CAPÍTULO 2
III. POR LA GRACIA, SALVADOS EN LA FE (2/01-10).
Los diez versículos siguientes podríamos llamarlos con razón «la pequeña carta a los Romanos». El mensaje fundamental de la carta a los Romanos puede resumirse así: 1.° Extensión del pecado a toda la humanidad, paganos y judíos; 2.° la salvación por la pura gracia de Dios en Cristo Jesús; 3.° atribuida por medio de la fe; 4.° a la exclusiva gloria de Dios. Esto es precisamente lo que encontramos aquí condensado en los diez versículos de los que nos vamos a ocupar inmediatamente.
1. LA SITUACIÓN INICIAL: ESCLAVOS DEL PECADO (2,1-3).
a) Los paganos bajo el dominio de Satán y del mundo (2,1-2) .
...1 Y a vosotros, que estabais muertos por vuestras culpas y pecados, 2 en los que a la sazón caminabais según el eón de este mundo, según el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que actúa ahora entre los hijos de la desobediencia...
Según Pablo la humanidad se divide en dos grupos, por muy desiguales que sean en número y magnitud: judíos y gentiles. No se trata de un nacionalismo de vía estrecha, en el que hubiera caído el judío Pablo. Es Dios el que ve así a la humanidad, Dios para quien no cuenta el número y la masa. Por su elección especial y por el misterio de su misión este pequeño pueblo escogido por Dios sirve de contrapeso al mundo pagano, por innumerables que sean sus pueblos. Esta división fundamental sirve de base a Pablo para diferenciar a judíos y gentiles.
Pero, mientras en la carta a los Romanos, Pablo describe minuciosamente el estado de pecado entre gentiles y judíos, aquí se contenta con destacar en ambos el fundamento y la fuente de su antigua esclavitud respecto al pecado.
Los étnicocristianos estaban en otro tiempo al servicio de poderes enemigos de Dios. Eran, por decirlo así, ciudadanos pleno iure en el reino del príncipe de este mundo, instrumentos arbitrarios de su odio profundo hacia Dios, aspecto éste del pecado que, a pesar de olvidarse frecuentemente, merecería una reflexión muy seria.
Con un lenguaje, para nosotros desacostumbrado y condicionado por la época, se dice aquí de Satán que actúa en el eón de este mundo. La palabra «eón» tiene muchas significaciones: eternidad, época histórica, espacio histórico, espacio aéreo. Aquí hay que suponer una significación especial, que no podemos explicar con plena seguridad. Con esta palabra se indica algo que nosotros llamaríamos, de manera muy imperfecta, el espíritu del tiempo; pues en el concepto «eón» se contenía, para el mundo de los destinatarios de la carta, algo de eterno, personal e incluso divino. Cuando aquí se trata del eón del mundo o, más bien, del mundo como eón, no es el mundo como realidad visible, ni tampoco se insinúa una especial significación o perspectiva del universo. Es un uso, totalmente particular, de la palabra «mundo», considerado como un ser soberano por sí mismo, que se basta a sí mismo y que, por ello, prácticamente se enfrenta con Dios. «Eón de este mundo» quería, por tanto, decir: un poder satánico y antidivino que empuja a considerar al mundo como Dios y a adoptar ante él la actitud consiguiente.
Por debajo de él está realmente, como fuerza propiamente impulsora, Satán, «el príncipe de la potestad del aire». El aire (incluso el cielo), concebido como la zona inferior de la atmósfera, era considerado como la zona residencial de los malos espíritus. Esta situación «elevada» los coloca en una actitud superior, y, en su calidad de invisibles e inalcanzables, los hace doblemente peligrosos. Tienen un señor que manda sobre ellos. Es Satán. Podemos podar esta concepción del follaje mítico de la época, y nos encontramos ante una gran verdad: Dios tiene en Satán un adversario (aunque en plano inferior), y este adversario tiene poder en el mundo, y en la guerra entre Dios y Satán se trata precisamente de los hombres.
Todavía queda una tercera denominación: «del espíritu que actúa ahora entre los hijos de la desobediencia...» Es el mismo Satán, aunque no deja de ser extraño que, por las exigencias gramaticales, haya que igualarlo con el aire, de cuyo dominio se venía hablando. El príncipe de este mundo domina y define el aire, es decir, la atmósfera en que los hombres viven.
Esta atmósfera es su arma eficaz y peligrosa, y sabe muy bien servirse de ella. Es el aire, al que los «hijos de la rebelión» se entregan incondicionalmente. Es el aire, en el que la cristiandad de origen pagano tiene que vivir. Es esa atmósfera, con la que el «príncipe de este mundo» presenta al hombre la realidad como eón, como algo soberano que sólo obedece a su propio mecanismo de leyes y viene finalmente a reemplazar al mismo Dios. El hombre, que incurre en ello, se pone como fin y meta de su vida a este mundo satánico, así entendido. Introduce el pecado y el mal en su propio corazón, que llegan a tomar incremento y a poner un dique al primitivo impulso del hombre hacia el bien. Y así al final viene éste a convertirse en esclavo del príncipe de las tinieblas y cosecha la muerte («que estabais muertos por vuestras culpas y pecados»).
Éste es el pasado tenebroso que los étnicocristianos no deberían olvidar; el oscuro subsuelo, sobre el que puede proyectarse la luz de la salvación con redoblada fuerza, fuente de una duradera y siempre renovada alegría y de un agradecimiento desbordante.
b) Los judíos bajo el dominio de la concupiscencia (2,3).
3 Entre los cuales (¿los pecados o los hijos de la rebelión?) también nosotros todos vivíamos entonces según las concupiscencias de nuestra carne; cumplíamos los deseos de la carne y de los impulsos y éramos, por naturaleza, hijos de ira exactamente como los otros.
Otra vez vuelve el Apóstol a la raíz del pecado. Pero aquí, como se trata de los que antes eran judíos, no predomina la perspectiva del engaño seductor del mundo y de los poderes satánicos que se sirven de aquél. Pues el judío conoce los caminos de Dios, conoce su voluntad expresada en la ley. Mas bien sucumbe a las fuerzas subsidiarias, que para el mundo y Satán representan las tendencias íntimas del hombre, y que aquí se llaman «las concupiscencias de nuestra carne».
Pero para Pablo el concepto «carne» tiene mayor extensión de lo que nosotros a primera vista entendemos, cuando hablamos de los pecados de la carne. Carne es para san Pablo todo el hombre, en cuanto que -abandonado a sus propias fuerzas-, como hijo y heredero del primer padre caído, «está inclinado al mal desde su juventud» (Gén 6,5). ¿Dónde está la debilidad radical de este hombre? Sencillamente en que, por su propio natural, no es consciente de su absoluta e impensable dependencia de Dios. Y así tiene siempre la tentación de convertir al propio yo en medida, instrumento y meta de todo su pensar, su querer y su hacer. Por eso podemos definir la «carne» en sentido paulino como el egoísmo natural del hombre caído. Y siendo esta adhesión al yo la infraestructura de todo pecado, será bienvenido todo lo que nos pueda ayudar a buscar sólo a Dios y a Cristo y a servirlos en nuestra vida.
«...por naturaleza, hijos-de-ira» significa aquí claramente la imposibilidad natural de evitar el pecado y escapar a la ira de Dios con las solas fuerzas de la naturaleza caída. Y si, siguiendo más adelante, nos preguntamos cómo se ha llegado a este «estado natural», tendríamos que recurrir a la doctrina del pecado original. En una palabra, gentiles y judíos, toda la humanidad, están sin salvación bajo el dominio del pecado.
Pero ¿es correcta esta descripción? Prescindiendo de la Inmaculada, ¿no nos da la Escritura testimonio de la santa vida de una Isabel, de un Zacarías, de un Juan Bautista? Y el mismo Pablo ¿no escribe sinceramente que, cuando era fariseo, vivía «irreprensible» en la observancia de la ley divina (Fil 3,6)? ¿Cómo considera ahora a todos las demás hijos de ira, que han vivido «según las concupiscencias de la carne»? La respuesta es ésta: aquí, como más expresamente en la carta a los Romanos, parece como si Pablo, para probar la universalidad del pecado humano, sacara un argumento de la experiencia y de la historia. Pero un «argumento» así no es naturalmente posible, y en el fondo Pablo no se demora mucho en ello. Él parte siempre de la revelación. Por ella sabe que sólo en Cristo Jesús está la salvación para todos. No hay ningún camino, fuera de Él, que lleve a la salvación. Por eso concluye lógicamente: luego todos están necesitados de redención, luego «todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» (/Rm/03/23). Esta es la verdad revelada que Pablo aquí -y mucho más en la carta a los Romanos- amplía retóricamente, al describir a todos como esclavos del pecado. Aquí, como muchas veces en la Sagrada Escritura, hay que distinguir entre la verdad que el hagiógrafo quiere expresar, y la manera como lo hace. Pablo ha señalado el fondo tenebroso. Esto lo hace adrede. Cree que es muy importante que a sus fieles les quede muy grabada en la conciencia su situación inicial, una situación humanamente sin perspectiva. Y es muy comprensible: sin conciencia de pecado no hay necesidad de salvación, sin necesidad de salvación no hay alegría de redención, sin alegría de redención no hay verdaderamente un alegre mensaje. Si con nuestra palabra y nuestra vida no traemos a los hombres alegría, paz, felicidad, le falta entonces a nuestro cristianismo y a nuestro mensaje fuerza de penetración. Esto explica por qué san Pablo insiste tanto en nuestra situación inicial, humanamente hablando, desesperada; y esto con razón tanto mayor cuanto que anteriormente ha hablado con entusiasmo de las vicisitudes del gran don que Dios nos ha hecho en Jesucristo.
2. SALVADOS EN CRISTO POR LA GRACIA DE Dlos (2,4-10).
a) Vivificados con Cristo y colocados en el cielo (2,4-6).
4 Pero Dios, que es rico en misericordia, por el mucho amor con que nos amó, 5 y muertos como estábamos por nuestros pecados, nos ha vivificado con Cristo -por gracia habéis sido salvados-, 6 y nos ha resucitado con él, y nos ha hecho sentar en los cielos, en Cristo Jesús.
La situación inicial de paganos y judíos ha quedado descrita: perdición sin remedio. Ahora viene el viraje repentino: «Pero Dios...»: sí, sólo Él puede aquí ayudarnos y lo ha hecho realmente. Pero téngase en cuenta cómo cada palabra del Apóstol subraya el carácter marcadamente gratuito de esta intervención divina: «Dios, que es rico en misericordia», «por el mucho amor», «muertos como estábamos». No es ésta simplemente una muerte que consiste en la falta de vida; sino una muerte que consiste en la separación de Dios, en la enemistad con Él. Es la misma idea expuesta en la carta a los Romanos: «Dios nos demuestra su amor en el hecho de que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores... Cuando aún éramos sus enemigos, nos ha reconciliado por la muerte de su Hijo» (/Rm/05/08s).
A decir verdad, en nosotros no había nada que pudiera «estimular» el amor de Dios. Pero así es precisamente el amor de Dios: no necesita, como el amor humano, el aliciente de la amabilidad del objeto. El amor de Dios crea la amabilidad de su objeto. Uno no es amado por Dios porque sea amable, sino que es amable porque es amado por Dios.
«Nos ha vivificado con Cristo». Al pronunciar estas palabras, de tal manera se apretujan en la mente de Pablo las impensables hazañas de Dios (encarnación, crucifixión, resurrección y el bautismo cristiano como participación de todo esto), que llega como a perder el hilo de su pensamiento. Tiene que interrumpirse (cosa en él frecuente), pero aquí con una llamada de atención incidental (cosa en él muy rara): lo que bulle en su interior pugna por salir fuera, y no puede menos que sacudir la atención de sus lectores, para empujarlos hacia el objetivo, en que para él descansa todo: «por gracia habéis sido salvados».
«Salvados». Hay que haberlo vivido. Hay que haber sido literalmente arrancado de una muerte segura, para comprender en la más íntima fibra del propio ser lo que significa «salvado», aun cuando no fuera más que en esta pobre y corta existencia terrena. Si queremos que la palabra de Dios se convierta para nosotros en una vivencia, hemos de intentar bucear en la escuela de las experiencias de la vida, con las que los conceptos descarnados e incoloros adquirirán una nueva luz. Éste es el caso de la vivencia de la propia salvación. La vida está llena de parábolas, y Jesús con su lenguaje parabólico nos ha enseñado a valorar la vida de cada día a la luz del mensaje de Dios.
Esto por lo que se refiere a la expresión «salvados». Pero el énfasis particular de la llamada incidental del Apóstol no está ahí, sino en la expresión «por gracia». Esto es lo que preocupa a Pablo en primer plano. Es el pensamiento fundamental y orientador de su ya larga lucha por un Evangelio liberado de la ley.
«...y nos ha resucitado con él y nos ha hecho sentar en los cielos, en Cristo Jesús». He aquí una audaz e inaudita visión de la realidad cristiana, de la que hemos tenido ya ocasión de hablar. Nuestra cabeza está elevada sobre todos los cielos a la derecha del Padre, nuestra cabeza, cuyos miembros somos nosotros y que con ella formamos un cuerpo, aún más un hombre («uno», Gál 3,28). En ella también hemos sido glorificados. Hay algo que nos separa de esta realidad fundamental, siendo así que nuestra efectiva participación en la gloria de Dios es todavía una mera esperanza; pero tenemos la garantía del Espíritu Santo, poseído ya por nosotros, y que es la «prenda de nuestra herencia» (1,14). Esto, para la fe de san Pablo, quiere decir ser cristiano.
b) Para alabanza de la gloria de su gracia (2,7).
...7 para mostrar en los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su gracia por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús.
Ya en el himno introductorio -aquella magnífica visión panorámica de la «bendición con que Dios nos ha bendecido»-, Pablo alude tres veces a esta idea: el último objetivo de la actuación de Dios no puede reposar en el hombre, sino que es «alabanza de la gloria de su gracia». Igualmente aquí en toda misericordia, en todo amor, el último objetivo sólo puede ser la gloria de Dios. Durante toda la eternidad se reconocerá y glorificará, con admiración siempre nueva, la inconmensurabilidad de su gracia, manifestada en la bondad que nos ha mostrado «en el Amado» (1,6).
c) Salvados por la gracia a través de la fe, no por las obras (2,8-9).
8 Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto no proviene de vosotros: es don de Dios, 9 no de las obras, para que nadie se gloríe.
CREER/QUE-ES: Otra vez el pensamiento dominante: «por la gracia». Sin embargo, aquí Pablo añade «mediante la fe». ¡Finalmente tenemos al menos algo de parte del hombre: la fe! Es verdad, pero en definitiva ¿qué es creer sino renunciar a sí mismo y dejar que entre Dios? Creer no significa propiamente «hacer» algo; no es una «obra» del hombre. Creer quiere decir recibir, aceptar, lo que Dios da; aceptar en cierto sentido con los ojos cerrados. Porque creer implica renunciar a querer ver con los propios ojos y decir que sí en consecuencia; creer es ver con los ojos de otro, con los ojos de Dios que revela. Aún más: si alguno pensara que esta «renuncia», esta disponibilidad, pudiera concebirse como una «prestación» del hombre, Pablo le sale al encuentro cortando también esta posibilidad de «gloriarse»: «Y esto no proviene de vosotros; es don de Dios». Pablo se refiere sin duda a la fe. Y añade -refiriéndose a toda la obra de salvación, o mejor a toda la adquisición de la salvación- «no de las obras, para que nadie se gloríe». Aquí está Pablo de cuerpo entero, como aparece en las «grandes» epístolas: el celoso abogado del «a Dios solo la gloria», el abogado de Dios frente a las pretensiones, que el hombre (el puro hombre) pudiera o quisiera hacer valer frente a Dios.
¿Qué es este «gloriarse», que hay que excluir a toda costa? Es aquella postura íntima del hombre que quiere afirmarse a sí mismo, vivir no de lo que recibe, de la gracia de otro, sino de lo que él mismo crea, sabe y es. Es el hombre que tiene tendencia a la propia gloria, desde que los primeros padres quisieron ser «como Dios», crear por sí mismos su felicidad y no tener que deberle nada a nadie.
Esto es lo que hace el judío educado en la escuela de los «escribas y fariseos»: se inclina meticulosamente sobre la ley, la cumple con grandes sacrificios, y así viene a ser él mismo el que gana la salvación. Ya puede presentarse ante Dios, referirse a su palabra y hacer valer sus propios derechos. Pablo sabe todo esto muy bien; él mismo lo ha vivido intensamente. Aquí no hay lugar para la salvación mediante otro. Este es el trasfondo que explica por qué Pablo arremete con tanta pasión contra ese gloriarse del hombre. «...no de las obras». Por «obras» entiende Pablo lo que el hombre hace siempre por sí e independientemente de la gracia de Dios. Y por muy pequeño que fuera el paso que diera en dirección a Dios y a la salvación, tendría ya de qué «gloriarse» ante Dios; pensamiento intolerable para Pablo. Sería sencillamente destruir, aunque fuera en pequeña medida, la gracia de Dios y la cruz del Señor, «que me ha amado y se ha entregado por mí» (Gál 2,20). La mejor sabiduría del Apóstol está inspirada por el amor, y por un amor ardiente. Y su confesión de fe es ésta: «Iniciativa de Dios es vuestra existencia en Cristo Jesús, el cual -por iniciativa también de Dios- se ha convertido en nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención; y así, como dice la Escritura, "quien se gloría, gloríese en el Señor"» (ICor 1,30s; cf. Rom 3,27). Así pues, la fe no es una «obra» en el sentido paulino de la palabra, sino un don de Dios.
d) Creados de nuevo en Cristo para obras buenas (2,10).
10...en efecto, de Él somos hechura, creados en Cristo Jesús para las buenas obras que Dios preparó de antemano para que en ellas nos ejercitásemos.
Todavía no hay bastante. Todo hasta ahora ha girado en torno a la idea de que sólo a la gracia de Dios podemos agradecer nuestra salvación. Hasta aquí se trata solamente de la «primera» salvación, la llamada a la fe y su realización en el bautismo. Pero ahora se amplía el horizonte, y el mismo principio «la salvación por la gracia» se aplica a toda la vida del bautizado; y por fin se habla de las buenas obras del hombre. Pero la introducción de este discurso sobre las buenas obras sigue la misma linea: «De Él somos hechura, creados para las buenas obras, que Dios preparó de antemano». Aun con toda nuestra vida cristiana somos los nuevamente creados en Cristo Jesús, y nuestras buenas obras son obras de la gracia. Parece como si Pablo concibiera la vida del cristiano como un caminar a través de unos raíles previamente preparados. Detrás de esta violenta concepción podemos rastrear quizá cierta angustia, que domina al Apóstol, cuando habla de las buenas obras; angustia frente a la posibilidad de que este camino se pudiera todavía convertir en aquel gloriarse del hombre, que destruye la gracia de Dios.
«...que Dios preparó de antemano». Aquí tenemos una expresión singularmente fuerte, tras la cual se oculta un insondable misterio: el misterio de la concurrencia de la libre voluntad del hombre y de la acción de la gracia divina. Las escuelas teológicas, dentro de la Iglesia, han luchado mutuamente con intención de esclarecer el misterio; pero el resultado ha sido prácticamente nulo. Hay dos verdades seguras: 1ª. Dios es la causa universal; 2ª. el hombre es libre y responsable. Dos verdades que, dentro de la Iglesia, nadie pretende negar. Pero el acento se puede poner más sobre una que sobre otra, como realmente acontece en las «escuelas» de los dominicos y de los jesuitas. El protestantismo acentúa la actuación universal de Dios hasta negar la libertad. Nosotros los católicos nos inclinamos más hacia lo contrario, y llegamos, al menos en la práctica (no en teología), a la proximidad de una doctrina errónea que ha sido condenada solemnemente por la Iglesia. Hay muchos, en efecto, que presentan así la colaboración entre la gracia y la libertad: yo pongo la buena voluntad y Dios añade su gracia; y así se llega a la buena obra. Exactamente éste es el error común, pues en este caso tendría el hombre la iniciativa. Pero realmente la iniciativa la tiene siempre y en todas partes Dios. San Pablo escribe inequívocamente a los filipenses: «Dios es el que obra entre vosotros el querer y el obrar» (/Flp/02/13). Es lo mismo que se dice en nuestro texto: «Creados para obras buenas a las que Dios nos preordenó».
Tomar en serio esta verdad sería sin duda una manera de acercarnos a nuestros hermanos protestantes, precisamente en algo que los afecta muy íntimamente. Su lema fundamental es éste: la gracia sola, y por ello la fe sola, para que toda la gloria sea para Dios solo. Nadie niega que con este lema nos encontramos en el núcleo de la revelación cristiana (eso sí, la expresión «sola» puede ser entendida heréticamente y de hecho lo ha sido). La teología católica hace plena justicia a esta doctrina de la revelación. Pero quizá queda demasiado teórica; es como si tuviéramos miedo del misterio de la gracia.
Realmente, no podemos negar tampoco que es muy
fácil entender mal esta doctrina y caer en el quietismo o fatalismo que deja que
todo siga, sin hacer uno nada por ello. Pero lo admirable es que Pablo está muy
lejos de pensar así. Todo lo contrario: con franca audacia, aparentemente
paradójica, propone precisamente a los filipenses esta causalidad universal de
Dios como motivo y aguijón para una acción marcadamente personal: «Trabajad con
temor y temblor en la obra de vuestra salvación, pues Dios es el que obra en
vosotros el querer y el obrar, para que podáis complacerle» (/Flp/02/12b-13).
Para resumir podemos dejar esto por sentado: 1.° Dios obra en nosotros la buena
voluntad; 2.° este obrar de Dios en nosotros tiene como finalidad (y resultado)
el poderle agradar; 3.° esta causalidad universal de Dios puede y debe servirnos
de motivo para obrar nuestra salvación «con temor y temblor», o sea con santo
ahínco y al mismo tiempo con plena seguridad de estar obrando nuestra salvación.
Es como si el Apóstol quisiera precavernos de una sola cosa: ¡no frustréis la
obra de Dios en vosotros! Este sería, según Pablo, el caso de los que se
descuidaran en el esfuerzo moral. Así pues, ya sabemos lo que significa haber
sido creados «en Cristo Jesús para las buenas obras, que Dios preparó de
antemano para que en ellas nos ejercitásemos.»
IV. ANTES «LEJOS» Y AHORA «CERCA». LOS ETNICOCRISTIANOS FORMAN, JUNTAMENTE CON LOS JUDEOCRISTIANOS, EL ÚNICO TEMPLO DE DIOS (2,11-22).
1. Los ÉTNICOCRISTIANOS ESTABAN REALMENTE «LEJOS» (2/11-12).
11 Por eso, acordaos que entonces vosotros, los gentiles en la carne, los llamados incircuncisos por la sedicente circuncisión, hecha con la mano en la carne, 12 estabais a la sazón sin Cristo, privados de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la promesa, sin tener esperanza y sin Dios en el mundo.
En 2,1-10, el Apóstol ha desarrollado una de sus grandes doctrinas: la donación gratuita, por parte de Dios, de la salvación a un mundo perdido en el pecado. Ahora pretende hacer conscientes a los étnicocristianos de la doble gratitud de que son deudores a la gracia de Dios, al poder tener entrada en la Iglesia en igualdad de derechos con los hijos del pueblo escogido. Así pues, se trata aquí de la situación, fundamentalmente diversa, en la historia de la salvación, en la que estaban gentiles y judíos cuando fueron llamados a la salvación (la situación éticomoral -la inmersión en el pecado- era igual para ambos, v. 2-3).
Pablo empieza con una diferenciación meramente extrínseca, que, sin embargo, era fundamental para un judío cabal: los gentiles son los «incircuncisos»; los judíos se llaman a sí mismos la «circuncisión». Pero la manera como Pablo habla de esto quiere indicar que se trata de una cosa caduca, algo que en realidad carece ya de importancia. Por eso habla despectivamente de lo exterior, lo que se refiere a la carne. No es él quien llama «incircuncisos» a los gentiles; sino que pone este insulto en boca de los judíos y no olvida subrayar que la circuncisión, de la que tanto se jactaban los judíos, toca solamente a la «carne» y es algo hecho por mano de hombre. A continuación Pablo se vuelve al punto fundamental, a los privilegios gratuitos de su pueblo, principalmente a aquellos de que carecieron los gentiles.
Este texto merece colocarse junto a Rom 9,4, donde Pablo habla nostálgicamente de sus hermanos, por cuya conversión a Cristo está dispuesto a cualquier sacrificio: «Ellos son israelitas, en posesión de la adopción filial, de la gloria de Dios, de la alianza, de la legislación, del culto divino, de las promesas; de ellos son los padres...» Verdaderamente, era una herencia divina la elección y los dones gratuitos; y el mismo Pablo, el cristiano Pablo, no puede menos que recordarlo con admirado agradecimiento. En esta enumeración palpita aún algo de la riqueza y profundidad de la vida religiosa de fe de aquel judío y fariseo llamado Saulo. Bajo esta luz hemos de leer nuestro texto, para comprender qué movía al Apóstol para llegar aquí.
«...sin Cristo», o sea sin esperanza de Mesías; esperanza que mantenía a Pablo y a su pueblo en alegre confianza (1,12). Dios mismo era prenda de esta gran esperanza; Dios y la historia de su pueblo.
«...privados de la ciudadanía de Israel». La palabra politeia incluye aquí el concepto de la plena ciudadanía: el derecho de ciudadanía en el pueblo escogido y los consiguientes deberes en el estado teocrático, o sea una vida según la ley divina. De lo que para un judío significaba esto, puede ser todavía un testimonio elocuente el salmo 118, que no se cansa de elogiar la felicidad que produce vivir y caminar en la voluntad de Dios, expresada en la ley.
«...extraños a las alianzas de la promesa». Hubo alianza con Abraham, Isaac y Jacob; y después con Moisés en el Sinaí. A esto se añadían los destellos luminosos de los profetas, y en el centro de la promesa la gran esperanza en el día del Señor, temible y glorioso al mismo tiempo. Por el contrario, los paganos, privados de objetivo y de esperanza, se encaminaban hacia un futuro desconocido. Su edad de oro se hundía en un pasado legendario.
«...sin tener esperanza»: ¡qué siniestro y desolador el eco de esta expresión! Pero viene algo todavía peor: «...y sin Dios en el mundo». Para los israelitas el único Dios lo era todo: el creador, el Señor del mundo, al que le daba sentido; y además el Dios de la alianza, que se inclina amorosamente a su pequeño pueblo, eligiéndolo de entre todos los pueblos de la tierra para ser su instrumento en la salvación de este mundo.
Al volver la mirada hacia esta riqueza religiosa no es que el esplendor de la gracia en Cristo Jesús, tal como Pablo la ha descrito primero (2,4-10), aparezca inasequible -ni mucho menos-, una vez que en el fondo ello era tan sólo el cumplimiento de lo que Israel había ya poseído como promesa divina.
Pero en la gentilidad no había nada, absolutamente nada que la hubiera podido preparar para el gran «ahora», que ha estallado de pronto para los paganos y que de golpe los ha colocado en el mismo nivel que el pueblo elegido. Desde una nada religiosa hasta la participación en la riqueza religiosa de Israel, codo a codo, introduce Dios en su propio corazón a los gentiles, igualados totalmente con los hijos de su elección. Esto para muchos corazones judíos era sencillamente incomprensible; era un gran escándalo. Pero para Pablo era el misterio de Dios, que no se cansa ahora de alabar.
Pero todavía queda una pregunta. Pablo, al referirse a la carencia de todos los valores religiosos que, en cambio, poseía el judaísmo (v. 13), quiere abrir una brecha en la conciencia de sus lectores. Pero para esto presupone que aquella ausencia fue profundamente experimentada por ellos. ¿Era éste el caso? Hay que distinguir: no lo era si se trataba de ellos cuando aún eran paganos; sí lo era, después de haberse hecho ya cristianos. A la luz de la realización, de lo ya poseído, pueden comprender la magnitud de la ausencia pretérita. Ellos ya se consideran como el nuevo Israel, y por la feliz posesión actual pueden apreciar retrospectivamente lo que Israel en un tiempo poseía y ellos no. Ciertamente, puede ser que el mismo Pablo haya desteñido un poco la imagen del nuevo Israel e incluso haya influido en la descripción del viejo Israel; de otra manera no se comprendería por qué habría puesto tan en primer plano aquel grito desgarrador «sin Cristo», nacido de lo hondo de la sensibilidad cristiana. Y si Pablo se permite ver y apreciar como cristiano este pasado judío e incluso presupone lo mismo espontáneamente en sus lectores, lógicamente nosotros tendremos igual derecho a comprender, a la luz del Nuevo Testamento, esta descripción de un pasado que muy bien pudiera haber sido el nuestro. Ello nos autoriza igualmente a hacernos en serio un par de preguntas, sobre todo teniendo en cuenta que también este texto ha sido escrito para nosotros. Las preguntas serían éstas, más o menos: ¿Apunta en nuestro pensamiento la simple posibilidad de tener que vivir «sin Cristo», «sin esperanza», «sin Dios»? La ley, el estilo de vida y la vida comunitaria de nuestra Iglesia, del nuevo Israel, ¿nos resulta una afortunada posesión, una fuente de alegría, o... una carga?
2. «CERCA» EN CRISTO, QUE ES NUESTRA PAZ (2/13-18).
a) Ha abolido con la ley la enemistad (2,13-15a).
13 Pero ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que una vez estabais lejos, os habéis puesto cerca en la sangre de Cristo. 14 Pues El es nuestra paz, el que de dos pueblos ha hecho uno solo, puesto que ha destruido el muro de separación, la enemistad; 15a en su carne ha abolido la ley de los mandamientos formulados en ordenanzas...
Lejos-cerca. Es curioso observar que Pablo no cita el punto de referencia para esta lejanía y cercanía, sino que simplemente dice «lejos» y «cerca», refiriéndose sin duda al texto de Isaías: «Paz a los que están lejos y a los que están cerca, dice el Señor» (Is 57,19). En este pasaje del profeta se hace referencia a los miembros del pueblo escogido, tanto alejados de Dios como cercanos a él. Para Pablo aquéllos son los gentiles y éstos los judíos. La lejanía es, pues, aquella triste situación pretérita que Pablo ha descrito, que los étnicocristianos nunca deberían olvidar (2,12): La lejanía de Dios, de la esperanza, de la promesa, de la soberanía de Dios como espacio vital, de Cristo, que es el que nos aporta tantos beneficios. Al tratar ahora de la cercanía y de la lejanía de Dios, podremos comprender lo que hay de doloroso en la palabra «lejos» y lo que hay de alegremente hogareño en la palabra «cerca».
Lo primero que salta a la vista son las derivaciones de esta lejanía, sobre todo la lejanía del pueblo de la elección concebida como separación en una enemistad profundamente arraigada. Así se comprende que la vuelta de lo lejano a lo cercano se conciba como una coalición de gentiles y judíos en un nuevo pueblo de hermanos. A esto se ha llegado por la sangre de Cristo, «en Cristo Jesús». Cristo es en el nuevo orden de cosas algo así como el espacio de la cercanía de Dios. El congrega a los miembros de su cuerpo, ya que sólo en calidad de miembros se pertenecen unos a otros y pueden formar un cuerpo vivo. Este ensamblamiento de gentiles y judíos en Cristo es la abrumadora realidad que ha tocado hondamente la sensibilidad de Pablo. A partir de aquí, es como si no pudiera nunca cesar de celebrar este misterio (2,11-22) y de alabar la gracia, a él concedida, de anunciar y realizar este misterio (3,1-13).
«El es nuestra paz»: así resume Pablo el tema que va a desarrollar. Sigue una serie complicada de imágenes, que en parte parecen extrañas al asunto, y de pensamientos, que se entrecruzan, no haciendo con ello nada fácil la explicación. No obstante, el pensamiento principal -la paz entre judíos y gentiles- prosigue siempre limpiamente su camino.
En primer lugar se habla de lo que separa, o sea de lo que el pacificador tiene que quitar para de los dos separados hacer uno solo. Se habla de un muro de separación, que, en realidad, es una «enemistad». Se habla finalmente de la ley, con sus múltiples ordenanzas, y que es considerada como el fundamento de esta enemistad, y que, por lo tanto, tiene que ser desplazada.
Que esta enemistad era una realidad, lo atestiguan innumerables textos antiguos. El judío no podía experimentar sino repugnancia frente a los incircuncisos. Sólo Israel había sido escogido, y sólo él se había mantenido puro, al menos fundamentalmente, frente a las abominaciones del mundo pagano: idolatría, lujuria y derramamiento de sangre inocente. Frente a este mundo pagano, corrompido y corruptor, no había más que una defensa: la separación, la separación exterior e interior; y una parte de esta separación era precisamente la execración de este mundo. Para llegar aquí estaba sobre todo la expresa voluntad de Dios, la ley, que con sus innumerables ordenanzas (principalmente sobre lo puro y lo impuro) absorbía de tal manera la vida del judío observante que hacía imposible una convivencia con el no judío.
Así se comprende también que este desprecio, esta acentuada actitud de privilegio entre los pueblos, fuera correspondido con un fuerte odio por parte de los gentiles. En un mundo que bajo el influjo de la filosofía estoica tendía precisamente a una común convivencia humana, el judío, en su orgullosa singularidad, fue considerado como el «enemigo del género humano» (Tácito) y tratado como tal. La ley era el baluarte que separaba. Una vez caída la ley, la separación y la enemistad se suprimían.
Pero la ley venía de Dios y tiene como finalidad vincular al hombre con Dios por medio del amor y de la obediencia. ¿Cómo podría suprimirse la ley, sin que en su lugar reinara la anarquía? Dios encontró el camino. Suprimió la ley, haciendo que su Hijo la cumpliera a satisfacción una vez por todas, no ya en sus prescripciones menudas, sino en aquello que era el sentido y la intención de la ley: la obediencia y el amor. Así ocurrió, hallando su máxima expresión en la crucifixión del Señor. Esto es lo que se quiere decir, cuando en nuestro texto se escribe: «En su carne ha abolido la ley», o sea la ley formulada en ordenanzas y prescripciones, no su sentido íntimo y duradero.
Y Cristo ha cumplido esta ley como segundo Adán, o sea para toda la humanidad. De ahora en adelante ya no hay más que un camino para ir a Dios: entrar (por la fe y los sacramentos) en el cumplimiento de la ley de Cristo, en su obediencia y su muerte por amor, consiguientemente, en su resurrección y gloria. Esto, por otra parte, es suprimir la ley, pero de la manera más digna de Dios y más feliz para la humanidad.
b) Ha hecho de los dos un solo hombre, y los ha reconciliado con Dios (2,15b-16).
... 15b para crear en sí mismo a los dos en un solo hombre nuevo, hacer la paz; 16 y reconciliar con Dios a unos y a otros, en un solo cuerpo, mediante la cruz, matando en sí mismo la enemistad.
Aquí se trata de una nueva creación. Y esta nueva creación se realiza en Cristo. Él es el que reúne en sí los dos bandos, para hacer de ellos «un solo hombre nuevo».
Verdaderamente es ésta una obra unificadora, que sobrepuja infinitamente a todo lo que suene a paz, reconciliación y amor. De esta manera la paz y el amor quedan anclados en bases firmes y seguras, como solamente podría hallarlas la sabiduría de Dios, efectuarlas la omnipotencia de Dios y hacerlas realidad el amor de Cristo. ¡Los hermanos, antes enemigos, y ahora «un hombre nuevo» en Cristo! ¿Qué de extraño tiene que venga la paz a dominarlo todo? Por eso añade Pablo, como una especie de resonancia que repite el tema dominante: «hacer la paz».
El «hombre nuevo» es Cristo resucitado por el Espíritu (Rom 1,4), que ha cambiado su «cuerpo de carne» en un «cuerpo espiritual» (lCor 15,46), y lo ha capacitado para permanecer él mismo y poder, no obstante, agregarse la multitud hasta formar un solo cuerpo.
«...y reconciliar con Dios a unos y a otros, en un solo cuerpo mediante la cruz». Este «un solo cuerpo» no puede ser más que el cuerpo crucificado de Jesucristo. En Él han muerto judíos y gentiles, porque el que pendía de la cruz incluía como segundo Adán a toda la humanidad. En un primer momento los hombres pertenecen a Cristo, segundo Adán, sólo «de derecho». Para llegar a la unidad con Él, la unidad que salva y que dispensa amor, basta corresponderle libre y espontáneamente en la fe y en el bautismo. Pero ello es ya posible, y precisamente para todos. Esta es la buena nueva de paz que hay que proclamar en el mundo.
c) Ha proclamado la paz, el acceso de todos al Padre (2,17-18).
... 17 y viniendo proclamó paz a vosotros los de lejos, y paz a los de cerca; 18 porque, por medio de El, unos y otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre.
Aquí uno se pregunta algo asombrado qué se quiere indicar con este «venir» y hasta qué punto Cristo ha «proclamado» la paz. Ahora bien, Él, que era el autor de la obra, también la ha proclamado, si no ya desde el principio, al menos después por su Espíritu. Los Hechos de los apóstoles narran cómo el mundo pagano empezó a tener entrada en la Iglesia, sin necesidad de pasar por la ley. Esto por una parte. Pero Cristo era el «mensajero del gran designio» (Is 9,5) mediante sus enviados: «enviados de Cristo» los llama san Pablo (2Cor S,20). Es interesante observar que aquí a Cristo se le ve desde lejos en sus enviados -o mejor dicho a través de ellos- y por este cauce se recibe su mensaje.
Una vez más resume Pablo en qué consiste la paz de la que viene hablando: «porque, por medio de Él unos y otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre». Esta es la paz entre judíos y gentiles: el destino común es el único Padre, el nuevo camino común es Cristo solo, el Señor; la fuerza común es el Espíritu Santo, que, en su calidad de amor de Dios, derramado en nuestros corazones, nos hace accesible el camino. ¿Y qué significa esto, sino el acceso a la vida trinitaria amorosa de Dios mismo? Y esto se realiza (a base de la eterna procedencia del Hijo respecto del Padre) precisamente en esta vuelta del Hijo al Padre en el Espíritu Santo; vuelta, en la que ahora la humanidad toma parte misteriosamente. Pero es muy interesante observar que aun este altísimo misterio no se trae aquí a colación por sí mismo, sino como causa de la paz entre gentiles y judíos. Lo mismo pasó antes con la reconciliación del mundo con Dios, ese punto capital de todo el acontecimiento salvador; no se trataba del tema por sí mismo, sino en tanto en cuanto se llevaba a feliz efecto en un cuerpo, y tenía así una eficacia aglutinadora. Con mucha frecuencia las expresiones paulinas teológicamente más importantes se deben, no a una intención doctrinal premeditada, sino quizá a una intención secundaria del autor.
3. AHORA LOS GENTILES SON CIUDADANOS COMPLETOS EN EL PUEBLO DE DlOS Y MIEMBROS
DEL ÚNICO TEMPLO DE DlOS (2/19-22).
19 Así pues, ya no sois extranjeros ni meros residentes, sino que sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios, 20 edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo su piedra angular Cristo Jesús, 21 en el cual toda construcción, bien ajustada, crece hasla formar un templo santo en el Señor, 22 en el cual también vosotros sois coedificados hasta formar el edificio de Dios en el Espíritu.
Pablo se demora, con la mejor alegría de su corazón, en la descripción de la nueva situación de sus hermanos procedentes del paganismo. Es el perfecto reverso del abandono religioso, de donde habían partido (2,11s). Ahora sucede todo lo contrario. «Ya no sois extranjeros». En la antigüedad el extranjero no tenía derechos ni protección, e incluso había algo de sabor a enemigo, cuando se hablaba de extranjero. «Ni meros residentes», o sea los que de hecho vivían en el país, pero solamente tolerados y sin tomar parte efectiva en Ia vida pública.
«Ahora sois conciudadanos de los santos». He aquí una doble expresión. Por una parte son «ciudadanos completos». Hoy no podemos hacernos una idea del orgullo con que el hombre antiguo se sentía «ciudadano» en su pequeña ciudad. Esto significaba libertad, protección legal, derecho de decidir en los asuntos públicos importantes, responsabilidad frente a una gran herencia sagrada. Esto es lo que para el antiguo ciudadano hacía la vida rica y digna de vivirse.
Por otra parte, no son solamente ciudadanos a secas, sino «conciudadanos de los santos». Aquí Pablo no está pensando sencillamente en los cristianos, sino ante todo en los que procedían del pueblo escogido. Según él, la Iglesia de Cristo comprende también el cielo con sus ángeles y sus santos, llegados ya a la meta. El autor de la carta a los Hebreos nos presenta así la Iglesia, en la que entran los nuevos convertidos (en oposición al Sinaí, con su ley de terror):«Os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial; a miríadas de ángeles, reunión festiva, a la asamblea de los primogénitos, inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a los espíritus de los justos llegados a la meta, y a Jesús, mediador de la nueva alianza, cuya sangre derramada habla más elocuentemente que la de Abel» (Hebr 12,22-24). Esto es la Iglesia, que al mismo tiempo está en la tierra y se asoma al cielo, y que por eso se llama ya la «Jerusalén celestial». Es la ciudad y la ciudadanía, en la que han entrado los paganos como «conciudadanos de los santos» (cf. Fil 3,20).
«. . .y familiares de Dios». Aunque el concepto de «ciudadanos» se refiere más bien a una estructura estatal, aquí este aspecto comunitario se presenta como casa de Dios en el sentido de una verdadera y propia familia. La palabra griega significa simplemente «perteneciente a la casa». Aquí se trata de la casa, de la familia de Dios, en la que Dios mismo es el Padre y Jesucristo el Hijo. En Él han sido llamados otros -muchos, todos- a entrar en esta filiación divina (1,5), y a convertirse en hijos en la casa de Dios. Pero hay todavía más: una casa es un hogar, con todo lo que esta palabra encierra de cálido y de íntimo; un hogar a ninguna otra cosa comparable, y que se estima doblemente cuando se le descubre y recibe por primera vez, como es el caso del niño expósito. Y esto eran precisamente los paganos, que ahora en la casa de Dios se han convertido en hijos: «Y seré para vosotros como Padre, y vosotros seréis para mí como hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso» (2Cor 6,18).
«...edificados sobre los fundamentos de los apóstoles y profetas». De la «casa» pasa Pablo a la imagen de la construcción de la casa, para resaltar una nueva dimensión de la situación de los étnicocristianos. Éstos no solamente están en la casa de Dios, sino que ellos mismos constituyen la casa, en calidad de piedras destinadas a la formación progresiva de los diversos bloques. Naturalmente, la posibilidad primaria de la construcción la da un cimiento firme, sobre el que se puede construir sólidamente. El cimiento significa solidez y arraigo, lo contrario de ese ser sacudidos por cualquier viento de doctrina, del que habla 4,14.
Pero el cimiento, sobre el que nos sostenemos, es digno de toda confianza: «los apóstoles y los profetas» Ambas palabras se suponen mutuamente. «Apóstoles» son los enviados, tras los cuales está el que los envía, Jesucristo, que a su vez es un enviado del Padre. Son los «doce», que Jesús ha enviado a todo el mundo con la promesa de estar con ellos hasta el fin de los tiempos, los doce y todos los que han asumido para continuar su misión. «Profetas» se llaman los del segundo grupo, que constituyen el cimiento de la Iglesia. Aquí sólo se refiere a los profetas del Nuevo Testamento; también en 3,5 y 4,31 son nombrados junto a los apóstoles. «Profeta» es el que habla en nombre de Dios, o sea que Dios utiliza como instrumento para hablar por medio de él. En un sentido más estricto y técnico es profeta el que posee el carisma de hablar de Dios, el «carismático», a través del cual el Espíritu Santo se hace palabra de alguna manera; ese Espíritu Santo de la formación de la Iglesia desplegó sorprendentemente sus extraordinarios dones o carismas. «Apóstoles y profetas» son el fundamento de la Iglesia, pero sólo como instrumentos visibles del que los ha enviado y los ha llenado con su Espíritu. Por eso son cimiento en cuanto que son portadores del mensaje, que no es otra cosa que Cristo. Por eso no hay ninguna contradicción con ese otro texto paulino de lCor 3,10: «Nadie puede poner otro cimiento, sino el que ya está puesto, Jesucristo.» Aquí se trata de que Pablo con su mensaje ha puesto precisamente este cimiento: Jesucristo. A base de este mensaje el Apóstol se convierte necesariamente en cimiento para aquellos que creen en su palabra. «...siendo su piedra angular Cristo Jesús». La palabra griega significa propiamente «lo que constituye el vértice de un ángulo», lo cual, referido a «piedra», da realmente el sentido de «piedra angular». Algunos ilustres comentaristas modernos pretenden traducir la palabra por «clave de bóveda». Otros entienden por «piedra angular», que mantiene unidos los dos muros, la función de Cristo, en quien se encuentran las dos fracciones de la humanidad: judíos y gentiles. Pero quizá será mejor no tomar la expresión en un sentido arquitectónico demasiado técnico. Pablo está citando prácticamente Is 28,16: «Así ha hablado el Señor: tened en cuenta que soy yo el que pongo en Sión una piedra fundamental, una piedra aquilatada, una piedra angular de alto valor, muy bien cimentada. El que cree, no será confundido». A esto se refiere Pablo, y lo que le atribuye a Cristo como piedra angular es algo decisivo para la construcción, decisivo para su posición y decisivo para su íntima cohesión. Y aquí, donde se trata de que los paganos pueden entrar en la casa de Dios contribuyendo ellos mismos a la construcción, lo más importante es esto precisamente: Cristo está con todo su ser presente en esta obra constructiva, dando la dirección de una manera decisiva. El influjo de esta piedra angular penetra todo el ,conjunto. «.. .en el cual toda construcción bien ajustada crece hasta formar un templo santo en el Señor». Este es el objetivo: llegar a ser un templo santo. La Iglesia, sobre todo la Iglesia local, como templo de Dios es un pensamiento frecuente y prácticamente importante para Pablo. En este sentido se entiende su amenaza a los corintios: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? El que destruya el templo de Dios (por la división y la desunión), Dios lo destruirá a él; pues el templo de Dios es sagrado, y ese templo sois vosotros» (lCor 3,16s). La exhortación imperiosa a mantener la santidad del templo, por el que Dios vigila celosamente, se refiere en nuestro texto al objetivo feliz de la vocación; objetivo que da un nuevo contenido a la vida de los étnicocristianos: existir para Dios, para su culto, para su gloria.
Merece la pena observar que aquí el pensamiento de la salvación de los individuos pasa totalmente a segundo plano. El cristiano encuentra la dignidad y la grandeza de su existencia en la obra de conjunto, a la que tiene que servir, o sea que surja el templo de Dios y que sea digno de Dios. A esta obra sirve el cristiano no sólo con todo lo que hace, sino con todo su ser, en su calidad de parte constituyente del templo de Dios, de una manera única e insustituible. Y para subrayar que la santidad del templo y de todos los miembros que lo construyen, sólo en Cristo tiene su fuente, añade precisamente la expresión «en el Señor». Es como si Pablo, por un momento, hubiera perdido de vista a los étnicocristianos, completamente atraído por el contenido de lo que todo esto significa para él mismo. Así ahora repite el mismo pensamiento otra vez, refiriéndolo expresamente a los étnicocristianos: «...en el cual, también vosotros sois coedificados hasta formar el edificio de Dios en el Espíritu». De nuevo el eco trinitario que corona toda la exposición anterior: por Cristo, hacia Dios, en el Espíritu Santo.
Volviendo hacia atrás los ojos: Pablo tiene que haber sentido todo esto muy íntimamente, cuando, desbordante de alegría, les da la bienvenida a los neófitos en la casa de Dios con esta descripción de su nueva situación, y llamándoles felices por ello mismo.