Juan Pablo II: Oración
para alabar y dar gracias a Dios
Meditación en el cántico del capítulo 15 del libro del Apocalipsis
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 23 junio 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este
miércoles dedicada a comentar el cántico del capítulo 15 del Apocalipsis
(versículos 3 y 4), «Himno de adoración».
Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor, Dios omnipotente,
justos y verdaderos tus caminos,
¡oh Rey de los siglos!
¿Quién no temerá, Señor,
y glorificará tu nombre?
Porque tú solo eres santo,
porque vendrán todas las naciones
y se postrarán en tu acatamiento,
porque tus justos juicios se hicieron manifiestos.
1. La Liturgia de las Vísperas, además de los Salmos, presenta una serie de
cánticos tomados del Nuevo Testamento. Algunos, como el que acabamos de
escuchar, son pasajes del Apocalipsis, el libro que sella toda la Biblia, y que
con frecuencia se caracteriza por cantos y coros, por solistas y por himnos de
la asamblea de los elegidos, por trompetas, arpas y cítaras.
Nuestro cántico, muy breve, procede del capítulo 15 de esta obra. Está a punto
de comenzar una nueva y grandiosa escena: a los siete ángeles que llevan otras
tantas plagas divinas, les siguen siete copas llenas también de plagas --en
griego «pleguè» hace referencia a un golpe violento capaz de provocar heridas y,
a veces, incluso la muerte--. Es evidente, en este caso, una alusión a la
narración de las plagas de Egipto (Cf. Éxodo 7, 14-11, 10).
En el Apocalipsis, el «flagelo-plaga» es símbolo de un juicio sobre el mal,
sobre la opresión y sobre la violencia del mundo. Por este motivo, es también
signo de esperanza para los justos. Las siete plagas --como es sabido, en la
Biblia el número siete es símbolo de plenitud-- son definidas como las «últimas»
(Cf. Apocalipsis 15, 1), pues en ellas se cumple la intervención divina que
acaba con el mal.
2. El himno es entonado por los salvados, los justos de la tierra, que están «de
pie» en la misma actitud del Cordero resucitado (Cf. versículo 2). Al igual que
los judíos en el Éxodo, después de la travesía del mar cantaban el himno de
Moisés (Cf. Éxodo 15, 1-18), de este modo los elegidos elevan a Dios su «cántico
de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Apocalipsis 15, 3),
después de haber vencido a la Bestia, enemiga de Dios (Cf. versículo 2).
Este himno refleja la liturgia de las Iglesias de san Juan y está constituido
por un florilegio de citas del Antiguo Testamento, en particular de los salmos.
La comunidad cristiana de los orígenes consideraba la Biblia no sólo como alma
de su fe y de su vida, sino también de su oración y de su liturgia, como sucede
precisamente en las Vísperas que estamos comentando.
Es también significativo que el cántico esté acompañado por instrumentos
musicales: los justos llevan cítaras (ibídem), testimonio de una liturgia
rodeada del esplendor de la música sagrada.
3. Con su himno, los salvados «grandes y maravillosas» «obras» del «Señor, Dios
omnipotente», es decir, sus gestos salvíficos en el gobierno del mundo y en la
historia. La auténtica oración, de hecho, no es sólo una petición, sino también
alabanza, acción de gracias, bendición, celebración, profesión de fe en el Señor
que salva. En este cántico, es significativa además la dimensión universal, que
es expresada en los términos del Salmo 85: «Vendrán todas las naciones a
postrarse ante ti, Señor» (Salmo 85, 9). La mirada abarca de este modo todo el
horizonte y se entreven ríos humanos de pueblos que convergen hacia el Señor
para reconocer sus «justos juicios» (Apocalipsis 15, 4), es decir, sus
intervenciones en la historia para vencer al mal y elogiar el bien. La búsqueda
de justicia presente en todas las culturas, la necesidad de verdad y de amor
experimentada por todas las espiritualidades, contienen una tendencia hacia el
Señor, que sólo se colma cuando se le encuentra.
Es bello pensar en este aire universal de religiosidad y de esperanza, asumido e
interpretado por las palabras de los profetas: «Desde el sol levante hasta el
poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi
nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre
entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos» (Malaquías 1, 11).
4. Concluimos uniendo nuestra voz a la voz universal. Lo hacemos con las
palabras de un canto de san Gregorio Nazianceno, gran padre de la Iglesia del
siglo IV. «Gloria al Padre y al Hijo rey del universo, gloria al Espíritu Santo,
a quien se eleve toda gloria. Un solo Dios es la Trinidad: ha creado todo, el
cielo con los seres celestes y la tierra con los terrestres. Ha llenado el mar,
lo ríos, los manantiales con seres acuáticos, vivificando todo con el propio
Espíritu para que toda la Creación alabara al sabio Creador: la vida y la
permanencia en la vida tienen sólo en él su causa. Que la criatura racional
cante sobre todo sus alabanzas como rey poderoso y padre bueno. En espíritu, con
el alma, con los labios, con el pensamiento, haz que yo también te glorifique
con pureza, Padre» («Poesías» --«Poesie»--, 1, «Collana di testi patristici»
115, Roma 1994, pp. 66-67).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, uno de los colaboradores del Papa leyó esta síntesis en castellano]
El himno que hemos escuchado expresa el júbilo de quienes han reconocido las
maravillas que Dios ha hecho en favor de los hombres y, sobre todo, la victoria
de Cristo que con su sacrificio ha traído la salvación a todo el género humano.
Éste es el gran motivo de la alabanza y acción de gracias, que tiene un carácter
universal. Se convoca a todas las naciones, a todos los pueblos, pues la
victoria decisiva sobre el mal y la exaltación del bien no tiene confines.
Por eso, el anhelo de verdadera justicia y la necesidad de verdad y amor que se
percibe en todas las culturas y formas de espiritualidad, contienen el germen de
una tendencia hacia el Señor, y sólo se colma cuando se encuentra con Él.
Benedicto XVI: La historia
está en manos de Dios
Comentario al cántico del Apocalipsis (15), «Himno de adoración»
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 11 mayo 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la meditación que Benedicto XVI pronunció en la audiencia general de
este miércoles dedicada a comentar el cántico del Apocalipsis (capítulo 15),
«Himno de adoración», presentado por la Liturgia de las Vísperas.
Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor, Dios omnipotente,
justos y verdaderos tus caminos,
¡oh Rey de los siglos!
¿Quién no temerá, Señor,
y glorificará tu nombre?
Porque tú solo eres santo,
porque vendrán todas las naciones
y se postrarán en tu acatamiento,
porque tus juicios se hicieron manifiestos.
1. Breve y solemne, incisivo y grandioso en su tono es el cántico que acabamos
de elevar como himno de alabanza al «Señor, Dios omnipotente» (Apocalipsis 15,
3). Es uno de los numerosos textos de oración engarzados en el Apocalipsis,
libro de juicio, de salvación y sobre todo de esperanza.
La historia, de hecho, no está en manos de potencias oscuras, del azar o de
opciones humanas. Ante el desencadenamiento de energías malvadas, ante la
irrupción vehemente de Satanás, ante tantos azotes y males, se eleva el Señor,
árbitro supremo de las vicisitudes de la historia. Él la guía con sabiduría al
alba de los nuevos cielos y de la nueva tierra, como se canta en la parte final
del libro bajo la imagen de la nueva Jerusalén (Cf. Apocalipsis 21-22).
Entonan el cántico que ahora meditaremos los justos de la historia, los
vencedores de la bestia satánica, los que a través de la aparente derrota del
martirio edifican en realidad el mundo nuevo, cuyo artífice supremo es Dios.
2. Comienzan exaltando las obras «grandes y maravillosas» y los caminos «justos
y verdaderos» del Señor (Cf. versículo 3). El lenguaje es el característico del
éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto. El primer cántico de Moisés,
pronunciado tras haber atravesado el Mar Rojo, ensalza al Señor, «terrible en
prodigios, autor de maravillas» (Éxodo 15, 11). El segundo cántico, referido por
el Deuteronomio al final de la vida del gran legislador, confirma que «su obra
es consumada, pues todos sus caminos son justicia» (Deuteronomio 32, 4).
Se quiere, por tanto, reafirmar que Dios no es indiferente ante las vicisitudes
humanas, sino que penetra en ellas realizando sus «caminos», es decir, sus
proyectos y sus «obras» eficaces.
3. Según nuestro himno, esta intervención divina tiene un fin preciso: ser un
signo que invita a todos los pueblos de la tierra a la conversión. Las naciones
deben aprender a «leer» en la historia un mensaje de Dios. La aventura de la
humanidad no es confusa y carente de significado, ni está sometida a la
prevaricación de los prepotentes y perversos.
Existe la posibilidad de reconocer la acción de Dios en la historia. El Concilio
Ecuménico Vaticano II, en la constitución pastoral «Gaudium et spes», invita al
creyente a escrutar, a la luz del Evangelio, los signos de los tiempos para ver
en ellos la manifestación de la acción misma de Dios (Cf. números 4 e 11). Esta
actitud de fe lleva al ser humano a reconocer la potencia de Dios que actúa en
la historia, y a abrirse así al temor del nombre del Señor. En el lenguaje
bíblico este «temor» no coincide con el miedo, sino que es el reconocimiento del
misterio de la trascendencia divina. Por este motivo, se encuentra en el
fundamento de la fe y se entrecruza con el amor: «¿qué te pide tu Dios, sino que
temas al Señor tu Dios, que sigas todos sus caminos, que le ames, que sirvas al
Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma?» (Cf. Deuteronomio 10,
12).
Siguiendo esta línea, en nuestro breve himno, tomado del Apocalipsis, se unen el
temor y la glorificación de Dios: «¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu
nombre?» (15, 4). Gracias al temor del Señor no se tiene miedo del mal que
irrumpe en la historia y se retoma con vigor el camino de la vida, como
declaraba el profeta Isaías: «Fortaleced las manos débiles, afianzad las
rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo: "¡Animo, no temáis"»
(Isaías 35,3-4).
4. El himno concluye anunciando una procesión universal de los pueblos que se
presentarán ante el Señor de la historia, manifestado a través de sus «juicios»
(Cf. Apocalipsis 15,4). Se postrarán en adoración. Y el único Señor y Salvador
parece repetirles las palabras pronunciadas la última noche de su vida terrena:
«¡Ánimo! yo he vencido al mundo» (Juan 16, 33).
Y nosotros queremos concluir nuestra breve reflexión sobre el cántico del
«Cordero victorioso» (Cf. Apocalipsis 15, 3), entonado por los justos del
Apocalipsis, con un antiguo himno del lucernario, es decir, de la oración
vespertina, que ya conocía san Basilio de Cesarea: «En el ocaso del sol, al ver
la luz de la noche, cantamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo de Dios. Eres
digno de ser ensalzado en todo momento con voces santas, Hijo de Dios, tú que
das la vida. Por eso el mundo te glorifica» (S. Pricoco-M. Simonetti, «La
oración de los cristianos» --«La preghiera dei cristiani»--, Milano 2000, p.
97).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, el Papa leyó una síntesis en castellano. Estas fueron sus palabras y
su saludo a los peregrinos en este idioma:]
Queridos Hermanos y Hermanas:
El himno del Apocalipsis, en el cual nos hemos centrado hoy, es un canto de los
justos que, mediante la aparente derrota del martirio, son en realidad los
vencedores, los constructores del mundo nuevo, cuyo artífice supremo es Dios.
Porque, a pesar de tantas desdichas y maldades, el Señor es el árbitro supremo
de toda la historia. No permanece indiferente ante la aventura humana, sino que
interviene eficazmente para hacer presente su proyecto de salvación. De este
modo, la existencia adquiere significado y no está sometida a los desmanes de
los prepotentes.
Al recordar las grandes gestas del pasado, el justo aprende a temer a Dios, es
decir, a reconocer su trascendencia divina y, por tanto, a fiarse de él y
amarlo. El himno concluye con la visión de un universo en que todos se
presentarán ante el supremo Señor y lo adorarán, constatando la gran verdad de
aquellas palabras de Jesús: «Tened confianza. Yo he vencido al mundo».
Saludo al grupo del «Hogar de los niños que quieren sonreír», de Puerto Rico, a
las quinceañeras de México, así como a los demás grupos de peregrinos de España
y Latinoamérica. Invito a todos vivir como enviados por Cristo al mundo, con la
fuerza del Espíritu Santo.