I
Corintios 11, 23-26
Raniero Cantalamessa
En la
segunda lectura de esta solemnidad, San Pablo nos presenta el relato más antiguo
de la institución de la Eucaristía, escrito no más de veinte años después del
acontecimiento. Procuremos descubrir algo nuevo del misterio eucarístico,
sirviéndonos del concepto de memoria: «Haced esto en memoria mía».
La memoria es una de las facultades más misteriosas y grandiosas del espíritu
humano. Todas las cosas vistas, oídas, pensadas y realizadas desde la primera
infancia se conservan en este seno inmenso, dispuestas a despertarse y saltar a
la luz a un reclamo exterior o de nuestra propia voluntad. Sin memoria
dejaríamos de ser nosotros mismos, perderíamos nuestra identidad. Quién se ve
golpeado por la amnesia total, vaga perdido por las calles, sin saber cómo se
llama ni dónde vive.
El recuerdo, al asomarse a la mente, tiene el poder de catalizar todo nuestro
mundo interior y encaminarlo hacia su objeto, especialmente si no se trata de
una cosa o un hecho, sino de una persona viva. Cuando una madre se acuerda del
hijo que ha dado a luz pocos días atrás y ha dejado en casa, todo en su interior
vuela hacia su criatura, un ímpetu de ternura sale de las entrañas maternas y
vela tal vez los ojos de llanto.
No sólo el individuo, sino también el grupo humano –familia, clan, tribu,
nación- tiene su memoria. La riqueza de un pueblo no se mide tanto por las
reservas de oro que conserva en su cámara acorazada, sino por la memoria que
conserva en su conciencia colectiva. Precisamente compartir los mismos recuerdos
es lo que cementa la unidad del grupo. Para conservar vivos tales recuerdos, se
vinculan a un lugar o a una fiesta. Los americanos tienen el Memorial Day
(el Día de la Memoria ), jornada en que recuerdan a los caídos de todas
las guerras; los indios, el Ghandi memorial , un parque verde en Nueva
Delhi que debe recordar a la nación lo que él fue e hizo por ella. También los
italianos tenemos nuestros memoriales: las fiestas civiles recuerdan los eventos
más importantes de nuestra historia reciente y a nuestros hombres más ilustres
se han dedicado calles, plazas, aeropuertos...
Este riquísimo trasfondo humano acerca de la memoria nos debería ayudar a
entender mejor qué es la Eucaristía para el pueblo cristiano. Es un memorial
porque recuerda el acontecimiento al que ya toda la humanidad debe su
existencia, como humanidad redimida: la muerte del Señor. Pero la Eucaristía
tiene algo que la distingue de cualquier otro memorial. Es memoria y presencia a
la vez, y presencia real, no sólo intencional; hace a la persona realmente
presente, aunque esté oculta bajo los signos del pan y del vino. El Memorial
Day no puede hacer que los caídos vuelvan a la vida, el Ghandi memorial
no puede lograr que Ghandi viva. Esto en cambio lo realiza, según la fe de los
cristianos, el memorial eucarístico respecto a Cristo.
Sin embargo, además de todas las cosas bellas que hemos mencionado de la
memoria, debemos aludir también a un peligro innato en ella. La memoria se puede
transformar fácilmente en estéril y paralizadora nostalgia. Esto sucede cuando
la persona se hace prisionera de los propios recuerdos y acaba por vivir en el
pasado. El memorial eucarístico no pertenece en verdad a este tipo de recuerdos.
Al contrario: nos proyecta hacia delante; después de la consagración, el pueblo
aclama: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven Señor Jesús!»
(en otras versiones, «Anunciamos tu muerte, Señor. Proclamamos tu resurrección.
En la espera de tu venida». Ndr). Una antífona atribuida a Santo Tomás de Aquino
( O sacrum convivium ) define la Eucaristía como el sagrado convite en el
que «se recibe a Cristo, se celebra la memoria de su pasión, el alma se llena de
gracia y se nos da la prenda de la gloria futura».