TEXTOS DE LA PRIMERA CORINTIOS

 

7/01-24

Pablo escribió la segunda carta a los Tesalonicenses mientras fundaba en Corinto una comunidad cristiana. A juzgar por esa carta, parece que Pablo creía entonces inminente el retorno de Cristo. Su predicación a los corintios debió de estar marcada por tal idea. Algunas de las dificultades de la comunidad de Corinto pueden deberse tanto a determinadas concepciones gnósticas como a la misma predicaci6n del Apóstol. ¿Cómo debe comportarse el hombre casado? Si la parusía del Señor está cerca, ¿no será más digno de la condición de cristiano abstenerse de toda relación conyugal? Tras las precisiones sobre la dignidad del cuerpo humano, estas preguntas exigían una palabra orientadora. La respuesta de Pablo debe interpretarse teniendo en cuenta todas las circunstancias del momento: su pensamiento sobre la venida del Señor, la crítica situación moral de la comunidad, ciertas tesis gnósticas asimiladas popularmente.

Pablo entiende el ascetismo en el matrimonio como una cosa excepcional y orientada hacia un interés espiritual superior. Según esto, "la continencia" puede ser positiva, pero advirtiendo que, lejos de ser «obligatoria», se trata de una "concesión" (v 6) y de algo que, en el caso concreto de los corintios y dada su situación moral, puede ser incluso negativo (2). Pablo establece como principio que ni el marido ni la mujer son dueños absolutos de su propio cuerpo sino que -por el matrimonio- cada uno de ellos se da y se debe totalmente al otro. Es importante subrayar que, al establecer este principio, el Apóstol no hace discriminación alguna entre el hombre y la mujer, sino que acentúa su igualdad (4). Una vez aclarado este punto importante, Pablo formula un deseo personal: «A todos les desearía que vivieran como yo» (7). La frase puede tener varios sentidos. Cabría, por ejemplo, interpretarlo así: si el estado matrimonial va ser motivo de preocupaciones, es mejor que el hombre sea célibe. Pero es claro que el texto no admite interpretaciones a favor de un estado o de otro, entre otras razones porque ambos son considerados carismas de Dios. Al margen del equilibrio psicológico, ser buenos esposos es también una gracia de Dios.

(Pág. 512 s.)


9/01-18

En este capítulo se rompe el ritmo de las cuestiones a que Pablo iba contestando. Ahora, de repente, el Apóstol hace una apología de su apostolado y de su condición de auténtico apóstol de Jesucristo. Este tema, central en la segunda carta a los Corintios, resulta más bien extraño en ésta; por eso, algunos han sugerido que podría tratarse de un fragmento procedente de otro escrito. Sea como fuere, lo cierto es que llegaron a Corinto ciertas personas que inquietaron a la comunidad y perturbaron su relación con Pablo. Eran cristianos que provenían de otras Iglesias, posiblemente de Palestina, y que empezaron a establecer comparaciones entre la manera de actuar de Pablo y la de los demás apóstoles. Pablo, «para no crear obstáculo alguno al evangelio de Cristo» (v 12), no quiso nunca vivir a costa de las comunidades evangelizadas, sino que trató de mantenerse con su propio trabajo. Como no hacía uso de un derecho que se reconocía a todo apóstol, estos cristianos llegados a Corinto comenzaron a decir que Pablo se comportaba así porque en realidad no era un auténtico apóstol. Pablo tiene que defenderse.

¿Qué constituye a un hombre en apóstol de Jesucristo? Pablo ha visto a Jesús (v 1). Aunque no lo acompañó cuando predicaba por tierras de Palestina durante su vida terrena, ha tenido, como los demás apóstoles, el privilegio de verlo resucitado en el camino de Damasco. Una experiencia personal, definitiva para su opción apostólica.

Pablo ha recibido el encargo de predicar el evangelio. Como los demás, no hace nada «por su voluntad» (17). La conciencia que tiene de su misión es la que puede tener uno que ha recibido una tarea de la que no se puede desentender (16) y de la que, por tanto, tampoco se puede gloriar. Si de algo puede gloriarse es precisamente de haber predicado el evangelio de balde (18), y éste es un orgullo al que Pablo no quiere renunciar (15). No implica juicio alguno sobre la forma de actuar de otros; es más bien una característica de su actuación práctica.

Estos dos puntos dejan bien sentada, para Pablo, la entidad de todo apóstol y reclaman de los demás acogida y confianza. Los forasteros pueden ponerlo en duda, pero no los corintios: si algo son, lo deben a la misión apostólica de Pablo.

(Pág. 515 s.)


11/02-16

Al leer el texto de hoy se tiene la impresión de que el fundador de la comunidad de Corinto está sorprendido por la cuestión que aborda. Pero ¿qué es lo que esta comunidad no puede cambiar? Pablo sabe que de ordinario se observan las tradiciones que les ha transmitido (v 1). ¿Por qué, pues, algunas mujeres de Corinto no rezan con la cabeza cubierta, como es costumbre en todas las Iglesias? (16). Más que grave, el asunto resulta extraño. ¿Por qué discuten ahora esta costumbre?

Una costumbre tiene como base una tradición popular. Y a una tradición popular no se le pueden pedir razones. A pesar de ello, el Apóstol trata de argumentar en favor de la costumbre tradicional y lo hace empleando toda la sutil argucia de un maestro de la ley al interpretar las Escrituras. Su tipo de enseñanza, típicamente rabínico, se conoce bajo el nombre de midrás. La argumentación teológica toma como base el texto de la creación del hombre (Gn 2), que cita explícitamente (v 8) y establece una especie de jerarquía de «capitalidades»: Dios Padre es cabeza de Cristo, Cristo lo es del hombre y el hombre lo es de la mujer. Esta dependencia jerarquizada debe expresarse visiblemente, de manera que si la mujer «ora o habla inspirada con la cabeza descubierta, abochorna a su cabeza» (5). Es evidente que Pablo no explica nada, pero el doble sentido de la palabra "cabeza" le permite dar una cierta lógica a su argumento. Ataca la vanidad de la mujer -que se avergonzaría de llevar la cabeza rapada- más que argumentar partiendo de la Escritura (6). Sin embargo, Pablo se da cuenta de que su midrás, cristianamente hablando, no puede convencer a nadie y acaba reconociendo, una vez más, la igual dependencia del hombre y la mujer (11-12); termina afirmando lo único que se puede decir cuando se discute de una cosa popular: «nosotros no tenemos tal costumbre» (16).

Discutir por cosas pequeñas no es cosa exclusiva de la Iglesia de nuestra época. Se daba ya en los primeros tiempos, mezclada con asuntos muy importantes y graves. Pablo interviene en tales discusiones, pero su actitud es sensata: no se obstina en inútiles argumentaciones. Indicar cuáles son las costumbres es siempre conveniente, pero no se puede hacer de eso una cuestión de principio.

(.Pág. 519 s.)


14/01-19

En este pasaje vuelve Pablo al tema de los carismas, enlazando con el del capítulo 12. Lo hace teniendo presente el mínimo de organización que debe poseer toda asamblea eclesial, especialmente cuando se reúne para un acto de culto. Que los cristianos de Corinto busquen con ardor los carismas. Lo que preocupa al Apóstol es que este afán redunde en favor de la edificación de la Iglesia (v 12).

Es difícil precisar en qué consistía el don de lenguas o lenguaje enigmático. Puede aparecer una especie de rumor inarticulado e ininteligible, a veces mezclado con gritos, en ciertas manifestaciones de tipo extático, relativamente frecuentes todavía hoy en determinadas religiones orientales. El texto masorético de Isaías (28,10), al describir un caso de «glosolalia», compara este fenómeno con el gorjeo de los pájaros o el arrullo de la paloma; en todo caso, dice, los que así hablan «balbucean».

No obstante, Pablo afirma que también él posee ese carisma (v 18) y lo desea para todos (v 5), pero el texto sugiere que tal expresión, aun siendo válida para la plegaria personal (2 y 14), resulta problemática para una plegaria comunitaria (4 y 17). El don puede ser espectacular, pero está rodeado de ambigüedad. Y si Pablo hace tantas consideraciones al respecto es porque el hecho es demasiado frecuente.

Podríamos decir que es un problema que viene a añadirse a los muchos que ya tiene la comunidad; pero conviene subrayar el esfuerzo de Pablo por controlarlo. Leyendo el texto, encontramos en seguida la sensibilidad del Apóstol, que no sólo no sofoca, sino que sabe respetar; que piensa que el misterio que envuelve siempre las relaciones entre Dios y el hombre no puede ser tratado a golpes de inflexibilidad. Cuando el caso es incuestionable, Pablo se muestra claro y enérgico; pero este caso es diferente. De hecho, no prohíbe nada; se limita a invitar a todos a que piensen en los demás. Es una manera de progresar. Su razonamiento acabará con disposiciones prácticas; pero no falsea la cuestión ni adopta una actitud autoritaria. También él, que es pastor, debe contar con la comunidad de los hermanos.

(Pág. 524 s.)


14/20-40

Si queremos imaginar cómo eran las reuniones de oración de las primeras comunidades, debemos superar cualquier prejuicio que pueda nacer de la práctica, plasmada a través de los siglos y de las culturas en que ha florecido el cristianismo.

Nada permite suponer que la plegaria diaria de los cristianos fuese al principio distinta de la plegaria judía, exceptuada la fracción del pan en las casas. En Jerusalén, por ejemplo, continuaban yendo a rezar al templo junto con otros judíos (Hch 2,46); los Hechos de los Apóstoles dicen explícitamente que «Pedro y Juan subieron al templo al tiempo de la oración de media tarde» (3,1). En realidad, el cristianismo no tiene formas rituales propias, sino que es un "culto en espíritu y verdad", y Jesús, para expresar lo que él instituía, empleó las formas religiosas de su tiempo y de su pueblo.

Los primeros problemas de adaptación se produjeron cuando el cristianismo se difundió fuera del área cultural judía. Los apóstoles sabían que no se necesitaban templos, porque el verdadero templo de Dios y del Espíritu estaba constituido por el hombre y la comunidad. No obstante, el paso a la liturgia doméstica no resultó fácil para gentes que estaban habituadas a los templos paganos y desconocían las costumbres judías. Muchos años después de este primer momento, los cristianos de Roma eran catalogados todavía como ateos.

En Corinto, Pablo se encontró con la tarea de estructurar las asambleas eclesiales. En la asamblea cristiana, igual que en el templo de Jerusalén y en las sinagogas, se leía la Escritura y se cantaban salmos. También tenían cabida el himno improvisado y la enseñanza del Apóstol o de los doctores. Pero otros elementos venían exigidos por el carácter y la idiosincrasia de aquella gente. En principio, Pablo no prohíbe nada (v 39) y se limita a establecer algunas normas elementales de orden. Nadie queda excluido de la participación; pero pide que, si se hablan lenguas, se interpreten y que, si se profetiza, sean pocos y los demás pregunten. Si en este caso concreto exige la abstención de las mujeres es para no violar costumbres de la época. De cualquier forma, el texto nos acerca a una comunidad viva que se está estructurando.

(Pág. 525 s.)


15/35-58:

Hay preguntas y deseos que atormentan porque no encuentran una respuesta directa e inmediata. Cuando Felipe pide a Jesús que le muestre al Padre, Jesús le exige imperiosamente que crea en su persona (Jn 14,8-11); y cuando Jesús estaba a punto de subir al cielo y los que le rodeaban le preguntaron si era el momento de restaurar el reino de Israel, Jesús les contestó que no les correspondía a ellos conocer el tiempo y el momento (Hch 1,6-7). Los corintios preguntan a Pablo «cómo resucitan los muertos y qué clase de cuerpo traerán» (v 35). Es posible que quienes negaban la resurrección lo hicieran por la imposibilidad de encontrar una respuesta satisfactoria a tales preguntas. Pero cabría preguntar si se trata de cuestiones cuyo conocimiento compete al hombre.

La contestación inmediata de Pablo nos recuerda sintéticamente la que dio Jesús un día a los saduceos, que negaban también la resurrección: "Estáis muy equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios» (Mt 22,29). Con una expresión espontánea "necio" o "insensato", el Apóstol denuncia la falsa perspectiva desde la que se formula la cuestión. Tanto entonces como ahora, tales preguntas se hacen desde una concepción groseramente materialista del reino de Dios, de la vida y de la felicidad, peligro que casi nunca se supera cuando se explica la resurrección como un retorno a la vida «con el mismo cuerpo que se tenía antes de morir». Pablo dice exactamente lo contrario: «Lo que tú siembras no cobra vida si antes no muere. Y además... no siembras lo mismo que va a brotar después» (36-37).

La imagen del fruto nacido de semilla que muere bajo la tierra puede servir para echar por tierra cualquier concepción que reduzca la cuestión a buscar identidades cuantitativas o cualitativas. «Se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (44), pero un cuerpo que será transformado radicalmente por el poder y la acción de Dios, que es, en definitiva, el que dará esta nueva existencia «en el Espíritu» (46). Pero «cada semilla» recibirá el cuerpo «que le corresponde» (38). Tal vez el problema no es tanto saber cómo se produce la transformación de la semilla, sino qué calidad de semilla se siembra.

(Pág. 528)


16/01-24

Este último capítulo es un típico conglomerado de cuestiones pendientes y de recomendaciones que muestra -además de la gran capacidad de trabajo de Pablo- su delicada sensibilidad hacia las personas concretas. La preocupación porque Timoteo sea bien acogido se mezcla con este gesto, tan frecuentemente olvidado, de transmitir el saludo de terceras personas. Son detalles pequeños que revelan la gran humanidad de este hombre, unas veces sentimental y otras duro, pero siempre lleno de solicitud pastoral. En esta misma carta tenemos el caso de Apolo, cuyas dotes oratorias reconocía Pablo. La manera impetuosa y vehemente de contraponer una predicación con alardes de «elocuencia y saber» (2,1) a su actitud personal, humilde y temerosa, pero basada «en la fuerza del Espíritu» (2,2-3) podría llevarnos a pensar en una cierta tirantez entre Pablo y Apolo. Sin embargo, las palabras que ahora encontramos sobre este apóstol muestran que, de hecho, no había ninguna tensión personal entre ellos.

Podríamos señalar que en esta carta la colecta en favor de los cristianos de Jerusalén parece estar ya en marcha, pero el tema reaparecerá ampliamente en la segunda carta a los Corintios (cc. 8-9), sin que en aquel momento se hubiese hecho aún nada concreto. Esta notable dilación puede explicar la fluctuación de los argumentos empleados por Pablo. La manera práctica de hacerlo: se concreta «el primer día de la semana» como día escogido. Este texto no permite concluir que los cristianos se reuniesen ya habitualmente ese día para celebrar la eucaristía. Pero tampoco nos parece justificado el miedo a querer afirmar que el domingo era ya un día señalado para asambleas particularmente importantes, pues de otro modo no podríamos comprender la utilidad de la norma que Pablo propone aquí.

La expresión aramea marana-tha puede significar «el Señor viene» o bien, como en el Apocalipsis (22,20), «ven, Señor». En la Didajé (106) la encontramos al final de la plegaria eucarística con el valor de epíclesis, invocación del Espíritu sobre las ofrendas y sobre la comunidad.

(Pág. 529)