CAPÍTULO 9


4. LA QUINTA TROMPETA (9,1-12)

1 Y el quinto ángel tocó la trompeta. Y vi una estrella caída del cielo a la tierra, y le había sido dada la llave del pozo del abismo. 2 Abrió el pozo del abismo, y subió del pozo una humareda como la humareda de un gran horno. Y se oscureció el sol y el aire por el humo del pozo.

Las catástrofes de la naturaleza de las cuatro primeras plagas de las trompetas tenían ya una envergadura y unos efectos que iban más allá de las posibilidades naturales; las que ahora siguen aparecen en conjunto como extranaturales; no provienen de la atmósfera y del espacio cósmico extendido sobre ella, sino de abajo, del reino de los demonios. Con ellas surgen en primer plano los poderes, cuya negación de Dios y el mundo de Dios constituyó el lema de su existencia y la expresión de su ser pervertido; la mentira, la contradicción y el odio, puestos en juego con un furor desmedido, determinan su acción; así se explica también el triple «¡ay!» sobre el mundo de los hombres antes de que la creación se vea entregada a estos terribles agentes de destrucción. También aquí aparece al comienzo la «pasividad divina», que el empleo de la voz pasiva subraya: «le había sido dada» (cf. comentario a 6,1s; también 20,1-3.7), indicando que tales poderes no pueden intervenir y actuar por su propia cuenta, sin el consentimiento de Dios que de este modo induce a los hombres a reflexionar.

Una «estrella caída» -en la literatura apocalíptica, sinónimo de «un ángel caído» (cf. también 12,9; Lc 10, 18)-, o sea, un ángel rebelde, condenado, en una pintura figurativa con representaciones tomadas de las ideas del mundo de entonces, recibe la autorización de desencadenar el infierno contra los hombres. La humareda que se eleva de la oscura sentina de fuego, en la que se tiene prisioneras a las criaturas infortunadas (cf. Jds 6; 2Pe 2,4), extiende ahora también a la humanidad estas tinieblas infernales.

3 Del humo salieron langostas sobre la tierra, y les fue dada potestad como la potestad que tienen los escorpiones de la tierra. 4 Y se les dijo que no dañasen la hierba de la tierra, ni verdura alguna, ni árbol alguno, sino sólo a los hombres que no tienen el sello de Dios sobre sus frentes.

La traducción de la imagen alegórica se esboza en el texto mismo cuando se desprenden del humo las figuras demoníacas; el estado y la acción del infierno se extienden por Ia tierra, una vez que la visión del cielo ha quedado oculta por los negros vapores del mundo infernal, y la luz de Dios no puede ya mostrarse a los hombres; Dios se eclipsa como consecuencia del oscurecimiento que lleva consigo el adversario de Dios dondequiera que va. La imagen toma sus rasgos particulares de la descripción de la octava plaga de Egipto (Ex 10,14s), de la pintura de una invasión de langostas en el profeta Joel (Jl 1 y 2) y de la ruina de Sodoma (Gén 19,28). Estos seres se comparan con las langostas para expresar su inmensa multitud, que como los espesos enjambres de esos insectos oscurece el cielo; sin embargo, por su peligrosidad se asemejan más a escorpiones que a langostas; los hombres, no la vegetación en la naturaleza, son blanco de sus ataques. En esta plaga parece singular y hasta a primera vista incongruente que sólo afecte a los impíos, es decir, a esa gente a la que el infierno, con su afinidad de sentimientos, debería serles no hostil, sino más bien propicio, supuesto que tal actitud le fuera todavía posible; sin embargo, una de las consecuencias de la condenación es también la destrucción de sí mismo. En cambio, sobre «los sellados» (cf. 7,2-8), los elegidos, que están del lado de Dios, no tiene el infierno poder alguno; le están substraídos expresamente.

5 Les fue dado poder, no para que los matasen, sino para que los atormentasen por cinco meses. Y su tormento era como tormento de escorpión cuando pica al hombre. 6 En aquellos días buscarán los hombres la muerte y no la encontrarán, y desearán morir, y la muerte huirá de ellos.

La exención de los elegidos y la prohibición de matar a los impíos indican cómo se ha de entender su tormento; los dolores corporales se utilizan únicamente como motivo drástico para pintar alegóricamente el tormento interior de los que se confían al adversario, cerrándose a Dios. El contenido de símbolo de esta imagen es particularmente denso. Aquel a quien viene inoculado el veneno del infierno, cae en un tormento incomparable, y al fin viene a ser dolor personificado. La duda devoradora, el miedo de vivir, la confusión interior sin remedio, la atmósfera helada sin amor (cf. Mt 24,12), la sensación de destierro en este mundo y de desamparo en presencia de la nada: todo consume interiormente y lleva a una desesperación que acaba por buscar la muerte para hallar descanso (Job 3,21s).

La limitación de las cuatro primeras plagas de la visión de las trompetas era únicamente espacial, mientras que en la quinta es triple: en cuanto al tiempo (cinco meses, durante largo tiempo), en cuanto a la extensión (sólo los impíos), en cuanto a la manera (no matar); como con el «les fue dado», también con estas reiteradas restricciones se hace presente la soberanía de Dios, al lado del cual ningún otro poder osa independizarse.

7 La apariencia de las langostas era como de caballos equipados para la guerra, y tenían sobre sus cabezas coronas que parecían de oro, y sus rostros eran como rostros humanos. 8 Tenían cabellos, como cabellos de mujer, y sus dientes eran como de león. 9 Llevaban corazas, como corazas de hierro, y el ruido de sus alas era como ruido de carros de muchos caballos que corren a la guerra. 10 Y tienen colas semejantes a escorpiones y aguijones, y en sus colas está su poder de dañar a los hombres por cinco meses. 11 Tienen sobre sí por rey al ángel del abismo. Su nombre en hebreo es Abadón, y en griego Apolión. 12 EI primer «¡ay!» ya pasó. Todavía vienen dos «¡ayes!» después de esto.

Después de la descripción de la naturaleza y la acción de los espíritus diabólicos, se completa ahora la pintura de su aspecto exterior, para mostrar todavía más claramente su carácter demoníaco. Son engendros monstruosos; tienen algo en común con langostas, caballos de batalla, leones, escorpiones, aves, y hasta con hombres. Dureza despiadada (corazas), furia selvática (cabellos de mujer, dientes de león), inconsideración férrea (caballos que corren arrastrando carros de combate), violencia taimada (aguijones de escorpión), crueldad refinadamente calculada (rostros de hombres), poder irresistible («coronas que parecían de oro», emblema de la victoria): todo esto se quería expresar con esta pintura, para presentar de manera impresionante todo lo siniestro de la voluntad diabólica de destrucción.

De dónde vienen estas figuras horripilantes, qué son y qué es lo que quieren se compendia todavía al final con la indicación de su adalid; su jefe y comandante es «el ángel del abismo». Dos nombres se le dan para caracterizar su persona; el hebreo Abadón, es decir, abismo, mundo subterráneo (Job 26,6; Sal 88[87]12), se halla ya en la versión griega precristiana llamada de los Setenta traducido por Apolion (corruptor, depravador, destructor); concuerdan el origen y la intención, el ser y la manifestación encarnan la destrucción.

Con la quinta visión de las trompetas, el primer «ay», aparece directamente por vez primera en la historia el poder del infierno, después de haber estado ya en acción como instigador oculto en las anteriores catástrofes. En los dos «ayes» que siguen se mantiene todavía en la arena directamente y con creciente empeño. El tiempo del abismo abierto y de la humareda que se levanta de él oscureciendo el cielo y el rostro de Dios, continúa todavía.

5. LA SEXTA TROMPETA (9,13-21)

13 Y el sexto ángel tocó la trompeta. Y oí una voz que salía de los cuatro cuernos del altar de oro que está delante de Dios.

La sexta plaga es exteriormente muy parecida a la quinta: en ella, en efecto, continúan los ataques diabólicos, aunque con creciente volumen y fuerza. Esta vez se subraya de entrada con especial énfasis que la voluntad y la intención salvífica de Dios, latente en todo lo que sucede, lo está también en este castigo del tiempo final, aunque éste venga ejecutado por su adversario.

La visión se inaugura con una audición (cf. 1,10); la voz viene del altar de oro de los perfumes,sobre el cual, -en la visión introductoria de las plagas de las trompetas (8,3s)-, un ángel presentaba a Dios, juntamente con el incienso, las oraciones de los santos. El altar celestial («que está delante de Dios») tiene la misma forma que los altares en el templo de Jerusalén; las cuatro esquinas del altar de los holocaustos, como del altar de los perfumes, estaban arqueadas hacia arriba (como «cuernos»).

La voz que desciende de la plancha de revestimiento del altar representa sin duda la respuesta a las oraciones de los fieles cristianos en la tierra, que el ángel había llevado delante de Dios. Del contenido de la plaga, que al igual que la precedente sólo afecta a los impíos, se podría inferir el contenido de dichas oraciones; así, la cristiandad atribulada de los tiempos finales habría implorado alivio y protección en la persecución por los impíos.

14 Y dijo al sexto ángel que tenía la trompeta: «Suelta a los cuatro ángeles que están atados junto al gran río Eufrates.» 15 Fueron soltados los cuatro ángeles que estaban preparados para aquella hora, día, mes y año, para que mataran a la tercera parte de los hombres. 16 Y el número de las tropas de caballería era de dos miríadas de miríadas. Yo oí su número.

La voz imparte al ángel que había dado la sexta señal de trompeta la orden de dejar en libertad a cuatro ángeles que hasta entonces habían estado encadenados. El hecho de estar encadenados los especifica como espíritus portadores de infortunio. El momento de la liberación fija en forma cuádruple (el número de integridad cósmica); en el mundo de Dios no hay fuerzas de destrucción que actúen por cuenta propia; el número cuádruple de los espíritus portadores de infortunio muestra también que se ha dejado a su disposición la tierra entera para que den muerte a una tercera parte de los hombres. A este objeto aparecen como jefes en cabeza de las incontables tropas de caballería, con las que llevan a cabo la devastación. El país junto al Eufrates había sido en el Antiguo Testamento el foco del que partían las invasiones de Palestina y los ataques contra el pueblo elegido, de tal forma que en Israel la ciudad de Babilonia había acabado por convertirse en símbolo proverbial de la hostilidad contra Dios. En la época del Apocalipsis era este río la peligrosa frontera del Imperio Romano, tras la cual se hallaban los partos, que con su temida caballería de choque hostigaban constantemente la frontera oriental de Roma y nunca pudieron ser batidos definitivamente por las legiones romanas. Así, con la mención de este lugar se subraya todavía el carácter siniestro del cuadro.

17 Y así vi los caballos en la visión, y a los que montaban en ellos, los cuales tenían corazas de color de fuego, de jacinto y de azufre, y las cabezas de los caballos eran como cabezas de león, y de sus bocas salen fuego, humo y azufre. 18 Por estas tres plagas murió la tercera parte de los hombres, por el fuego, el humo y el azufre que salía de sus bocas. 19 Pues el poder de los caballos está en su boca y en sus colas. Y sus colas son semejantes a serpientes, tienen cabezas y con ellas dañan.

Ya el mero número imposible de hombres -literalmente doscientos millones- alude a las masas sobrehumanas de tropas; la descripción de caballos y caballeros las caracteriza claramente como diabólicas. El origen infernal se precisa suficientemente por medio de los colores de las corazas, que son los de los elementos del infierno, fuego, humo y azufre, como también por el hecho de arrojar estos mismos elementos como medios de destrucción (cf. Job 41,11-13). Juan subraya expresamente que su descripción debe considerarse únicamente como un ensayo de formular con palabras una imagen visionaria («en la visión»), cuyo contenido interno, pero no su forma externa, tiene significación profética. Por lo demás, el cuadro no está acabado hasta en los detalles, como lo estaba en la visión de la quinta trompeta. Entre las armas de los jinetes portadores de infortunio se indican de nuevo, como en el caso de las «langostas» (9,10), las colas, formadas por una maraña de serpientes, cuya picadura es mortal. Con fuerza brutal y con una astucia siniestra procuran los monstruos de cabeza de león destruir todo lo que se les pone delante hasta alcanzar la medida que se les ha fijado (un tercio).

20 El resto de los hombres, los que no fueron exterminados por estas plagas, no se convirtieron de las obras de sus manos, de modo que no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro, plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden ver, ni oír, ni andar. 21 Y no se convirtieron de sus asesinatos, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus robos.

El pavoroso cuadro termina con esta oprimente conclusión: todos los medios que Dios pone en juego con el cielo y con el infierno para atraer de nuevo a sí a los apóstatas, salen fallidos. Sus castigos son las últimas posibilidades del amor divino; pero aun así no logra Dios nada contra el endurecimiento voluntario. Nuestro tiempo más reciente confirma también la experiencia: los buenos se vuelven mejores con las pruebas, los malos, en cambio, peores. Los demonios, que tienen libre acceso al mundo, aceleran así el proceso de maduración del mal. En cambio, la verdadera penitencia -se dice implícitamente en todos los cuadros- podría transformar la historia del mundo. Juan desarrolla por extenso y gráficamente de qué depende en definitiva el que los hombres, a pesar de todo, no vuelvan a Dios y consiguientemente tampoco a sí mismos; en efecto, al preservar la imagen de Dios se preserva también al hombre, hecho a su imagen. Las «obras de sus manos», el mundo, tal como lo han configurado los hombres, es lo grande, ante lo cual se paran con asombro, lo veneran y sólo de ello esperan ayuda. De manera muy especial en la civilización técnica se encuentra el hombre a cada paso consigo mismo en sus realizaciones; está orgulloso de ellas, y en sus obras se rinde homenaje a sí mismo y a sus posibilidades creadoras. Una vez que el hombre ha perdido a Dios y vuelve a dar de rechazo sólo consigo mismo, tal perversión de la mente produce también no poco desorden y extravío moral; hay correspondencia entre fe y moralidad, como también entre descreimiento e inmoralidad (cf. Rom 1,23-32).