CAPÍTULO 2


2. TENED EL MISMO SENTIR (2/01-04).

1 Si hay, pues, en Cristo alguna exhortación, si algún aliento de amor, alguna comunicación de Espíritu, algo de entrañable ternura y compasión, 2 colmad mi alegría siendo del mismo sentir, teniendo el mismo amor, una sola alma, idénticos sentimientos. 3 Nada hagáis por rivalidad ni por vanagloria, sino más bien con humildad, teniéndoos recíprocamente unos a otros por superiores; 4 no atendiendo cada uno solamente a lo suyo, sino también a lo de los otros.

Formar frente cerrado de cara al exterior sólo es autentico y seguro cuando todo está ordenado en el interior. En este pasaje aparece una palabra que es decisiva para la exhortación paulina: paraklesis (Cf. Rm 12,8; 1Co 14,3; 2Co 8,17;1Ts 2,3). Cuando se traduce por exhortación, se restringe su significado. Su sentido es más amplio. Desborda lo que es aliento o consuelo, para ser animación, exaltación, exhortación viva, abarcando así la total amplitud, el calor y la viveza de la palabra de que un pastor de almas es y debe ser capaz ante su comunidad. Que no desciende a la trivialidad queda garantizado por su peculiaridad de ser paraklesis en Cristo. Ésta debe ser por igual henchida de amor y llevada por el Espíritu que los une a todos entre sí. El dedo índice elevado en tono moralizador repele. Sólo desde una auténtica vinculación es posible la exhortación auténtica.

Dado que la relación del Apóstol con la comunidad es como la de un padre con sus hijos, se alegra de su bienestar espiritual, garantizado por el amor que mutuamente se profesan. Amor es armonía, ser una sola cosa, tener un mismo sentir y un mismo espíritu. Se ha destacado muchas veces y con suficiente energía la exigencia de este amor (ágape) para la comunidad y la existencia cristiana, pero casi con idéntica frecuencia se aprecia en poco y se pasa por alto. Se quita importancia a los casos de falta de amor. Se necesitan cosas al parecer más sólidas para conmoverse. La confusión de letra y espíritu amenazaba siempre a las comunidades. Y las sigue amenazando hasta el día de hoy.

En la comunidad de Filipos se dieron casos de falta de amor. Pablo ha oído hablar de ellos. La falta de amor se evidencia en la rivalidad y en la vanagloria. El amor es humilde. Tiene en más a los otros que a sí mismo. La humildad era algo con lo que el hombre pagano no sabía hacer demasiadas cosas. Ya la palabra misma tenia en el ámbito griego un matiz peyorativo. Equivalía a mentalidad servil, servilismo, adulación. Semejante conducta era ajena al hombre libre, que la despreciaba. Pero la humildad cristiana no es una humildad perruna. El cristiano es ante todo humilde delante de Dios, porque sabe que de Dios lo ha recibido y lo recibe todo. Y por el camino de Dios alcanza la humildad auténtica ante los otros hombres, ante sus hermanos, en cuanto reconoce en ellos el resplandor de Dios.

Esta apreciación tiene consecuencias prácticas. Por amor a sí mismo busca uno su propio bienestar. Por el amor se preocupa del bienestar de los otros, es decir, alcanza tanto como el amor a sí mismo. Las bellas palabras sobre el amor de nada sirven. Sólo los hechos convencen.
 

3. EL CAMINO DE JESÚS (2/05-11)

5 Tened entre vosotros estos mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús:
6 el cual, siendo de condición divina,
no retuvo como una presa el ser igual a Dios,
7 sino que se despojó a sí mismo,
tomando condición de esclavo,
haciéndose semejante a los hombres.
Y presentándose en el porte exterior como hombre
8 se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz.
9 Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó
y le concedió el nombre que está sobre todo nombre,
10 para que, en el nombre de Jesús,
toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra y en el abismo,
11 y toda lengua confiese
que Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre.

En este pasaje deja fluir Pablo, dentro del texto de la carta, un himno a Cristo (1). Que no habla con palabras suyas, sino con palabras recibidas de otros, puede comprobarse con diversos criterios: son extraños a Pablo el vocabulario, las ideas, la estructura de las estrofas, etc. Pero el Apóstol hace suyo el himno. No se limita a citarlo; expresa a través de él su propio pensamiento, aduce sus personales reflexiones, lo reviste con adiciones y lo inserta en su contexto.

Este contexto le permite recurrir al himno que se cantaba en las asambleas litúrgicas de la comunidad. Acaba de hablar de lo necesaria que es la humildad: que se asistan mutuamente y encuentren en el amor. Ahora sigue adelante con la exhortación de que todos deben tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. Esta frase está especialmente necesitada de aclaración. Se podría creer que aquí se alude sencillamente al ejemplo de Cristo, de modo que se tuvieran los mismos sentimientos que él. Pero la línea de pensamiento de Pablo es otra, y más profunda. No se cansa en sus cartas de recordar y poner bien en claro a las comunidades que, cuando aceptaron la fe y se bautizaron, entraron en un nuevo círculo de relaciones con Cristo y, por tanto, con Dios. Les dice que ahora están en Cristo, bajo la salvífica reclamación de dominio del Kyrios Cristo. Bajo esta reclamación de dominio vige una ley nueva, la ley que Cristo reveló. A ésta deben atender en cuanto cristianos. En efecto, el estar en Cristo es la más esencial determinación de que se es cristiano. A este núcleo de lo cristiano quiere referirse Pablo. Y lo hace recurriendo al himno.

El himno tiene dos estrofas que describen con grandioso trazado el camino de Cristo. Este camino llevaba desde el ser en Dios, anterior al mundo, hasta el mundo humano, y desde éste, nuevamente, al dominio en Dios.

El himno intenta, al principio, expresar lo inefable. Había uno en el mundo de Dios que era, además, de condición divina. Esta expresión no debe entenderse en un sentido atenuado; no indica ningún otro Dios existente, sino, nada menos y nada más, que este de quien se está hablando es Dios. Pero este modo místico del lenguaje no se orienta a describir el ser de Dios o la relación con Dios de este ser igual a Dios, sino que se centra en la actuación que ahora inicia su marcha desde Dios.

Esta actuación tiene una motivación: la libertad. No se vio obligado, empujado a ella. La emprendió por libre decisión. Se despojó a sí mismo. Renunció a si mismo. Aunque esta acción es algo simplemente inconcebible, está acorde con la expresión usual de que él no creyó que debería retener su ser como una presa, como un botín. Esto era, realmente, lo que cabía esperar. Pero ocurre lo inesperado, lo incomprensible, lo indecible: se despojó; se despojó a sí mismo.

En lugar de la condición divina aparece la condición de esclavo. Justamente porque así lo quiso. La contraposición Dios-esclavo implica unos términos de oposición tan distanciados, tan tensos, tan insalvables que ya no puede pensarse otra mayor. Se trata ahora de presentarla a la inteligencia en toda su confusión. Con todo, esta contraposición Dios-esclavo sigue siendo misteriosa, porque el contrapunto natural de Dios es el hombre. De hecho, el himno quiere reconocer, con solemne alabanza, aquel acontecer único de que Dios se hizo hombre. Las frases repetidas tienden a esta meta única, que desarrollan paso a paso. Se hizo verdadero hombre, no mera apariencia al modo docetista. Se insertó dentro del grupo de los hombres, tomó su forma, su forma esencial, y su apariencia exterior ofreció pruebas irrefutables de que es un hombre y, como hombre, un esclavo.

La condición de esclavo, mencionada como el primer paso del despojarse a sí mismo, necesita una aclaración. Se trata de una forma relativa, referida a la forma divina, y en este sentido despeja el abismo que sólo este Dios único puede salvar. Pero dice algo más. Ser hombre es concebido como ser esclavo, como esclavitud. En la esfera de lo mitológico hay potestades supraterrenas cósmicas, que dominan a la humanidad y la someten a su yugo. Desmitologizando, la vida se presenta como algo sometido al ciego azar. ¿Dónde está su sentido, su centro? Para el mito de las potestades aparecía como un juego cruel en manos de potencias esclavizadoras. El miedo, la inseguridad es la expresión de esta conciencia. Y en este mundo es donde entra el Unico, el libre.

Revela obediencia. La obediencia es la ley de que acabamos de hablar, y que debe acuñar y marcar el ser del cristiano en un sentido determinante. La obediencia de este Unico es, ciertamente, inimitable en toda su grandeza. Esto es así porque él viene del mundo de Dios, del que nadie ha venido como él. La obediencia que practica y vive aparece ante el mundo, ante los hombres, como algo que descansa en sí mismo. No se da un punto de referencia, que sólo puede ser Dios. La libertad de esta obediencia es más poderosa que cualquier otra obediencia que el hombre puede ejercitar libremente. Del despojarse a sí mismo se sigue la humillación de sí mismo, una humillación que se hace obediente hasta la muerte. La muerte es el punto de destino de un camino emprendido en libertad. Para él, y sólo para él, es también la muerte un acto libre. Pero, por otra parte, es esta muerte la que demuestra que él se ha hecho realmente uno de los nuestros. La muerte es, en efecto, el destino que une a todos los hombres, de cualquier procedencia o raza, de cualquier origen y filosofía. No que en la muerte todos sean iguales, sino que en la muerte todos confluyen. Allí dan todos los caminos, altos o bajos, que discurren por este mundo. El que muere, es hombre. Sólo aquel que conoce la prehistoria de este Único sabe de libertad de morir.

Nada puede imaginarse tan alejado de Dios como la muerte. No habría, de sí, necesidad de añadir más palabras para recalcar más a fondo este camino. Pero se insiste: se menciona la muerte en cruz. En este pasaje se descubre la mano de Pablo, que introdujo esta adición. La cruz ocupa el punto central de su mensaje, que concibe la muerte de Cristo como muerte salvífica. «Realmente, la palabra de la cruz es una necedad para los que están en vías de perdición; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios» (ICor 1,18). Ésta es la única causa válida que el Apóstol admite para gloriarse (Gál 6,14). Si recuerda y proclama la muerte de Cristo y añade la explicación de muerte en cruz, no intenta encarecer su matiz espantoso y cruel, sino que quiere indicar que en ella está encerrada la salvación (2).

En la segunda parte del himno entra Dios en el plan. Dios es ahora el protagonista de la acción. Por la senda del despojamiento de sí y de la humillación era el otro el que actuaba en solitario. Pero si ya en el obediente como revelación había que pensar en Dios como punto de referencia, ahora se dice claramente que Dios entra en el juego y toma la iniciativa, una iniciativa que se orienta al obediente. Una de las primeras experiencias de la religiosidad bíblica es que Dios humilla y ensalza al justo. Como para confirmar su valía, se le envía a la escuela de la humillación para que, si da buena prueba de sí, sea reconocido por Dios.

Esta regla, según la cual a la humillación sigue la exaltación, se continúa en nuestra vida, pero ha sufrido una modificación peculiar. Aquí ya no se trata de una prueba y conformación de tipo ético en el sentido de que Dios ha humillado, sino de la revelación de la obediencia, de una revelación que sólo este Único podía llevar a cabo por ser libre. A la singularidad del camino que el Único había elegido al humillarse, responde una singular reacción de Dios.

Exaltó a aquel que se había despojado en la muerte. Estamos acostumbrados a oír el mensaje pascual con otras palabras: que fue resucitado al tercer día (3), que resucitó (4), que se apareció a Cefas (5), etc. Nada de esto oímos aquí, sino tan sólo que vive de nuevo, gracias a una acción de Dios. Pero la afirmación se orienta -yendo más allá de la vida nuevamente conseguida- al puesto que ahora, en el cosmos, en el universo, se confía al obediente. Y esto se explica con la concesión de un nombre. El nombre no es algo accidental, sin importancia, sino que descubre la esencia. Cada uno es lo que su nombre indica. Así lo entendía el hombre bíblico. En este pasaje no se dice, con todo, qué nombre se le da a Jesús. Pero el puesto excepcional del ser unido a este nombre concuerda con que Dios le exaltó tan alto que está más allá de toda medida.

En un cuadro mítico oímos hablar ahora de una aclamación que se le tributa al ensalzado. Pero ¿quién aclama? Fácilmente se advierte que en el himno se ha insertado una frase del profeta Isaías: «Ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua jurará» (Is 45,23b). En el profeta son los pueblos que habían hostilizado y amenazado duramente al pueblo de Dios, Israel, los que, al final, y para salvación suya, reconocerán y se someterán al Dios único. En vez de los pueblos, en nuestro himno entran el cielo, la tierra y los abismos. Se abre una ancha perspectiva cósmica. Pero no se habla de hombres, sino de potestades. Se trata de aquellas potestades que hasta ahora esclavizaban el destino de los hombres y reducían la humanidad a esclavitud. Si doblan la rodilla ante Cristo, esto significa no sólo que le reconocen como más poderoso, sino también que el antiguo poder de ellos ha sido quebrantado. Se ha producido en el cosmos un cambio de dominio. El Jesús obediente y ahora exaltado sobre toda medida ha ocupado el puesto de Señor del universo.

J/SEÑOR: Esto es expresamente reconocido por aquellas potestades al confesar que Jesucristo es Señor. El acento de esta fórmula de confesión está en Señor, con lo que sabemos ya también cuál es el nombre que Dios le concedió. El reconocimiento de que Jesús es el Señor, el Kyrios, es la más antigua confesión de fe cristiana. «Si confiesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (/Rm/10/09). Es curioso observar que los que profieren la confesión en el himno son los poderes supraterrenos, y no los hombres, no la comunidad. Pero no cabe duda que la comunidad, de cuya liturgia -como se ha dicho- nació este himno, no se mantenía aparte, sino que proclamaba de esta manera su fe en el dominio de Jesús. Es preciso, pues, investigar el sentido teológico y supratemporal de esta afirmación sobre la pérdida de poder de las potestades. Si tales potestades son expresión de la angustia existencial del hombre, que se ve arrojado en brazos de un destino ciego, entonces el destronamiento de aquéllas simboliza el retorno del mundo a Dios. El sentido del mundo no es ya la insensatez, la ceguera, el azar, sino Jesucristo. Él es la respuesta a las preguntas que turban a los hombres. En él recobra el mundo su sentido.

El dominio que él trae es paz y salvación. La denominación «Señor», que ha sido tomada aquí de una cita del Antiguo Testamento, responde al nombre de Dios. Y este Jesucristo es, desde ahora, la apertura de Dios al mundo, el acceso, el intermedio, el camino. Su dominio no quiere esclavizar, ni oprimir, sino liberar y llevar a casa.

Volver a casa, liberar, son cosas posibles en Cristo Jesús, que reveló la obediencia como acción liberadora. Quien está en Cristo Jesús, quien es cristiano, se halla bajo las exigencias de la obediencia y debe dejarse guiar por ésta.

El acontecer salvífico finaliza en la gloria de Dios Padre. Con esta mención de Dios Padre se hace presente en el himno la comunidad, ya que las potestades podrían hablar de Dios, pero nunca del Padre. La comunidad, en cambio, sabe del Padre de su Señor Jesucristo y que, a través de este mismo Señor, les ha sido dado el Dios Padre: «Vosotros no recibisteis un espíritu que os haga esclavos y que os lleve de nuevo al temor, sino que recibisteis un Espíritu que os hace hijos adoptivos, en virtud del cual clamamos: «Abba!, ¡Padre!» (Rom 8,15).
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1. También en otros contextos neotestamentarios se encuentran himnos a Cristo acuñados con anterioridad: Col 1,15-20; 1Tm 3,16; Jn 1,1-16.
2. Dado que la salvación está encerrada en una cruz, es esta cruz motivo de escándalo: Gá 5,11. Para la predicación de la cruz, cf. también 1Co 1,23; 2,2.8; 2Co 13,4; Gá 3,1.
3. 1Co 15,4; Mt 16,21; 17,23; 20,19; Lc 9,22.
4. Mt 17,9; Mc 8,31; 9,9; 10,34; Lc 18 33; 24,46; 1Ts 4,14.
5. 1Co 15,5; Cf.Lc 24,34.
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4. CELO POR LA SALVACIÓN (2/12-13).

12 Así pues, amados míos, ya que siempre obedecisteis, no solamente en presencia mía, sino mucho más ahora en mi ausencia, trabajad con temor y temblor en la obra de vuestra salvación. 13 Pues Dios es el que obra en vosotros tanto el querer como el obrar según su beneplácito.

La palabra obediencia se ha convertido en una especie de consigna, tomada del himno a Cristo. Se testifica la obediencia de los filipenses en el pasado y se espera que la mantengan también en el futuro. El que exige obediencia es el Apóstol. Pablo tiene el derecho, la autoridad y la obligación de pedir a sus comunidades que le obedezcan y en algunas ocasiones ha impuesto con energía su autoridad entre ellas. Recuerda su estancia entre los filipenses, cuando les anunció por primera vez el Evangelio. Acoger el mensaje es una obediencia a la fe (1). La practicaron en aquella ocasión. Ahora deben permanecer conscientes de su común responsabilidad para salvarse.

Pablo habla de la salvación de ellos. La comunidad es una estructura orgánica, una pluralidad de hombres ordenados y referidos unos a otros. Deben edificarse mutuamente, pero también pueden mutuamente destruirse. En su celo comunitario radica su fortaleza. Debe advertirse, por consiguiente, que no se dice que cada cual pueda, por separado, procurarse su propia salvación. Una afirmación semejante sería incluso acristiana, si con ella se pretendiera excluir el celo por la salvación de los demás. Comunitariamente deben realizar su salvación.

Se destaca, pues, nítidamente, la responsabilidad humana y social. Se diría casi que todo depende de ella. Pero aparece ahora una frase que parece afirmar exactamente lo contrario de lo que acaba de decir: Dios es el que obra tanto el querer como el obrar según su beneplácito. ¿Quiere Pablo desdecirse de su afirmación anterior? De ningún modo. La paradoja debe seguir en pie. Todo depende de Dios y todo depende del hombre. Dios es el iniciador, la base, el fundamento, el que termina la obra. No puede recurrirse a la idea de desligar el hacer divino del humano, de querer seccionarlos, como si Dios continuara obrando allí donde el hombre no llega, como si el hombre debiera declararse impotente para que Dios le ayude y eleve. Dios abarca la existencia cristiana, la existencia de la comunidad. Él mismo suscita el difícil e inadvertido querer que inicia la obra e impulsa a ella. Y lo que comienza, no lo abandona, pues Dios es fiel. Lo que le mueve e impulsa es su beneplácito, su benevolencia (2). Su amor tiene una grandeza incalculable.
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1. Cf. Rm 1,5; 15,18; 16,19.26; 2Co 10,5s.
2. Cf Lc 2,14; Ef 1,5,9.
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5. LA COMUNIDAD EN EL MUNDO (2/14-18).

14 Hacedlo todo sin murmuraciones y sin discusiones, 15 para que lleguéis a ser irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha en medio de una generación desviada y pervertida, en cuyo seno brilláis como antorchas en el mundo, 16 llevando levantada en alto la palabra de vida: lo cual será para gloria mía en el día de Cristo, ya que no habré corrido en vano, ni en vano habré trabajado. 17 Y si, además, soy derramado en libación sobre el sacrificio y el ministerio sagrado de vuestra fe, me alegro y me congratulo con todos vosotros. 18 De igual modo, alegraos también vosotros y congratulaos conmigo.

MURMURACIÓN: Pablo recurre con gusto a imágenes, tipos y modelos del Antiguo Testamento, para hacer que la comunidad comprenda su situación (1). El pueblo de Dios de la alianza antigua encierra un significado típico: ha sido rechazado en su incredulidad y a causa de su obstinación frente al mensaje de Cristo, pero su destino, su camino y su extravío puede y debe servir de enseñanza a la comunidad. La generación del desierto contemporánea de Moisés, el pueblo de Dios que peregrina durante cuarenta años hacia la tierra prometida, es, de manera especial, tipo del nuevo pueblo. La murmuración contra los hombres de Dios en el desierto provocó la cólera de Yahveh. Desde entonces, la murmuración es la conducta pecaminosa característica frente a Dios (2). Es algo más que descontento ante una situación, más que impaciencia, porque tras esta conducta se esconde la desobediencia y, por tanto, rezuma la incredulidad. De aquí que la exhortación: «¡No murmuréis!», sea otro aspecto equivalente de la exigencia a ser obedientes. La comunidad está separada del mundo. Los «santos» están así separados porque ahora pertenecen a Dios. Pero no han sido sacados fuera del mundo: no pueden ni deben serlo. En esta simultánea pertenencia a Dios y al mundo radica la tensión y la garantía del ser cristiano. Pablo marca agudamente, con sentencia del Deuteronomio (35,2) los límites entre comunidad y «mundo». Allí, los hijos de Dios, aquí la generación desviada y pervertida. Esta sentencia pudo responder al sentimiento vital de las primeras comunidades, pues no eran más que un puñado insignificante en el seno de las populosas ciudades en las que el Apóstol concentraba su actividad. Con todo, semejante postura de diáspora no debe convertirse en conciencia de elección satisfecha de si misma, en conventículos. La gracia auténtica no engendra soberbia, sino humildad, y hace temblar ante la obligación contraída. Ésta es nada menos que hacer que la comunidad sea la luz del mundo. Si es Cristo el centro del sentido del mundo, entonces los creyentes en Cristo tienen la función de ofrecer al mundo su sentido.

Nunca podrían cumplir ellos tal función por sí mismos, aun admitiendo su transformación. La fuerza luminosa irradia desde la palabra de vida, desde el Evangelio que ha sido confiado a la comunidad. No pueden hacer otra cosa sino atenerse a esta palabra, afirmarse en ella, confesarla y reconocerla (3).

FE/FIDELIDAD: Hay que conservar y mantener la fe, que vive hacia un fin. A veces la fe le parece a uno cosa fácil, en los momentos supremos de la experiencia comunitaria, en las reuniones fraternales, acaso en los comienzos de la nueva conversión, en las horas del entusiasmo. Estos momentos tienen mucho que dar, pero no son los decisivos. Lo decisivo es la realización de la fe en el quehacer diario, la perseverancia, la fidelidad.

El apóstol, el pastor de almas, lleva sobre sí la responsabilidad de la comunidad hasta el fin, hasta el tribunal de Dios. Y allí serán su gloria. Pero no toda fatiga merece recompensa. Se dan carreras en el vacío. Esto no es resignación, sino expresión de una preocupación. Pablo declara de modo inequívoco hasta qué punto está dispuesto y deseoso de correr un riesgo. Está preparado hasta el límite extremo, hasta la entrega de la vida. Nuevamente le gana la idea de la muerte (4). No sabe aún si se le abrirán las puertas de la cárcel. Pero esta vez contempla su muerte en relación con la comunidad. En su fe y su oración la comunidad es como el gran atrio de Dios, en el que se ofrece a la divinidad el debido homenaje. La vitalidad de su fe y de su servicio lítúrgico es la alegría de Pablo en esta hora. Nadie puede robarle este gozo, cuando se le exige la vida, cuando se ve precisado a derramar su sangre como una ofrenda de libación. Un cuádruple acorde de alegría pone fin a la parte parenética. Es como si, en su gozo, quisiera encender a la comunidad. Alegría con ellos es lo que les asegura y promete. Alegría con él desea de ellos.

Es posible que los filipenses se sintieran muy preocupados por su Pablo, cuando oyeron que estaba encarcelado. ¿Cómo podrían recibir en su preocupación la carta con alegría? ¿Extrañados, espantados, desorientados? ¿Consolados, tranquilizados, contentos? Responden a la intención del Apóstol si se dejan contagiar por su convicción de fe.
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1. Cf. Rm 4; 1Co 10,1-11; Gá 4,21-31.
2. Cf. 1Co 10,10; Jn 6,41.43.61. La figura del pueblo de Dios peregrinante domina la teología de la carta a los Hebreos.
3. Si Flp 2,15c es un reflejo de Mt 5,14, Pablo ha modificado la frase de una manera significativa.
4. Cf.Flp 1, 18b-24.
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Parte tercera

MISION DE TIMOTEO Y EPAFRODITO 2,19-3,1a

En sus escritos, Pablo acostumbra a dar noticias a las comunidades también acerca de los planes que proyecta para el futuro. Así lo hace ahora. Pero, por el momento, le ha sido arrebatada la libertad, de modo que está muy limitado en la elaboración de proyectos. Por consiguiente, se ve precisado a comisionar a otros que hagan sus veces en las comunidades. Aparecen ahora en el primer plano dos hombres pertenecientes a su círculo, Timoteo y Epafrodito. La carta vuelve a cobrar un colorido enteramente personal.

1.TIMOTEO (2/19-24).

19 Espero en el Señor Jesús enviaros lo más pronto posible a Timoteo, para que yo también respire tranquilo al saber noticias vuestras. 20 A nadie tengo que participe como él de mi disposición de alma, para ocuparse sinceramente de vuestras cosas; 21 pues todos buscan sus propios intereses, no los de Cristo Jesús. 22 Pero ya sabéis las pruebas que él ha dado; porque, como hijo al lado de su padre, ha estado contigo al servicio del Evangelio. 23 A éste, pues, espero enviarlo tan pronto como vea yo mi situación despejada, 24 y aun confío en el Señor que yo mismo iré también lo más pronto posible.

Timoteo (1) debe emprender el viaje desde Éfeso a Filipos, lo cual no es posible en el momento presente. Por eso habla Pablo de una esperanza. E incluso se coloca este plan bajo una referencia religiosa. La esperanza existe en el Señor Jesús. Timoteo debe cerciorarse de cómo les han ido las cosas a los filipenses mientras tanto, para informar al Apóstol. El anuncio del viaje del colaborador contiene una oculta sugerencia, que habla en favor del excelente y cordial estado de sus relaciones precisamente con esta comunidad. Quiere mostrarse optimista con respecto a ellos, de quienes no espera saber otra cosa sino noticias que le alegren.

Por una vez se percibe una queja. Pablo dirige la mirada en torno a sus colaboradores y se siente autorizado a pronunciar un severo juicio. Se refiere a aquellos que están ahora a su disposición o que pudieran estarlo. No es necesario que fueran muchos. Acaso había ocurrido algo -que pasa en silencio- relacionado con su encarcelamiento. ¿Se ha visto aislado? A la angustia exterior se añade también la interior.

El juicio que pronuncia debe evaluarse de acuerdo con los sentimientos que juzga. Es preciso tener esto en cuenta, pues así es como manifiesta ser un auténtico juicio cristiano. A los colaboradores apostólicos les atañe tomar a su cuidado los intereses de la comunidad, que coinciden con los intereses de Cristo. Quien, en vez de esto, piensa en sí mismo, trastrueca las cosas. A Pablo no le interesa seguramente poner al descubierto o recriminar a algunos de los de su círculo. No acusa a nadie en concreto. Pero, una vez más, no teme llamar a las cosas por su nombre. El trabajo junto al Apóstol no puede ser nada fácil. Pero poseía una norma válida de acuerdo con la cual se podía medir: el ejemplo de Pablo y su palabra crítica y cortante, que el Apóstol no ocultaba ni disimulaba. En todo caso, prefiere, con mucho, hablar de alabanzas. Esto se aplica a Timoteo. El testimonio que se da aquí de este colaborador no tiene paralelo en todo el Nuevo Testamento. Sobrepasa a todos, una vez más en razón de sus sentimientos. Ahora se comprende perfectamente que, en el preámbulo de la carta, Pablo le haya asociado a su persona. Timoteo es esclavo de Cristo, como él. Como él, servía al Evangelio. La diferencia de edad entre ambos es notable, de suerte que el Apóstol puede llamarle hijo. Lo cual no quita nada al reconocimiento que le tributa ante la comunidad. No es un desconocido para los filipenses. Son testigos de vista de la genuinidad de su espíritu. Cuando fue misionada su ciudad pudieron conocer a fondo su autenticidad (2).

Después de esta introducción, que bien puede calificarse de solemne, se reafirma el plan: «A éste, pues, espero enviarlo ... » (3).

Existe, en consecuencia, motivo suficiente para recibirle con honor. Pero sólo le enviará después que sea sentenciado su caso ante el tribunal. Evidentemente, no puede tardar mucho. Puede esperarse una decisión judicial para una fecha próxima. Se abre la esperanza de un cercano «hasta pronto». La confianza en el Señor es firme.
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1. Timoteo es mencionado en el Nuevo Testamento no menos de 24 veces. Debe admitirse que fue el primer colaborador del Apóstol.
2. Timoteo fue, junto con Silas, el acompañante de Pablo en el segundo viaje misional: Hch 15,40; 16,1-4.
3. Pablo encargó con frecuencia a Timoteo parecidas delegaciones: 1Co 4,17; 16,10; 1Ts 3,2.6; Hch 19,22.
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2. EPAFRODITO (2/25-03/1a).

25 También he creído necesario enviaros a Epafrodito, mi hermano, colaborador y compañero de armas, a quien vosotros delegasteis para atenderme en mi indigencia; 26 pues él ya sentía gran añoranza de todos vosotros, y andaba preocupado, porque habíais tenido noticias de su enfermedad. 27 Y, en efecto, enfermó a punto de muerte. Pero Dios tuvo misericordia de él; no sólo de él, sino también de mí, para que no tuviese yo tristeza sobre tristeza. 28 Así pues, os lo envío con la mayor premura, para que, viéndolo a él de nuevo, os alegréis y yo mismo quede con menos preocupación 29 Recibidlo, pues, en el Señor, con toda alegría, y tened en estima a hombres como éste; 30 porque por la obra de Cristo estuvo a punto de muerte, poniendo a riesgo su vida para completar lo que faltaba en vuestro servicio hacia mí.

3,1a En fin, hermanos míos, adiós y gozaos en el Señor.

El segundo hombre que se encuentra en compañía de Pablo es Epafrodito. No se trata de un colaborador de sus actividades misionales, sino de un miembro, acaso de uno de los dirigentes, de la comunidad de Filipos (1). Los filipenses lo habían enviado al prisionero Pablo para que le llevara los donativos y también probablemente con el encargo de permanecer a su lado. Querían estar seguros de que hubiera alguien junto a él que le tuviera afecto y estuviera a su disposición, si necesitaba ayuda. Es preciso reconocer este sentido, en favor de los filipenses. Sabían y sentían que un donativo meramente material o financiero no basta y hasta incluso puede herir, si no va apoyado y garantizado por una inclinación personal afectuosa, por la lealtad, por la veneración. La misión de Epafrodito no era nada fácil. Se necesitaba valor para visitar a un encarcelado, y más a uno cuyo «delito» debía parecer altamente confuso. No es extraño que Pablo tenga para este hombre un profundo reconocimiento. Pero ahora lo devuelve a ellos antes de lo previsto. La razón es una enfermedad que contrajo Epafrodito y de la que, mientras tanto, pudo reponerse. A la enfermedad se añade la nostalgia, pues ambas cosas van unidas. No hay motivo alguno para echárselo en cara. Parece que algunos filipenses ya lo habían hecho. El Apóstol sale absoluta y decididamente en defensa de su auxiliar. La enfermedad mortal que le había amenazado significaba comprensiblemente una grave preocupación adicional para Pablo. También esto contaba. Se agradece a la divina misericordia que Epafrodito escapara al peligro de muerte. Para Pablo no está Dios en la lejanía, no está distanciado de la vida y de la miseria de los hombres. Ve más bien a Dios disponiendo, enviando, ayudando, sanando y juzgando. Y así se sabe también ayudado por él en la curación de Epafrodito. También esto es motivo de alegría.

Epafrodito es devuelto a la comunidad como un hermoso modelo del servicio de Cristo. Aceptar y soportar responsabilidades es algo que distingue y que pide reconocimiento. Esto es justo y el Apóstol quiere estar seguro de que así se hace en sus comunidades. Son ciertamente pocos los que pueden y quieren aceptar una función especial. El éxito externo de una misión no es en modo alguno un aspecto decisivo. Una misión puede fracasar por circunstancias externas, como la de Epafrodito que, propiamente hablando, no era esperado todavía en Filipos. Y, sin embargo, todos los filipenses están obligados a él. Asombra y conmueve ver cómo Pablo acierta a poner cada cosa en su sitio (2). Epafrodito ha puesto corazón a la ofrenda de la comunidad. Sin él hubiera faltado algo al donativo. En este asunto ha expuesto nada menos que su propia vida.

Al resonar de nuevo la invitación a la alegría, se vuelve otra vez al acorde fundamental de la carta.
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1. Epafrodito es mencionado únicamente en la carta a los filipenses, y en conexión con el donativo de la comunidad de Filipos. No puede confundírsele con el Épafras de Col 1,7; 4,12.
2. La sección de Flp 2,25-30 referente a Epafrodito tiene algunas semejanzas con la carta a Filemón. También en esta se trata de justificar a un hombre ante los hermanos cristianos y en ella demuestra el Apóstol un tacto y una sensibilidad extraordinarios.