Juan Pablo II: En Cristo, el
bien triunfa sobre el mal
Comentario al cántico del
Apocalipsis sobre «El juicio de Dios»
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 12 enero 2005 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Juan Pablo II pronunciada este miércoles durante
la audiencia general dedicada a comentar el cántico tomado del libro del
Apocalipsis (11,17; 12,10.12), «El juicio de Dios».
Gracias te damos,
Señor Dios omnipotente,
el que eres y el que eras,
porque has asumido el gran poder
y comenzaste a reinar.
Se encolerizaron las gentes,
llegó tu cólera,
y el tiempo de que sean juzgados los muertos,
y de dar el galardón a tus siervos, los profetas,
y a los santos y a los que temen tu nombre,
y a los pequeños y a los grandes,
y de arruinar a los que arruinaron la tierra.
Ahora se estableció la salud y el poderío,
y el reinado de nuestro Dios,
y la potestad de su Cristo;
porque fue precipitado
el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche.
Ellos le vencieron en virtud de la sangre del Cordero
y por la palabra del testimonio que dieron,
y no amaron tanto su vida que temieran la muerte.
Por esto, estad alegres, cielos,
y los que moráis en sus tiendas.
1. El himno que acaba de resonar desciende idealmente del cielo. De hecho, el
Apocalipsis, al presentárnoslo, entrelaza su primera parte (Cf. 11,17-18) con
los «veinticuatro ancianos que estaban sentados en sus tronos delante de Dios»
(11,16) y, en la segunda estrofa (Cf. 12,10-12) con «una fuerte voz en el
cielo» (12,10).
Quedamos involucrados de este modo en la grandiosa representación de la corte
divina, en la que Dios y el Cordero, es decir Cristo, rodeados del «consejo de
la corona», están juzgando la historia humana en el bien y en el mal,
mostrando su fin último de salvación y gloria. Los cantos que salpican el
Apocalipsis tienen la función de ilustrar el tema del señorío divino que rige
el devenir con frecuencia desconcertante de las vicisitudes humanas.
2. En este sentido, es significativo el primer pasaje del himno puesto en
labios de los veinticuatro ancianos que parecen encarnar al pueblo de la
elección divina, en sus dos etapas históricas, las doce tribus de Israel y los
doce apóstoles de la Iglesia.
Ahora, el Señor Dios omnipotente y eterno ha establecido «el poderío, y el
reinado» (11, 17) y su entrada en la historia no sólo tiene el objetivo de
bloquear las reacciones violentas de los rebeldes (Cf. Salmo 2, 1.5) sino
sobre todo el de exaltar y recompensar a los justos. Éstos son definidos con
una serie de términos utilizados para delinear la fisonomía espiritual de los
cristianos. Son «siervos» que adhieren a la ley divina con fidelidad; son
«profetas», dotados de la palabra revelada que interpreta y juzga la historia;
son «santos», consagrados a Dios y respetuosos de su nombre, es decir,
dispuestos a adorarle y a seguir su voluntad. Entre ellos hay «pequeños» y
«grandes», expresión amada por el autor del Apocalipsis (Cf. 13,16; 19,5.18;
20,12) para designar al pueblo de Dios en su unidad y variedad.
3. De este modo, pasamos a la segunda parte de nuestro cántico. Después de la
dramática escena de la mujer encinta «vestida de sol» y del terrible dragón
rojo (Cf. 12,1-9), una voz misteriosa entona un himno de acción de gracias y
de alegría.
La alegría estriba en el hecho de que Satanás, el antiguo adversario, que
fungía en la corte celeste de «acusador de nuestros hermanos» (12, 10), come
lo vemos en el libro de Job (Cf. 1,6-11; 2,4-5), fue «precipitado» del cielo y
por tanto ya no tiene un gran poder. Sabe «que le queda poco tiempo» (12,12),
porque la historia está a punto de experimentar un giro radical de liberación
del mal y, por ello, reacciona «con gran furor».
Por otro lado aparece Cristo resucitado, cuya sangre es principio de salvación
(Cf. 12,11). Ha recibido del Padre un poder de gobierno sobre todo el
universo; en él se cumplen «la salvación, la fuerza y el reino de nuestro
Dios».
A su victoria están asociados los mártires cristianos que han optado por el
camino de la cruz, al no ceder al mal y a su virulencia, sino que se han
entregado al Padre y se han unido a la muerte de Cristo a través de un
testimonio de entrega y de valor que les ha llevado a «despreciar la vida
hasta la muerte» (ibídem). Parece escucharse el eco de las palabras de Cristo:
«El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la
guardará para una vida eterna» (Juan 12, 25).
4. Las palabras del Apocalipsis sobre quienes han vencido a Satanás y al mal
«en virtud de la sangre del Cordero» resuenan en una espléndida oración
atribuida a Simeón, obispo de Seleucia y Ctesifonte, en Persia. Antes de morir
como mártir con otros muchos compañeros, el 17 de abril de 341, durante la
persecución del rey Sapor, dirigió a Cristo la siguiente súplica:
«Señor, dame esta corona: tú sabes que siempre la he deseado porque te he
amado con todo el alma y con toda mi vida. Seré feliz al verte y tú me darás
el descanso… Quiero perseverar heroicamente en mi vocación, cumplir con
fortaleza la tarea que me ha sido asignada y ser ejemplo para todo el pueblo
de Oriente… Recibiré la vida que no conoce ni pena, ni preocupación, ni
angustia, ni perseguidor, ni perseguido, ni opresor, ni oprimido, ni tirano,
ni víctima; allí ya no veré la amenaza del rey, ni los terrores de los
prefectos; nadie me convocará ante los tribunales ni me seguirá atemorizando,
nadie me arrastrará, ni me asustará. Las heridas de mis pies se curarán en ti,
camino de todos los peregrinos; el cansancio de mis miembros encontrará
descanso en ti, Cristo, crisma de nuestra unción. En ti, cáliz de nuestra
salvación, desparecerá la tristeza de mi corazón; en ti, nuestro consuelo y
alegría, se enjugarán las lágrimas de mis ojos» (A. Hamman, «Oraciones de los
primeros cristianos» --«Preghiere dei primi cristiani», Milán. 1955, pp.
80-81).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, uno de los colaboradores del Papa leyó este resumen en castellano
de su intervención:]
Queridos hermanos y hermanas:
1. Reanudamos nuestras reflexiones sobre la Liturgia de las Horas. El himno
del Apocalipsis que acabamos de escuchar, muestra el poderío de Dios sobre las
vicisitudes humanas. Con la resurrección de Jesús, el Padre nos ha ofrecido la
seguridad de que, al final, triunfará el bien. A la victoria de Cristo están
asociados los mártires, que han elegido el camino de la cruz para dar
testimonio de su fe y amor por Él.
2. El Cántico presenta esta verdad a través de una espléndida visión. Dios
Padre y Jesucristo, rodeados de la corte celestial, juzgan la historia del
mundo en el bien y el mal, mostrando el fin último de salvación y gloria.