CAPÍTULO 8


II. LA LIBERTAD Y SU RECTO EMPLEO (8,1-11,1).

Entre las preguntas planteadas por la comunidad había una relativa a la conducta que debía seguirse respecto de la carne sacrificada a los ídolos. Es preciso aclarar bien que la pequeña comunidad cristiana se enfrentaba a cada paso con este problema práctico. No sólo porque esta carne se vendía en el mercado, sino porque los cristianos vivían con sus parientes paganos o pertenecían a asociaciones profesionales que celebraban sus fiestas regulares con sacrificios a los dioses, de modo parecido a como los gremios medievales celebraban con una misa la solemnidad de su santo patrón. La antigüedad pagana era todo menos atea y falta de religiosidad. Toda la vida privada y pública estaba marcada por el elemento religioso. ¿Qué conducta debían adoptar los cristianos frente a estos banquetes institucionales, cuya vinculación con los sacrificios a los dioses, más o menos acentuada según los casos, nunca faltaba del todo? Algunos opinaban que se podía prescindir en absoluto del carácter pagano de la carne ofrecida, porque para un cristiano los dioses no son nada. Otros sentían mayor temor y se escandalizaban ante esta libertad en el comportamiento. Ya el Concilio de los apóstoles de Jerusalén había adoptado una postura frente a esta situación y aun reconociendo a las comunidades etnicocristianas su libertad respecto de la legislación mosaica, les había pedido que se abstuvieran de la carne sacrificada a los ídolos. Pero con esto no se solucionaba el problema en todas sus partes y para todos los lugares. La dificultad volvía a plantearse en un entorno básicamente pagano. Las decisiones tomadas al respecto no son para nosotros tan importantes en sí mismas, cuanto el punto de vista desde el que se tomaron, y que puede servir para nuevas aplicaciones a situaciones nuevas. El apóstol Pablo las sitúa a la luz de los más altos principios cristianos (cap. 8), las explica con su propio ejemplo (cap. 9) y con el antitipo de los israelitas en el éxodo y el desierto (10,1-13), para reducir finalmente las reglas prácticas para los casos más importantes de la comunidad corintia de su tiempo (10,1s33).

1. CARNES INMOLADAS A LOS ÍDOLOS (1Co/08/01-13).

a) ¿Cuál ha de ser la norma: el conocimiento o el amor? (8,1-3).

1 Sobre las carnes inmoladas a los ídolos, sabemos que todos tenemos conocimiento. Pero el conocimiento infla, mientras que el amor construye. 2 Si alguno piensa que conoce algo, no ha llegado a conocer todavía cómo hay que conocer. 3 Cuando uno ama a Dios, este tal es conocido por él.

Algunos miembros de la comunidad corintia, y justamente los que se daban tono, creían haber llegado a la solución del problema. Su punto de partida era el siguiente: dado que sabemos que los dioses no son nada, nada significa para nosotros la carne que se les inmola. La comemos como la cosa más natural. En esta postura se mezcla lo cierto con lo dudoso, la auténtica liberación respecto del viejo ceremonial pagano y una discutible simplificación, que se manifiesta en principios tales como: todo está permitido, o bien: para los puros todo es puro. En palabras como éstas, libres y vanguardistas, se apoyan con predilección los intelectuales. Y marcaban también con su sello el medio ambiente corintio. En principio, Pablo aprueba su posición. La palabra clave de que se ocupa es el conocimiento. Propiamente hablando, no debería traducirse el vocablo que utiliza Pablo, sino que se debería dejar en su lengua original: gnosis, o ponerlo entre comillas. Es probable que la expresión no se refiera a aquella filosofía o movimiento expreso y declarado, que muy pronto se convertiría en el más peligroso de cuantos riesgos tuvo que afrontar el cristianismo, porque los motivos que confluyeron y actuaron en su seno procedían, de forma casi imposible de distinguir, parte del mismo seno del cristianismo y parte de fuentes paganas. La tendencia que se trasluce en nuestro pasaje nos permite conocer algunos detalles. Pero es admirable con qué clara mirada ha visto el Apóstol el peligro y con que enérgica precisión señala las desviaciones.

«Todos tenemos conocimiento». La unicidad de Dios y, por consiguiente, la nulidad de los ídolos forma parte del conocimiento fundamental de fe de un cristiano. Por lo mismo, nadie debería en realidad invocar este conocimiento para oponerlo al conocimiento de otros que tienen la misma fe, pues con esto solo se está muy lejos de haber resuelto la cuestión. Un conocimiento de este tipo no es mejor que aquella fe de la que la carta de Santiago dice que también los demonios la tienen y tiemblan (Sant 2,19). Si se da una fe meramente intelectual que no acarrea la salvación, mucho más se da un conocimiento que, como tal, no es ya una verdadera participación de la luz divina. Ya en la primera mitad del versículo primero podía percibirse entre líneas esta reserva mental. Pero en la segunda mitad se acentúa, para convertirse en un sentencia que, para aquellos profesionales del conocimiento, tenía una acritud demoledora, pues debían reconocerse como desprovistos de amor. Se contraponen radicalmente los efectos de uno y otro: el conocimiento infla, el amor construye. El primero es, en última instancia, vacío y hueco; el segundo no sólo es totalmente auténtico, sino que su autenticidad señala hacia algo muy superior a sí mismo. Recordemos la «sabiduría» del capitulo primero. Si allí se contraponían la sabiduría humana y la realidad de Cristo en cuanto sabiduría divina, aquí se contraponen, acaso con más agudeza aún, la gnosis y la ágape, el conocimiento y el amor.

Encontramos aquí, por primera vez en esta carta (podemos prescindir de 4,21) el «amor». Por ahora debemos aceptar la palabra y conformarnos hasta que se nos descubra en toda su plenitud y magnificencia. Pero una cosa está clara ya desde el principio: este edificar que se le atribuye debe ser algo grande y decisivo. Si nos preguntamos: ¿a quién infla el conocimiento?, la respuesta es: a los conocedores, para su propio mal. ¿A quién edifica el amor?, se responde: a la comunidad, a la Iglesia. El amor realiza, pues, aquello mismo que Jesús promete como meta de su misión y como fruto de su muerte: edificaré mi Iglesia (Mt 16,18).

«Si alguno piensa que conoce algo...» En una doble sentencia se contraponen ahora el conocimiento y el amor desde una perspectiva más amplia. Allí donde el conocimiento desempeña el papel primordial y donde, para no mantenerse a la zaga de los demás, es preciso decir y demostrar, lo más rápidamente posible y sobre las más cosas posibles, que se tienen sobrados conocimientos, ronda muy cerca el engaño, por no decir la ilusión, de que se domina algo, de que se tiene al alcance de la mano. Pero precisamente este tener respuesta para todo parece ser un indicio seguro de que todavía no se ha llegado a conocer lo que verdaderamente interesaba. Y así, se desvanece como el humo la pretensión de tenerlo todo resuelto. Esto se aplica indiscutiblemente al conocimiento de la realidad última, es decir, de Dios y de las cosas divinas. Aquel que ha penetrado, aunque sólo sea un poco, en esta zona, ha vivido la turbadora experiencia de que detrás de todo nuevo conocimiento se vislumbran siempre profundidades más hondas y que lo que sabe se le desvanece entre las manos, porque es nada frente a la inmensidad que barrunta. El hombre ya no avanza aquí a impulso de su agudeza intelectual, al modo de un investigador que profundiza su zona de estudio. Aquí sólo cabe recibirlo todo como gracia. Esta experiencia se expresa gramaticalmente en el paso de la voz activa «conocer» a la voz pasiva «ser conocido», que sólo se concede a los que aman, es decir, a aquellos que llegaron a amar, porque se conocieron como previamente amados. No se dice: Quien ama a Dios conocerá, como si todo lo que el hombre necesitara fuera decidirse a amar a Dios para tener ya en su mano la llave del conocimiento. Así no se llegará ni al amor ni al conocimiento verdaderos. El sentido es, más bien, que quien ama a Dios, puede conocer que es conocido, y que este poder conocer es lo supremo que se le puede participar al hombre. Y así, hay aquí tanto amor como conocimiento y tanto conocimiento como amor. Con esta segunda frase hemos pasado del clima intelectual griego de la primera sentencia al clima bíblico de la gracia personal, en el que «conocer a Dios» significa familiaridad e intimidad con Dios, y «amar a Dios» indica una vinculación personal con él.

b) Lo que el conocimiento sabe y lo que no sabe (8,04-06).

4 Pues bien, respecto del comer lo inmolado a los ídolos, sabemos que un ídolo no es nada en el mundo, y que no hay más que un solo Dios. 5 Porque, aunque se diga que hay dioses en el cielo o en la tierra, que hay muchos dioses y muchos señores, 6 para nosotros, sin embargo, no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien es todo y por quien somos nosotros también.

El temperamento rápido y la capacidad mental del apóstol Pablo consiguen aducir súbitamente las normas supremas y descubrir el horizonte último de un problema. Lo acaba de hacer ahora mismo. Pero sabe bien que no todos son capaces de alcanzar esta misma meta. Por lo mismo se dispone ahora a abordar el problema por sus pasos contados. A este fin, vuelve a plantear de nuevo abiertamente la cuestión y explica paso por paso y con alguna mayor concreción cuáles son los elementos del «conocimiento» en el problema que nos ocupa. Es meridianamente clara la segunda mitad de la frase: no hay más que un solo Dios. Es más difícil precisar el sentido de la primera mitad. ¿Quiere decir Pablo que no hay ídolos? Esto parecería contradecirse con el versículo siguiente. ¿Quiere decir que hay ídolos, pero que no son nada? Pero esto no concuerda bien con la adición «en el mundo». Una cierta aclaración puede provenir del hecho de que la palabra empleada para designar los ídolos (eidolon) significa en primer término la imagen o representación del dios, mientras que en el siguiente versículo se habla simplemente de «dioses». Se trata de aquellos seres a los que la antigua religión atribuía una zona de dominio «en el cielo» o «en la tierra». De éstos dice Pablo expresamente que se daban muchos de hecho, en cuanto que los hombres se someten a estas representaciones y les confieren una realidad. Entre los «señores» (kyrioi) que son venerados como dioses pueden enumerarse el culto a los emperadores, que se extendían de Oriente a Occidente.

Pablo no entra aquí en distinciones sobre si la realidad les viene de Dios o de la fantasía humana. Le basta afirmar que el hombre debe liberarse de ellos y que se ha liberado de hecho mediante la revelación y el testimonio que Dios ha dado de sí mismo en el Antiguo Testamento, confirmados y aclarados por la revelación de Jesucristo como Señor nuestro, que forma con Dios Padre y el Espíritu Santo una unidad. Todavía no se siente la necesidad de completar esta doble fórmula de confesión para llegar a la Trinidad. Pero es bien seguro que la unicidad de Dios no sufre menoscabo al afirmar la unicidad del Kyrios. Ocurre más bien lo contrario, que la primera viene confirmada por la segunda y adquiere a través de ella su eficacia en la historia de la salvación. En la doble fórmula vive toda la emoción de la confesión de fe protoisraelita: «Escucha, Israel, tu Dios es el único Dios.» Frente a la razón filosófica, y principalmente frente a la explicación, predominante durante algún tiempo, de que la unidad de Dios era resultado del propio pensamiento humano y no necesitaba, por tanto, ninguna revelación, debe ponerse bien en claro que fuera de la revelación no puede constatarse en parte alguna la doctrina del monoteísmo. La idea de Dios fue obscurecida y vaciada de contenido por el deísmo, para ser después transformada en el mensaje de la «muerte de Dios». En la práctica, el concepto de Dios incluido en estas ideas apenas si se diferencia del ateísmo humanista. En todo caso, la idea de Dios de los filósofos, su absoluteidad, su transcendencia o cualquier otro nombre bajo el que la filosofía formule su pensamiento, no tiene mucho que ver con el Dios viviente de la revelación. En ningún caso alcanza seriamente todo cuanto la fe de la revelación, con su confesión de un Dios Padre, nos ha proporcionado, a saber, que todo cuanto existe viene de él y es para él y que nosotros mismos de él venimos y para él somos. Y mucho menos aún alcanza a reconocer al único Señor, Jesucristo, el Salvador que, en cuanto Hijo, es uno con el Padre en la creación y en la obra total de la salud. Por primera vez en el Nuevo Testamento se atribuye aquí a Cristo una actividad en la creación, bajo una forma, además, que no aparece en modo alguno como especulación privada, sino que tiene el aire de ser una confesión de fe de la comunidad.

Del acentuado paralelismo entre ambas frases se deduce que Pablo ha querido entenderlas en una misma perspectiva. La obra del Padre y la del Hijo tienen la misma extensión en el tiempo y en el espacio. No deben separarse, por tanto, como creación y redención, sino que se deben concebir más bien como obra única de salvación, en la que la creación y la nueva creación están mutuamente referidas y casi han sido contempladas a la vez. De acuerdo con ello, cuando se dice «todo» no se piensa sólo en las cosas de la creación, es decir, en cada una de las cosas creadas, sino también en los caminos por los que Dios las lleva a su fin, que es también el fin de Dios (cf. Rom 11,36). Si, pues, la expresión «todo» tiene el mismo alcance en las dos frases, resulta mucho más notable el hecho de que el «para quien» se refiera y se dirija únicamente al Padre. Sólo él es el origen primero y el fin último para nosotros y para el universo entero. La consecución de este fin, de esta plenitud, acontece a través de Cristo. Esta consecución se conoce primariamente en nosotros, los cristianos, pero, por amor a nosotros, alcanza también al resto de la creación (Rom 8,16-22).

La extensión de la mediación de Cristo -que al principio sólo alcanzaba a la redención- a la creación, en virtud de la cual se le atribuye también a Cristo (de una manera que podríamos llamar casi incidental en esta carta, pero mucho más expresa en Col,1,16) una coactividad creadora, es, en realidad, digna de asombro. Tiene su razón de ser la sospecha de que ha ayudado mucho a la irrupción de esta idea la mediación que los libros sapienciales del Antiguo Testamento atribuyen a la sabiduría en la creación. No es nada casual que precisamente sea en esta carta donde se dice que Cristo «se hizo para nosotros sabiduría» de Dios (1,30).

c) Lo que hace el amor (8,7-13).

7 Pero no en todos se encuentra el conocimiento: algunos, por la costumbre que hasta ahora han tenido de los ídolos, comen la carne como sacrificada a los ídolos, y su conciencia, que es débil, se mancha con ello. 8 No es la comida lo que nos recomendará ante Dios: ni por no comer seremos menos, ni por comer seremos más. 9 Sin embargo, tened cuidado de que esa libertad vuestra no sea un tropiezo para los débiles. 10 Porque si alguno te ve a ti, que tienes conocimiento, comiendo en un templo pagano, la conciencia del que es débil ¿no se verá inducida a comer lo inmolado a los ídolos? 11 Y por tu conocimiento se pierde el débil, el hermano por quien Cristo murió. 12 Y así, pecando contra los hermanos e hiriendo su conciencia débil, estáis pecando contra Cristo. 13 Por eso, si un alimento es tropiezo para mi hermano, no comeré carne jamás, para no hacer tropezar a mi hermano.

Lo expuesto hasta ahora se refiere a la cosa en sí, a su contenido objetivo, es decir, tal como el problema aparece y lo resuelve una mente acostumbrada a razonamientos lógico-teológicos. Pero no puede darse por supuesto que todos los hombres tengan esta capacidad en la misma medida. Por lo mismo, Pablo aborda ahora el tema desde una dimensión más práctica y punto por punto.

«No en todos se encuentra el conocimiento.» Esta sentencia, con la que se inicia un nuevo análisis de la cuestión, está en contradicci6n formal con 8,1, pero la antítesis se resuelve fácilmente: aunque todos los fieles de la comunidad corintia tienen el conocimiento fundamental, con todo, no en todos ellos la luz alcanza a iluminar las últimas consecuencias. Lo mismo ocurre hoy y seguirá ocurriendo siempre. Se dan muchos factores, muchos componentes e influjos que siguen actuando en el hombre, y que no le abandonan de la noche a la mañana. Los misioneros pueden poner una buena música a esta letra. Y, en algún sentido, la situación es siempre misional. A mediados del año 50 hacía todavía pocos años que los fieles de Corinto habían abrazado la fe cristiana, mientras que sus costumbres y perspectivas estaban marcadas por generaciones de paganismo. Era preciso un lento cambio de mentalidad para no considerar como sagradas, sino como profanas, las carnes ofrecidas en aquellos banquetes. Algunos intentaron, más o menos voluntariamente, franquear este paso, como habían hecho los más decididos, pero no lo consiguieron con tanta rapidez y sentían remordimientos de conciencia. Es posible que, por el lado contrario, hubiera quienes se propusieran incluso, como misión, insistir en la libertad y comer ostensiblemente como si esto equivaliera a una victoria para las cosas de Dios. Frente a estos últimos, Pablo se muestra sobrio: ni el comer nos hace más ricos en gracia, ni el no comer más pobres. Bien entendido, que el comer puede producir ambos efectos, pero de acuerdo con las causas y las razones decisivas que dicten esta conducta.

No puede pasarse por alto el estado que Pablo designa con la palabra «débil». El vocablo se repite cinco veces y significa inseguridad y temor de conciencia. El otro partido es aludido bajo la palabra que traducimos por «libertad» y que también podría traducirse por «derecho» o «facultad». Esta libertad corre el peligro de convertirse en desconsideración, que lastima a los débiles y les induce a caer. ¿Puede el débil naufragar por el conocimiento de un tercero? ¿Puede decir el que se siente tan superior: le está bien lo que le sucede? ¿Puede hablar así aquel que se sabe liberado por Cristo? ¿No vivimos todos nosotros porque se nos tuvo consideración cuando éramos débiles (cf. Rom 5,6)? Ciertamente no merecemos la gracia de Dios y ofendemos al mismo Cristo cuando no guardamos esta consideración para los otros. Estos otros son nuestros hermanos en Cristo, y, dicho más personalmente, cada uno de ellos es «mi hermano». El hecho de que Cristo haya muerto tanto por él como por mí le ha convertido en mi hermano y sólo juntos y como hermanos podemos alcanzar nuestra salvación. Es evidente que Pablo resume, al final del capítulo, todos los argumentos en este título de hermano. El Apóstol es testigo del vigor del sentimiento de fraternidad vigente en la joven comunidad, pero también ésta necesita que se le recuerden los deberes contenidos en el espíritu de hermandad. Los «fuertes» lo están necesitando. Aquí no se los menciona con esta palabra -al contrario de lo que ocurre en la perícopa, en muchos aspectos paralela a ésta- de la carta a los romanos (15,1ss). Pero no es menos evidente que, debido precisamente a la fuerza que poseen, están obligados a mayor circunspección. Aunque es seguro que Pablo podría enumerarse entre los fuertes en cuanto a conocimiento, libertad y autoridad, se percibe claramente su especial amor por los débiles. Si, por lo que respecta al conocimiento, puede dar razón a los avanzados, con su corazón está mucho más cerca de aquellos que no pueden vencer con tanta rapidez todos los escrúpulos.

La Iglesia necesita espíritus clarividentes, libres y valerosos, pero si éstos no se preocupan por sus hermanos más débiles, acabarán naufragando en su propia libertad. Será una libertad sin raíces. Se convertirá insensiblemente en libertinaje, que se complace en destruir. Es posible que se hayan perdido en el pasado, por falta de una prudente clarividencia pastoral o por exceso de temor, muchas cosas en busca de las cuales emprendemos hoy la marcha, muchas cosas que pueden decirse y aprobarse, aunque no sin riesgo. Pero tampoco ahora se puede dejar de lado la circunspección frente a los débiles. Es cierto que ya no hay tiempo que perder. Pero, no obstante, tampoco pueden imponerse las innovaciones a cualquier precio. Pablo renuncia por siempre a comer cualquier clase de carne, si el comerla puede significar ocasión de pecado para sus hermanos. La Iglesia no puede ser nunca una comunidad de hombres perfectamente libres. En este caso, no pasaría de ser una secta. La Iglesia quiere tener siempre, junto a los fuertes, también a los débiles, no sólo como mal necesario, sino porque a los fuertes, a los libres, a los avanzados, les faltaría algo que necesitan tan indispensablemente como el conocimiento necesita del amor.