Ser anciano, una tarea saludable
La ancianidad no es una condena
Francisco Alvarez
«Senectus ipsa est morbus»
«¡Qué pena llegar a viejo!», dice un texto egipcio del 2500 años antes
de Cristo; y añade: «El viejo se debilita día a día, sus oídos se vuelven
sordos, su vista se baja, su fuerza declina, el corazón no descansa. La
boca se queda muda y ya no habla. Sus facultades mentales merman: no
consigue recordar hoy lo que hizo ayer. ( ... ) La vejez es la peor de las
calamidades que puedan afligir a un hombre» 1
«Es una enfermedad», aseguró Terencio con esa lacónica frase
latina, hacia el 160 a.C. Otros remacharon el clavo añadiendo que es
incurable: una situación de emergencia a la que sólo la muerte salva del
último e insoportable apuro. Se acabó la «pelea» de un... derrotado.
Los «diagnósticos» actuales no son más favorables. También hoy,
desde la medicina, desde la sociología y desde el análisis del mundo
experiencial del anciano, se subrayan, ora el «proceso de decadencia
estructural y funcional del organismo»2; ora el hecho de la jubilación
(«muerte social») y el receso progresivo en la participación social; ora,
en fin, alternativamente, la decadencia y desintegración, el crecimiento y
la plenitud.
Todas estas miradas giran en torno al denominador común de la
salud: criterio determinante, desde el punto de vista teórico y operativo,
para el «diagnóstico» y el «tratamiento» de la vejez. En estas líneas me
propongo mostrar cómo también la ancianidad es un tiempo propicio
para una cierta experiencia de la salud, seguramente de sus
dimensiones más ocultas. No es, pues, una «condena», sino una tarea.
¿De qué salud hablamos?
Normalmente la salud es identificada con el vigor y la exuberancia
física, con la aptitud para el desarrollo de una actividad laboral o
productiva y con el dictamen favorable del diagnóstico médico. A caballo
de esta triple concepción y subyacente a la misma, cabalga (a menudo al
galope) toda una «filosofía de la vida», hecha cultura, que privilegia la
juventud, la belleza, el culto del cuerpo, el bienestar físico y material, la
competitividad y la agresividad, el rol y la imagen, el saber médico y la
técnica del curar...
Dentro de estas coordenadas, la ancianidad queda, evidentemente,
malparada. Siempre es vista, no sólo como una situación de deterioro,
temida. Peor todavía, es alienada o expropiada. El ideal de la vejez se
coloca fuera de ella. El anciano «sano» es el que vive, siente y trabaja
como el joven o, por lo menos, como el adulto. Solución imposible.
Afortunadamente, hoy en día está adquiriendo carta de ciudadanía
una visión más comprensiva e integradora de la salud. Realidad
«interesante», que remite a lo «esencial de la vida»3 Y a la concepción
que se tiene del hombre4, la salud sólo tiene sentido desde una
perspectiva olística5. De hecho, incluso terminológicamente, significa
«integridad», «plenitud», «realización plena»6. Como se evidencia hoy
desde la antropología de la salud, ésta no puede ser vista como algo
«vacío» («santé vide»), como ausencia, silencio del cuerpo o de los
órganos, «no sentir»7. Es más bien una experiencia, ciertamente
compleja, que abarca todas dimensiones o coordenadas de la persona;
supera, por tanto, el dato puramente biológico y se convierte siempre en
un acontecimiento biográfico 8.
Desde esta perspectiva, cada vez más común, no resulta difícil
descubrir otros rostros. El «acontecimiento salud» es, al mismo tiempo,
experiencia de precariedad y fragilidad, y «lugar» privilegiado donde se
vive el «hambre de totalidad»9 , el ansia de plenitud. A la salud humana,
como dice J. Sarano, siempre se le puede pedir más 10: no es sólo salud
«impuesta» por la naturaleza o por la cronología. Es también una salud
«decidida», es decir, incorporada a un proyecto de perfección, objeto de
decisiones, tributaria del sentido o de la ausencia de sentido, instancia
para la libertad.
Por esta y otras razones, la salud fue objeto de la atención preferente
de Cristo. Habiendo venido para dar la vida en abundancia y salvar lo
que estaba perdido (Cf.. Jn 10, 10 y Lc 19, 10), Jesús se coloca en el
punto de emergencia radical (innato, diría) de la condición humana.
Acoge la tensión del hombre hacia la plenitud, sobre todo donde ésta se
encuentra más amenazada (en la enfermedad y en el pecado) y la eleva,
la conduce hacia nuevas metas. Sus signos terapéuticos en favor de los
enfermos no sólo realizan la salud física o psicológica, sino que sanan al
enfermo desde la raíz, y lo introducen en un nuevo proyecto de salud:
Ver (con mayúscula), vivir su corporeidad de un modo nuevo,
reinsertarse en la comunidad, establecer nuevas relaciones, comenzar
de nuevo, adherirse al Reino, reconciliarse con Dios (no pecar más) (Cfr.
Jn 5, 14), ponerse a servir, acoger la salvación.
Se trata, obviamente, de un proyecto exigente. La verdadera salud
comienza, no termina, en la recuperación física o funcional. A partir de
ahí transcurre por unos derroteros, marcados por el cambio, la vida
nueva, el servicio hasta las últimas consecuencias, la aceptación de la
cruz, la libre y oblativa disposición de sí mismo, la entrega confiada en
manos del Padre. El final es la «salud crucificada» 11. Es, por tanto, una
salud para este mundo, para todas las edades (compatible con el
sufrimiento y con el límite: sus compañeros inseparables, quiérase o no),
porque es también salud para el seguimiento y para la misión.
Entre el «kronos»y el «kairós»
CRONOS/KAIROS: En la sociedad de las prisas, uno de los riesgos mayores del anciano (por supuesto, también del
religioso) es el de ser «devorado» por el tiempo. «¡Qué largos son los días, y qué rápidos pasan los años!», decía un anciano. Y es que el
tiempo tiene por lo menos dos dimensiones. El «kronos»: ligado a las agujas del reloj y a las hojas del calendario. Es sucesión, es rutina,
pasar, deterioro, decadencia. Desde ahí, la vejez ofrece muy pocas perspectivas. Pero también es «kairós»: un modo de vivirse a si mismo
en el tiempo, en la adversidad y en la dicha. Es posesión y apropiación, intensidad y disfrute del momento, espera paciente, sufrida y activa.
La salud proyectada más arriba se sitúa en esta onda. La ancianidad,
como las demás edades de la vida, es también un tiempo específico, una
oportunidad graciosa, que ha de ser vivida en sí misma. Su «bondad» no
está fuera de ella, ni más atrás, ni siquiera delante; tampoco sus
oportunidades. Lo patológico no es ser anciano, sino estarlo antes de
tiempo 12.
Para no expropiar a nadie ese kairós, es preciso «repensar nuestras
nociones acerca de la actividad y de la pasividad, del esfuerzo y de la
aceptación, del vigor y de la debilidad, de la humildad y de la dignidad,
de la energía y de la quietud, y, por supuesto, del trabajo y del juego»
13. A partir de ahí, también la ancianidad puede ser vivida como una
experiencia saludable de tensión.
Mantener la tensión
Es condición primordial. La vejez no es necesariamente un tiempo
para el estancamiento. Es, más bien, tiempo de crisis, como todas las
transiciones de la vida. Aunque navega en el límite, cercana a la última
frontera; aunque dependa más de los vientos que de los remos (como
dijo Tagore), no se deja ir a la deriva 14. Mantener la tensión significa,
en la medida de lo posible, tomar el timón, asumir el protagonismo de la
propia existencia, sobre todo cuando ésta es más urgida; no alimentar la
nostalgia o instalarse en la autoconmiseración, ni huir al futuro
«quitándose de en medio» 15. Mantener la tensión quiere decir
«solucionar la crisis ontológica entre la aspiración al crecimiento
(plenitud) y la experiencia de un irreversible declive»16
No es fácil. Todos nos sentimos tentados de instalarnos en los sueños
o en la nostalgia, en los sucedáneos de la salud y de la felicidad, en la
finitud o en los ídolos, truncando la tensión. Así a los ancianos se les
«entierra» antes del tiempo («muerte sociológica»), cuando nuestras
comunidades son "untumecederos", lugares para el letargo
"canonizado"; cuando les vamos desposeyendo de sus roles y de su
significado. También se dificulta la tensión cuando no alimentamos sus
«pequeñas esperanzas» (esos hilos que les mantienen «enganchados»
a la vida, en tensión): la visita, la compañía, la pequeña actividad
gratificante, la rehabilitación de mantenimiento, la integración en una
conversación, el acompañamiento a la consulta del médico...
Vivir es aprender a decir, no una sino mil veces, «adiós». Pero, para
despedirse, a su debido momento, es preciso poder decir con el poeta:
«Confieso que he vivido». Este testimonio podría ponerse sobre la tumba
de una gran muchedumbre de religiosos. Tuvieron la inmensa fortuna de
que la muerte los encontrara todavía vivos: viajeros entre el límite y el
infinito, destinados a morir pero sedientos de inmortalidad. Murieron
«sanamente», porque mantuvieron la tensión hasta el final.
Ser plenamente viejos
La única manera de vivir sanamente la vejez es aceptarla. Lo que no
nazca de ahí no viene de Dios. Parafraseando de nuevo, ahora a los
santos Padres, podríamos añadir: Sólo lo asumido es sanado. Ahí radica
una gran sabiduría: ser lo que se es. 17
Aceptar significa integrar. Es la gran labor del anciano 18, aunque no
exclusiva del mismo. Consiste, entre otras cosas, en reunir lo disperso,
unificar lo divido, apropiarse de lo alienado, reconciliarse con lo
«diferente» o extraño. Es un proceso difícil para el que se ha acuñado
incluso un neologismo: la geragogía: aprender el arte de envejecer, si es
posible bastante antes de que llegue el atardecer de la vida.
La labor de la integración vierte ante todo sobre la propia identidad
del anciano: éste se reconoce a sí mismo, en línea de continuidad y sin
violentarse, a lo largo de los diferentes avatares de su devenir histórico.
Asume, pues, el pasado: incluidas las páginas borrosas del
calendario, sin que su recuerdo se encasquille siempre en las mismas
«diapositivas»: una herida, un conflicto, una decepción, un
acontecimiento que pesa y condiciona como si fuera un segundo pecado
original. El pasado es suyo, no un «fleco» suelto. Por eso se esfuerza
por sanar su memoria, evangelizar una y otra vez su recuerdo. Recordar
equivale a agradecer y recapitular, ir entregando al Señor lo que es
suyo.
Asume también el presente, sin necesidad de mirar furtivamente al
espejo para «perdonarse» una arruga de más, sin sentirse obligado a
pedir perdón porque ha olvidado el nombre de su interlocutor o ha
repetido por enésima vez la misma «batalla»; llevando con garbo y
dignidad (es una nueva relación con su cuerpo) la inseguridad que le
impide prescindir del pasamanos. También en estas cosas se es
creativamente ancianos. Basta reconocerlas como propias. Sólo así se
les saca partida. Después de todo, la dignidad no consiste en no
inmutarse cuando, por torpeza, vierte la leche en la camisa del vecino.
Asume también el futuro. A un capellán que preguntó a una anciana
qué sentía estando muy próxima a morir, ésta le respondió: «Una gran
curiosidad». Curiosidad muy sana, por cierto. La muerte no es el futuro
del anciano, sino de todos. Lo que caracteriza a éste es una expectativa
diferente frente a la misma; coloreada evidentemente por la inminencia,
pero sobre todo por una actitud más contrastada y personalizada. Por
eso el lenguaje del anciano sobre la muerte sabe a menudo a entrega
confiada (no a salida por la puerta de servicio), a aceptación a la vez
activa y pasiva, a consumación desde dentro y no sólo pasión sufrida
desde fuera. A veces es como un eco de aquellas hermosas palabras
escritas por P. Claudel en su libro «La Anunciación a María»: «Vivo en el
quicio de la muerte, y una alegría inexplicable me embarga»19.
El ideal del anciano está en serlo, y, si es posible, a tope. De esa
intensidad nacen la sabiduría20, «la serenidad, la íntima seguridad, la
aceptación optimista de las leyes de la vida21. Esto, además de
contribuir a proteger y mantener las fuerzas físicas, es, no lo dudemos,
fruto del Espíritu: traducción concreta de la salvación que toma cuerpo
en el cuerpo. Es, sencillamente, sano.
Un tiempo para la gratuidad
Uno de los signos más elocuentes de un sano «enganche» del
anciano a la vida es la vivencia de la gratuidad. Esta posee, obviamente,
muchas expresiones. Fijémonos, como muestra, en una de ellas: la
participación del anciano, en este caso del religioso, en la vida y
actividades de la comunidad.
Precisamente porque su opción religiosa fue sin condiciones ni plazos,
son todavía muchos los que, no obstante la edad, siguen sin conocer las
mieles y las hieles de la siempre ambigua «jubilación». Me refiero, pues,
a los jubilados. Su presencia dentro de la comunidad es hoy una
verdadera gracia (aunque no siempre aparezca y se aprecie como tal):
porque tiene el inmenso valor de recordarnos la fuerza persuasiva de lo
esencial. ¿Dónde está lo esencial?
Más que en el trabajo, que hoy abunda más que nunca, en la vivencia
creativa y oblativa del propio tiempo. Más que en la fuerza de los «carros
y caballos» de nuestras grandes obras y programas, en nuestra
capacidad de remitir, testimonial y significativamente, a la fuente de
donde manan la fuerza, la gracia y el sentido último de nuestras
actividades. Más que en «funcionar» mucho, en amar.
¿Memoria «barata», de observador descomprometido? No.
Precisamente porque la vida religiosa actual necesita mucho de esa
conversión, ha de favorecer también en el anciano actitudes de
compromiso. Así, el que ya no pueda «hacer cosas», podrá actuar, más
con su humanidad que con sus brazos y sus pies: es decir con sus ojos y
su semblante. Si no puede realizar actividades «productivas», quizás
pueda prestar servicios gratuitos. Si no puede compartir programas, será
bueno estimular su sintonía con los mismos. Estando físicamente
ausente, puede, no obstante, con su oración, ayudar a que no se
cansen los brazos de los apóstoles de turno... Es el tiempo de la
gratuidad porque el anciano descubre que su participación y su sentido
de pertenencia no dependen del rol que desempeña en la comunidad.
Recuerda así que la vida religiosa no se define por categorías laborales
o utilitaristas.
Es el tiempo de la gratuidad porque, desde la vivencia de la soledad,
inevitablemente pareja al retiro, establece con los demás una relación
menos «funcional», más esencial y, a menudo, purificada.
La gratuidad es «lo que queda» desaparecidas ya las «buenas
razones» o más allá de ellas. Ese rescoldo, capaz de mantener durante
toda una vida el fuego de la consagración, alimenta también la última
sana certeza, al jubilarse para siempre: «Cuando no podamos realizar
nada más, el bien y lo bello que hicimos continuarán sin nosotros su
movimiento»22. Es la saludable vibración o estela que dejaron tras de sí
aquellos religiosos que mantuvieron la tensión hasta el final.
Vida Religiosa Vol. 74 N- 4 (1993)
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1 Citado por DE BEAUVOIR, S., La vejez, Edhasa, Barcelona 1983.
2 LAFOREST, J., introducción a la gerontología, Herder, Barcelona 1991, p. 36.
3 Cfr. SARANO, J., Les trois dimensións de la santé, en Présences, 77, 1961,
págs. 7-17.
4 Cfr. PIANA, G., Corporeita e salute secondo alcune ideologie e concezioni del
mondo, en Uomo e salute, Ed. del Rezzara, Vicenza 1979.
5 Cfr. STENDLER, F., Sociologie médicale, A. Colin, Pañs 1972, pág. 11.
6 Cfr. por ejemplo: GRESHAIKE, G., Liberta donata. Breve trattato sulla grazia,
Querinianam, Brescia 1984, pág. 14; HAERING, B., La fe, fuente de salud, Paulinas,
Madrid 1984, págs. 19-20.
7 Cfr. por ejemplo: LAN ENTRALGO, P., Antropología médica, Salvat, Barcelona
1984.
8 Cfr. GRACIA GUILLEN, D., Modelos actuales de salud Aproximación al concepto
de salud, en Labor Hospitalaria, 219, 1, 1991, págs. 11-14.
9 Cfr. HAERING, B., o.c., págs. 12-13, 38.
10 Cfr., o.c., pág. 12.
11 Cfr. Diócesis de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, Al servicio
de una vida más humana, Idatz, San Sebastián 1992, pág. 17.
12 PAVESE, C., los expresó así: «Lo más triste no es llegar a ser viejos, sino
permanecer niños» (II mestiere di vivere, Einaudi, Torino 1952, pág. 68).
13 OOPPENHEIMER, H., Reflexiones sobre la experiencia del envejecer, en
Concilium, 235, mayo 1991, pág. 402.
14 Cfr. SICINER, B. F.; VAUGHAN, M. E., Vivere ben la terza eta, Sterling & Kupfer,
Milán 1984, pág. 152.
15 Cfr. SKINER, B. F.; VAUGHAN, M. E., o.c., pág. 104.
16 LAFOREST, J., o.c., pág. 51.
17 Cfr. RAHM, H. J.; LAMEGO, M. J. R., Vivir la tercera edad en la alegría del
Espíritu, Sal Terrae, Santander 1986, pág. 22.
18 Cfr. ERIKSON, E., Childood and Society, Norton 1950; LAFOREST, J., o.c.,
págs. 53-78.
19 Citado por LECLERCQ, J., La alegría de envejecer, Sígueme, Salamanca
1986, pág. 21.
20 «La mayor sabiduría del anciano es la que se refiere a su propia vejez»
(SKINER, B. F.; VAUGHAN, M. E., o.c., pág. 156).
21 RAHM, H. J.; LAMEGO, M. J. R., o.c., pág. 19.
22 LECLERCQ, J., o.c., pág. 39
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