MENSAJE DE LAS PARABOLAS (1)


El primer hombre que tuvo la idea de escribir, comenzó por dibujar o pintar casas, árboles, 
pájaros. Escribía como pensaba, con imágenes. El Oriente nos ha conservado sus antiguas 
escrituras ideográficas, y aun hoy día nos sigue familiarizando con esas imágenes que 
hechizan la «imaginación»', de una humanidad menos cerebral. 
La «parábola» está en la línea de la imagen. Los Griegos la definían en su retórica como 
la yuxtaposición, a un pensamiento menos inmediatamente accesible, de una analogía 
bastante concreta para clarificar la idea abstracta. Todavía de esa manera enseña el 
maestro a sus discípulos. Y nosotros mismos, dentro de un discurso, intentamos avivar por 
medio de una parábola una atención que está languideciendo. 
Entre los Semitas, la parábola se sitúa dentro de la «imagen» y posee una enorme riqueza 
de sugestión. Los Semitas se sirven de un mismo vocablo para designar todo eso que 
nosotros llamamos parábola, proverbio, fábula, comparación, alegoría, metáfora. En todo 
esto, los Semitas encuentran «la imagen» del lenguaje primitivo. Donde nosotros pensamos 
con «ideas», ellos piensan con «imágenes». 
La imagen es como el punto de apoyo y la pista de lanzamiento de su inteligencia. Es 
también un símbolo que hay que «descifrar». En la imagen puede verse ya, en un grado 
variable, la «cifra» que nos lleva a una comprensión vislumbrada desde el principio. El arte 
supremo consiste en ocultar suficientemente el objetivo final, en velarlo y revelarlo al mismo 
tiempo. Cuando la cifra o la clave resulta inaccesible para el no iniciado, la imagen se 
convierte en un enigma. Tal es el que Sansón proponía a los Filisteos: «Del que come salió 
lo que se come, y del fuerte salió la dulzura» (Jue 14, 14). Y al contrario, comprendemos sin 
dificultad adónde quiere ir a parar Natán, cuando inventa una historieta y se la cuenta a 
David: «Había en una misma ciudad dos hombres, uno rico y el otro pobre... El pobre no 
tenía nada fuera de una oveja... Llega un forastero a la casa del hombre rico; y éste le roba 
la oveja al pobre... David, cogido en el lazo, condena al rico. Y el profeta le dice: «Ese 
hombre eres tú». El profeta, sin embargo, había subrayado vigorosamente la ternura del 
pobre para con su única oveja. Ahí estaba la cifra (2 Sm 12,1-15). 
En algunas ocasiones se trasluce la cifra hasta el punto de que será imposible no 
advertirlo con la simple lectura de la imagen. Tal es la alegoría: la imagen y su significación 
se combinan en un mismo relato, en una misma descripción. Esta unión de la imagen y de lo 
que la imagen significa alcanza la quintaesencia del arte en el profeta Isaías, en su «cántico 
de la viña». Los que le escuchaban sabían que Israel era la viña de Dios. Pero Isaías la 
pinta con tal realismo que sus oyentes están viendo solamente los majuelos de sus colinas: 
«Mi amado tenía una viña en un fértil recuesto...».
El viñador trata con dureza a su viña tan ingrata, y termina con estas palabras: 

«Prohibiré a las nubes que dejen caer su lluvia sobre ella». 

Se ha roto el velo de la alegoría. Todo el mundo la ha comprendido: 

«La viña de Yavé Sebaot es la casa de Israel». (Is 5, 1-7).

Sin embargo, no se puede distinguir tan rigurosamente la parábola griega y la «imagen»~ 
semítica hasta abrir entre ambas un foso infranqueable. ¿Pueden compararse dos cosas 
sin que se establezca entre ellas un conjunto de referencias mutuas? Por lo demás, las 
viejas civilizaciones de Grecia y de Oriente, principalmente en los tiempos evangélicos, se 
compenetraban de mil maneras en el arte, en la literatura, en la política, en la religión. 
Jesús, pues, se ha servido también de la parábola griega. Obligarle, como lo hacen A. 
Jülicher y sus nuevos discípulos, a servirse únicamente de ella, con exclusión de la 
«imagen», semítica en su forma alegórica, es una causa perdida; como lo demuestran a un 
mismo tiempo la exégesis concienzuda de las parábolas y su verosimilitud histórica. Las 
parábolas del Evangelio están todas ellas inmersas en el ambiente semítico. No todas las 
parábolas del evangelio son claras como un cristal; y por eso, las explicaciones no son de 
ninguna manera superfluas. T. W. Manson hace notar que no todas las parábolas 
sinópticas pueden plegarse a la hipótesis de Jülicher. Por ejemplo, la parábola: «Al hombre 
no le contamina lo que en él entra, sino lo que de él sale» (Mc 7,15), es enigmática. Esa 
teoría, sigue diciendo Manson, nos llevaría a rechazar la autenticidad de palabras como Mc 
4, 11s. Y si renunciamos a tratar tan radicalmente el material evangélico, tenemos que 
revisar la definición de parábola. Y esto nos lleva a comenzar nuestra investigación por la 
retórica del Antiguo Testamento más que por los «retóricos» de Occidente. Eso es 
precisamente lo que nosotros vamos a hacer. 

¿Podría Dios hablarnos de otra manera que no fuera en «imágenes»? Antiguamente, 
Dios se revelaba a los «videntes» y a los «adivinos» por medio de «signos». Las visiones 
proféticas son «imágenes». Dios anuncia al profeta Amós el destino de Israel de esta 
manera: 

«He aquí lo que me hizo ver el Señor: una canasta de frutas maduras. 
Y me dijo: ¿Qué ves tú, Amós? Yo respondí: una canasta de frutas maduras. 
Y el Señor me dijo: Mi pueblo Israel está maduro, ha llegado a su fin». 
(Amós 8, 1-2)

Amós había visto cientos de veces las canastas con las frutas maduras. Pero ese día, el 
profeta contemplaba esa canasta como si no la hubiera visto nunca. Sabía por instinto que 
Dios quería que la mirara, y que la canasta iba a significar algo, uno de esos secretos que 
Dios comunica a sus siervos los profetas. Dios guiaba la inteligencia del profeta para que 
descubriera, bajo el velo de una «imagen», una realidad más profunda.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento, Dios se irá sirviendo de este procedimiento de 
revelación. En el primer instante, una imagen que se presenta súbitamente en una luz 
religiosa, un sueño, un relato, el encontrarse con un espectáculo inesperado, suscitan una 
iluminación intelectual vaga y borrosa todavía. De esta intuición arranca Dios para ir 
precisando su pensamiento.
Recordemos algunas etapas de esta larga historia. Son conocidas las aventuras 
matrimoniales de Oseas. El profeta atribuye a su matrimonio con Comer, hija de Diblayim 
—matrimonio real o ficticio—, una significación simbólica, que se le va revelando, paso a 
paso, en la explicación de los nombres que Dios impone a los hijos de esa union 
desgraciada, con la finalidad de anunciar el futuro de Israel (Os 1,2-2,3). 
La visión de la plaga de las langostas, al comienzo del libro de Joel, sirve de apoyo a una 
descripción del terror del día de Yavé (descripción que tiene como marco una liturgia de 
lamentaciones y de súplicas). 
El cántico de la viña de Isaías —es otra etapa— nos lleva hasta Ezequiel y su célebre 
alegoría del águila, del cedro y de la viña. El tema de la revelación no puede estar ahí más 
claro: 

«Me fue dirigida la palabra de Dios: Hijo de hombre, propón un enigma y presenta una 
parábola a la casa de Israel. Di: Así habla el Señor Yavé: 
La gran águila de grandes alas y de largas plumas, 
cubierta de plumaje de varios colores, 
vino al Líbano y tomó el cogollo del cedro; 
arrancó el principal de sus renuevos 
y lo llevó al país de los mercaderes». 

En seguida se ha reconocido a Nabucodonosor y a sus expediciones. El renuevo se 
convierte en una viña cada vez más exuberante. No debemos asombrarnos al ver un retoño 
de cedro que produce una viña, porque es la viña de Isaías y de toda la tradición profética. 
La alegoría continúa, cada vez más complicada, de modo que se impone una explicación: 

«Me fue dirigida la palabra de Yavé: ¿No sabes lo que significa esto ? He aquí que el rey 
de Babilonia ha venido a Jerusalén...».

En el mismo tono, y como conclusión de la alegoría, Dios renueva sus promesas 
mesiánicas, que no necesitan explicación: 

También yo tomaré del cogollo
del cedro elevado,
arrancaré un vástago del principal
de sus renuevos;
y lo plantaré yo mismo
sobre una montaña muy alta.
Yo lo plantaré en la montaña alta
de Israel.
Echará ramas y dará fruto
y se convertirá
en un cedro magnifico.
Bajo él habitarán los pájaros de toda clase,
toda clase de aves morará
a la sombra de sus ramas.
Y conocerán
todos los árboles de la selva
que yo soy Yavé,
que humillo al árbol sublime
y levanto al árbol humillado...
(Ez 17, 1-24)

Nabucodonosor nos lleva al Libro de Daniel, y éste nos proporciona una última etapa, en 
los umbrales de lo apocalíptico. Los sueños de Nabucodonosor—los sueños pertenecen a 
la familia de los símbolos—revelan misteriosamente el porvenir. Para comprender su 
significación, el rey apela inútilmente a sus sabios. En cambio, Daniel, el joven hebreo, 
recibe por revelación la explicación de las visiones y declara al rey: «En el cielo hay un Dios 
que revela los misterios y que ha hecho conocer al rey Nabocodonosor lo que ha de 
suceder al final de los días» (Dn 2, 28). Oímos aquí por primera vez la palabra «misterio», 
preludio de la revelación de los secretos del Reino en el Nuevo Testamento. 
Las venas que encontramos en el Antiguo Testamento tienen su continuación en la 
enseñanza de Jesús, y de manera particular el empleo de la parábola como método de 
revelación. El Maestro galileo es el heredero de los profetas. Por otra parte, el entronque de 
sus parábolas con las de Amós o Isaías no resta nada a su originalidad y a su arte. La 
originalidad de los antiguos no consistía en renegar de la tradición de los maestros 
anteriores, sino que se inscribía dentro de su misma línea, pisando sus huellas. Amós e 
Isaías eran grandes poetas. Por repetir su arte, e incluso por imitarlo, no pierde nada de su 
espontaneidad y de su frescura la poesía de Jesús. Sus parábolas, ha escrito C. H. Dodd, 
tienen una alta calidad imaginativa y poética: son verdaderas obras de arte. Ahora bien, en 
aquella pequeña sociedad humana que es la Palestina de los comienzos de nuestra era, los 
poetas no se contaban por miles. Ni los monjes de Qumrán, ni la secta de los Fariseos 
poseían, dentro de lo que nosotros conocemos, ese sentido de la naturaleza que hace a los 
poetas. Tampoco lo poseían los evangelistas: ni san Marcos, excelente narrador, ni san 
Lucas, que sabe escribir, son poetas. Ni debían estar más familiarizados con este arte 
aristocrático los pescadores del lago de Genesaret, o los hombres del fisco, o las sencillas 
mujeres de Galilea. La grandiosidad del sentido religioso que revelan las parábolas, ese 
pensamiento religioso, profundo y transparente, como es el de Jesús, con el frescor de su 
poesía, ¿no son suficientes para destacarle como un genio único entre sus 
contemporáneos? 
Se habla mucho de una vida de la «tradición»,, en la comunidad cristiana, cuando lo 
«escrito» no había sido todavía enteramente fijado. Pero ¿tenemos lo suficientemente 
presente que la «tradición» no tiene como misión «crear» los recuerdos, sino conservarlos? 
¿Es posible que la comunidad cristiana atribuyera a Jesús unas parábolas recogidas de su 
ambiente, más bien que reproducir indefinidamente las creaciones artísticas con las que 
Jesús había enriquecido su tesoro? J. Jeremías, uno de los mejores conocedores de los 
orígenes cristianos y del judaísmo, ha escrito con razón: «Las parábolas son un trozo de 
roca sobre la cual se ha edificado la tradición. En efecto: generalmente se admite que las 
imágenes se graban más profundamente en la memoria que cualquier idea abstracta. Y 
cuando se trata de las parábolas de Jesús, hay que añadir que reflejan fielmente, con una 
notable nitidez, la «Buena Nueva» que Jesús anuncia, el carácter escatológico de su 
predicación, la gravedad de sus llamamientos al arrepentimiento y de sus conflictos con el 
fariseísmo. Por otra parte, detrás del texto griego se deja siempre entrever la lengua 
materna de Jesús; y el mismo contenido de sus imágenes está arrancado de la vida diaria 
de Palestina». 

Nuestra primera preocupación será escuchar la voz auténtica de Jesús. Es un trabajo de 
exegeta. Unicamente esta voz es la realmente eficaz. 
Dodd y Claudel, desde dos polos diametralmente opuestos, expresan casi de la misma 
manera la eficacia de las parábolas. Ninguna pedantería exegética, viene a decir Dodd, 
puede impedir que los que tienen «oídos para escuchar», según la expresión de Jesús, 
lleguen a experimentar cómo las parábolas «hablan a su propia condicion». 
Paul Claudel hace decir a Cristo: «Los milagros son signos. Pero también las figuras y las 
parábolas son signos, acontecimientos esquemáticos ante el espíritu. No son un medio de 
retenerme, sino de seguirme, de seguir a algo que, pasando por en medio de vosotros, va 
más allá de vosotros». Para Claudel, en la Biblia, todo es una parábola o una imagen que 
simboliza algo. «Nosotros sabemos—sigue diciendo Claudel—lo que es un león, un águila, 
un cedro. Y cuando se los nombra ante nosotros, hay dentro de nosotros algo que se 
amolda, que se modela a su semejanza, que toma su forma y su color. Cuando se nos 
cuenta la parábola del hijo pródigo y la historia de Absalón, nos convertimos 
alternativamente en el padre y en el vagabundo, en el viejo rey cuando la huida y en su hijo 
traspasado. Nos hacemos Elías y el Samaritano, y ese mezquino Heliodoro fustigado por 
los ángeles, y ese Nabucodonosor con cuatro patas y hasta con cinco como se le puede 
admirar en el Louvre. Todo nuestro ser se transforma en alguien que escucha y que ve; 
todas nuestras facultades quedan como en suspenso en beneficio de la atención y de la 
imaginación. En un instante, el artista consumado nos ha convertido en lo que él quiere». 
Salgámonos de la literatura. Cualquier obra de arte, si es una obra magna y auténtica, 
nos habla directamente al alma y nos eleva hasta el ideal del artista. Pero cuando el artista 
es al mismo tiempo el que revela los misterios de Dios, la literatura misma se convierte en 
revelación. 
Las parábolas evangélicas representan las realidades divinas. Elegidas a ciencia y 
conciencia por Nuestro Señor, llevan en sí mismas, aun hoy día. el pensamiento y la vida 
del artista divino. Es cierto que encantan y fascinan como todo lenguaje y toda literatura; 
pero el que las ha pronunciado es el Verbo de Dios. Y este Verbo garantiza a las parábolas 
su semejanza con el original divino hacia el cual nos están arrastrando. Nuestro Señor no 
ha olvidado las parábolas. Cuando las estamos meditando, su gracia, presente en nuestro 
interior, imprime las imágenes en nosotros y nos va identificando con ellas. 
Esta es la razón de que el exegeta se esfuerce por llegar a alcanzar la palabra de Cristo, 
tal como esa palabra nos ha sido dada en un momento histórico, en una provincia de 
Palestina, en el pueblo judío, con sus circunstancias temporales, geográficas, políticas y 
con toda la herencia de un pasado religioso que ha reverdecido. A través de todo este 
ropaje, apenas un velo, la voz profunda de la revelación del Hijo de Dios, que ha querido 
ser hombre antes que judío, adquirirá una mayor resonancia. Y herirá nuestro corazón, 
despertando en él una connaturalidad con la obra divina que duerme en nosotros y que 
tendremos que precisar, si queremos interpretar de verdad las intenciones del Maestro. Con 
la voz de Jesús, escucharemos también la voz de la tradición católica: tenemos el deber y el 
derecho de hacerlo. 

Nos ceñiremos a tres grupos de parábolas, que son, por otra parte, las que el pueblo 
cristiano lee una y otra vez con más gusto. Queda trazado de esta manera el plan de 
nuestra obra. En ella iremos recorriendo sucesivamente las parábolas del Reino, las de la 
nueva Justicia y las que nos ayudan a franquear el umbral de la eternidad. 



PRIMERA PARTE

Los misterios del Reino de Dios


Empezarnos abordando, sin más preámbulos, la sección más original de las parábolas 
evangélicas, el tercer gran «discurso» del evangelio de san Mateo, que también está 
representado en san Marcos y de manera singular en san Lucas. Comienza por la parábola 
del sembrador y su explicación correspondiente, separada por unos «logia» que parecen 
ser, como gusta decir hoy, unas «ipsissima verba» de Cristo. Luego siguen unas parábolas 
con la fórmula: «El Reino de los cielos (o de Dios) es semejante a...». 
En efecto, estas parábolas definen bajo diversos aspectos la fundación actual del Reino 
de los cielos. El conjunto se presenta como la lección que saca Jesús de la experiencia de 
su actividad en Galilea, y constituye una de las piezas más auténticas de su enseñanza. La 
sustancia estaba ya contenida en un documento evangélico primitivo. 
Ante todo, es preciso que nos representemos las circunstancias que han llevado a Jesús 
a pasar del anuncio de la buena nueva del Reino de los cielos y de la proclamación de las 
disposiciones que éste requiere, a la explicación del «misterio» del plan divino en el 
establecimiento del Reino anunciado por los profetas. 

Jesús ha realizado en Galilea el programa trazado por el profeta Isaías. Durante unos 
meses, ha estado anunciando «la buena noticia del Reino de Diosa. Jesús sabe que él es 
el mensajero de quien ha escrito Isaías:

«¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del mensajero de la buena noticia,
que anuncia la paz, que trae la felicidad,
que anuncia la salvación, 
que dice a Sión: Reina tu Dios!
¡Escucha! Tus centinelas levantan la voz,
!gritan a una jubilosos,
porque ven cara a cara
cómo retorna el Señor a Sión».
(Is 52, 7-8)

Sin embargo, el cumplimiento que el mensaje de Jesús anunciaba y realizaba al mismo 
tiempo, superaba en valor religioso las descripciones del profeta del Antiguo Testamento. 
Isaías no había podido desprenderse totalmente de un sueño nacionalista, ni había podido 
borrar los colores demasiado humanos que velaban la obra auténtica de Dios. Y este sueño 
y estos colores era lo que principalmente hechizaba a los contemporáneos de Cristo. Para 
Jesús, la «paz» anunciada era totalmente interior; y la «felicidad» milagrosa, que llegaba 
parcialmente, era sólo la envoltura de una realidad espiritual. En este sentido respondía 
Jesús a las dudas del Bautista y de sus enviados: 

«Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los 
muertos resucitan y los pobres reciben el evangelio. Bienaventurado aquel que no se 
escandalice de mí». (Mt 11, 5; cf. Lc 7, 22)

Tal mensaje estaba muy por encima de las esperanzas vulgares. El mensajero del Reino 
revivía el chasco de los antiguos profetas, que había descrito Isaías dentro de un pasaje 
célebre en la tradición judía: 

«Oiréis y no entenderéis; miraréis y no veréis. Porque se ha endurecido el corazón de 
este pueblo, y sus oídos oyen torpemente, y han cerrado sus ojos, para no ver con los ojos, 
ni oír con los oídos, ni entender en su corazón, ni convertirse, y yo les curaría».(Mt 13, 
14-15, citando a Is 6, 9-10)

Isaías añadía unas amenazas, dentro de las cuales se incluye implícitamente la promesa 
de un futuro mejor: 

«[El país] será despojado como un terebinto, del que una vez abatido sólo queda un 
tronco. El tronco es una semilla santa». (Is 6, 13) 

Isaías hablaba claramente de un «resto»: 

«Y los restos de Sión, los supervivientes de Jerusalén, serán llamados santos, y todos 
inscritos para sobrevivir en Jerusalén». (Is 4, 3)

Este «resto santo» lo veía nacer Jesús ante sus ojos en el reducido grupo de sus 
discípulos fieles, pequeño rebaño al que se había otorgado el Reino (Lc 12,32). 
Isaías y los antiguos profetas, cuando hablaban de la intervención de Dios dispuesto a 
gobernar directamente, en persona, a su pueblo elegido, decían simplemente «Dios reina», 
con el verbo. La fórmula que Jesús emplea, «Reino de Dios», o la equivalente «Reino de 
los cielos» (Mt), insinúa que el Reino es al mismo tiempo celestial y terrestre, y que su Rey 
es el Dios del cielo. Esta es la atmósfera del Libro de Daniel: 

«Y el Reino y el imperio, y la majestad del Reino de debajo del cielo se darán al pueblo 
de los Santos del Altísimo. Su Reino es un Reino eterno y le servirán y le obedecerán todos 
los imperios». (Dn 7, 27)

Pero Jesús va más allá del pensamiento de Daniel. Para Jesús, el Reino de Dios es 
esencialmente «espiritual». Daniel proporcionará solamente los esquemas de que se sirve 
Jesús para «revelar» el fondo de su doctrina es decir el plan misterioso de Dios; y 
especialmente esta palabra «misterio» a la que corresponden estas otras dos: «revelación» 
e «iniciados». A la fórmula de Daniel: «Hay un Dios en el cielo que revela los misterios» (Dn 
2 28) responde el «logion» evangélico: «A vosotros os es concedido conocer los misterios 
del Reino de los cielos» (Mt 13 11). 
Daniel distinguía entre los que reciben la revelación (los «niños», los «pequeños» del 
Libro) y los sabios de Babilonia: «Lo que pretende el rey (conocer el sentido de la visión de 
Nabucodonosor) no pueden descubrírselo al rey ni sabios ni astrólogos ni magos ni 
adivinos. Pero hay un Dios en el cielo que revela los misterios y que ha dado a conocer al 
rey Nabucodonosor lo que sucederá al fin de los tiempos» (Dn 2 2728). En una solemne 
bendición dirá Jesús: «Yo te bendigo Padre Señor del cielo y de la tierra porque has 
ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes (cf. Dn 1 20) y se las has revelado a 
los pequeñuelos» (Mt 1 1 25). Y dirigiéndose a sus discípulos privilegiados les dirá también 
en esa forma de «bienaventuranza» que le era familiar lo siguiente: 

«¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen! En verdad os digo 
que muchos profetas y justos han deseado ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo 
que vosotros oís y no lo oyeron». (Mt 13 11; 13 16-17)

El misterio del Reino se compone de una paradoja. Se esperaba de Dios una obra de 
poder y se encuentra uno frente a una intervención secreta suscitada en el fondo de las 
almas por la «buena noticia» de Jesús y casi reservada a los «pobres». Pero a este 
humilde comienzo se ha prometido el porvenir. Ahora bien este contraste entre la 
«pequeñez» del comienzo y la «grandeza» del resultado final del Reino de Dios lo expresan 
Ezequiel y Daniel en el contexto de unas «parábolas». El ramo de cedro se convierte en 
una viña exuberante (Ez 17 1-8) o bien en un cedro magnífico (Ez 17 22-23). Y la piedra 
que se desprende del monte se convierte en una montaña grande que llena toda la tierra 
(sueño de Nabucodonosor Dn 2 35). La parábola del grano de mostaza que se convierte en 
un árbol grande, depende de estos pasajes del Antiguo Testamento. Esto se deduce 
claramente, examinando las semejanzas que existen entre ambos textos. 
Así pues, los profetas proporcionaban a Jesús las fórmulas y las imágenes con las que él 
revestía su pensamiento. Y hasta el género literario parabólico que le ayudaba a continuar, 
a pesar de la crisis de Galilea, el anuncio de la buena nueva con la esperanza de llegar a 
los que aún quedaban capaces de entenderle. Y al mismo tiempo las parábolas le 
ayudaban a revelar a sus discípulos el misterio del Reino de Dios. Jesús «hablaría en 
parábolas». El pueblo seguida escuchándole, asombrándose, tal vez volviendo a él. Y 
Jesús explicaría a sus discípulos el sentido secreto de esas imágenes, vehículo de la 
revelación de Dios. Jesús les revelaría el misterioso plan que presidía la fundación del 
Reino: «A vosotros os es concedido conocer los secretos del Reino». 
Solamente un Maestro como Jesús tenía la necesaria autoridad para introducir en el 
judaísmo esta doctrina de una palpitante novedad. 
El Reino, según hablaba de él Daniel, es esa piedra pequeña arrancada del monte, que 
cae del cielo sólo por voluntad de Dios y está destinada a convertirse en esta tierra en una 
montaña que la cubra y se levante de nuevo hasta el cielo. El comienzo de la obra 
escatológica, la plenitud de los tiempos acaecida entre nosotros, se encuentra en el 
mensaje de Cristo y en el de sus apóstoles. Su palabra, la que sale de la boca de Dios y no 
vuelve a él sin resultado (Is 55, 10-11), es la semilla que prepara la cosecha divina. 



CAPITULO I

LA SIEMBRA DEL REINO


De los dos símbolos del establecimiento del Reino en la tierra, la siembra y la siega, el 
Antiguo Testamento da la preponderancia a este último. Dios es el segador en la eternidad, 
el que interviene al final de los tiempos. El es el vendimiador. Su «dia» es día de alegría 
para los elegidos, pero es también día de cólera, cuando se manifiesta al mundo, como su 
«juez», en el fuego. 
Jesús ha repetido en primer lugar el símbolo de la siega. Sus apóstoles han sido 
enviados para segar: «La mies es mucha, y los obreros son pocos. Rogad al señor de la 
mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 37-38; Lc 10, 2). Pero únicamente se siega 
después de haber sembrado, y la alegría de la siega enjuga las lágrimas de la siembra. 
Para que el Reino de Dios sea cosechado, tiene que ser primero una semilla. 

El sembrador
(Mt/13/01-09; Mc/04/03-09 y Lc/08/05-08)
El escenario que presentan los Sinópticos evoca un cuadro familiar: el lago de 
Cafarnaum, inmóvil dentro de la curva elíptica y alargada de sus colinas, una barca de 
pesca en la que Cristo está sentado, rodeado de sus discípulos, la muchedumbre en la 
orilla. ¿Nos atreveríamos a añadir a ese cuadro un personaje más, un sembrador allá en 
lontananza, en un declive de terreno cultivado? El labriego tiene conciencia de su tarea: 
está preparando el pan de sus hijos, ese pan que fortalece el cuerpo. 

«Salió el sembrador a sembrar. Y al sembrar, unos granos cayeron en la orilla del 
camino, y vinieron los pájaros y los comieron. Otros cayeron en terreno pedregoso, donde 
no tenían mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda. Pero al 
salir el sol, los abrasó, y como no tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinas, y 
las espinas crecieron y los ahogaron. Otros cayeron en buena tierra, y dieron fruto, uno 
ciento, otro sesenta, otro treinta. El que tenga oídos, que oiga» (Mt 13, 3-9). 

La mirada de Jesús, tensa en dirección al cielo, prolonga el espectáculo terrestre. Hay 
otras semillas distintas de las semillas temporales, infinitamente más preciosas, de más 
trascendencia. El mundo de Dios tiene también sus mieses que crecen para la cosecha. 
Jesús las está contemplando. El es el que hace la tarea esencial. El es «el Sembrador». 
Las semillas del Reino han sido las primeras en ser queridas, las primeras en ser 
creadas. Las semillas del labriego de Galilea son la imagen de aquellas. Este campesino 
galileo no trabaja nuestros campos, estas llanuras fértiles en que el viento mece las mieses 
y el sol y la lluvia las doran suavemente, sino que trabaja unos campos quemados por el 
sol, unas tierras ingratas. Allí los senderos atraviesan los campos sin fronteras muy 
precisas; en ellos cae la simiente y los gorriones son voraces. La tierra que se cultiva tiene 
escasa profundidad; la roca calcárea está a flor de suelo. 
Una parábola, según algunos exegetas, no puede saltar la barrera que la separa de la 
alegoría. Pero si Jesús detalla el aspecto del campo, y si lo hace pensando en el fracaso 
parcial de su misión de Galilea, ¿cómo no iban a ser las resistencias del terreno las causas 
de su fracaso? En el pensamiento de Dios, las tierras se volvían hacia el sol de mediodía; 
hoy se inclinan hacia el norte. «La tierra te producirá espinas y abrojos» (Gn 3,18). La 
desilusión de los sembradores es proverbial. «Se ha sembrado trigo, se cosechan espinas» 
(Jer 12,13). La siembra se hace con lágrimas. Se diría que el mismo otoño, la estación de la 
siembra, empuja a la melancolía. «Era un día de otoño, triste y frío. El sembrador salió a 
sembrar... (Joergensen, Les Paraboles). El labriego, en aquellos tiempos antiguos en que 
no era rara el hambre, ha descontado previamente su saco de simiente para proveer al 
alimento necesario a su familia; él no está seguro ni de la buena voluntad del cielo—con 
sus inviernos crudos y sus sequías—ni de que vayan a respetarle los pillajes de los 
nómadas o el paso de las tropas armadas. 
El labrador comienza de nuevo cada año la siembra de sus tierras. Jesús, el divino 
Sembrador, no ha interrumpido su trabajo de Galilea de generación en generación. Las 
primaveras de la Iglesia nos prometen unas sementeras de juventud y fertilidad; pero es 
preciso que primero escuchemos: «El que tenga oídos, que oiga». Volvamos a leer nuestra 
parábola pensando en nuestras siembras de hoy. 
Una parte de la simiente cae a lo largo del camino, y los pájaros 
son voraces. Y aunque la simiente llegue a tocar el suelo, la tierra está endurecida, es 
incapaz de recibir la semilla. Todas las generaciones son idénticas. La nuestra no es ni 
mejor ni peor que las otras. Pero hoy se proscribe a Dios de manera abierta. Somos el 
camino, queremos serlo, lo hacemos todo para endurecerlo como el asfalto. 
Afortunadamente, la fe nos asegura que esta dureza es postiza, pura fachada que se 
tambalea en el momento en que una circunstancia cualquiera obliga al hombre a bajar al 
fondo de sí mismo y darse cuenta de que él no es Dios. 
Una parte de la semilla cae en terreno pedregoso. La capa de tierra es muy delgada. 
Brota muy pronto gracias a la humedad de la lluvia o del rocío de la noche. Pero cuando 
sale el sol y la hiere con sus rayos, se seca. 
Todo marcha de primera. Somos pasión y fuego para los movimientos idealistas que se 
multiplican en nuestro tiempo. La vida nos desengaña, porque Dios no se complace más 
que en las cosas sólidas. «Sobreviene la tribulación, o la persecución por causa de la 
palabra, y se sucumbe». Pero los valientes continúan. 
Una parte de la simiente cae entre espinas. Nos encontramos en el camino con hombres 
excelantes, con los que uno soñaría convertirlos en obreros del Reino. Pero... tienen 
espinas. El amor de los negocios, del placer, las preocupaciones del siglo y las ilusiones de 
la riqueza, como nos explica la parábola. La semilla queda ahogada. Y lo que todavía es 
peor: algunos hombres se sirven del humus de la religión para conseguir una mejor 
frondosidad de espinas. 
Finalmente, queda la tierra buena del todo, la que produce el treinta, el sesenta, el ciento 
por uno. Suele decirse que el cincuenta por uno es ya el máximo, en las mejores tierras; 
pero la parábola se sitúa por encima de las estadísticas. «Isaac sembró en aquel país (la 
tierra de Guerar) y recogió aquel año el ciento por uno» (Gn 26,12). Tal cosecha fue 
excepcional, hasta para el patriarca. Los santos son la cosecha del ciento por uno. 
El poder de Dios tiene como su desquite en los resultados de la buena tierra. Y ésta es 
la conclusión de la parábola. A pesar de los obstáculos (san Pablo diría: por causa de los 
obstáculos), el poder de Dios actúa y obtiene el éxito donde el hombre fracasa. 
Los fracasos aparentes de Jesús no habían hecho mella alguna en su inquebrantable 
confianza en Dios: se explicaban por la revelación del misterio del Reino, que es el poder 
de Dios actuando en la debilidad. 
Los discípulos de Jesús, los Doce sobre todo, no olvidarían la lección. A través de sus 
fracasos y de las persecuciones, cumplirán su quehacer, sembrarán, plantarán la Iglesia. 
Después de ellos, la misma ley se verifica con los cristianos, encargados de ministerios o 
simples fieles, esa ley misteriosa que regula, desde la siembra, el progreso de la cosecha. 
Dios quiere depender de los terrenos que él ha creado. Su segunda creación no renueva 
de arriba abajo la primera, su gracia actúa sobre un primer fondo deteriorado por el pecado. 
Dentro de esta perspectiva, Dios pide y acepta nuestra colaboración, y nos invita a ser 
tierra buena, húmeda y cálida, que descascarilla la semilla y la hinche de su propia 
substancia de manera que tierra y semilla forman una sola cosa. 

Oigamos a ·Agustin-SAN, al obispo, al gran teólogo y escriturista, explicar y aplicar la 
parábola a sus sacerdotes y a sus fieles: «Cambiad de conducta mientras se puede, dad 
vuelta a las partes duras con la reja del arado, echad fuera del campo las piedras, arrancad 
las espinas. No tengáis el corazón duro, que aniquila inmediatamente la palabra de Dios. 
No tengáis una capa ligera de tierra, donde la caridad no puede arraigar profundamente. No 
permitáis que las preocupaciones y deseos del siglo ahoguen la buena semilla, haciendo 
inútiles nuestros trabajos con vosotros. Todo lo contrario, sed la tierra buena... Y el uno 
produce el ciento, el otro el sesenta y un tercero el treinta por uno, con frutos más o menos 
grandes en cada cual. Y todos harán el granero». 

Aquí radica nuestro consuelo y nuestro gozo. El granero de Dios es espacioso, y su 
gracia es, indudablemente, más generosa que todo lo que nosotros podemos imaginarnos. 
Tiene recursos y sabe usar estratagemas que inventa su misericordia en cada minuto, 
hasta el final de cualquier vida humana. Esta parábola nos hace reflexionar sobre la 
debilidad humana, para que crezcan sin medida la misericordia de Dios y nuestra 
confianza.

La cizaña en el campo de trigo 
(Mt/13/24-30)

Otra parábola para presentar las vicisitudes de la siembra. 

«El Reino de Dios es semejante a un hombre que ha sembrado buena simiente en su 
campo. Pero durante el sueño vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se 
marchó. Cuando creció el trigo y se formaron las espigas, apareció también la cizaña. 
Los criados vinieron a decir al propietario: Señor, tú has sembrado buena semilla en tu 
campo. ¿Cómo es que tiene cizaña? El les dijo: Esto lo ha hecho un enemigo. Los criados 
le dicen: ¿Quieres que vayamos a arrancarla? No, dijo él, habría peligro, al recoger la 
cizaña, de arrancar al mismo tiempo el trigo. Dejad que crezcan los dos a la vez, y cuando 
llegue la siega, yo diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para 
quemarla. Y llevad el trigo a mi granero». 

Los exegetas, a quienes resulta familiar la Tierra Santa, nos proporcionan unas 
informaciones preciosas. 
«El trigo alcanza ordinariamente una altura más considerable que la cizaña. Entonces, 
los campesinos cortan con su hoz el trigo por encima de la cizaña, de manera que las 
espigas de la cizaña quedan intactas. En ocasiones como ésta es frecuente oír al dueño del 
campo que dice a sus segadores: Levantad más altas las manos» (Biever, sacerdote del 
patriarcado latino de Jerusalén). 
«En las aldeas de Palestina no es raro que un hombre tenga su enemigo particular, y las 
venganzas de los labradores—árboles cortados, mieses abrasadas—son muy frecuentes» 
(Lagrange). 
«Para alejar a los fieles de estas temibles venganzas, el crimen de cortar un árbol frutal 
es un pecado reservado en la diócesis de Jerusalén» (Buzy).
«Es posible que la parábola de la cizaña evoque un incidente real, pues en la Palestina 
moderna se nos ha referido una historia parecida... Había costumbre... de extirpar la cizaña, 
incluso varias veces...» (J. Jeremías). 

La explicación de la parábola, conservada por san Mateo, está vigorosamente teñida de 
alegoría: «El campo es el mundo. Los criados son los hombres. Los segadores son los 
ángeles». San Jerónimo exagera cuando dice: «Los hombres que duermen (cuando 
deberían haber estado en vela) son los doctores de las iglesias». Algunos exegetas se 
permiten excesos de esta clase para convertir la parábola en un hecho simplemente 
diferente, del cual sacaría Jesús una lección de paciencia en espera del juicio de Dios. 
Es verdad que el Maestro galileo ha debido defender su acción y su manera de realizar 
el Reino contra los prejuicios de su tiempo. El mismo precursor, los Zelotas, los Fariseos, 
los anacoretas de Qumrán, coincidían en exigir a Dios un comportamiento duro, una 
intervención espectacular en el establecimiento del Reino. En torno a Jesús iba y venía un 
grupo de discípulos y de algunos simpatizantes; pero los hombres y mujeres de Galilea 
continuaban viviendo la vida de todos los dias. Jesús dejaba hacer. Ni siquiera detenía el 
mal en el dintel de su pequeña comunidad. Pero ¿quería realmente dar una lección de 
vulgar paciencia? 
San Mateo, y antes que él una fuente aramea, ha situado nuestra parábola dentro del 
gran contexto de la revelación del misterio del Reino. Esto es una señal de que en ella se 
trata de la «política» de Dios y del plan de la fundación del Reino. Lo cual lleva consigo un 
cierto alegorismo. El labrador representa a Dios y el campo es su Reino; detrás del enemigo 
se oculta también algo o alguien, ese Poder del Mal que yace en el fondo del hombre, en 
ocasiones anónimo y a veces con un rostro muy personal, y que se opone a la obra de 
Dios; y el fuego que quema las gavillas de cizaña tiene un cierto olor escatológico, como el 
horno ardiente del Libro de Daniel. La región de Galilea era esa porción del campo 
inmenso, en la que Dios comenzaba la siembra de su Reino. Y el que Dios dejara subsistir 
la cizaña, siembra de otro, al lado de su Reino, era el misterio, dentro de las miras de la 
comparación. 
Es una situación paradójica. Dios ha sembrado trigo. Y permite que urdan la intriga: han 
entrado en juego unas fuerzas que hacen peligrar la cosecha. Y esto origina un conflicto 
—que está en el centro de la parábola—, representado por la actitud del Dueño y la actitud 
de los criados. 
Los criados se asombran. Dan la impresión de que sospechan alguna negligencia en el 
colono. «¿Has limpiado bien la simiente?» Luego, cuando caen en la cuenta de que su amo 
es víctima de su enemigo, les abrasa el celo, pero de manera intempestiva. Frente a eso, la 
parábola subraya la clarividencia del Dueño: «Eso lo ha hecho el enemigo», y su paciencia: 
«Dejadla crecer. Cuando la mies esté madura, yo mandaré a los segadores...».
Desde el comienzo de los tiempos, el mal se halla instalado dentro de la obra de Dios; y 
esa misma situación debe durar hasta la consumación. Tal es el designio del Dueño de la 
mies. 
A través de esta parábola es necesario que nos amoldemos a la ideología de Dios, que 
veamos con sus ojos, que sometamos nuestra inteligencia a la suya. 
Será preciso que armonicemos dos actitudes que a primera vista parecen 
contradictorias: una intransigencia radical frente a una obra que no es la de Dios; y una 
paciencia inquebrantable para conservar nuestro optimismo. 

Intransigencia. Saber muy bien cuál es nuestro puesto. Elegir nuestra postura. Ser trigo, 
de una manera resuelta, decidida. Porque un día caerá el telón con el desenlace de la obra: 
«Como acaeció en los dias de Noé, así sucederá en los dias del Hijo del hombre. Comían, 
bebían, tomaban marido o mujer, hasta el día en que Noé entró en el arca: y llegó el diluvio 
y todos perecieron. Como también en los días de Lot, comían, bebían, compraban, vendían, 
plantaban o edificaban: y el día en que Lot salió de Sodoma, hizo Dios caer lluvia de fuego 
y de azufre y todos perecieron. Así sucederá el día en que se revele el Hijo del hombre. En 
aquel día, el que esté en la terraza y tenga sus cosas en la casa, que no baje a cogerlas; y 
el que esté en el campo, que no vuelva atrás» (Lc 17, 26-31). 
No tengamos, pues, ninguna debilidad, ninguna complicidad con el mal: «Si queremos 
servir a Dios y al mundo, será con perjuicio nuestro. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo 
el mundo si pierde su alma? El mundo presente y el mundo futuro, el nuestro, son enemigos 
entre sí. El mundo presente recomienda el adulterio, la corrupción, la avaricia, el fraude, 
mientras que el mundo futuro renuncia a estos crímenes. No podemos, por tanto, ser 
amigos de los dos. Es preciso renunciar al primero y vivir del segundo. Creemos que es 
preferible odiar las cosas de este mundo, porque tienen muy poca importancia, son 
efímeras y caducas; y amar las otras cosas, las que no fenecen»
·Clemente-Romano-san). 
Asi hablaban los antiguos, los del tiempo en que el Imperio Romano era la encarnación 
de la Bestia (al estilo del Apocalipsis). Semejante tiempo es una excusa para identificar el 
«Mundo» y el Mal. Este es un aspecto de la realidad, unilateral desde luego; pero sería otro 
prejuicio parecido exorcizar totalmente el mundo moderno. 
El pertenecer a un cristianismo mejor establecido que el del tercer Papa de Roma no nos 
dispensa de una visión clara. En su tiempo, no era ni concebible el que un César pudiera 
hacerse cristiano. Hoy día nos asombramos de la hostilidad de muchos gobiernos. A través 
de toda la historia de la Iglesia, nunca ha sido desarmado el totalitarismo político. Para que 
la masa conservara su sabor cristiano, ha habido en todas las edades cristianos que han 
vivido en los desiertos, o en las celdas monacales, o en los conventos, o que se han 
fabricado una celda para su soledad de inteligencia y de corazón. Precisamente porque el 
Reino no es el mundo, y porque hay hombres entregados al mundo, son necesarios 
algunos hombres que pertenezcan al Reino, y nada más que al Reino. 
Y paciencia. La separación de que hablamos se realiza ante todo en el terreno de los 
principios. Ya san Pablo se ha encontrado ante la necesidad del compromiso. Para huir de 
la idolatria, para escapar al contacto de los licenciosos, habría que salir de este mundo, 
escribe a los fieles de Corinto. El cristiano no puede hacerlo. Y lo que es más, estamos en 
una época en la que resulta muy difícil distinguir el trigo de la cizaña. Acaece que se huele 
el trigo o nos da en la nariz lo demoniaco; por regla general, unos incontables «peros» y 
«síes» nos ocultan la realidad profunda, la de Dios. El trigo presenta sus taras y sus 
enfermedades; se deslizan en él los principios del mundo. Y la cizaña tiene cualidades 
humanas innegables, y pueden ser buenas las intenciones mientras que algunas 
realizaciones son desastrosas. 
La presente situación, tal como es, entra dentro del plan de Dios. Dios la quiere en 
beneficio de todo el mundo. En beneficio nuestro, porque está seguro de que si 
permanecemos firmes en la fe, la presencia de los «malos» a nuestro lado engendrará la 
paciencia, y la paciencia es ya esperanza. Esperaremos al tiempo de la siega. Por otra 
parte, ¿no ayuda la cercanía de la cizaña a que el trigo se alce más robusto y más espeso? 
A los árboles se los deja en viveros tupidos; y una encina se desarrolla bien solamente en 
el bosque. 
Sobre todo, no nos metamos a hacer la obra de discriminación de los últimos dias. El 
juicio, en última instancia, pertenece solamente a Dios. Dios es celoso de su juicio. 
Nuestras manos de hombres son demasiado torpes, y nuestros ojos ven mal, se paran en la 
superficie de las cosas. 
Hay que dejar, por tanto, un lugar para la paciencia. San Jerónimo, el gran batallador, 
que devolvía con usura los golpes que se le daban, se siente obligado a admitir la 
paciencia. Y hemos de estar sobre aviso, nos explica el santo, para no precipitar la caída de 
un hermano: porque puede suceder que el que hoy está corrompido por una doctrina 
peligrosa, mañana se arrepienta y se ponga a defender la verdad. Bonito cañamazo sobre 
el que borda ·Crisólogo-Pedro-San cuando escribe: «La cizaña de hoy puede cambiarse 
mañana en trigo; de esa manera el hereje de hoy será mañana uno de los fieles; el que 
hasta ahora se ha mostrado pecador, en adelante irá unido a los justos. Si no viniera la 
paciencia de Dios en ayuda de la cizaña, la Iglesia no tendría ni al evangelista Mateo—a 
quien hubo necesidad de coger entre los publicanos—, ni al apóstol Pablo—al que fue 
preciso coger entre los perseguidores—. ¿No es verdad que el Ananías del libro de los 
Hechos trataba de arrancar el trigo, cuando, enviado por Dios a Saulo, acusaba a san 
Pablo con estos términos: Señor, ha hecho mucho daño a tus santos? Lo cual quería decir: 
arranca la cizaña; ¿por qué enviarme a mí, la oveja al lobo, el hombre piadoso al maldito?, 
¿por qué enviar un misionero de mi talla al perseguidor? Pero mientras Ananías veía a 
Saulo, el Señor veía ya a Pablo. Cuando Ananías hablaba del perseguidor, el Señor sabía 
que era un misionero. Y mientras el hombre le juzgaba como cizaña para el infierno, Saulo 
era para Cristo un vaso de elección, ya con un puesto en los graneros del cielo» (Sermón 
97). 
El tiempo actual es el de la paciencia de Dios y el de nuestro arrepentimiento. 
Yo me pregunto si no estamos siendo infieles al pensamiento de Nuestro Señor al 
detenernos tan largo tiempo en la cizaña. Dios prohibe arrancar la cizaña en beneficio del 
trigo: Cuidado, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis con ella el trigo. El tiempo 
concedido a la vez al trigo y a la cizaña, es el tiempo en que crecen; el que Dios lo alargue 
o lo abrevie, siempre es por razón de sus elegidos (Mc 13, 20). No es ninguna barbaridad, 
ni egoísmo, el hablar así. Si nos concentramos en las intenciones de Dios, que quiere 
apasionadamente a sus santos, y nos sometemos a él a fondo, estamos teniendo 
compasión de la cizaña y colaboramos en su transformación. Si todos los católicos hubieran 
sido siempre unos santos de categoría, ¿habría tantos infieles? 
Lo que Dios mira y lo que él ama es el trigo, es decir, su palabra que ha germinado en 
unos corazones humanos y se ha hecho en ellos contemplación, amor, santidad, sacrificio; 
su palabra, que debe todavía crecer, encarnada en la santidad de las familias cristianas, 
como en el martirio de tantos hermanos nuestros, hoy dia; su palabra que hará madurar el 
entusiasmo de la juventud contemporánea. 
He aquí lo que Dios ama y mira con amor por encima de eso que llena las páginas de los 
periódicos o propagan las ondas de una punta a otra del mundo. Dios no teme la 
competencia de los satélites artificiales. Sus estrellas no tienen miedo a la luz eléctrica. 
Tampoco la desprecia, pues es creatura suya. 
Conservemos la cabeza lúcida en medio de los torbellinos pasajeros que debilitan la 
tierra. Cada vez que la Iglesia ha sentido la tentación del vértigo de un progreso meramente 
humano, se ha recogido -—y se recogerá siempre- para repetir la respuesta de Nuestro 
Señor al tentador: no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca 
de Dios. 
Cuando contempla su campo de trigo, Dios siente amor y se siente orgulloso, como el 
colono que, en otro tiempo, el domingo después de visperas, iba a darse una vuelta para 
admirar sus mieses. Dios Creador, ante la belleza del mundo material que acababa de salir 
de sus manos, «vio que la luz era buena»; y cuando hizo nacer la hierba verde y los árboles 
frutales, «vio que estaba bien». ¿No os parece que ahora repite esa misma palabra 
después de cada una de sus creaciones espirituales, en cada nuevo brote de vida y de luz 
dentro de su campo, que es la Iglesia? Dios está ufano de sus santos. Un día se presenta 
Satanás en el consejo que Dios celebra con sus ángeles. «¿De dónde vienes? —He 
recorrido la tierra... —¿Te has fijado en mi siervo Job ? No hay ninguno semejante a él en 
la tierra; es un hombre íntegro y recto, que teme a Dios y se guarda del mal.

MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS 2

 

LUCIEN CERFAUX: MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS
ACTUALIDAD BÍBLICA 11.EDICIONES FAX. MADRID-1969
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