CAPÍTULO 2

c) Ejemplo de Pablo (1Co/02/01-05).

1 Yo, hermanos, cuando llegué a vosotros, no llegué anunciándoos el misterio de Dios con excelencia de palabra o de sabiduría; 2 pues me propuse no saber entre vosotros otra cosa que a Jesucristo, y a éste crucificado. 3 Y me presenté ante vosotros débil y con mucho temor y temblor. 4 Mi palabra y mi predicación no consistían en hábiles discursos de sabiduría, sino en demostración de espíritu y de poder; 5 de suerte que vuestra fe se base, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios.

Los corintios pueden ver confirmada esta ley de la gracia, que contradice todas las esperanzas y estimaciones humanas, no sólo en sí mismos, es decir, viendo de qué miembros se compone su comunidad. La primera actuación de Pablo en Corinto les ofrece una excelente lección directa y palpable sobre este extremo, si es que quieren recordar ahora su conducta. Cuando abrazaron la fe a través de Pablo acaso no tuvieron conciencia exacta de este hecho. Iluminados por la fe, pudieron quedar deslumbrados ante la maravilla del mensaje de salvación del Hijo de Dios crucificado. Pero ahora, al despertarles el recuerdo de aquellas semanas, tendrán que convenir con él en que su presencia, su predicación y su conducta entera era todo menos imponente o dominadora. A partir de la experiencia ateniense se negó, a ciencia y conciencia, a conceder valor a la retórica humana, para hacer más sabroso su mensaje. Además, el mismo Dios se había cuidado de su situación de flaqueza corporal (2Cor 12,9s), que corría paralela a las tribulaciones -más dolorosas aún- del espíritu (2Cor 11,29). Se advierte claramente que en aquella ocasión Dios le animó con una extraordinaria promesa de consuelo. La narración de Act 18,1 recuerda la escena del huerto de los Olivos de Jesús y algunas experiencias de los profetas; por eso aparece también aquí la expresión veterotestamentaria de temor y temblor.

Pablo acepta todo esto de corazón. El mensaiero de aquel que nos ha salvado en la cruz debe hacer también entrega de su propia existencia. ¿Por qué? Pablo apunta aquí sólo una razón: para que la fe de aquellos a quienes ha ganado para Cristo no se apegue, falta de previsión, a aquel por quien la han recibido, ya sea debido a su poderosa personalidad o a lo atrayente de su exposición. La persona del mensajero debe ser incluida y hacerse eficaz, pero no en razón de sí misma, de sus cualidades, de su sabiduría humana -lo que daría como resultado una convicción de tipo humano- sino en un contexto más profundo. El misterio de la cruz se repite en estos servidores e incluye su existencia total. Si en su ministerio demuestran tener «espíritu», no se debe a un espíritu humano dominante, sino al Espíritu Santo, a la fuerza sobrenatural de Dios. Las expresiones «poder» y «espíritu» están tan íntimamente vinculadas entre sí que casi siempre significan lo mismo y, en todo caso, se iluminan y aclaran mutuamente. El Espíritu es el poder de Dios y el poder de Dios se ejerce en el Espíritu. Por tanto, es perfectamente posible que esta expresión se refiera a los milagros que acompañaban con frecuencia la evangelización apostólica y de los que se habla en algunos viajes misionales (Act 16,16-26). Pero también es posible que se quieran indicar los milagros más espirituales de las conversiones. Dentro del contexto total parece que para la comunidad de Corinto debe preferirse este segundo significado. Que haya hombres que se abran a este mensaje con todas las consecuencias es siempre, en el fondo, un milagro. Cuando el hombre moderno quiere que sólo sea milagro lo que de una manera evidente y tajante supera las leyes de la naturaleza, se priva de la posibilidad de conocer las maravillas que Dios realiza sin cesar y que, preferentemente, acontecen en un mundo de silencio.

3. LA VERDADERA SABIDURA SOBRENATURAL (2,6-3,4).

En principio, no es reprobable el deseo de un más alto conocimiento y de una más profunda contemplación. Es Dios mismo quien lo despierta. Si es de Dios mismo de donde proviene el impulso de crecimiento ya en las formas más elementales de la vida ¿cómo no habría de tender a mayor plenitud y perfección el espíritu humano que, en razón de su misma esencia está orientado hacia lo infinito. Para designar esta meta se acude a la palabra «sabiduría», que no contiene en sí una nota peyorativa. En la misma historia de la salvación de la antigua alianza existe toda una época que lleva este calificativo. De ella proceden los libros sapienciales. Pero así como esta sabiduría tiene como base y fundamento inalienable la revelación de Dios a Moisés y a los profetas, y, en el fondo, toda ella se reduce a una constante investigación, iluminación y confrontación de la misma con las experiencias humanas, así también una sabiduría cristiana sólo puede darse sobre la base de la fe, que comienza por exigir la renuncia a una sabiduría propia. Después de declarar que esta sabiduría divina es propia de los «perfectos» (2,6-9) muestra el Apóstol la conexión de la misma con el don del espiritu (2,10-16).

a) La verdadera sabiduría es propia de los «perfectos» (1Co/02/06-16).

6 Sin embargo, entre los ya perfectos, usamos un lenguaje de sabiduría; pero no de la sabiduría de este mundo ni de las fuerzas rectoras de este mundo que están en vías de perecer; 7 sino un lenguaje de sabiduría de Dios en el misterio, la que estaba oculta, y que Dios destinó desde el principio para nuestra gloria; 8 la que ninguna de las fuerzas rectoras de este mundo conoció; porque si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria. 9 Pues, según está escrito: «Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni el corazón humano imaginó, eso preparó Dios para los que le aman.»

¿Un giro de 180 grados? Desde luego sorprende este cambio de rumbo hacia una posición positiva, según la cual existe una verdadera sabiduría, y la afirmación de que el Apóstol -y los demás maestros cristianos- pueden introducir en ella. Pablo quiere alentar el celo de los corintios y decirles, al mismo tiempo, que esta sabiduría de Dios está reservada a los perfectos. Es indudable que el Apóstol no se refiere aquí a un círculo exclusivo de iniciados como el que procuraban tener las religiones mistéricas y algunas escuelas filosóficas, de las que se ha tomado la expresión. Pero tampoco puede sostenerse que todos los cristianos pertenezzan ya a este grupo, aunque hayan sido introducidos por el bautismo en el misterio de Cristo. Ciertamente lo que Pablo dice en la sección siguiente a propósito de la comunicación del Espíritu podría interpretarse en favor de esta opinión; pero la sección subsiguiente (3,1ss) muestra de nuevo, claramente, que no admite que la totalidad de los corintios se encuentren en este estadio. Estaremos en lo justo si sustituimos la expresión «los perfectos» por otra más matizada, como por ejemplo los «cristianos avanzados» o «más formados». Esto nos permite trazar unas fronteras menos rígidas, tanto respecto de las personas que pertenecen a este círculo como respecto del lenguaje sapiencial propio de ellas. El mismo Pablo ofrece en estas dos perícopas un ejemplo de este lenguaje, aunque más tarde afirma que los corintios no están aún capacitados para él.

Esta sabiduría de Dios no se encuentra en el ámbito del mundo ávido de curiosidad. En todo tiempo se han hecho a los hombres ofertas que les permitirían ver lo que hay detrás de las cortinas. En los tiempos primitivos se trataba de prácticas mágicas, sustituidas más tarde por métodos ilustrados, como la psicología o la astrología. ¿No estamos acercándonos así a las fuerzas que Pablo menciona en este pasaje? Cuando se habla de las fuerzas rectoras de este mundo (2,6-8) no se piensa en principio en las pequeñas figuras, como Herodes, el sumo sacerdote y Pilatos, que condenaron a muerte a Jesús, sino en poderes supraterrenales que actúan detrás del telón en la escena de la historia del mundo. Nos resulta difícil localizar y dar un nombre exacto a estos agentes. No podemos llamarlos ángeles, porque no se trata ni de los ángeles buenos ni de los demonios. Estos tales siguen existiendo, mientras que las fuerzas de que aquí se habla han perdido su eficacia en el estado de salvación creado por Cristo. Debemos partir de la concepción del universo de los hombres de aquel tiempo, tanto los de lengua griega como los de lengua semita. Todos ellos estaban convencidos de la existencia y de la intervención en el mundo de estos poderes intermedios.

Esta concepción del mundo y esta idea de la salvación es en cierto modo extraña a nosotros. Nos hemos acostumbrado a entender la salvación desde categorías casi exclusivamente morales. Siguiendo esta estela, debe estructurarse, sin duda, el factor esencial sobre la relación entre pecado y satisfacción expiatoria. Pero también esta intelección tiene sus límites. No deberíamos pasar por alto y sin análisis el misterioso lenguaje cifrado del relato del pecado original. La Iglesia lo sabe así cuando hace que en el prefacio celebremos la liberación de la cruz como una victoria sobre aquel que había vencido en el árbol; en el pregón pascual contempla conjuntamente el misterio de esta noche verdaderamente dichosa y los grandes hechos de Dios de la antigua alianza, y toma impulso y aliento de ellos para celebrar el acontecimiento de Cristo como la plenitud de todos los caminos de la salvación. Pueden considerarse igualmente como ejemplos de este conocimiento de la sabiduría grandes secciones de la carta a los Efesios, entre ellas las referentes a la recapitulación de todas las cosas en Cristo, o las que presentan a la Iglesia como nueva Eva, ofrecida al nuevo Adán.

En nuestro contexto, el versículo 7 contiene una indicación positiva de esta suprema sabiduría. Pero la palabra clave que debería aportar más luz viene inmediatamente acompañada por otra que parece volver a sumirla en sombras: sabiduría en el misterio. Ambas forman parte esencial de lo que Pablo entiende por misterio. Es algo que desborda radicalmente la capacidad de comprensión humana, y, con todo, el hombre puede comprender que no es algo totalmente incomprensible, sino sólo que rebasa su capacidad cognoscitiva. Puede determinar también, más en concreto, la zona en que se encuentra esta ampliación de las dimensiones hasta el infinito. Cuando Pablo habla de que esta sabiduría, esto es, lo que Dios ha dado a conocer a los hombres, había estado escondida hasta entonces, pero añade que la revelación de estas cosas estaba planeada y prevista, ya desde el principio, para un momento determinado, y que esta disposición salvífica tiende a nuestra glorificación, es decir, a nuestra participación en la gloria de Dios, hace que esta sabiduría de Dios -que se distingue de todas las sabidurías humanas del paganismo que pretenden desvelar el más allá- quede totalmente determinada por la historia de la salvación. Este misterio incluye en sí todos los indecibles tesoros que acontecen en el presente de la historia salvífica -al que Pablo y nosotros pertenecemos por igual-, de tal modo que sólo pueden comprenderse exactamente en conexión con el pasado que supera todo tiempo anterior y con el futuro que desborda todos los tiempos. Pero ya ahora, en este presente -del que Pablo y nosotros formamos parte por igual- puede hablarse de ellos. Nada extraño, pues, que todo lenguaje humano pueda ser sólo un puro balbuceo que no dice nada a los que no están introducidos en este círculo, pero que acelera los latidos del corazón de los «perfectos», como Pablo acaba de decir a los Corintios.

«Lo que el ojo no vio...» Este versículo, tan repetidamente citado, es introducido aquí por Pablo también como una cita. La verdad es que, exactamente hablando, no está tomada de ninguno de los libros del Antiguo Testamento. Se ha pensado que puede proceder de uno de los apocalipsis apócrifos de Elías, pero, por razón del contenido, se puede reconocer aquí, en términos equivalentes, el texto de Is 64,3: «Ningún oído oyó, ningún ojo vio a un Dios, sino a ti, que tal hiciera con los que en ti esperan.» La mayoría de los que citan este versículo lo refieren a la futura felicidad celeste, pero aquí Pablo lo aplica de una manera destacada al estado presente del cristiano, siempre que se trate de aquellos cristianos que poseen el auténtico conocimiento de la sabiduría.

10 Pero a nosotros nos lo ha revelado Dios por el espíritu; porque el Espíritu lo explora todo, aun las profundidades de Dios. 11 Entre los hombres ¿quién es el que sabe lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? De la misma manera, sólo el Espíritu de Dios sabe lo que hay en Dios. 12 Ahora bien, nosotros hemos recibido, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos las gracias que Dios nos ha concedido.

¿Quiénes son estos «nosotros» de los que Pablo reconoce enfáticamente que Dios se lo ha revelado? Ha dicho tantas y tan magníficas cosas del estado de los bautizados (1,4-7.26-31) que podría responderse: lo dice de todos cuantos han recibido el bautismo. Pero, por otra parte, en 2,6 ha indicado que se reserva algo a los «perfectos» y más adelante (3,1) parece negar a los corintios las condiciones previas para participar de estas cosas. La imprecisión, la aparente contradicción, se resuelve teniendo en cuenta algo que Pablo testifica de continuo. Su «nosotros» es casi siempre abierto, y abarca en principio a todos los cristianos, aun cuando de hecho no se encuentren, o todavía no, o ya no, en este grupo. Aquel que, al hacerse cristiano, ha recibido el Espíritu, ha recibido también, en principio, esta revelación, esta comunicación de Dios. Pero, de otro lado, se trata de gracias que sólo florecen y prosperan en aquellos que viven conforme al Espíritu, que llevan una vida espiritual en el sentido de que se preocupan por estar en contacto con Dios, que aman la oración y se sumergen en las Sagradas Escrituras y contemplan por tanto todo el universo a la luz de Dios.

Esta apertura de Dios aconteció y acontece mediante su Espíritu, e inversamente cabe decir que el Espíritu no es otra cosa sino la posibilidad y el hecho de esta apertura y manifestación de Dios. A su vez, podríamos afirmar que sólo el yo del hombre que recibe puede ser el lugar adonde llega y donde es recibida la manifestación de Dios. Existe un conocer del hombre acerca de su yo. Gracias a la comprensión de este yo sabe qué resulta posible en el hombre tanto en sí mismo, como en los demás. No se trata sólo de aquel conocimiento de sí mismo que distingue al hombre de los animales, sino del conocimiento de los demás, es decir, de la psicología, y también de las ciencias históricas y de todas las demás ciencias del espíritu. ¿Cómo podríamos entender la música y la poesía, las acciones heroicas o indignas del pasado y del presente, si no es en virtud de aquello que nosotros podemos realizar en nosotros mismos, es decir, con términos paulinos, en nuestro espíritu? Lo que es válido en el ámbito de lo humano lo es también, salvadas las distancias, en el divino. El hombre sólo puede entender a Dios y lo divino si ha sido elevado a esta co-realización desde el conocimiento que Dios tiene de sí mismo.

«Conocer las gracias que Dios nos ha concedido», podríamos decir también nosotros, es conocer lo que somos en la gracia. La gracia es entitativa y, por lo mismo, se hunde en las raíces de nuestro ser más profundamente aún que nuestro propio conocimiento. Esta razón justifica que hasta un niño puede ser bautizado. En quien posee la gracia es ésta más de lo que puede conocer él. Pero también forma parte de la esencia de la gracia -que es una participación en la vida y el amor de Dios- que aquel que la posee sepa que, con sus fuerzas personales, alcanza cada vez más aquello que él es, pues en definitiva «es» él también realmente. La felicidad de Dios consiste en que el conocimiento que tiene de sí mismo y su ser coinciden en la infinitud y tienen el mismo alcance. Y la gracia consiste en que el hombre pueda hacerse semejante a Dios.

Que hayamos recibido realmente el Espíritu de Dios, en el que el mismo Dios se comunica, es algo que se advierte en el hecho de que nosotros nos conocemos en aquello en que nos hemos convertido mediante este Espíritu. No es ciertamente fortuito que Pablo formule la frase de una manera final, no consecutiva. No dice, pues: de tal modo que hemos conocido, sino: para que conozcamos las gracias que Dios nos ha concedido. Lo cual significa que la gracia es siempre una tarea. El don divino no es nunca algo cerrado y concluido. El hombre no llega nunca aquí a un final. Cuamto más conoce, mejor sabe que sólo ha conocido un poco. Lo que tiene que conocer como don de la gracia es, en último término, el mismo Dios. Y a Dios sólo puede conocerle reconociendo cada vez más que Dios sobrepasa todo conocimiento.

13 Este es también nuestro lenguaje, que no consiste en palabras enseñadas por la humana sabiduría, sino en palabras enseñadas por el Espíritu, expresando las cosas del Espíritu con lenguaje espiritual. 14 El hombre psíquico no capta las cosas del Espíritu de Dios, porque son para él necedad, y no puede conocerlas, porque sólo pueden ser examinadas con criterios del Espíritu. 15 Por el contrario, el hombre espiritual puede examinar todas las cosas, pero él no puede ser examinado por nadie. 16 «Pues ¿quién conoció la mente del Señor, de modo que pueda aconsejarle?» (Is 40,13). Pero nosotros realmente poseemos la mente de Cristo.

Lo anteriormente dicho se aplica a algo que, al menos en principio, pertenece a todos cuantos están incluidos en el círculo de los iniciados en el misterio de Cristo. Esta realidad posee también su correspondiente lenguaje, al menos en aquellos que, como Pablo, han sido encargados del ministerio de la palabra. El Apóstol llega, pues, a un punto que ya había tocado de pasada en otras ocasiones: nada más comenzar (1,5) había reconocido algo de esto en los corintios, aunque más adelante (2,1.14) manifiesta ciertas reservas. El lenguaje humano sigue siendo indispensable para transmitir las cosas divinas; pero existe el peligro de que el mensaje divino sea medido según las normas del lenguaje humano. Y muchos corintios han caído en este peligro. Partiendo de estos mismos principios, Agustín tuvo en poco aprecio, durante mucho tiempo, las Sagradas Escrituras, hasta que advirtió que este ropaje linguístico es mucho más adecuado a la humildad salvífica de Dios que cualquier obra poética y artística. El lenguaje adecuado a esta predicación no puede ser tratado como una técnica cualquiera. Es preciso ser espiritual para poder hablar espiritualmente. Y es preciso, también, ser espiritual para poder oír espiritualmente. El lenguaje espiritual recorre, pues, un círculo. Para recibir el Espíritu es preciso antes escuchar el mensaje; pero para percibir el mensaje es preciso tener ya el Espíritu.

La última frase del versículo 13 admite traducciones muy diferentes: «...expresando, como (hombres) espirituales, las cosas del Espíritu». O bien: «...expresando las cosas del Espíritu con (lenguaje) espiritual» 8. La primera traducción responde mejor a la línea del pensamiento precedente, la segunda está más acorde con el contexto de lo que sigue. En última instancia, apenas si hay alguna diferencia objetiva. Pablo quiere decir a los corintios que son hombres no espirituales y que, por eso mismo, conceden excesivo valor a las bellas palabras.

En el versículo 13 Pablo habla inequívocamente de sí mismo, de su modo de predicar, que contrapone a aquel otro por el que los corintios se dejan arrastrar en demasía. En el 14 se refiere expresamente al otro aspecto de la cuestión, a la recepción y comprensión del mensaje. Y niega lisa y llanamente que tales gentes lo hayan recibido y comprendido. Pero, una vez más, se expresa con tacto y precaución, recurriendo a una fórmula general y dejando en suspenso la cuestión de cuánto debe aplicarse a cada persona concreta. Al contraponer el «hombre psíquico» y el «hombre espiritual» recurre a una distinción muy conocida por los corintios, procedente de la mística de aquel tiempo. E,l hombre psíquico es aquel que, a través de su psykhe, es decir, a través de su mente y de su espíritu, tiene todas las capacidades naturales y normales propias del hombre. Pero no tiene nada más mientras no sea introducido en el mundo de Dios mediante la participación del Espíritu propioa de Dios, de modo que pueda pensar y amar al modo divino. Este hombre psíquico se figura fácilmente que puede emitir juicios sobre todas las cosas, porque no advierte sus propias limitaciones. En cuanto al hombre espiritual, el psíquico opina que no conoce nada de la vida, pues en caso contrario se comportaría lo mismo que él.

La realidad es que el hombre espiritual va mucho más allá que el hombre natural y puede juzgar a éste en lo que vale, mientras que el caso contrario es imposible; camina y avanza hacia lo alto, cumpliendo algo que vemos acontecer en todos los grados estructurales del universo: que lo superior incluye lo inferior, pero no al revés. La vida orgánica incluye los procesos químicos, pero no a la inversa. La vida animal tiene en sí procesos orgánicos, pero no al contrario. El hombre tiene todo cuanto constituye la vida animal, pero de una manera superior, transida de consciencia, dirigida por la mente. Y, avanzando un paso más, existe un peldaño superior: aquellos hombres de tal modo determinados por la gracia, por Dios, que de ninguna manera dejan de ser hombres, que pueden comprender y llevar en sí todo lo humano, pero que, al mismo tiempo, tienen una visión, una perspectiva superior de todo lo terreno, que el hombre natural no posee,

La manera más sencilla de ilustrar cuanto hemos dicho es recurrir al ejemplo de los santos. Son hombres realmente espirituales, que todo lo ven y lo juzgan desde Dios. Comprenden a los pecadores, pero no los pecadores a ellos. Son tenidos por sus contemporáneos como hombres insensatos o, en todo caso, exagerados. Algunas de sus prácticas, tales como la pobreza o el celibato voluntario, aparecen a los ojos de los hombres naturales como cosas sin sentido.

Algo inesperadamente, Pablo concluye con una cita veterotestamentaria que, a primera vista, parece excluir a los hombres de todo cuanto él ha predicado, utilizando esta sentencia como premisa para un giro sumamente osado. En efecto, cabría esperar que a la pregunta: «¿Quién conoció la mente del Señor...?», se debería responder que nadie. Pero Pablo contesta sorprendentemente con un triunfal «nosotros» en Cristo. Nosotros tenemos este sentido, esta mente, porque tenemos el Espíritu de Cristo. El Kyrios del Antiguo Testamento es siempre, para Pablo, Cristo. Y esta convicción se justifica por el hecho de que el Dios de la antigua alianza se nos ha revelado y participado en Cristo.
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8. Se da incluso la posibilidad de una tercera traducción por lo menos: «...uniendo (cosas) espirituales con (cosas) espirituales», donde la palabra unir tendría el sentido de comparar, de establecer relaciones o comparaciones. También esta traducción tiene sentido. Las cosas de la revelación, que como procedentes de Dios, son espirituales, están por eso mismo y por así decirlo emparentadas entre sí. Resulta muy interesante y con frecuencia sorprendente trabar entre sí y vincular, desde diversas perspectivas, estas cosas espirituales: las instituciones veterotestamentarias con las del Nuevo Testamento; las profecías y su cumplimiento; las palabras del Señor y su vida; cosas que se refieren ciertamente a Cristo, pero que también pueden referirse a la Iglesia. etc.