CAPÍTULO 4


3. LA LUZ EN EL MUNDO (4/01-06).

Con una amplia riqueza de palabras y de imágenes, describe Pablo el ministerio apostólico como la luz de Dios en las tinieblas del mundo. Al hacerlo, explica de nuevo, con mayor claridad, sus verdaderos objetivos, para defender su ministerio y su conducta ministerial frente a las suspicacias y ataques de que era objeto en Corinto (4,2.5). Esto mismo ha hecho ya en los capítulos 2 y 3, desde perspectivas siempre nuevas.

a) Predicación sin astucia (4,1-2).

1 Por lo tanto, investidos de este ministerio, como misericordiosamente lo hemos sido, no desfallecemos.

Pablo repite una vez más: lo que hace de un hombre un apóstol no es su propio merecimiento o su capacidad, sino la misericordia de Dios (que le llama y le habilita para el ministerio apostólico). Y como sabe que no depende de los hombres, sino que le ayuda la gracia de Dios, no se cansa ni desfallece, ni siquiera frente a las dificultades que tiene que superar en Corinto.

2 Por el contrario, hemos renunciado a los encubrimientos vergonzantes, no procediendo con astucia, ni falsificando la palabra de Dios, sino, con la manifestación de la verdad, recomendándonos a nosotros mismos a toda conciencia humana delante de Dios.

Pablo sabe que puede tener la conciencia tranquila. No tiene que avergonzarse de secretas iniquidades. ¿Qué quiere decir con esto? Se trata de las mismas imputaciones y acusaciones que ya ha mencionado con anterioridad: «Nuestra invitación no procedía de error o de mala conciencia, ni se fundaba en el engaño... Porque nunca procedimos con palabras de adulación, como sabéis, ni con pretexto de codicia» (lTes 2,3-5). Pablo piensa en las acusaciones de codicia (12,7s), de hipocresías en su conducta (1,13s), de adulteraciones de la palabra de Dios (2,17). Él ejerce el verdadero servicio del apóstol, predicando el Evangelio verdadero sobre el plan y la obra de Dios. Si el Evangelio no es escuchado y aceptado en todas partes, la culpa no es de la predicación de Pablo. Así como antes ha asegurado la sinceridad de su palabra (3,12), ahora afirma solemnemente de nuevo la rectitud de su conciencia ante Dios y ante los hombres.

b) Ceguera e incredulidad (4,3-4a).

3 Y si nuestro Evangelio todavía velado, lo está en aquellos que van camino de perdición: 4a en aquellos incrédulos cuya mente obcecó el dios de este mundo...

Pablo se defiende en especial contra la acusación de que su predicación es incomprensible y obscura y que se calla lo importante. Pablo ha sido acusado ya otras veces de esto mismo por sus adversarios. Por qué y con qué fundamento, no está claro para nosotros. En todo caso, el apóstol concede que hay cosas obscuras en su Evangelio, pero sólo para los incrédulos, para los que van camino de perdición. Es bien cierto que la gloria del Evangelio está encubierta para aquellos cuyos sentidos ha cegado Satán, de tal modo que no pueden ver la luz del Evangelio, sino que permanecen en las tinieblas de la incredulidad.

c) Resplandor de la fe (4,4b-6).

4b ...para que no vean el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios.

El Evangelio tiene un brillante resplandor. Lo recibe de la gloria de Cristo que procede, a su vez, de que Cristo es imagen de Dios. Para Pablo la palabra «imagen» significa algo esencialmente distinto de lo que entendemos en nuestro lenguaje actual. Para nosotros «imagen» significa la copia de una persona. La persona permanece en su lejanía, mientras que la copia, debido a la semejanza con lo copiado, debe traernos el recuerdo del modelo inicial. Para Pablo, en la copia se hace visible y manifiesto lo copiado 35. Y así, a Cristo se le puede llamar «imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). Esta expresión no es una débil comparación, sino que para Pablo tiene el valor de una fórmula doctrinal de fe. No quiere decir que Cristo sea algo parecido a Dios, una mera copia de la divinidad. Pablo quiere afirmar, como fe suya y de la Iglesia, que en Cristo se ha manifestado en el mundo y ha entrado en el mundo el Dios eterno. Cristo es la imagen eterna de Dios. Es la manifestación (epifanía) de Dios en el mundo. En este mismo sentido dice Cristo en el evangelio de Juan: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9).
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35. Así entiende el judaísmo (y la antigüedad, en general) la naturaleza de la imagen. Por eso precisamente prohíbe el decálogo que se hagan imágenes de Dios (/Ex/20/04s).
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5 Pues no nos proclamamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor, y a nosotros como a servidores vuestros por amor a Jesús.

Pablo insiste de nuevo en la defensa de su servicio. Él no se predica a sí mismo, sino a Cristo. No puede predicarse a sí mismo en ningún concepto. En efecto, su predicación dice siempre lo mismo: que Cristo es el Señor. La confesión «Cristo es el Señor» significa que el Mesías, levantado de la muerte a la gloria de Dios, es el Señor de la Iglesia y del mundo. Está aquí condensada la fórmula más breve de confesión de fe de la Iglesia primitiva 36. En esta predicación suya reconoce Pablo a Cristo como su Señor personal y a sí mismo como servidor de Cristo. Así pues, no se puede predicar a sí mismo, sino sólo siempre a este Señor. Como servidor de Cristo- y por amor a su Señor- es servidor de los demás, también de la Iglesia de Corinto. El mismo Cristo se hizo servidor de todos y pudo decir de sí mismo: «El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). Aludiendo a este ejemplo, amonesta el mismo Pablo: «Nada hagáis por rivalidad ni por vanagloria, sino más bien, con humildad, teniéndoos recíprocamente como superiores; no atendiendo cada uno solamente a lo suyo, sino también a lo de los demás. Tened entre vosotros estos sentimientos, los mismos que tuvo Cristo Jesús... que... se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,3-5.8), El servidor de este Señor no puede hacer otra cosa sino servir a los demás.
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36. Cf. 1Co 8,6; 12,3; Flp 2,11.
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6 Porque Dios, que dijo: «De entre las tinieblas brille la luz», es quien hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo.

Pablo ha dicho de la gloria de Cristo que es la gloria de Dios (4,4). Ahora, en una grandiosa visión a través de la historia y de la historia de la salvación, concibe a Dios como el origen de toda luz y de toda gloria en el mundo. Fue Dios el que, al principio de la creación, hizo la luz, como se relata en las primeras líneas de la Escritura: «Dijo Dios: Haya luz. Y hubo luz» (Gén 1,3). Este mismo Dios brilla de nuevo sobre la faz de Cristo, por medio del cual se revela al mundo. Y brilla siempre, una y otra vez en los corazones de los que creen. Acaso Pablo piense en la hora de su conversión de Damasco, cuando Jesús, a quien perseguía, se le reveló como el Cristo de la gloria 37.

Pero él quiere ir más lejos y hablar de la fe en general: la luz y la claridad de la fe son producidas siempre por la clara luz de Dios, que brilla sobre el rostro de Cristo. Dios es siempre, desde el comienzo, aquel que crea la luz en las tinieblas, porque él mismo es luz. Este mismo y único Dios se hace visible constantemente en la historia de la salvación en acciones y palabras, en gestos y símbolos. Similarmente, el Evangelio de Juan dice que Cristo, como luz de Dios, estuvo siempre en el mundo, pero que ahora se ha revelado en su plenitud (Jn 1,4.5.9) 38. En frases como la de 4,4 y 4,6 intenta explicar Pablo el origen de la fe y de la incredulidad. Y afirma que ninguna de las dos, fe o incredulidad, son una mera decisión del hombre. Cuando el hombre pasa de largo ante Dios, sin creer, puede pensar, desde luego, que lo hace por propia decisión. Pero Pablo afirma que es porque le ha cegado su enemigo, Satán (4,4). Cuando el hombre llega a la fe, no puede gloriarse de ello. Es Dios quien instala la fe en el corazón por medio de su luz (4,6). Desde luego, Pablo no niega que en la fe o la incredulidad se dé también una decisión personal del hombre, pues habla repetidas veces de «la obediencia a la fe» (Rom 1,5). En la fe escucha el hombre a Dios y en la obediencia le sigue, mientras que en la incredulidad rehúsa oir y obedecer. En Pablo se dan, y no en escaso número, estas afirmaciones opuestas acerca de la conducta y la acción de Dios y del hombre, que son difíciles de conciliar desde una perspectiva lógica. Pero la fe sabe que estas afirmaciones describen una realidad en la que Dios y el hombre actúan de consuno, Dios como soberano Señor, y el hombre como siervo que escucha y como amigo.
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37. Hch 9,3; Ga 1,15s, 38. Los padres de la Iglesia han interpretado la Sagrada Escritura desde esta afirmación fundamental de que puede llegarse a conocer a Dios a través de sus acciones salvíficas, siempre iguales. Dios es -para citar un ejemplo- el que purifica y santifica en el agua, casta y fecunda. Por tanto, los padres aplican al sacramento del bautismo todos aquellos pasajes del Antiguo Testamento en los que Dios salva por medio del agua Y así, cuando la liturgia consagra actualmente el agua bautismal en la noche de pascua, se leen y se aplican al bautismo los relatos de la creación de las aguas, del diluvio y del paso de Israel por el mar Rojo.
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4. ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE (4/07-18).

Un nuevo círculo de ideas se abre en 4,7-5,10. Pablo sigue describiendo el servicio del apóstol. Ahora muestra cómo en la vida y en el ministerio apostólico se asocian la vida y la muerte, el tiempo y la eternidad. En una primera parte (4,7-18) aparece la vida del apóstol como un tránsito de la muerte a la vida. El discípulo sigue a su Señor, en una comunidad íntima de vida y de sufrimientos, a través de la pasión, hasta la gloria. El peso de la pasión pone en libertad, para este tiempo, las fuerzas de la paciencia, de la constancia, de la esperanza y de la seguridad de la salvación.

a) El apóstol y la vida y muerte de Jesús (4,7-13).

7 Pero este tesoro lo llevamos en vasos de barro, para que se vea que este extraordinario poder es de Dios y no de nosotros.

Pablo ha descrito la gloria como distintivo del ministerio apostólico. Pero la realidad parece ser muy diferente. La realidad es sufrimiento, persecución, abatimiento. El mismo Pablo ve la contraposición. Pero hay otros, tanto judíos como romanos -incluidos los corintios-, que perciben el contraste con mucha más brutalidad que el apóstol. Este contraste es lo que intenta explicar ahora.

Desde luego, el ministerio apostólico es un tesoro inapreciable. Pero depositado en vasos de barro. La imagen tiene un doble sentido. El tesoro está contenido en un recipiente que no tiene ningún valor, que no permite adivinar que encierra en su interior una cosa preciosa. Quien sólo ve el vaso de barro, no sospecha que hay un tesoro. Pero, además, un vaso de barro es un recipiente extremadamente frágil. Debe ser guardado con suma precaución. Si se rompiera el vaso, se perdería el tesoro, falto de protección y consistencia. El apóstol tiene que saber que cuando fue llamado se le concedió un gran tesoro, y debe conservarlo con un servicio fiel. La imagen es válida además, para todos los discípulos, en general. El hombre exterior, sometido a la pasión y la muerte, oculta en su interior, como un tesoro, una naturaleza y una vida espiritual superior a todo, y la posesión salvífica de una gracia inapreciable.

Pablo descubre el sentido de la contraposición entre el vaso y su contenido. Si el apóstol fuera un hombre que actuara y llamara la atención por sus cualidades externas, se le atribuirían a él los éxitos, y entonces la acción divina no sería ni conocida ni alabada. Por eso Dios hace que los depositarios de su gracia sean hombres frágiles, para que se conozca que su fuerza es fuerza de Dios, que emana de Dios, y no pueda ser confundida con la fuerza humana. Así, la fuerza del apóstol se manifiesta como extraordinario poder de Dios. Es poder extraordinario porque desborda todas las normas usuales entre los hombres. El apóstol, como todo cristiano, experimenta siempre dos cosas: su propia miseria y la ayuda todopoderosa de Dios.

8 Nos vemos atribulados por todas partes, pero no abatidos; acorralados, pero no sin esperanza de un resquicio; 9 perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados...

En los versículos 8-12 se contraponen en diversos aspectos la debilidad humana y la fuerza divina, primero con fórmulas concisas y luego con frases más largas. El primer miembro describe siempre la pesada carga de sufrimiento que el apóstol debe soportar; el segundo miembro testifica siempre que el apóstol nunca se verá abatido, y en esto se manifiesta justamente la fuerza de Dios. Esta es la maravilla, siempre nueva, experimentada por la fe.

El apóstol (y todo creyente, absolutamente hablando) es perseguido por el enemigo, pero nunca es abandonado a su suerte por el auxiliador divino. Acaso el perseguidor llegue a poner las manos sobre su víctima y consiga derribarle con su fuerza salvaje. Pero, como a través de un milagro, se verá imposibilitado de asestar el golpe definitivo y mortal.

10 ...llevando siempre y por todas partes, en el cuerpo, el estado de muerte que llevó Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

Hasta ahora los contrastes se habían formulado desde aspectos humanos, en general. A partir de aquí adquieren un carácter íntimamente cristiano y creyente. Pablo se sabe expuesto a un morir constante, y esto trae a su memoria los continuos peligros y privaciones, las cargas corporales y espirituales que amenazan aplastarle. Está siempre en peligro de muerte. Y puede comprender por qué debe ser así, cuando piensa en el mismo Jesús, que pasó a la vida a través de la muerte. Así como el apóstol anuncia la pasión de Jesús 39, así también debe exponerla y realizarla en su propia vida. Pero, de acuerdo con la historia de la vida de Jesús, cuando el peligro de muerte es más apurado, sobreviene el cambio. Jesús pasó, a través de la muerte, a la muerte, a la nueva vida, conseguida en la resurrección y en la subida al Padre.

También el apóstol, después de su pasión, vive esta vida. La vive ya ahora como la fuerza que supera todo sufrimiento y preserva de la aniquilación la vida corpórea, y la vive también, y sobre todo, como la fuerza inmaterial y espiritual que se afirma frente a todo sufrimiento.

Esta fuerza de la vida actual llegará a su plenitud en la futura vida eterna (4,14). Pablo habla una y otra vez de la vida y la muerte como de la ley del ser cristiano: «Padecemos con él y así también con él seremos glorificados» (Rom 8,17). O bien: «Para conocerlo a él, la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos» (Flp 3,10). Estas frases son come el cumplimiento de la sentencia del Señor: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame» (Mc 8,34).
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39. En la predicación: ICor 1,23; 2,2; Ga 3,1; en la liturgia: ICor 1 1,26.
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11 Pues nosotros, aunque vivos aún, nos vemos siempre entregados a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal.

Vida y muerte, muerte y vida, no son cosas sucesivas; acontecen ambas al mismo tiempo en un mismo creyente. Así, Cristo es la forma de la vida del discípulo, pues ambas se encuentran dentro de una misma comunión de sufrimiento y vida.

Pablo habla repetidas veces de esta comunión de muerte y vida con Cristo, especialmente en el gran capítulo sobre el bautismo en la carta a los Romanos. En él se dice: «Por medio del bautismo fuimos juntamente con él sepuItados en su muerte... así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. Porque, si estamos injertados en él, por muerte semejante a la suya, también lo estaremos en su resurrección» (véase todo el pasaje Rom 6,3-11). Aquí, la muerte y la vida de Cristo no son sólo un ejemplo de imitación moral, sino un prototipo, que se repite en el cristiano mediante la eficacia de los sacramentos, que se extiende hasta él y que él debe llevar a su plenitud en su propia vida. En 2Cor 4 Pablo no habla expresamente de esta muerte y resurrección sacramental. Pero sacramento y vida son cosas inseparables para Pablo. Así, la doctrina del bautismo de la carta a los Romanos (cap. 6) forma unidad con la doctrina de la vida de la segunda carta a los Corintios (cap. 4), del mismo modo que deben formar unidad en toda vida cristiana.

12 Así la muerte opera en nosotros, y en vosotros la vida.

Pablo concluye la línea de su pensamiento con un brusco cambio de dirección. Vuelve a repetir, sintetizando, que la muerte opera en él. Pero no dice, siguiendo la línea lógica, que también actúa en él la vida, sino que la vida opera en vosotros. Esta vida es la riqueza espiritual de la comunidad de Corinto y, rebasando Corinto, de toda la Iglesia. Pablo piensa así no sólo porque la comunidad ha sido edificada por la palabra y las fatigas del apóstol. Se da aquí una correspondencia intima de entrega, de representación y de salvación, en virtud de la cual la muerte de uno es la vida de otro. Se expresa así la conciencia del apóstol, de que es no sólo maestro, guía y padre de la comunidad, sino sacerdote e intermediario, que se ofrece a sí mismo por la Iglesia y de cuyo sacrificio brota la vida de aquélla. La ofrenda de la vida del Apóstol produce frutos en la Iglesia. «Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero, si muere, produce mucho fruto» (Jn 12,24).

13 Pero, teniendo el mismo espíritu de la fe según lo que está escrito: «Creí y por eso hablé» (Sal 116,10), nosotros también creemos y por esto hablamos...

Pablo ha puesto al descubierto, sin reservas, sus tribulaciones y necesidades. Puede hablar de sus flaquezas, experimentarlas día tras día, porque habla en la fe. A esto se debe que no pueda abatirle la conciencia de su debilidad. Habla con aquel mismo espíritu de fe con que oraba el salmista, liberado de un peligro de muerte... «Yo creí y por eso puedo cantar las alabanzas de Dios» (Sal 116,10). Así, la fe confesará y experimentará siempre las maravillas de Dios. Pero el hombre no puede ya, sin más, decidirse a creer por su sola decisión personal. La fe es un efecto del Espíritu, una obra de Dios en el hombre (4,6).

b) La Iglesia y la vida y muerte de Jesús (4,14-15).

14...sabiendo que el que resucitó al Señor Jesús, nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos presentará juntamente con vosotros.

La fuerza que permite a Pablo, a pesar de todas sus tribulaciones, hablar y actuar, es la fe en el Señor resucitado40. En efecto, la resurrección de Cristo es garantía de la resurrección; la vida del resucitado es fundamento de la vida indestructible de la Iglesia. El Dios eterno, que no abandonó a Cristo en la muerte, no permitirá que ninguna fe sea en balde, ni dejará la vida abandonada a la muerte. Pablo expone esta idea insistentemente cuando predica la resurrección: «El que resucitó a Jesús de entre los muertos, dará vida también a nuestros cuerpos mortales» (Rom 8,11); o bien: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicias de los que están muertos» (ICor 15,20).

Después de la resurrección, los resucitados son presentados ante el trono de Dios, pero no para ser juzgados, sino realmente como en triunfo: «Ahora ya os ha reconciliado por su cuerpo de carne, mediante la muerte, para presentaros santos, sin tacha e irreprochables ante él» (Col 1,22). Pablo se refiere, en primer término, a su propia persona. Pero no puede hablar de su esperanza de vida sin incluir a la comunidad. También en la vida eterna están unidos el apóstol y su Iglesia. La expresión empleada indica muy bien que, aun sin pensarlo expresamente, Pablo da por supuesto que la comunión personal iniciada en la tierra se continuará también en el cielo, es decir, que el apóstol sabe que se dará lo que nosotros llamamos «encuentro personal».
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40. El Nuevo Testamento habla desde luego de la resurrección de Jesús (Mc S,31; Act 10,41; lTes 4,14), pero también, y más frecuentemente aún, de que Jesús es despertado, levantado (texto griego: egerthenai, anestesen, etc.) de entre los muertos (Mt 16,21; 28,6s; Act 2,24; 13,33s; Rom 4,24s; ICor 15,4 y passim). En la primera expresión, utilizada hoy casi en exclusiva, se acentúa más el poder mismo de Jesús; en la segunda, el amor del Padre, que ha despertado a su Hijo de entre los muertos.
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15 Todo esto por vosotros; a fin de que la gracia, multiplicándose al pasar por tantos, haga abundar la acción de gracias para la gloria de Dios.

El apóstol y la comunidad forman un todo. Todo cuanto el apóstol proyecta, hace y padece, sucede por vosotros, por la Iglesia. Sin embargo, el fin último y definitivo no es la Iglesia, sino la honra y gloria de Dios. La gracia divina, que llama y lleva a la fe, debe amplificarse cada vez más, a medida que son más los que llegan a la fe. Cuantos más creyentes, más oraciones y más acciones de gracias a Dios. El fin último de toda predicación y de todo trabajo misionero es llegar a crear un poderoso coro de acción de gracias que suba de la tierra al cielo (véase el comentario 1,11; 9,12).

c) Tiempo y eternidad (4,16-18).

16 Por eso no desfallecemos; por el contrario, aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, nuestro hombre interior, sin embargo, se va renovando día tras día.

Pablo resume las confesiones que ha expuesto anteriormente (4,7-12) y les pone fin con sentencias densa y sólidamente formuladas 41. El hombre exterior, es decir, la parte corporal y perecedera del hombre, puede destruirse, y su fuerza vital puede agotarse. Pero el hombre interior, que es la parte espiritual e imperecedera del hombre, o, cristianamente entendido, el hombre determinado por la fe y el Espíritu, el Cristo en devenir en los cristianos, es creado nuevamente día tras día por la fuerza y el amor de Dios. Este hombre interior es «el hombre nuevo, que se va renovando... según la imagen del que la creó» (Col 3,10), la «nueva criatura» (2Cor 5,17) por antonomasia.
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41. Pablo emplea aquí, acaso sin caer en la cuenta, el lenguaje de la filosofía religiosa griega (y también greco-judaica) de su época, que, lo mismo que el apóstol, habla del hombre corporal exterior y del hombre espiritual interior (parecidamente también en Rom 7,22; Ef 3,16). En la época del Nuevo Testamento un escrito de mentalidad religiosa greco-oriental (Corpus Hermeticum) dice (1,15): «EI hombre es una doble naturaleza, mortal en cuanto cuerpo, pero inmortal en cuanto a la naturaleza humana». Cf. la nota 42.
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17 Porque el momento pasajero de nuestra tribulación va produciendo en nosotros un peso eterno de gloria cada vez más inmenso.

La salvación que la fe experimenta ya ahora día tras día, aparecerá también como la salvación futura y definitiva del último día. La tribulación actuaI es -comparada con la gloria futura- pequeña. «Los sufrimientos del tiempo presente no merecen compararse con la gloria venidera que en nosotros será revelada» (Rom 8,18). De la necesidad se hace gloria. Y esto, desde luego, no en el sentido de que el hombre paciente y mártir pueda merecer la recompensa eterna. Nadie dice con más energía que Pablo que la justificación, y más aún la gloria, son siempre un don y una gracia (Rm 3,24-28; Ef 2,8). Pero, mediante la gracia de Dios, la muerte engendra vida.

18 Nosotros no aspiramos a estas cosas que se ven, sino a las que no se ven. Porque las que se ven son efímeras, pero las que no se ven son eternas.

El mundo eterno, al que está orientada la fe, no es visible. Por tanto, el cristiano no busca las cosas visibles, sino las invisibles, tal como deduce la formulación conscientemente paradójica del texto. Que sean invisibles no disminuye en nada el valor de los bienes eternos, sino que, bien entendido, lo aumenta. En efecto, lo visible es perecedero, mientras que lo invisible es eterno. Por lo mismo, la fe no se contenta con las cosas visibles, sino que busca las invisibles. En otra ocasión, Pablo describe con palabras conmovidas y conmovedoras la fe y la vida en cuanto orientadas hacia la meta eternamente permanente (Flp 3,8-16). Parecidamente se expresa, sobre la fe, la carta a los Hebreos: «La fe es soporte de las realidades que se esperan, y prueba de las que no se ven» (Heb 11,1) 42.
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42. Los exegetas indican que (como en 4,16) también aquí parece que Pablo utiliza el lenguaje de la filosofía y la religión griegas (y greco-judaicas) que, como él, hablan de lo visible y perecedero, y de lo eterno e imperecedero: «Lo corpóreo es lo visible y perecedero, lo invisible es siempre igual e inmortal». Casi en la misma época neotestamentaria dice el Corpus Hermeticum 4,9: «Lo visible divierte; lo invisible nos deja ser incrédulos». Y nuevamente Séneca, Cartas, 58,24: «Son sólo imágenes, que conservan por poco tiempo su forma. Nada es consistente, nada es firme. Las deseamos como si siempre hubieran de existir, o como si siempre las hubiéramos de poseer. Débiles y perecederos, sólo permanecemos unos instantes. Levantemos nuestros corazones a lo que es eterno.» Estos ejemplos demuestran hasta qué punto la predicación del Evangelio se servía de las palabras y los conceptos contemporáneos para hacerse entender. No hay aquí una especie de mescolanza religiosa. En estos casos el Nuevo Testamento pretende decir a los oyentes lo mismo que Pablo en el Areópago: «Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciaros» (Act 17,23). El Evangelio no es hostil a la cultura; el mundo no es esencialmente malo y, por tanto, impugnable, sino que el Evangelio, la cultura auténtica y el verdadero humanismo pueden tener íntima conexión.