CAPÍTULO 9


2. EL APÓSTOL LIMITA SU PROPIA LIBERTAD (9,1-27).

a) Al parecer, los corintios no entienden la conducta del Apóstol (1Co/09/01-06).

1 ¿No soy libre? ¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús, nuestro Señor? Vosotros mismos ¿no sois hechura mía en el Señor? 2 Si para los otros no soy apóstol, al menos para vosotros lo soy; pues el sello de mi apostolado sois vosotros en el Señor. 3 Contra los que me acusan, ésta es mi defensa. 4 ¿Es que no tenemos derecho a comer y beber? 5 ¿Es que no tenemos derecho a llevar con nosotros a una hermana en la fe, a una mujer, como hacen los demás apóstoles, los hermanos del Señor y Cefas? 6 ¿O es que yo y Bernabé somos los únicos que no tenemos derecho para dejar el trabajo?

A/LIBERTAD: Aquellos que tanto alardeaban de su «conocimiento» son los mismos que se ufanan de su libertad, como ya hemos visto por las insinuaciones de 6,12-20. Aquí, pues, se analiza ahora este tema con mayor detalle. El concepto «libertad» de 9,1 vuelve a repetirse en 9, 19 y 10,29. Esencialmente, Pablo quiere enseñar que la libertad de los cristianos es un alto bien, pero no el único, ni el más elevado. Hay razones para renunciar al uso de esta libertad. Y esto, en definitiva, no sería contrario a la libertad, sino su expresión más auténtica. Con este tema de la libertad, que el Apóstol quiere ilustrar con su propio ejemplo, entrevera una Apología pro vita sua, una defensa de sí mismo de la que estaba necesitado. Entre los privilegios de su libertad habría entrado el derecho a ser mantenido por las comunidades misionadas. Tenía especiales razones para renunciar a él. Pero había gentes que en esta conducta sólo veían una confirmación de que Pablo no era apóstol de derecho pleno. A lo largo de su vida tuvo que sufrir por el hecho de no haber formado parte del grupo de los primeros apóstoles que estuvieron en contacto personal con el Señor en Galilea y Jerusalén. El problema aparece siempre en sus cartas, y con sumo detalle en la segunda a los Corintios. También en Corinto había algunos círculos que disminuían su autoridad. Por eso ahora marchan de la mano ambas cosas: si quiere que su conducta sea entendida como ejemplo de libertad auténticamente vivida en Cristo, debe asentar de antemano sus derechos como apóstol. ¿En qué se basan estos derechos y su mismo apostolado? En que ha sido llamado personalmente por Jesús. Aconteció esto en el encuentro de Damasco, que Pablo enumera entre las apariciones a los apóstoles, que fundamentan la fe, el testimonio, la predicación y la misma Iglesia (15,1-8). Aquí no dice: Se me apareció también a mí, sino: He visto al Señor. Esta fórmula, en la que Pablo es el sujeto de la afirmación, no sólo se acomodaba mejor a la serie de preguntas en primera persona, sino que quiere equiparar con mayor énfasis aún su visión del Señor con la visión de los primeros apóstoles.

Si su llamada al apostolado le coloca en cierto modo en una posición especial, dado que los doce podían atestiguar mutuamente su llamada, existe para los corintios una prueba adicional: la existencia de su propia comunidad. Nadie podrá discutirle esta fundación, que había adquirido ya una gran importancia. La idea del Apóstol marcha, por así decirlo, en dos direcciones: por un lado se indica el poder supremo de Jesús; por el otro, Pablo es fundador de Iglesias. Ambas cosas se implican mutuamente, pero la una debe manifestarse a través de la otra. La existencia de la comunidad corintia es el sello que el mismo Señor ha impreso en la misión de Pablo. No es el único, pero para los corintios es suficiente. Hasta cierto punto esto era ya una respuesta, una indicación y una justificación frente a ciertos ataques e imputaciones. Pero acaso el versículo tercero deba referirse más bien a las frases siguientes que -formuladas como preguntas retóricas- enumeran con detalle los derechos que, como apóstol, le competían. Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia este pasaje nos atestigua una serie de datos muy interesantes, cada uno de los cuales abre la puerta, a su vez, a nuevas interrogaciones.

«¿No tenemos derecho (exousia)?» En este concepto griego entran como elementos constitutivos la libertad, el poder y el derecho. La cuestión se refiere en primer término al derecho a ser mantenido por la comunidad, que compete no sólo al apóstol, sino también a la mujer que le acompaña. Así lo hacían «los demás apóstoles, los hermanos del Señor y Cefas». Sabemos bien quién era Cefas. No se puede determinar con toda exactitud quiénes eran estos hermanos del Señor. Tuvieron este título honorífico de hermanos del Señor, en la Iglesia primitiva, Santiago y José (Mc 15,40), pero no se puede establecer con seguridad su grado de parentesco. Se encuentran además Simón y Judas (Mc 6,3), que probablemente eran hijos de Clope, uno de los hermanos de José. Es comprensible que cualquiera que pudiera pretender para sí este título de gloria, lo haría gustosamente 21. También nos interesa aquí el problema relativo a las mujeres. Son designadas como «hermanas», lo que significa que, como cristianas, son miembros de la Iglesia. Lo más natural sería suponer que se trataba de las esposas de los apóstoles que estaban casados. Cierto que se les había pedido la renuncia a todo. Pero son muchos los indicios que señalan un período de prórroga de este mandamiento, para aquella primera época, entre los discípulos de Jesús. Por otro lado, también es cierto que no es necesario limitar a la esposa la expresión «mujer». Puede referirse, en sentido amplio, a una cristiana. Podría aducirse en favor de ello la circunstancia de que no se mencionan para nada los hijos. Ya hubo mujeres que siguieron a Jesús para servirle (Lc 8,2). No estamos acostumbrados a la idea de que en las circunstancias que rodearon a las primeras misiones cristianas debía ser necesaria la presencia de una esposa o de una administradora de la casa. Pero ¿por qué no caer en la cuenta de que ya en la primitiva Iglesia existían los problemas concretos y prácticos con que tuvo que enfrentarse la práctica pastoral de los siglos siguientes, y también, de nuevo, en la época actual?

En el versículo 6 se abre una perspectiva que podría referirse muy bien a los sacerdotes obreros. Pablo y Bernabé eran algo parecido a esto. Decimos «algo parecido» porque el trabajo artesano de aquel entonces y la situación laboral de hoy difieren bastante. En todo caso, puede comprobarse que ya en la Iglesia primitiva había diversidad de soluciones para este problema. La regla no venía constituida por los sacerdotes obreros. Pablo valora incluso el hecho de que no estaba obligado a ello, pero reclama también el derecho a ganar su pan con su propio trabajo.

Aunque sea sólo bajo el título de insinuaciones, estos versículos nos permiten una visión muy interesante de las circunstancias jurídicas y prácticas en que se movían los primeros apóstoles de la Iglesia. Según ellas, se habían regulado ya con bastante precisión las cosas a que un apóstol o un pastor de almas tenía derecho.
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21. Más detalles sobre este punto en Verbum Dei III, Herder, Barcelona, 2, 1960, p.314-319; H. HAAG, Diccionario de la Biblia, Herder, Barcelona, 4, 1967, col. 829-831; J. SCHMID. El Evangelio según san Marcos, Herder, Barcelona 1967. p. 126-128.
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b) Derechos de un apóstol (1Co/09/07-10).

7 ¿Quién es el que se alista en un ejército a sus propias expensas? ¿Quién planta una viña y no come de sus frutos? ¿Qué pastor de un rebaño no toma le leche del rebaño? 8 ¿Acaso digo estas cosas como razones puramente humanas, o no las dice también la ley? 9 Pues en la ley de Moisés está escrito «No pondrás bozal al buey que trilla» (Dt 25,4). ¿Acaso Dios se preocupa por los bueyes? 10 ¿O no lo dice expresamente a causa de nosotros? Por nosotros se escribió aquello. Pues el que ara debe arar con esperanza, y el que trilla, con esperanza de recoger su parte.

Pablo acentúa con tres expresivas comparaciones el derecho vigente en la Iglesia primitiva, en el que podemos ver una primera forma del tributo eclesiástico. La vocación apostólica participa en algo de los tres ejemplos: del servicio militar («como buen soldado de Cristo Jesús», 2Tim 2,3); de los trabajos del viticultor (cf. 3,6; Mt 20,1-6); de los cuidados del pastor (cf. Act 20,28). En las tres profesiones se sobreentiende que el que sirve en ellas de ellas debe vivir. Esto forma parte, si así puede decirse, de un derecho natural, no escrito, pero vigente en todas partes. En una cuestión que ahonda tan profundamente en lo espiritual, Pablo no podía apoyarse únicamente en argumentos de sana razón humana.

Añade un argumento de la Escritura que, tomado en su sentido literal, es sólo una comparación (al menos éste primero; en el versículo 14 sigue otro más directo y convincente). ¿Se ha recurrido aquí un poco al humor, cuando Pablo menciona estas razones «humanas» citando al buey que trilla? En todo caso, se trata de un bello gesto de preocupación de la legislación mosaica haber tenido en cuenta la situación de los animales que, durante la trilla, tienen siempre paja y espigas en la boca y las narices. Sería particularmente duro privarles de la posibilidad de tomar de vez en cuando un bocado. Por otra parte, no se puede dar por demostrada la opinión de que Dios no se preocupe para nada de la suerte de los bueyes. Pablo se deja llevar aquí por el convencimiento de que la Escritura (es decir, el Antiguo Testamento) siempre alude a algo situado más allá del sentido literal, y que se debe cumplir en Cristo, es decir, que recibe en él su pleno sentido y realidad. Y así, todo ha sido escrito «por nosotros» (cf. Rom 15,4). «El que ara, debe arar con esperanza...» no es una nueva cita, sino que sintetiza una cita junto con el sentido de otras varias, que Pablo no quiere aducir una por una.

c) Los derechos de un apóstol, acordes con lo espiritual (1Co/09/11-14).

11 Si nosotros hemos sembrado para vosotros lo espiritual, ¿qué de extraño tiene que recojamos nosotros vuestros bienes materiales? 12 Si otros ejercen sobre vosotros este derecho, ¿con cuánta más razón nosotros? Sin embargo, no hemos usado de este derecho, sino que lo sobrellevamos todo, para no poner tropiezo alguno al Evangelio de Cristo. 13 ¿No sabéis que los que se ocupan de las funciones sagradas comen de lo ofrecido en el templo, y que los que sirven en el altar participan de las ofrendas del altar? 14 De la misma manera, el Señor dispuso que quienes anuncian el Evangelio, del Evangelio vivan.

Estaría completamente equivocado quien quisiera objetar que estas reglas no tienen validez en el terreno del espíritu. Pablo halla que se aplican con mayor validez aún, porque lo que una comunidad ofrece a los apóstoles o a sus pastores espirituales siempre será menor que lo que reciben, dado que lo espiritual es, en principio, más que lo material. Pablo llega incluso a decir que «lo carnal». ¡Para sus predilectos, nada les parecía demasiado a los corintios! Se alude aquí a aquellos predicadores que se habían impuesto gracias a su modo de predicar «más culto». La sarcástica nota de 2Cor 11,20 expone bajo una luz más cruda su voraz actuación.

Llegado aquí, expone finalmente Pablo la razón de que ni él ni sus colaboradores hayan usado ni querido usar de su derecho, tan expresamente proclamado: quieren evitar hasta la más ligera sombra de que pretendan vivir a costa del Evangelio. Aun así, vuelve a mencionar el derecho que asiste tanto a los sacerdotes paganos como a los judíos a vivir del altar, es decir, del servicio del templo. La cultura de los países mediterráneos era esencialmente agrícola y su comercio se centraba en los productos naturales. Las ofrendas a los templos y a los dioses eran la forma usual de pagar los tributos a la Iglesia y de remunerar a los sacerdotes. Pero lo interesante en este pasaje es que aquí Pablo alude a una expresa instrucción de Jesús como argumento último y definitivo de su exposición. Ciertamente no cita ninguna sentencia del Señor, pero la da por conocida; el texto en que piensa pudiera ser el conservado por la tradición (Mt 10,10; Lc 10,7). Merece consideración por nuestra parte, desde dos puntos de vista. Por un lado, el servicio del Evangelio puede ser comparado con el antiguo culto a Dios o a los dioses. Por otro, el sacerdocio de la nueva alianza no puede ser reducido a la concepción veterotestamentaria, ni a la pagana, del sacerdocio. El concilio Vaticano II, en todos los textos en que se habla del ministerio sacerdotal, antepone expresamente, no sin motivo, el ministerio de la palabra.

d) Pablo no ha hecho uso de sus derechos (1Co/09/15-18).

15 Pero yo no he usado de nada de esto. Y no escribo estas cosas para que así se haga conmigo. Prefiero morir antes que... ¡Nadie me frustrará esta gloria. 16 Pues anunciar el Evangelio no es para mí motivo de gloria; es necesidad que pesa sobre mí. ¡Y ay de mí si no anuncio el Evangelio! 17 Porque si esto lo hago por propia iniciativa, tengo paga; pero si no, no hago más que desempeñar un encargo. 18 ¿Cuál es entonces mi paga? Que al anunciar el Evangelio, lo anuncie gratis para no usar del derecho que por el Evangelio me corresponde.

Es penoso para Pablo exponer a la luz del día su conducta y sus motivos, tanto más cuanto que ahora debe temer que se comience a sentir vergüenza en Corinto por algo que se había admitido como la cosa más natural del mundo, al modo de los niños que aceptan como evidentes los mayores sacrificios de sus padres. Y su orgullo no soportará que el apóstol de una comunidad tan rica no haya sido cuidado y mimado por ella. Y esto es algo a lo que Pablo se opone terminantemente. Obsérvese el acaloramiento en la interrupción de la continuidad de la frase, que en nuestra traducción queda, de propósito, en suspenso. Es en estos pasajes que se interrumpen donde podemos rastrear y hasta oir la vivacidad plena con que el Apóstol dictaba sus cartas.

Pero ¿por qué insiste tanto en esta excepción de su conducta? Ya antes (9,12) ha mencionado un motivo. Ahora deja entrever otro, más personal, porque es evidente que se le ha herido en un punto particularmente sensible, del que brota esta erupción, pues aparece vinculado a su llamamiento personal. Anunciar el Evangelio como los demás es demasiado poco para él, que quiso en otro tiempo destruir la Iglesia. Desde que Cristo, revelándosele personalmente, se apoderó de él, se siente obligado, entregado, hipotecado al Señor, en una forma que supera toda medida. Esto le lleva hasta la palabra «necesidad», aunque, evidentemente, no pretende decir que no lo haga con omnímoda libertad y de todo corazón. Pero lo siente de tal modo justo, que no puede hacer otra cosa sino entregarse a la tarea con libertad total. Desde la libertad, a la que está dedicado todo el capítulo, hasta esta necesidad, se da una íntima conexión. Cualquiera que sea el sentido de este impulso o necesidad, es claro que Pablo no piensa en algo contrario a la libertad, sino en algo en lo que la libertad llega a su plenitud en esta necesidad. El núcleo y el contenido más hondo de la libertad es aquella necesidad con que el hombre ama aquello de lo que llega a conocer plenamente que merece toda la fuerza de su amor y toda su entrega, es decir, en definitiva, Dios.

¿Es que los hombres no experimentan ya en el mismo amor terreno la unidad de libertad y necesidad? También en Cristo se refleja este misterio en la unidad de obediencia y amor del Hijo. Cristo puede hablar de la obligación que le ha sido impuesta; pero la acepta total y plenamente, con la misma certeza con que se sabe Hijo. En la medida en que somos seres humanos -y también Jesús entra en este grupo en virtud de su humanidad creada- nos adviene desde fuera esta obligación, porque el que exige, el que llama, el que envía, el que reclama íntimamente, está frente a nosotros. Pero apenas el hombre acepta plenamente este reclamo interior -lo que en nosotros ocurre en fe y en amor-, deja de ser una necesidad desde fuera. El «¡ay de mí!» no indica una amenaza desde fuera, sino desde dentro y -en realidad- peor. El hombre se desgarraría dentro de sí mismo. Suena casi como cosa insoportable que Pablo afirme que no anuncia el Evangelio voluntariamente. Pero comprendemos bien lo que quiere decir. Y es aún más importante el poder rastrear qué es lo que le obliga a recurrir a una expresión tan osada. Aquí, en efecto, la verdad no se debe pesar en la balanza de los conceptos, sino de acuerdo con el impulso que brota desde lo íntimo y que desborda todos los conceptos, del mismo modo que la medida del amor es ser sin medida.

«¿Cuál es entonces mi paga?», se pregunta Pablo. ¿No despiertan estas palabras, paga y gloria, -que se volverán a repetir más adelante (9,17 y 18,15.16)- una penosa impresión? ¿No aflora aquí de nuevo el egoísmo y el propio provecho? La gloria no era para los hombres de la antigüedad o, digamos mejor, para los hombres bíblicos, y en todo caso para Pablo, algo tan extrínseco como ha llegado a ser para nosotros. La gloria es, en primer término, el testimonio intimo de la buena conciencia. El hecho de anunciar el Evangelio no le da derecho alguno a ufanarse. No hay aquí todavía nada sobre lo que pueda fundamentar la certeza de su obediencia sin reservas y de su entrega sin límites. Y, por tanto, nada tampoco que merezca recompensa. Que Pablo espera una recompensa es algo tan natural y evidente como su esperanza de la vida eterna. Y la recompensa es Dios mismo. Es, pues, una recompensa que está muy alejada de todo cálculo. De lo contrario, la idea de la recompensa sería algo mezquino. Aun concediendo que en ciertos círculos piadosos el motivo de la recompensa ha desempeñado un menguado papel, el cristiano actual no puede caer en el extremo contrario, como si toda idea de recompensa fuera indigna del hombre. Esto sería querer ponerse por encima de todo el Nuevo Testamento, por encima de la predicación de Jesucristo y de los apóstoles. Y no querer saber nada de recompensas sería soberbia, sería anular la relación fundamental del hombre a Dios, seria recusar no sólo la recompensa, sino también la gracia.

e) ...por razones pastorales (1Co/09/19-22).

19 Y siendo libre respecto de todo, me hice esclavo de todos para ganar al mayor número posible. 20 Con los judíos me hice como judío, para ganar judíos; con los súbditos de la ley me hice como súbdito de la ley -yo que no lo soy-, para ganar a las súbditos de la ley. 21 Con los que están sin la ley, me hice como el que está sin la ley -yo que no estoy sin la ley de Dios, sino que estoy con la ley de Cristo-, para ganar a los que están sin la ley. 22 Con los débiles me hice débil, para ganar a los débiles. Me hice todo para todos, para salvar a algunos a toda costa.

La línea de pensamiento de estos tres capítulos tiene una gran amplitud, pero todos los hilos convergen en una espesa red. Pablo no ha olvidado que ha sido llamado a regular la conducta práctica frente a las carnes sacrificadas a los ídolos, en el ámbito de una concepción cristiana de la libertad. Para defender esta libertad frente a las erróneas interpretaciones de los que se consideraban a sí mismos como fuertes, continúa exponiendo su propia conducta bajo esta luz. Que renuncie al derecho a la paga es sólo una parte de su comportamiento total. Establece una contraposición llena de fuerza expresiva: libre de todo, esclavo de todos. Esta es su norma de vida, libremente elegida. ¿No tiene aquí en la mente la sentencia de Jesús: «El que quiera ser grande entre vosotros, sea servidor vuestro»? (Mc 10,43ss). En todo caso, sabe que éste es el sentido del Evangelio, la esencia de todo cuanto significa ser cristiano en sentido auténtico y original, llámese amor, pobreza, seguimiento o como se quiera. El, como Apóstol, tiene además un especial motivo: así, y sólo así, puede esperar ganar a muchos para Cristo. En estos versículos se menciona no menos de cinco veces la palabra ganar; y a esto hay que añadir el «salvar» del versículo final, cuyo significado es parecido. Se trata de aquella misma ganancia que conocemos por la parábola de Jesús, en la que los buenos siervos ganaron: uno, cinco talentos, y el otro, dos. A partir de aquí, la palabra, tomada del mundo de los negocios, se ha convertido en expresión consagrada del lenguaje misional. Todo el celo por el reino de Dios que Jesús pretendía despertar con sus parábolas florece en este vocablo; el dinamismo específico paulino se manifiesta en aquel «el mayor número posible». El corazón del Apóstol abarca todo el universo.

En estas frases se puede percibir algo de esto. Pablo resume el concreto mundo misional con el que entonces tenía que enfrentarse, en dos expresiones opuestas: «judíos» y «paganos». No era tarea fácil para él compaginar ambas cosas. Pero el principio era claro. El Evangelio del Salvador, que ha venido para salvar a todos los hombres, no podía estar limitado por fronteras culturales, nacionales o religiosas de ninguna especie. Pablo ha reconocido para sí y para la Iglesia la liberación fundamental respecto de la legislación mosaica; pero no sólo le es posible, sino bajo determinadas circunstancias preceptivo, cumplir un voto mosaico (Act 19,18; 21,24) y hasta practicar la circuncisión (Act 16,3). Por otro lado, no quiere en ningún caso hacer de los paganos judíos, en vez de cristianos. Emplea como la cosa más natural la lengua griega, y se acomoda, en buena parte, al género de vida de los griegos, que, desde la perspectiva judía, era considerado y condenado como impiedad.

Hacia este programa misional debe orientarse siempre y sin cesar la Iglesia. No siempre le ha sido posible. Pero el principio se estructura con suficiente elasticidad, lo que permite llegar a la soluci6n de los problemas prácticos y concretos. Pablo no adoptó en su norma de conducta algunas cosas que para los griegos pasaban por evidentes. En conjunto, podemos alegrarnos hoy ante la resuelta decisión y el ejemplar valor con que, la Iglesia procura llevar a las antiguas culturas y a los nuevos pueblos la esencia del cristianismo y del Evangelio sin las trabas de la cultura europea y de la teología occidental.

El hecho de que Pablo unas veces observe el sábado y otras no, aquí acepte la circuncisión y allí la prohíba, podría parecer a los aficionados a la crítica, o a los malévolos, ausencia de principios, postura acomodaticia y falta de carácter. Pero sería injustificada semejante opinión. En nada de esto hay capricho o gusto personal. Se sabe emplazado ante una ley invisible, que no podría nombrar con menos palabras ni determinar con mayor amplitud que recurriendo a la expresión que el Apóstol emplea aquí, cuando la llama la ley de Cristo. Lo que Pablo sintetiza en esta densísima expresión contiene tanto el ejemplo de Cristo -que era superior al sábado, y, sin embargo, se sometía a esta ley- como también, y sobre todo, el espíritu de Cristo, que permite reinterpretar y aplicar a cada nueva situación concreta la palabra y el ejemplo del Señor. Quien no entienda la libertad en Cristo como ley de Cristo, no ha entendido la libertad. La carta de Santiago (Sant 1,25; 2,17) podría ser adjetivada paradójicamente como «ley de la libertad».

¿No se pensaba en toda la humanidad al mencionar a los judíos y paganos? ¿En qué nuevo grupo se pensaba al añadir los débiles? No existen nuevos grupos. Los débiles aquí mencionados se hallan diseminados entre paganos y judíos. En ellos se advierte claramente a propósito de quien ha expuesto Pablo su conducta misional. Se refiere a los fuertes, que abusan desconsideradamente de su conocimiento y libertad. Estos tales deben reconocer lo que los fuertes deben a los débiles, si es que tienen realmente parte, y desean conservarla, en Cristo y en el Evangelio.

Todo para todos: he aquí una de las más osadas afirmaciones del Apóstol. Podía atreverse a ella. Pero ¿quién, fuera de los santos de primera magnitud, puede reclamarla para sí, cuando se toma en serio, aunque sólo sea como intento? Con ella Pablo no trata de justificar una actividad externa ininterrumpida. No puede olvidarse en ningún momento la perspectiva en torno a la cual gira todo el pasaje: la circunspección ante los débiles, que tanto les cuesta a los fuertes. Por muy débiles que sean -en todo caso a los ojos de los hombres- tienen su derecho ante Dios y también, por tanto, ante la Iglesia, en la medida en que el Hijo de Dios eligió a los pequeños y proclamó bienaventurados a los pobres. «...para salvar a algunos a toda costa». Dada la pendiente del universalista «todo para todos» se hubiera esperado propiamente un «para salvar a todos». Podría acaso haberlo dicho con idéntica razón. Pero no ha querido hacerlo. Sólo se permite decir: «a algunos a toda costa», o bien -con otra traducción perfectamente posible- «en todo caso a algunos». Sabe bien que no serán todos; también la Iglesia debe saber que no alcanzará a todos, por no hablar de ganar o salvar a todos. Cuestión aparte es que la asamblea de los pocos encierre algún significado para los demás, en virtud de la ley primaria de la economía salvífica de la representación de unos por otros. El concilio Vaticano II ha expresado esta ley en la sentencia fundamental de que la Iglesia es «el sacramento de la salvación para la humanidad», nada más, pero nada menos.
 

f) ...para no perjudicar su propia salvación (1Co/09/23-27).

23 Y toda esto lo hago por el Evangelio, para tener parte en él. 24 ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de modo que lo ganéis. 25 Todo atleta se domina en todo: ellos, para llevarse una corona que se marchita; nosotros, una que no se marchita. 26 En consecuencia, así es como corro yo, no como a la buena de Dios; así es también como haga pugilato, no como dando golpes al aire; 27 al contrario, doy puñetazos a mi cuerpo y lo arrastro como a vencido, no sea que después de proclamar a otros, quede yo eliminado.

Todavía dentro de la cadencia del «todo», el versículo nos introduce en otro difícil punto. «Todo esto lo hago por el Evangelio» podría ser una síntesis de las ideas precedentes. Pero ahora ya no se dice: «para ganar a los otros», sino «para tener (yo) parte en él (en el Evangelio)». ¡Qué cambio tan sorprendente! El, el Apóstol, no debe preocuparse tan sólo por la salvación de las almas de los demás, sino también por la suya propia. Aquí queda implícito el punto verdaderamente punzante del pensamiento: si yo ¡cuánto más vosotros! Nunca ocurre que nadie, ni siquiera un apóstol, esté tan seguro de su salvación que, partiendo de esta seguridad, puede dedicarse a los otros. La propia elección es presupuesto del servicio a los hermanos, pero este servicio, a su vez, es presupuesto de aquella elección. Aquí radica la solidaridad última de todos en la Iglesia, que vincula profundamente a los que enseñan y administran con los que oyen y reciben. Esta diferencia tiene amplia aplicación, pero no se prolonga hasta lo profundo del misterio de la santidad y de la gracia. Aquí la diferencia desaparece; administrar y recibir son cosas permutables. La preocupación que le trabaja, y que podría trasladar muy bien a los demasiado seguros, a los satisfechos de sí mismos, le lleva a la comparación, tomada del deporte y de todos conocida por las lecturas de las páginas deportivas de la prensa. El mundo de los deportes era más familiar a los habitantes de las grandes ciudades del mundo antiguo que al término medio de los cristianos de hoy. Pablo se refiere expresamente a dos especialidades deportivas: las carreras y el pugilato. En las carreras sólo uno consigue el premio, pero todos se esfuerzan por lograrlo. Aquí, en la arena del cristianismo, todos pueden obtener el premio, pero también deben esforzarse todos por conseguirlo. El premio es la vida eterna. Aquí cada cual corre por su propia vida.

Para disputar una carrera no cuenta sólo el esfuerzo del momento, en el que se decide el premio. Quien aspira seriamente a la victoria sabe que debe preceder una preparación exhaustiva y prolongada, y que debe renunciar a todo lo que perjudique su buena forma, de manera especial las bebidas alcohólicas y los placeres sexuales. ¡Qué severa disciplina la de los auténticos deportistas! Y el premio que se puede conseguir es hoy, en el fondo, tan perecedero como entonces. En la antigua Hélade consistía en una verde corona de laurel. Hoy es acaso un récord que el próximo año será superado. La imagen de la corona desempeñó un papel importante en la primitiva cristiandad. Al finalizar el mundo antiguo y pasar de la lengua griega a la latina, el stephanos se convirtió en corona 22.

Por un instante parece haber torturado de alguna manera al Apóstol la idea de las vanas metas por las que los hombres se afanan: como cuando se corre de acá para allá sin objetivo o bien -y ahora pasa al otro deporte- como un púgil que yerra el golpe. Pero ¿quién es el enemigo que Pablo quiere derribar? ¡Su propio cuerpo! ¿Es, pues, el cristianismo enemigo del cuerpo? Debe ponerse en claro que aquí se está hablando en imágenes y desde una doble perspectiva. Pablo ve el peligro interno y externo de los corintios de hacer fácil su cristianismo, olvidando que el seguimiento de Jesús exige luchar con el mundo y con el propio yo. Y como ha elegido la imagen del pugilato, debe presentar también, en su imagen, al adversario. Indudablemente, con la dura expresión, que en el lenguaje del boxeo actual debería traducirse por «gancho a la mandíbula», no piensa en ejercicios o mortificaciones ascéticas, sino en las asperezas y fatigas que le causa su vida apostólica y que él mismo se exige sin contemplaciones. Objetivamente, aquí se dice lo mismo que en el versículo 19: me hice esclavo de todos. Que la nota sea aquí más acusada se debe a que quiere hacer recordar a los corintios, de la manera más apremiante, su peligroso juego. Si él, siendo apóstol, puede llegar a temer que se le encuentre indigno del premio y sea descalificado, muchos más motivos tendrán ellos para permanecer en vela contra sí mismos.
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22. Cf. 2Tm 4,8; IP 5,4; Hch 2,10; 3,11.