CAPÍTULO 16


Parte quinta

ASUNTOS MINISTERIALES Y PERSONALES 16,1-18

Ya se ha respondido a las grandes preguntas y se han agotado los grandes temas dogmáticos surgidos en aquel tiempo. En este sentido, el actual capítulo es sólo un epílogo. Pero importante para nosotros. ¿Es que acaso nuestras comunidades viven sólo de los grandes temas de la predicación? ¿No desempeñan un papel importante las tareas concretas, las ocupaciones y relaciones personales? Podría maravillarnos en gran medida el comprobar que también estas cosas forman parte de la Sagrada Escritura. Pero ¡cuánto interés tiene para nosotros llegar a comprobar esto! Porque así se reconoce, aunque tácitamente, no sólo que estas cosas existen y que hay que preocuparse por ellas, sino que pueden existir en la misma presencia de Dios. Por otra parte, estas mismas observaciones finales son como un sello de autenticidad. De hecho nadie pone en duda que esta carta procede de Pablo. Pero suponiendo que otro hubiera sido capaz de redactar nuestro escrito ¿se hubiera preocupado por dar noticias de su viaje y por hacer alusiones a este o aquel asunto o persona?

1. LA COLECTA EN FAVOR DE JERUSALÉN (1Co/16/01-04).

1 En cuanto a la colecta en favor de los santos, habéis de actuar según las instrucciones que di a las Iglesias de Galacia. 2 El primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte lo que buenamente haya podido ahorrar, de modo que no tengan que hacer las colectas precisamente cuando yo vaya. 3 Y cuando llegue, enviaré a los que vosotros escojáis, con cartas de presentación, para llevar vuestro donativo a Jerusalén. 4 Y si parece conveniente que vaya yo también, irán conmigo.

Ocupa el primer lugar un tema al que nuestra vida actual nos tiene muy habituados: el anuncio de una colecta. Por lo demás, no se trata de su primer anuncio, porque, al igual que ocurre con la respuesta a las preguntas que le han planteado, lo que hace Pablo es regular el tema. Esto responde asimismo al hecho de que el Apóstol se preocupó por llevar adelante esta colecta en todas las comunidades por él fundadas. Aquí trata más bien de recordárselo y de dar instrucciones más detalladas para su realización práctica. Su resultado no debe depender del instante mismo en que se hace la colecta. Las disposiciones tomadas por el Apóstol tienen bastante parecido con una costumbre que ha vuelto a reintroducirse en nuestros días: que durante cierto tiempo se instale en cada familia un cepillo de ofrendas. Esta colecta familiar debe hacerse el primer día de la semana. Y esta observación es nada menos que el más antiguo testimonio en favor de la celebración cristiana del domingo.

Celebración no significa aquí la asamblea litúrgica, ya que ésta se celebraba por la noche, como afirma el segundo testimonio en favor del domingo, contenido en el relato de los Hechos de los Apóstoles (20,7). En este pasaje -y todavía de acuerdo con el calendario judío- se designa este día como «el primer día de la semana». El nombre de domingo procede de la división y nomenclatura romana de los días. Lo cual no cambia en nada el hecho de que nos hallamos aquí ante una de las más graves decisiones de la Iglesia apostólica. Celebrar el domingo equivalía prácticamente a abandonar el sábado. Esta decisión, que afecta al tercer mandamiento de la ley divina, no se encuentra proclamada en ningún pasaje de la Escritura. La Iglesia llegó a este resultado, por así decirlo, tácitamente. En efecto, lo único que hallamos en los lugares citados es, simplemente, la accidental consignación escrita de una tradición ya establecida. Esta colecta debe hacerse «en favor de los santos». Se alude aquí, como dice claramente el versículo 3, a la comunidad de Jerusalén. Y si bien todas las comunidades son «comunidades de santos» (l4,33), lo son tan sólo como sarmientos añadidos, injertados en la primitiva comunidad (cf. Ef 2,11-22). En la antigua Iglesia se cultivaba con predilección la conciencia de agradecer a la comunidad madre la fe recibida.

La colecta de dinero aquí anunciada se orienta, en primera línea, a dar expresión a este agradecimiento. Era, incluso, una ofrenda honorífica. Y a ella se había comprometido el Apóstol en el Concilio de Jerusalén (Gál 2,10). A esto se añadía que la primitiva comunidad estaba necesitada de tales ayudas, porque durante la persecución muchos se habían visto despojados de sus bienes y, por otra parte, tenían que soportar el boicoteo constante de la población judía. Además, se concedía importancia al hecho de que en la ciudad santa se siguiera invocando el nombre de Jesús. Y así, esta colecta, llevada a cabo en todas las comunidades misionadas, fue el gran ejemplo en favor del principio proclamado por Pablo en otra carta: «Si nosotros hemos sembrado para vosotros lo espiritual, ¿qué de extraño tiene que recojamos nosotros vuestros bienes materiales?» (9,11). Servía, también, para mantener vivo el sentimiento de la mutua vinculación de todas las Iglesias entre sí 59.

Era avisado y prudente, desde varios puntos de vista, que esta colecta fuera llevada a Jerusalén precisamente por los miembros de la comunidad corintia. De este modo, el esfuerzo por reunir una suma adecuada sería mucho más considerable; además, al conocerse personalmente, los lazos de unión se harían más vivos, y, finalmente, debía evitarse a toda costa dar la impresión de que se trataba de un asunto personal de Pablo. El apremio con que vuelve a insistir sobre este tema en la segunda carta a los Corintios (capítulos 8 y 9) no habla a favor de que el primer celo hubiera sido lo bastante grande. Y evidentemente tampoco puede prometerse ningún resultado más fructífero cuando alude a la posibilidad de acompañar personalmente a la comisión. El espíritu partidista e individualista, el afán de discusión, la soberbia espiritual, todo esto contra lo que Pablo tuvo que luchar en Corinto, no eran ciertamente el clima en el que pudiera crecer la generosidad para estos donativos.

El viaje a Jerusalén, aquí mencionado por primera vez, debía ser también el último, pues al llegar a la ciudad santa sería encarcelado.
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59. De esta colecta se habla además en 2Co 8 y 9; Rm 15,25ss.
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2. PROYECTOS DE VIAJE (1Co/16/05-09).

5 Llegaré a vosotros después de pasar por Macedonia, pues paso por Macedonia; 6 tal vez me detendré con vosotros, y hasta quizá pase el invierno, y así me encaminaréis vosotros a donde tenga que ir. 7 Porque no quisiera haceros ahora una visita de paso; espero estar con vosotros una temporada, si el Señor lo permite. 8 En Éfeso me quedaré hasta pentecostés; 9 porque una puerta grande y eficaz se me ha abierto, pero los enemigos son muchos.

Los proyectos de viaje son interesantes para los historiadores, que saben darles mayor interés aún planteando preguntas como ésta: ¿hasta qué punto se cumplieron, o se retrasaron, estos planes? El viaje cuyo plan se comunica aquí, y que contiene una parte de su tercer viaje misional, se corresponde exactamente con el que nos narra Lucas en los Hechos de los Apóstoles: «Después de estas cosas, se propuso Pablo, atravesando Macedonia y Acaya, dirigirse a Jerusalén, porque se decía: Después de estar allí, conviene que yo visite también Roma. Y enviando a Macedonia a dos de sus colaboradores, Timoteo y Erasto, él permaneció algún tiempo en Acaya» (Act 19, 21-22).

Pero hay algo aquí que reviste más interés para la mayoría de los lectores que las preguntas sobre los detalles que se plantean los historiadores: Pablo incluye a la comunidad en sus planes misionales. Aunque todas estas comunidades son recientes, no las deja en el papel pasivo de meros receptores. Es evidente para él y para ellas que deben interesarse en la propagación de la palabra de Dios, en la fundación de nuevas Iglesias y en la marcha de las ya fundadas. Deben tomar parte en estas tareas, al menos mediante la oración. La expresión «y así me encaminaréis vosotros» no indica tan sólo un dejar partir, sino una participación mucho más activa en la próxima empresa del Apóstol. Pero aun en el caso de que tengan que limitarse sólo a orar con celo justo y perseverante, deben saber cuáles son los proyectos y los acontecimientos. El mismo Apóstol insinúa varias veces que hay que contar con posibles modificaciones: en la medida de lo posible; espero; si el Señor lo permite... Sabe por propia y repetida experiencia que el Señor quiere a veces cosas distintas de las planeadas por el Apóstol (cf. Act 16,7). Y esto forma parte de aquel conjunto de cosas en las que a un apóstol no se le tienen más consideraciones que al resto de los hombres. De hecho, Pablo permaneció en Éfeso, en conjunto, dos años y medio -hasta el motín del platero Demetrio, que casi costó la vida al Apóstol y puso un final violento a su actividad misionera.

La segunda visita a Corinto aquí anunciada tuvo lugar, efectivamente, pero más tarde. Corinto siguió siendo el centro misional, hasta ser desplazada por Roma. A todo lo largo de su segunda carta a los Corintios podemos comprobar, con mirada retrospectiva, cuán difícil y llena de amargura fue esta estancia de Pablo en aquella ciudad.

3. EL VIAJE DE LOS DOS ENVIADOS APOSTÓLICOS (1Co/16/10-12).

10 Si llega Timoteo, procurad que se encuentre sin temor entre vosotros; pues realiza la misma obra del Señor que yo. 11 Así pues, que nadie lo tenga en menos. Encaminadlo en paz, para que venga a mí, ya que lo estoy esperando con los hermanos. 12 En cuanto al hermano Apolo, le rogué insistentemente que fuera a vosotros con los hermanos; pero no quería en absoluto ir por ahora; irá cuando se presente la ocasión.

Ya en 4,17 se había anunciado a la comunidad el viaje de Timoteo: «Por eso mismo os envío a Timoteo, hijo mío querido y fiel en el Señor; él os recordará mi proceder en Cristo.» Para esta misión, en un lugar sometido a tantas tensiones, era casi demasiado joven. Si los corintios le creaban dificultades, podría sentirse desalentado. Por eso el Apóstol le equipara a sí mismo y adopta, ante él, el puesto y los sentimientos de un padre.

«Realiza la obra del Señor.» Al pie de la letra se afirma que hace la obra del Señor. Merece la pena dedicar alguna atención a esta frase. ¿En qué sentido puede un hombre hacer la obra del Señor? Cuando en otro pasaje se dice: «No destruyas, por cuestión de una clase de comida, la obra de Dios» (Rom 14,20), esta obra de Dios se refiere a la Iglesia, y más concretamente a la unidad de fe y amor de la Iglesia, a la que en nuestra carta se le aplican también los nombres de «labranza de Dios, edificio de Dios» (3,9). Que en esta obra los hombres pueden ser «colaboradores de Dios» (ibid. 3,9) no es algo tan evidente. Con todo, esta obra no es, en modo alguno, algo exclusivamente reservado a los apóstoles. A todos ha indicado Pablo: «permaneced firmes, inconmovibles, progresando constantemente en la obra del Señor» (15,58). La obra del Señor es, pues, tanto una actividad en favor de las cosas del Kyrios como, en última instancia, la actividad misma del Señor. Sólo él puede hacerla, pero la quiere hacer a través de la colaboración de los llamados a la Iglesia.

Existe, desde luego, la posibilidad de que a través del lenguaje de la Iglesia se haya generalizado excesivamente esta expresión. No existe garantía de que algún día no quede desgastada por el uso. Y es tanto más necesario precaverse contra este riesgo cuando no la vemos plenamente cumplida por una conciencia que no escucha y cuando en este mundo hay cosas en las que el Dios oculto está inmediatamente interesado, empeñado incluso, y en las que permite que el hombre también se empeñe a su vez, en cierto modo, activamente.

Pablo quiso enviar también a Apolo, no sabemos si junto con Timoteo, independientemente o con los hermanos que llevaban esta carta. El da mucha importancia al hecho de que no haya dependido de su propia decisión que Apolo no haya ido hasta ahora y que tampoco en esta ocasión quiera ir. Podemos entenderle fácilmente en vista de las tensiones entre el partido de Apolo y los demás. No es clara la razón que aduce para explicar su ausencia: «No quería» (en el original griego dice literalmente «no era voluntad») puede significar o bien que Apolo no tenía intención de ir, o bien que no era voluntad de Dios.

4. EXHORTACIONES FINALES (1Co/16/13-18).

13 Estad alerta, permaneced en la fe, portaos varonilmente, sed fuertes. 14 Todo lo vuestro hágase con amor. 15 Os hago una recomendación, hermanos: sabéis que los de la casa de Estéfanas fueron las primicias de Acaya y que se consagraron al servicio de los fieles. 16 Tened deferencia con ellos y con todo el que colabora y trabaja. 17 Me alegra de la presencia de Estéfanas, de Fortunato y de Acaico, porque éstos han llenado vuestra ausencia, 18 y así han tranquilizado mi espíritu y el vuestro. Estadles, pues, reconocidos.

Cada vez se ve más claro que Pablo se apresura por concluir. En las cuatro exhortaciones consecutivas de este pasaje pueden advertirse posturas una y otra vez repetidas en la primitiva cristiandad. Pero pueden advertirse asimismo, y con razón, alusiones a los defectos que se han evidenciado en este largo escrito y a los remedios necesarios para ellos. La exhortación a la vigilancia está justificada en todas las épocas cristianas, porque todas son tiempo escatológico, esta exhortación procede del mismo Jesús 60, y los apóstoles la repiten incesantemente 61. Había que prevenir a los corintios contra todo aquello que amenazaba vaciar el contenido de su fe. Deben procurar portarse varonilmente para superar las niñerías de que Pablo les ha advertido repetidas veces. Deben ser también fuertes en todas aquellas cosas en las que anteriormente mostraron flojedad o descuido. Es absolutamente evidente que la exhortación al amor -el tema desarrollado con mayor amplitud- vuelve sobre lo que se dijo al principio contra el peligro de las banderías o partidismos y al final sobre la custodia del orden, de la paz y de la auténtica perfección, que es superior a todos los carismas.

Los dos versículos que siguen son aún más concretos y personales. Se citan aquí tres nombres, el principal de los cuales es Estéfanas. Los otros dos pertenecen -¿tal vez en calidad de esclavos?- a su «casa», de la que sabemos que todos los pertenecientes a ella fueron bautizados por Pablo (1,16). Los tres se encuentran actualmente en Éfeso. ¿Fueron acaso ellos los portadores del escrito de preguntas de los corintios, y los encargados de regresar con la carta de respuesta? 62.

Con todo, parece que su visita al Apóstol significaba mucho más y acaso también se prolongó por más tiempo de lo que la urgencia de la respuesta requería. Su presencia ha proporcionado al Apóstol consuelo y esperanza de que todo volvería a marchar bien en una comunidad de la que tales hombres salían. Estéfanas recibe el honroso título de «primicias de Acaya». Se trataba de un verdadero título, en el múltiple sentido de la palabra. Era usado también en otras comunidades y en cierto modo se trataba de un título que se otorgaba, en cuanto que llevaba aparejado un determinado reconocimiento, del que se derivaban a su vez ciertas consecuencias. En todo caso, el título no se apoyaba tanto en el hecho de que Estéfanas fuera la primera persona bautizada, sino en que puso inmediatamente su casa a servicio de la misión y de la comunidad que fue formándose y creciendo en torno a ella 63. Estos hombres estaban colocados, desde muchos puntos de vista, al frente de las comunidades. La natural autoridad que habían obtenido por su «servicio» dentro de la comunidad en formación es aquí reconocida y confirmada por el Apóstol. Efectivamente, los corintios deben someterse a él y escucharle; a él y a todos cuantos, de parecida manera, «colaboran y trabajan».

No hay aquí todavía un oficio ministerial institucionalizado, pero asistimos ya como testigos al proceso de transformación del oficio de director de la comunidad, que debía constituir en el futuro la columna vertebral de la Iglesia. Aquí se encuentra todavía en un espacio marginal de la carta, que Pablo ha dedicado a discutir, ante toda la comunidad, los temas y circunstancias comunitarios. Pero, una vez más, comprobamos que las mediaciones personales desempeñan un papel, y también que es voluntad expresa del Apóstol que se preste obediencia a hombres tales como Estéfanas y sus dos compañeros. En un sentido similar había escrito también a la comunidad de Tesalónica (lTes 5,12).
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60. Mc 13,37; Mt 24,37ss.
61. Hch 20,31; 1Ts 5,6
62. En este pasaje cabe preguntarse por qué al principio de la carta Pablo citó únicamente a la gente de Cloe, personaje por lo demás desconocido, cuando había recibido la visita de personas tan importantes de Corinto como Estéfanas. La opinión de J. Héring no está desprovista de buenas razones: acaso estos versículos 15-18 (al igual, por lo demás, que 5-9) hayan sido introducidos aquí procedentes de otra carta. Los saludos del versículo 19 se unirían bien con las exhortaciones finales del versículo 13.
63. Aun en el caso de que Estéfanas hubiera sido el primer hombre que recibió el bautismo en Corinto -y según Hch 18,8 no lo fue- no era ciertamente el primer bautizado de la provincia de Acaya. En efecto, en Atenas, de donde pasó Pablo a Corinto, algunos abrazaron la fe, contándose entre ellos Dionisio, miembro del Areópago, una mujer llamada Dámaris y algunos más con ellos (Hch 17,34).

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CONCLUSIÓN DE LA CARTA:

SALUDOS Y BENDICIÓN DEL APÓSTOL 1Co/16/19-24

19 Os saludan las Iglesias de Asia. Muchos saludos en el Señor de parte de Aquila y de Prisca, y de la asamblea que se congrega en su casa. 20 Os saludan todos los hermanos. Saludaos unos a otros con el ósculo santo. 21 Mi saludo de puño y letra: Pablo. 22 El que no ama al Señor, sea anathema. Marana tha. 23 La gracia del Señor Jesús sea con vosotros. 24 Mi amor con todos vosotros en Cristo Jesús.

Esta carta nos ha proporcionado pruebas abundantes del vivo sentimiento de unidad y de mutua vinculación que existía y se cultivaba en las primeras comunidades cristianas. Uno de los elementos constitutivos de toda comunidad en formación era saber que habían sido aceptados e incluidos en una comunión universal, en la comunión de la Iglesia católica. Los saludos de la carta testifican esta vinculación. Asia se refiere aquí a la provincia romana, que hoy llamamos Asia Menor, y fundamentalmente a las costas occidentales, con Éfeso como metrópoli, circundada de un rosario de nacientes comunidades, entre las que se encuentran seis de las siete destinatarias de las cartas del Apocalipsis: Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea.

Aquila y Prisca estaban íntimamente unidos a la comunidad corintia, como vemos por los Hechos de los Apóstoles (Act 18,1-3). Pero también hallamos al matrimonio en Éfeso, donde Apolo les había conquistado para la fe cristiana y para la misión (Act 18,26) y posteriormente en Roma (Rom 16,4). Debían tener, pues, «casas» o negocios en varias ciudades y en todas ellas debieron poner constantemente sus bienes y su influencia al servicio del Evangelio.

El ósculo era en la época apostólica la expresión del amor y de la unión fraternal. Cuando Pablo les pide aquí que se den el ósculo, da por supuesto que la carta será leída en la asamblea comunitaria, de modo que el intercambio de ósculos entre los presentes realice al mismo tiempo la unión con los que les envían los saludos. La práctica de este uso está atestiguada todavía por Clemente de Alejandría y Tertuliano, pero a partir del siglo lll se le empezó a mirar con cierto recelo y reserva. Queda una huella de esta costumbre en los ósculos que se intercambian los ministros de la liturgia que se encuentran en el coro. En nuestros días asistimos a la experiencia -en las grandes celebraciones eucarísticas- de nuevos ensayos que acaso encierren posibilidades para nosotros.

Hasta aquí Pablo dictaba. Ahora procura escribir de su propia mano algunas palabras que hacen en cierto modo el oficio de firma (cf. 2Tes 3,17; Gál 6,11). Este último saludo contiene cuatro cortas sentencias. La primera de ellas es de una temerosa severidad, y nos pone en cierto modo ante una maldición. ¿Contra quién se orienta esta proscripción? Propiamente sólo puede dirigirse contra aquellas gentes que, de suyo, están dentro de la comunidad, pero que no están unidas de todo corazón a Cristo como Señor, sino que más bien se aman a sí mismos, dependen de los hombres, practican el culto personal y lastiman a la comunidad. La comunidad no debe permitir que sean estos tales quienes la marquen con su estilo y de ahí la severa fórmula de proscripción.

Su contrapartida positiva es la llamada suplicante Marana tha. Las dos palabras anathema y Marana tha ofrecen una total contraposición, de manera similar a la que se da entre el anathema sea Jesús y Jesús es Kyrios (12,3). La palabra aramea Marana-tha se ha dejado sin traducir, como ocurre con el Abba (Rom 8,15 y Gál 4,5) y, al igual que esta última, es un precioso testimonio del modo de orar de la primitiva comunidad de Palestina, cuyos textos fueron aceptados también por las comunidades de habla griega (al modo de nuestros actuales Amen, Allelluya, Hosanna).

Ahora bien ¿por qué no se ha conservado también en su lengua original el Marana tha? De acuerdo con la Doctrina de los doce apóstoles, la fórmula formaba parte de la liturgia eucarística: «Llegue la gracia y pase este mundo. Hosanna al Hijo de David. Si alguno es santo, que se acerque. Si no lo es, haga penitencia. Marana tha. Amen» (10,6). También el Apocalipsis recoge la expresión, aunque en lengua griega, colocándola como oración final y palabra con que se cierra todo el Nuevo Testamento: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). Esta traducción sugiere que de las dos posibles versiones: «El Señor viene» o «Ven, Señor nuestro» la segunda es probablemente la acertada. Y aquí debe verse justamente la razón de que más adelante se perdiera este grito de llamada, cuando ya la Iglesia no vivía en esta espera del Señor.

«La gracia del Señor Jesús sea con vosotros»; «Mi amor con todos vosotros en Cristo Jesús» son bendiciones de tipo litúrgico. Aun cuando Pablo escribe desde lejos, se hace la idea de que está hablando a la comunidad como si estuviera presente en medio de aquellos ante los que se debía leer la carta. De manera parecida, nuestras cartas pastorales concluyen con la bendición del obispo. Estos rasgos son enteramente vivos y originales y puede reconocerse aún en ellos un lenguaje litúrgico eclesial perfectamente marcado. Y si Pablo se atreve a expresar su amor totalmente personal a esta comunidad bajo la fórmula de bendición, tiene también buen cuidado de que este «mi» no sea la palabra final. Añade el origen de este amor y por qué puede y debe significar algo para los corintios: está incluido en el nombre del Señor Jesús.

MIRADA RETROSPECTlVA.

Llegados al final de esta gran carta, parece oportuno, una vez más, dirigir una mirada retrospectiva sobre el conjunto, para situar mejor algunas impresiones y poder comprender con mayor claridad su peculiaridad dentro del conjunto de las cartas paulinas.

Lo primero que salta a la vista es la multitud de temas. No sólo son muy numerosos, sino también muy diversos entre sí. Abarcan desde problemas sumamente prácticos del comportamiento cotidiano, pasando por otros más importantes sobre la forma justa y adecuada de celebrar las asambleas litúrgicas, hasta los artículos más centrales y fundamentales de la fe. A la multiplicidad de temas responde la diversidad del tono o del estilo. Una enseñanza expuesta en lenguaje suave y tranquilo cede el paso a una exhortación cordial o a un coloquio paternal. Un conjuro urgente e insistente recibe la gracia de una aguda ironía. Los más denodados esfuerzos por poner las cosas en claro y oponerse a las más enraizadas inclinaciones, se da la mano con el corazón y el espíritu del poeta que hace florecer su lenguaje en un elevado himno de alabanza al amor.

Hay cartas que se centran en la exposición y desarrollo de un gran tema, como la dirigida a los Romanos o a los Efesios; y hay otras en las que el Apóstol se permite abordar lo personal de manera más personal aún, por no decir más apasionada, como en la segunda a los Corintios. Pero, además de éstas, hay otras cartas en las que no hay propiamente unidad de tema o de estilo, que, por lo demás, no tendría cabida en la nuestra. Con todo, lo realmente peculiar de esta carta es que no hay ninguna otra a la que debamos agradecer tantos detalles concretos sobre la vida de una comunidad primitiva. Y aquí es donde manifiesta la primera carta a los Corintios su carácter de carta en su sentido más auténtico. En efecto, cuanto más se prescinde en una carta de la situación peculiar del remitente y del destinatario, cuanto más prevalece lo temático y lo determina todo, cuanto más, pues, se queda el escrito casi enteramente en el ámbito de lo exterior, más se parece al carácter literario de una epístola.

A pesar de la variedad de puntos tocados, nuestra carta tiene coherencia y unidad, y no sólo debido al estilo personal y al hecho de que se percibe por doquier la presencia vigorosa del gran espíritu del apóstol Pablo, sino por algo mucho más esencial, por la realidad de Cristo Jesús que todo lo abarca y lo penetra. De él proviene la luz decisiva para resolver todos los problemas, él es el fundamento sobre el que los creyentes están edificados. Él es el misterioso espacio en el que los fieles pueden vivir, como comunidad santa, en medio de una gran ciudad pagana, pero separados de ella. Sólo desde Cristo puede verse a plena luz y ordenarse a él la total amplitud de la realidad de amor de esta comunidad, porque la experiencia personal de fe y de salvación del apóstol es «en Cristo», de igual extensión e intensidad. Cristo es el denominador común al que deben reducirse todos los problemas de la fe y de la vida. Pero sólo aquel que, como Pablo, vive enteramente entregado a Cristo, tiene en su mano, tan universalmente, esta llave. Sólo partiendo del hecho de que las trayectorias de ambas líneas, la que arranca del Apóstol lleno de Cristo y la que une a la comunidad con su Señor, se entrecruzan de mil modos, puede urdirse este amplio tejido en el que la luz se rompe en múltiples niveles y se refleja en variados colores. Recibimos así enseñanza objetiva sobre muchos temas y encontramos en todas las secciones un testimonio personal siempre renovado de un hombre abrasado en Cristo. Aunque ahora uno de los aspectos nos pueda parecer más importante que el otro, lo óptimo es la unión e interconexión indisoluble de ambos. Precisamente así es como mejor podemos obtener una amplia perspectiva de cómo un hombre de la era apostólica, un cristiano de las primeras generaciones se entiende a sí mismo y su ser cristiano, cómo a partir del mismo punto, a saber, desde Cristo, puede hacer luz sobre todos los problemas que se le presentan a un creyente en el mundo y cómo lleva finalmente, una y otra vez, los fieles al conocimiento de lo que son y tienen en Cristo.