CATEQUESIS DEL PAPA en la
audiencia general del miércoles, 12 de diciembre
1. El cántico que acabamos de proclamar está constituido por la primera parte de un largo y hermoso himno que se encuentra insertado en la traducción griega del libro de Daniel. Lo cantan tres jóvenes judíos arrojados a un horno ardiente por haberse negado a adorar la estatua del rey babilonio Nabucodonosor. La Liturgia de las Horas, en las Laudes del domingo, en la primera y en la tercera semana del Salterio litúrgico, nos presenta otra parte de ese mismo canto.
Como es sabido, el libro de
Daniel refleja las inquietudes, las esperanzas y también las expectativas
apocalípticas del pueblo elegido, el cual, en la época de los Macabeos (siglo
II a. C.) luchaba para poder vivir según la ley dada por Dios.
En el horno, los tres jóvenes,
milagrosamente preservados de las llamas, cantan un himno de bendición dirigido
a Dios. Este himno se asemeja a una letanía, repetitiva y a la vez nueva:
sus invocaciones suben a Dios como volutas de incienso, que ascienden en formas
semejantes, pero nunca iguales. La oración no teme la repetición, como el
enamorado no duda en declarar infinitas veces a la amada todo su afecto.
Insistir en lo mismo es signo de intensidad y de múltiples matices en los
sentimientos, en los impulsos interiores y en los afectos.
2. Hemos escuchado proclamar
el inicio de este himno cósmico, contenido en los versículos 52-57 del capítulo
tercero de Daniel. Es la introducción, que precede al grandioso desfile de las
criaturas implicadas en la alabanza. Una mirada panorámica a todo el canto en
su forma litánica nos permite descubrir una sucesión de elementos que componen
la trama de todo el himno. Este comienza con seis invocaciones dirigidas
expresamente a Dios; las sigue una llamada universal a las "criaturas todas
del Señor" para que abran sus labios ideales a la bendición (cf. v. 57).
Esta es la parte que consideramos hoy y que la liturgia propone para las Laudes del domingo de la segunda semana. Sucesivamente el canto seguirá convocando a todas las criaturas del cielo y de la tierra a alabar y ensalzar a su Señor.
3. Nuestro pasaje inicial se repetirá una vez más en la liturgia, en las
Laudes del domingo de la cuarta semana. Por eso, ahora sólo elegiremos algunos
elementos para nuestra reflexión. El primero es la invitación a la bendición:
"Bendito eres, Señor", que al final se convertirá en
"Bendecid".
En la Biblia hay dos tipos de
bendición, relacionadas entre sí. Una es la bendición que viene de Dios:
el Señor bendice a su pueblo (cf. Nm 6, 34-27). Es una bendición
eficaz, fuente de fecundidad, felicidad y prosperidad. La otra es la que sube de
la tierra al cielo. El hombre que ha gozado de la generosidad divina
bendice a Dios, alabándolo, dándole gracias y ensalzándolo:
"Bendice, alma mía, al Señor" (Sal 102, 1; 103, 1).
La bendición divina a menudo se
otorga por intermedio de los sacerdotes (cf. Nm 6, 22-23. 27; Si
50, 20-21), a través de la imposición de las manos; la bendición humana, por
el contrario, se expresa en el himno litúrgico, que la asamblea de los fieles
eleva al Señor.
4. Otro elemento que
consideramos dentro del pasaje propuesto ahora a nuestra meditación está
constituido por la antífona. Se podría imaginar que el solista, en el templo
abarrotado de pueblo, entonaba la bendición: "Bendito eres, Señor",
enumerando las diversas maravillas divinas, mientras la asamblea de los fieles
repetía constantemente la fórmula: "A ti gloria y alabanza por los
siglos". Es lo que acontecía con el salmo 135, generalmente llamado
"Gran Hallel", es decir, la gran alabanza, en la que el pueblo
repetía: "Es eterna su misericordia", mientras un solista
enumeraba los diversos actos de salvación realizados por el Señor
en favor de su pueblo.
Objeto de la alabanza, en nuestro
salmo, es ante todo el nombre "santo y glorioso" de Dios, cuya
proclamación resuena en el templo, también él "santo y glorioso".
Los sacerdotes y el pueblo, mientras contemplan en la fe a Dios que se sienta
"en el trono de su reino", sienten sobre sí la mirada que
"sondea los abismos" y esta conciencia hace que brote de su corazón
la alabanza. "Bendito..., bendito...". Dios, "sentado sobre
querubines", tiene como morada "la bóveda del cielo", pero está
cerca de su pueblo, que por eso se siente protegido y seguro.
5. El hecho de que este cántico
se vuelva a proponer en la mañana del domingo, Pascua semanal de los
cristianos, es una invitación a abrir los ojos ante la nueva creación que tuvo
origen precisamente con la resurrección de Jesús. San Gregorio de Nisa, un
Padre de la Iglesia griega del siglo IV, explica que con la Pascua del Señor
"son creados un cielo nuevo y una tierra nueva (...), es plasmado un hombre
diverso, renovado a imagen de su creador por medio del nacimiento de lo
alto" (cf. Jn 3, 3. 7). Y prosigue: "De la misma
manera que quien mira al mundo sensible deduce por medio de las cosas visibles
la belleza invisible (...), así quien mira a este nuevo mundo de la creación
eclesial ve en él a Aquel que se ha hecho todo en todos llevando la mente, por
medio de las cosas comprensibles por nuestra naturaleza racional, hacia lo que
supera la comprensión humana" (Langerbeck, H., Gregorii Nysseni Opera, VI,
1-22 passim, p. 385).
Así pues, al cantar este cántico, el creyente cristiano es invitado a contemplar el mundo de la primera creación, intuyendo en él el perfil de la segunda, inaugurada con la muerte y la resurrección del Señor Jesús. Y esta contemplación lleva a todos a entrar, casi bailando de alegría, en la única Iglesia de Cristo.