ACTITUDES CRISTIANAS
EN LA ATENCIÓN A LOS ANCIANOS
EN LA ENFERMEDAD FINAL


Mons. Fernando Sebastián
Arzobispo de Pamplona


No tengo títulos especiales que me autoricen a hablar hoy ante 
vosotros. Cuento con la invitación del Dr. Guijarro, que es casi un 
mandato para mí por la obligación de corresponder a sus atenciones 
profesionales. Me mueve también el deseo de colaborar con los 
organizadores presentando en estas Jornadas lo que podríamos 
llamar la espiritualidad del Buen Samaritano.
Como Obispo tengo que ser maestro de vida cristiana. Por eso 
mismo no podía negarme a hablar hoy aquí sobre la manera cristiana 
de vivir junto a los enfermos ancianos incurables. Tengo también una 
razón para participar en estas Jornadas: soy hijo de una de estas 
ancianas incurables y vivo de cerca el itinerario doloroso de su 
progresivo agotamiento.
Os hablo pues como Obispo, como testigo de Jesús y de su 
Evangelio. Y quiero también hablaros como cristiano de a pie que se 
atreve a presentaros lo que yo mismo he ido aprendiendo poco a 
poco al recorrer con ella el largo y lento Vía Crucis de mi madre.
La presencia del anciano enfermo irrecuperable es un dato que 
nos alcanza a muchos de nosotros. En consecuencia el contenido y 
las exigencias del cuarto mandamiento de la ley de Dios alcanzan una 
amplitud que antes no tenían.
Más ampliamente todavía el mandamiento fundamental del amor al 
prójimo encuentra en nuestra sociedad un área nueva que podríamos 
formular así: ¿Qué tenemos que hacer para honrar a nuestros padres 
cuando llegan a la situación de enfermos ancianos incurables? ¿Qué 
significa prácticamente amar a los ancianos incurables como a 
nosotros mismos? ¿Hacer con ellos lo que quisiéramos que hicieran 
con nosotros en las mismas circunstancias? 
Desde el punto de vista social, podríamos formular la misma 
pregunta en otros términos: ¿qué significa hoy respetar los derechos 
fundamentales de una persona cuando llega a la situación de anciano 
enfermo irrecuperables
En las páginas que siguen vais a encontrar mucha influencia de mi 
experiencia personal. Muchos de vosotros no estáis en la misma 
situación. Atendéis a enfermos que no son parientes vuestros. Me he 
decidido a dejar así el texto porque no hubiera sabido hacerlo de otra 
manera. Os hablo desde lo que en mi personal experiencia he 
pensado y estoy viviendo. Supongo que no os será difícil hacer las 
analogías y modificaciones necesarias.

1. Necesitamos aprender
La humanidad y la Iglesia de hoy necesitamos aprender a convivir 
con los ancianos enfermos. Quizás es ésta una de las experiencias 
nuevas de humanidad más importantes que tiene que hacer la 
sociedad de hoy.
Hay mucha gente que nos recuerda constantemente el dolor 
amargo e injusto de los niños que mueren prematuramente por falta 
de higiene en el Tercer Mundo, vemos carteles y lemas que nos 
recuerdan los estragos del hambre y de la sed en muchos países de 
África y Asia.
Pero casi nadie nos habla de la necesidad de acercarnos a la larga 
agonía de nuestros propios ancianos que necesitan de nosotros para 
soportar la debilidad de sus cuerpos y la soledad de sus corazones en 
su lento camino hacia la muerte.
El alargamiento de la vida ha cambiado las proporciones de la 
sociedad, está modificando el equilibrio entre los miembros de 
nuestras familias, y pone ante nosotros unas nuevas exigencias 
morales. Todo ello por la multiplicación de los ancianos. No 
contábamos con ellos y resulta que son casi una cuarta parte de 
nuestra sociedad. No contábamos con ellos y resulta que forman parte 
de nuestra familia.
Cuando la humanidad se dedica a explorar los espacios celestes, 
resulta que tenemos mucho más cerca estos espacios inexplorados y 
desconocidos de la vida, las deficiencias, las necesidades y 
sufrimientos de los ancianos terminales. Hay que tener el valor de 
entrar en estos espacios, recorrerlos, explorarlos e investigarlos, y 
sobre todo hay que tener el valor de acompañarlos en su larga caída 
hasta las oscuras tinieblas de la desintegración psíquica y biológica.
Hoy los ancianos enfermos, los ancianos terminales, son la 
exigencia moral más fuerte que tienen ante sí muchas familias. 
Tenemos necesidad de contar con ellos, hay que hacer sitio para el 
anciano enfermo incurable. Hacerle sitio materialmente en nuestras 
casas, en nuestra ciudades, pero sobre todo en nuestro cariño, en 
nuestra atención, en la distribución de nuestro tiempo y de toda 
nuestra vida.
La realidad física de estas enfermedades, sus consecuencias 
psíquicas, sus procesos de deterioro, la forma de aliviarlos y 
acompañarlos en este itinerario sobrecogedor es un largo aprendizaje 
que tenemos todos delante, los investigadores y los sanitarios, los 
familiares y cuidadores, la Iglesia y las mismas instituciones públicas.

2. Para vivir en la verdad
La verdadera imagen de la vida humana no es tal como nos la 
presentan los medios de comunicación. Ellos nos dibujan una vida a la 
medida de nuestros gustos y fantasías. Nos engañan con nuestra 
propia complicidad. La verdad es que ahora forman parte de nuestra 
vida, largos meses y años de decaimiento, impotencia, incapacidad 
creciente y disolución física y psíquica.
Siempre ha sido muy difícil llegar a formarse una idea real y 
objetiva de lo que es la vida humana. Los humanos tendemos a 
totalizar la experiencia de cada edad imaginándonos la propia vida 
como la prolongación indeterminada de lo mejor que en cada edad o 
en cada momento estamos viviendo. Todo lo demás nos parece 
accidente.
Poco a poco, con los años, y con no pocos esfuerzos de realismo y 
de valor, llega el hombre a darse cuenta de que su vida es un arco 
que comienza con la niñez y juventud, que sube en los años de la 
madurez y que luego desciende hasta desaparecer en el silencio de la 
muerte. El mundo sigue y nosotros no estamos más entre los vivos. 
Los libros sapienciales de la Sag. Escritura, los Salmos, los textos 
literarios y religiosos de todas las culturas tienen testimonios 
admirables de este esfuerzo admirable del hombre de todos los 
tiempos para descubrir las verdaderas dimensiones y el rostro 
verdadero de la vida del hombre sobre la tierra.
Nada de esto es posible sin reconocer que la muerte temporal, la 
propia desaparición del escenario de este mundo forma parte de 
nuestra vida real. Cualquier intento de ocultar la verdad de la muerte 
como parte de nuestra vida es una falsificación de nosotros mismos y 
más profundamente todavía una falsificación de nuestra manera de 
estar en el mundo y de asumir nuestra propia vida.
Este ocultamiento de la muerte es más intenso y más grave en 
nuestro mundo de hoy, en el que el quehacer de un número cada vez 
mayor de personas es únicamente enfrentarse con la realidad de la 
muerte, aprender a vivirla dignamente.
A partir de aquí aparece otro aspecto de la cuestión. La verdad de 
la vida de quienes vivimos con estos ancianos incurables consiste en 
ayudarles a caminar su peregrinación hacia la muerte. No puede ser 
verdadera, ni humana ni justa la vida de quien ignora la necesidad del 
anciano que tiene a su lado. Los ancianos son nuestro prójimo más 
necesitado de ayuda y de amor. Ellos necesitan absolutamente que 
otros vivamos con ellos su propia debilidad, que recorramos con ellos 
la peregrinación de sus últimos años.
Para ello hacen falta unas actitudes que yo querría describir 
brevemente ante vosotros.

3. Reconocer prácticamente la dignidad del enfermo 
ENFERMO/DIGNIDAD: La enfermedad no disminuye la dignidad, ni 
el valor, ni la grandeza de las personas. No son capaces de trabajar, 
ni de resolver ningún problema de la casa, no pueden siquiera 
mantener una conversación entretenida.
Pero ellos siguen siendo hijos de Dios. También en ellos se cumple 
el plan de Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». 
El anciano incurable, en su debilidad, es imagen de Dios como no 
podemos serlo en ningún otro momento de nuestra vida.
Dios es el Dios poderoso y fecundo de la creación, pero es también 
el Dios débil de la cruz, de la agonía y de la muerte. El Dios que se 
nos manifiesta en N.S. Jesucristo es un Dios fuerte y poderoso que 
por amor entra en el circuito de nuestra propia humanidad y vive 
personalmente las angustias de la soledad, de la agonía, de la 
impotencia y de la muerte. ¿Qué otra imagen mejor de este Dios 
impotente que la persona del padre o de la madre privados de su 
fuerza, del brillo de sus ojos, del dinamismo de su vida consciente?
La fe nos ayuda a descubrir su dignidad y su grandeza más allá de 
sus debilidades físicas y su oscurecimiento espiritual. Verlos como 
hijos queridos de Dios, portadores de la llama interior de la 
inmortalidad y de la vida divina, los realza ante nosotros, y suprime 
cualquier planteamiento egoísta, cruel, insolidario, de comodidad o de 
menosprecio .
Conceptos y posibilidades como el abandono, el menosprecio, el 
no aprecio y cuidado de su vida, son cosas que quedan radicalmente 
excluidas de una mente y un corazón cristianos. Al contrario, quien 
sabe mantener despierta una visión de la vida humana iluminada por 
la fe en la creación y en la vocación a la vida eterna, se siente movido 
a una mayor solicitud y ternura ante el misterio de una grandeza 
espiritual oculta y humillada por las debilidades de la naturaleza.
La fe en la resurrección cambia nuestra manera de ver la 
enfermedad y la debilidad de la muerte. El anciano incurable comparte 
la agonía y la debilidad escandalosa de Cristo en la Cruz. Pero la 
oscuridad del Calvario tiene siempre detrás el resplandor del domingo 
de resurrección. El cuerpo deshecho y la mirada apagada del anciano 
se transfiguran ante nosotros si los vemos como un tránsito brevísimo 
en el camino hacia los resplandores de la resurrección.
Un cristiano ve al anciano incurable como un ciudadano del Cielo, 
cuyo cuerpo destruido será transfigurado en un cuerpo glorioso como 
el cuerpo resucitado de Cristo, en virtud del poder que tiene de 
someter a sí todas las cosas, incluidas las fuerzas destructoras de la 
muerte (cf. Fil 3, 21).
En la agonía y la debilidad de Cristo está de alguna manera 
incluida la debilidad y la agonía de todos los hombres. Cristo es la 
Cabeza. En su muerte morimos todos y aprendemos a morir en 
adoración y esperanza. El anciano irrecuperable está atrapado por los 
brazos de la muerte, pero su muerte no es una muerte desesperada 
sino la muerte esperanzada de Jesucristo.
Vivir cerca de él es una manera de vivir personalmente la realidad 
de la muerte con Cristo, en el anciano y en uno mismo. Estar junto a la 
cama o junto a la silla de ruedas del anciano enfermo, es como estar 
con la Virgen María al pie de la Cruz de Jesús. Ella sufrió entero el 
dolor de la muerte. Pero nunca dudó de la grandeza del Hijo 
Redentor. En el Calvario vivió el dolor de todas las muertes de todos 
sus hijos. Nunca dudó de su dignidad ni de su grandeza. Nunca dejó 
de amarlos.
El amor nos hace entrar juntos en el misterio redentor de la muerte 
cristiana. Las muchas renuncias que el cuidador tiene que aceptar 
son una manera de compartir en la propia vida las limitaciones y las 
renuncias que anuncian en la propia carne el realismo de la muerte 
con una dolorosa compasión.
Se vive dolorosamente la muerte de los seres queridos, pero a la 
vez aumenta en nosotros la seguridad y la esperanza de su 
resurrección, de la nuestra, de la gloria universal y definitiva.

4. Saber descubrir y recibir lo que ellos nos ofrecen 
Alguno se podría extrañar de este titular. ¿Qué puede ofrecernos 
un enfermo anciano Irrecuperable? Por supuesto que no estoy 
pensando en las pequeñas cuentas de las Libretas de Ahorro.
En el terreno moral y humano, la convivencia con un enfermo 
terminal proporciona realismo, capacidad de enjuiciamiento, y por eso 
mismo serenidad y libertad para afrontar cualquier otro acontecimiento 
de la vida. Más de una vez, al leer la prensa o escuchar los 
comentarios de los amigos, con las vivencias de la enfermedad en la 
memoria, uno piensa que perdemos la vida en niñerías y nos 
entusiasmamos por cosas que valen muy poco.
Incluso ciertas predicaciones y presentaciones del cristianismo que 
a muchos les parecen punteras y progresistas, resultan débiles y 
vacías cuando uno comprueba que no sirven para consolar al que se 
muere ni para sostener la fortaleza de quienes comparten de cerca su 
agonía.
La enfermedad termina] es una fase de la vida en la que la 
temporalidad se adelgaza y cada vez queda más cercana la verdad de 
la muerte y las promesas de la vida eterna. Quien comparte las horas 
con un anciano terminal vive esa situación extrema en la que toda la 
vida es ya pasado, sin apenas ninguna perspectiva de futuro. El único 
futuro real y posible es el encuentro real con Dios y el don de la vida 
eterna.
En la atención a un anciano incurable no cuenta la esperanza de 
que pueda curar un día. Atender a otros enfermos tienen el gran 
aliciente de poder ayudarles a curar y a normalizar su vida. Con el 
enfermo incurable esta esperanza no existe. Los cuidadores saben 
que aquella enfermedad terminará con el triunfo de la muerte. Pero 
los cuidadores cristianos sabemos que la muerte no es una etapa 
definitiva. El amor, la solicitud, el tiempo, los sacrificios dedicados en 
ayudar y aliviar a estos enfermos incurables quedan en el gran 
patrimonio de la comunión de los santos en donde perduran ante Dios 
todas las buenas acciones del Reino.
Los enfermos nos llevan hasta la puerta del Cielo. Si ellos caminan 
hacia Dios y nosotros les acompañamos con cariño, podemos llegar 
con ellos, por la fe y el amor, hasta las proximidades del misterio, 
hasta el umbral de la vida eterna, hasta el secreto misterioso de Dios. 
De hecho la atención amorosa a un anciano terminal es un ejercicio 
continuo de fe en la esperanza y la cercanía de la vida eterna.
En la vida de hoy todos tenemos muchas cosas que hacer. 
Entramos, salimos, hablamos, escribimos, compramos y vendemos. 
Atender a un enfermo terminal es otra cosa. De momento no sirve 
para nada. Ni siquiera pueden devolvernos una sonrisa, pero nuestra 
presencia a ellos les da contenido de vida, les ofrece un mundo 
amable en el que seguir viviendo; a nosotros nos ayuda a entrar en lo 
profundo de la humanidad y del mundo, en el mundo del amor y de la 
presencia espiritual que no pasan y son bienes eternos por la gracia 
de Dios.

5. Aceptar con gratitud el don de la vida, con su riqueza y sus 
limitaciones 
El cuidado de un enfermo incurable nos acostumbra a tocar las 
limitaciones de la vida y la grandeza de los dones que hemos recibido. 
Lo sorprendente no es que nuestra vida se desmorone, la maravilla es 
que un cuerpo compuesto de minerales bien organizados haya sido 
capaz de sustentar la vida de nuestro espíritu durante tantos años.
Esta experiencia resulta a veces muy dura y puede ser fuente de 
tentaciones profundas, como el desaliento, la desesperanza, la 
desgana ante todas las manifestaciones de la vida, el resentimiento 
ante la felicidad de otros, la depresión en el sentido más estricto. Pero 
hay también formas positivas y provechosas de vivir estas situaciones 
y de ser más fuertes que todas estas tentaciones y peligros.
Sin rebeldías, sin preguntas insolentes, con gratitud, con 
esperanza, aprendemos a valorar y agradecer el don de la vida. El 
dolor es revelación de Dios. Quien rechaza al uno rechaza al otro. 
Quien lo acepta tiene ya abierta la puerta de la revelación y de la 
gloria. No se puede entender la verdad de Dios sin vivir en la verdad 
de nuestra vida manifestada por el dolor vivido en el amor.
Ni se puede tampoco valorar en su entera verdad la salud, la 
naturaleza, las relaciones humanas, la hondura y la fuerza del amor 
humano hasta que no ha pasado por la experiencia y la prueba de la 
solidaridad en el dolor absoluto de la enfermedad incurable y de la 
muerte.
La verdad profunda de nuestra vida es la de ser don y 
comunicación de bienes. Dios nos da la vida por amor; el amor de 
nuestros padres es el vehículo de la donación de Dios. En el amor 
crecemos y por el amor nos comunicamos y nos entregamos a los 
demás. Hace falta que volvamos a Dios con amor, con el amor nuestro 
y con el amor de los que nos acompañan. Cuidar a un enfermo 
terminal tiene que ser vivido como un acto de amor por el que 
depositamos en las manos de Dios la vida completa y el cuerpo 
agotado de sus hijos nacidos de su amor.
La verdad y la grandeza de nuestra vida consiste en vivirla con 
amor en sus verdaderas dimensiones como don que se recibe de 
Dios, que se ofrece a los demás, y que se devuelve a Dios cuando El 
y como El dispone.

6. El amor desinteresado y efectivo
En el Sermón de la Montaña Jesús recomienda amar a los 
enemigos. No es que los enfermos irrecuperables sean comparables a 
los enemigos. Pero sí nos vale el sentido profundo de este mandato 
del Señor: En el amor a los enemigos, el Señor recomienda el amor 
universal, el amor generoso y gratuito, el amor sin medida ni 
correspondencia. «¿Porque si amáis a los que os aman qué 
recompensa vais a tener?»
Amar y servir a los enfermos irrecuperables es en muchos casos 
amar y servir a quien ya no está en disposición de estimar ni 
agradecer ni mucho menos devolver nuestros servicios. Por eso este 
servicio tiene la dificultad y la grandeza del amor generoso y 
desinteresado.
A cambio ofrece la oportunidad de disfrutar de la experiencia moral 
más alta que se puede tener en la tierra, la de amar porque sí, como 
Dios mismo, sin esperar nada a cambio, por el simple gusto de servir y 
por el valor mismo del amor como forma suprema de vivir y de estar 
en el mundo. En este servicio se cumple el mandato del Señor: «Sed 
misericordiosos, sed perfectos, como Dios mismo es misericordioso y 
perfecto» (cf. Mt 5, 48; Lc 11, 44).
Desde el punto de vista humano esta experiencia no tiene precio. 
Servir a un enfermo es ir tomando su vida bajo nuestra 
responsabilidad como un padre y una madre. Ir poco a poco 
reorganizando la propia vida según las necesidades del otro. De esta 
manera se da la transformación increíble de los padres en hijos y los 
hijos en padres. Se llega a vivir una verdadera maternidad o 
paternidad ejercida espiritualmente sobre los propios padres. Ellos 
nos dieron la vida, ahora podemos sostener la suya en situaciones 
más dolorosas y más necesitadas.

7. Mantener viva la esperanza
La atención a un anciano irrecuperable es una dura prueba para la 
esperanza. Los cuidadores saben que aunque ganen algunas 
batallas, la guerra la tienen perdida. El anciano no curará. Y sin 
embargo hay que mantener vivas las motivaciones del duro trabajo y 
de las exigentes renuncias de cada día.
Hay una consideración radical capaz de sostener la esperanza en 
estos trances. «Sé que al final mi hermano resucitará», le dijo Marta al 
Señor (cf. Jn 11l). Al atender a un enfermo sabes que algún día va a 
conocer los cuidados que ahora recibe sin darse cuenta y va a poder 
agradecernos lo que ahora recibe pasivamente. Este cuerpo 
debilitado y abatido que ahora atendemos con veneración, volverá a 
ser glorioso y resplandeciente. En el quedarán para siempre las 
huellas de nuestro cariño y de nuestras atenciones.
Pero hay otros estímulos más cercanos y más asequibles. Aunque 
el enfermo no se dé cuenta ahora de los cuidados que recibe, aunque 
los días y los meses se alarguen indefinidamente, el amor hace que 
se pueda mantener con ellos una comunicación suficiente para ver en 
sus ojos la alegría y la paz de verse queridos, acompañados, 
atendidos en sus necesidades.
El enfermo querido se siente significado por la atención que le 
prestan las personas que están cerca de él. Su autoestima y su 
tranquilidad interior se sostienen por la experiencia fundamental de 
sentirse querido, cuidado, atendido. En esta experiencia mantiene el 
enfermo la conciencia de su propia dignidad y de su propio valor.
La enfermedad incurable y larga vivida en soledad y sin cuidados 
envilece y degrada al enfermo ante sí mismo. La misma enfermedad, 
vivida entre el amor y los cuidados de unas personas solidarias y 
esperanzadas, es dignificadora y purificadora. En este sentido, 
aunque la enfermedad termine por derrumbar al paciente, nunca 
podrá mancillar su dignidad ni someternos a los demás al fatalismo de 
la muerte.

8. Afrontar las dificultades con fortaleza
El acompañamiento de un enfermo incurable es una larga 
peregrinación por el desierto, por un desierto cada vez más silencioso 
y más deshabitado. El cansancio, la frustración, el abandono son 
tentaciones frecuentes entre los cuidadores.
Por eso mismo es tan importante mantener vivas las razones para 
la esperanza. Donde hay esperanza hay fortaleza y constancia.
Quien se hace cargo de la vida de uno de estos enfermos sabe 
que lleva a cuestas la cruz del Señor. A todos nos lleva a cuestas 
nuestro Señor en el peso y en la injusticia de su cruz. Cargar con el 
peso de uno de estos enfermos es ayudar al Señor a llevar sobre los 
hombros el peso del mundo.
En este camino de la cruz, con la vida del prójimo incurable a 
cuestas, cada vez hay que descender a regiones más oscuras, a 
situaciones más exigentes, a renuncias más absorbentes. Pero este 
entrar cada vez más adentro en el mar de la debilidad y de la 
impotencia es también llegar a situaciones de más generosidad, de 
mayor gratuidad, de mayor donación de uno mismo, de mayor 
transferencia de vida.
Todo esto es a la vez un modo realista y verdadero de entrar con 
Cristo en el misterio de la redención. Morimos un poco para que otros 
vivan. Y a medida que morimos por los otros entramos también en una 
vida nueva de amor y de esperanza que vale mucho más que las 
posibilidades perdidas. Los enfermos son el sacramento y el camino 
de nuestra purificación y de nuestra propia redención.

9. Cultivar la magnanimidad
Al evocar esta hermosa virtud me refiero sobre todo a la capacidad 
de superar las pequeñas dificultades domésticas que se producen 
inevitablemente por la fuerte presión que el enfermo ejerce sobre las 
personas que están en su entorno.
Quienes viven al servicio del enfermo sienten su influencia en todas 
las cosas, se cambian las horas del sueño, hay que acomodar las 
entradas y salidas, no se sabe nunca lo que se va a poder hacer al 
día siguiente, se vive con el agobio de hacer o no hacer las cosas 
bien. Las crecientes dificultades del enfermo hace que se conviertan 
en asuntos problemáticos y difíciles todas las pequeñas cosas de 
cada día: la limpieza, la hora del desayuno, la preparación de los 
alimentos, la toma de los medicamentos.
Para que todas estas pequeñas presiones no destruyan la 
tranquilidad del entorno, para que no se crispe la convivencia, para no 
perder la paz y la alegría hacen falta corazones magnánimos y a 
veces nervios de acero.
Hay que saber comenzar de nuevo tantas veces como sea 
necesario. Nada ni nadie debe ser capaz de turbar la paz, la armonía, 
la confianza que necesitan los cuidadores y necesita el propio 
enfermo para sentir en torno suyo la compañía del afecto y la 
tranquilidad que necesita.

10. Aprovechar la ocasión de crecimiento espiritual y humano
El cuidado del enfermo anciano irrecuperable requiere buena 
salud, buen estado de ánimo, y sobre todo una notable estabilidad 
psíquica. En torno al enfermo se crean muchos momentos de alarma, 
de agotamiento, de decepción que tienen que ser superados con 
realismo y con serenidad.
Pero también es verdad que la convivencia con el enfermo ayuda a 
conseguir esta madurez que el enfermo requiere. Ver el dolor tan 
cerca, ser capaz de relativizar otras muchas cosas, tener que estar 
multiplicando los actos de generosidad sin esperar recompensa, 
prepara para adoptar esas mismas actitudes en otras muchas 
circunstancias de la vida, con los familiares más cercanos, con los 
amigos a los que les resulta difícil comprender nuestras limitaciones, a 
los que pasan por nuestro lado sin enterarse de lo que estamos 
viviendo.
La convivencia con el enfermo ayuda a entrar en un estilo de vida 
comprensivo, generoso, muy profundamente asimilado y muy 
sinceramente personal que le hace a uno capaz de encajar muchas 
cosas, de acoger con benevolencia y con compasión las limitaciones y 
los defectos de los demás. Digamos que vivir con un enfermo 
incurable es a la vez una escuela de duro realismo y por eso mismo 
una escuela también de piedad y de compasión. Estas creo que son 
las mejores notas de una verdadera madurez humana y cristiana.

11. Maduración de la familia
El enfermo pone también en crisis las relaciones familiares. Hay 
momentos que en que no se sabe qué hacer con él. Puede resultar 
problema su alojamiento, los gastos de su tratamiento, la distribución 
de las cargas y de los sacrificios. Las hijas tienen que contar con sus 
maridos, los hijos con sus mujeres, los padres temen las reacciones 
de los hijos, y otras veces se echan en cara unos a otros lo que no 
han querido o no han sabido hacer.
Según como se viva la presencia de un enfermo anciano 
irrecuperable en la familia puede ser una bomba que la haga estallar 
en desconfianzas, críticas y resentimientos. El enfermo es como el 
detonador que hace saltar todos los egoísmos encubiertos y destruye 
todas las apariencias de amabilidad y de falsas confianzas de que 
están hechas muchas familias.
Pero cuando la familia está edificada sobre un amor verdadero que 
sabe dar sin recibir, que no juzga a los demás, que perdona y 
comprende, el enfermo es un acelerador y multiplicador de este amor. 
Cada uno tiene que dar lo que pueda en una verdadera concurrencia 
de afectos y de buenas disposiciones, cada uno cuida de mitigar los 
sufrimientos y el cansancio de los demás, se atiende al enfermo y se 
atiende a la vez al cansancio y al sufrimiento y a los sacrificios de 
quienes están con él en un verdadero concurso de generosidad y de 
afecto.
Al final de la enfermedad la familia tiene que estar más segura de sí 
misma, más convencida de que el amor verdadero es su cimiento 
indestructible, más purificada de otros planteamientos reivindicativos, 
egoístas, faltos de generosidad o de misericordia.

12. Madurez y humanización de la sociedad
Muchas veces en las reuniones cristianas decimos, no sin cierta 
grandilocuencia, que queremos hacer un mundo nuevo. Los 
enfermos, casi sin quererlo, nos están ofreciendo una posibilidad.
Entiendo que el índice de humanidad y los grados de evangelio 
que hay en una sociedad, en una cultura, se manifiestan muy 
claramente en la manera de tratar a los enfermos.
La familia o la sociedad que aparca a los enfermos, que los quita 
de su vista, aunque luego pretende tranquilizar su conciencia con 
dinero, es una familia y una sociedad deshumanizada, cruel, ganada 
por el egoísmo y en el fondo endurecida y cautiva por el ídolo del 
propio bienestar y por la adoración de uno mismo.
Una sociedad humanista, inspirada por el respeto a la fe cristiana, 
que quiere vivir de acuerdo con las inspiraciones humanistas del 
cristianismo, tiene que ser una sociedad que quiere proporcionar un 
clima verdaderamente humano a sus ancianos hasta el umbral de la 
muerte y para eso dedica dinero, investigación, puestos de trabajo, 
ayudas familiares, formas alternativas, todo un sistema de atenciones 
y cuidados para humanizar esta difícil etapa de la vida humana que 
nosotros mismos hemos contribuido a crear y que se llama vejez y 
decrepitud larga e irrecuperable.
Si cabe aquí una sugerencia de naturaleza política, diría lo 
siguiente: Bien está hacer Residencias asistidas cuando sean 
necesarias. Pero sería más propio de una política humanista ayudar a 
las familias para que sean capaces de atender en casa a sus 
enfermos. Desde la vivienda, las calles, las subvenciones, las 
comunicaciones, todo tiene que repensarse teniendo en cuenta la 
presencia y las necesidades personales y familiares de los ancianos 
enfermos irreversibles.
Una palabra de gratitud y de admiración para todos los que 
trabajáis profesionalmente en el mundo de los ancianos enfermos 
irrecuperables. Me refiero a los religiosos y religiosas que lo hacen 
como un modo de vivir su entera dedicación a Dios y al servicio del 
Reino de los Cielos, a los médicos y diferentes géneros de personal 
sanitario y auxiliar, a todos los que directa o indirectamente, en 
establecimientos o en sus casas les ayudáis a vivir. Yo mismo me 
pongo entre vosotros .
No os dejéis abatir en ningún momento. No perdáis de vista los 
valores inmensos de vuestra tarea. Tratad de perfeccionar 
constantemente vuestros conocimientos y capacidades profesionales, 
pero no olvidéis nunca las dimensiones humanas, cristianas y casi 
místicas de vuestra profesión y de vuestros esfuerzos de cada día.
Cada día, en los momentos agradables del descanso buscad el 
rostro del Señor y escucharéis su hermosa palabra: «Lo que habéis 
hecho a estos ancianos míos lo habéis hecho conmigo»; «haced el 
bien y dad sin esperar nada a cambio, y seréis hijos del Altísimo. Sed 
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. Dad y se os 
dará, una medida apretada, rebosante, porque con la medida con que 
midáis a los demás se os medirá a vosotros» (cf Lc 6).

F. SEBASTIAN AGUILAR
Arzobispo de Pamplona
Obispo de Tudela

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