MENSAJE DE LAS PARABOLAS (5)
TERCERA PARTE
LA RECOLECCIÓN ETERNA
Las parábolas del «Reino» terminan con la perspectiva de su floración escatológica. La
siembra prepara la siega. Las semillas no tienen más razón de ser que llegar a unas espigas
repletas de granos. En contraste con el grano de mostaza, el árbol grande indica la fase
gloriosa del Reino: Jesús piensa el tiempo presente en función de una plenitud celestial.
Si se quiere, se puede decir que la escatología está realizada en el Reino de los cielos
presente en esta tierra. Pero la realización es secreta y misteriosa, y el Reino actual sigue
siendo siempre «escatológico»; viene de Dios y camina tensamente hacia su plenitud
escatológica, de la que ha recibido todo su valor. Lo que se siembra en el tiempo es ya la
eternidad. Lo que va creciendo y madurando, es una realidad de eternidad misteriosamente
presente ya en nuestra vida temporal.
La hora de la siega sonará inevitablemente cuando Dios lo decida. Es preciso tomar en
serio la palabra de Jesús: «Acerca de la hora y de la fecha de ese dia, nadie lo sabe, ni los
ángeles del cielo, ni el Hijo, sino únicamente el Padre» (Mt 24, 36); todo viene a tropezar en
la ignorancia de la hora y en la certeza del fin. El género humano, las generaciones
sucesivas, las vidas humanas individuales, todo termina en esta certeza que domina la
vida y lo determinará todo. En la hora de la siega, las vidas entran en la eternidad.
Con referencia a esa hora inevitable, nuestra duración, nuestro tiempo pierde su valor
absoluto. La única aventura humana que cuenta es el hallazgo del Reino.
Entre la siembra y la hora de la siega media una duración de tiempo. ¿Breve o larga?
Nadie puede saberlo, puesto que su término, la hora de la siega, es una incógnita. La
perspec tiva de la «vuelta» de Jesús aviva la esperanza de que la duración será breve. En
las parábolas de la siembra, nada detiene el crecimiento: hay que esperar la madurez, y
ésta es tan cierta como el crecimiento. Eso es todo lo que puede asegurarse: «Cuando el
trigo está maduro, se mete en él la hoz».
CAPÍTULO VII
EL JUICIO DE DIOS
Cuando reflexionamos sobre este período de tiempo intermedio, y comprobamos que Dios
deja a los hombres su libertad, la de hacer el bien como la de hacer el mal, llegamos a
pensar, en la línea del Antiguo Testamento, en un juicio. La hora de la siega es también la
hora del juicio de la tradición judía.
La palabra de Dios es una fuerza que nada detiene y que fecunda la tierra; pero en el
mismo campo, al lado de la buena simiente brota la cizaña. En el momento de la cosecha, la
simiente buena se meterá en unos graneros, y la cizaña será echada al fuego. Es la
separación del bien y del mal; en lenguaje judío, el Juicio. Las parábolas de la siembra van
normalmente acompañadas de la idea de un juicio, situado entre el desarrollo terrestre del
Reino y su floración celeste final. La idea de Jesús sobre el Reino coincide en este punto
con la doctrina judía; de igual manera, en la teología paulina, el Reinado eterno de Cristo
comienza por el mismo juicio general.
En la doctrina cristiana, Dios juzgará, no ya según los principios del judaísmo para
recompensar la observancia de la Ley, sino siguiendo unas razones más profundas que van
a revelarnos las parábolas.
Los obreros de la hora undécima
(Mt/20/01-16)
Es una escena de la vida campesina en tiempo de Jesús. Para tener trabajo no se arma
escándalo, como hoy día. Hasta se prefiere no trabajar. Para vivir no se precisa gran cosa:
un trozo de pan, un pececillo oreado.
Es por la mañana. Los obreros están reunidos en la plaza. Viene a contratarlos el
propietario de un majuelo. Se ponen de acuerdo en el salario: un denario.
A mediodía vuelve a pasar por allí el dueño. Y contrata a otros: «Os daré un jornal
razonable».
Una hora antes de la salida del sol, quedan siempre obreros en la plaza: «Id a trabajar a
mi viña».
Termina la jornada. Pasan a la casa del propietario para cobrar el jornal. El dueño de la
viña dice a su administrador: «Llama a los obreros y págales, empezando por los últimos».
Los dos de la hora undécima se adelantaron y recibieron un denario. Se adelantaron los
primeros, creyendo que iban a recibir más, pero recibieron un denario. Cogieron su dinero
con un mohín de disgusto, y murmuraban contra el padre de familia:
«Estos últimos han trabajado sólo una hora, y nosotros hemos soportado el peso del día
y del calor».
El padre de familia se hace el encontradizo con uno de ellos:
«Amigo, has recibido la cuenta justa. ¿No te pusiste de acuerdo conmigo en un denario?
Toma tu dinero y vete. ¿Qué pasa, si yo quiero dar a este último tanto como a ti? ¿Acaso
no soy dueño de lo mío? ¿O se hace tu ojo malo, porque yo soy bueno?».
Así, concluye la parábola, los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos.
Esta palabra final nos descubre la intención de Jesús. Hay dos clases entre estos obreros;
los obreros de la hora undécima, en contra de lo presumible, gozan de las preferencias del
padre de familia, es decir, de Dios.
Los primeros han trabajado doce horas de un tirón. Pero no es el trabajo como tal el que
interesa al dueño de la viña, puesto que todos, incluso los que han trabajado sólo una hora,
reciben el mismo salario. ¡Si a lo menos estos últimos hubieran trabajado mejor que los
otros! Pero la parábola no dice nada que permita suponerlo. Su silencio es tanto más
elocuente cuanto que el Talmud de Jerusalén conoce una historia análoga, con una
conclusión que revela un estado de espíritu totalmente opuesto al del cristianismo.
«¿A quién se parece el caso del rabí Bonn bar R. Hiyya? Se parece a un rey que había
comprometido a su servicio muchos obreros, uno de los cuales era más activo en su
trabajo. Al ver esto, ¿qué hace el rey? Le lleva consigo y pasea con él en todas direcciones.
Por la tarde, llegan los obreros para que los pague, y entrega igualmente la paga entera a
aquel con quien había estado paseando. A la vista de esto, se quejan sus compañeros
diciendo: Nosotros nos hemos cansado en el trabajo todo el dia, y éste, que solamente se
ha molestado un par de horas, ¿recibe tanto jornal como nosotros? Es que éste, aclara el
rey, ha cumplido más en dos horas que vosotros en una jornada entera. De la misma
manera, cuando R. Bonn estudió la Ley hasta los veintiocho años, la conocía mejor que un
sabio o que un hombre piadoso que la hubiera estudiado hasta los cien años».
Esta historieta se contaba con esta forma, hacia el año 325 de nuestra era, en el elogio
fúnebre del rabí Bonn. Era un relato típico, que pudo haber sido conocido de Jesús. Pero
¡qué diferencia de tono! En la parábola del Talmud, el salario debe ser justo, y ser la paga
del trabajo realizado. En la parábola del evangelio, el esfuerzo es una cosa, y el salario
otra. El padre de familia no «debe» ser justo, con esa justicia que nosotros llamamos
distributiva. La conclusión de la parábola del Talmud es ésta: el salario es merecido, está
medido en proporción al trabajo hecho, pues en dos horas se ha hecho tanto como en una
jornada. Conclusión de la parábola del evangelio: el salario se da gratuitamente por simple
generosidad, incluso a aquel que ha trabajado sólo una hora, con tal que él se haya
comprometido.
Porque el último que ha llegado se ha comprometido enteramente igual. El último que ha
llegado tiene buen final. ¿Qué hay en su conducta que le atraiga la simpatía del dueño?
Porque cuenta ciertamente con su simpatía; el dueño se encarga de defender su situación y
su conducta.
¿Qué es lo que hay ahí? Que no ha trabajado para merecer su salario, que no se ha
preocupado de eso: el amo de la viña le llama; él, con confianza, se compromete. No hay
ningún otro mérito.
Volvamos a leer atentamente la parábola.
Con los primeros obreros, el dueño se pone de acuerdo sobre el salario. Han discutido
las condiciones. Han hecho un contrato de trabajo. Un día de trabajo, un denario de jornal.
Los obreros siguientes no han hecho contrato. El dueño les ha dicho: os daré lo que sea
justo. Se han fiado de él. Los obreros de la hora undécima ni han hablado ni han oído
hablar de salario: «Id a trabajar a mi viña». Y han ido. Y, ciertamente, habrán trabajado con
todo su corazón.
Cuanto más se desinteresa uno de sus derechos, de su salario, más obrero se es según
el corazón de Dios. El obrero de la hora undécima se ha desinteresado totalmente, se ha
dado totalmente. Los obreros del salario son los judíos de la categoría farisea. Su vida
consiste en producir obras de justicia, por las que Dios les debe la recompensa del cielo.
En resumen, Dios es su deudor.
¿No se ha reconocido, en los obreros de la hora undécima, a los héroes de las tres
grandes parábolas de la «justicia», de san Lucas? Dios puede ejercer su misericordia,
como ha hecho con el samaritano, con el publicano, con el pecador público. En retorno, se
contenta con la confianza de su criatura. La parábola de san Mateo va, es cierto, más lejos,
porque «la justicia de la fe» queda ensalzada, en el juicio final. Pero ya aquí abajo era una
prenda de la alegría celestial, en la que Dios acoge a sus buenos y fieles servidores.
Unicamente la misericordia por parte de Dios, y el amor por parte de los hombres, son los
que dan al trabajo su valor religioso. Pero el trabajo, cuando está bien hecho, es una
prueba también del amor del que procede. Que construya casas temporales o templos
celestiales, es necesario que esté bien hecho, dentro del respeto a las reglas y buenas
tradiciones de la arquitectura. «El orden lleva a Dios».
El mayordomo sagaz
(Lc/16/01-09)
La revelación de Cristo opone, a los intereses terrestres, los intereses del Reino de Dios.
¡Que el hombre abandone sus preocupaciones temporales para «buscar el Reino y su
justicia»!
Este era ya el tema de la breve parábola del sermón de la montaña. No es posible servir
a la vez a dos señores (Mt 6, 24); hay que optar por el tesoro del cielo o por el de la tierra
(Mt 6, 19-21). Los pobres, como por el orden natural de las cosas y por poco que hagan de
la necesidad virtud, tienen unos derechos primordiales al Reino; los ricos son
desheredados.
Jesús hablaba para una sociedad en la que riqueza y pobreza parecían mucho más
estereotipadas que en nuestros «países desarrollados». Hoy todavía sigue siendo la
pobreza el lote de una inmensa población humana, y las parábolas evangélicas no le
alcanzan. En nuestra civilización «satisfecha», cada cual debe colocarse entre los ricos y
entre los pobres, para que todos entiendan la parábola. Cada uno debe escuchar la voz
que habla en el fondo de su conciencia a través de las viejas palabras de Jesús y,
momentáneamente, hacer el papel del «mayordomo sargaz».
Porque, antes de leer la parábola, es preciso que evitemos el error de una interpretación
equivocada. El título «el mayordomo infiel» es el más infiel que existe al pensamiento del
Maestro, el más desconcertante. El primero que lo ha colocado como encabezamiento de la
parábola miraba el caso en pura casuística. Esto hay que evitarlo. Es preciso que
adoptemos, con respecto a los financieros, una postura de indiferencia. Poco importa que
manejen sus riquezas observando las reglas de la justicia humana y sigan siendo
«honrados». De hecho, las manejan. Y nosotros, los cristianos, que somos todos unos
«pobres», porque poseemos el Reino, esta otra riqueza, miramos desde muy arriba este
mundo que no es el nuestro. Incluso aunque sociológicamente seamos unos «banqueros»,
religiosamente somos unos «pobres», y en cuanto pobres, tomamos nuestras distancias.
Nosotros tratamos de imitar a Jesús. Alguien le ha dicho un dia: «Di a mi hermano que
reparta conmigo nuestra herencia». Y Jesús responde: «¿Quién me ha hecho juez para
dirimir vuestras diferencias [en cuestión de dinero]?».
Un hombre «rico», eso no nos interesa. Un mayordomo de este hombre, con sus ficheros,
y sus recibos y sus deudores, eso no nos interesa. Lo que nos va a interesar es la habilidad
del mayordomo en su modo de manejar el dinero; y esta habilidad tendremos que
trasladarla a nuestra esfera (poco nos importa que la habilidad de ese mayordomo sea
honrada o lleve a un correccional; pero es hábil).
«Había un hombre rico que tenía un mayordomo, el cual fue denunciado ante su señor
como que dilapidaba sus bienes». Esto es moneda corriente en el mundo. Jesús no tiene
que decirnos si la acusación es verdadera o falsa. Carece de importancia. «Le hizo venir y
le dijo: ¿Qué es lo que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu gestión, no puedes seguir
administrando mis bienes». Al hombre ¿le falta imaginación?, ¿no es más bien víctima de su
negligencia? Sólo su mayordomo es capaz de compulsar las cuentas. El rico se ha
contentado, y continuará viviendo de los réditos que se le pagaban.
«El mayordomo dijo entonces para sí (se rascó la cabeza, dice una vieja variante): ¿Qué
voy a hacer, porque mi amo me retira la administración? ¿Cavar? No tengo fuerzas para
ello. ¿Mendigar ? Me daría vergüenza... Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me
retire la administración, tenga personas que me reciban en sus casas.
Entonces hizo venir uno a uno a los deudores de su señor y dijo al primero: ¿Cuánto
debes a mi amo ? —Cien medidas de aceite le respondió. El mayordomo le dijo: Toma tu
recibo siéntate y escribe pronto cincuenta. Luego dijo a otro: Y tú ¿cuánto debes? —Cien
medidas de trigo, respondió. El mayordomo le dijo: Toma tu recibo y escribe ochenta. Y el
Señor alabó a este mayordomo (bribón) por haber actuado de manera sagaz».
Es preciso que nos detengamos. Por mi parte no tengo duda de que san Lucas copiaba
un texto (generalmente tiene fuentes y las reproduce dócilmente; en particular en esta
parábola no faltan indicios de un estilo que no es el suyo). El texto de base decía: «El
Señor alabó a este mayordomo por haber actuado de manera sagaz», y no veía dificultad
alguna en reconocer la habilidad del financiero. San Lucas cambia la situación; según
pensamos nosotros quiere estigmatizar la conducta del mayordomo por la adición del
adjetivo «bribón» (administrador «malo», «infiel»: Lc 16, 8). De esta manera crea un
problema que no está del todo dentro del espíritu de la parábola que nos lleva a
preguntarnos cómo se puede alabar a un empleado infiel. Una solución de este problema
—que era ya la de Lucas según yo creo— consiste en entender que el que alaba es el
dueño del mayordomo: al menos él no tiene que ser tan mirado en una cuestión de
moralidad. La fuente permanecía neutra. Tenía razón. Jesús solamente reprocha al dinero
el que nos distrae de la atención primordial que debemos tener por el Reino.
«El Señor» tiene pues la palabra; y explica:
«Pues los hijos de este mundo son más sagaces entre sí que los hijos de la luz. Ahora
bien yo os digo: haceos amigos con «el dinero» —volvemos a la fuente neutra suprimiendo
el adjetivo «injusto»— para que cuando un día os falte os reciban en las moradas eternas».
Aquí san Lucas enhebra una serie de palabras auténticas de Jesús que deben destruir la
idea de que él hubiera podido aprobar la actitud al menos desenvuelta del mayordomo.
«El que es fiel en las cosas de poca importancia (este es el caso del mayordomo y de
todos los financieros) es también fiel en las cosas importantes, y el malo lo es en todo. Por
tanto, si vosotros no os habéis mostrado fieles con el dinero (malo), ¿quién os confiará la
verdadera riqueza? Y si vosotros no os habéis mostrado fieles con un bien que os es
extraño, ¿quién os dará el que es realmente vuestro?...
«Oían todo esto, concluye san Lucas, los fariseos, que eran aficionados al dinero, y se
burlaban de él. Y les dijo: Vosotros sois los que os proclamáis como justos delante de los
hombres, pero Dios conoce vuestros corazones. Porque lo que los hombres estiman, es
despreciable a los ojos de Dios» (Lc 16, 10-15).
La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro ilustra esta última sentencia del Maestro.
Dios juzga de manera distinta que los hombres, sus medidas son opuestas a las nuestras.
En la otra vida, habrá una inversión de las situaciones de aquí abajo, los juicios de Dios
harán ley y fijarán las posiciones eternas.
Decía Jesús:
«Había un hombre rico que vestía de púrpura y de lino fino, y que tenía espléndidos
banquetes todos los días. Y un pobre, llamado Lázaro, yacía a su puerta, todo lleno de
úlceras. Este habría querido alimentarse con lo que caía de la mesa del rico... Más aún,
hasta los perros venían a lamerle las llagas. Muerto el pobre, fue llevado por los ángeles al
seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado...» (Lc 16, 19-22).
Al rico se le termina todo con sus bellos funerales. No ha llevado nada consigo. Al
contrario, al pobre le toca sentarse en el banquete de Abraham, y se le concede un puesto
de honor «en el seno de Abraham». Para el pobre, cuando muere, cambia todo: «Roma
cuelga sus harapos en un lugar santo». Ahora le toca a él recibir en las moradas eternas a
unos huéspedes, los que le han tratado con desprecio en sus desgracias.
Aprendamos a la vez a manejar honradamente el dinero, y a ayudar a los pobres con
nuestros recursos, aunque sean modestos.
San Agustín conoció unos cristianos que tomaron al pie de la letra las palabras de
Nuestro Señor: «Haceos amigos con las riquezas injustas», y arguye en contra de ellos así:
«Entienden mal estas palabras, y roban los bienes a otros y se sirven de ellos en parte para
dar generosamente a los pobres, y piensan así cumplir lo mandado. Ellos dicen: quitar los
bienes a otro, es la mammona de iniquidad; pero dar en seguida una parte de ellos, sobre
todo a los santos que andan en necesidad, es hacerse amigos con la mammona de
iniquidad. Es necesario corregir esta manera de pensar... ».
Hoy roban algunos, pero se sirven de su robo para llevar la vida del mal rico o más bien
del rico simplemente. En el fondo, mejor es eso que volver al fariseísmo buscando
subterfugios en el evangelio.
La lección de las parábolas acerca del uso de las riquezas de cara al juicio de Dios es
hoy más actual que nunca. Entregar los propios bienes para el cielo, es introducir la
existencia de Dios en nuestra vida diaria; es afirmar, observando un consejo de Cristo, que
Dios es la única realidad viva por la que vale la pena que el hombre se preocupe. De esta
manera el hombre se engrandece, humillando su vulgar vida exterior.
La pobreza es todavía un problema en el mundo contemporáneo. Afortunadamente
(tengamos el valor de decirlo en lógica cristiana), porque en la espera de una
transformación total, todavía problemática, de nuestras civilizaciones, reside uno de los más
poderosos resortes de la vida cristiana. Tal vez algunos santos han exagerado, pero nos
atreveriamos a decir que «bien está exagerar de esa manera». Resorte de la santidad:
evidentemente se trata de la verdadera pobreza. San Jerónimo advertía a propósito del
Beati pauperes: «No es la simple pobreza la que hace feliz al hombre (en la posesión del
Reino), sino la pobreza por Cristo».
El pobre debe permanecer, dentro de la sociedad cristiana, como un ser consagrado. La
civilización cristiana de la Edad Media había seguido magníficamente el principio de san
Agustín: el rico ha sido creado para el pobre, y el pobre ha sido creado para el rico. El
pobre reza, el rico da, y Dios recompensa magnificamente a uno y a otro. Que la pobreza
voluntaria o aceptada siga siendo durante mucho tiempo todavía un test de verdadero
cristianismo.
CAPÍTULO VIII
LA VENIDA GLORIOSA DE JESÚS
La escatología cristiana está caracterizada por una esperanza: Jesús volverá glorioso al
final de los tiempos.
«Y entonces —dice el Apocalipsis sinóptico— se verá al Hijo del hombre viniendo sobre
las nubes del cielo, con gran poder y gloria» (Mc 13, 26; Mt 24, 30; Lc 21,27). El
cristianismo primitivo, de manera particular san Pablo, da testimonio de esa espera, a veces
febril, que enardecía a los discípulos de Cristo. «Veo los cielos abiertos -exclamaba
Esteban en el momento de su martirio- y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios»
(Hech 7, 56). San Pablo enseña a sus cristianos a «esperar del cielo al Hijo de Dios, que
nos libró de la ira venidera» (1 Tes 1, 10). Y describía con vivos colores, extraídos del
ceremonial de la entrada triunfal de los soberanos, la bajada del Señor desde el cielo, con
el brillante aparato de los apocalipsis.
Esta unanimidad de todo el cristianismo prlmitivo, esta antigüedad, este arcaísmo de las
expresiones serían difícilmente explicables, si Jesús mismo no hubiera anunciado que «iba
a venir sobre las nubes». Por otra parte, la tradición evangélica ha conservado algunas de
estas palabras marcadas con el sello de la autenticidad. «En verdad os digo, algunos de los
que están aquí no gustarán la muerte, antes de ver al Hijo del hombre venir en su Reino»
(Mt 16, 28 y lugares paralelos). «Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y
venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64 y lugares paralelos).
Estas fórmulas nos ponen en la pista del capítulo 7 de Daniel. El pueblo de los santos del
Altísimo está en él representado por un «Hijo del hombre», que viene sobre las nubes para
recibir de las manos del juez el reinado y la gloria: «Y he aquí que venía sobre las nubes
del cielo como un Hijo de hombre...» (Dn 7, 13). El juicio está en candelero, y tan pronto
como la tradición judía personalizó esta figura enigmática del «Hijo del hombre», se le
atribuyó, entre los atributos divinos, el de juzgar a los vivos y a los muertos.
¿Nos vamos a extrañar de volver a encontrar en este momento esta influencia del Libro
de Daniel, que hemos hecho notar ya al comienzo de nuestro estudio a propósito del Reino
de los cielos? Nuestro Señor, para expresar la antítesis que rige la historia del Reino, había
expuesto su pensamiento sirviéndose de unas imágenes sacadas del apocalipsis más leído
en el ambiente palestinense (los manuscritos del Mar Muerto le atribuyen particularmente el
término «misterio»). Cuando el drama de su vida le llevó a prever, más allá de su vida
mortal, un futuro intemporal, ¿no era totalmente normal que continuara enunciándolo con
las formulas del Apocalipsis de Daniel?
Los talentos
(Mt/25/14-30; cf. Lc/19/12-27)
«Es como un hombre que, al emprender un viaje, llama a sus criados y les entrega su
fortuna».
Así comienza la parábola. Es la situación de los cristianos después de la muerte de
Jesús. La ausencia de toda alusión a la resurrección con la atención fija únicamente en el
regreso de ese señor, debería avivar la prudencia de los exegetas. Jesús mismo, más bien
que uno u otro jefe de la comunidad, exhorta a los discípulos que se dispersarán, después
de la muerte del «pastor», como ovejas de un rebaño que se ha quedado sin su pastor.
El comienzo de la parábola de las minas, en san Lucas, ha coloreado la historia —pero la
historia real— de recuerdos de los pequeños reinos helenistas de aquella época: «Un
hombre de alta alcurnia—un príncipe real—marchó a un país lejano—uno piensa en Roma
que hace y deshace los reyes—, para recibir allí el reino y volver en seguida» (Lc 19,12).
Fuera de algunos detalles, los comentaristas recientes prefieren la versión de la parábola
de san Mateo. Es la que seguimos nosotros.
El hombre que emprende un viaje llama a sus criados y les confía su hacienda. A ellos les
corresponde hacerla producir durante su ausencia.
El hombre es rico, muy rico, como corresponde a un príncipe. Entrega cinco talentos a
uno de los criados, dos a otro, uno al tercero y se marcha. Los dos primeros criados hacen
producir el dinero; el último lo esconde en la tierra. Cuando regresa el dueño, pide cuentas.
Ellos conocen su generosidad y su severidad.
El personaje central de esta parábola, el que acapara toda la escena, es el dueño. Tiene
toda la majestad, la autoridad soberana, absoluta, sin apelación, de Dios. Es también
Nuestro Señor, pues ha marchado para un viaje largo. En el primer acto, el de la
distribución de las riquezas, campea el señor con su generosidad y su autoridad. El acto
segundo sucede en ausencia del señor. Pero se trata de una ausencia que pesa sobre la
conducta de los criados. Tercer acto: reaparece el señor. Este señor une la severidad con
la generosidad.
Acabamos de aludir al carácter del dueño: generosidad, autoridad, severidad. El siervo
malo, de todos esos aspectos, ha cogido únicamente su severidad: está ansioso de
ganancias, siega donde no ha sembrado, recoge montones de haces que no ha esparcido
(Mt 25, 24). En otras palabras, es un amo difícil de servir. Se parece mucho, si es que no es
el mismo, a aquel de que nos habla san Lucas: cuando vuelve el criado rendido de
cansancio, después de haber trabajado todo el día, le dice el señor: Prepárame la cena y
sírveme primero; luego comerás y beberás tú. No tiene con él ningún miramiento. Cuando
vosotros hayáis hecho todo lo que se os había mandado, decid: somos siervos inútiles,
hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,7-10).
Es autoritario y personal. ¿Por qué razón distribuye sus riquezas con esta desigualdad
desenfadada: a uno cinco talentos, al segundo dos, y al tercero uno? Se nos dice muy bien:
según su propia capacidad. Pero ¿qué representa esta capacidad? El único que juzga de
ella es el señor, y sus criterios nos siguen siendo desconocidos. Por otra parte, el mismo
señor, a la hora de pagar a sus obreros, no tendrá en cuenta el trabajo hecho. Les pagará
como él lo entiende: el mismo precio por un día de trabajo duro que para una hora de
tarea.
Todo esto no sería nada. Es un señor que parece desinteresarse completamente de sus
criados. Ha marchado. El viaje es largo y tarda en volver. Y tarda tanto, que uno se
pregunta si realmente piensa volver. No ha fijado ninguna fecha para su regreso.
Realmente, cuando se está sirviendo a un señor así, la situación no es nada cómoda. Es
angustiosa por ese contraste entre la severidad y una aparente renuncia de autoridad. Ante
esta situación paradójica que se nos presenta, un señor severo y muy personal, un señor
que se desinteresa, que está muy lejos, son posibles dos actitudes.
El siervo malo, humanamente, actúa con prudencia. ¿De qué es culpable? Se le ha
confiado una suma de dinero. Tiene miedo a perderla y la esconde como se esconde un
tesoro precioso. Ahí está su fallo. Esconder el dinero de su señor es rehusar el riesgo de
hacerlo producir. Ahora bien, el dinero es, por su misma naturaleza, productivo. En lugar de
entregarse sin reflexionar a su tarea, el criado cree que así se sitúa al abrigo de posibles
tropiezos. Escondido el tesoro en la tierra, no piensa más en él. Puede no pensar más en
él. Y tiene tiempo para sí mismo. Ha eludido el servicio completo que le pedía el señor, el
que Dios pide. Ha calculado mal. Al contrario, los criados buenos comprenden la situación,
confían y trabajan.
Algunos comentaristas están en camino de cometer el error del siervo malo,
imaginándose que los talentos de la parábola son las cualidades naturales del cuerpo o de
espíritu, que hay que hacer rendir. Esta exégesis, de tinte pelagiano, ha sido tan corriente
que ha contribuido a la formación del idioma, en algunas lenguas. Nuestra palabra
«talento», con su sentido de aptitud, capacidad, conjunto de dones naturales, etc., está
influenciada por esta parábola.
Esta exégesis responde admirablemente a la tendencia de nuestra época. Uno se
introduce en la masa con sus talentos naturales. El hombre entrega a la humanidad todas
las reservas de vida, con las que está dotado. La santidad es una floración espontánea,
amor y alegría. Hace algunos años, la revista La Vie Spirituelle dedicaba un número
especial a esta pregunta: «¿Hacia qué tipo de santidad caminamos?» El P. Plé resume la
encuesta con estas palabras: «Si nos atenemos al conjunto de las respuestas, lo que se
espera de la santidad, en nuestros días, es la exaltación del hombre: el santo es un hombre
perfecto, un logro humano. La santidad es la presencia de Dios en el hombre, en el cual,
por esa razón, se encuentran todas las riquezas no disminuidas ni sacrificadas, sino
realizadas y sublimadas».
Dios no lee las encuestas, pues sigue haciendo sus santos como él entiende que debe
hacerlo. Es posible que no todos gusten, como a aquella jocista que no daba el visto bueno
a san Juan de la Cruz «porque tiene una santidad inhumana», que «parece ir contra la
parábola de los talentos». (Por fortuna, todavía quedan cristianos para quienes san Juan de
la Cruz es su santo preferido: así el oficial, antiguo jefe de maquis, que, en la misma
encuesta, cree absolutamente necesario el despojo total, el «nada, nada, nada», sobre el
que descansa toda su doctrina, «de manera muy singular en nuestro tiempo, en que los
excesos de todo género, tanto en el plano material como en el plano espiritual, privan al
hombre de ese importante vacío, de ese silencio interior y exterior necesario para la
penetración normal del Espíritu Santo. Particularmente en el plano intelectual y en el
terreno de la educación, el abuso de saber enerva los espíritus».)
Y con todo, el sentido de la parábola está muy claro. El señor reparte entre sus criados
sus propios bienes. ¿Qué son estos bienes más que los bienes espirituales? Los Padres lo
afirman unánimemente. Cristo llama a sus criados, es decir. por ejemplo, a los que premia
con el honor del sacerdocio, y entrega las gracias espirituales, según las disposiciones y la
capacidad de cada uno (San Cirilo de Alejandría). Para san Hilario y san Jerónimo, la
parábola habla de la predicación del Evangelio. La enormidad de la suma que el señor
confía a su gente, esas personas que nunca han tenido en su bolso más que cuatro perras
gordas, está demostrando, si fuera necesario, que se trata aquí de una moneda totalmente
distinta.
Sin embargo, en la parábola queda insinuado un problema: el señor ha distribuido sus
bienes según la capacidad, al menos presunta, de sus criados. Observación preliminar y
que tiene mucha importancia: este problema no ha preocupado nunca a los santos. Ni san
Pablo, el teórico de la cruz, que emplea al máximum, afirmando enérgicamente que son
inútiles, sus dotes de pensador, de hombre de acción, de tribuno y de escritor. Ni san
Agustín, que predica a sus provincianos de Hipona en el lenguaje de los más elegantes
estilistas. Ni san Francisco de Asís que, sin embargo, ha hecho un derroche de ingenio,
poético y humano, para servicio de su Señor.
Los santos emplean sus talentos naturales, sin escrúpulo y sin pensar en ello, porque
tienen clavada su atención en Dios. Su inteligencia y sus dotes de acción son como unos
canales por los que fluyen los dones de Dios. Dios es el manantial; las facultades humanas,
los talentos naturales, dejan pasar el agua del manantial, sin saber siquiera que el agua
está pasando. Lo que importa es que los dones de Dios se derramen por el mundo.
Frecuentemente ellos han logrado a viva fuerza esa victoria de la gracia sobre sus
actividades humanas. En su conversión, un día hicieron añicos sus talentos naturales al pie
del crucifijo; y entonces, les han sido devueltos. Pero ya no son suyos. Los tienen
prestados. Son en realidad los talentos de la parábola.
Los buenos criados, absortos en la confianza del Señor, se entregan sin reservas a la
obra de Dios, fijos en el ideal que ellos vislumbran.
No sabemos exactamente lo que nuestro dueño exige de nosotros, fuera de que nunca
estará satisfecho hasta el día en que vuelva. En el Antiguo Testamento estaba fijada la
tarea. Uno conocía los días de descanso, los sábados y las neomenias, los días de ayuno.
Se sabía qué animales podían comerse y de cuáles había que abstenerse. Se sabía qué
sacrificios había que ofrecer: cuándo el holocausto, cuándo el sacrificio pacífico, cuándo el
de la vaca roja. La tarea podía ser complicada. Pero estaba claramente determinada, se
sabía a qué atenerse. No había que rebasarla. En el Nuevo Testamento, ya no sabemos a
qué atenernos. Los tipos de los buenos criados son los santos: unos hombres que trabajan
demasiado barato. ¿Cómo quieres cumplir tu oficio de criado, cuando tienes ante ti no
solamente un santo canonizado, sino un simple candidato como Carlos de Foucauld?
Impresionado por una palabra del sacerdote Huvelin: «Nuestro Señor ha cogido el último
sitio de manera que nadie se lo ha podido arrebatar», no ambiciona el último lugar, porque
ya está cogido, pero sí el penúltimo. Y se hará trapense, pero en una trapa alejada, la de
Akbés, en Siria, para estar más olvidado, más pobre, más cerca de la tierra en que ha
sufrido y trabajado Jesús, donde pueda hundirse cada día más en la abyección; son sus
propias palabras. Y nunca se sentirá bastante sumergido en la abyección, hasta el día en
que concluya su dura existencia, «asesinado por esos hombres por los que ha rezado tanto,
y tanto ha caminado por caminos de arena y de piedras, y tanto calor y sed ha soportado, y
tantos días y noches ha estudiado, y tanta soledad ha aceptado, y tanto se ha molestado
en su cuerpo y en su espíritu».
Para el antiguo oficial francés había terminado la parábola. Al final, tomaba la palabra
Jesús:
«Enhorabuena, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, yo te pondré al frente de lo
mucho. Entra en el gozo de tu Señor».
Las diez vírgenes
(Mt/25/01-12)
El Reino de Dios será también como diez vírgenes invitadas a ir en el cortejo de una
boda. Deben llevar consigo sus lámparas, porque el cortejo se hace por la noche. Las
vírgenes están esperando en casa de la esposa. Aquí tiene que venir a buscarla el esposo
para llevarla a su propia casa, donde tendrá lugar el banquete de la boda.
En la parábola de los talentos, había que entendérselas con un dueño severo, que exige
trabajar a manos llenas. Aquí es una boda, la fiesta por excelencia en un pueblo de Galilea.
La tensión de nuestra vida cristiana hacia la venida de Cristo glorioso está marcada por la
alegría. El cielo y la tierra se juntan; la gloria, como una nube luminosa, se inclina sobre
nuestras existencias terrenas. Por medio de la fe vislumbramos la Jerusalén celestial hacia
la cual vamos caminando.
Pero entre las diez vírgenes, nos encontramos con cinco prudentes y cinco atolondradas,
carentes de previsión. Estas últimas han estado muy inquietas con sus adornos, con
peinarse el pelo y perfumarse. Tampoco han olvidado sus lámparas, o el vestido de bodas;
lo llevan con elegancia. Pero no han pensado que lo prudente era tomar una provisión de
aceite. Las vírgenes prudentes, al mismo tiempo que han cogido sus lámparas, han tomado
aceite en sus alcuzas.
Todas están en vela, esperando al esposo. El esposo tarda en llegar; ellas se adormecen
y se duermen. El sueño de las vírgenes prudentes es ligero. Sueñan que oyen la señal.
Ellas están a punto. Las otras duermen con un sueño pesado. ¿Seguirán sabiendo para
qué están ahí?
Alguien ha salido y ha oído, allá a lo lejos, el rumor de la alegre pandilla: «¡Que viene el
esposo! ¡Salid a su encuentro!».
En este momento vuelven en sí las vírgenes necias. Se dirigen atolondradas a las
prudentes: «Dadnos de vuestro aceite, que se apagan nuestras lámparas».
Desgraciadamente, lo propio de las personas previsoras es que les falte una fácil
generosidad. Pensemos en la hormiga del fabulista.
«Id más bien a los que lo venden y comprad lo que os haga falta».
Cuando llega el esposo, faltan las vírgenes necias. Ya ha marchado el cortejo, ya brillan
las lámparas con todo su resplandor en la sala del banquete. Las necias han estropeado su
alegría. Lo han estropeado todo, pues el esposo revela su identidad, cuando llaman a la
puerta cerrada: «En verdad os digo que no os conozco».
Reaparece aquí el señor de la parábola de los talentos, duro y severo en su justicia.
Por no haberse tomado una precaución elemental, las vírgenes faltan al llamamiento.
Sólo habían pensado en sus bagatelas de mujeres, desde la invitación. Por un detalle de
cortesía muy comprensible, la liturgia reserva a las «vírgenes cristianas», las prudentes,
una aplicación privilegiada de la parábola (desde el Sacramentario Gelasiano: «Que
esperen -se les dice- al esposo del cielo, con sus lámparas encendidas, provistas del óleo
de la espera»). Pero en realidad, la parábola nos afecta a todos nosotros. En el momento
de nuestro bautismo, al entregarnos un cirio encendido, se nos dice: «Recibe esta lámpara
encendida, y guarda intacto tu bautismo; observa los mandamientos de Dios a fin de que,
cuando venga el Señor para las bodas eternas, puedas ir a su encuentro con todos sus
santos, en el cortejo celestial».
En las liturgias orientales, donde se conservan fielmente las viejas tradiciones, y donde
se mira la Misa como el preludio de la venida del Señor, los fieles piden a Dios:
«Prepáranos también a fin de que, permaneciendo inocentes, con nuestras lámparas
encendidas, vayamos al encuentro de tu Hijo único». Nos acordamos de los muertos «que
están invitados a las bodas y esperan ardientemente al esposo celestial».
Los Padres se sirven de este hermoso tema en sus exhortaciones a los fieles. «Hoy
estamos atribulados -exclama san Agustín- y la llama de nuestras lámparas vacila azotada
por el cierzo de este siglo, por las tentaciones. Sin embargo, hagamos que arda cada día
más ardiente y más fuerte, y que el viento de la tentación avive su fuego en lugar de
apagarlo».
Todo esto lo encontramos quizá muy anacrónico. Efectivamente, no hay muchos temas
que parezcan tan poco usuales dentro del cristianismo, como el tema del retorno de Cristo.
Pero sucede así casi desde el comienzo de la Iglesia. Algunos rasgos de la parábola
recuerdan que el esposo tarda en llegar, y las vírgenes se adormecen. Seguramente estos
rasgos son los que la tradición se ha preocupado de precisar, de cara a la situación de la
segunda generación cristiana que se impacientaba con la tardanza y el retraso.
San Pablo esperaba, dudaba, trabajaba. «Nuestra salvación está ahora más cerca que lo
estaba en el comienzo de nuestra conversión», escribe a los Romanos (Rm 13, 11). Al
mismo tiempo, pone en guardia a los Tesalonicenses contra una impaciencia que les había
arrebatado el gusto del trabajo. Su pensamiento era que había que despachar los asuntos
corrientes de este mundo, esperando al otro mundo. Más tarde, brincaba de alegría con el
pensamiento de su muerte y el próximo encuentro con su Señor, antes de su retorno.
El P. Teilhard de Chardin, que se ha preocupado a su manera, pero más que cualquiera,
del fin del mundo, o más bien del nacimiento de la Tierra Nueva —lo cual no es
enteramente igual—, ha escrito una página sobrecogedora acerca de la espera de «la
consumación del medio divino»: «Sería inútil especular, ya nos lo advierte el Evangelio,
acerca de la hora y las modalidades de este formidable acontecimiento. Pero debemos
esperarlo... Históricamente, la esperanza no ha dejado nunca de guiar, como una antorcha,
los progresos de nuestra Fe... ¡Ay!, la prisa un poco infantil, unida al error de perspectiva,
que habían hecho creer a la primera generación cristiana en un retorno inminente de Cristo,
nos han dejado desengañados y nos han hecho desconfiados. Las resistencias del Mundo
al Bien han venido a desconcertar nuestra fe en el Reinado de Dios. Un cierto pesimismo,
sostenido tal vez por una concepción exagerada de la caída original, nos ha llevado a creer
que decididamente el Mundo es malo e incurable... Entonces, hemos dejado disminuir el
fuego en nuestros corazones adormilados. Indudablemente, vemos, con más o menos
angustia, aproximarse la muerte individual. Sin duda, también rezamos y actuamos
concienzudamente «para que llegue el Reino de Dios». Pero, de verdad, ¿cuántos hay
entre nosotros que realmente se estremezcan, en el fondo de su corazón, con la esperanza
loca de una refundición de nuestra Tierra?... ¿Quién es el cristiano en el que la nostalgia
impaciente de Cristo llegue, no digo ya a anegar (como debería ser), sino solamente a
equilibrar, las preocupaciones del amor o de los intereses humanos?»
¿Está encerrada la teología de la historia en el tesoro de las parábolas? El movimiento
actual del mundo no es seguramente rectilíneo, ni va siempre en la dirección de los valores
espirituales. Y estos valores son los que nos conciernen antes que nada: «Cuando venga el
Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» Es una exhortación a reavivar
incesantemente nuestra fe, en un amor intenso a Cristo y a la Verdad. Este amor a la
verdad, dentro de la cual está incluido el progreso del mundo, es suficiente para infundir
todo su entusiasmo a nuestra fe y a nuestra esperanza.
Por razón de la gran esperanza cristiana, y en la medida en que ésta se toma en serio, la
vida se parece a un destierro. Las vírgenes han oído el grito en la noche: «¡Que viene el
esposo! ¡Salid a su encuentro!» El tema es viejo como el mundo. Y ha vuelto a ser
colocado en lugar preeminente por la literatura bíblica y litúrgica contemporánea, ya bajo la
forma del Exodo, ya bajo la forma de la Pascua.
CR/PEREGRINO: En Gn/14/13, los LXX, antes de traducir Abraham «el hebreo»,
escribieron Abraham «el emigrante». Abraham, el padre de los creyentes, de los cristianos,
de la raza nueva, es esencialmente un viajero, un peregrino, un emigrante, el que se
destierra: «Sal de tu tierra, de tu patria, de la casa de tu padre, hacia un país que yo te
mostraré, y en ti serán bendecidas todas las familias» (Gn 12,1). Abandonar su tierra,
renunciar a las tradiciones de su raza, a la dulzura de una casa hogareña, viajar, plantar su
tienda en Betel, marchar, acampar en el desierto, bajar a Egipto, volver a Canaán..., ésa es
la vida de Abraham, el viajero perpetuo, el emigrante.
Abraham es la imagen de los que se exilian, para enriquecerse espiritualmente. Filón de
Alejandría ha titulado uno de sus tratados «Sobre la emigración de Abraham». Comienza
por el texto «Sal de tu tierra», que interpreta como «abandonar el cuerpo, la sensación, el
razonamiento». Enseña que los Hebreos son la raza que pasa de las cosas sensibles a las
cosas espirituales; que en la Biblia hay un libro titulado el Exodo, la Salida; que la Pascua
significa paso, etc. El filósofo judío está todavía bajo la nostalgia de la vida nómada.
El tema ocupa buen lugar en la carta a los Hebreos: «Por la fe, Abraham, obedeciendo al
llamamiento, salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, y marchó sin saber
adónde iba. Por la fe, moró en la tierra prometida como en un país extranjero, viviendo en
ella en tiendas como Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa. Porque él
esperaba la ciudad dotada de cimientos, de la que Dios es el arquitecto y el constructor».
Por eso nos exhorta san Pedro: «Amadísimos, os ruego que viváis como extranjeros y
peregrinos, absteniéndoos de los apetitos carnales que militan contra el alma» (1 P 2,11).
Y ·Clemente-Romano-san escribe: «Mis queridos hermanos, abandonando la tierra de
este mundo, hagamos la voluntad de Dios que nos ha llamado y no tengamos miedo a salir
de este mundo... Sabed, hermanos, que nuestro destierro en este mundo de la carne es
breve, que la promesa de Cristo es grande y maravillosa, el descanso del Reino futuro y de
la vida eterna. ¿Qué haremos para alcanzarla, si no es vivir santa y justamente, y estimar
este mundo como extranjero, y no apetecer las cosas de este mundo? Nadie puede a la vez
servir a dos señores».
En aquel tiempo, estas fórmulas no eran unos trabajos vulgares. La ciudad de los
cristianos se construía en el cielo. En la ciudad terrestre, los cristianos eran unos proscritos,
unos fuera de ley. De grado o por fuerza, ellos fueron una raza de héroes, de apóstoles, de
mártires.. «El que no lleva su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27).
Entonces se trataba de hacer de su vida cristiana una fortaleza, no una villa de recreo.
·Basilio-san escribía al prefecto del emperador Valente: «La confiscación no puede
alcanzar al que no tiene nada..., ni el destierro puede asustar al que no pertenece a ningún
lugar y en cualquier parte de la tierra se considera como peregrino, ni la tortura ni la muerte
pueden acobardar al que está impaciente por ir a Dios».
Cuando los monjes y los cenobitas pueblan el desierto, no se sabe si han huido ante la
persecución, o si les apasionaba la soledad. Más tarde, ha proseguido entre los cristianos
el ideal nómada. No siendo ya peregrinos por obligación, algunos santos lo fueron por libre
elección. Toda la cristiandad vibraba entonces estremecida por los santos lugares, Roma,
Santiago de Compostela, Jerusalén. A los pies de los Alpes o de los Pirineos, uno descubre
con emoción esos refugios de peregrinos, cuya capilla es siempre venerada por los
pastores y los labriegos. Y muchos cristianos buenos, se han consagrado, en esta época, al
estado de peregrinos y han encontrado en él la santidad; después de san Alejo, san Roque:
y más cerca de nosotros, uno de los últimos, san Benito José Labre.
Hay en la peregrinación, en la vida eremítica, una «consagración» a la pobreza, al
abandono total de la patria, de la familia, de las comodidades, a veces del decoro, que pone
el cuerpo y el alma en estado de renunciamiento, de permanente salir de sí mismo. El
verdadero peregrino busca a Jesús y lo encuentra. Uno va lejos, lo más lejos que puede,
porque el paraíso está todavía más lejos. «El alma de estos peregrinos no tiene semejante
con la de los otros. Ellos son los que caminan, los que quieren morir por su idea. ¿Cómo
iban a parecerse a los otros, a los que se quedan situados, encerrados en un
ensimismamiento monótono e infecundo?»
Vuelvo a mirar el fresco del Hospital de san Marcos, en Florencia. En un tímpano de la
puerta están los dos peregrinos de Emaús. Cristo está con ellos, vestido también de
peregrino, con la túnica de viaje, el bastón, unas medallas al cuello. Los dos peregrinos
levantan hacia él una mirada perdida, en la cual se contempla el mundo nuevo.
EPILOGO
En el momento en que sus discípulos comienzan a penetrar el sentido de las parábolas,
dice Jesús: «Todo escriba que se ha instruido en la doctrina del Reino de los cielos es
semejante al dueño de casa que saca de su tesoro lo nuevo y lo añejo» (Mt/13/52). Esto
se refiere a todo discípulo, a cada cristiano, pero especialmente al que tiene el encargo de
enseñar.
El dueño de la casa ha encerrado en sus cofres y armarios los trajes vistosos de su
familia y unos vestidos nuevos, en toda la gama de telas preciosas; y de ellos se sirve a
medida de las circunstancias. Así los cristianos poseen hoy las parábolas en sus tesoros.
Cosas nuevas, porque son la enseñanza del Maestro que no ha querido coser la tela nueva
en un vestido viejo; cosas antiguas, porque aunque es cierto que ha renovado toda la Ley,
no la ha cambiado en su esencia, y todo cristiano acata en ella la voluntad de Dios.
Vestidos tan viejos como las profecías del Antiguo Testamento, pues Jesús ha heredado de
los Profetas las imágenes con que reviste su pensamiento para manifestar los secretos
eternos a la vez que ocultan el resplandor de la luz.
Las parábolas son verdaderos tesoros: contienen el Reino de los cielos.
Hemos tomado en serio la palabra que Jesús dirigía a los Doce: «A vosotros se os ha
concedido conocer los secretos del Reino de los cielos». Hablando en parábolas, tenía
conciencia de construir un mundo espiritual aún desconocido. Las profecías se hacían
realidad; las cosas ocultas desde la creación del mundo se desvelaban (Mt 13, 35).
Primeramente fue la manera inimaginable como Dios fundó su Reino, sobre una Palabra
venida del cielo y aceptada en lo secreto del corazón, con el contraste entre la humildad del
comienzo y las grandezas del futuro. Luego fue la transformación de la «religión» por la
revelación de la «misericordia», de la cual iba a nacer una «justicia» proporcionada. Todo
lo cual tendría como consecuencia la rehabilitación de los hombres despreciados por los
jefes religiosos del judaísmo y el traslado de los privilegios del pueblo elegido a un pueblo
que diera los frutos del Reino.
Unas parábolas sancionan la ruptura de Jesús y de su comunidad embrionaria con el
judaísmo. En adelante, el pensamiento de Jesús va a referirse más expresamente al futuro
reservado a su obra. Una nueva sociedad sucede a la antigua sociedad religiosa. La
Iglesia, sin dejar de ser el pueblo elegido, se presenta al mundo como el signo de la
novedad del plan divino.
Las diversas parábolas de las semillas dejan ya entrever, entre la sementera del Reino y
la cosecha escatológica, un período de crecimiento de duración indeterminada; es cosa de
Dios el concretar el momento en que esté madura la mies. Esta idea se precisa en las
parábolas del banquete y de los viñadores. Los primeros invitados al banquete mesiánico
han rehusado ese honor; en lugar suyo, unos invitados improvisados, reclutados en todas
partes, incluso del paganismo, disfrutan de los bienes del Reino de Dios. El banquete dura
mil años, según unos cálculos del judaísmo. Bajo una imagen distinta, los labriegos a los
que el dueño de la viña había confiado el Reino, no le han dado los frutos que él esperaba;
serán castigados, se les quitará la viña y se les dará a «otros». Según un logion de cuño
arcaico, esos otros constituyen un «pueblo». Se abre así un período terrestre, cuya
duración sólo Dios conoce.
Jesús sabe cuál será su propio destino en ese drama que se abate sobre el judaísmo.
Participará de la suerte de Juan Bautista, la de los justos, la de los profetas; y su misma
comunidad se verá envuelta en la tormenta. Sin embargo, un arco iris domina la tempestad.
En el momento decisivo, Dios hará avanzar sobre las nubes del cielo al Hijo del hombre, el
representante del pueblo de los santos del Altísimo, y le entregará el Reino, el señorío del
mundo y toda su gloria. Esta gran esperanza la ha condensado Jesús en una afirmación
solemne conservada por la tradición: «¡El Hijo del hombre vendrá sobre las nubes!»)
Las profecías y recomendaciones apocalípticas de Jesús ayudarán a los hombres
apostólicos a dirigir la barca de la Iglesia en medio de las tempestades: el equilibrio
cristiano se establecerá sobre las tradiciones del Señor. Cuando, en los primeros años, la
espera se hacía demasiado ansiosa e intranquila, los apóstoles, san Pablo particularmente,
la calmaban apoyándose «en la palabra del Señor» (1 Tes 4,15). Más tarde, ante la
tardanza de la parusía, reavivaban la espera del día en que Cristo iba a dar su corona de
gloria «a todos los que desean su venida». «Vigilad y orad -repetían los apóstoles- porque
no sabéis a qué hora vendrá el Señor».
¿No es otra vez la fidelidad a las palabras de Jesús, guardadas y explicadas por la
tradición, la que, a través de todas las vicisitudes de una Iglesia bamboleada entre las
persecuciones y las gracias espirituales, salvará a los cristianos de las ilusiones y de las
desilusiones? La Iglesia sabe que es extraña al mundo. Pero sabe también que es la luz de
ese mismo mundo y la sal de la tierra. Nada hay que pueda aturdirla o confundirla en su fe y
su esperanza.
Como el seno de la madre espera el nacimiento del hijo, la Iglesia alimenta las almas y las
prepara para la verdadera vida, la que comienza en la eternidad. Custodio de las
enseñanzas de Jesús, la Iglesia es el terreno firme sobre el que descansan nuestras vidas
efímeras.
El sermón de la montaña lo concluía Jesús con esta parábola:
«El que escucha estas palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede
compararse a un hombre prudente que edificó su casa sobre la roca. Cayó la lluvia, vinieron
las riadas, soplaron los vientos y azotaron la casa. Pero la casa no se desplomó, porque
estaba cimentada sobre la roca.
Y el que escucha estas palabras que acabo de decir y no las cumple, puede compararse
a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena. Cayo la lluvia, vinieron las
riadas, soplaron los vientos y dieron contra la casa. Y la casa se desplomó, y fue grande su
ruina» (Mt 7, 24-27).
Se percibe todavía, a través de estas estrofas, el desencadenamiento de las
tempestades de Palestina, el ruido de los torrentes de agua y el estruendo de casas
derrumbadas. A nosotros nos corresponde cimentar nuestras casas sobre esa roca a la que
nada puede reemplazar, sean cualesquiera los huracanes de este mundo.
LUCIEN CERFAUX: MENSAJE DE LAS
PARÁBOLAS
ACTUALIDAD BÍBLICA 11.EDICIONES FAX. MADRID-1969
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