CAPÍTULO 14
3. NORMAS PRACTICAS (14,1-40).
a) Por qué debe preferirse la profecía (14,1-25).
La norma básica es el provecho de la comunidad (1Co/14/01-05).
1 Procurad conseguir el amor; pero aspirad a los dones del Espíritu, sobre todo al de profecía. 2 Pues el que habla lenguas no habla para los hombres, sino para Dios, ya que nadie lo entiende, aunque en Espíritu hable misterios. 3 Por el contrario, el que profetiza habla a los hombres, y edifica, y exhorta, y anima; 4 el que habla lenguas se edifica a sí mismo, mientras que el que profetiza edifica a la Iglesia. 5 Yo quisiera que todos hablaseis lenguas, pero mucho más que profetizarais. El que profetiza es más que el que habla lenguas, a no ser que las interprete para que la Iglesia reciba edificación.
Ni siquiera después de haber expuesto a tan radiante luz la norma y el valor supremo -el amor- se ahorra el Apóstol el examen de los casos particulares. Lo mismo hizo respecto al problema de la carne inmolada a los ídolos. En estos detalles se manifiesta su prudencia y su amor pastoral. Sabía muy bien cuán difícil resulta a los humanos sacar consecuencias claras y lógicas allí donde éstas contradicen a sus inclinaciones. Y así, desea hacer todo lo que está en su mano para inclinar a los corintios hacia aquellas instrucciones prácticas que él estima justas y necesarias. No ahorra reflexiones ni ejemplos que puedan servir a su propósito. De aquí los variados argumentos, que se desenvuelven en diferentes niveles, para convencer al mayor número posible. Afortunadamente, este pasaje nos permite llegar a conocer más datos sobre estos dos dones del Espíritu.
El que habla lenguas habla para Dios, habla misteriosamente, se edifica a sí mismo. Esto no es malo, pero los otros no participan en nada. El que habla por inspiración, habla a los otros, que reciben edificación, aliento y consuelo. Se ve, pues, que este profetizar o hablar por inspiración no se distingue radicalmente de los fines de la predicación o de la exhortación espiritual que, en el caso presente, consigue su eficacia gracias al poder carismático. Para el don de lenguas no nos es tan fácil hallar algo similar en nuestros días. Sirve para expresar el arrobamiento o arrebato extático, alejado de la comprensión de los demás y, por tanto, incapaz de demostrar que es auténtico. Por otra parte, ocurría que el que hablaba lenguas podía decir después, en lenguaje común y comprensible, lo que había dicho antes en el estado de enajenamiento. El Apóstol no opondría ninguna limitación a esto, del mismo modo que tampoco se pronuncia, en principio, en contra del don de lenguas en cuanto tal.
Se explica con algunos ejemplos (1Co/14/06-11).
6 Ahora bien, hermanos, si me presento a vosotros hablando lenguas, ¿qué provecho os aportaría yo, si no os hablara con revelación, o con conocimiento, o con profecía, o con enseñanza? 7 Es lo que pasa con los instrumentos inanimados que producen sonido, por ejemplo, la flauta o la cítara, si no da notas que se distingan; ¿cómo se sabrá lo que la flauta o la cítara toca? 8 Y también, si la trompeta emite un sonido confuso, ¿quién se preparará para la batalla? 9De la misma manera, si vosotros mediante el don de lenguas no proferís discursos inteligibles, ¿cómo se podrá comprender lo que estáis diciendo? Parecerá que estáis hablando al viento. 10 Tal cantidad de idiomas como habrá en el mundo y ninguno es inarticulado. 11 Sin embargo, si no conozco el significado de ese idioma, seré para el que me habla un extraño, y él lo será para mí.
Pablo recurre, una vez más, a su propio ejemplo: si él se presentase en las comunidades por él visitadas dando curso libre a su don de lenguas, ¿de qué les serviría a ellos? Es importante comprobar, por este texto, qué es lo que el Apóstol pretende llevar con sus visitas pastorales: revelación, conocimiento, profecía, doctrina. Se tiene la impresión de que estos cuatro elementos no son citados por orden sistemático, ni abarcan toda la materia. Son ejemplos de la auténtica ganancia que la comunidad tiene derecho a esperar de él. El ejemplo de los instrumentos músicos es rico en consecuencias, debido acaso a que las manifestaciones glossolálicas tienen algo de musical, pero similar a aquellos géneros músicos cuyo contenido no se puede desentrañar. ¿Podrían recordarse aquí las modernas formas musicales, cuya utilización en la celebración litúrgica es afirmada por unos y combatida por otros? Debemos encomendar al futuro la tarea de dilucidar hasta qué punto pueden ser expresión auténtica de una celebración litúrgica. Lo que es seguro es que los cantos de la liturgia son una manifestación procedente muchas veces del entusiasmo que rodeaba la locución de lenguas de aquel tiempo. Lo dicho es válido respecto del canto en general, pero mucho más especialmente del modo cómo se cantaba.
De los ejemplos, Pablo pasa ya a la cosa misma, al lenguaje del que hablaba en lenguas. Dado que hablan una lengua completamente incomprensible, es como si hablaran «al viento», o dicho de una forma menos cruda: se hablan unos a otros sin entenderse, como entre hombres que emplean una lengua extranjera y desconocida. Para este concepto tenía el heleno culto de aquel entonces la expresión «bárbaro», que significaba primariamente no una falta de cultura, sino los sonidos ininteligibles de una lengua extraña. Pablo toca, pues, un poco el orgullo nacional, cuando da a entender a los corintios que, con su don de lenguas, se portan propiamente como bárbaros.
La experiencia litúrgica de la comunidad (1Co/14/12-19).
12 Así también vosotros, ya que aspiráis con ardor a los dones del Espíritu, procurad tenerlos en abundancia para la edificación de la Iglesia. 13 Por eso, el que habla lenguas, ore para que se le conceda la interpretación. 14 Si oro valiéndome del don de lenguas, mi espíritu ora, pero mi mente se queda sin fruto. 15 Entonces, ¿qué? Oraré con el espíritu y oraré también con la mente; cantaré himnos con el espíritu y los cantaré también con la mente. 16 Pues, si pronuncias alabanzas en espíritu, ¿cómo podrá decir amén a tu acción de gracias el que ocupa el lugar de los no iniciados, si no entiende lo que dices? 17 Tu acción de gracias será excelente, pero al otro no le sirve de edificación. 18 Gracias a Dios, hablo más que todos vosotros en lenguas; 19 pero en una asamblea prefiero hablar cinco palabras inteligibles, para instruir también a los otros, que no diez mil por el don de lenguas.
¿Qué debe hacer entonces aquel que tiene el don de lenguas? No tiene por qué negarlo o despreciarlo. Debe pedir el don de interpretación (¿por sí mismo o por medio de otros?). En el fondo, pues, de todos estos discursos, orientaciones y exhortaciones se encuentra el convencimiento de que tampoco respecto de estos dones extraordinarios del Espíritu se halla el hombre en una situación meramente pasiva o involuntaria. Una y otra vez debe repetirse que los corintios habían aportado estas ideas de los cultos paganos. Pero no responden al modo de actuar el Espíritu Santo en el hombre a quien se le concede la gracia. El Espíritu no quiere desencadenar las fuerzas incontroladas de lo irracional. Cuando, al hablar del don de lenguas, que aquí -y solamente aquí- equipara a la oración, distingue el Apóstol entre «orar con el espíritu» y «orar con la mente»; espíritu significa aquella fuerza o ámbito del hombre que es elevada por encima de sí misma en la inspiración, mientras que la «mente» puede compararse en cierto sentido con la conciencia. Aunque el espíritu (el pneuma) del hombre puede tener posibilidades muy superiores a las de su mente, necesita, con todo, la cooperación de ambos -mente y espíritu- si quiere conseguir frutos auténticos.
Advertimos, pues, con creciente claridad, que la glossolalia puede tener el sentido de una oración de súplica, de un salmo de alabanza, de una bendición o de una acción de gracias. Son, pues, formas litúrgicas pronunciadas en voz alta, que no sólo acontecen externamente en presencia de la comunidad, sino en las que la comunidad debía tomar parte, tal y como se hace en nuestra liturgia actual con el «amén». Naturalmente, no quiere afirmarse aquí que la comunidad diga «amén» solamente cuando y porque aquel que ora en espíritu ha terminado. Un formalismo de este género es algo inconcebible para el Apóstol, quien considera que el amén de la comunidad viene causado por aquella misma fuerza de verdad y plenitud que tiene la palabra de Dios a la Iglesia, una palabra que se apoya en Cristo (cf. 2Cor 1,20-21).
Pablo cierra esta mención litúrgica con el acento personal más fuerte que pueda imaginarse: en la asamblea prefiere pronunciar cinco palabras que digan algo a los demás que diez mil en el éxtasis de la glossolalia.
Concordancia con la experiencia misional (1Co/14/20-25).
20 Hermanos, no seáis niños en la inteligencia; sedlo, sí en la malicia; pero en la inteligencia sed adultos. 21 En la ley está escrito que «con hombres de lenguas extrañas y con labios extranjeros hablaré a este pueblo, y ni aun así me escucharán, dice el Señor» (Is 28,11s). 22 Por lo tanto, el don de lenguas es un signo, no para los creyentes, sino para los infieles; mientras que la profecía lo es, no para los infieles, sino para los creyentes. 23 Si, pues, la Iglesia entera se congrega en asamblea y todos hablan con el don de lenguas, y entonces entran no iniciados o infieles, ¿no dirán que estáis locos? 24 Si, por el contrario, todos profetizan y entra un infiel o un no iniciado, es acusado por todos, es juzgado por todos; 25 los sentimientos ocultos de su corazón se hacen manifiestos, y entonces, postrándose, adorará a Dios, exclamando: Verdaderamente, está Dios entre vosotros.
Por tercera vez en esta carta se dice a los corintios que con su conducta están dando aún los primeros pasos infantiles. Hay una infancia espiritual que es auténtica, una infancia que equivale a la perfección exigida por Jesús (Mt 18,3) y que Pedro alaba (lPe 2,2). Pero estos pasajes no se refieren a una falta de juicio, necesaria en un hombre ya maduro. Pablo saca un nuevo ejemplo de Isaías. Hay en este profeta un pasaje en el que Dios amenaza a su pueblo con hombres de lengua desconocida (dado que este versículo se corresponde con otro de Dt 28,49 puede decir el Apóstol que se afirma «en la ley»). El texto quería dar a entender que los asirios se apoderarían del país. Pablo recurre a esta sentencia para subrayar, frente a los corintios, que las «lenguas extrañas» no son siempre signo de la benevolencia o de la proximidad de Dios. En todo caso, lo cierto es que los creyentes reciben más inspiración de un lenguaje inteligible, aunque hablar lenguas extrañas puede impresionar más a los no iniciados.
Merece la pena notar que, de acuerdo con todo esto, también se admitía a los no cristianos en las reuniones de la comunidad; se trataba probablemente de aquellos que habían mostrado algún interés y querían comprobar lo que ocurría. En ningún caso les perjudicará a estos tales el que en la asamblea todos hablen por inspiración del Espíritu, pues de este modo la conciencia de los no iniciados afectada y estremecida, se abrirá y quedará libre, para su propia salvación.
b) Consecuencias para la conducta (14,26-40).
Sólo deben hablar dos o tres (1Co/14/26-33a).
26 En definitiva, ¿qué, hermanos? Cuando os congregáis, cada uno puede tener un himno, una enseñanza, una revelación, un lenguaje, una interpretación: Que todo sirva para edificación. 27 Si se habla en don de lenguas, que hablen dos o a lo sumo tres, y por turno, y que haya uno que interprete, 28 si no hay intérprete, haya silencio en la asamblea y que cada uno hable consigo mismo y con Dios. 29 En cuanto a los profetas, que hablen dos o tres, y los demás juzguen. 30 Pero si otro que está sentado recibe una revelación, que se calle el primero. 31 Pues podéis profetizar todos por turnos para que todos reciban instrucción y consuelo, 32 y los espíritus de los profetas a los profetas están sometidos; 33a pues Dios no es Dios de desorden, sino de paz.
Con el último ejemplo alude ya Pablo a una situación que pedía la intervención de alguien que pusiera orden. La riqueza espiritual de la comunidad (1,5) debe manifestarse también y sobre todo en la asamblea litúrgica. Todos pueden usar su derecho, pero sólo dentro de aquellos límites y con aquel orden que aseguran la consecución del fin, que es la edificación de la comunidad, y no lo contrario. ¡Qué imagen de una comunidad viviente y de su liturgia! Todos sus miembros tienen una u otra cualidad. Naturalmente, se presupone una comunidad pequeña, pues de otra suerte las reuniones se prolongarían indefinidamente. Una vez más, la enumeración está muy lejos de parecer algo sistemático, menos aún que la de los carismas, algunos de los cuales muestran aquí su eficacia práctica. Es indudable que se ha vuelto a situar aquí el don de lenguas al final con toda intención, y debido también a su propósito de añadir algunas cosas sobre este punto. Se menciona en primer lugar el «himno». Al pie de la letra se dice «salmo». Probablemente no se piensa en los ciento cincuenta salmos del Antiguo Testamento, sino en composiciones poéticas libres, de estructura similar a la de los salmos 34. No nos engañaremos mucho si consideramos el benedictus (Lc 1,68ss), el magnificat (Lc 1,46ss) y los cantos del Apocalipsis 35 como ejemplos de estas composiciones. También el posterior Te Deum puede ofrecernos una idea de estos salmos o cantos de alabanza.
De clase muy distinta es la aportación de la «enseñanza», mencionada en segundo lugar. Podemos advertir la alta estima en que la tiene Pablo. No se había reservado aún a maestros especiales de tipo oficial, sino que era un don libre del Espíritu. Consistía, en buena parte, en la exposición de las Escrituras, y se enfrentaba con la tarea de interpretar cristianamente todo el Antiguo Testamento.
«Revelación» quiere decir apertura, descubrimiento de interconexiones ocultas que, probablemente, no se quedaban en la región de los principios, como la enseñanza, sino que descendía a las situaciones concretas.
Se citan a continuación el don de lenguas y el de interpretación, para colocarlos bajo la regla suprema: que todo sirva para edificación. Aquí edificación no tiene el sentido restringido de intimidad, sino que se refiere a la cohesión y fortalecimiento de la comunidad en la fe. Detrás de esta frase se encuentra la imagen del edificio de la Iglesia, construida por Dios, pero destinada también a ser edificada mediante la colaboración de sus propios miembros (cf. lPe 2,5ss).
Siguen a continuación las normas concretas: que hablen dos, o a lo sumo tres, de los que poseen el don de lenguas, y esto sólo en el caso de que esté presente un intérprete. Pablo no admite, pues, el principio de que alguien sea de tal modo arrebatado por el Espíritu que no pueda hacer otra cosa. Presupone, más bien, que en este sometimiento al orden es donde se manifiesta el verdadero espíritu. También a los profetas se les somete a una limitación similar. En este punto hay que distinguir entre aquellos miembros de la comunidad que hablan por inspiración, en ocasiones excepcionales, y aquellos otros que forman, junto con los apóstoles y los doctores, la estructura ministerial básica. Respecto de los primeros, la comunidad puede, e incluso debe, someterlos a prueba, para ver si sus palabras proceden del Espíritu divino.
«Los espíritus de los profetas a los profetas
están sometidos»: bajo la pluralidad de los espíritus no es preciso entender
aquí naturalezas independientes, ni al Espíritu Santo, ni a otros espíritus; se
refiere más bien a los órganos del hombre que, bajo aquel influjo, entran en
acción. Tales «espíritus» pueden oponerse entre sí y alzarse unos contra otros,
no porque la palabra de Dios llegue inmediatamente hasta ellos, sino porque el
elemento humano desempeña aquí un gran papel. Lo que procede de Dios sólo puede
proporcionar unidad, paz y orden.
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34. De acuerdo con esto, Col 3.16 y Ef
5,19 se han llamado siempre himnos y cantos.
35. Ap 4,8ss; 5,9s; 7,10ss; 11,15ss; 12,10.
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Las mujeres deben callar (1Co/14/33b-35).
33b Como en todas las Iglesias de los santos, 34 las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar, sino que se muestren sumisas, como manda la ley. 35 Y si quieren aprender algo, que lo pregunten a sus propios maridos en casa; pues no está bien visto que una mujer hable en una asamblea.
Como si mantuviera una vinculación directa con 11,5; y como si con este fuerte argumento quisiera prevenir toda resistencia, pide el Apóstol, remitiéndose al uso general de la Iglesia (es sumamente rara la expresión «Iglesias de los santos») que las mujeres guarden silencio en las asambleas de la comunidad. Pero ¿no tuvimos que admitir en aquel pasaje que el Apóstol les concede sin traba alguna el derecho a orar en la asamblea y a hablar bajo la inspiración del Espíritu, con la única condición de que no lo hicieran con la cabeza descubierta? Puede mantenerse esta opinión. Si analizamos más en detalle sus palabras, vemos que lo que se prohíbe a las mujeres no es que comuniquen a los demás una inspiración que se les haya participado -de lo que tenemos ejemplos, como el de las cuatro hijas del diácono Felipe (Act 21,9)-, sino que discutan sobre lo dicho. La razón de esta limitación es que la sociedad de aquel tiempo, tanto judía como griega, lo tenía por inconveniente. Si Pablo invoca, además, en su apoyo, la ley, la Escritura, porque la situación no era tan clara para los nacidos en el helenismo como para los nacidos en el judaísmo, para los cristianos se trata ya de algo indiscutible y definitivo. En nuestras asambleas litúrgicas hemos ido de hecho mucho más allá: en ningún caso parece bien interrumpir al predicador para preguntarle algo. Se podría, pues, prescindir de la palabra «mujeres» en este versículo o remplazarla por «los laicos» o por un «todos», aunque ciertamente para esto no pueda recurrirse a la Escritura. La verdad es que las cosas no pueden ser de otra manera, tal como se celebran nuestras asambleas litúrgicas actuales, Razón de más para urgir otras reuniones en las que se trate de la palabra de Dios, de la cosa de Dios en el mundo, y en las que los laicos no sólo escuchen, sino que mantengan un diálogo auténtico, para el que deben hacerse aptos.
Todos deben atenerse a las costumbres en uso y al orden apostólico (1Co/14/36-40).
36 ¿O es que la palabra de Dios salió de vosotros o a vosotros solos llegó? 37 Si alguno cree ser profeta o estar inspirado, reconozca que lo que escribo es una orden del Señor; 38 y si no lo reconoce, tampoco él será reconocido. 39 Así que, hermanos míos, aspirad a la profecía y no impidáis el hablar en lenguas; 40 pero todo esto hacedlo con decoro y con orden.
Pablo podía haber puesto aquí el punto final de su tema. Por sus frases se percibe cuán profunda era la inclinación que los corintios sentían a juzgarlo todo desde su propio punto de vista y a someterlo todo a discusión. En contra de esto se pronuncia Pablo con determinación: nadie es cristiano sólo para sí mismo, de modo que cada cual pueda juzgar de acuerdo exclusivamente con sus opiniones personales. Ser cristiano sólo es posible como miembro del cuerpo de Cristo, es decir, dentro de un orden y de una subordinación. Y aunque pudiera ocurrir que «de suyo» siempre se encontraran argumentos que esgrimir en contra, tal cosa no puede proceder de un buen espíritu. Pablo lanza aquí todo el peso de su autoridad apostólica. Por eso no hay razón para discutir el problema del origen de este mandamiento que el Apóstol asegura ser del Señor. Sabe que ésta, y sólo ésta, es la mente de Cristo y así se la ha transmitido a la Iglesia. Quien no quiera saber nada de esto, de este tal no quiere saber nada Dios.
El Apóstol no podía consentir que su última palabra fuera esta acerada sentencia, que tiene mucho, parecido con la amenaza de una tácita excomunión. Vuelve a dirigirse de nuevo a los corintios como a hermanos y sintetiza de una manera concisa el contenido esencial y la meta de todo el capítulo.
A modo de epílogo:
Sentido de las posibilidades carismáticas
del pueblo de Dios en la
Iglesia actual.
No podemos tampoco nosotros dar por concluido este amplio tema sin intentar dar una respuesta a la pregunta del interés que todo esto puede tener hoy para nosotros. ¿No han desaparecido hace ya mucho tiempo todos estos fenómenos? ¿No es, por tanto, algo sin importancia pretender saber si eran, en concreto, y bajo qué forma, testimonios admirables del Espíritu Santo, o más bien discutibles productos de las fuerzas del espíritu humano? Frente a esto, quisiéramos afirmar que para nuestra actual situación cristiana y eclesial tiene este capítulo muchas enseñanzas. Expongamos una vez más, brevemente, el contenido permanente de estas páginas.
1º. El carisma no significa necesariamente un fenómeno milagroso. Tales fenómenos milagrosos eran muy raros, incluso entre los carismáticos corintios. El aspecto decisivo de lo carismático es su carácter de servicio. El modo con que Pablo trata los carismas existentes en Corinto manifiesta que procura recortar lo espectacular en beneficio de lo más sencillo. «Carisma, en su sentido más lato, es el llamamiento de Dios, dirigido a un particular, para determinado servicio de la comunidad, y que capacita, a par, para ese servicio» 36.
2º. Por otra parte, es indudable que la ausencia casi total de carismas significa no sólo una falta deplorable, sino una auténtica culpa de la Iglesia, considerada como un todo. Podemos y debemos partir de la afirmación de que el Espíritu Santo quiere suscitar en la Iglesia, en todas las épocas, aquellos dones que ésta necesita. La casi total y absoluta clericalización de la Iglesia, el hecho de que sólo puedan ejercer funciones eclesiales los ministros oficialmente consagrados, no es conciliable con la imagen de la Iglesia del Nuevo Testamento, sino que puede y debe ser considerado como una limitación, un empobrecimiento. ¿Deberíamos ver aquí la razón profunda de la creciente ausencia -que puede comprobarse hoy en todos los países- de vocaciones sacerdotales? ¿De qué otra manera puede dar a entender el Espíritu Santo que la vida de la Iglesia no debe discurrir por el camino de un estrechamiento clerical? Es absolutamente incuestionable que el Espíritu Santo quiere que la Iglesia sepa hacer frente a las tareas -actualmente mucho mayores y más numerosas- de dar testimonio del Evangelio y de introducir en el mundo las fuerzas liberadoras. Pero esto no significa que desee que se aumente el número de sacerdotes (en el sentido preferentemente cúltico en que se les ha entendido hasta ahora), sino más bien que se reconozca a todos los miembros de la Iglesia su participación en el ministerio profético y sacerdotal.
3º. A esta luz entendemos nosotros la importancia transcendental de las enseñanzas del concilio Vaticano II sobre el pueblo mesiánico de Dios y sobre su caudal carismático 37. Por vez primera en la historia universal de la Iglesia, el magisterio oficial ha vuelto a percibir y recoger los temas, ya básicamente abordados y delimitados por Pablo en su carta a los corintios. ¿No podemos echar aquí los cimientos de nuestra esperanza de que irrumpirá una nueva primavera en la Iglesia? ¿O, para decirlo con la expresión empleada por el papa Juan XXIll, un nuevo pentecostés? Esto sucede en el mismo instante y dentro de aquel contexto en que el ministerio apostólico ha comenzado, por su parte, a despojarse de toda exigencia de mando o dominio, para entenderse como servicio. En este carácter de servicio volverán a reunirse con fraterno espíritu el ministerio y el carisma, tan frecuentemente contrapuestos hasta ahora por propios y extraños. No deben reducirse el uno al otro, ni disolverse el uno en el otro. La Iglesia no es una sociedad ni meramente carismática ni meramente jerárquica; no se debe entender ni como un vivir puramente espiritual ni como una realidad exclusivamente jurídica.
4º. Los nuevos conocimientos adquiridos en materia
bíblica en nuestros días comienzan a darse la mano con otra serie de
conocimientos nacidos del planteamiento de los problemas a escala ecuménica. Es
indudable que la Iglesia católica debe agradecer a su jerarquía la decisión y la
fidelidad con que ha custodiado la herencia apostólica. Si las comunidades
separadas han conservado también, por su parte, de manera indiscutible, la
sustancia apostólica, debemos atribuirlo a su riqueza carismática. Con todo, los
bienes carismáticos sólo parcialmente pueden sustituir al ministerio jerárquico
y éste, a su vez, no hace superfluos los carismas. La Iglesia vive de ambos y de
ambos necesita para lograr su plenitud. Por un lado se deberá prestar mayor
atención a aquello que la Iglesia católica debe reconocer a las Iglesias
protestantes y por el otro cabe esperar que las Iglesias protestantes lleguen a
conocer y reconocer el ministerio apostólico. Los estudios bíblicos, por una
parte, la acción ecuménica, por otra, y el replanteamiento de la historia de la
Iglesia a partir de las distintas confesiones cristianas contribuirán, sin duda,
a una abertura creciente frente a la gran tarea de la renovación de la Iglesia,
cuyas primeras etapas, ciertamente fecundas, estamos viviendo.
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36. H.KUNG. La Iglesia, Herder.
Barcelona 2. 1969, p. 227.
37. En la Constitución dogmática sobre la Iglesia, en el capitulo II, artículos
12 y 13, y en el capítulo IV, artículos 32 y 33.