CAPÍTULO 11
III. COMPORTAMIENTO EN LAS ASAMBLEAS LITÚRGICAS (11,2-34).
Después de haber analizado el problema de la carne inmolada a los ídolos, con el fin de poner en claro una parte importante del comportamiento de los cristianos dentro de su medio ambiente pagano, la carta se orienta ahora de nuevo a los problemas internos de la comunidad. Son tres propiamente: 1º. El velo de las mujeres en las asambleas de la comunidad; 2º. La forma exacta y justa de celebrar la eucaristía; 3º. El orden justo de los dones o carismas del Espíritu (capítulos 12-14). Sin embargo, dado el alcance de la tercera de estas tres subsecciones, nosotros le dedicaremos una sección propia. Las tres se ocupan del orden justo, pero con ellas se pasa a tratar de cosas mucho más esenciales. No en las tres se refiere el Apóstol a preguntas expresas de la comunidad. Pero por el mismo conducto, o por otro parecido, supo Pablo que sobre estos puntos se había producido una diversidad de pareceres. Puede resultarnos extraño que, precisamente en estos contextos, el Apóstol se apoye en la tradición y obligue expresamente a la comunidad a seguirla (11,16-23; 14,37). De hecho, se empieza aquí invocando el tema de la tradición, acaso porque la comunidad, en su carta, había hecho una promesa general en estos mismos términos, de modo que Pablo ahora les toma en cierto modo por la palabra. No que con ello quisiera dar ya por totalmente resuelta la cuestión; ofrece copiosos planteamientos sobre los que reflexionar y discurrir; pero en ningún momento quisiera que olvidaran que en la Iglesia ni todo depende de las preferencias personales, ni todo puede estar sometido a discusiones interminables.
1. EL VELO DE LAS MUJERES (1Co/11/02-16).
a) Argumentos humanos y teológicos (11,2-6).
2 Os alabo, porque en todo os acordáis de mí y porque retenéis las tradiciones tal como os las he transmitido. 3 Pero quisiera que comprendierais esto: la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de Cristo es Dios. 4 Todo varón que ora o habla en nombre de Dios con la cabeza cubierta, deshonra su cabeza. 5 Toda mujer que ora o habla en nombre de Dios con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza: viene a ser como si estuviera rapada; 6 realmente, si una mujer no se cubre, que se corte el cabello; pero si a una mujer le da vergüenza cortarse el cabello o raparse, entonces que se cubra.
Antes de pasar a responder a las preguntas concretas, Pablo quiere establecer un orden teológico básico. Manifiesta así, de nuevo, su madera de teólogo, que gusta siempre de partir de los principios supremos, aun en los casos en que se analizan cosas terrenas, como en la consulta concreta de si las mujeres deben llevar velo o no en las asambleas de la comunidad. «Orar» y «hablar en nombre de Dios» aluden a prácticas de las asambleas comunitarias. No había, pues, duda alguna sobre la posibilidad y la licitud de que en tales reuniones las mujeres hicieran uso de la palabra, lo mismo que los hombres. Pero evidentemente, esto no bastaba a ciertas mujeres. Querían, además, hablar con la cabeza descubierta, como los varones. De suyo, el hecho de poder hablar en la asamblea pública significaba ya un importante progreso respecto de las costumbres griegas y, sobre todo, judías. Era una consecuencia de aquella esencial igualdad de sexos, fundamentada en Cristo y varias veces afirmada por Pablo (Gál 3,28). Pero dado que en una ciudad como Corinto el principio «todo está permitido» corría el riesgo de ser mal interpretado, en el sentido de laxismo y aun de libertinaje, Pablo tuvo que frenar enérgicamente. La libertad cristiana no podía confundirse con el desenfreno moral. De haber sido así, el cristianismo se hubiera colocado bajo una falsa luz en el mundo de entonces. Pablo no quería en modo alguno desencadenar un movimiento peligroso. De aquí que trate de una manera relativamente exhaustiva una cuestión de suyo no tan importante. Para él no se trataba de una mera cuestión de modas, aunque no puede negarse que la sensibilidad respecto del problema aquí discutido ha sufrido grandes variaciones, según los pueblos y las épocas. En el judaísmo actual el hombre que entra en la sinagoga debe cubrir su cabeza con un velo. No era éste el caso en tiempos del Apóstol. Pablo tampoco pide a las mujeres que se cubran totalmente con el velo, al modo como se practicaba y se practica aún hoy día en los pueblos islámicos orientales. Lo que busca es que el judío sea realmente judío, y el griego, griego. Y lo que quiere impedir a toda costa es que se falsifique el Evangelio.
Pero ¿por qué deshonra el hombre su cabeza cuando habla con Dios o desde Dios con la cabeza cubierta? Se podría responder: simplemente porque así lo había establecido la costumbre y, en consecuencia, era lo que se hacía, del mismo modo que en nuestra sensibilidad actual la costumbre pide que el hombre se descubra al entrar en el templo. Incluso en algunos países en los que se permite a las mujeres aparecer en público con la cabeza descubierta, se había determinado que en la casa de Dios cubrieran con un velo sus cabellos. El ir en contra de esta norma de las costumbres se considera como una deshonra, que podríamos explicar como falta de respeto al lugar sagrado y, por tanto, también a la divinidad que se venera en él. Precisamente a la divinidad alude Pablo cuando dice: el hombre deshonra su cabeza.
La linea del pensamiento se inicia con una especie de «teología de la cabeza». «La cabeza del hombre es Cristo.» Advertimos aquí inmediatamente que, en la palabra «cabeza», se implican y entran en juego unas ideas y conceptos a los que ya no estamos habituados. Tenemos un concepto literalmente parecido y corriente entre nosotros, pero no podemos equipararlos: capitán, derivado de caput, cabeza. Ser cabeza significa indudablemente que se está «sobre» otra cosa, pero dentro de un cierto orden de común pertenencia. Pablo explicita con decisiva precisión, en el último eslabón de la cadena, el orden a que se refiere: la cabeza de Cristo es Dios. Aunque Cristo está colocado tan alto que «tiene un nombre sobre todo nombre y en su nombre se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y bajo la tierra», se da, con todo, un orden claro. Cristo ha recibido este nombre de Dios. Dios se lo ha dado. Y esto tiene plena vigencia aun admitiendo que con el nombre se designa una igualdad con Dios. Si bien lo dicho se aplica en primer término a Cristo como hombre, es válido también, desde otra perspectiva, respecto de la segunda Persona de la Trinidad. El Hijo tiene la misma esencia que el Padre, pero la tiene como recibida del Padre. Dios de Dios, luz de luz. El Padre sigue siendo el origen, también en la Trinidad, y sigue siendo asimismo el «Dios», simpliciter, en la revelación del Nuevo Testamento. Esto es importante para los restantes eslabones de la cadena comparativa. Ser cabeza incluye tanto la idea de superioridad como la de conjunto. Incluye, además, la idea de un contexto y conexión de vida y esencia que hace posible la vida, precisamente porque contiene un orden claro. El orden implica superioridad y subordinación. Pablo habla aquí dentro de la revelación y en el ámbito de la gracia. Si fuera del cristianismo puede darse una subordinación de la mujer al hombre que llegue a repercutir hasta en la moral cristiana, esta subordinación debe medirse, en todo caso, de acuerdo con el orden de la gracia de la revelación. Sólo desde aquí puede probarse que es una subordinación admisible que, aceptada en el orden de la gracia, es por sí misma manantial de gracia. Para alcanzar el orden de la gracia es preciso abrirse al espíritu de Jesús, que no ha venido a ser servido, sino a servir (lo que fue dicho, en primer término, a los discípulos, es decir, a unos varones).
Una vez que Pablo ha considerado las cosas desde arriba, se permite ahora prolongar el pensamiento en cierto modo hacia abajo, hasta abarcar el otro extremo. Quien no acierte a ver que la conducta de la mujer debe ser distinta de la del varón, debe llegar hasta las últimas consecuencias: que se corte los cabellos como los hombres, o que se rape incluso. No basta, como explicación de esta frase, aludir a la costumbre de los romanos; debe recordarse más bien la norma de ciertos países y culturas de rapar la cabeza como castigo infamante impuesto a las mujeres adúlteras. Pablo espera que, con esta observación sarcástica, se pondría freno a los ímpetus de libertad que tergiversaban este concepto.
b) Argumentos bíblicos (11,7-12).
7 El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y gloria de Dios; la mujer, en cambio, es gloria del varón; 8 pues no es el varón el que viene de la mujer, sino la mujer del varón, 9 y no fue creado el varón por razón de la mujer, sino la mujer por razón del varón. 10 Por eso la mujer debe llevar sobre su cabeza la señal de sujeción, por razón de los ángeles. 11 Pero, a pesar de todo, ni mujer sin varón, ni varón sin mujer en el Señor; 12 pues si la mujer viene del varón, también es verdad que el varón viene mediante la mujer, y todas las cosas vienen de Dios.
Pablo reanuda el hilo de su pensamiento sobre el varón e intenta dar razones de por qué el hombre no debe cubrirse la cabeza. En él debe hacerse visible la imagen de Dios. También la mujer participa de esta dignidad, pero desde su referencia al hombre. Ella es la gloria del varón, cuando es lo que debe ser. A través de este orden de elementos se transparenta el relato de la creación, concretamente el llamado «segundo relato». En él se narra cómo la mujer fue creada para el hombre, idea en la que insisten más claramente aún los dos versículos siguientes. Esta afirmación irrita a muchos de los defensores de la igualdad de derechos de la mujer, y les parece insoportable. Pero mucho depende del modo de leer el texto. No se dice, desde luego, que el varón haya sido creado en razón de sí mismo. Si se planteara esta pregunta, la respuesta sería: el hombre ha sido creado para el mundo, para el mundo de las cosas y para su administración. La mujer ha sido creada para el varón, es decir, para los valores personales. De este modo, ambos sexos se complementan mutuamente. A este propósito es preciso añadir que indudablemente la mujer puede asumir también las tareas que antes se reservaban a los hombres: su presencia aumenta de continuo en las fábricas, laboratorios, universidades y parlamentos, mientras que nadie podría afirmar seriamente que el varón invada el campo de la mujer. En todo caso, la mujer debe disponer de tiempo y de energías para ser y para dar lo que ella, y sólo ella, puede ser y dar al varón, a la familia, a la cultura y al mundo.
Para comprender bien el versículo 10 se nos plantean dos problemas: ¿qué se entiende por la señal de sujeción que la mujer debe llevar en la cabeza? ¿Una señal de sujeción al hombre o acaso también una señal del dominio del hombre, tal como se entendía y practicaba, por ejemplo, en el derecho consuetudinario germánico, con el «caer bajo la cofia», es decir, una señal de ser mujer casada? Este orden de los sexos, que quería una clara distinción y discernimiento, sobre todo entre mujeres casadas y no casadas, no se justifica en el caso de una comunidad cristiana solamente desde una dimensión humana, sino también «por razón de los ángeles». Los ángeles forman parte del servicio litúrgico de la Iglesia -recordemos el canto del Sanctus- y son también, por tanto, guardianes de los órdenes queridos por Dios: «En presencia de los ángeles cantaré alabanzas» (Sal 137,2). Los dos versículos siguientes ofrecen un importante correctivo, expresado en el terreno formal mediante el claro y limitador «a pesar de todo», y en el terreno objetivo mediante el «en el Señor» puesto al final. Sea cual fuera el orden establecido en los diferentes países, en Cristo y en la Iglesia ambos sexos tienen no sólo los mismos derechos, por así decirlo, sino que están destinados a ser, el uno para el otro, algo mucho más importante. Ambos se deben mutuamente algo infinitamente superior. De suyo, y de acuerdo con el sentido literal del texto, lo que aquí se dice podría entenderse dentro de la esfera natural. Pero Pablo quiere expresamente que se le entienda en la esfera más elevada de la gracia. Si, pues, lleva adelante la anterior idea del relato de la creación, según el cual la mujer viene del hombre, también se podría referir a la encarnación del Hijo de Dios en María (cf. Gál 4,4) el hecho inverso de que también el hombre viene por la mujer. Debe observarse, a este propósito, que Pablo no dice «de la mujer», porque reserva el «de» preferentemente para referirse al poder creador absoluto de Dios, origen de todas las cosas. En todo caso, lo cierto es que Pablo no desea en modo alguno discutir a las mujeres su igualdad con el hombre «en el Señor». Lo que le interesa es preservarlas de la tentación de conquistar la dignidad del hombre a costa de perder la suya propia, como observa el Crisóstomo en este punto.
c) Apelación a los sentimientos naturales (11,13-15).
13 Juzgad por vosotros mismos: ¿Está bien que una mujer ore a Dios descubierta? 14 ¿No es la naturaleza misma la que nos enseña que para el varón es deshonra el cabello largo, 15 mientras que para la mujer es motivo de gloria? Realmente, la cabellera se le ha dado a modo de velo.
Pablo apela también al sentimiento innato del buen gusto. «El buen gusto obliga, pero no es el mismo en todos los tiempos y en todos los lugares» (O. Karrer). ¿No es cosa digna de notarse que el arte griego muestre generalmente los cuerpos masculinos preferentemente desnudos y los femeninos casi nunca? Este detalle nos muestra qué era lo que la antigua Hélade tenía por decencia y buen gusto. Pablo pudo haber pensado también que la mujer que penetra en la asamblea de la comunidad atrae de todos modos la atención sobre sí y que precisamente en esta circunstancia hubiera sido inconveniente que su presencia corporal aumentara aún más la atención. El Apóstol quiere hacer notar y despertar el sentimiento natural, que constituye una buena medida del buen gusto y es una defensa de las cosas más esenciales. Y así, no vacila en confirmar su apelación aduciendo un concepto de la filosofía popular estoica, muy frecuente también entre nosotros, aunque poco usado en la época neotestamentaria: la naturaleza como maestra. Ya los padres de la Iglesia, como maestros y custodios de la moralidad, y más tarde también los filósofos y teólogos, hasta nuestros mismos días, han hecho un amplio uso de esta idea. También en este punto se ha podido comprobar que lo enseñado por la naturaleza no siempre se considera de una manera tan inmutable como a veces se pretende al invocar las leyes naturales. Pero no por eso ha perdido su valor esta fuente de conocimiento, sólo que hay que reconocer que también la naturaleza de los hombres, o su intelección de lo que forma parte de la naturaleza, está inmersa en la historicidad humana.
d) El respeto a la tradición eclesial (11,16).
16 No obstante, si a alguno le parece que debe seguir discutiendo, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las Iglesias de Dios.
Pablo ha debido pensar que, a pesar de sus argumentos, no ha vencido todas las resistencias. Ahora bien, una discusión interminable sobre estos temas no conduce a nada. Siempre se pueden buscar razones contra todo. Ha de tomarse una decisión en un sentido o en otro, aunque no todos la comprendan. En este caso Pablo cree que la solución viene ya dada por la costumbre general de las Iglesias de aquel tiempo. (La expresión «las Iglesias de Dios», en plural, es muy desacostumbrada. Es seguro que Pablo quiso aludir primeramente a la multitud de Iglesias = comunidades, y añadió luego la adición «de Dios» para dar fuerza a la frase.) Debía quedar bien claro para todos que en estas cosas no podía hacer cada cual lo que lo parecía. Así como en una familia no puede llevar cada uno su propio e independiente estilo de vida, así tampoco en la Iglesia de Dios. El pensamiento de Pablo, o, mejor dicho, su concepto de la Iglesia, tiene aquí un alcance plenamente universal. Por eso esta sección concluye tal como se había comenzado, con una alusión a las tradiciones, que no abarcan sólo enseñanzas dogmáticas, sino también aspectos disciplinares.
No sería bueno que, a propósito de esta catolicidad, conservada a lo largo de los tiempos, se abandonara el lector a una oposición interna, provocada acaso en su espíritu por nuestro texto. Nuestra exposición ha intentado superar algunas de las dificultades, pero es preciso exponer, para concluir, algunas reflexiones más.
Rectamente entendido, puede admitirse todavía hoy lo que Pablo defiende. Dice que, a pesar de la igualdad esencial de la naturaleza humana, siguen dándose diferencias fundamentales entre el hombre y la mujer. Son diferencias naturales, es decir, fundadas en la misma naturaleza, manifestadas por la misma apariencia y presencia exterior. En cuanto tales han sido queridas por el mismo Creador y el hombre debe aceptarlas en su dimensión ética. Las razones últimas de este orden se hunden en el misterio trinitario.
¿No hubiera sido mejor que la Iglesia se hubiera
desentendido completamente de estos problemas referentes a las modas femeninas?
¿No hemos tenido que vivir y sufrir muchas veces la experiencia de ver cómo la
Iglesia, navegando contra corriente, ha declarado inmoral alguna innovación y,
después de haber puesto en la cuestión y desgastado en ella buena parte de su
autoridad, admitir hoy como la cosa más natural lo ayer acremente combatido? ¿No
debería la Iglesia haber aprendido esta lección de una vez para siempre? En una
época tan dinámica y cambiante es verdaderamente una misión ingrata la que tiene
la Iglesia, al verse precisada a defender posiciones que, un día u otro, deberán
ser abandonadas. Misión ingrata, pero no falsa. ¿No deben los padres precaver a
sus hijos contra el uso del alcohol, la nicotina y las tempranas relaciones
sexuales, aunque los muchachos, a medida que crecen, se acercan al uso, al
derecho, y a la libertad respecto de todas estas cosas? ¿Pueden los padres dejar
correr las cosas desde el principio, so pretexto de que, al final de cuentas,
sus hijos llegarán a usarlas tarde o temprano? Con esto no se justifica, por
supuesto, todo cuanto la Iglesia ha hecho en el pasado, ni tampoco todo cuanto
ahora se hace o se exige. Pablo se creería autorizado a afirmar -también en
nuestros días- que no todo lo que hoy se hace es ya por eso bueno. Concedería,
indudablemente, que, bajo unas circunstancias (climáticas, sociales o de
cualquier otro tipo) diferentes, la cuestión debería afrontarse asimismo bajo
una diferente perspectiva. Pero teniendo siempre en cuenta los mismos puntos de
partida: la comunidad como un todo, tanto la eclesial como la social, y el
respeto a los débiles, a los que se debe proteger contra los escándalos. También
la argumentación bíblica debería ser considerada bajo una nueva perspectiva. No
debería apoyarse casi tan exclusivamente en el segundo capítulo del Génesis, que
narra la creación especial de la mujer a partir de Adán, sino más bien en el
primero, que narra como simultánea la creación del hombre y de la mujer. En una
época en la que -indudablemente bajo el influjo del cristianismo- se acentúa con
más fuerza en todas partes el compañerismo en las relaciones humanas, es lícito
buscar y hacer valer con más ahínco aquellos textos de la revelación que exponen
los rasgos correspondientes. En este mismo sentido podía hacerse más eficaz el
desarrollo de la doctrina trinitaria. Tanto el arrianismo como el islam reflejan
claramente las correspondencias políticas y sociales, el primero exponiendo una
idea trinitaria que desemboca en el subordinacionismo, el segundo dando una
visión de Dios extremadamente monárquica; ambos de acuerdo con un sencillo
principio: como en el cielo, así en la tierra; y en ambos a favor del rey, o del
hombre a quien pertenece en exclusiva el poder. Pero también la camaradería
debería reconocer sus límites, pues el hombre y la mujer son distintos desde la
naturaleza y desde Dios. Los hombres deben ampliar sus posibilidades y
determinar, en cada nuevo momento de la historia, sus diferencias. Pero estas
diferencias no serán anuladas por ningún género de historicidad. También la
historicidad más cambiante hallará sus sanos límites allí donde Dios los ha
trazado a través de la naturaleza.
2. MODO ADECUADO DE CELEBRAR LA CENA DEL SEÑOR (11, 17-34).
a) Abusos introducidos (1Co/11/17-22).
17 Al haceros estas recomendaciones, no puedo alabaros; porque os reunís, no para provecho, sino para daño vuestro. 18 Efectivamente, oigo decir en primer lugar que, al congregaros en asamblea, se forman entre vosotros grupos aparte, y en parte lo creo. 19 Realmente, conviene que haya entre vosotros escisiones, para que se descubran entre vosotros los de probada virtud. 20 Así pues, cuando os congregáis en común, eso no es comer la cena del Señor; 21 pues cada cual se adelanta a comer su propia cena, y hay quien pasa hambre y hay quien se embriaga. 22 ¿Es que no tenéis casas para comer y beber? ¿O tenéis en tan poco las asambleas de Dios, que avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué queréis que os diga? ¿Que os alabe? En esto no puedo alabaros.
El párrafo precedente se refería al problema del modo de vestir de las mujeres en la asamblea litúrgica, en el presente vuelve a reaparecer varias veces el concepto de asamblea. Se trata de la más antigua denominación cristiana de lo que nosotros llamamos celebración litúrgica. En esta diferencia de denominación aparece con entera claridad un notable cambio de acento. Se podría expresar este cambio en la fórmula hoy muy empleada: traslado del punto de gravedad de lo horizontal a lo vertical, El «congregarse en común» no se entendía sólo en el sentido de una reunión exterior o también, evidentemente, en una habitación lo más amplia posible de una casa privada. Se entendía asimismo en el sentido de un acuerdo íntimo de los reunidos, mientras que hoy, para nosotros, todo está ordenado, en el espacio, hacia adelante, y en el contenido hacia arriba. Sólo ahora, en nuestro más inmediato presente, comenzamos a experimentar, concebir y plantear de otra manera los espacios de las iglesias. Y esto demuestra que también la conciencia de las comunidades comienza a reorientarse.
Que tampoco una más fuerte acentuación de lo horizontal sea ya por sí sola una garantía de la realización de una auténtica imagen de la Iglesia es algo que el presente capítulo enseña de manera más que clara y expresiva. Su motivo se encuentra justamente en este nivel, es decir, en el fallo de la comunidad en lo referente a la fraternidad.
El Apóstol no podía decir nada peor sobre la situación evidentemente pésima a que se había llegado que afirmar que se veía en la precisión de tener que retirar la designación de «cena del Señor» a sus reuniones y celebraciones. En este calificativo encontramos la más antigua denominación de lo que posteriormente, y hoy en medida creciente, llamamos eucaristía. Con todo, para la época de nuestra carta debe hacerse una corrección, ya que este nombre designa toda la cena, que constaba de dos partes: el acto eucarístico y la comida de hermandad. Así pues, también la comida de hermandad es, a su modo, cena del Señor, está encuadrada en la presencia del Señor o debería estarlo. Porque a esto se refiere precisamente la reprensión del Apóstol, a que no era éste el caso. Se reúnen, pero allí no hay de hecho ninguna reunión; la reunión exterior sólo sirve para evidenciar que la comunidad está escindida. Es muy probable que se reúnan entre sí y se aparten de los demás aquellos mismos grupos o banderías contra las que Pablo se pronunció al principio de la carta 28
En cierto modo el Apóstol no se extraña de que en la comunidad aparezcan abusos tan funestos. Por la profecía sabe de las cosas que precederán al juicio. A través de este género de tentaciones «conviene» que se manifieste la sólida virtud de los cristianos auténticos. Es un serio «conviene», por el cual el Apóstol no se siente muy consolado, pero que le ayuda a soportar la prueba con resignación. En la posterior historia de la Iglesia se ha tenido que recordar muchas veces esta palabra. Pero nadie puede consolarse fácilmente con ella y dejar que siga habiendo divisiones. Tampoco lo hace así el Apóstol, sino que batalla por la unidad de la comunidad, de la Iglesia.
El versículo 21 nos transmite una idea detallada de lo que debemos entender por cena del Señor, tal como entonces se consideraba que debía ser. deduciéndolo de las corrupciones introducidas y reprendidas. Tenía el sentido de una comida festiva y fraternal, evidentemente celebrada por la noche, como siempre en el mundo antiguo. Para ello cada uno llevaba su parte, de acuerdo con su posición y sus posibilidades, pero de modo que todos lo repartían todo con todos. Como en toda comida digna de este nombre, todos debían quedar satisfechos, aunque se trataba de algo más que de la celebración de un abundante banquete. Debía ser expresión de la unión fraternAl en Cristo, y debía rebosar, por tanto, de la presencia del Señor.
Pero, tal como se practicaba en Corinto, ocurría que era la destrucción de esta imagen de la fraternidad y no merecía ya el nombre de cena del Señor. Es fácil imaginar cómo se llegó a esta desgraciada situación. En principio, los primeros en llegar a la reunión debían ser los ricos. Eran independientes, mientras que los empleados, jornaleros y esclavos tenían que atender antes a sus dueños. Aquellos que eran los primeros en llegar al lugar de la reunión, eran también los que llevaban las mejores cosas para repartir. Al principio el hecho pudo pasar acaso desapercibido, pero a la larga los resultados fueron deplorables. Cuando llegaban los pobres, hacía mucho ya que los ricos habían comenzado a repartir sus apetitosas viandas. Los pobres podían ver, cuando lograban hallar un sitio, y comenzaban a repartir sus míseros bienes, cómo, a su lado, ante su misma vista, tenían las ricas mesas y los rostros resplandecientes por el vino. Esto era irritante; y el Apóstol no intenta, en su advertencia, disimular esta irritación; intenta, por el contrario, hacer bien patente a estas gentes su absoluta falta de consideración y avergonzarles por su conducta.
Al portarse así, no sólo avergüenzan a los pobres,
sino que desprecian a la Iglesia de Dios. En cuanto miembros de la comunidad no
son estos individuos aislados o aquéllos; la falta de consideración que se tiene
hacia los pobres hiere a la Esposa de Cristo. La Iglesia se siente afectada en
cada uno de sus miembros, pero por misteriosas razones, de modo muy especial en
los pobres.
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28. Pablo emplea aquí dos palabras para
indicar esta división: «cisma» y «herejía», que nosotros hemos tradu- cido por
«grupos aparte» y «escisiones». Aquellas dos palabras se han utilizado en la
historia de la Iglesia y en el Derecho canónico para indicar separaciones o
divisiones de muy diverso grado. En nuestra carta no están, por supuesto, tan
precisamente matizadas. aunque, al parecer, también en ella la hairesis tiene un
«acento más grave».
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b) La institución de la cena del Señor (1Co/11/23-25).
23 Yo he recibido del Señor una tradición que a mi vez os he transmitido, y es ésta: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan 24 y recitando la acción de gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo para vosotros. Haced esto en memoria de mí. 25 Lo mismo hizo con el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cada vez que bebáis, haced esto en memoria de mí.
Una vez que Pablo ha pronunciado su más enérgica reprensión contra el modo de celebrar sus solemnidades los corintios, quiere mostrarles ahora positivamente en qué estilo, sentido y espíritu deben celebrar estas reuniones. Para ello, busca un apoyo en la misma institución de la cena del Señor. A tal fin, necesita sólo recordar el texto exacto de la liturgia de la institución, bien conocido de los corintios y recitado en cada solemnidad. De aquí deducirá luego todo lo demás. Propiamente hablando, en las palabras de Jesús y en el hecho que indican, se encierra todo.
El contenido de estos versículos suele recibir el nombre de relato de la institución. El relato ha llegado hasta nosotros bajo esta forma redaccional de la carta paulina. Pero no es Pablo el autor de la fórmula, ya que el Apóstol se apoya expresamente en una tradición, a través de la cual llegó hasta él mismo y que él cuidó de transmitir escrupulosamente, tanto a la comunidad corintia como a las demás comunidades por él fundadas. Pablo no fue testigo de oído y vista de la última cena del Señor. Pero tampoco el relato de la cena transmitido por los tres sinópticos es un relato de testigos presenciales, sino más bien textos formados por la celebración del culto y para ella. En términos generales, la redacción paulina y la lucana tienen una íntima conexión entre sí, como la tienen, por su parte, la de Mateo y Marcos. De los cuatro textos citados, el de Pablo reviste particular importancia porque, en todo caso, su redacción escrita es la más antigua de todas.
Aparte de esto, el análisis minucioso de cada una de las palabras puede demostrar que este texto no procede del mismo Pablo, es decir, que confirma su apoyo en una tradición anterior. También es perfectamente claro que si la argumentación quería raer los abusos de los corintios. Lo que Pablo recuerda debía apoyarse en un terreno sólido, sobre el que no cupieran discusiones. ¿De dónde procede, pues, esta redacción textual? Sólo podemos dar una respuesta: de la tradición, como el mismo Pablo acentúa ¿No se apoya en el mismo Señor Jesús? La expresión «recibido del Señor» podría entenderse perfectamente en el sentido de una revelación directa de Jesús a Pablo. Pero la reciente investigación está de acuerdo en que Pablo no quería romper o saltar por encima de la cadena de la tradición, sino que más bien pretende afirmar que su origen se remonta al mismo Señor.
«La noche en que era entregado.» La antigua fórmula cultual, al igual que el actual canon romano, han considerado, pues, importantes las circunstancias y el momento del origen exacto de esta institución, del mismo modo que el credo ha conservado, por las mismas razones, en el centro de su pasaje de la pasión, el nombre de Poncio Pilato. El acto litúrgico que la Iglesia debe celebrar mientras dure su existencia tiene una exacta referencia histórica, la misma que nosotros expresamos con la sencilla expresión «la última cena». Pero la mención de la noche contiene, además, la sugerencia de un sentido simbólico: esta noche terrible, en la que la humanidad evidenció tanta maldad y cobardía, se ha convertido en el origen de una acción divina mediante la que toda obscuridad fue vencida y superada. Sobre todas las obscuras noches que irrumpirán sobre los discípulos de Jesús brilla ya el misterio de la victoria.
Esta noche recibe aquí una nueva determinación mediante la adición: «en que era entregado». La frase es mucho más expresiva que la otra: «en que padeció», aunque en esta última la pasión se ha llenado del mismo contenido. Es asimismo una traducción más exacta que la otra -también posible- «en que era traicionado», porque puede percibirse en ella una alusión al destino del siervo de Yahveh cantado por Isaías. Desde esta figura del siervo ha explicado el mismo Jesús, y después de él también la primitiva comunidad, su destino a la muerte. De suyo, Pablo sólo cita el formulario, pero confía en que los corintios sepan ver la contradicción que encierra respecto de su propia conducta, que consistía en reservar cada uno para sí lo que más le apetecía.
«Tomó pan y, recitando la acción de gracias, lo partió y dijo.» Las palabras son aquí muy rituales, estereotipadas, como las de una rúbrica litúrgica. Jesús cumple, también en su comportamiento exterior, un ceremonial veterotestamentario. Esto es importante a la hora de entender la recitación de acción de gracias. De acuerdo con su origen en el ritual judío, se trata aquí de la bendición de la mesa, que no se divide en una oración antes y otra acción de gracias después, sino que, al dar gracias a Dios por sus dones, consigue la bendición divina. Agradecer y bendecir eran una misma cosa. El delgado pan se partía a fin de dar a cada uno de los comensales una parte del mismo. Pero también aquí se puede rastrear el deseo del Apóstol de hacer comprender a los corintios cuán poco se compagina con esto su propia conducta, que no reparte nada.
«Esto es mi cuerpo para vosotros.» Estas palabras rompen el ritual. Son propísimas de Jesús. A diferencia de la forma, tan familiar para nosotros, de las palabras de la consagración de la oración eucarística romana, el «para vosotros» se yuxtapone inmediatamente al cuerpo, sin ningún verbo intermedio (entregado). Está bien claro lo que Jesús quiere decir con estas palabras: es el cuerpo que se entregará por ellos a la muerte muy pronto, en la terrible y tangible visión de la cruz, y ya ahora en el ocultamiento y en la significación del pan, partido en comida.
«Haced esto en memoria de mí.» Nos sorprende encontrar ya aquí, a continuación de las palabras sobre el pan, el mandato de la conmemoración. Nuestra liturgia (con Lucas) lo dice sólo una vez, después de las palabras sobre el cáliz, al final de todo el acto eucarístico. Cabe preguntar cuál de las dos formas debe considerarse más antigua: ¿ha duplicado Pablo el mandato de la conmemoración, lo había duplicado ya la tradición llegada hasta Pablo, o lo ha simplificado Lucas? La pregunta no tiene tanta importancia como algunos creen. Pero puede hacerse una observación que acaso ofrezca un aspecto esencial: el primer testigo de la época postapostólica que nos informa sobre la eucaristía, el mártir Justino, ha colocado el mandato de la conmemoración incluso antes: «Jesús tomó pan, y recitando la acción de gracias dijo: Haced esto en memoria de mí; éste es mi cuerpo... » En esta versión se puede comprobar con total claridad cómo el encargo de Jesús no se refiere en modo alguno al mero comer y beber, sino a toda la acción eucarística. Al principio no existía una conexión inmediata entre el pan y el vino, ya que entre el uno y el otro se celebraba la comida principal. Había que procurar, por tanto, que fueran entendidos como siendo ambos elementos constitutivos propios. Más tarde, cuando los dos actos se celebraron inmediatamente uno después de otro, bastaba con repetir una sola vez el mandato de la conmemoración. Más aún, no había ya ninguna necesidad de mencionar tal mandato, porque los textos mismos indicaban que se le estaba dando cumplimiento en aquel preciso instante. Y así, puede explicarse que en Marcos y Mateo no se encuentre una orden en este sentido.
MEMORIAL/QUE-ES: El concepto de memoria o conmemoración ha sido bien explicado por la investigación histórico-religiosa y por la ciencia veterotestamentaria de los últimos decenios. Ante todo, es algo más que un mero recuerdo (subjetivo). Es un hacer objetivo, una acción festiva, que hace presente una acción salvífica del pasado y, de este modo, posibilita de nuevo el camino de acceso a la salvación. Una acción y conmemoración de este tipo es bastante parecida a lo que más adelante se designa con la expresión «sacramento»: una acción visible y simbólica, que causa lo que representa. Y así, el pan y el vino son señales de la entrega de Jesús por sí mismo al sacrificio de la muerte y, a la vez, hacen presente, de misteriosa manera, este mismo sacrificio, y reparten sus frutos entre aquellos que cumplen el mandato de Jesús. Aunque también en Pablo faltan las adiciones «entregado», «derramada», las expresiones «para vosotros» y «alianza en mi sangre» -que sólo se utilizan en el lenguaje sacrificial- aseguran el carácter de sacrificio de la acción.
«Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre.» Una correspondencia formal con las palabras sobre el pan hubiera dicho: «Esto es mi sangre.» Pero todas las redacciones que lo hacen así tienen dificultades estilísticas cuando quieren expresar, al mismo tiempo, la idea de alianza. La redacción paulina ha hecho de la alianza, y concretamente de la alianza nueva, el predicado principal de la frase, aunque también en las otras redacciones se vinculan entre sí, de un modo u otro, en razón del sentido, la sangre y la alianza. Las cuatro redacciones recuerdan aquí la conclusión del pacto del Sinaí (Éx 24), lo toman, por tanto, como base y, al mismo tiempo, lo distinguen del nuevo pacto. Aunque no todas las redacciones nombran expresamente esta alianza nueva, la alusión queda ya determinada por el «mi» yuxtapuesto a «esta sangre». En todo caso, se encuentra aquí la justa razón de ser de que la tradición y la Iglesia designen esta alianza como aquel «pacto nuevo» que ya los profetas habían preanunciado como una novedad (Jer 31,31). Cuando la carta a los hebreos acentúa que sin derramamiento de sangre no hay alianza ni reconciliación, es preciso añadir la idea de que en la nueva alianza no es una sangre cualquiera la que consigue la expiación y cierra el abismo, sino que es el mismo Dios quien, en una última entrega, se da a sí mismo y aleja los pecados de aquellos que aceptan esta entrega. «Cada vez que bebáis.» Esta inclusión rompe el paralelismo del primer mandato de la conmemoración del pan. ¿Puede explicarse acaso como una inserción a cargo de Pablo, porque quiso más tarde proseguir su razonamiento a partir de ella? La liturgia romana la ha aceptado, aunque sin pretender referirla sólo al cáliz, sino a la totalidad; y así, ha remplazado el «bebáis» por el «hagáis». «Cuantas veces hiciereis esto, hacedlo en memoria de mí.» Pero, como suele ocurrir fácilmente con estas interconexiones, la idea se ha complicado hasta hacerse casi oscura.
c) Consecuencias morales (1Co/11/26-29).
26 Porque cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, estáis anunciando la muerte del Señor, hasta que él venga. 27 Por lo tanto, el que coma del pan o beba del cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. 28 Que cada uno se examine a sí mismo y así coma del pan y beba del cáliz; 29 porque el que come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia condena.
Comer este pan, beber de este cáliz, no significa tan só1o entrar en contacto con Jesús -esto fue ya expresamente dicho en 10,16-; no se trata únicamente de la recepción de la comunión, sino que en el acto total de esta acción y conmemoración se hace presente, de manera singular, eficaz y válida la muerte del Señor. Acontece algo objetivo y transcendente. Pablo lo llama «anunciar». Anunciar tiene el sentido de proclamar. El anuncio del Evangelio expone las exigencias de esta proclamación. «Mediante esta afirmación, el acontecimiento ya ocurrido se hace presente, es decir, se abre a su presente y alcanza así su derecho y su vigencia respecto de cada situación externa correspondiente» (H. Schlier). La situación externa, el público presente en la celebración eucarística es la Iglesia, y concretamente la asamblea reunida. En la celebración eucarística alcanza siempre la muerte salvadora de Cristo un nuevo poder liberador sobre la comunidad. Al «hacer esto» en memoria del Señor, el Señor causa en ella la salvación contenida, le comunica el fruto redentor de su muerte.
El anuncio significa, pues, una especie de actualización y de fuerza activa, igual a la que nuestra teología formula para el sacramento en general y para la eucaristía como sacrificio sacramental en particular. Si este pasaje atribuye el anuncio a toda la comunidad, debe entenderse en el sentido de nuestras oraciones de la anamnesis de todas las liturgias orientales y occidentales, en las que se emplea el «nosotros». Toda la comunidad participa en lo que el celebrante dice: «Por eso nosotros, tus siervos, y tu pueblo santo, celebramos la memoria de tu Hijo... y te ofrecemos el sacrificio.» Esta doble expresión «celebrar la memoria... ofrecer el sacrificio», cada una de las cuales contiene, a su propia manera, la totalidad, responde, en razón del sentido, a las dos expresiones con que Pablo describe en estos versículos el misterio de la eucaristía: haced esto... para anunciar la muerte. Porque también este anuncio debe darse no tanto mediante unas palabras especiales, sino a lo largo de toda la acción que, por otra parte, no puede existir sin las palabras decisivas. «Hasta que él venga.» Esta pequeña adición tiene una gran importancia desde varios puntos de vista. Pablo ha insistido en la muerte de Jesús; el pan y el vino, en cuanto elementos del sacrificio, la contienen simbólicamente; la fiesta en que se come este pan y se bebe de este cáliz está referida a la noche de la muerte. Pero ahora debe poner en claro el otro aspecto: el que se da de nuevo en el pan y en el vino es el Viviente, el Resucitado, el que mostrará su fuerza y su majestad cuando venga. La celebración de la cena del Señor está distendida entre ambos polos. Entre la muerte que una vez padeció y su nueva manifestación en poder y gloria. Y contiene en sí algo de los dos. Aunque por un lado Pablo debe acentuar, frente al entusiasmo corintio, la memoria de la muerte, tampoco puede ni quiere dejar en la sombra el aspecto de la gloria.
A esto se añade un nuevo argumento, que le obliga a incluir este aspecto precisamente en atención a los corintios. Ellos se sienten ya como instalados en el reino (4,8), pero están en peligro de «no comprenderlo» aún. Aquí se encuentra una de las razones de aquella alegre opinión, llevada hasta el exceso en sus comidas comunitarias. Este «hasta que él venga» recuerda que el reino en gloria no ha venido todavía.
Y con ello llega Pablo al punto práctico crítico, al que ha tendido desde el principio al recordar la doctrina eucarística: despertar en la comunidad la conciencia del desacuerdo que se da entre su conducta y lo que es en sí la cena del Señor. Dicho de una manera total y rotunda la condena es: conducta indigna. Esta expresión ha sido ampliamente aplicada y explicada en la doctrina católica sobre los sacramentos. Pero tal aplicación no puede vincularse, sin más, a este pasaje, aunque la expresión haya sido tomada de él. Indigno significa aquí algo más genérico: inconveniente.
Hay un modo de tomar parte en esta cena que no conviene, que no está acorde con su contenido. Esta no conveniencia se convierte en culpa, porque en la cena el cuerpo y la sangre del Señor se dan en un estilo y en un espíritu muy concretos, y en este mismo espíritu y estilo deben ser recibidos. Quien no quiera atraer sobre sí esta culpa, debe examinar bien si quiere hacer realmente lo que hace. El que se prueba así, consigue la disposición requerida; puede, debe comulgar. Quien rehúsa o descuida esta prueba crítica de sí mismo, no escapa al juicio, que introduce dentro de sí, precisamente con esta comida, del mismo modo que quien ingiere un veneno, que aunque no cause la muerte instantánea, establece ya un hecho consumado.
Debemos, pues, ampliar y corregir nuestro concepto y nuestra práctica de la comunión desde las dos perspectivas dadas por el Apóstol. Lo que Pablo entiende por indigno es menos y es más de lo que nuestro uso lingüístico ha consagrado. El católico actual se contenta demasiado fácilmente con la idea de que no tiene conciencia de pecado mortal. En la mente del Apóstol es indigno recibir la comunión sin sentirse afectado por ella, sin abrirse, sin replantear el hecho de que el Señor se ha entregado por mí, por todos nosotros, a la muerte, y actualiza ahora y hace nuevamente presente su entrega. Aquel que se cierra a lo que aquí ahora se actualiza, aquel que toma parte sin participar, ofende al amor de Dios que está sacramentalmente presente y que se entrega. Al cerrarse, se embota y embota este don de Dios en él. Y esto es lo peor que podemos hacer frente a este don, pues ¿qué otra cosa nos queda que pueda abrirnos y liberarnos de la trampa de nuestro yo?
¿Respecto de qué norma debe probarse el hombre, el
cristiano, llamado a tomar parte en la Iglesia en la cena del Señor? ¿Debe
repasar el decálogo en cada participación? Por el contexto se ve claro desde
dónde y en relación a qué debe hacerse esta comprobación personal: desde Cristo
y en relación a la asamblea de los hermanos. ¿Estoy preparado para aceptar y
recibir aquello que Jesús ha hecho por nosotros y para actualizarlo de nuevo en
lo que ahora hacemos de tal modo que sea eficaz en nosotros? ¿Estoy dispuesto a
subordinar mis propios deseos a las necesidades legítimas de los demás? ¿Estoy
dispuesto a renunciar a mí mismo, para que se abra más espacio al amor en el
mundo? ¿De qué sirve, en efecto, golpearse el pecho y doblar la rodilla ante el
cuerpo del Señor, presente en el pan, si desprecio este cuerpo del Señor
igualmente presente en la comunidad, y de modo particular en sus miembros más
pequeños, cuando prescindo de ellos en mi actividad cotidiana, porque no tiene
valor para mí llenarme de preocupaciones por su causa? Indudablemente, la
palabra «cuerpo» (11,29), expresada sin más determinaciones, se refiere al
cuerpo eucarístico del Señor, pero no se elimina la posibilidad de que se
incluya también en ella el cuerpo de Cristo, que es la comunidad. Los corintios
no han sabido verle en los pobres y en los pequeños, y ni siquiera en los
miembros de la comunidad que se atenían a otros pastores.
d) Las consecuencias de los desacatos (/1Co/11/30-32).
30 Por eso hay entre vosotros gran número de enfermos y achacosos, y mueren bastantes. 31 Pero si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos castigados. 32 Cuando el Señor nos juzga, nos corrige, para que no seamos condenados con el mundo.
Nos causa no poca maravilla ver cómo el Apóstol establece una relación tan directa entre la comunión indigna de muchos y ciertos hechos corporales. ¿No hemos aprendido a distinguir entre la esfera de lo sobrenatural, en la que actúan los sacramentos, y la esfera corpórea natural, para la que no podemos invocarlos? Cierto, esto es lo que hemos aprendido. Y había que aprenderlo. Pero acaso lo hayamos aprendido demasiado bien, si así puede decirse. Ya en pasajes anteriores de esta carta se presentó la ocasión de afirmar que la distinción tajante entre alma y cuerpo no responde a la verdadera realidad del hombre y que, por lo mismo, se ha acometido la tarea de reinterpretarla de nuevo. También desde la perspectiva de la fe hay mucho que decir a este respecto. Es indiscutible que las curaciones milagrosas de Jesús tenían mucho que ver con el reino de Dios que anunciaba. No comunicó al azar y porque sí a sus enviados este don de curaciones durante su actividad misionera. ¿No debe darnos que pensar el hecho de la reiterada frecuencia con que, al final de sus oraciones, la liturgia romana pide expresamente la salud de alma y cuerpo en favor de aquel que recibe los sacramentos? Hay aquí no sólo el testimonio de la fe de una época pasada, sino también un ofrecimiento para aquellos que reciben de nuevo este testimonio en la fe. No podemos, naturalmente, establecer un balance concreto. Si los milagros forman parte de la situación misional de una primitiva comunidad cristiana, también acaso habría que anotar en su balance negativo aquellos casos ejemplares que Dios pone y el Apóstol explica. Evidentemente, tampoco en la comunidad de Corinto murieron o enfermaron todos o sólo aquellos que se hicieron culpables de las recriminaciones del Apóstol, pues en este caso podía haberse ahorrado el discurso.
Acaso en el versículo 31: «...si nos examináramos a nosotros mismos», se contenga también este matiz, sugerido por la situación recientemente mencionada, de que no sólo se debe juzgar cada uno a sí mismo, sino que este juicio se puede y se debe ejercer en el seno de la comunidad, de modo corporativo y solidario. Dado que en los enfermos y en los que mueren se les manifiestan los pecados a los que están en vida, los miembros de la comunidad deben adoctrinarse entre sí a tiempo y señalarse el buen camino. Al juzgarse mutuamente en este ambiente de corresponsabilidad auténtica y de amor, se evitan unos a otros el juicio, más riguroso, de Dios. Pablo les ha hecho la grave reprensión de que habían descuidado este juicio (5,1-8). Será bueno recordárselo de nuevo en esta ocasión. Por los demás, estos versículos encierran una variada terminología para expresar el juicio, que ninguna traducción puede reflejar totalmente, ya que la lengua castellana no tiene tantos derivados de la raíz «juzgar» como tiene la lengua griega de la suya (krin). Así, el último versículo refleja la intención de mitigar la grave amenaza del juicio mediante la aplicación de un correctivo de Dios encaminado a nuestra conversión.
e) Ultimas instrucciones prácticas (1Co/11/33-34).
33 Por consiguiente, hermanos, cuando os congreguéis para comer, aguardaos unos a otros. 34 El que tenga hambre, que coma en su casa, para que así vuestra reunión no sea para condena. Lo demás ya lo dispondré cuando vaya.
Ahora, un cambio inesperado al final de todas las reflexiones y razonamientos que se habían hecho indispensables para poner en claro la mala conducta y dar a conocer, desde su núcleo más íntimo, el comportamiento correcto en la celebración de la cena del Señor. Ha llegado el momento de decir, de manera concisa: Aguardaos unos a otros. Cierto que Pablo había comenzado ya así este capítulo, con la abochornante descripción de aquella impaciencia, aquel no esperarse, como si algunos estuvieran hambrientos. A los que están en este caso les dice simple y llanamente que deben comer en su casa. El sentido de la cena del Señor exige una verdadera reunión de todos. Encontramos aquí de nuevo la expresión por dos veces. Y reunirse todos implica que se esperen unos a otros. Se trata de algo que entra dentro de la dimensión de la cena del Señor, que ellos habían menospreciado de manera tan fundamental y tan penosa.
Todo esto debe entenderse como norma inmediata. Las otras cosas las reserva para más tarde. No sabemos qué cosas fueron. ¿No se percibe aquí ya un preanuncio de la rápida decisión que adoptaría pronto la Iglesia, de romper este vínculo, de suyo tan hermoso, entre eucaristía y ágape o, por así decirlo, entre cena del Señor y cena de los hermanos? Comprendemos bien, a la vista de la experiencia de los corintios, cómo se llegó, sin remedio, a esta decisión. Pero la separación, que ya en el siglo II se había impuesto en todas partes, tiene también su contrapartida. Cierto que se evitaron así radicalmente las penosas amalgamas; se acentuó la conciencia de la santidad del banquete eucarístico; la mesa del Señor se distingue radicalmente de cualquier otra mesa, se hizo altar. En vez del pan aparecieron las hostias. La copa adquirió una forma especial, que ya no podía confundirse con una copa ordinaria (en atención a lo cual hemos creído oportuno evitar esta palabra, de suyo perfectamente posible, al traducir el texto solemne que Pablo nos ha transmitido). Pero, esta evolución unilateral acaba borrando toda semejanza entre la cena del Señor y una comida celebrada por los hombres, posible y necesaria en la práctica y plena de sentido comunitario. Se secaban asimismo las raíces de una intelección fructuosa de la eucaristía. Al establecer esta distinción, se alejaba, desde luego, todo riesgo de profanación de este banquete. Quedaba tan radicalmente alejado que ya no se podía dar ninguna vinculación, ningún parecido entre los que se reunían para celebrarla. El pecado de falta de consideración respecto de los demás participantes, que Pablo ataca aquí con tanta vehemencia, se ha introducido con mayor virulencia aún, desde la otra banda. Por eso debemos saludar con alegría el hecho de que los pasajes mencionados hayan provocado un movimiento de retorno. Actualmente orientamos la asamblea, en las nuevas iglesias, no sólo hacia adelante; al configurar el espacio procuramos también que los creyentes converjan entre sí, intentamos restituir al altar su carácter de mesa, nos atrevemos a dar de nuevo a las hostias forma de pan, ensayamos incluso los primeros pasos para introducir de nuevo la comunión del cáliz. Y lo que no podemos conseguir en las grandes parroquias, pretendemos hacerlo palpable en las comunidades más pequeñas, mediante ágapes vinculados a la eucaristía, o también mediante misas celebradas en casas particulares, que vuelven a permitirse en nuestros días.
Con estos cambios, fácilmente perceptibles en el estilo de nuestra celebración litúrgica, se refleja, a nivel más profundo, un cambio de acento en los dos centros de gravedad de la cena y del sacrificio. Los corintios habían dedicado atención exclusiva al carácter de cena, como comida festiva y fraternal de la comunidad, pero también como cena festiva escatológica del Señor. Para disculpa suya podemos pensar en lo que los Hechos de los apóstoles refieren sobre la celebración de la cena de la primitiva comunidad: «Tomaban juntos el alimento con alegría» (Act 2,46). Frente a esto, Pablo ha destacado enérgicamente el carácter de la cena como comida sacrificial. Después de haberse acentuado entre nosotros, al menos desde los tiempos de la contrarreforma, casi exclusivamente la doctrina del sacrificio, y de haberse expuesto este aspecto en las formas de la liturgia, intentamos ahora ensamblar ambas cosas. Sería muy interesante poder conseguir que el péndulo no siga oscilando de un extremo al otro, sino saber conquistar y mantener el centro de equilibrio.