CAPÍTULO 7


Parte tercera

RESPUESTA A DIVERSAS CONSULTAS DE LOS CORINTIOS 7,1-14,40

I. MATRIMONIO Y VIRGINIDAD (7,1-40).

Una de las preguntas que la comunidad corintia propuso al Apóstol debía decir, poco más o menos si a un cristiano le es lícito el matrimonio y la consumación matrimonial. Tenían ante los ojos el ejemplo del celibato de los apóstoles; sabían que el mismo Jesús había sido célibe; conocían asimismo la sentencia sobre los que renuncian al matrimonio por amor al reino de los cielos (Mt 19, 11ss). De todo esto deducían que todos debían tender a este ideal. Por otra parte, había otros muchos que estimaban en poco los valores sexuales, lo que podía llevar, por el camino opuesto, a la laxitud moral Si lo sexual es sólo satisfacción del instinto, entonces el hombre, guiado por el espíritu, debería sentir vergüenza de ello. En esta problemática se daban, por tanto, cita una serie de elementos dispares, que Pablo debía tener en cuenta a la hora de formular su respuesta, para que no se diera el caso de que cada uno de los grupos viera confirmadas sus ideas con las palabras del Apóstol. Pablo no desecha radicalmente el celo que tiende a lo más alto; pero advierte que no pocos corren el peligro de confiar demasiado en sí mismos. No todos los que arrebatados por la onda del entusiasmo, se atreven a cosas grandes, pueden ya contarse entre aquellos a quienes se aplica la frase de Jesús: «Quien puede entender...» Pero tampoco puede despertar la impresión de que la vida de comunidad matrimonial sea sólo un mal tolerable. El camino del matrimonio será siempre mucho más preferible que el recurso a la prostitución. Quien quiera entender bien este capítulo, no puede olvidar la situación de hecho en que se encontraba la comunidad corintia.

Pablo no intenta exponer aquí una doctrina general sobre el matrimonio, sino sólo decir a los corintios, inmersos en un ambiente tan desequilibrado y peligroso, lo que necesitan saber. Por eso lo que aquí se dice del matrimonio es tan adusto que casi podríamos temblar. Hubiera sido mala cosa que la Biblia no tuviera otra cosa que decirnos a favor del matrimonio. Pero, en este caso, tampoco el matrimonio podría ser sacramento, signo de la gracia, que indica y produce la gracia. Tenemos aquí un nuevo ejemplo de cómo es preciso precaverse de desplazar afirmaciones de la Escritura de su situación concreta para aplicarlas a situaciones universales, sin base justa.

Pero tampoco con los principios antes expuestos se da Pablo por satisfecho. Desciende a muchas cuestiones concretas, parte para indicar los mandamientos obligatorios del Señor, parte para dar consejos según la mente y el espíritu del Señor, a los que añade recomendaciones e instrucciones con las que sale al paso de los peligros de esta comunidad misional, pero en las que también intenta, por todos los medios a su alcance, poner en claro todo cuanto el mundo debe al cristianismo. Una vez más causa maravilla el modo cómo Pablo sabe unir ambas cosas: anunciar la vocación del hombre que sobrepasa todo lo humano y, al mismo tiempo, hacer justicia a las realidades del hombre.

1. Lo MAS IMPORTANTE Y FUNDAMENTAL SOBRE EL MATRIMONIO (1Co/07/01-07).

a) Derecho y necesidad del matrimonio (7,1-2).

1 Acerca de lo que me escribisteis: bueno es para el hombre no tocar mujer. 2 Pero, por razón de la lujuria, que cada uno tenga su mujer, y cada mujer tenga su propio marido.

Pablo establece como punto de partida su confesión sobre la virginidad, en razón de las motivaciones antes citadas, que serán desarrolladas con mayor detalle en las líneas siguientes (7,7). Encontramos aquí descrito, con términos negativos, como continencia sexual lo que antes hemos llamado, por anticipación, virginidad. La frase está formulada de una manera general; lo que se dice, pues, del hombre, se aplica también, básicamente, al sexo femenino, aunque de hecho se habla sólo del varón que no toca mujer. En aquel tiempo no existía una denominación positiva para designar el estado propio de la virginidad o del celibato. El mismo Jesús sólo pudo expresar su sentencia con una formulación negativa (Mt l9,11s).

«Bueno» (kalon) indica aquí lo éticamente elevado, lo loable en sí, lo admisible por excelencia. A lo largo del capítulo Pablo irá ofreciendo razones más concretas en favor de esta alta estima de la virginidad y del celibato. Pero, al principio, se apresura a situar a los corintios en el sobrio suelo de la realidad de que no todos pueden soportar esta abstinencia. Y si no pueden llevar bien en su vida este ideal, entonces es preferible el matrimonio. Aunque el celibato sea superior, en sí, para muchos es mejor, en concreto, el matrimonio. Quien se niega a ello, cae más hondo. Quien vive en el matrimonio rectamente, gana por este camino su salvación (cf. lTim 2,15).

Las expresiones «cada uno» y «cada mujer» no se refieren a todos sin excepción, sino sólo a aquellos que no pueden ser excepción. Pero sí se dice sin excepción que cada uno tenga su mujer y cada mujer su propio marido. Se ponen así en claro dos propiedades fundamentales del matrimonio: la unidad y la indisolubilidad. Pablo deja en pie la tensión entre matrimonio y renuncia voluntaria al mismo. La expone incluso con más determinación de lo que los corintios quisieran. Por sí solo, el hombre se siente inclinado a posiciones unilaterales: o el matrimonio es bueno, y entonces es el camino acertado para todos, o no es bueno, y entonces deben renunciar todos a él. Nadie se atreve hoy a tomar en serio las consecuencias que de aquí se deducirían. Con todo, esta doctrina despierta hoy en muchos hombres no poca indignación. Se está a favor de la igualdad, muchas veces de la igualdad a cualquier precio. Pero el Apóstol, como Jesús, mantiene las diferencias. Más aún, insiste en ellas. Y se podría decir que el orden del reino de Dios se afirma en estas diferencias. En esta misma carta (capítulo 12) se volverá a tocar el tema con mayor detenimiento.

b) Igualdad de derechos y de deberes (7,3-4).

3 El marido pague el débito a la mujer, y lo mismo la mujer al marido. 4 La mujer no es dueña de su propio cuerpo, sino el marido; lo mismo que el marido no es dueño de su propio cuerpo, sino la mujer.

El Apóstol no se avergüenza de decir en palabras concretas qué significa tener mujer o marido y qué son el uno para el otro. La expresión con que sintetiza sus instrucciones es la de «débito», lo debido. De Pablo la expresión ha pasado al derecho matrimonial, a la moral matrimonial y al lenguaje cotidiano. Este débito constituye entre los cristianos, y entre todos los hombres, la esencia del matrimonio: la mutua entrega del derecho sobre el propio cuerpo. A este derecho corresponde una obligación en el otro consorte, y viceversa. Aquí radica precisamente el valor más importante de estos versículos, ya que, fuera de este pasaje, nunca se había proclamado tan expresamente en el mundo antiguo la igualdad del hombre y de la mujer en estas cuestiones matrimoniales. Y no podía serlo, en un mundo en el que prevalecía formal y prácticamente la poligamia, simultánea o sucesiva; se estaba muy lejos de esta igualdad en un ambiente cultural en el que sólo se reconocían y concedían al matrimonio monógamo meros derechos jurídicos.

En este pasaje sólo se habla de derechos (o, para decirlo más exactamente, sólo del poder de disponer), pero es claro que, en último término, este derecho debe fundamentarse en el amor, pues sólo en el amor puede ejercerse de una manera acorde con la dignidad humana. Sólo en el amor puede estar alguien dispuesto a dar a otro derechos sobre su propio cuerpo. Sólo amando puede alguien abandonarse a otro. Pero también aquí se sigue dando la tensión entre derecho y amor. Ambos valores deben incluirse, pero no coinciden necesariamente en este mundo. Y aquí se encuentra una de las más dolorosas experiencias de los hombres.

c) La continencia temporal por razones espirituales (7,5).

5 No os neguéis uno a otro, a no ser de común acuerdo, por algún tiempo, para dedicaros a la oración. Pero volved de nuevo a vivir como antes, no sea que Satán os tiente por vuestra incontinencia.

Este versículo es acaso más sorprendente aún que los dos precedentes. Una vez más puede advertirse hasta qué extremos llegaba el celo de los casados de Corinto. Algunos de ellos renunciaban por propia iniciativa a la comunidad conyugal y daban por supuesto que el otro consorte podía hacer lo propio. Pablo admite esta continencia matrimonial bajo tres condiciones. Debe ser en razón de un bien espiritual; debe tomarse de mutuo acuerdo; debe ser limitada en el tiempo. Esto último se entiende desde la preocupación ante la posibilidad de que se presenten tentaciones demasiado fuertes para la otra partes cuya fortaleza espiritual y moral puede no marchar al unísono con la de su consorte. No se establecen límites concretos de duración de este tiempo mutuamente convenido. Era cuestión que debían aclarar los propios casados entre sí. Lo importante es que ya los matrimonios hayan reconocido por sí mismos cuán provechoso para la salvación y hasta cuán necesario les era una continencia temporal. El débito conyugal no puede convertirse en esclavitud, en costumbre degradante. La comunidad de vida debe ser fuerte también en lo espiritual, para tener libre para Dios y para la vida espiritual, junto con el espíritu, también el cuerpo.

En un pasado muy reciente se procuraba exponer con claridad a las mujeres casadas que la unión matrimonial no era ningún impedimento para la recepción de la eucaristía. Esto era verdadero y necesario. Pero el sentimiento del que dimanaba antiguamente este retraimiento y que, en realidad, fue practicado en todos los tiempos, no estaba tampoco totalmente descaminado.

Acaso sea ya tiempo de volver a recordar, de manera adecuada, aquello que el Apóstol recomienda aquí (refiriéndolo tal vez, en primera línea, a los hombres casados de nuestra época).

d) Matrimonio y virginidad: dos dones diferentes de la gracia (7,6-7).

6 Esto lo digo como concesión, no como mandato. 7 Yo quisiera que todos los hombres fueran como yo. Pero cada uno tiene recibido de Dios su propio don: unos de una manera y otros de otra.

Es hasta cierto punto difícil determinar si la diferencia que el Apóstol establece tan consciente y precavidamente entre concesión y mandato se refiere sólo al versículo 5 o alcanza también al 2. Ocurre aquí algo que se da otras muchas veces en Pablo: en primer término, el versículo cierra los precedentes, su contenido viene, por lo mismo, determinado por los anteriores. Pero, al mismo tiempo, nos lleva a los versículos siguientes, de modo que también está condicionado por estos últimos. Las dos mitades del versículo 7 responden, con gran exactitud, a las otras dos de los versículos 1 y 2 (cf. la presencia de las palabras «hombre» y «cada uno»). Sin embargo, la última sentencia supera con mucho lo dicho precedentemente. Mientras que en los primeros versículos el matrimonio casi aparecía únicamente como un mal necesario, aquí se le eleva a la dignidad de un carisma. Desde luego, en este pasaje no se debe tomar la expresión «carisma» en el mismo sentido absoluto que tiene más tarde, en el capítulo 12, pero ciertamente se trata de una expresión positiva. En cualquier caso, se le reconoce al matrimonio un elemento de gracia. Matrimonio y virginidad no son cosas que se puedan elegir o rechazar por propia iniciativa; para los dos estados se es elegido y llamado bajo la guía de Dios. Y aquí está, en definitiva, el fundamento del bien que hay en cualquiera de los dos estados. Pablo no allana en modo alguno el desnivel que hay entre ambos, que él mismo señaló al principio y sobre el que vuelve a insistir ahora a título enteramente personal; pero también aquí se somete el Apóstol a la disposición divina.

No se puede afirmar con seguridad que, a propósito del concepto de carisma, se haya pensado también, en este pasaje, en su función, dimensión y significado eclesial. Pero es mucho menos lícito aún querer prescindir directamente de este aspecto. Todo carisma es gracia no sólo para el individuo, sino también para la comunidad, para la Iglesia; la diversidad de carismas tiene su razón de ser última precisamente en este bien de la comunidad.

La correspondencia de contenido y, a veces, en parte, también de palabra de los versículos 2 y 7 -que enmarcan esta sección- le dan una unidad indiscutible.

2. CONSECUENCIAS CONCRETAS PARA LAS RELACIONES MATRIMONIALES (1Co/07/08-16).

a) Libertad y obligaciones (3,8-11).

8 Digo, pues, a los solteros y a las viudas: bueno es para ellos quedarse como yo. 9 Pero, si no se contienen, que se casen; preferible es casarse que quemarse. 10 Respecto de los que ya están casados hay un precepto, no mío, sino del Señor: que la mujer no se separe del marido -11 y si se separa, que quede sin casarse o que se reconcilie con el marido- y que el marido no despida a su mujer.

Para introducir el tema Pablo ha elegido a propósito la expresión más general: es bueno para el hombre. Ahora se dispone a aplicar a cada grupo concreto aquellas afirmaciones generales. Tiene presentes, una vez más, al hablar a los miembros de la comunidad cristiana, primero a los no casados y a los que han vuelto a quedar libres, y después a los casados. Repite su primera afirmación, según la cual es bueno en sí permanecer célibe, aunque, bajo determinadas circunstancias, es mejor casarse, es decir, cuando para alguien en concreto el celibato resulta demasiado oneroso. Por bueno que sea permanecer libre para el Señor, esta decisión y este estado carecen de sentido cuando en la práctica se convierte en una creciente insatisfacción, en una constante intranquilidad y en un permanente encadenamiento al deseo sexual. Pablo habla de este caso, lo mismo que antes se ha referido al peligro de incontinencia. Su razonamiento se puede aplicar también sensatamente -lo mismo que sus consejos- a la soledad espiritual, para la que no todos están capacitados y que, en ocasiones, puede atormentar mucho mas que el anhelo corporal. En este punto el Apóstol no debe ser mal interpretado, pasando al extremo opuesto, como si aquellos que quieren decidirse, o se han decidido ya en favor del celibato, no tuvieran que afrontar luchas, necesidades y tentaciones. Sea cual fuere la decisión a tomar, o tomada, una cosa es clara en la mente del Apóstol: la elección debe tomarse de acuerdo con lo que sea mejor para la salvación, no de acuerdo con ventajas o motivaciones caprichosas, humanas, mundanas o sociales.

Que Pablo dé por supuesta la preparación fundamental para esta decisión y aún su existencia de hecho en la comunidad corintia, parece deducirse de las líneas siguientes. Hubo personas casadas -evidentemente mujeres sobre todo- que, movidas por el deseo de perfección, querían disolver su matrimonio. El Apóstol les urge con el mandamiento de Jesús, tal como aparece en el Evangelio (Mt 5,23; 19,9), del que Pablo tuvo conocimiento ya sea por tradición oral o por alguna colección de las sentencias del Señor, y que luego repitió y explicó con fidelidad. Si hasta ahora podía elegirse entre lo que es bueno en sí y lo que es mejor bajo determinadas circunstancias, aquí ya no hay lugar para la opción. Aquí tiene vigencia la inequívoca voluntad del Señor, y ciertamente no hay excepciones 16. El Apóstol conoce y reconoce una posible separación de los consortes. Pueden darse casos en los que no pueda exigirse el mantenimiento de la sociedad conyugal. En tales casos, Pablo declara lícita la «separación de mesa y lecho», pero no permite contraer un nuevo matrimonio. El vínculo matrimonial sigue existiendo, aunque haya dejado de existir la sociedad conyugal. Por eso la reconciliación es siempre posible, pero no las nuevas nupcias. Pablo ha dirigido estos principios primariamente a las mujeres casadas que sentían, o podían sentir, la tentación de liberarse de su vínculo matrimonial. El derecho griego y el romano les concedía esta posibilidad, mientras que en la legislación judaica el divorcio sólo podía partir del varón. Por eso se cita aquí la prohibición: el marido no despida a su mujer.
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16. Es ya conocida la dificultad que entraña la interpretación de la adición de Mt 5,32: «excepto en caso de fornicación». La Iglesia católica no ha tenido nunca dudas sobre el modo de entender este testimonio bíblico y de imponerlo en la práctica. Puede apoyarse para ello en Mc 10.9 y en este pasaje de la carta que comentamos.
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b) Privilegio-paulino (7,12-16).

12 A los demás, digo yo, no el Señor: si un hermano tiene una mujer pagana y ella consiente en vivir con él, no la despida. 13 Y la mujer que tiene un marido pagano y éste consiente en vivir con ella, no lo despida, 14 pues el marido pagano queda ya santificado por su mujer, y la mujer pagana, por el marido creyente; de otra manera, vuestros hijos serían impuros, cuando en realidad son santos. 15 Pero si la parte pagana se separa, que se separe. En estos casos, ni el hermano ni la hermana están ligados a tal servidumbre; pues Dios os ha llamado a vivir en paz. 16 Y tú, mujer, ¿qué sabes si así salvarás al marido? O tú, marido, ¿qué sabes si así salvarás a la mujer?

El próximo caso que Pablo analiza es más difícil de explicar. Afectaba, indudablemente, a no pocos matrimonios de la comunidad corintia. No era de esperar que los dos cónyuges de matrimonios ya constituidos abrazaran a la vez el cristianismo. Conocemos bastantes ejemplos por los documentos y leyendas del primitivo cristianismo. Por lo demás, el caso no es privativo de esta época paleocristiana, porque vuelve a repetirse con ocasión de la cristianización de las tribus germánicas. Y, evidentemente, se sigue dando hoy por doquier en los países de misión. La conversión al cristianismo de uno de los consortes afecta al matrimonio más profundamente que si se incorpora a cualquier otro movimiento o asociación, ya que el cristianismo defiende una doctrina decisiva y absoluta sobre el matrimonio. Puede ocurrir que esta concepción del matrimonio, tan elevada y bella, pero también tan severa, que aporta consigo a la vida conyugal el consorte que entra en la comunidad cristiana, anime, y hasta incluso determine al consorte todavía pagano a entregarse también él a esta doctrina. Pero puede ocurrir asimismo lo contrario. Jesús no ha dicho nada sobre esta situación tan concreta. ¡Cómo podría haber tomado posición sobre todas y cada una de las situaciones del futuro! Para eso ha dotado a su Iglesia de su espíritu y su autoridad. Pertenece a la misión y a la gracia del ministerio apostólico resolver estos problemas según la mente de Jesús y con su autoridad.

¿Qué decide, pues, Pablo? Se pronuncia, en principio, por la continuidad de estos matrimonios. Y emplea una fórmula tan estricta como la aducida antes, como sentencia del Señor, sobre la prohibición general del divorcio. Lo repite dos veces, con palabras idénticas: para el varón cristiano que tiene una mujer infiel, y para la mujer cristiana que tiene un marido pagano. El hecho merece una atención especial, porque hasta entonces la decisión de abandonar al marido nunca había sido considerada como permitida a la mujer. Así, pues, también en esta prohibición del divorcio se expresa de la manera más enérgica la igualdad del hombre y de la mujer. La condición o presupuesto añadido de que el consorte infiel esté de acuerdo en mantener el matrimonio deja abierta una cierta posibilidad de la que Pablo se ocupará más adelante.

El Apóstol comienza por razonar esta determinación que a nosotros nos resulta extraña por más de un motivo. ¿Cómo puede el consorte fiel «santificar» al infiel? Probablemente algunos corintios habrían argumentado en sentido contrario: es ilícito, insoportable o inexigible que un santificado en Cristo lleve vida común con un infiel. ¿No había dicho el mismo Pablo, un poco antes, que una exigua cantidad de levadura corrompe toda la masa, es decir, la hace mala? Sí; pero precisamente allí había insistido también en que esta estricta separación debía llevarse a cabo contra los «que se llaman hermanos», no contra los paganos (5,6.10-13). Aquí el caso es distinto. El creyente está aquí unido con este infiel mediante un vínculo santificado por el Creador. Pablo no recurre en este pasaje expresamente al orden de la creación, en el que se fundamenta la santidad natural del matrimonio, pero su pensamiento se comprende mejor partiendo de esta posición. Y dado que acaba de dejar traslucir su conocimiento de la prohibición del divorcio promulgada por Jesús, se puede y aun se debe admitir que tiene en su mente la sentencia completa, con la que el Señor quiere volver a instaurar expresamente lo que «era al principio», según el relato de la creación.

Caen así por su base ciertos intentos de interpretación, que querrían hallar aquí un concepto mágico de «santidad», que sería transmitida mediante el contacto corporal. No se trata tampoco de la santificación recibida a través del bautismo, como participación íntima del Espíritu Santo de Dios. Pero, a través del consorte, ya plenamente santificado, el consorte pagano que quiere permanecer y vivir con él es de alguna manera introducido en la comunidad cristiana. Nada de aquel miedo que prefiere liberar a la parte creyente del frío del contacto con los incrédulos. Nada de aquel miedo que teme que la parte creyente pueda ser arrastrada a la caída. ¿No deberíamos hoy también nosotros sentir, aconsejar y decidir en este mismo sentido? Nos hemos convertido en hombres de poca fe frente a esta confianza en la gracia. No se afirma aquí una esperanza incondicional de ganar para la fe al consorte infiel. No hay cálculos, sino únicamente el convencimiento de la mayor fuerza de la realidad cristiana, que no es una fuerza humana, sino divina.

Para no ser mal interpretados queremos añadir, por lo demás, que Pablo no habla aquí de «matrimonios mixtos» en nuestro sentido moderno. Inducen a error las traducciones que ponen este título a la sección que comentamos.

Por matrimonios mixtos la Iglesia entiende los que se dan entre bautizados, uno de los cuales no pertenece a la comunidad católica. Este caso no podía darse todavía en Corinto. Pablo tampoco toma partido sobre el caso de si un cristiano puede contraer matrimonio con un infiel. Aquí habla expresamente sólo del caso de un matrimonio que se había contraído antes de que una de las partes abrazara el cristianismo.

Con confirmación, añade el Apóstol algo que provoca, más aún si cabe, nuestra sorpresa: la alusión a que los hijos de un matrimonio entre un creyente y un infiel no son impuros, sino «santos». Una vez más debemos preguntarnos: ¿en virtud de qué piensa el Apóstol que estos niños pueden considerarse santificados? Indudablemente, no en virtud del bautismo, porque aquí no se puede presuponer en modo alguno el bautismo de los niños. Esta santidad es, más bien una llamada al bautismo, una cierta referencia previa al bautismo. Pensemos, como punto de partida, que aquí se habla de los niños precisamente en el contexto del problema del matrimonio. Podría parecernos sorprendente que no se haya tocado antes este tema. Pero en esta alusión se les presenta como siendo obviamente parte del matrimonio y como participando también naturalmente de su santidad. Debemos concluir, por tanto, que se consideraba a estos niños como pertenecientes, de alguna manera, a la comunidad. Lo aquí dicho no puede ser, en modo alguno, un mero juego conceptual. Se trata más bien de un argumento evidente y claro para todos: si vosotros tratáis a vuestros hijos como algo ya perteneciente a la comunidad ¿cómo no podría pertenecer también a ella el otro consorte?

¿Podría darse en este argumento una posibilidad de aplicación en favor de los hijos de padres bautizados, que mueren sin recibir el bautismo? Tiempos atrás eran muchas las familias que se planteaban la angustiosa pregunta de la salvación eterna de sus hijos muertos sin este sacramento. Al disminuir la mortalidad infantil, el problema afecta ya a círculos más reducidos. Hoy nos debe atormentar, a este respecto, la preocupación por la salvación del infinito número de personas que mueren sin bautismo en otros puntos de la tierra. Acaso pudiéramos llegar a sentir confianza -partiendo del pensamiento del Apóstol- por la suerte de los niños de matrimonios cristianos. ¿Podríamos, en tal caso, y avanzando un paso más, extender más allá nuestra esperanza, apoyados en la presencia en el mundo, y por tanto, en beneficio de todos, de la Iglesia como «sacramento de la salvación»? Pablo pasa a examinar ahora el caso de que la parte infiel quiera divorciarse. Él no puede o no quiere impedírselo. La palabra del Señor no le dice nada sobre este punto. Prolongar este matrimonio en situación de constantes discrepancias es, a la larga, imposible. Falta toda base. Ahora bien, si examinamos con luz clara este motivo veremos que no podemos sacar la consecuencia que Pablo establece aquí con su autoridad apostólica, a saber, que también el consorte cristiano queda libre. Dado que se trata de una excepción que va contra el principio estricto, esta regla ha recibido el nombre de «privilegio paulino». Es todavía hoy de aplicación frecuente en los territorios misionales y también se aplicará entre nosotros, en medida creciente, en el futuro, pues aumenta el número de no bautizados en los países de la cristiandad.

«Pues Dios os ha llamado a vivir, en paz.» La frase abarca mucho. La paz a que Dios nos ha llamado por la fe y el bautismo es, ante todo, la paz con él mismo, aquella paz que los ángeles proclamaron en el nacimiento del Salvador. Ahora bien, esta paz quiere y puede ser experimentada y vivida también horizontalmente. Los hombres redimidos deben conservarla en sus relaciones mutuas, deben esforzarse por conseguirla, y con mayor ahínco cuanto más unidos están a la fuente de la paz en Dios. ¿Quién puede tener, por tanto, más posibilidades que los cónyuges, cuya comunidad de vida es tan íntima? Pero, por otra parte ¿quién puede perturbar y destruir más cruelmente esta misma paz, si se sienten desgarrados entre sí en aquello que más profundamente podría unirlos? Pablo cuenta con la objeción de algunos cristianos escrupulosos y acaso incluso atormentados. ¿No habría que aguantar, para ganar a la otra parte para la fe? Allí donde hubiera una razonable esperanza, Pablo no se pronunciaría en contra. Pero frente a esta objeción podría subrayarse que normalmente la decisión de separarse del consorte pagano habría venido precedida por largos intentos de comprensión, de tal modo que, en la mayoría de los casos, y de acuerdo con los límites normales de la resistencia humana, no pueda ya contarse con la esperanza de un cambio de postura. Esto es precisamente lo que el Apóstol quiere decir cuando pregunta: «Tú... qué sabes si así salvarás al marido (o a la mujer)?» Desde luego, para Dios no hay nada imposible. Pero ignoramos lo que Dios quiere hacer y cuándo lo quiere hacer. Quiere la salvación de todos los hombres, pero esto no equivale a decir que quiera hacerlo por medio de nosotros. Construir un matrimonio sobre esta base sería temerario. Frente a esto, la decisión del Apóstol es prudente y suave. Y mantiene el equilibrio con su pensamiento precedente. Si aquella decisión era notablemente positiva y generosa, en su principio básico, ésta hace caer en la cuenta de las limitaciones. Se pone una vez más en claro que en aquella santificación, se trataba necesariamente de una realidad puesta por Dios, pues se le recuerdan al creyente los límites de sus propias posibilidades. Por ambas cosas debemos sentirnos agradecidos al Apóstol. Ambas están al servicio de nuestra paz.
 

3. LA VOCACIÓN CRISTIANA Y LAS ESTRUCTURAS DEL MUNDO (7,17-24).

a) Contribución al problema judío: la circuncisión (1Co/07/17-19).

17 Por lo demás, que cada uno viva según la condición que el Señor le asignó, cada cual como era cuando Dios le llamó. Esto es lo que prescribo en todas las Iglesias.

Súbitamente, las perspectivas se dilatan. En lo esencial, las instrucciones del Apóstol sobre los problemas matrimoniales decían: ¡Permaneced! Había expuesto una importante -pero estrictamente limitada- excepción. Por lo mismo, el Apóstol se siente ahora obligado a señalar con contornos precisos el principio general en toda su amplitud, declarando expresamente que quiere obligar con toda su autoridad a todas las comunidades al cumplimiento del mismo. Es preciso admitir que en este punto se siente acorde con todos los apóstoles y misioneros de la primitiva Iglesia. Se puede decir con seguridad: la Iglesia esperaba que todos sus convertidos permanecerían en el mismo estado en que estaban cuando fueron llamados a la fe. Una decisión difícil y transcendente, pero también acertada. El Apóstol no da aquí razones profundas en favor de la misma. En algún momento los apóstoles debieron dedicar acuciantes reflexiones a este problema; las decisiones que tomaron en el Concilio de Jerusalén son en un todo similares a las que aquí se dan: el que antes era judío, debe permanecer fiel a sus leyes, y al que antes era pagano debe dejársele en su libertad (cf. Act 15,1ss).

Como razón se alude aquí a una disposición de Dios: si tu estado anterior era tal que en él pudo llegar a ti la llamada de la gracia divina; si era, por tanto, justo para Dios, puede ser también justo para ti en el futuro. El vestido que llevaba una muchacha cuando atrajo la primera mirada como elegida, nunca será ya menospreciado. Y, por idéntico motivo, también será precioso para el novio. Así, pues, deberá haber por parte de los llamados un tierno agradecimiento por la gracia de la vocación, que significa una liberación frente a todo lo terreno, como ya ha dicho Pablo en nuestra carta: todo es vuestro... Pero también se expresa aquí una postura que responde a la conocida sentencia del Señor: «Pagad lo del César al César, y lo de Dios a Dios» (Mt 22,21). Se da aquí una base importante respecto de un terreno diferente. Para la Iglesia no se trataba ahora de planificar toda la estructura social de su tiempo. Podría haberse dado este caso si la doctrina cristiana de la libertad se hubiera interpretado en el sentido de un principio social. Evidentemente, este proceso no podía aplicarse con carácter obligatorio a cada caso concreto. La regla debía servir como hilo conductor general, suponiendo siempre, por lo demás, que el trabajo, la ocupación o el negocio en el que se encontraba cada uno era, en sí, honrado.

La doble premisa presenta un paralelismo formal y objetivo en el que merece la pena observar cómo «Señor» y «Dios» son equivalentes e intercambiables, bien porque la misma llamada es atribuida tanto a Cristo como a Dios, bien porque en ambas ocasiones se piensa en Cristo, a quien aquí, excepcionalmente, se le llama Dios.

18 ¿Que uno fue llamado en estado de circuncisión? Que no deshaga su circuncisión. ¿Que otro ha sido llamado sin estar circuncidado? Que no se circuncide. 19 La circuncisión no es y la no circuncisión tampoco es nada; lo que vale es el cumplimiento de los mandamientos de Dios.

Pablo ilustra el principio precedente con dos ejemplos de máxima actualidad para los corintios. De acuerdo con todo cuanto sabemos de aquella comunidad, eran muy inclinados a sacar consecuencias radicales. De haber dejado Pablo espacio abierto a esta tendencia, del cristianismo hubiera surgido una subversión, un movimiento de base ciertamente religiosa, pero no por ello menos negadora de todos los límites, que hubiera dislocado todas las relaciones y hubiera perturbado el orden existente. En contra de esto alza Pablo un dique: su doctrina del «estado».

Esta palabra debe tomarse aquí en un sentido muy genérico, que puede referirse indistintamente a la situación ética, social, jurídica o económica. La primera situación concreta que Pablo define y delimita se refiere al pasado de los miembros de la comunidad, que procedían en parte del judaísmo y en parte del paganismo. Desde la perspectiva de una teología de la salvación era fundamental para la valoración existencial de la Iglesia el dato de que se componía de judíos y paganos. De judíos, para que se manifestara la continuidad de las promesas; de paganos, para que se revelara el alcance universal de la voluntad salvífica divina 17. Precisamente por ello el judío no tiene por qué avergonzarse de su origen; pero tampoco el pagano debe pensar que está obligado a pasar a través del rodeo del judaísmo. Se daba en aquel entonces una cierta inclinación y una pretendida necesidad hacia una u otra de estas dos posiciones en las comunidades misionadas por Pablo. En algunas ocasiones el Apóstol se vio precisado a combatir acremente el segundo de estos dos movimientos 18.

En este pasaje, con su exhortación restablece el equilibrio. Para los antiguos judíos lo que les obligaba, en cuanto judíos, y lo que los señalaba ante los demás como tales, particularmente en los baños públicos, era la circuncisión. Hubo incluso un tiempo en el que procuraron, mediante operaciones quirúrgicas, hacer desaparecer las huellas corporales de este rito. Ante Dios tanto da una cosa como la otra, dice Pablo. Cada uno debe aceptar lo que la Providencia ha destinado para él antes de recibir la llamada al cristianismo, que es lo único decisivo. A las demás cosas no se les debe dar importancia alguna, pues sería ofender a Dios y obscurecer la nueva creación que Dios ha realizado en él (Gál 6,15). Cuando Pablo afirma que lo único importante es observar los mandamientos de Dios, piensan algunos que esta formulación es muy apaulina. Indudablemente, resulta muy digno de ser tenido en cuenta este hecho de que también Pablo -dicho sea con todos los permisos- sea capaz de predicar tan católicamente. Podría acaso traslucirse aquí la sentencia de un catecismo protocristiano, consignada sin duda por escrito y llegada hasta nosotros en la liturgia bautismal: «Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos.»
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17. Cf. Rom 15,5 9.
18. Contra este peligro se endereza la polémica de la carta a los Gálatas.
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b) Contribución al problema social: la esclavitud (1Co/07/20-24).

20 Quédese cada uno en la condición en la que recibió el llamamiento. 21 ¿Lo recibiste siendo esclavo? No te preocupes; y aunque pudieras obtener la libertad, aprovecha más bien tu condición de esclavo. 22 Pues el esclavo que recibió el llamamiento en el Señor, es liberto del Señor, e igualmente, el libre que recibió el llamamiento, es esclavo de Cristo. 23 Habéis sido comprados a precio: no os hagáis esclavos de hombres. 24 Cada uno, hermanos, permanezca ante Dios en la condición en que recibió el llamamiento.

ESCLAVITUD/PABLO: Más formalmente, más ahincadamente aún repite Pablo, al comienzo del segundo ejemplo, a mitad de toda esta perícopa, algo cuyo contenido se había dicho ya en el versículo 17. Se da un cierto progreso en el hecho de que, en vez del giro «según la condición que el Señor le asignó», aquí se dice con mayor énfasis: «en la condición en la que recibió el llamamiento». Ahora bien, ¿qué quiere decir aquí condición? No el acto de la gracia divina, sino el puesto o la situación social en la que el hombre se encontraba cuando fue llamado a la fe y a la Iglesia. Esta situación -Pablo se referirá a renglón seguido más de lleno al estado de esclavitud- tiene algo que ver con la llamada divina. Dios ha tenido en cuenta -y, por tanto, hasta cierto punto, ha querido- esta situación. Dado que más adelante ya no hubo esclavos, se aplicó el principio a las circunstancias existentes en cada época.

El segundo ejemplo de que se sirve Pablo para explicar su principio tenía para los Estados antiguos y para el orden social vigente un alcance mucho mayor: ¡los esclavos! Aquí se advierte, con mayor precisión que en 1,26-28 (donde se hablaba de los elementos componentes de la comunidad) que también los esclavos habían entrado a formar parte de ella.

En la administración doméstica, en el comercio y en el trabajo, eran mucho más numerosos los esclavos que los hombres libres. Si hubieran interpretado mal el mensaje de la libertad, acaso el Estado se hubiera visto en la absoluta precisión de someter por la fuerza a los cristianos. Pablo no sólo afirma en general: los esclavos deben seguir siendo lo que eran, sino que añade además: aun en el caso de que alguien tuviera la oportunidad de hacerse libre, debe considerar como ganancia mayor el ser esclavo. Tuvo que ser enorme la sensación de dicha de estos hombres sometidos a la esclavitud al ser aceptados como ciudadanos de pleno derecho en la comunidad cristiana y verse tratados como hermanos y hermanas por los hombres libres, para poder aceptar esta sentencia. Tuvo que ser inmensa su disposición de ánimo para aceptar los supremos valores del seguimiento de Jesús en obediencia y entrega de sí mismo.

Debieron darse casos en los que tanto los esclavos como sus dueños abrazaron el cristianismo. En esta circunstancia ideal era más fácil llevar a la práctica la fraternidad. En los otros casos, el hecho era más difícil, ya fuera condicionada esta dificultad por la situación de esclavitud, por la falta de cristianismo de los esclavos, o por la de su dueño. La carta a Filemón nos permite comprobar cómo cuando el señor y el esclavo se habían convertido al cristianismo quedaba totalmente renovada la relación entre ambos. El esclavo Onésimo había huido de su dueño. En algún punto se encontró con Pablo, se convirtió al cristianismo y el Apóstol le devolvió a su señor, no sin darle una carta de recomendación muy cordial, que es precisamente nuestra carta a Filemón. Con ella se le preparaba el camino para ser bien recibido y se le sugería incluso a Filemón, de una manera delicada, que concediera la libertad a Onésimo, que ahora ya es liberto del Señor.

También a los hombres libres -y, dado el caso, a los poseedores de esclavos- se les dice algo acorde con esta doctrina. Si el libre se entiende bien en la fe, es un esclavo de Cristo. No puede hacer lo que le plazca ni consigo mismo ni con las cosas que le pertenecen. Con mucha más razón deben tratar según el sentir de Cristo a un esclavo, que es imagen y semejanza de Dios.

Aunque también aquí el consejo es permanecer, esto no equivale a decir que todo deba permanecer según el modelo antiguo. La verdad es que lo antiguo queda radicalmente transformado. La levadura del Evangelio fermenta la masa. A primera vista todo parece quedar igual, pero en el fondo todo se transforma desde dentro. Esto puede expresarse en la paradoja: el esclavo es ahora libre (en Cristo), y el libre, esclavo (de Cristo). La emancipación se conseguía muchas veces mediante el pago del rescate. Esta idea, no explícitamente expresada, lleva al Apóstol a un nuevo giro, que se aplica tanto a los libres como a los esclavos. Todos ellos han sido comprados a un alto precio (cf. 6,20). El Apóstol piensa en la entrega de Jesús. No deben, pues, destruir esta libertad. Sería de nuevo esclavo de los hombres aquel que olvidara la libertad y superioridad conseguida en Cristo respecto de las diferencias sociales, o nacionales. O de cualquiera otra clase, y tomara otra vez en serio, al modo antiguo, tales gradaciones. Lo que es válido para Dios debe ser válido también para nosotros. En este sentido se repite por tercera vez -ya para concluir- el principio: permanecer en la condición en que se recibió el llamamiento. Esta doctrina no ha llevado en modo alguno -como pudiera creerse en principio- a perpetuar la esclavitud. Su abolición ha exigido tiempo, ciertamente, y en algunos lugares sin duda demasiado tiempo. Pero la doctrina de Pablo conducía inexorablemente a este resultado. Tampoco el Apóstol ha proclamado como principio general la igualdad de derechos de la mujer, para la que todavía no estaba madurada la sociedad de entonces. Pero sus enseñanzas prácticas sobre la convivencia matrimonial contenían ya de hecho esta igualdad, y sólo se necesitaba tiempo para extraer poco a poco de su núcleo íntimo la relación mutua y total de ambos sexos.

Podemos atenernos, pues, a las dos cosas: a lo que Pablo enseña y recomienda aquí, y a lo que, como creyentes, defendemos hoy y por cuya adquisición debemos combatir. La instrucción del Apóstol está dirigida a una situación muy concreta de la nueva comunidad cristiana y a una concreta mentalidad de la sociedad antigua. Tenemos todos los motivos para admitir que sus instrucciones eran las únicas adecuadas a aquel tiempo y momento. Pero para nosotros ambas cosas han cambiado: la situación de fe de la comunidad cristiana y la concepción comunitaria del hombre. La fe y el estado cristiano no se experimentan ya hoy como una novedad; la concepción social del mundo, por el contrario, ha evolucionado en una medida y con una amplitud tal como nunca había acontecido hasta ahora. Allí hubo que frenar la dinámica de la fe para no falsificarla en su repercusión social. Pero ahora hay que dejarla libre, para que la fe y el cristianismo no se queden al margen de la historia. Entonces un abandono precipitado y sin distinciones del estado en que cada uno realmente estaba, en el que cada uno había configurado sus experiencias, hubiera significado un desarraigo. En vez de dar testimonio misional y creyente de aquella novedad decisiva dentro del ámbito existente, se hubiera desplazado a otro campo la dinámica de la fe y la libertad que esta fe entrañaba hubiera sido mal usada socialmente. Hoy, una permanencia indiscriminada podría significar desidia e inadvertencia frente a los signos de los tiempos, desobediencia frente a la llamada del Señor, que quiere que demos testimonio de la fe en un mundo en transformación. El que llega a un país extraño debe aprender la lengua del país, ya sólo para poder llevar una vida humana, y mucho más si debe desempeñar un cargo misional. Ésta es exactamente nuestra situación. No se trata, hablando en puridad, de que hayamos desembarcado en un país extraño, sino que los países extraños se han expandido, han irrumpido en nuestro entorno. Y la lengua que tenemos que aprender no consiste ya en palabras, sino en un pensar, actuar y decidir de nuevo cuño.

No debemos vacilar, por tanto, ante el hecho de que en este punto no podamos seguir al pie de la letra el consejo del Apóstol. Ante situaciones nuevas él mismo adoptó con frecuencia posturas nuevas, de las que hoy podemos pensar que fueron acertadas. Con la misma confianza en la guía del Espíritu Santo y con idéntica obediencia frente a la misión de Jesucristo deberemos atrevernos nosotros hoy a tomar nuestras propias decisiones. También en el ámbito de la nueva decisión volverán a darse situaciones en las que puedan aplicarse literalmente las enseñanzas que aquí imparte el Apóstol. Nosotros no podemos cambiar a voluntad las condiciones de nuestra vida en el mundo. Pero podemos consolarnos con la idea de que hemos sido elegidos, llamados y agraciados precisamente en este estado y en el cual y a través del cual podemos realizar nuestra vocación e incluso nuestra dinámica misionera.

4. EL CELIBATO VOLUNTARIO (7,25-35).

a) Recomendación del celibato (1Co/07/25-28).

25 Con respecto a los no casados, no tengo precepto alguno del Señor, sino que doy mi parecer como digno de fe que soy por le misericordia del Señor. 26 Así pues, opino que esto es bueno por la necesidad presente; quiero decir, que es bueno al hombre permanecer así. 27 ¿Estás ligado a mujer? No busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer. 28 No obstante, si te casas, no pecas; y si una doncella se casa, tampoco peca; aunque, por otra parte, estos tales tendrán su tribulación en la carne, que yo, desde luego, os la quisiera ahorrar.

Esta nueva proposición vuelve a repetir, con una formulación clara, la problemática de todo el capítulo, pero limitándola a un aspecto, el relativo a la virginidad. Una parte de las consultas de los corintios debía decir, poco más o menos: ¿No sería mejor que no casáramos a nuestras hijas solteras? Semejante idea ¿no parece estar de acuerdo con la recién mencionada enseñanza general del Apóstol: permanecer en la condición en que cada uno ha sido llamado? Pero esta enseñanza no puede aplicarse así, sin más, a nuestra problemática. La soltería no es de suyo un estado destinado a mantenerse inalterable. Es más bien un estado de transición, destinado a ceder el puesto al matrimonio, del mismo modo que la flor cede el puesto al fruto.

Ahora bien, Pablo tiene en muy alta estima el estado de virginidad abrazado y mantenido por amor al reino de los cielos. No existe ningún mandato sobre el tema, cosa que hubiera decidido la cuestión ya de antemano. Pablo comienza por anteponer esta constatación negativa. También los corintios deberían haber aprendido a distinguir entre lo que se debe creer y practicar incondicionalmente, de modo que no pueda haber discusión alguna sobre ello, y las verdades y recomendaciones que no obligan tan absolutamente, aunque tampoco están, de suyo, a nuestra entera libertad y voluntad. La doctrina católica ha formulado esta realidad con la distinción entre precepto y consejo. Así, en la cuestión que nos ocupa, Pablo expone su opinión, y fundamenta su consejo en que, en virtud de su mandato misional y de su tarea, merece crédito. Lo que aquí tiene que añadir a la recomendación fundamental de la virginidad, ya expuesta en la primera sentencia de este capítulo, enderezada a ambos sexos, se contiene en la frase «por la necesidad presente». No es fácil precisar si se piensa aquí en la urgencia escatológica que el Apóstol se imaginaba ya próxima, o si más bien la expresión se refiere -como en la tribulación siguiente (7s28)- a la situación siempre presente de la Iglesia, colocada en un mundo alejado de Dios. La forma en futuro: «estos tales tendrán su tribulación» no define la duda en favor de un significado indiscutiblemente escatológico; puede referirse a aquellos que se casan y que están, por tanto, más expuestos a los ataques del mundo hostil, debido a sus vínculos familiares. En cualquier caso, es seguro que en toda situación persecutoria hay siempre algo escatológico, y que en la época final y propia de la escatología este consejo tendrá la más absoluta actualidad y vigencia.

Lo que se añade a continuación de estas dos sentencias tan cuidadosamente expuestas y gramaticalmente algo prolijas es, en razón de esto mismo, más decisivo y apremiante. Se comienza por repetir o proseguir el consejo general de que cada cual permanezca en su propio estado, soltero el soltero, casado el casado. La segunda frase aclara inmediatamente que no se trata de un precepto obligatorio, sino que ahora y siempre es lícito y permitido contraer matrimonio. Lo más notable y asombroso, por no decir lo más extraño, es la observación de que el Apóstol querría evitar a los corintios su tribulación en la carne. No se piensa aquí en los evidentes cuidados del nacimiento y educación de los hijos. Tampoco se refiere la frase al pensar y decir de ciertas madres, que quieren evitar a sus hijos una vida que sólo puede vivirse bajo constantes amenazas. El Apóstol debió contemplar con mirada profética pruebas desgarradoras mucho más concretas. Podríamos pensar acaso en los ejemplos de las historias de los mártires, como la madre de los hermanos macabeos y otras de la era cristiana. Quizás este pensamiento, aquí sólo levemente aflorado, sea reasumido y aclarado en un pasaje posterior (7,32-35).
 

b) El espíritu de celibato o virginidad (1Co/07/29-31).

29 Lo que digo, hermanos, es esto: que el tiempo es breve. Por lo demás, que los que tienen mujer sean como si no la tuvieran; 30 los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran; 31 los que usan del mundo, como si no disfrutaran de él; porque la apariencia de este mundo pasa.

El Apóstol dirige una vez más su mirada, más allá de las preguntas inmediatas, hacia lo que tiene validez universal. Establece, a título de introducción, un hecho del que se deriva todo lo que sigue. Y lo dice con expresión tan solemne que se estaría tentado a traducir: «A este propósito declaro...» Debe considerarse como continuación y explicación de su aserto de que el tiempo es breve la frase final de esta pequeña perícopa: «porque la apariencia de este mundo pasa». Aquí sólo cabe pensar en el fin del mundo, ya inminente. Ahora bien ¿mantiene esta frase su vigencia, después de que el mundo se ha prolongado durante veinte siglos? Tenemos que delimitar entre opinión personal del Apóstol, lo que daba por seguro en la cuestión del término del juicio, y aquellas afirmaciones que, independientemente de esta opinión, y rebasándola, tenían valor permanente para la Iglesia. Lo mismo puede decirse respecto de las enseñanzas de Jesús. Y, en realidad ¿no se debe aplicar por doquiera a todas las palabras de la Escritura? Estas palabras han sido pronunciadas, en efecto, con unos determinados presupuestos y dentro de una situación determinada, aunque conservan, no obstante, validez para otros tiempos y otras circunstancias. No siempre es fácil distinguir entre el valor permanente y el valor circunstancial de origen. Ésta es precisamente la tarea de la interpretación, para la que se nos ha prometido la asistencia del Espíritu Santo. Sigue siendo válido que, desde la primera venida del Hijo del hombre, el mundo se encuentra bajo otros signos. En apariencia, sigue deslizándose como antes, pero su realidad profunda es distinta. Se halla situado en el tiempo intermedio entre la primera y la segunda venida del Señor, como atenazado entre ambas. Algo así expresa la frase que nosotros traducimos un poco simplificadamente: «el tiempo es breve». También las situaciones de que ahora se habla están de algún modo como atenazadas entre estas dos pequeñas frases tan plenas de contenido.

¿Qué quiere decir: los que tienen mujer como si no la tuvieran? No puede afirmar lo contrario de lo que el Apóstol ha expuesto a los casados, al comienzo, como norma de conducta de su vida en común, es decir, no puede significar la renuncia a la comunidad matrimonial, ni tampoco un comportamiento que no se cuida para nada del consorte. Quiere decir que no deben estar tan sometidos a sus relaciones conyugales que ya no puedan vivir sin ellas. Debe crearse un espacio de libertad, que ciertamente no aparece aquí por vez primera; aquel consejo a la renuncia temporal, tras mutuo acuerdo, a la convivencia corporal, para dedicarse a la oración, señalaba ya en esta misma dirección. Aquí se formula el mismo principio, sólo que de una manera más básica y fundamental. Consigue así una mayor aplicabilidad, aunque a costa, desde luego, de la precisión para los casos concretos. Debe tenerse bien en cuenta de qué está hablando el Apóstol. Después de haber dado instrucciones concretas para casos bien determinados, quiere formular, de manera válida para todos, algo que puede aplicarse a todo género de circunstancias y situaciones. En cierto sentido, a casados y solteros deben aplicarse normas completamente distintas. Pero Pablo no puede detenerse aquí. Le interesa llegar a lo último y fundamental, a lo auténticamente cristiano, a lo que debe llevarse a cabo en toda circunstancia, a lo que hace visible y perceptible, por encima de todas las situaciones concretas, el elemento nuevo del ser cristiano.

Arrancando del tema del matrimonio, pasa Pablo a disertar sobre esta actitud, para él tan importante. Pero es conveniente que la ilustre con nuevos ejemplos. ¿O sigue anclado todavía en el ámbito de lo matrimonial cuando habla de los que lloran? ¿Se refiere acaso a aquellos cuya preocupación radica precisamente en que se les ha negado una plenitud anhelada? ¿A aquellos cuyo llanto es tanto más amargo cuanto que a casi nadie pueden exponer este anhelo y esta necesidad? En realidad, si Pablo arranca de este tema para hablar de los que lloran, es seguro que quiere incluir en este grupo a todos cuantos, por la razón que fuere, sienten siempre en sí las angustias de la existencia humana. A nadie prohíbe las lágrimas, y él mismo confiesa haberlas derramado en diversas ocasiones (Rom 12,15; Flp 3,8). Pero tampoco prohíbe a los felices, a los dichosos, su alegría. Ambas cosas son humanas. Pablo está muy lejos del ideal estoico de la impasibilidad del alma. Y muy cerca de las bienaventuranzas del sermón de la montaña. Éstas, aunque menos dialécticamente formuladas, mantienen, en la dualidad de las situaciones descritas y de la salvación que se les promete, una tensión entre presente y futuro, una invitación a superar el presente de tal modo que se permita la entrada -en la fe y en la esperanza- en el futuro prometido.

«Los que compran» nos recuerda que Corinto era una ciudad mercantil, en la que era imprescindible, también para los cristianos, el espíritu comercial, el afán de ganancia y el valor del riesgo. Pablo no se lo prohíbe; pero, como cristianos, no sólo deben evitar las prácticas injustas, sino que deben mantener además, frente a este campo de actividad, una libertad difícil de describir detalladamente, pero activa y eficaz por doquier. La frase que emplea en la última linea: los que usan el mundo, puede referirse a todo cuanto abarca la vida ciudadana, con su refinada cultura, y también a las múltiples relaciones, tan importantes en todos los terrenos.

En tiempos de nuestros abuelos, los artesanos bebían una copa para cultivar sus relaciones con el cliente. Las cosas son hoy mucho más complicadas y difíciles, y también mucho más arriesgadas, ¿Puede maravillarse un cristiano de que no le salgan bien los negocios? ¿No debería ver más bien en ello una disposición de la Providencia, que le proporciona un pequeño distanciamiento para que pueda adquirir conciencia de que «sólo una cosa es necesaria»? La actividad presente sólo tiene sentido dentro de este corto espacio temporal. Aquel que vive en la perspectiva del Señor que viene de nuevo, aquel que se ha situado en el reino de Dios, no tiene por qué aferrarse o complacerse en ningún bien o valor de este mundo que pasa.

Todo lo dicho apuntaba hacia una dirección que apartaba un tanto de aquel mundo y que era necesaria en aquel momento. Pero también nosotros podemos preguntarnos ahora si, dadas las actuales circunstancias, no podríamos y aun no deberíamos cambiar de rumbo. ¿No podría darse que los cristianos hayan tomado poco en serio las realidades terrenas? ¿Que no se hayan comprometido lo suficiente, no en lo tocante a sus propias ganancias, sino con las necesidades de sus conciudadanos? ¿Que hayan trabajado lo suficiente para asegurar la subsistencia de su familia, pero no lo bastante para ayudar a los pueblos subdesarrollados? En todo caso, el Concilio nos ha enseñado que no podemos limitarnos a encogernos de hombros ante las necesidades del mundo, sino que, por amor al reino de los cielos, debemos procurar servir, con fuerza y fidelidad, al progreso humano, correctamente entendido 19.

Es bien cierto que hoy asoma de nuevo en el horizonte el peligro opuesto. La alta estima, la casi santificación de las realidades terrenas, podría llevar a una simple y lisa mundanización. Ante la alta valoración del matrimonio, parece desvanecerse el sentido de la virginidad voluntaria; ante la alta valoración de la libertad, el sentido de la obediencia voluntaria; ante el amplio contacto con los bienes del mundo, el sentido de la pobreza voluntaria. Es indiscutible que la intención de estos versículos coincide plenamente con los consejos evangélicos, es decir, con lo que la tradición espiritual ha llamado el espíritu de los consejos evangélicos. Desde siempre se ha sabido que no todos pueden estar llamados a vivir en su sentido radical y literal la pobreza, y la castidad; pero también se ha sabido que todos han de tenerlas en algún grado, ya que a todos se dirigen las bienaventuranzas del sermón de la montaña. De aquí debe partirse para determinar el alCance de estos versículos, que, por un lado, son menos que preceptos, pero, por otro, son mucho más.
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19. El concilio Vaticano II ha empleado de hecho esta palabra varias veces, dándole un sentido positivo, especialmente en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, por ejemplo en los artículos 36.44.72. Pero tampoco pasa en silencio la tentación de una falsa fe en el progreso y procura poner en claro las relaciones entre el progreso terreno y el reino de Dios: artículos 37 y 39.
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c) Por qué es mejor el estado de virginidad (1Co/07/32-35).

32 Lo que yo pretendo es que estéis libres de cuidados. El soltero se cuida de las cosas del Señor: de cómo agradar al Señor. 33 En cambio, el casado se cuida de las cosas del mundo: de cómo agradar a su mujer, 34 y anda dividido. Igualmente, la mujer no casada, lo mismo que la doncella, se cuida de las cosas del Señor, para ser santa en cuerpo y alma; la casada, en cambio, se cuida de las cosas del mundo: de cómo agradar a su marido. 35 Y esto lo digo mirando a vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para una digna y solícita dedicación al Señor.

Después de la perícopa 7,29-31, dotada de unidad propia, prosigue el Apóstol las ideas antes expuestas sobre lo bueno y lo mejor. La relación entre ambos pasajes se advierte claramente por el deseo reiteradamente expresado por el Apóstol. El elemento nuevo de esta perícopa, que tiene una unidad parecida a la precedente, está en los cuidados, de los que se habla cinco veces. Aparecen bajo una doble valoración. Al principio se estiman tan negativamente como en el sermón de la montaña: se consideran como una postura prohibida a los cristianos. Es un cuidarse de las cosas del mundo; se trata, pues, de un cuidado típicamente mundanal. Pero hay otro cuidado: el de las cosas del Señor. Y ocurre que la persona casada se ve dividida entre ambos. Junto a los cuidados -de un lado por las cosas del Señor, de otro por las cosas del mundo- aparece otra palabra determinante: agradar -allí al Señor, aquí a la mujer, o, respectivamente, al marido-, tal como se dice en la parábola de Jesús: «Me acabo de casar y por eso no puedo ir» (Lc 14,20). En este agradar se contiene toda la reserva, el tiempo, las orientaciones y preocupaciones que el matrimonio lleva consigo. El casado se ve en la precisión, por así decirlo, de servir a dos señores. No deberían ser dos señores distintos cuando ambos consortes quieren pertenecer enteramente al Señor. Pero aquí entran en juego muchos elementos. La regla no es que ambos esposos piensen únicamente en lo que es del Señor, o en prepararse mutuamente para el Señor, en considerarse y tratarse el uno al otro como un préstamo del Señor. Pablo no considera aquí este caso. En este pasaje se muestra reservado o escéptico, porque tiene en cuenta una norma mucho más elevada, a la que le impulsa su celo por el Señor. Vuelve a refrenarse de inmediato, precisamente -cosa muy digna de notarse- en el versículo final. Pero no puede por menos de desear de todo corazón que se entreguen total y enteramente, sin división y sin turbación, al Señor.

Frente a los cuidados, negativamente valorados, por las cosas del mundo, están los cuidados por las cosas del Señor. Podríamos preguntar cuál es la contrapartida del estar dividido. Y la respuesta sería: el indiviso pertenecer al Señor. Pero en el texto no aparece. ¿Acaso sí está, pero bajo una forma algo diferente? Parece que, de hecho, la frase: «para ser santa en cuerpo y alma» ofrece exactamente esta correspondencia. No que los casados no puedan y no deban ser santos. Pero el Apóstol busca aquí una expresión para indicar una pertenencia especial y exclusiva al Señor, un ser y estar determinado por él. Y lo ha expresado con estas palabras. También en el último versículo, que cae un poco fuera de la continuidad, por otra parte uniforme, del paralelismo, se aprecia básicamente el esfuerzo por expresar este aspecto positivo.

Pablo no presta atención a otro grupo: al de aquellos muchos que desearían casarse, pero no llegan al matrimonio. ¿Es que no se daba este caso en su tiempo? Al principio del versículo 34 podría pensarse que Pablo tiene presente este grupo, cuando junto a las vírgenes menciona a las mujeres no casadas. Pero o bien se refiere a las viudas, o bien a las mujeres que en su anterior vida pagana mantenían relaciones no legítimas. En todo caso, en lo ya dicho hay elementos que proporcionan ayuda a estos célibes involuntarios, con tal de que consigan adquirir en la fe una visión de su forzosa privación del matrimonio como llamada positiva a las cosas del Señor. «Se cuida de las cosas del Señor» es presentado como un hecho evidente. Hay aquí una invitación y una exigencia: la de ser capaz de reconocer y abrazar esta llamada positiva.

5. INSTRUCCIONES PARA DOS GRUPOS ESPECIALES (7,36-40).

a) A los padres que tienen hijas núbiles (1Co/07/36-38).

36 Pero si alguno piensa que falta a la conveniencia respecto de su doncella, porque se le pasa la flor de la edad, y es conveniente hacerlo así, haga lo que desea; no peca; cásense. 37 Por el contrario, si uno está firme en su corazón, con entera libertad, y tiene poder sobre su voluntad, y ha resuelto en su corazón guardar así a su doncella, hará bien. 38 De modo que el que casa a su doncella hace bien, y el que no la casa, hará todavía mejor.

En el fondo, todo está ya dicho, y de diversas maneras. Pero aquel que piensa no sólo como legislador o como maestro, sino como padre y educador, no cree excederse cuando, en gracia de la seguridad, aplica los principios generales, en los que ya se contiene todo, a todos aquellos casos concretos que pueden tener utilidad práctica para sus encomendados. Ya se había hablado de las doncellas y de las mujeres no casadas. Entre estas últimas se cuentan también las viudas, de las que se volverá a hablar más tarde. Por lo que hace a las doncellas, la decisión no está, o no del todo y no siempre, en su propia mano. De aquí esta palabra dirigida a los que responden por ellas. La línea básica de lo que aquí dice Pablo viene trazada ya desde mucho antes. En sus determinaciones concretas, la línea de exposición del pensamiento nos parece extrañamente dura, molesta o incómoda, acaso porque no conocemos bien las circunstancias o el tono de la pregunta. La clave para la recta intelección está en el sistema patriarcal familiar.

«Su doncella»: la frase va dirigida o bien al padre, o al tutor, o acaso también al tío o al hermano mayor, es decir, a aquel a quien incumbe la preocupación por la hija en edad núbil, y los preparativos para su matrimonio, según derecho y costumbre. Si alguno de estos opina que la costumbre le obliga a casar a la muchacha, debe hacer lo que cree que no puede dejar de hacer. Y no peca por ello. Pero si tiene el coraje suficiente para decidir según su propio criterio, puede hacer aquello que, a lo largo de todo el capítulo, Pablo ha declarado ser mejor: conservarla enteramente para el Señor.

El consentimiento de la muchacha es algo que se da por sabido y evidente, del mismo modo que durante la edad media los padres casaban a sus hijos o los entregaban al convento. Para nuestra sensibilidad moderna se comete aquí una injusticia estridente. Pero lo que hoy parece así, no lo era en otras circunstancias. Pablo ha contribuido mucho a la igualdad de derechos de la mujer. Lo que nos dice en este pasaje se atiene simplemente a las circunstancias de su tiempo. La decisión a tomar sobre una hija casadera no se valoraba de acuerdo con la sensibilidad o los deseos de la interesada, sino de acuerdo con las costumbres sociales, que incluso hoy día siguen desempeñando su papel. Así como Pablo no quiso subvertir radicalmente el estatuto de los esclavos, tampoco quiso hacerlo con el régimen familiar20.
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20. La interpretación que damos en el texto no deja de tener sus dificultades. En primer lugar, no era de esperar que, refiriéndose al padre o al tutor, se hablara de «su doncella». El plural «cásense» introduce inesperadamente en escena un novio o prometido. Y ¿es realmente digna de alabanza esta inconmovible firmeza del padre (o tutor)? Puede darse una serie de buenas razones en favor de una explicación enteramente distinta de las circunstancias que aquí se presuponen. Se hablaría, según esto, de una especie de matrimonio espiritual. Dos jóvenes habrían prometido pertenecerse mutuamente y vivir en estado de virginidad. Pablo no condenaría de antemano esta conducta o situación de hecho; pero sí aconsejaría insistentemente que se casen en el caso de que él (o ella, o ambos) no fueran ya dueños de sus impulsos. La expresión «la flor de su edad» puede entenderse muy bien en este sentido, aplicada al varón. Pero aunque en esta interpretación pueden entenderse, sin forzarlas, algunas expresiones, en último término vuelve a reaparecer una dificultad no pequeña: porque en primer lugar dice: «cásense», y luego dice: «el que casa a su doncella». Lo cierto es que durante algún tiempo se dieron estos intentos de matrimonios espirituales. Pero ya Ireneo y Tertuliano condenaron estas uniones, que fueron prohibidas por varios sínodos eclesiásticos.
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b) A las viudas (1Co/07/39-40).

39 La mujer está ligada a su marido mientras éste viva. Pero si muere el marido, quede en libertad de casarse con quien quiera, con tal de que sea en el Señor 40 Sin embargo, será más feliz si se queda así, según mi parecer; y creo que también yo tengo el Espíritu de Dios.

El caso de las viudas es distinto. Pablo comienza por repetir la indisolubilidad del matrimonio, hasta que la muerte lo disuelve. Para designar la muerte emplea el texto original una expresión que se ha conservado en el uso linguístico de la Iglesia y de su liturgia: dormirse. Una vez roto de esta suerte el vínculo matrimonial, se queda en completa libertad de contraer un nuevo matrimonio. Aquellos círculos de la comunidad corintia que querían prohibir el matrimonio, se pronunciaban sobre todo en contra de las segundas nupcias. En este caso Pablo se muestra comedido, sobrio y justo. Establece como norma única la voluntad de la mujer. La sola limitación que pone es que una viuda cristiana, cuando se decide por un segundo matrimonio, debe unirse con un varón que sea su hermano en Cristo y en la comunidad. Cuanto menos empuja la necesidad terrena al matrimonio, más preferencia debe darse al aspecto espiritual de la vida de los consortes. Pero también aquí insiste en su recomendación de permanecer libre. Merece especial atención la expresión «más feliz». Ella demuestra que esta mayor felicidad de las que permanecen en su viudez se entiende enteramente desde Cristo, dado que incluye una mayor participación en él.

La viuda que, conscientemente, se mantiene en su estado, puede vivir en cierto modo una especie de segunda virginidad y puede aportar, además, en el servicio de los hermanos y hermanas, importantes experiencias sobre el matrimonio y sobre la educación de los hijos.

El Apóstol insiste, por última vez, en que en esta cuestión expone su opinión personal. Es decir, no se trata de un precepto estricto, pero sí de la expresión de un deseo del que puede atreverse a decir que se apoya en Dios, en el Espíritu de Dios. Es el Espíritu el que, superando la letra, explica lo que Dios ha revelado por Cristo y lo que debe decidirse y vivirse en cada caso, según la mente de Jesús (cf. Jn 16,13-15).

Se ha hablado de las viudas. ¿Por qué no de los viudos? En estricta lógica, habría que aplicar a los segundos lo que se dice de las primeras. Acaso con la diferencia de que las segundas nupcias de los viudos eran aún más evidentes para el Apóstol que las de las viudas, y era, por tanto, un tema que ni siquiera necesitaba discusión. En la posterior historia de la Iglesia no se registra un orden de los viudos, mientras que, ya muy pronto, las viudas aparecen como el primer grupo sólido, con sus propios derechos consuetudinarios, como lo demuestran las mismas cartas pastorales. La posición de las viudas en el mundo era más difícil, y las tareas que se les encomendaban en la comunidad y para ella eran demasiado preciosas como para que la Iglesia no deseara reunirlas en un grupo, y poder cuidar mejor de ellas. Las viudas, por su parte, ejercían una importante actividad caritativa y se dedicaban al ejercicio incesante de la oración. Cuanto más se destacaba este estado, y cuanto más enseñaba la experiencia que las viudas jóvenes estaban rodeadas de tentaciones interiores y exteriores, tanto más se les recomendaba un segundo matrimonio (cf. lTim 5,11-15).

Con esto, ha completado el Apóstol el circulo de las preguntas prácticas. Puede pensarse que en este punto tenía plena conciencia de que estaba creando reglas, normas y disposiciones que pasarían a ser normativas para toda la Iglesia en el futuro. Y como tales han perdurado, en efecto, gracias precisamente a su cuidadosa distinción entre obligación y precepto por un lado, y recomendación y consejo por otro. La Iglesia puede así mantenerse firme en los preceptos decisivos y elástica en las múltiples circunstancias cambiantes. Por eso nos es posible hoy a nosotros destacar algunas líneas, para poder aplicar con mayor luz las enseñanzas del Apóstol a los problemas de nuestro tiempo.