CAPÍTULO 4


Parte segunda

FUTURO DE LA IGLESIA HASTA LA CONSUMACIÓN ( 4,1-22,5)

I. INTRODUCCIÓN: TRANSMISIÓN DEL PODER AL CORDERO (4,1-5,14) Antes de pasar a la descripción e interpretación profética del tiempo final, en una visión introductoria 22 se sientan las bases que preparan la debida comprensión de los imponentes cuadros en que se va a describir la marcha del mundo hacia su fin. Una mirada al cielo descubre al vidente el trasfondo invisible, la fuerza conductora y el factor decisivo de la historia universal. Si bien la historia, vista desde fuera, puede aparecer como una cadena cerrada de decisiones humanas, como una sucesión encadenada de acciones y omisiones humanas, sin embargo, esta visión externa no ofrece un cuadro acabado de la misma; la historia, en efecto, está determinada de un extremo a otro por las decisiones de Dios mismo.

El creador y señor universal no deja con indiferencia e impasibilidad que su obra siga su curso, sino que él mismo opera en la historia con los hombres y, si es preciso, incluso contra ellos, a fin de conducir a su creación a la meta que le ha sido fijada. Más aún: mediante la encarnación de su Hijo, él mismo se ha introducido de manera inaudita en la historia de su mundo , y con este acontecimiento ha puesto el acto propia y definitivamente decisivo de la historia. El Hijo de Dios, después de haberse sometido al orden y a la índole perecedera de todo lo creado y de haber tomado sobre sí la suerte del hombre, hasta la muerte misma, luego, con su resurrección superó para todos y para todo el carácter provisional de este ser perecedero y mostró, en su manifestación gloriosa, la figura eterna venidera de la creación de Dios. Así, el crucificado, glorificado después a la derecha del Padre, vino a ser el destino del mundo de Dios, y por ello fue también constituido por el Padre en señor y conductor de su historia.

La visión preliminar de 4,1-5,14 pinta esta realidad en cuadros de fuego que en más de un detalle traen a la memoria descripciones de vivencias de visión de profetas veterotestamentarios (Is 6,1s; Ez 1-3), pero que en su estructuración están ejecutados de manera totalmente autónoma. Para describir de alguna manera el misterio y el mundo de Dios sólo tiene el profeta a su disposición modos de ver tomados de la experiencia del hombre en este mundo; los utiliza en forma de símil para, de esta manera, comunicar una idea de la realidad de Dios, mediata, analógica y por tanto insuficiente, pero a su modo verdadera.

Por lo demás, la reproducción de una visión con palabras debe sin duda distinguirse de la vivencia misma; a veces puede resultar difícil captar siquiera en palabras la vivencia de visión, como lo dejan entrever las declaraciones del apóstol Pablo (2Cor 12,1-4). Esta circunstancia debe tenerse también presente por lo que hace a la redacción posterior en que Juan consignó sus visiones por escrito; se comprende por tanto que en la exposición utilizara imágenes que le eran conocidas por el Antiguo Testamento y por la apocalíptica judía.
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22. La conexión entre los capítulos 4 y 5 está condicionada ya exteriormente por la unidad de la imagen, pero también, y sobre todo, materialmente. Los dos capítulos descubren y formulan en imágenes el tema central del Apocalipsis: el hecho y el modo como Dios vuelve a asumir totalmente la soberanía sobre su mundo. Esto se efectúa por el «Cordero... como degollado» (5,6), que como «León de la tribu de Judá» (5,5) reportó la victoria decisiva en el Calvario. Con esto vuelve a despejarse el campo para que Dios pueda poner de nuevo en efecto su plena soberanía sobre su creación. Esto tiene lugar, punto por punto, en un proceso escatológico del final de la historia, cuya fundamentación, motivación y transcurso describe luego el Apocalipsis en grandes cuadros simbólicos.
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1. VISIÓN DEL TRONO DE DIOS (Ap/04/01-11)

1 Después de esto miré y vi una puerta abierta en el cielo. Y la voz aquella primera, como de trompeta, que oí hablando conmigo, decía: «Sube acá y te mostraré lo que ha de suceder después de esto.» 2 Al punto fui arrebatado por el Espíritu.

Esta voz de ángel, que lo había llamado antes de la visión inaugural (1,10), anuncia a Juan que ahora se le va a mostrar el desarrollo futuro, fijado en el plan de Dios (lo que «ha de suceder»), de la historia del mundo y la suerte de la Iglesia de Jesucristo dentro de ésta. Inmediatamente comienza la nueva visión, que él experimenta en éxtasis, con una vivencia de arrobamiento. En la bóveda celeste, que según la representación de la antigüedad se extiende como un hemisferio sobre el disco de la tierra, ve Juan una puerta abierta, a la que se acerca por orden del ángel. En aquel tiempo se imaginaba el cielo de Dios por encima del firmamento; Juan podía por tanto tener un presentimiento de lo que quería mostrarle el ángel.

2b Y vi un trono colocado en el cielo; y sobre el trono, a uno sentado. 3 El que estaba sentado era de aspecto semejante a una piedra de jaspe y sardónice. Y el arco iris que rodeaba el trono era de aspecto semejante a una esmeralda.

Juan ve el ámbito de Dios como una sala del trono, en el que inmediatamente llaman su atención el trono y el que impera sobre él; el nombre de Dios no se menciona por respeto, como era costumbre entre los judíos; al fin y al cabo, su esencia es de suyo inexpresable. Ahora bien, este trono y el que está sentado en él no son solamente el centro del cielo, sino también el punto medio del mundo entero y de su historia: aquí está la plenitud de todo poder, en el cielo como en la tierra. No son leyes muertas ni un destino ciego los que definen todo lo que ha de venir, sino la voluntad de aquel que está sentado en el trono. El vidente no describe la figura del trono ni al que impera en él, pues éste «habita en la región inaccesible de la luz» (1Tim 6,16); Juan procura dar una idea del resplandor de esta luz que inunda todo el contorno. La gloria del Señor, que él intenta describir, es un concepto central de la Biblia; por ella se entiende la absoluta soberanía, poder y perfección de la esencia divina, que como un resplandor de luz supraterrestre irradia de él y lo hace inaccesible (cf. Ex 24,16s; 33,18-23, 40,34; lRe 8,10s; Is 6,1s; Ef 1,17; lJn 1,5).

La esplendorosa y flamante luz de la majestad divina se compara aquí con colores de resplandecientes y chispeantes piedras preciosas; sus nombres no se corresponden con los de hoy; por el jaspe se quiere sin duda dar a entender el diamante que refracta la luz en todos los colores, o el ópalo, que lanza también irisaciones; el sardónice parece ser el rojo rubí. Como un dosel, el arco iris (cf. Ez 1,28) cubre y respalda el trono, brilla con un verde claro (esmeralda). El nimbo que, si bien no brilla con los colores del arco iris, se designa con este nombre, es sin duda signo de la paz entre Dios y el género humano (Gén 9,11-17), con el cual se quiere insinuar que Dios despliega su poder como gracia; es un Señor clemente, que «piensa pensamientos de salvación y de paz, y no de aflicción», a fin de «dar esperanza» (Jer 29,11). En él no tiene su causa el infortunio en la historia, pero él lo utiliza para su juicio.

Hasta este punto, el cuadro entero irradia un reposo infinito; el poder absoluto de Dios no tiene necesidad de un apoyo venido de fuera, ni de ninguna la inquietud y de ningún medio inquietante, comprendida la guerra, pese a que en la tierra, tales medios están vinculados al mantenimiento y aseguramiento del poder. En tiempos de inseguridad y de bruscas transformaciones pregunta el hombre más radicalmente por aquel que puede garantizarle realmente su existencia; la idea de Dios que facilitan estos cuadros apocalípticos puede verdaderamente tranquilizar a quienquiera que se halle en condiciones de creer que el Dios glorioso, soberano y clemente hace surgir absolutamente y con toda seguridad la salud del mundo, aun cuando el camino que conduce a esta meta, por razón de la perversidad de los hombres, pasa por catástrofes, que como pruebas pueden servir para la salvación a buenos y a malos.

4 Alrededor del trono vi veinticuatro tronos, y sobre los tronos, veinticuatro ancianos, sentados, vestidos de vestiduras blancas y con corona de oro sobre sus cabezas. 5a Y del trono salen relámpagos, voces y truenos.

Quién es Dios y qué es todo lo que abarca el ámbito de su dominio se sensibiliza luego, en la visión, mediante la corte que lo rodea y la liturgia que ésta celebra ante el trono. El círculo exterior está formado por los veinticuatro ancianos; sus tronos, sus coronas de oro y sus blancas vestiduras traen a la memoria las palabras sobre el vencedor (3,21; 2,11; 3,5); son por consiguiente hombres que han alcanzado el premio asignado a los vencedores. El número de veinticuatro, dos veces doce, se entiende sin duda en primer lugar en sentido del pueblo de Dios del Antiguo Testamento y del Nuevo (doce tribus, doce apóstoles), cuya unidad aparece con toda claridad en la imagen de la mujer del Apocalipsis (12,1-1-17); el número de veinticuatro podría también enlazar con la idea de las veinticuatro clases sacerdotales en Israel (lPar 24,4.7-18), tanto más cuanto que los ancianos desempeñan funciones litúrgicas (4,10s). Se entienden sin duda como representantes del entero pueblo de Dios de la salvación, que en sus miembros ya glorificados representa a la Iglesia en adoración ante el trono del Omnipotente. Los relámpagos, voces y truenos que salen del trono hacen pensar en la manifestación de Dios en el Sinaí (Ex 19,16-19) e indican que este Dios que aparece tan inaccesible y trascendente es a la vez el Dios del Sinaí, el Dios de la historia de la salvación; el recuerdo de la revelación del Dios de la alianza y el de la conclusión de la alianza responde bien a la interpretación de los ancianos.

5b Y siete antorchas de fuego están ardiendo delante del trono, que son los siete espíritus de Dios. 6 Delante del trono hay como un mar transparente, semejante a cristal.

Entre los ancianos y el trono arden siete antorchas, que se habían mencionado ya en la salutación (1,4) y que aquí se interpretan expresamente como símbolos del Espíritu Santo (acerca del parentesco simbólico entre fuego y espíritu, cf. también Mt 3,11; Act 2,3). Sólo posteriormente se dice algo sobre el suelo de la sala del trono celeste; esta indicación quiere expresar sin duda, junto con la sensación de infinitud, sobre todo la de la claridad tranquila -en contraposición con la marejada caótica primordial y su resto, el mar del mundo- y del resplandor supraterrestre chispeante de luz, de este océano del cielo (cf. Gén 1,7; Ez 1,22).

6b Y en medio del trono y alrededor del trono, cuatro seres vivientes, llenos de ojos por delante y por detrás. 7 El primero es semejante a un león; el segundo, semejante a un toro; el tercero tiene el rostro como de hombre, y el cuarto es semejante a un águila en vuelo. 8 Y los cuatro seres vivientes tienen cada uno seis alas, y alrededor y por dentro están llenos de ojos, y no tienen descanso ni de día ni de noche, diciendo: «Santo, santo, santo, Señor Dios, todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir.» 9 Y siempre que los seres vivientes den gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, 10 caerán los veinticuatro ancianos ante el que está sentado en el trono, y adorarán al que vive por los siglos de los siglos, y arrojarán sus coronas ante el trono, diciendo: 11 «Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder. Porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad eran y fueron creadas.»

Muy cerca del trono ve Juan un último grupo de cuatro seres vivientes, que según parece están situados a los cuatro lados del trono imaginado como aislado de todo lo demás; sus modelos se hallan en Ezequiel (Ez 1,5-14) e Isaías (Is 6,2-4); sólo que aquí no aparecen como en Ezequiel como sustentando el trono, sino como los más próximos asistentes al trono; además, Juan resolvió su figura monstruosa formada de cuatro partes, que tienen en Ezequiel, y dio a cada uno un aspecto homogéneo distinto del de los otros; también los muchos ojos provienen de Ezequiel 1,18 (en las ruedas del carro de Dios) y 10,12 (los querubines), y las seis alas y el trisagio, de Isaías 6,2s.

Cuatro es, en la apocalíptica, el número cósmico (los cuatro puntos cardinales), y si a esto se añade la circunstancia de que dichos seres se comparan con cuatro criaturas terrestres, cada una la más fuerte en su orden, salta a la vista que mientras los ancianos representan a la humanidad redimida, éstos representan la creación ante el trono de su creador 24. La abundancia de ojos representa gráficamente cuán sobrecogidos están de admiración y asombro en la contemplación de Dios, y el número excedente de alas quiere significar con cuanta prontitud están dispuestos a cumplir la voluntad del soberano universal. Representan por tanto la imagen ideal de la creación de Dios en su origen paradisíaco y así desempeñan también sin interrupción el supremo quehacer de todo lo creado, a saber, el de ensalzar sin reposo la excelencia del creador. Tres veces resuena la aclamación, tres nombres vienen dados a Dios, triple es la alabanza que tributan al Creador y Señor del universo; una liturgia verdaderamente cósmica 25, que asume la forma ideal de manifestación de la Iglesia junto al trono de Dios en la figura de los veinticuatro ancianos; éstos, además, para significar que sólo a Dios deben la existencia, la salvación y la glorificación, arrojan sus coronas ante el trono. El «Digno eres», con que comenzaban las solemnes aclamaciones al ingreso del emperador romano cuando éste se hacía celebrar como manifestación de la divinidad, va dirigido ahora a aquel que puede hacer valer derechos de soberanía ilimitada sobre todas las cosas, porque a él solo pertenece todo como a su Creador.
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24. Los cuatro seres vivientes se introdujeron en el arte cristiano como símbolos de los cuatro Evangelios o de los cuatro evangelistas. Esta atribución simbólica se halla por primera vez en la tradición en san Ireneo (Ads. Haer. m, 11-18).
25. El tenor litúrgico general del escrito, en sí apocalíptico y profético, vuelve de nuevo a destacarse con razón. «Casi todas las grandes visiones del Apocalipsis tienen a no dudarlo carácter litúrgico. Este carácter resulta en definitiva de la orientación esencialmente escatológica de la liturgia cristiana, sobre todo de la celebración de la eucaristía, que anuncia «la muerte del Señor hasta que él venga» (lCor 11,26; Doctrina de los doce apóstoles, cap. 9s)» (FEUILLET). Juan describe siempre la gran esperanza escatológica de la Iglesia en cuadros de una liturgia celestial cuyos rasgos están tomados tanto del culto del templo veterotestamentario, como de las celebraciones cultuales neotestamentarias de los cristianos. Las doxologías, aclamaciones e himnos son, en suma, los puntos dogmáticos centrales en el Apocalipsis; en ellos se halla la interpretación teológica de las visiones y se expresa con palabras el kerygma (mensaje) propiamente dicho del último libro de la Biblia. Así el Apocalipsis confirma la observación general de Y. CONGAR: «La Iglesia confiesa la plenitud de su fe en su alabanza y la transmite en su culto» (véase nota 1).