B I B L I A (2)

José Rodríguez Carballo

 

2. La Biblia como palabra de Dios: 
La Biblia es una creación literaria de hombres y mujeres que pertenecieron al antiguo pueblo de Israel y a la primitiva Iglesia. Pero esta creación literaria recoge, no como letra muerta, sino como mensaje vivo y vivificante, lo que Dios ha comunicado a los hombres y ha hecho por ellos. Esto hace que el creyente, judío o cristiano, se sitúe ante la Biblia con una actitud de fe y desde ella intente escudriñar sus secretos. Desde esta perspectiva, la Biblia aparece como palabra de Dios, como obra suya realizada a través de hombres. Dios mismo escribe y habla en lenguaje humano. Dios dialoga con la humanidad mediante mediadores humanos (cf. Lc 1,70). Nos lo dice la Biblia misma (cf. Dt 18,18; Jr 1,9, Mt 1,22; Lc 10,16; Heb 1,1ss). Nos lo enseñó desde siempre la Iglesia: «creo en el Espíritu Santo... que habló por medio de los profetas» (cf. DV 11). Lo profesaron desde siempre los grandes maestros de la fe. Uno de ellos, Clemente Alejandrino, escribe: «Es el Señor mismo quien habla por Isaías, él mismo en Elías y en la boca de los otros profetas» (Prot., 1, 8, 3), pues «todos son 'instrumentos de la voz divina'» (Strom., 6, 18). Otro gran maestro, san Juan Crisóstomo, podrá afirmar: «Cuando digo Pablo, digo Cristo» (PG 47, 373). Y para san Jerónimo, la Biblia es «el instrumento a través del cual Dios habla cada día a los hombres» (Ep., 133, 13). «En toda la Escritura -concluye Gregorio Magno- es Dios quien nos habla» (In Ez. hom., 1, 10, 14). En dos textos del Nuevo Testamento leemos la significativa palabra «inspiración» para definir la Escritura como obra de Dios. En el primero, Pablo exhorta a Timoteo a permanecer fiel a las enseñanzas que aprendió desde pequeño, leyendo la Escritura, porque «toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir...» (2 Tim 3,16). En el segundo, el autor de la segunda de Pedro, además de decirnos que la Biblia tiene que entenderse según el sentido que le dieron los autores sagrados, que hablaron siempre de parte de Dios, reconoce la intervención humana de los autores que, impulsados por el Espíritu Santo, profetizaron. «Ante todo, tened presente que ninguna predicción de la Escritura está a merced de interpretación privada, porque ninguna predicción antigua aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios movidos por el Espíritu Santo» (2 Pe 1,20-21).

La Biblia tiene, pues, una estructura sacramental, es decir, es un signo, un sacramento del Dios invisible. Es una realidad teándrica, en la cual lo humano, la letra, envuelve lo divino, el mensaje de Dios. La palabra humana contiene y expresa la palabra divina. Y la palabra de Dios no es una idea o una cosa sino una persona. «La palabra de Dios -escribe Macario el persa- es Dios mismo, como la palabra del mundo es el mismo mundo» (Hom. 46, 1). De ahí que la Biblia es teofanía, teofanía de amor. Es Dios que se abre, se revela y se nos entrega. Quien conoce la Escritura, conoce a Dios, porque «la Escritura es el corazón de Dios», escribe san Agustín (In P5. 21, 2, 15). Y san Buenaventura afirma que «toda la Escritura es corazón de Dios, boca de Dios, lengua de Dios» (In Hex. com., 1.12, 17). Por lo que san Gregorio Magno podrá concluir: «Aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios» (Ep. 4, 31).

Más precisamente, esta presencia de Dios en la Biblia es la presencia del Hijo, del Verbo encarnado. El Hijo se hizo palabra humana para salir a nuestro encuentro (cf. Orígenes, Philoc., 15, 19); se hace carne humana en cada una de las palabras escritas. Esta certeza es la que hace decir a san Ignacio Mártir: «Me refugié en el evangelio como en la carne de Jesús» (Filad., 5, 1). Y esa presencia es la que da unidad a toda la Escritura. Toda ella es un único libro, Cristo, «que grita cuando leemos la ley, los salmos, las cartas, los evangelios...» (San Agustín, In Ps. 100, 13). No es, simplemente, que la palabra inspirada nos hable de Cristo, sino que en ella habla Cristo.

ENC/ENLOGACION: Existe un estrecho paralelismo entre Escritura y persona de Jesucristo. El mismo Concilio lo afirma al decir: «La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13). La encarnación fue precedida y preparada por la «empalabración». Dicho de otra manera: cuando Dios decidió ponerse en contacto con el hombre, escogió el método de la condescendencia, de la encarnación, del meterse en la realidad humana. Su palabra, de hecho, se hizo carne humana. Pero evidentemente se había encarnado en las palabras humanas de las Escrituras: se había empalabrado. Es el misterio conocido en el vocabulario de los padres como «enlogación». Antes de hacerse carne humana, el Verbo de Dios se había hecho palabra humana. Y lo mismo que para explicar el misterio de Cristo Dios y hombre no se pueden recortar ni su humanidad ni su divinidad, para explicar el misterio de la Sagrada Escritura no se pueden negar ni mutilar ninguno de sus dos aspectos: la Escritura es palabra de Dios y es palabra humana.

3. La Biblia en la vida de la Iglesia

La relación que existe entre la Biblia y la vida de la Iglesia se puede describir desde múltiples perspectivas. Aquí trataremos de verla desde la perspectiva particular que ofrece la relación que hay entre Biblia y misterio de Dios, o designio de salvación escondido desde la eternidad en Dios y manifestado en el tiempo, o vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó (cf. DV 1 y 2).

3.1. La Biblia y el misterio de Dios

La Biblia es el testimonio divinamente inspirado de la salvación realizada por Dios en Cristo a favor de toda la humanidad. La Biblia proclama las obras que Dios ha realizado y realiza en la historia de la salvación, y explica su misterio. Esas obras de Dios, sus gestas, los grandes prodigios que ha operado a favor de su pueblo, las manifestaciones de su poder, sus signos maravillosos y temibles, representan verdaderas irrupciones de Dios en el mundo: son «sus venidas» a la historia humana, mediante las cuales se revela y actúa el designio divino de salvación. En la plenitud de los tiempos, en la etapa final, Dios nos ha hablado por el Hijo (cf. Heb 1,1-2), palabra eterna que alumbra a todo hombre, palabra hecha carne, en la que el misterio de la salvación, misterio de Dios, se revela y se realiza plenamente, de tal manera que puede ser llamado para siempre misterio de Cristo. La finalidad del testimonio bíblico es iniciarnos en la inteligencia de los acontecimientos que, a lo largo de la historia, manifiestan y realizan en el mundo el designio divino de salvación.

3.2. La misión de la Iglesia con relación a la transmisión de la revelación «Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los apóstoles predicar a todo el mundo el evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (DV 7). El evangelio, como la salvación, es único: proclamado como profecía en el tiempo de la espera mesiánica, cumplido y promulgado en Cristo Jesús, es ahora predicado a toda criatura por los enviados de Cristo, quienes, llenos del Espíritu Santo, anuncian que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás, y realizan la obra de salvación que van proclamando con sus palabras (cf. SC 6).

3.3. La Biblia en algunos aspectos de la vida de la Iglesia

a) Biblia y predicación «Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar todo cuanto yo os he mandado» (Mt 28,19-20).

La de la predicación es una tarea que no es dejada a la iniciativa de los hombres, sino que se ha de mantener en relación con quien envía a predicar, impone unas actitudes a quienes son enviados, y da a las palabras de la enseñanza unos contenidos bien definidos.

El que envía es el mismo de quien habla toda la Escritura, el Señor, el Resucitado revestido de poder. Así como «el Padre envió a su Hijo, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los contritos de corazón» (SC 5), el Hijo envía a sus discípulos y, a través de ellos, a la Iglesia de todos los tiempos, para que vaya a los hombres y les predique el evangelio, anunciándoles que el Hijo de Dios nos libró, realizando la obra de la salvación (cf. SC 6).

Objeto de la enseñanza-predicación es, pues, el evangelio, la obra de la salvación, el reinado de Dios, prometido en el Antiguo Testamento y llevado a cumplimiento en el Nuevo. No hay Iglesia sin predicación. Y no hay predicación si no es el anuncio de Jesucristo el Señor. «Es necesario, por consiguiente, que toda la predicación, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura y se rija por ella» (DV 21). Esto pone a la Biblia en estrecha relación con el kerigma, la catequesis, el sermón, la homilía. Antes de hablar a la casa de Israel, Ezequiel recibe el encargo de comer el libro (cf. Ez/03/02-04). Lo mismo debe hacer Juan, el vidente (cf. Ap/10/10). Antes de predicar, debe gustar y saborear la palabra y saciarse de ella. El catequista, el predicador, el anunciador de la buena noticia, debe dejarse abrasar por el fuego de la palabra (cf. Jr 20,9), para no ser «predicadores vanos» (Agustín: PL 38,966), y luego comunicarla para que también los demás la puedan gustar y comprender.

b) Biblia y liturgia BI/LITURGIA:

Siempre resultó evidente la existencia de un lazo especial de unión entre la Biblia y la liturgia. Palabra y liturgia se complementan. Una palabra sin liturgia dejaría de ser realmente evangelion. Una liturgia sin palabra sería un sucederse de ritos sin contenido. La palabra encuentra en la liturgia su fuerza original como proclamación que salva. Es en ese contexto donde la palabra se muestra realmente creadora: hace lo que dice. La liturgia tiene su principio y su centro en la palabra de Dios. En efecto, la palabra precede a la celebración y la palabra es celebrada. Que la palabra precede a la celebración nos lo manifiestan claramente diversos textos de la revelación del Nuevo Testamento: «los que acogieron su palabra fueron bautizados» (Hch 2,41); «le anunció a Jesús y lo bautizó» (Hch 8,35.39); «sobre todos los que habían escuchado la palabra cayó el Espíritu Santo» (Hch 10,44).

Por otra parte, en la liturgia, la palabra de Dios es celebrada:

- Proclamándola, mediante el anuncio y los diversos elementos que lo acompañan, como el canto, la oración, el silencio.

- Haciendo homilía mistagógica, es decir, introduciendo al misterio de la palabra-cuerpo del Señor.

- Asumiendo los misterios anunciados para hacer por ellos la oración de acción de gracias.

- Comunicándola, en primer lugar mediante la escucha, luego comiéndola, bebiéndola.

- Biblia y obra de la salvación realizada en la liturgia. El ordenamiento esencial del culto cristiano se fundamenta sobre las obras de Dios a favor de su pueblo; de modo particular, sobre la obra de la salvación llevada a término en los misterios de la vida, muerte y resurrección del Señor Jesús. La particular relación de la Biblia con la liturgia nace precisamente de sus peculiares referencias a la obra de la salvación: la Biblia es el anuncio perenne del designio divino de salvación, que se cumplió en Cristo y se actualiza, de forma ritual, en la liturgia. Podemos, pues, decir que toda la Biblia, también el Nuevo Testamento, es, en relación con la celebración litúrgica, anuncio profético de la salvación que en la liturgia se actualiza.

De donde se deduce que la liturgia, por ser realización de un anuncio profético, exige la lectura de la Biblia; con lo cual, las Escrituras Santas dejan de ser una palabra muerta que habla de un pasado que no existe, para ser la palabra del Dios vivo que proclama un acontecimiento presente de salvación. De este modo, la Biblia encuentra en la liturgia su interpretación concreta en el plano de la historia de la salvación.

- Biblia y oración litúrgica.

La mayor parte de los elementos que componen la oración de la Iglesia, o Liturgia de las Horas, están tomados de la Biblia o se inspiran en ella. «En la Liturgia de las Horas, la Iglesia ora sirviéndose en buena medida de aquellos cánticos insignes que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, compusieron los autores sagrados en el Antiguo Testamento, pues por su origen tienen la virtud de elevar hacia Dios la mente de los hombres, excitan en ellos sentimientos santos y piadosos, les ayudan de un modo admirable a dar gracias en los momentos de alegría y les proporcionan consuelo y firmeza de espíritu en la adversidad» (OGLH 100). Los cánticos de la liturgia de las Horas son himnos tomados de otros libros de la Biblia distintos del salterio. Las antífonas son piezas usadas como estribillo en la recitación de los salmos y, con frecuencia, se inspiran en el salmo que acompañan o están tomadas literalmente de los evangelios. Las lecturas del Oficio de Lecturas, así como las llamadas lecturas breves, son otro de los elementos importantes que la Liturgia de las Horas recibe de la Biblia: «En la distribución de las lecturas de la Sagrada Escritura en el Oficio de Lecturas se tienen en cuenta tanto aquellos tiempos sagrados en los que, siguiendo una venerable tradición, se han de leer ciertos libros, como la distribución de las lecturas en la misa» (OGLH 143). Hemos de hacer notar que esta presencia predominante de elementos bíblicos en la oración de la Iglesia pone de manifiesto que el oficio divino es ante todo iniciativa de Dios, una palabra que él dirige al hombre, un don que le hace. Tras la palabra de Dios proclamada, se intuye la presencia del Dios de la palabra, con quien el orante dialoga: es Dios quien habla cuando la Iglesia lee la Biblia en la liturgia (cf. SC 7), y es en ella donde la palabra se hace plenamente evangelion y se muestra realmente creadora: realiza lo que anuncia.

- La Biblia y la eucaristía. BI/EU:

Una relación particular dentro de la liturgia se da entre palabra y eucaristía. Son dos realidades inseparables. El relato de la segunda celebración eucarística cristiana, la celebrada en Emaús, es altamente significativo a este respecto: «Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24,30-31). La manifestación eucarística va precedida de una liturgia de la palabra. En el camino, Jesús les explicó el sentido de las Escrituras, «empezando por Moisés y continuando por todos los profetas» (Lc 24,27). La mesa eucarística es el lugar donde se sirve el pan de la palabra y el del cuerpo de Cristo. Así lo reconoció siempre la Iglesia: «La Iglesia ha venerado siempre las Escrituras, al igual que el mismo cuerpo de Cristo, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del cuerpo de Cristo» (SC 21). Palabra y sacramento constituyen un todo indisoluble. Por eso la Iglesia ha hecho preceder la fracción del pan de una liturgia de la palabra. Ya en esa liturgia está presente Cristo con una presencia no menos eficaz que la eucarística.

c) Biblia y oración personal BI/ORACION:

«Si hay reunión en la Iglesia para la palabra de Dios, acudan todos con solicitud... En los días en que no existe reunión en la Iglesia, tome cada uno la Escritura para leerla. Que el sol naciente vea por la mañana la Escritura sobre tus rodillas» (Cánones de Hipólito). Aunque la liturgia sea el lugar donde la palabra encuentra su fuerza original como proclamación que salva, por ser ella el culmen de toda la actividad de la Iglesia (cf. LG 26), sin embargo esa actividad no se agota en ella (cf. SC 9), y por ello la Biblia ha de jugar un papel importante no sólo en la liturgia, sino también en la oración personal. «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados ni se detiene en la senda de los pecadores ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su tarea es la ley del Señor y medita esa ley día y noche» (/Sal/001/01-02). Jugando con los significados que tiene en la lengua hebrea el verbo de la cita sálmica que hemos traducido por «meditar» (= hagáh), podemos señalar las siguientes acciones del orante ante la palabra de Dios escrita:

- musitar palabras mientras se está meditando alguna cosa: el orante repite materialmente las palabras de la lectura bíblica;

- rugir como el león ante la presa: el león es el orante; la presa, las palabras del Señor;

- rumiar la palabra;

- gemir, como la paloma en amor.

Todo esto equivale a la meditación, a la oración y a la contemplación del texto y con el texto. Y todo esto va precedido de la lectura atenta de la palabra. Veamos cada uno de estos momentos:

- Lectura. La lectura es el punto de partida. Mediante ella, el creyente se predispone a escuchar al Dios que le habla a través de su palabra. Para esta escucha, es necesaria la atención y la calma. La lectura de la Biblia no mira a saciar la curiosidad, tampoco a la información, sino a saciar nuestra hambre y sed de Dios. San Anselmo nos ofrece unos preciosos consejos para que la lectura sea provechosa: «Se deberá leer, no en el tumulto, sino en la calma; no de prisa, sino lentamente, poco a poco, parándose en atentas reflexiones... El lector entenderá entonces que las Escrituras son capaces de inflamar el ardor de su oración» (Orationes sive meditationes). Es necesario «entrar» y «sentarse ante el Señor» (2 Sm 7,18), descansar en su presencia, abrir el libro en actitud de discípulo (cf. Lc 10,39). La misma Biblia compara al lector con el hombre que espera pacientemente sentado a la puerta esperando a que ésta se abra. Es la paciente espera de los pobres. «Dichoso el hombre que me escucha velando ante mi puerta cada día, guardando las jambas de mi entrada. Porque el que me halla, ha hallado la vida» (Prov 8,34-35).

Por otra parte, la lectura de la Biblia ha de ser orgánica y progresiva. Debe, por tanto, respetar los tiempos de la historia de la salvación. Las Escrituras narran una historia en la que hay un antes y un después. No se pueden entender sin respetar esas etapas. Además de estas disposiciones externas, el lector creyente ha de tener presente que su lectura del texto sagrado sólo será provechosa en la medida en que haga suyas estas actitudes:

* Sentido eclesial. La Biblia pertenece a la Iglesia (cf. LG 8; DV 9ss). La Iglesia es como el arca de la Escritura. En ella, la palabra es vivida, comprendida y transmitida (cf. 2 Cor 2,17; 4,2; 2 Pe 1,20). Se sigue que, cuanto más sentido eclesial se tenga, más se respeta, se entiende y se vive la palabra. Sin este sentido, la Biblia dejaría de ser palabra eficaz, y se convertiría en una colección de simples datos históricos, una colección de libros muy diferentes entre sí, de los cuales se saca fuera lo que interesa en cada momento.

* Iluminados por el Espíritu. La Biblia es fruto del Espíritu (cf. DV 11). De aquí se deduce que ha de ser leída e interpretada «con la ayuda del Espíritu Santo» (DV 12). Sólo quien se deja iluminar por el Espíritu podrá entender bien las Escrituras: «Tenemos que entender según el Espíritu lo que dice el Espíritu» (Orígenes). Así, la Escritura, «inspirada por Dios» (2 Tim 23,16), inspira, también, hacia Dios. Y lo que a primera vista es un libro cerrado (cf. Is 29,11-12), se abrirá (cf. Ap 5,5), y el lector podrá comprender las Escrituras (cf. Lc 24,45).

* Respeto al texto. El lector no puede nunca mutilar el texto, ni cambiar su sentido. «Optimo lector -escribe Hilario- no es el que impone, sino el que se dispone a escudriñar el verdadero sentido de las palabras; que no da, sino que recibe la doctrina del libro».

* Lectura actualizante y existencial. La Biblia es vida y está escrita para la vida. La lectura de la palabra tiene que desembocar en la vida. Una lectura que termine en ella misma es una traición a la intención salvífica y pedagógica de Dios. Impediría a la palabra el manifestar su potencia liberadora y creadora. La palabra debe re-crear la vida, hacerla cristiforme, es decir, auténtica y plenamente humana, toda filial hacia Dios y fraterna hacia los hermanos. Bíblicamente esto se traduce por «escuchar». El que escucha, obedece, se somete totalmente. Así lo entendieron los hebreos en el desierto: «Todo lo que el Señor ha dicho, lo cumpliremos: obedeceremos» (Ex 24,7). La Biblia no es un libro para leer o aprender; es, sobre todo, una historia que nos interesa y nos conmueve. Es una historia que hay que revivir.

- La meditación.

El orante no se limita al contacto externo con el texto, lectura, no se para en la superficialidad, sino que va más allá, penetra en él lo interroga analíticamente, lo considera con atención. Es pues un paciente trabajo de análisis y de profundización. Es la continuación necesaria de la lectura. Presupone crear un espacio en el corazón para que resuene en él la palabra y pueda, de este modo, desembocar en la asimilación de dicha palabra. Es cuanto pide Dios a Ezequiel: «Todas mis palabras, recíbelas en tu corazón, escúchalas con los oídos, luego comunícalas» (Ez 2,20). El orante recibe la palabra en el corazón, en ese espacio interior dilatado en la fe y en el amor, donde Dios toca lo más íntimo del hombre. Y en el corazón la conserva cuidadosamente y la medita (cf. Lc 2,19.51), buscando «en lo más hondo el sentido divino -como dice san Jerónimo- como se busca en la tierra el oro, en la nuez el núcleo y en los punzantes erizos el fruto escondido de las castañas» (In Eccl., 12, 9). San Agustín, con una expresión intraducible, llama a este espacio «la boca del corazón». Aquí el contacto con la palabra es parangonado a la asimilación de la comida. El corazón es la boca en la cual el texto es masticado, rumiado. Es la criba por la cual ha de pasar cada palabra para poder gustarla y asimilarla. Es por lo que Bernardo exhortaba a sus monjes a «ser animales puros y rumiadores». Nada extraño, pues como dice san Buenaventura, «las palabras de la Escritura deben ser siempre rumiadas para poder gustarlas». Es la condición para que el alimento de la palabra se incorpore al lector y se convierta realmente en alimento del alma.

- Oración.

El que lee pausadamente y medita con recogimiento, termina orando. Es más, la misma lectura-meditación es ya oración. El creyente sabe que, para encontrarse con Dios, no hay camino más fácil y seguro que el de leer, escuchar y rumiar la palabra, para luego volver a decir a Dios, con sus mismas palabras, lo que él mismo nos dijo (cf. Padre nuestro), pues «sólo Dios sabe hablar bien a Dios» (Pascal). La palabra, de este modo, se convierte no sólo en centro de escucha, sino incluso en centro de respuesta. En la oración aceptamos la palabra como una gracia, la hacemos nuestra, la gustamos, pronunciamos nuestro «amén» y luego la restituimos a Dios, en acción de gracias. Es lo que hace la Iglesia en la liturgia: escucha de la palabra, respuesta con el canto interleccional, y oración personal y silenciosa. Y es lo que debe hacer el creyente si no quiere que su oración se quede en los labios o se refugie en fórmulas mecánicas.

- Contemplación.

Si la lectura y la meditación es una actitud profundamente activa por parte del orante, la contemplación es el momento pasivo de la intimidad. Contemplar es entrar en una relación de fe y de amor con el Dios de la verdad y de la vida, que en la palabra nos reveló su rostro. Basta mirar a la palabra con ojos de niño y leerla con admiración para llegar a la contemplación. Entonces la oración sería un himno contemplativo y la espiritualidad profundamente objetiva. Escucharle a él y permanecer bajo su esplendor, eso sería el mejor fruto de una lectura profunda y sapiencial de la Biblia. Y sólo entonces la Biblia será alimento y alma de la oración cristiana.

4. Conclusiones

La Biblia, nacida del constante y profundo diálogo de Dios con su pueblo, el de la antigua alianza, primero, y luego el de la nueva alianza, está hoy en el corazón mismo de la Iglesia y del cristiano. Ella ha de ser. necesariamente, integrada en una visión eclesial de totalidad, siendo punto de referencia obligado en la reflexión teológica, en la espiritualidad y en la pastoral. La Biblia ha de ser libro obligado de formación teológica, que encuentre su comentario-interpretación apropiada en la catequesis y predicación, y sea «rumiado» en la lectura y meditación personal cotidiana. Para lograr tal fin, es necesario tener en cuenta tanto los resultados de la hermenéutica bíblica moderna, como la naturaleza profunda de la Biblia.

La hermenéutica moderna nos descubre la Biblia como interpretación. El texto bíblico supone ya una distancia notable del acontecimiento en sí, y representa para la comunidad creyente una verdadera interpretación, fruto de distintas tradiciones (Formgeschichte) y redacciones (Redaktionsgeschichte). Esto significa que el texto mismo presenta ya una visión religiosa, teológica, del acontecimiento. La letra misma de la Biblia parte de una visión espiritual del acontecimiento y de una interpretación teológica del mismo. La naturaleza profunda de la Biblia, por otra parte, nos llevará a considerar este libro, no sólo como punto obligado de referencia en todos los aspectos de la vida del creyente, sino a verlo como «el libro» mismo de la vida, el camino seguro que lleva al descubrimiento del mundo de Dios y al encuentro con él. El método histórico-crítico nos lleva a los orígenes de las tradiciones y al acontecimiento mismo en el que se desarrolla un momento específico de la historia de salvación, particularmente al acontecimiento central que es Jesucristo (lectura diacrónica arqueológica). La contemplación de la naturaleza de las Escrituras nos permite descubrir el sentido profundo del texto, que partiendo de las necesidades concretas de una comunidad de creyentes, para la cual fue escrita (lectura sincrónica del texto), llega hasta nosotros gracias a la tradición viva de la Iglesia (lectura diacrónica teleológica). Así, la historia sagrada podrá ser leída y prolongada «en el corazón de la Iglesia» y «para la Iglesia».

J. RODRIGUEZ
10 PALABRAS CLAVE EN RELIGION EVD.NAVARRA-1992.Págs. 253-295

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1. Cf. W. Schmidt, Introducción al Antiguo Testamento, 1983, 97-108; G. von Rad, El libro del Génesis. Sígueme. Salamanca 1972, 33-36; Id., Teología del Antiguo Testamento, 1. Sígueme, Salamanca 1978, 177ss.

2. Cf. W. Schmidt, o c 109-119; G. von Rad, Libro del Génesis, 28-33.

3. Cf. L. Alonso Schokel - J. L. Sicre Díaz, Profetas 1-11. Cristiandad, Madrid 1980, J. L. Sicre Díaz, Los profetas de Israel y su mensaje. Cristiandad, Madrid 1986.

4. Cf. W. Schmidt, o. c., 153-200.

5. R. Aguirre Monasterio - A. Rodríguez Carmona, Evangelios sinópticos y Hechos de los Apóstoles. Verbo Divino, Estella 1992, 15-56.

6. L. Alonso Schökel, Hermenéutica de la Palabra, 1 Cristiandad, Madrid 1987. ........................................................................

Bibliografía

Alonso Schokel, L., Hermenéutica de la Palabra, I-II. Cristiandad, Madrid 1987.

Gerhardsson, B., Prehistoria de los Evangelios. Los orígenes de las tradiciones evangélicas. Sal Terrae, Santander 1980.

Martín-Moreno, J. M., Tu palabra me da vida. Paulinas, Madrid 1984.

Marxsen, W., Introducción al Nuevo Testamento. Una iniciación a sus problemas. Sígueme, Salamanca 1983.

Schmidt, W., Introducción al Antiguo Testamento. Sígueme, Salamanca 1983.

Schurer E., Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, I-II. Cristiandad, Madrid 1985.

Varios, Introducción al estudio de la Biblia, 1-2. Institución San Jerónimo - Verbo Divino, Estella 1990-1991.

Vaux, R. de, Historia antigua de Israel. Cristiandad, Madrid 1975.