CAPÍTULO 7


4. PRIMER INTERMEDIO (Ap/07/01-17)

El transcurso del acontecer escatológico parecía, tras la apertura del sexto sello, haber llegado a tocar muy de cerca el fin. En este momento de la mayor tensión tiene lugar una interrupción con intermedio, que en una visión doble da para los fieles una respuesta a la pregunta que habían hecho los impíos al final de la sexta visión de los sellos: «¿Y quién puede tenerse en pie?» (6,17). Al desamparo y desesperación de los «que moran sobre la tierra» (6,10) se contrapone la preservación y la gozosa perspectiva de esperanza de los fieles. El motivo de estímulo y de consolación que recorre la entera estructura del Apocalipsis, se formula aquí con especial fuerza en medio de esa atmósfera de ruina (cf. también Lc 21,28).

A esta pregunta: ¿Cuál será la suerte de los elegidos en esos tiempos de catástrofe?, sigue la respuesta: Con la especial protección de Dios no perecerán en la tierra, y a través de la turbulenta caducidad de este mundo perecedero serán conducidos a su meta junto al trono de Dios. Estas promesas se hacen patentes en dos cuadros estrechamente relacionados entre sí: la Iglesia en medio del caótico tiempo del mundo, y la misma Iglesia en la luz y en la paz junto a Dios en la eternidad.

a) Los elegidos en la tierra (7,1-8).

1 Después de esto vi a cuatro ángeles de pie sobre los cuatro ángulos de la tierra, que retenían los cuatro vientos de la tierra para que no soplara viento alguno sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre ningún árbol. 2 Y vi a otro ángel que subía de la parte de oriente y que tenía el sello de Dios viviente. Y gritó con gran voz a los cuatro ángeles a quienes se dio poder para dañar a la tierra y al mar, 3 diciendo: «No dañéis a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que no hayamos sellado en sus frentes a los siervos de nuestro Dios.»

Cuatro ángeles 31 retienen a los poderes de destrucción, que como huracanes han de consumar la devastación de la tierra (cf. Jer 49,36; Dan 7,2S), teniéndolos en los cuatro ángulos de la tierra como perros furiosos amarrados a una cadena. A la Iglesia, en cambio, sucede algo especial antes de que ella, en el mundo y con el mundo, se vea azotada y sacudida por estos torbellinos. Aparece un ángel, que promete bienes por el mero hecho de venir del oriente, por donde sale el sol, donde la expectativa judía creía hallarse el paraíso del tiempo final; lleva en las manos el sello de Dios, con el cual debe marcar de antemano a los elegidos antes del comienzo de nuevas tribulaciones. En la antigüedad se marcaban con fuego los animales y los esclavos como propiedad de su amo; también los adeptos de ciertos cultos especiales se marcaban con fuego la señal de su dios (por ejemplo, los adeptos del culto de Dionisos se grababan una hoja de yedra).

Por lo demás, lo que aquí describe Juan tiene su modelo en Ezequiel (Ez 9,2-7); el profeta ve cómo los habitantes de Jerusalén temerosos de Dios son marcados por un ángel con la letra tau en la frente, a fin de que queden a salvo del castigo que Dios tiene intención de descargar sobre la ciudad apóstata. Estar marcados con un sello significa, pues, pertenencia y promesa de protección. Con esta acción simbólica del ángel promete Dios a los suyos que serán preservados, no de las tempestades, pero sí en las tempestades, y que a través de ellas serán salvados (cf. Jn 17,15).
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31. La representación: ángel de los vientos, ángel del fuego (14,18), ángel del agua (16,15) tiene sus raíces en la creencia pagana en los espíritus de los elementos. Es significativo que al ser incorporadas estas representaciones al mundo de imágenes del judaísmo monoteísta, los dioses autónomos de la naturaleza se conviertan en espíritus sujetos a la soberanía de Dios su creador, en ángeles.
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4 Y oí el número de los sellados: ciento cuarenta y cuatro mil sellados de todas las tribus de los hijos de Israel. 5 De la tribu de Judá, doce mil sellados; de la tribu de Rubén, doce mil; de la tribu de Gad, doce mil; 6 de la tribu de Aser, doce mil; de la tribu de Neftalí, doce mil; de la tribu de Manasés, doce mil; 7 de la tribu de Simeón, doce mil; de la tribu de Leví, doce mil; de la tribu de Isacar, doce mil, 8 de la tribu de Zabulón, doce mil; de la tribu de José, doce mil; de la tribu de Benjamín, doce mil sellados.

Se indica el número simbólico de los sellados: 144.000 (= 12 X 12 X 1000); el producto del cuadrado del número de perfección, doce, y del símbolo de cantidad mil, quiere decir que se ha alcanzado el número completo de los elegidos y que éstos representan una cantidad imponente. Los sellados se reparten homogéneamente entre las doce tribus del pueblo de la antigua alianza, pues en Dios no hay acepción de personas. Judá, la tribu mesiánica, va en cabeza; falta Dan, en cuyo lugar se nombra a Manasés, hijo de José. La mención de las doce tribus debe también entenderse simbólicamente (cf. Sant 1,1); en el nuevo pueblo de Dios no hay ya diferencia entre judíos y gentiles (cf. Rom 10,12; Ef 2,11-22); «el Israel según la carne» (lCor 10,18) no desempeña ya ningún papel especial en el nuevo «Israel de Dios» (Gál 6,16), compuesto de judíos y gentiles con igualdad de derechos; así también en la visión de la ciudad de Dios consumada en el cielo se hallan todavía sobre sus puertas los nombres de las doce tribus (21,12), mientras que los nombres de los doce apóstoles se leen sobre las piedras fundamentales de sus muros (21,14).

b) Los elegidos en el cielo (7,9-17)

9 Después de esto, miré, y apareció una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, de toda nación, tribus, pueblos y lenguas, que estaban de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con túnicas blancas y con palmas en las manos. 10 Y gritan con gran voz, diciendo: «La salvación se debe a nuestro Dios, al que está sentado en el trono, y al Cordero.» 11 Y todos los ángeles estaban de pie alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, y se postraron ante el trono y adoraron a Dios, 12 diciendo: «Amén. La bendición, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, el honor, el poder y la fortaleza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén.»

La visión de los elegidos en la tierra va seguida de otra, en la que se muestra a Juan la misma muchedumbre que ha llegado ya a la meta. No tanto con el fin de completar el tema, como por una intención pastoral, se dirige ya en este lugar una mirada a la consumación, que por razón de la materia sólo debía ofrecerse en la sección 21, 1-22,5 (32). Esta visión es un complemento necesario de la primera, por cuanto que en ella se presenta realizada en sus dimensiones totales y definitivas la salvación que se había anunciado en la primera. Sólo con este complemento se realiza plenamente la intención de la pieza intermedia, a saber, la de suscitar la convicción de la protección de que gozan los elegidos y animarlos a la confesión de la fe, si es preciso hasta el sacrificio de la vida.

Del símbolo de los 144.000 se pasa al plano de la realidad al indicar que es incontable la muchedumbre de los elegidos de todas las naciones, los cuales están de pie, glorificados («túnicas blancas») ante el trono de Dios, después de haber combatido victoriosamente (la palma, símbolo de la victoria) con la ayuda de Dios y bajo su protección a través de todas las tribulaciones de la tierra. Su cántico de alabanza contiene el gozoso reconocimiento de que la salvación y la bienaventuranza la deben a Dios y al Cordero, que se han mostrado fieles en sus promesas.

Todos los ángeles del cielo y los dos grupos que rodean el trono confirman esto con una liturgia muy parecida a la de 5,12 y casi con las mismas palabras de ésta; allí la alabanza iba dirigida al Cordero, aquí se dirige a Dios, origen último de toda salvación. Los elegidos no se han dejado doblegar por ningún poder de la tierra, sólo delante de Dios dobla la rodilla con profunda gratitud la humanidad redimida.
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32. La integridad del enunciado teológico que constituye el núcleo central de las imágenes apocalípticas y orienta su tenor, fuerza diversamente a tales anticipaciones (cf. también 11,5ss)
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13 Y uno de los ancianos tomó la palabra y me dijo: «Estos que están vestidos con túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde vinieron?» 14 Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabes.» Y me dijo: «Éstos son los que vienen de la gran tribulación, lavaron sus vestidos y los blanquearon en la sangre del Cordero.»

El objetivo parenético de la doble visión viene a continuación destacado expresamente en una escena especial con una doble interrogación. Uno de los ancianos pregunta al vidente quiénes son los que él ve glorificados ante el trono de Dios y cómo han llegado allá. Juan no osa responder, sobrecogido como está de emoción y de reverencia («Señor mío»); así el anciano, que lo sabe mejor que hombre alguno en la tierra, puede explicar lo que está viendo Juan.

Contempla la inmensa muchedumbre de los que «vienen de la gran tribulación», es decir, los que con la ayuda de Dios (como «sellados») superaron los conflictos y las pruebas del tiempo final, por lo cual se les ha podido entregar la túnica blanca del vencedor (cf. 3,5). Su obra no fue en primera línea mérito propio; el camino de la glorificación debía antes abrírseles con la muerte expiatoria del Cordero, la cual causó el perdón y la readmisión a la comunidad con Dios; sin embargo, su acción personal les es propia por cuanto que ellos respondieron al impulso de la gracia y aceptaron la oferta de salvación de Dios; ambas cosas se expresan aquí sin ambages en función del símbolo en una imagen que, por tanto, resulta algo contradictoria: la de blanquear las vestiduras en la sangre del Cordero.

15 Por eso están ante el trono de Dios, y le dan culto día y noche en su santuario, y el que está sentado en el trono tenderá su tienda sobre ellos. 16 No tendrán más hambre ni tendrán más sed; ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno. 17 Porque el Cordero, que está en medio del trono, los apacentará y los guiará a fuentes de aguas de vida. Y enjugará Dios toda lágrima de sus ojos.

La gloria y la bienaventuranza junto al trono de Dios se basa («por eso», v. 15) en la gracia de la redención por un lado y en la libre aceptación y cooperación con la oferta de salvación de Dios por otro; esto último lo han demostrado ellos con su perseverancia en la fe y en la paciencia en las tribulaciones y persecuciones en la tierra. Así han merecido volver a vivir, como el primer hombre en el paraíso, con Dios y ante Dios ininterrumpidamente y para siempre («día y noche»). En la comunidad con Dios han quedado también completamente libres de toda clase de ansiedad, de tentación y de necesidad; viven en Dios y así moran en su bienaventuranza (Dios «extenderá su tienda sobre ellos», v. 15). Su servicio ante él no es ya el cumplimiento de un deber, sino el reconocimiento beatificante de la criatura, que precisamente ahora se ha hallado a sí misma en su Creador, y en su amor ve ahora cumplidos por encima de toda ponderación todos sus deseos insatisfechos. Como conclusión y, por tanto, de manera especialmente destacada, se menciona al Cordero como mediador de esta bienaventuranza; con la imagen del buen pastor había ilustrado una vez el Señor mismo su solicitud por los suyos (Jn 10,1-18); la promesa que hizo seguir a esta presentación de sí mismo rezaba así: «Yo les doy vida eterna, y jamás perecerán» (Jn 10,27s). Esta promesa la ha cumplido: los ha conducido a los pastos de eterna felicidad y a las fuentes de vida eterna.

Con este segundo cuadro realiza plenamente su intención la pieza intermedia; la seguridad dada en el primer cuadro: «Yo os conduciré a la meta», trataba de suscitar ánimo y confianza, mientras que la descripción de la espléndida meta en el segundo cuadro apunta a proporcionar decisión y entusiasmo para afrontar el combate ineludible. Así, tras esta mirada a la eternidad nos vemos llamados de nuevo a la dura realidad del tiempo; en éste se decide nuestra eternidad; por eso nuestra existencia terrestre no se ve en modo alguno desvirtuada por esa esperanza, sino que precisamente con ella ha alcanzado un peso que por ella misma no se habría podido descubrir ni razonar.