos temblar ante él, sino asirnos y apoyarnos en él. Y así, la vida cristiana está tendida hacia la liberación. Está en tensión entre liberación y liberación, entre la que ya se nos dio en la señal de la cruz -que nos mantiene bajo su ley a lo largo de nuestra senda terrenal- y aquella otra que deberá hacernos perfectos. Ambas están unidas con el nombre de Jesucristo. En el tiempo intermedio, la tarea consiste en mantenerse firmes en el Señor. Los ataques, las vacilaciones, son muchas. Los filipenses, que son la alegría del Apóstol, serán también su corona de gloria en el día de Cristo. La comunidad y su Apóstol permanecen unidos más allá de las fronteras de los tiempos.