CAPÍTULO 5
Parte segunda
CASOS DE DESVIACIONES MORALES 5,1-6,20
Después de analizar la raíz del mal de la comunidad corintia, bien porque eran muchos los que se habían dejado arrastrar, o al menos tenían propensión a ello, Pablo habría podido pasar ya a responder a las preguntas que la comunidad le había dirigido. Pero antes ha querido poner en claro algunos puntos de los que evidentemente no habían pensado que pudieran afectar al Apóstol. Pablo quiere que tengan bien presente la responsabilidad que, como comunidad de Jesucristo, les cabe, tanto frente a sí mismos como frente a los demás. Son tres los casos que Pablo toca: una crasa caída en incontinencia que tiene el agravante de llegar a incesto (cap. 5); los juicios ante los tribunales paganos (6,1-11); y un concepto laxo de la impureza (6,12-20). En ninguno de estos casos se contenta Pablo con dar las oportunas normas e instrucciones. Toma ocasión de ellos para hacer luz sobre toda la moral cristiana, de tal modo que aunque las causas concretas que las motivaron pueden ser cosas ya superadas para nosotros, estas secciones contienen ricas y preciosas enseñanzas para la vida de fe y costumbres.
1. EL CASO DEL INCESTUOSO (1Co/05/01-13).
a) El pecador debe ser excomulgado (5,1-5).
1 Por todas partes corre la noticia de un caso de lujuria, entre vosotros, pero tal lujuria que ni entre los paganos existe: de tal modo que uno vive con la mujer de su padre. 2 ¡Y vosotros continuáis inflados de orgullo! ¿Y no debierais más bien haberlo lamentado, para que fuera expulsado de en medio de vosotros el que cometió semejante acción? 3 Yo, por mi parte, aunque ausente en cuerpo, pero presente en espíritu, como si estuviera presente, he pronunciado ya mi sentencia contra el que cometió tal acción. 4 En el nombre de nuestro Señor Jesús, congregados vosotros y mi espíritu, con el poder de nuestro Señor Jesús, 5 que este hombre sea entregado a Satán para que se destruya lo puramente humano, y el espíritu sea salvo en el día del Señor.
Con cierta brusquedad aborda el Apóstol un tema del que no dice que haya llegado a su conocimiento a través de las gentes de Cloe. Se limita a decir que ha oído hablar de ello. No es que en la comunidad no se hubiera comentado el caso. El mal estaba en que todo se reducía a eso, a comentarios, cuando la comunidad debería haberse alzado en contra y haber actuado en consecuencia. Un caso de tan crasa incontinencia iba, incluso entre los paganos, contra el derecho vigente y las buenas costumbres, aunque evidentemente no se trataba aquí de la madre carnal del delincuente, sino probablemente de la segunda mujer de su padre y, además, el padre o habría muerto o, al menos, se habría divorciado. ¿Cómo no comprendía la Iglesia de Dios que su condición de elegida, su vocación santa quedaba mancillada? Todos ellos, los «santificados en Cristo Jesús» deberían haberse sentido profundamente afectados, deberían haber excluido de la comunidad a aquel pecador, en bien de la gloria de Cristo, vinculada a ellos desde el momento que Cristo los atrajo a su comunión (1,9). Ahora es el Apóstol el que toma la iniciativa. Ahora toma de verdad la vara con que en las líneas anteriores había amenazado, al parecer no sin dolor. Pide que la comunidad, reunida en un acto expreso y significativo, excluya de su seno a este pecador que ha mancillado su santidad. Esto es la excomunión, en su sentido original. Cuando un pecador es expulsado de la comunidad queda privado de los sacramentos y también de la salvación. En efecto, los sacramentos son, en razón de su misma esencia, sacramentos de la Iglesia. Pertenecer a ella es un sacramento permanente; cada sacramento particular debe ser considerado como la actualización concreta de esta inserción como miembro de la Iglesia.
El interés de esta perícopa radica en la relación que guarda con nuestro actual y progresivo conocimiento del sacramento de la penitencia. Después de siglos de individualismo, aparece de nuevo, poco a poco entre nosotros la plena realidad de la conexión entre pecado, penitencia e Iglesia, conexión que en una época estuvo muy alejada del concepto cristiano de la salvación, una época en que se opinaba (e incluso se ponía complacencia en esta idea) que los pecados eran asunto privado entre el pecador y Dios. Ahora empezamos a entender que el sacramento de la penitencia afecta a toda la Iglesia, como todo otro sacramento, cada uno a su manera.
La Iglesia tiene la responsabilidad de la santidad de todos sus miembros. Debe urgirlos constantemente y confirmarlos, fraternal y ministerialmente. Y cuando esto no basta, debe conminarlos y corregirlos, primero de manera fraternal y luego, si es necesario, en virtud de su oficio ministerial. La comunidad corintia parece haber olvidado estas normas. Cuando se produjo el hecho, debería haber avisado inmediatamente al hermano que su conducta era inconciliable con su vocación de cristiano. Y si ni la advertencia fraterna ni la ministerial obtienen fruto, deberían haberle expulsado, aun cuando, según la convicción y enseñanzas del Apóstol, esto significaba entregarle al poder maligno y a veces mortal de Satán. El precio no sería demasiado alto, si el pecador era inducido al arrepentimiento y así finalmente, salvado.
El proceso penitencial tiene, pues, en la Iglesia, dos aspectos, dos etapas de las que aquí se destaca claramente la primera, por así decirlo negativa, mientras que la segunda, la positiva, debe ser deducida a través de las insinuaciones. A la luz de la evolución posterior podemos decir que, en realidad, la primera misión divina de la Iglesia consiste en poner al pecador en la situación adecuada a cada momento, enfrentarle con su pecado, recordarle la distancia que le separa de su vocación a la santidad. Y esto es lo que ocurre también cuando le prohíbe el acceso a la comunión, aplicando estrictamente la doctrina del estado de gracia exigido para la misma. El caso extremo es la excomunión formal. Todo esto entra dentro de la plenitud de poder para atar y desatar que, en sentido estricto, compete al oficio apostólico, y en sentido amplio, a la comunidad como un todo 13. La segunda misión consiste -cuando el pecador ha hecho penitencia- en liberarle del poder de Satán y readmitirle en la comunión de la Iglesia, esto es, en la gracia de Dios. Porque lo que ocurre en la Iglesia de la tierra, sea atar o desatar, repercute en el cielo.
En consecuencia, al Apóstol no le basta con haber pronunciado ya inmediatamente su veredicto. La comunidad debe llevarlo a cumplimiento y extenderlo después, al romper todo contacto con el pecador, convencida de que ésta es la conducta que debe seguir en su presente, en virtud de su autoridad y por obediencia a Cristo.
El lector actual puede preguntarse, naturalmente:
¿adónde iríamos a parar si quisiéramos poner en práctica semejante norma? Pero
también podemos preguntarnos, a la inversa: ¿dónde hemos parado de hecho, al no
responsabilizarnos, como comunidad de Cristo, con los pecados de los que son
miembros como nosotros? ¿Hasta qué punto no se ha oscurecido la gloria del
nombre cristiano y no se ha debilitado la fuerza de su testimonio?
Evidentemente, no se trata aquí de restaurar la antigua disciplina de la
penitencia, pero debamos tener la mirada puesta en el intento de reanudar los
hilos rotos. Debe renacer de nuevo la conciencia de que, por un lado, todo
pecado hiere y debilita a la Iglesia, y, por otro, que el sacramento de la
penitencia realiza la reconciliación con Dios precisamente a través de la
Iglesia. Y entonces se encontrarán de nuevo las fórmulas concretas y adecuadas
de la corresponsabilidad recíproca y comunitaria. La oración «por la conversión
de los pecadores» tendría esta orientación que, liberada de su esclerosis,
debería desembarazarse de toda sombra de justificación de sí mismo.
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13. Se pronuncia a favor de esto el
contexto de Mt 18,18
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b) La comunidad debe conservar su pureza pascual (5,06-08).
6 ¡No está bien esta jactancia vuestra! ¿No sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa? 7 Echad fuera la levadura vieja, para que seáis masa nueva, lo mismo que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolado nuestro cordero pascual: Cristo. 8 Así, pues, celebremos la fiesta, no con levadura vieja, ni con levadura de malicia y de perversidad, sino con ázimos de sinceridad y de verdad.
Estos versículos van dirigidos a una comunidad jactanciosa, satisfecha y segura de sí misma. El Apóstol desecha su excusa de que el caso de ese pecador era sólo una excepción, que recaía únicamente sobre el responsable. Este caso afectaba a todos. No que todos fueran a caer en el mismo pecado; pero disminuye en todos ellos la fuerza moral, de tal suerte que todos y cada uno se encuentran más inclinados a caer desde su debilitada posición. Pablo lo indica recurriendo a la imagen enteramente humana y proverbial de la fuerza y el peligro de contagio de la levadura. Entra aquí en otro campo, en el que la levadura desempeña un papel más importante aún: según el rito israelita de la pascua, al comienzo de la semana de fiestas debía echarse fuera de casa la levadura vieja y todo cuanto había sido cocido con ella. El Apóstol arranca de aquí para construir una imagen expresiva de la unidad y de la renovación propia de los cristianos. La sentencia, que se supone ya conocida por todos, «Ha sido inmolado nuestro cordero pascual: Cristo», es un testimonio de suma importancia, y el único del Nuevo Testamento que afirma que ya en la era apostólica se entendía a Cristo como cordero pascual. Lo cual significa que prácticamente toda la tipología pascual veterotestamentaria era entendida desde la perspectiva cristiana. La gran fiesta del recuerdo de la liberación de la antigua alianza fue trasladada a la fiesta del recuerdo de la liberación de la alianza nueva.
Queda por resolver el problema de si esta alusión fue sugerida al autor de la carta por la proximidad de la celebración pascual -en cuyo caso esta frase sería también el más antiguo testimonio a favor de una fiesta cristiana de la pascua- o si, lo que parece más probable, el autor entiende todo el ser cristiano como un vivir pascual en la liberación, y, por tanto, como una fiesta continua. En todo caso, se tiene en la mente este segundo aspecto: toda la época salvífica, a partir de la muerte de Cristo, es, en principio, una única y total fiesta solemne de pascua. Y por eso puede trasponerse el ceremonial judío a lo espiritual, a lo personal, a lo existencial.
Esta renovación y pureza no puede ser implantada por el hombre. Es un don de la gracia. Pero, al mismo tiempo, puede ser exigida. Del hecho de haber sido renovados se sigue la obligación de la renovación del ser. De aquí nace la exigencia: «¡Echad fuera!» Pero el Apóstol se apresura a añadir cuál es el fundamento único que hace posible esta exigencia: es aquel fundamento que el mismo Dios ha puesto. La gracia se anticipa siempre a nuestra voluntad: sois panes ázimos.
Ésta es la «verdad» de la existencia cristiana, una verdad misteriosa y llena de tensión, no una verdad que pueda llevarnos a un cómodo descanso, ni a la consciente obscuridad de nuestro personal esfuerzo. En todo caso, es una verdad consoladora. Es, incluso, una verdad triunfal. Y notemos una vez más cuán rápidamente puede producirse el tránsito de la más seria advertencia a esta alegría de la fiesta pascual.
c) Deber de emplear la disciplina eclesial (5,09-13).
9 Os escribí en la carta que no os juntarais con los lujuriosos; 10 pero no me refería a los lujuriosos de este mundo, ni a los avaros, ladrones o idólatras; porque tendríais que saliros del mundo. 11 Lo que ahora os escribo es que no os juntéis con uno que, llamándose hermano, sea lujurioso, o avaro, o idólatra, o calumniador, o borracho, o ladrón: con estos tales, ni comer. 12 Pues ¿por qué meterme yo a juzgar a los de fuera? ¿No juzgáis vosotros a los de dentro? 13 A los de fuera los juzgará Dios. Expulsad de entre vosotros al perverso.
Después de este intermedio, que se mantiene en un plano general, Pablo vuelve sobre los casos -reales o posibles- de desvíos, o pecados similares. Ya en una carta anterior había advertido a los corintios que no se juntaran con los lujuriosos. Los corintios habían llegado fácilmente a la conclusión de declarar que este consejo era impracticable, porque no se refería a los miembros de su comunidad. Evidentemente, Pablo no pensó nunca que los cristianos que trabajaban en aquella metrópoli pudieran evitar el contacto con sus convecinos paganos, comerciantes y contratistas. Lo dice ahora con mayor claridad, para poder urgir con más energía la conducta en el seno de la comunidad. Los pecados más o menos públicos que enumera aquí por segunda vez casi con idénticas palabras pertenecen fundamentalmente a la zona del sexto y del séptimo mandamiento. Por lo que se refiere a la idolatría, cabría preguntarse si los miembros de la comunidad cristiana no habían renunciado de antemano a ella. Pero debe tenerse en cuenta que la idolatría estaba ligada de múltiples maneras a la vida ciudadana. Es indudable que no siempre resultaba fácil distinguir y decidir cuál de aquellas prácticas debía considerarse como idolátrica y cuál podía admitirse. El capítulo octavo nos pondrá ante los ojos un ejemplo detallado a propósito de la consulta sobre la carne ofrecida a los ídolos.
Respecto de los que han caído en semejantes pecados, lo que el Apóstol pide a la comunidad no es, ni más ni menos, que una especie de excomunión, ciertamente más suave que la anterior, tan solemnemente proclamada. Estos tales no pueden tomar parte en las comidas de la comunidad, ya estuvieran ligadas a la eucaristía o no lo estuvieran. Deben ser excluidos igualmente de las asambleas menos formales, de las invitaciones amistosas. Es preciso hacerles caer en la cuenta de que se han hecho indignos del nombre de cristianos. La eucaristía debe entenderse como una comida fraternal, y toda comida amistosa tiene entre los cristianos algo de la cena del Señor.
Nadie en la comunidad puede dispensarse de ello, como si los pecados públicos de los demás fueran algo que nada tiene que ver conmigo. No hay aquí lugar para el cómodo refugiarse en la desvinculación, o del mismo modo que no puede decirse en el seno de una familia: lo que mi hermano hace no me incumbe; ¿soy yo acaso el custodio de mi hermano? La posibilidad de implantar la disciplina eclesial presupone, por lo demás, comunidades concretas y definidas, que pueden entenderse como una gran familia. En este sentido puede decir el Apóstol que la Iglesia no tiene por qué juzgar a «los de fuera». Lo cual no se contradice con la siguiente afirmación de que los santos juzgarán el mundo en aquel día en que en todo se ha de revelar. Aquí se trata de la gracia y de la tarea de juzgarse cada uno a sí mismo ante aquel juicio inevitable y preocuparse de que también los demás se presenten en él irreprensibles.
Hay dos modos de juzgar. Puede juzgarse desde un plano de superioridad, que no se acuerda de sus propias debilidades (Gál 6,1ss3. Este modo no sólo carece de amor, sino de justicia, y nos ha sido rigurosamente prohibido por el Señor (Mt 7,1-5). Pero hay también un dejar hacer, es decir, un abandonar a los demás al pecado y al juicio de la condenación. Y también esto es una falta contra el amor y el espíritu de la gracia. La Iglesia no puede permitirse ninguno de estos dos modos de juzgar. La conciencia de aquel que está iluminado por el Espíritu Santo puede establecer sin dificultad las distinciones adecuadas a cada caso.
Hoy día nos resulta difícil establecer una separación entre «los de dentro» y «los de fuera». Con todo, no es absolutamente imposible. Cierto que en la actualidad no podemos trazar las fronteras de la Iglesia con absoluta precisión, porque hay muchos grados de pertenencia a la misma, de tal suerte que, puestos en el límite, casi podría decirse que no existen tales fronteras. Pero, en el terreno práctico, y por lo que se refiere a la responsabilidad concreta que el Apóstol exige aquí con tanto ahínco, estas fronteras siguen existiendo. Y vienen marcadas precisamente por la posibilidad de una corresponsabilidad efectiva.
También en ésta caben grados: la influencia directa puede limitarse a unos pocos; la responsabilidad de intercesión o reconciliación puede abarcar a todos los cristianos, y aun a todos los hombres.