Obispo auxiliar de Buenos Aires
SUMARIO
1. La disgregación de la cultura: el secularismo
2. El tema en el magisterio eclesial
3.3. La pertenencia a la Iglesia
3.5. El ecumenismo y el problema político
Hablar al promediar un Congreso le hace correr al expositor el riesgo de repetir cosas que ya se han dicho, aun cuando, en mi caso, el tema asignado es bastante específico. El riesgo que yo afronto procede de la inabarcable vastedad del tema mismo. La cuestión de las sectas ha sido tratada abundantemente en los últimos años, porque responde a un fenómeno amplísimo, a una "explosión", podríamos decir, que ha sorprendido a muchos estamentos de la Iglesia en la última década. Es un fenómeno cuyo estudio podría ser abordado, y efectivamente lo ha sido, desde perspectivas muy diversas: podríamos hacer un estudio teológico del significado de la secta, o también encararlo desde la perspectiva de la fenomenología de la religión. Por otra parte, la expansión sectaria y la aparición de nuevos movimientos religiosos constituye un hecho cultural innegable, íntimamente relacionado con la evolución de la cultura en este siglo, o mejor incluso, desde la mitad del siglo pasado. También podríamos aportar elementos sociológicos para intentar comprender este fenómeno, y existe una consideración histórica del desarrollo de los movimientos de este tipo. Podríamos, asimismo, esbozar un estudio psicológico, y no faltan trabajos que analizan la actitud sectaria y la distinguen de la pertenencia efectiva a una determinada organización. Por último hemos de reconocer que el fenómeno al cual nos referimos tiene connotaciones políticas o geopolíticas que también han sido oportunamente analizadas.
Me propongo ofrecer algunos elementos para un análisis pastoral. El fenómeno de las sectas, tal como se ha desarrollado en los últimos 20 años, manifiesta la atomización de la experiencia religiosa que viene verificándose por lo menos desde el siglo pasado y que en el presente, sobre todo en estas últimas décadas, ha llegado a un momento de exasperación. También podríamos afirmar que esta atomización de la experiencia religiosa está estrechamente vinculada con un proceso de disgregación de la cultura. Se ha hablado recientemente de crisis cultural, de un momento de reemplazo de una cultura por otra, de una cultura adveniente, de una cultura que se eclipsa y de otra que nace, etc. Yo creo que si en la cultura la religión ocupa un sitio central, no podemos abordar de modo fehaciente el fenómeno de la expansión sectaria sin intentar comprender todo el proceso de la cultura occidental en las últimas décadas. Esta atomización de la experiencia religiosa y el proceso concomitante de disgregación de la cultura constituyen una característica del tiempo en que vivimos.
Más particularmente, podemos decir que, desde una perspectiva pastoral, hemos de detenernos a considerar la vigencia del secularismo en las sociedades de Occidente; el secularismo como un acento que marca con fuerza la cultura de este fin de siglo y de milenio. Este fenómeno del secularismo ha sido asumido por muchas comunidades cristianas que se han dejado inficionar por él, y ha encontrado incluso una exposición teórica en los ámbitos católicos alrededor de los años '60, cuando el influjo de los maestros de la sospecha -Marx, Nietzsche y Freud- se hizo notar en muchos teólogos, y analistas de la vida eclesial. No se puede dejar de reconocer que se ha filtrado también en la mentalidad de muchos católicos. Para comprender la situación de la Iglesia ante el problema de las sectas será ineludible tener en cuenta como telón de fondo este acento secularista propio de la cultura de hoy.
Más aún, el avance de las sectas y de los nuevos movimientos religiosos se puede explicar como una reacción ante la vigencia del secularismo. En los años '60 parecía que lo sagrado se eclipsaba completamente en el horizonte de las conciencias y de la cultura de Occidente. Pero luego, casi súbitamente, resurge la presencia de lo sagrado: las nuevas religiones, los nuevos paganismos o la reminiscencia de paganismos antiguos, una explosión formidable de las sectas fundamentalistas y las olas espirituales que vienen del lejano oriente. Una nueva invasión de lo sacro que atestigua, en definitiva, que lo religioso es una dimensión inalienable del hombre.
Para comprender el fenómeno de las sectas y esbozar una respuesta pastoral adecuada, tenemos que observar atentamente la compleja interacción de dos factores: el secularismo que intenta sofocar el hecho religioso y organizar la vida de la sociedad como si Dios no existiera y, por otro lado, aquellas formas heterodoxas de religiosidad -llamémosla provisionalmente así- que significan que la dimensión religiosa del hombre vuelve continuamente por sus fueros. Se trata de una interacción que a veces resulta una mezcla curiosa y extravagante. Quizá el peligro más grave que nosotros afrontamos en América Latina es el secularismo que reina en los criterios de vida de aquella gente que practica formas heterodoxas de religiosidad. O incluso en nuestro propio campo, el secularismo en los criterios de vida de muchísimos fieles, precisamente aquellos que practican la religiosidad popular del catolicismo.
Corresponde hacer alguna referencia al magisterio reciente de la Iglesia, porque es interesante destacar que antes de los últimos 20 años las intervenciones de este magisterio no han sido significativas en la materia. Y, en cambio, en las últimas dos décadas no sólo existen referencias directas al problema, sino que se registra una creciente preocupación. El magisterio de algún modo refleja la realidad pastoral de la Iglesia e incluso los estudios teológicos que se realizan sobre ese fenómeno. Pero a la vez incentiva las propuestas pastorales y las investigaciones que continúan ocupándose del hecho.
La atención creciente del magisterio al problema de las sectas se da sobre todo a partir de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. En el documento de Puebla se advierte la dificultad semántica que tuvieron que enfrentar los obispos. No hay en el texto una nomenclatura fija, definitiva, para designar este fenómeno. La dificultad de nombrar indica también una cierta dificultad de comprender. Se habla de sectas (1), de sincretismos foráneos (2) y de movimientos pseudo-espirituales (3). Pareciera que la denominación final es la de movimientos religiosos libres (4). El documento de Puebla apunta también una relación entre la expansión sectaria y los problema sociales, las carencias en la maduración de la fe del Pueblo de Dios y la consiguiente necesidad de formación de los agentes pastorales, especialmente de los laicos.
Luego tendríamos que citar un informe del Secretariado para la Unión de los Cristianos, al cual se asocian el Secretariado para los no cristianos, el Secretariado para los no creyentes y el Pontificio Consejo para la Cultura sobre Sectas o nuevos movimientos religiosos (5), proponiendo el desafío pastoral que este hecho significa para la Iglesia de hoy. Allí se distingue entre las sectas de origen cristiano y las que proceden de otras religiones (6). También se mencionan algunas sectas que se presentan como movimientos humanitarios. O mejor, a la inversa, movimientos humanitarios que adquieren una configuración sectaria.
El tema está ampliamente tratado en la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Santo Domingo, 1992. Ante todo, el discurso inaugural del Santo Padre propone, como gran problema pastoral de la Iglesia en América Latina, esa bipolaridad de secularismo y sectas que parece como capitalizar el problema de la relación del hombre, de la vida y de la sociedad con Dios (7). El Papa enumera allí las causas de la expansión de las sectas y se refiere muy sugestivamente al vacío pastoral que ofrece la Iglesia en sectores de la actividad humana o en puntos de la geografía de nuestros países. Y habla también de cómo los fieles advierten muchas veces la falta de sentido de Dios en los agentes pastorales y se ven así tentados a acudir al "supermercado" de las sectas. También tiene en cuenta que el fenómeno constituye o puede estar respaldado por una verdadera estrategia de debilitamiento del cristianismo, del catolicismo en América Latina. Asimismo propone dos remedios elementales pero que bastan para configurar todo un programa pastoral: la renovación de la parroquia como última localización de la Iglesia y la evangelización de la religiosidad popular.
El documento de Santo Domingo esboza, en mi opinión, una distinción exacta y que podemos estimar definitiva entre sectas fundamentalistas (8), las de origen cristiano, y movimientos religiosos libres marcados por el sincretismo (9). En el caso de las sectas fundamentalistas, allí el sustantivo "secta" adquiere todo su valor etimológico, originario, porque estos movimientos cristianos se han desgajado de troncos mayores de la Iglesia o de las iglesias cristianas, concretamente de las iglesias que proceden de la reforma protestante. Estas sectas de origen cristiano, que se difunden especialmente en las periferias de nuestros grandes conglomerados urbanos entre los fieles que practican la religiosidad popular mezclándola a veces con elementos un tanto supersticiosos, plantean el problema de la mediación eclesial. Ponen en crisis la fe de nuestros fieles en la Iglesia. Ante ellas, un programa pastoral tiene que insistir en las notas que definen la identidad católica, para hacer recuperar a nuestros fieles su fe en la Iglesia, su relación filial con ella y, en suma, su identidad propiamente católica. Desde el punto de vista cristológico el fundamentalismo bíblico marca la interpretación que estos grupos hacen del hecho cristiano, y determina un acento muy fuerte en el Jesús histórico, en su cercanía a nosotros y en nuestro fácil acceso afectivo a Él. Pero muchas veces se puede observar que esta aproximación a Jesús responde a una cristología de tipo arriano o neo-nestoriano, con un acento unilateral en la humanidad del Señor, que eclipsa la referencia al Hijo eterno del Padre, uno de la Trinidad, y por tanto compromete el misterio central de la revelación del Nuevo Testamento ofuscándolo o sumiéndolo en la ambigüedad.
Los movimientos religiosos libres están marcados por el sincretismo. Hoy día tendríamos que referir esta denominación a lo que se ha dado en llamar la New Age, esto es, el movimiento cultural, inclasificable, que no es ciertamente una secta, ni tampoco una super-secta, sino un conglomerado de espiritualidades, de actitudes religiosas o pseudo-religiosas. Este movimiento cultural incluye desde una nueva concepción del hombre y su relación con el cosmos hasta los viejos errores del gnosticismo y del ocultismo prolongados a lo largo de una presunta tradición secreta de la humanidad; los aportes orientales con sus técnicas de oración, las nuevas mancias o artes adivinatorias, elementos de la brujería y de la magia y otros muchos ingredientes, la mayor parte de ellos extravagantes, pero que hoy se tornan moneda corriente y que son promovidos por los medios de comunicación. En este caso, lo que se pone en crisis es la fe en Cristo como verdadero Dios y verdadero Hombre y como único salvador.
Si las sectas fundamentalistas se remiten siempre, de un modo fundamentalista claro está, a la revelación bíblica, los movimientos religiosos libres se remiten a revelaciones varias e incluso a remedos de revelación siempre al alcance de la industria humana, como el channeling y otros estados alterados de conciencia, el espiritismo y el recurso supersticioso a la comunicación con los ángeles. Para estas nuevas revelaciones Jesús es uno más entre los avatares del espíritu. De una manera o de otra estamos siendo interpelados respecto a realidades esenciales de nuestra fe y de la vida de la Iglesia: la persona de Jesús, su divinidad y su humanidad, la identidad católica, la comunidad eclesial como el lugar donde reside el Espíritu y donde recibimos la salvación.
Quisiera hacer una última referencia a estos aportes del magisterio citando un discurso muy reciente del Papa Juan Pablo II, en febrero de este año, a un grupo de obispos argentinos que hacían su visita ad limina. El Papa también se refirió, entre otros temas, a las sectas y nuevos grupos religiosos como un problema pastoral que la Iglesia en Argentina y en toda nuestra América debe afrontar. Me parece oportuno destacar esta frase: «Es necesario analizar profundamente el problema y encontrar líneas pastorales para afrontarlo», es decir, «ver cómo se pueden contrarrestar las causas que empujan a muchos fieles a abandonar la Iglesia» (10). Estas palabras del Papa sugieren que la identificación de las causas del avance de las sectas y la proposición de remedios convenientes -las decisiones pastorales a tomar- están íntimamente vinculadas. Sólo podremos afrontar correctamente este desafío si logramos identificar las causas que determinan esta especie de sangría de fieles bautizados en la Iglesia católica y que van a parar a las sectas o el contagio de falsas espiritualidades que impregna la mentalidad de muchos miembros, un tanto marginales, de nuestra Iglesia.
Notas
1. Ver, por ejemplo, Puebla, 80, 262, 342, 419. [Regresar]
2. Ver Puebla, 342. Ver también Puebla, 914. [Regresar]
3. Ver Puebla, 628. [Regresar]
4. Ver Puebla, 1102, 1109, 1122. [Regresar]
5. Ver Secretariado para la Unión de los Cristianos, Secretariado para los no cristianos, Secretariado para los no creyentes y Pontificio Consejo para la Cultura, Sectas o nuevos movimientos religiosos. Desafíos pastorales, 1985 (L'OR 1986, pp. 306-309). [Regresar]
6. Ver allí mismo, 1.1. [Regresar]
7. Ver Juan Pablo II, Discurso inaugural, Santo Domingo, 12/10/1992, 11 y 12. [Regresar]
8. Ver Santo Domingo, 139-146. [Regresar]
9. Ver Santo Domingo, 147-152. [Regresar]
10. Juan Pablo II, Discurso al primer grupo de obispos argentinos en visita ad limina, 7/2/1995, 5
Hemos señalado ya que el problema es vastísimo y sería pretensioso intentar abordarlo en toda su complejidad. Pero sí podemos proponer cinco puntos, o núcleos de reflexión en orden a aguzar la inquietud y que puedan ser objeto de un estudio más detenido en otra ocasión.
En primer lugar me parece importante destacar, para comprender la causa y para acertar con una decisión pastoral adecuada, la problemática relación que existe entre la fe cristiana y la religión. Las relaciones entre fe y religión constituyen, desde el punto de vista teológico, una cuestión muy delicada y que tiene larga historia en Occidente. Ya hemos indicado la relación, al parecer paradójica, que se entabla entre la vigencia del secularismo y la nueva aparición de lo sagrado, manifestada en la difusión de las sectas y de los nuevos movimientos religiosos: este hecho nos remite a la dialéctica continua entre fe y religión. Desde un punto de vista católico hay que decir que la religión, la actitud religiosa, la virtud de religión como relación ejercida con Dios es un modo connatural al hombre de manifestar la fe. Por eso no aceptamos una dialéctica de tipo luterano entre fe y religión, que tiende a descalificar la expresión religiosa como algo perteneciente al orden de la ley y de las obras y ajeno a la fe que justifica.
Este problema debe ser objeto de una reflexión muy cuidadosa, porque Juan Pablo II ha señalado, en el discurso inaugural de Santo Domingo, que muchas veces nuestros fieles van a buscar en las sectas una religiosidad, esto es un sentido de Dios, una experiencia de Dios, que no encuentran vivida por nuestros agentes pastorales y por nuestras comunidades (11). Esto se debe, indudablemente, a las consecuencias del secularismo que también ha penetrado en la Iglesia. Desde hace muchísimo tiempo se ha ido infiltrando la mentalidad propia de la Ilustración, que es característica de la cultura moderna y que ha conducido a una reducción del carácter sobrenatural del cristianismo, a un vaciamiento de su realidad mistérica. Está muy difundida, por ejemplo, la reducción ética, asistencial, de la salvación cristiana, en clave horizontalista. Muchos de nuestros fieles tienen como aletargada su conciencia de relación con Dios y viven sumergidos en el materialismo, y hasta en el ateísmo práctico. No han elaborado, no han llevado a maduración su sentido de Dios. Su fe es quizá una lejana referencia teórica a las verdades del catolicismo o a ciertos principios de moral natural, pero les ha faltado la experiencia vivida del Espíritu y esa vida sacramental que debía alimentar en ellos la relación íntima con Dios.
Estas constataciones suponen una valoración positiva de la actitud religiosa y de sus expresiones, pero debemos advertir también que el nuevo despertar de lo sagrado y el auge de las sectas revela una tendencia subjetivista e intimista en el modo de concebir y expresar la religión. Podríamos decir que estas nuevas manifestaciones de religiosidad buscan ansiosamente el contacto íntimo y directo con lo divino, su vivencia vibrante, directa, emocional. En el caso de la religiosidad sectaria, pareciera que la relación con Dios se reduce a la experiencia de sentirse salvado. La búsqueda de la experiencia subjetiva de la salvación parece un dato decisivo en la configuración de la actitud sectaria, en sintonía con el modo de entender la religión que es propio del hombre plasmado por la cultura moderna. En el caso de los movimientos religiosos libres, y de la pseudo-espiritualidad tipo New Age, lo decisivo es el inmanentismo de la gnosis, de la teosofía y de todos los ocultismos, esto es, la coincidencia de lo íntimo del yo con la divinidad. Lo que se busca, en este caso, es comprobar que Dios es lo íntimo de la conciencia, que el yo es Dios, que el hombre es una chispa del todo divino, una partícula del gran organismo viviente, de un cosmos divinizado.
Es necesario proceder con cautela en la lucha contra el remanente de secularismo que observamos en la cultura actual, para que al tratar de superar la falta de sentido de Dios no nos arrojemos imprudentemente en una concepción subjetivista, intimista, sentimental, emotiva de la relación con Él. La experiencia religiosa católica está marcada por la objetividad, tiene su fuente en la liturgia, es desarrollo de la gracia bautismal, se alimenta de la Eucaristía y encuentra en ella su cima. La mística católica es mística objetiva porque es mística litúrgica y eucarística. No se busca en ella la gratificante experiencia de sentirse salvado, sino aquel encuentro con Dios que es un eco de la experiencia objetiva de la conversión realizada por medio del agua del bautismo, renovada por las lágrimas del arrepentimiento incesante y del retorno de nuestro espíritu y de nuestra libertad a la obediencia de la fe, recibida en el sacramento de la reconciliación como un remedio de nuestra fragilidad.
Esta interpretación sugiere dos acciones: en primer lugar la necesidad de proveer con singular cuidado a la formación espiritual de nuestros fieles, para suscitar en ellos el sentido de Dios y llevarlos a la madurez de la vida en Cristo. Me refiero a una formación espiritual de acuerdo a la tradición mística de la Iglesia y a las enseñanzas de los grandes maestros de la espiritualidad católica. No sólo en las universidades y en los seminarios corresponde disponer este camino de formación espiritual, sino también en nuestras parroquias. Nuestras parroquias debieran ser escuelas de oración; entonces los fieles no sufrirían la tentación de abrevar en otros pozos porque tendrían en su propia casa el agua viva. Como segunda acción podemos proponer la evangelización de la religiosidad popular, de modo que llegue a ser expresión profunda y sencilla de fe en el misterio de Cristo. Baste al respecto citar las palabras de Juan Pablo II en Santo Domingo: «la arraigada religiosidad popular... con sus extraordinarios valores de fe y de piedad, de sacrificio y de solidaridad, convenientemente evangelizada y gozosamente celebrada, orientada en torno a los misterios de Cristo y de la Virgen María, puede ser, por sus raíces eminentemente católicas, un antídoto contra las sectas y una garantía de fidelidad al mensaje de la salvación» (12).
El segundo núcleo de reflexión a proponer se refiere a la interpretación del cristianismo, a la hermenéutica de la fe: ¿qué significa el hecho cristiano? Esta pregunta se refiere al hecho cristiano en cuanto que reúne sintéticamente la doble relación a la trascendencia y a la inmanencia. Es sorprendente encontrar en el diario de Ludwig Wittgenstein -un filósofo de nuestro siglo- esta confesión: «el cristianismo no es una teoría sobre el alma humana y sobre su destino más allá de la muerte, sino que es la descripción de un acontecimiento real en la vida del hombre». El ser cristiano, la vida cristiana, es un hecho que se verifica en la inmanencia de esta existencia temporal, y por tanto sumergido en la historia, pero es relación vertical, actual, viviente con el Dios trino y su insondable misterio. Se plantea aquí el problema de la interpretación del cristianismo, y no podemos ignorar que en las últimas décadas esta cuestión ha sido crítica en la Iglesia: esa tensa relación de la trascendencia con la inmanencia, de la adoración de Dios y el empeño en el mundo, no siempre ha sido resuelta convenientemente. Cómo no reconocer que esta situación tiene mucho que ver con la expansión del fenómeno sectario. El secularismo, introduciéndose en el cuerpo de la Iglesia, intenta practicar una reducción de la plenitud cristiana: la dimensión religiosa del cristianismo acaba evaporándose y sólo resta una concepción naturalista, inmanentista del hecho cristiano, limitado a la pura horizontalidad.
Una pastoral que insista de un modo unilateral, unívoco, en el aspecto social del Evangelio y se empeñe casi exclusivamente en la protesta y en la denuncia social, una pastoral de cuño secularista, deja un campo inmenso y desierto a merced de la religiosidad desviada de las sectas, con mayor razón si se apoya en una reinterpretación del cristianismo en clave marxista, como se ha hecho concretamente en América Latina, aunque la inspiración es propia de decadentes teologías europeas. ¿No es verdad que así se está vaciando al cristianismo de su dimensión religiosa y se está sometiendo a crisis ese acontecimiento que sucede en la vida del hombre, pero que lo conduce a la comunión con Dios y lo orienta a la salvación escatológica? Recientemente se ha difundido esta interpretación del auge de las sectas y las estadísticas la avalan: el éxodo de muchos fieles hacia las sectas es una huida de aquel cristianismo horizontalista, despojado de su esencial referencia a la relación con Dios y al misterio de la salvación. Ya Puebla señalaba en varios números la difusión de doctrinas erróneas y discutidas, las ambigüedades teológicas, las doctrinas teológicas inseguras que gozaban de crédito en aquellos años, y luego se publicaron dos documentos de la Santa Sede sobre la teología de la liberación que son suficientemente esclarecedores al respecto. Me parece oportuno hacernos cargo de esta pesada herencia y de tantos episodios que hemos de apuntar en nuestro "debe" cuando procuramos detectar las causas del fenómeno que estamos analizando.
Pero también aquí se debe proceder con cautela. El documento de Puebla indicaba las tendencias alienantes de algunos movimientos religiosos que apartan al hombre de su compromiso con el prójimo (13). Las sectas fundamentalistas suelen implicar una evasión del compromiso en el mundo que es por completo ajena a la concepción católica del hecho cristiano, del acontecimiento de Cristo. La experiencia pastoral muchas veces nos muestra a nosotros, los obispos, cómo algunos grupos o movimientos de Iglesia que privilegian de un modo muy fuerte la oración y la vida interior, tienden también a descuidar los deberes de estado y la imprescindible inserción en el mundo y en la historia para dar ahí testimonio de la fe.
Por tanto aquí hay dos aspectos de la realidad cristiana -inmanencia y trascendencia- que deben conjugarse armoniosamente. La fe es adhesión contemplativa a la Verdad primera pero abarca también criterios de acción, es teórica y práctica (14). Juan Pablo II al comienzo de Dives in misericordia ha mostrado la necesaria síntesis entre teocentrismo y antropocentrismo, que no deben considerarse como aspectos contrapuestos e irreconciliables, sino que se encuentran en Cristo y en la misión de la Iglesia de manera orgánica y profunda (15). De acuerdo a lo que dice Gaudium et spes, el misterio del hombre se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (16). Por tanto, la espiritualidad que corresponde a una recta interpretación del hecho cristiano ha de mostrar que el empeño en el mundo se funda en una recta teología, es decir en la contemplación -teología en el sentido de Evagrio el Póntico: teólogo es el que ora verdaderamente-, ha de insistir en que la contemplación es la que asegura la verdadera eficacia del empeño en el mundo. Se trata de un corolario de la concepción católica de la gracia: la plena humanidad del hombre sólo se logra por el contacto salvífico con el Redentor. Lo decía ya Ignacio de Antioquía hablando de su martirio y del cielo que se abría con él, en el capítulo 6 de la Carta a los Romanos: «cuando llegue allá seré verdaderamente ánthropos», seré verdaderamente hombre. También en nuestros días, el aporte que la Iglesia hace al mundo se funda en su contemplación del misterio de Dios y en su contacto íntimo, pero objetivo y real, con la vida del Dios trino.
Notas
11. Ver Juan Pablo II, Discurso inaugural, Santo Domingo, 12/10/1992, 12. [Regresar]
12. Lug. cit. [Regresar]
13. Ver Puebla, 1108. [Regresar]
14. Ver S.T., II-II, q. 9, a. 3c. [Regresar]
15. Ver Dives in misericordia, 1. [Regresar]
16. Ver Gaudium et spes, 22. [Regresar]
El tercer núcleo de reflexión tiene que ver con la pertenencia a la Iglesia y la identificación del cristiano con ella. Las sectas -tanto las sectas fundamentalistas que proceden de un tronco cristiano como los movimientos religiosos libres, ajenos a él, y que son fuertemente individualistas- plantean el problema de la mediación eclesial. Esa mediación eclesial es rechazada por las sectas cristianas en virtud de una herencia, porque la Reforma del siglo XVI ha socavado y rehusado la mediación de la Iglesia, ha puesto en duda su continuidad con Cristo como Cuerpo misterioso suyo. Los movimientos religiosos libres proceden frecuentemente de un ámbito pagano y además reflejan el individualismo propio de la cultura vigente, son expresiones de una búsqueda aislada de lo divino, meta para mejorar la propia situación, ayuda para sentirse bien, a veces como un rasgo más de las condiciones ecológicas que se desean para la vida del hombre agitado de hoy.
Esta problematicidad de la mediación de la Iglesia se ve, además, alimentada por la crítica que estos grupos dirigen a la institución eclesial. Vale la pena decir que en muchos aspectos esas críticas se justifican y nosotros podríamos reconocer con mayor claridad que ellos dónde está el defecto. Pero la crítica va dirigida donde no debe. Se critica la mediación eclesial y la institucionalización de la experiencia religiosa, porque la experiencia religiosa libre no acepta ajustarse a moldes comunitarios, porque se concibe de una manera individualista la religión. El protagonista es el yo solitario en busca de la divinidad o que se identifica con la divinidad. Y ocurre algo que puede parecer paradojal: la religiosidad de las sectas suele estar marcada por el individualismo, pero muchas personas se refugian en esos grupos para huir de la soledad, del aislamiento afectivo, y buscan en ellos una acogida fraterna. Esto es así porque la secta parodia la verdadera comunidad cristiana, es una caricatura de ella. Una reflexión pastoral acerca del fenómeno de las sectas tiene que plantearse, con toda seriedad, este problema de la identificación con la Iglesia.
Muchas veces nuestros fieles, miembros de la Iglesia, no experimentan que efectivamente lo son. No se trata de encarecer el simple "sentirse" miembros de ella, con una percepción superficial, pero pareciera que esa pertenencia a la Iglesia es vivida de un modo muy débil y genérico. En realidad, podríamos establecer círculos concéntricos que señalen distintos grados de pertenecer, de experimentar y expresar esa pertenencia, grados que van desde la conciencia clara y el compromiso más cercano, hasta la marginalidad o la casi marginalidad. Sin embargo corresponde a la esencia de la Iglesia que ella se presente y sea percibida como casa de todos, como familia y como morada que acoge cordialmente a todos su hijos, como madre que puede ocuparse solícitamente de ellos. En este punto se abre para nosotros un área importante de reflexión y un problema a resolver: cómo se ejerce la maternidad de la Iglesia sobre todos sus hijos.
A este propósito hemos de reconocer como fundamental el testimonio de la unidad en el amor, la fraternidad del agape. Ha sido dicho tantas veces y lo sabemos tan bien que lo consideramos un supuesto, aunque su realización efectiva requiere una preocupación incesante; en definitiva ese valor testimonial de la unidad en el agape será el que permita a todos los miembros de la Iglesia, más cercanos o más lejanos, experimentar la maternidad de la Catholica. Este capítulo de nuestra reflexión se relaciona también con la realidad variada y rica de la religiosidad popular, de la piedad del Pueblo de Dios, que espontáneamente se identifica con la Iglesia pero que tiene que llegar a amarla más, a sentirse unida más plenamente con ella, a brindarle toda su confianza para aceptar y acoger sin reserva alguna toda la verdad que ella nos transmite de parte del Señor.
El cuarto punto que quiero proponer sintéticamente es el problema de la cultura cristiana, que considero fundamental para interpretar el avance de las sectas y para esbozar las decisiones pastorales más adecuadas. Ya hemos dicho que una sociedad en vías de descristianización en la que el secularismo cobra vigencia sobre todo en los criterios de vida, admite el fenómeno de la religión preferentemente en formas heterodoxas, en formas que se sometan al subjetivismo, al individualismo, característicos de este momento de disgregación cultural. Ahora podemos añadir que las sectas avanzan y lo hacen de un modo explosivo cuando la fe no ha arraigado suficientemente en la cultura, cuando la cultura cristiana se encuentra en crisis o atraviesa momentos críticos el proceso de inculturación del Evangelio; o cuando la cultura cristiana es tan "cultura", tan sociológicamente cultura, que ha visto atenuarse y aun casi perderse sus vínculos con la fe que le da origen.
Esta hipótesis supone una cuestión muy seria: cómo se plasma una cultura cristiana, o mejor, si hablamos de América Latina, cómo se la renueva o recrea. El Papa no ha vacilado en hablar de cultura cristiana, aunque algunos teólogos tienen alergia a este concepto. Sin duda se trata de un concepto problemático, pero debemos abordarlo sin prejuicio alguno; es fundamental para entender el catolicismo latinoamericano y para afrontar problemas pastorales como el que estamos tratando. Una cultura cristiana se plasma a partir de la fe y de su transmisión, pero evitando con cuidado cualquier reduccionismo.
A este propósito se debe destacar el significado y el valor del Catecismo de la Iglesia Católica, cuya publicación constituye un hecho providencial. De un modo particular se impone percibir la proyección cultural del Catecismo. Wittgenstein decía que «el cristianismo es la descripción de un acontecimiento real en la vida del hombre»; pues bien, el Catecismo de la Iglesia Católica nos presenta esa descripción del hecho cristiano como una totalidad. El Catecismo transmite lo que podríamos llamar la totalidad católica; la misma estructura cuatripartita del texto nos muestra las dimensiones de la fe, de la vida cristiana y de la pastoral de la Iglesia. La totalidad católica puede recibir con toda propiedad el nombre de sabiduría. El Catecismo nos invita a presentar hoy el Evangelio y al mismo Cristo como sabiduría: Ipse sapientia Christus.
La profesión de fe tiene, indudablemente, una dimensión dogmática, doctrinal, ofrece el fundamento de la verdad. El cristianismo no es una mera doctrina, pero es sin duda una doctrina, aunque no se puede reducir exclusivamente a ella, a una teoría, a un conjunto armonioso y coherente de ideas verdaderas y mucho menos a una ideología. El Catecismo presenta luego la liturgia sacramental, que como celebración del misterio pascual es la fuente de la gracia. Aquí conviene recordar que el cristianismo no es una mera práctica de ritos religiosos; es una religión, pero no es solamente una religión. La celebración del misterio cristiano asume toda la realidad simbólica de lo humano y lo pone en contacto con la vida de Dios según el misterio teándrico del Verbo que se hace hombre. El cristianismo no es primeramente una moral, pero incluye sin duda una dimensión moral. Los criterios de vida que necesita el hombre desconcertado de nuestro tiempo, sus reclamos éticos muchas veces parcializados, fragmentarios, han de encontrar respuesta en el decálogo y en el sermón de la montaña. La ley de Dios muestra el camino para obtener la satisfacción de las legítimas apetencias de justicia y rectitud que muchas veces se expresan de modo inconcreto en nuestra sociedad. La cuarta parte del Catecismo presenta la espiritualidad cristiana, la mística; hay que decir que el cristianismo no es primera o exclusivamente una mística, pero que sin duda también lo es. Enseñar a orar, introducir a los hombres en la intimidad con Dios, es parte fundamental de la misión de la Iglesia, y grave incumbencia suya hoy día, cuando circulan tantas espiritualidades subalternas y descaminadas.
Esta realidad total del misterio cristiano expresada en la síntesis del Catecismo ha de pasar, por decirlo así, al Pueblo de Dios y a través de él a la vida de nuestra sociedad por medio de una catequesis integral, capaz de formar, de plasmar una personalidad cristiana. Muchas veces resuena la queja acerca de la ignorancia religiosa que afecta a nuestros fieles, pero se concibe ese defecto en términos un tanto racionalistas. La ignorancia religiosa no es sólo carencia doctrinal, es falta de integración plena en la personalidad del cristiano de la verdad de la fe y la vida de la gracia. Un itinerario catequístico permanente e integral ha de ser la respuesta adecuada a este fenómeno de la expansión de las sectas porque irá formando, plasmando, una cultura cristiana; irá renovando el sustrato cristiano de los pueblos de Latinoamérica.
Por último corresponde siquiera aludir muy brevemente a dos problemas conexos: los aspectos ecuménicos y políticos de la cuestión. Las sectas plantean un problema muy serio al movimiento ecuménico, como ha sido observado y estudiado con amplitud. No se puede ocultar que el auge de las sectas y la aparición de nuevos movimientos religiosos constituye un obstáculo para la marcha del ecumenismo entre cristianos y del diálogo interreligioso con los no cristianos. Las sectas fundamentalistas se resisten al encuentro ecuménico; los movimientos religiosos libres, por su condición sincrética, pretenden incorporar lo católico como un elemento más de una síntesis posterior y más amplia. Se trata de un problema real, que hay que superar con lucidez, paciencia y valentía. Las recientes intervenciones de Juan Pablo II en la Tertio millennio adveniente y en la encíclica Ut unum sint son suficientemente expresivas como para que no se desanime nuestro compromiso.
Algunas interpretaciones del fenómeno sectario han intentado reducir todo el problema a la dimensión política o geopolítica. Esta solución no se puede admitir. Pero es indudable que la expansión de las sectas está vinculada a centros de poder económico-financiero y político y que la pérdida de la unidad cultural de América Latina y de los lazos fraternos que nos unen desde nuestro origen común, se apoyan en la descatolización de nuestros pueblos. Podemos afirmar esto fundándonos en datos ciertos, y porque sabemos que la catolicidad de la Iglesia, presente en la cultura latinoamericana, es el factor básico de unidad fraterna de nuestros pueblos.
Estos dos problemas, el ecuménico y el político, podrían ser un buen tema para el próximo Sínodo americano, por su enorme proyección pastoral y porque ambos implican la relación entre el Norte y el Sur de nuestra América.
Hemos propuesto varios núcleos de reflexión a partir de los cuales se podrían deducir conclusiones pastorales para determinar luego decisiones concretas. Como conclusión quisiera exhortar a la serenidad. Se nota muchas veces en nuestras comunidades un cierto nerviosismo ante el problema que plantea el avance de las sectas; se experimenta incluso la tentación de adoptar medidas precipitadas. La exasperación es mala consejera. No hay que imitar la espiritualidad de las sectas, no hay que copiar sus métodos o los acentos religiosos que les son propios. No tenemos que exasperarnos porque "perdemos gente", como algunos dicen, como si el futuro de la Iglesia dependiera de eso, o hacer uso de recursos indebidos cediendo a la tentación autoritaria. Ni exasperación combativa ni indiferencia pluralista. Debemos apoyarnos en aquello que es esencial en el camino de la evangelización: el poder de la gracia del Señor, la identidad de la fe, la eficacia de la oración. El fenómeno de las sectas se aborda orientando la Nueva Evangelización de modo que procure y promueva el crecimiento de la Iglesia en santidad. El compromiso evangelizador (nuevo ardor, nuevos métodos, nueva expresión) ha de ser desborde de la vida sobrenatural de las comunidades católicas.
Y por eso hemos de confiar esta tarea a María, la Madre del Señor, que suele ser agraviada por las sectas o identificada, por las nuevas supersticiones, con divinidades paganas. Donde Ella reina las sectas no penetran -nuestra experiencia pastoral lo confirma-. Y además, la contemplación del misterio mariano de la Iglesia, del misterio eclesial de María, nos ha de inspirar las decisiones justas, desde esa profundidad incandescente en la que se revela la unidad de la Catholica.
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