Juan Pablo II: Cristo, auténtico
liberador
Comentario al cántico de inicio de la Carta a los Efesios
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 13 octubre 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la reflexión pronunciada por Juan Pablo II este miércoles durante la
audiencia general sobre el cántico con el que comienza la Carta a los Efesios
(1, 3-10), himno a «Dios salvador».
Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.
Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.
Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.
Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.
1. Nos encontramos ante el solemne himno de bendición con el que comienza la
Carta a los Efesios, una página de gran densidad teológica y espiritual,
admirable expresión de la fe y quizá de la liturgia de la Iglesia de los tiempos
apostólicos.
En cuatro ocasiones, durante todas las semanas en las que se divide la Liturgia
de las Vísperas, se presenta este himno para que el fiel pueda contemplar y
apreciar esta grandiosa imagen de Cristo, corazón de la espiritualidad y del
culto cristiano, así como principio de unidad y de sentido del universo y de
toda la historia. La bendición se eleva de la humanidad al Padre que está en los
cielos (Cf. versículo 3), gracias a la obra salvífica del hijo.
2. Comienza con el eterno proyecto divino, que Cristo está llamado a cumplir. En
este designio brilla ante todo el hecho de que seamos elegidos para ser «santos»
e «irreprochables», no tanto a nivel ritual --como parecerían sugerir estos
adjetivos utilizados en el Antiguo Testamento para el culto sacrificial--, sino
«por el amor» (Cf. versículo 4). Se trata, por tanto, de una santidad y de una
pureza moral, existencial, interior.
Para nosotros, sin embargo, el Padre tiene una meta ulterior: a través de Cristo
nos destina a acoger el don de la dignidad filial, convirtiéndonos en hijos en
el Hijo y hermanos de Jesús (Cf. Romanos 8, 15.23; 9,4; Gálatas 4, 5). Este don
de la gracia se difunde a través del «Hijo amado», el Unigénito por excelencia
(Cf. versículos 5-6).
3. Por este camino el Padre realiza en nosotros una transformación radical: una
plena liberación del mal, pues con la sangre de Cristo «hemos recibido la
redención», «el perdón de los pecados» a través del «tesoro de su gracia»
(versículo 7). La inmolación de Cristo en la cruz, acto supremo de amor y
solidaridad, infunde en nosotros un sobreabundante haz de luz, de «sabiduría y
prudencia» (Cf. versículo 8). Somos criaturas transfiguradas: cancelado nuestro
pecado, conocemos en plenitud al Señor. Y dado que en el lenguaje bíblico el
conocimiento es expresión de amor, éste nos introduce profundamente en el
«misterio» de la voluntad divina (Cf. versículo 9).
4. Un «misterio», es decir, un proyecto trascendente y perfecto, que tiene como
objeto un admirable plan salvífico: «recapitular en Cristo todas las cosas del
cielo y de la tierra» (versículo 10). El texto griego sugiere que Cristo se
convirtió en el «kefalaion», es decir, en el punto cardinal, el eje central
hacia el que converge y en el que encuentra sentido todo ser creado. El mismo
vocabulario griego hace referencia a otro término particularmente apreciado por
las cartas a los Efesios y a los Colosenses: «kefale», «cabeza», indicando la
función cumplida por Cristo en el cuerpo de la Iglesia.
Ahora el panorama se hace más amplio y cósmico, abarcando al mismo tiempo la
dimensión eclesial más específica de la obra de Cristo. Él ha reconciliado
consigo «todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay
en la tierra y en los cielos» (Colosenses 1, 20).
5. Concluyamos nuestra reflexión con una oración de alabanza y de gratitud por
la redención operada por Cristo en nosotros. Lo hacemos con las palabras de un
texto conservado en un antiguo papiro del siglo IV.
«Te invocamos, Señor Dios. Tú lo sabes todo, nada se te escapa, Maestro de
verdad. Has creado el universo y velas por todos los seres. Tú guías por el
camino de la verdad a los que caminaban en tinieblas y sombras de muerte. Tú
quieres salvar a todos los hombres y hacerles conocer la verdad. Todos juntos te
ofrecemos alabanzas e himnos de acción de gracias».
La oración sigue diciendo: «Nos ha redimido con la sangre preciosa e inmaculada
de tu único Hijo, de toda desviación y de la esclavitud. Nos has liberado del
demonio y nos has concedido gloria y libertad. Estábamos muertos y nos has hecho
renacer, alma y cuerpo, en el Espíritu. Estábamos sucios y nos has purificado.
Te pedimos, por tanto, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo que
nos confirmes en nuestra vocación, en la adoración y en la fidelidad».
La oración concluye con esta invocación: «Fortalécenos, Señor benigno, con tu
fuerza. Ilumina nuestra alma con tu consuelo... Concédenos la gracia de ver,
buscar y contemplar los bienes del cielo y no los de la tierra. De este modo,
con la fuerza de tu gracia, será glorificada la potestad omnipotente, santísima
y digna de toda alabanza, en Cristo Jesús, Hijo predilecto, con el Espíritu
Santo, por los siglos de los siglos. Amén» (A. Hamman, «Oraciones de los
primeros cristianos» - «Preghiere dei primi cristiani», Milán 1955, pp. 92-94).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia uno de los colaboradores del Papa leyó esta síntesis de su
intervención en castellano]
Queridos hermanos y hermanas:
El Cántico que hemos escuchado nos invita a contemplar el maravilloso icono de
Cristo, centro de la espiritualidad y del culto cristiano, pero también
principio de unidad y del sentido del universo y de toda la historia. En este
proyecto divino todos somos elegidos para ser «santos e irreprochables... por el
amor».
El Padre, por medio de Cristo, nos concede la dignidad de ser hijos en el Hijo y
hermanos de Jesús. Por Él realiza en nosotros una transformación radical.
Liberados del mal del pecado, mediante la «sangre» de Cristo, podemos conocer en
plenitud al Señor, que nos introduce en el «misterio de su voluntad». Este
«misterio» es un proyecto trascendental y perfecto, que tiene como objeto
«recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra».