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Para
todos es evidente que vivimos una etapa histórica caracterizada por
la masificación de las tecnologías de comunicación electrónica de
imágenes, textos y sonidos. Ya forma parte de nuestra experiencia
cotidiana, determinando en gran medida el mundo en el que vivimos.
Cuando se pasa del fenómeno a la indagación de su fundamento, sin
embargo, no se advierte la misma claridad y consenso obtenida para su
descripción. La gran mayoría parece inclinarse a encontrar la causa
de esta nueva etapa en el desarrollo tecnológico. Se habla incluso de
una revolución tecnológica, insinuándose con ello que las
consecuencias que observamos en la transformación de las conductas
humanas tiene su causa principal en la tecnología actualmente
disponible. Tal vez por deformación profesional, los sociólogos
pensamos que los hechos sociales se explican por hechos sociales, y no
veo motivos para hacer, en este caso, una excepción. El desarrollo
tecnológico verdaderamente espectacular de los últimos cincuenta o más
años, con los enormes recursos económicos y financieros
involucrados, no podría haberse producido si la sociedad no hubiese
valorado como recurso para su propia organización la comunicación y
la transmisión de información, tanto en el plano operativo de la
toma de decisiones como en el plano reflexivo de la descripción de sí
misma, de su auto-observación. Aún más, de nada servirían las
nuevas tecnologías de comunicación si la sociedad no hubiese estado
en condiciones de sacar provecho al costo/valor de oportunidad de
estar bien informado en lugar de no estarlo. Tales presupuestos son
sociales y no tecnológicos, y tampoco surgieron de un día para otro,
sino que corresponden a un logro evolutivo de muchos siglos de
preparación. Como planteó Heidegger, en forma verdaderamente pionera
para el pensamiento de su época, la esencia de la tecnología no se
puede buscar en la tecnología, sino en la cultura que la hace posible
o incluso, en el pensar metafísico mismo, y en su modo de hacerse
efectivamente real en el destino histórico de los pueblos, es decir,
en la determinación de su cultura y organización social.
Son muchos los factores que concurren históricamente a la formación
de un concepto operativo de información. Desde la perspectiva del
tema que aquí nos interesa, se trata ciertamente de una forma de
organización social del saber que tiene consecuencias para esta misma
organización social, es decir, que es capaz de cambiar el estado en
que se encuentra y transformarse. Estar informado es, desde luego,
saber algo sobre algo o sobre alguien, sobre la realidad que lo
constituye, sobre sus potencialidades de desarrollo, sobre su utilidad
o peligrosidad, sobre su verdad o bondad. Todas las sociedades han
organizado sus saberes del modo que estimaban les resultaba a ellas más
provechoso para una multiplicidad de propósitos. Sin embargo, sólo
en la época moderna se plantea, junto al saber mismo de una
determinada clase de objetos, la necesidad de atribuir valor a lo que
se sabe, relacionándolo con la capacidad de agregar valor a los
objetos del mundo en virtud de lo que se sabe. Platón, por ejemplo,
en El Sofista, se ve en duros aprietos para distinguir entre el saber
de un verdadero filósofo y el de un sofista, puesto que ambos tienen
una apariencia social común, comparable a la de cualquier otro,
artesano o comerciante que vende sus productos para ganar su sustento.
Ya entonces percibía que las ideas podían ser aparentemente
compradas y vendidas, como las ilusiones y tantos otros productos
intangibles que hoy abarrotan nuestros mercados. Pero llega a la
conclusión, de que sólo el filósofo mismo, en el acto de filosofar,
puede llegar a distinguir la verdadera filosofía de la argumentación
demagógica del escéptico o del sofista, puesto que la diferencia
entre ambos procede de la experiencia misma del saber-de-sí. A tal
punto puede llegar la incomprensión social de ese saber, que sólo la
disposición a dar la vida en testimonio de su verdad, incluso si la
muerte es manifiestamente obra de la injusticia, podría inclinar a la
sociedad, o al menos a algunos de sus discípulos, a apreciar el valor
y la sabiduría de ese saber. También se puede comprender, a partir
de esta conclusión, el escaso éxito alcanzado por su modelo de
organización de la política, el cual reservaba la cúspide de su
jerarquía de orden para el filósofo, es decir, para alguien capaz de
saber sólo en el saber-de-sí la diferencia entre el saber y el engaño.
Examen y vejamen
Doy un salto de varios siglos para llamarles la atención sobre el
ritual de iniciación de los doctores en las universidades medievales,
quienes una vez que habían sido aceptados por la comunidad académica
como miembros nuevos de la corporación, después de un riguroso
examen, debían salir por las calles aledañas de la ciudad para
someterse al vejamen de la población, que les recordaba con
improperios, ironías y sarcasmos que lo mucho que sabían o creían
saber tenía, en realidad, menos valor que el sentido común que
gobernaba la ciudad. La íntima proximidad de las expresiones examen y
vejamen insinuaba que el valor del saber era próximo a la situación
descrita en El Sofista, sobre la que se ironiza magistralmente en el
barroco en la figura del Licenciado Vidriera o en la parábola acerca
del vestido del rey que sólo un niño, en su inocencia, es capaz de
percibir y descifrar en toda su sencilla realidad. La convicción de
sentido común de que es necesario comer antes de filosofar, refleja
la prioridad del valor práctico del saber por encima de cualquier
visión especulativa.
Cabe entonces preguntarse: ¿tiene solución la paradoja de que sólo
el sabio conoce su docta ignorancia y de que el ignorante, en cambio,
ignora su ignorancia, de modo que no hay manera de saber quién es en
verdad sabio y quién ignorante? Por lo menos podríamos decir que las
sociedades premodernas no lograron resolver esta paradoja y ordenaron
las diferenciaciones propias de la jerarquización social, atribuyéndole
valor a las formas de la sociabilidad según su refinamiento y su
recato, y no según el saber que las sustentaba. Hasta el siglo XVII
la pertenencia a la nobleza podía prescindir aún de la exigencia de
saber leer y escribir, puesto que para ello estaban los clérigos y
doctorados, los cuales por su parte, en virtud de su saber, jamás
accederían a cambiar su posición en la estructura social.
La emergencia de una forma de diferenciación funcional de la
sociedad, que se produce históricamente por la consolidación de la
cultura burguesa, propone una forma social de resolver la paradoja o,
al menos, de desparadojizarla para efectos de la organización social.
Me parece que ello ocurre mediante la introducción de dos nuevas
distinciones no consideradas precedentemente. La primera de ellas,
distingue entre el saber relativo a un objeto y el saber relativo a
otro saber, o mejor dicho aún, a una expectativa de saber. El primero
queda determinado por su objeto y es, por tanto, de público acceso.
El segundo, en cambio, queda determinado por la certeza del punto de
observación escogido, por la hipótesis dirá el método de la
ciencia, y queda, por tanto, restringido para aquellos que no están
en condiciones de comprender su diferencia en relación al primer
saber. En lenguaje actual diríamos que se trata de la introducción
de una observación de segundo orden, es decir, de una observación de
observadores, la cual tiene la particularidad de renunciar a los
conceptos asimétricos y ontológicamente cargados de bueno/malo,
verdad/engaño, con los cuales las personas se ven obligadas a optar
por el valor de uno sólo de los lados de lo diferenciado,
proponiendo, a cambio, una distinción simétrica entre una hipótesis
y otra, entre un punto de vista y otro. Éste es el significado
esencial que tiene para las ciencias sociales la introducción del
concepto de cultura en la Europa del siglo XVII, mediante el cual
comienzan a compararse simétricamente distintos estilos, hábitos,
semánticas o comportamientos sociales sin tener que enjuiciar
obligatoriamente si son superiores o inferiores, sino simplemente
distintos.
La conciencia de la relatividad del punto de vista que se gana de esta
manera, permite dar valor provisional al saber así obtenido, al mismo
tiempo que delimitar el riesgo de las acciones realizadas bajo una
determinada hipótesis que no es la única posible de ser considerada.
El saber se transforma así, no en una relación del sujeto que piensa
con su objeto pensado, sino en la relación social que organiza los
diferenciales de saber obtenidos por escoger el punto de vista desde
el cual se observa. Con ello cambia radicalmente la noción misma del
saber, puesto que ella no es ahora independiente de la forma social
que adquiere su organización. Particularmente, se introduce la
contingencia de todo
saber en la apreciación social misma del saber, atribuyéndole de
este modo valor. Asimismo, la forma y velocidad de su producción y
circulación queda progresivamente determinada por el valor social
atribuido a su posesión. En este sentido, el saber se transforma en
información. No sólo se trata de que alguien cree saber algo de
alguien o de algo, sino de que sabe algo que otro no sabe, y el valor
informativo de ese saber reside precisamente en este diferencial del
saber, que puede corresponder, evidentemente, a una diferencia con
sustento en la realidad, pero puede corresponder también a una mera
presunción respecto de la cual se estima de alto riesgo desconocerla
o ignorarla.
Transformaciones básicas
La segunda distinción que introduce la cultura burguesa vincula el
saber a la temporalidad, diferenciándose el valor de oportunidad del
mismo. Enterarse hoy de lo que publicó el periódico de ayer no
tiene, ciertamente, valor de información, ni tampoco, en general,
saber algo frente a lo cual ya no existe una expectativa de saber.
Este es el tipo de información que se produce, circula y adquiere
valor a la par que el funcionamiento de los mercados, los que reflejan
justamente las expectativas de creación o agregación de valor en los
distintos ámbitos de la vida social. Si consideramos adicionalmente
que, desde Aristóteles, el tiempo es el número del moviiento, el
saber transformado en información es susceptible de ser cuantificado.
Éste es el fenómeno social que muchas veces se conceptualiza
erradamente, a mi parecer, como economicismo, sugiriéndose con ello
que estamos en presencia de un reductivismo materialista de carácter
ideológico. En verdad estamos en presencia de un reductivismo, pero
no tiene nada que ver con presupuestos materialistas, sino con la
cuantificación de la información, la cual es una operación social
de descripción del saber que no se realiza sobre los objetos, sino
sobre el valor de oportunidad que tiene ese saber respecto de otros
saberes.
Éstas son, según me parecen, las verdaderas transformaciones
sociales revolucionarias que están a la base del desarrollo contemporáneo
de la tecnología y, particularmente, de las tecnologías de la
información. Recién ahora podemos apreciarlas en toda su magnitud e
importancia evolutiva por dos razones: en primer lugar, en el plano
reflexivo, por el ocaso de las ideologías que, cualquiera sea su
signo, subordinaban unilateralmente el saber propio de la sociedad y
de su auto-observación a una opción voluntarista respecto de su
futuro, opción que, en el límite, era de carácter utópico. Se
expresaba negativamente con las expresiones sociedad sin clases, sin
mercancía, sin moneda, y los neo-utopistas actuales agregarían sin
dogmas, sin normas, sin discriminación, sin autoridad, sin sentido.
Positivamente, se expresaba como orden espontáneo o como sociedad de
competencia perfecta. Ambas fórmulas ocultaban, sin embargo, que el
saber transformado en información se constituye en verdad sobre un
diferencial de información y, por lo tanto, por un ocultamiento del
saber y no por una supuesta transparencia que se ganaría con mayor
información. Si todos pudiesen saber en todo momento, y en forma
simultánea, cuáles son todos los precios en que se transa un
determinado bien en todas partes del planeta, simplemente no podría
haber precios, puesto que ellos expresan el valor relativo de los
costos de oportunidad y de los diferenciales de productividad. Cuando
se sabe todo, no se sabe nada. La total transparencia es la ausencia
de información.
... pero, ¿sabemos más de nosotros mismos?
La segunda razón por la que ahora podemos entender mejor qué
significa la transformación del saber en información es la
progresiva convergencia que se produce entre el ser humano y la máquina,
a partir de la creación de la máquina homeostática o inteligente,
es decir, aquella que procesa como información el resultado de sus
propias operaciones, produciendo un círculo de retroalimentación
continua. Hasta entonces, la relación hombre/máquina se comprendía
desde la distinción sujeto/objeto, siendo el primero el que realizaba
las operaciones del saber, tales como la definición de las
operaciones y de sus parámetros, con lo cual quedaba determinada su
finalidad, y siendo el segundo quien ejecutaba, ciega o mecánicamente,
las instrucciones dadas por el primero. La máquina inteligente
permite trascender esta diferenciación, trayendo al ser humano a un
espacio compartido con ella y que se puede definir genéricamente como
protocolo de toma de decisiones. Son ya muchas las funciones sociales
cotidianas en que resulta indistinto si la decisión la tomó un ser
humano o una máquina, y son muchas también aquellas en que la decisión
de la máquina es más confiable que la humana, precisamente por la
mayor cantidad de información que es capaz de procesar en una misma
unidad de tiempo. Para que esta mayor eficiencia no produzca temor o
angustia, desde el punto de vista psicológico, la tecnología
audiovisual permite a las máquinas representar humanamente sus
propias creaciones si se las provee de suficientes archivos de imágenes
y de voz. La simulación se aproxima cada vez más a la perfecta
imitación y, en algunos casos, a la sustitución.
Éste es, en mi opinión, el núcleo duro del reto que presenta a la
cultura actual la llamada sociedad de la información. ¿Cuáles son
sus consecuencias educativas? Quisiera analizar algunas de ellas, las
que considero principales, a partir del siguiente dilema: el ser
humano en la actualidad, como nunca antes en la Historia, posee
información suficiente sobre sí mismo, sobre su estructura biológica
y psicológica, sobre el funcionamiento de la sociedad, sobre su
cultura y las restantes culturas del planeta, sobre sus oportunidades
de acción y sobre las expectativas que los demás se han formado de
sus posibilidades de desarrollo. ¿Pero sabe más de sí mismo? ¿Es
la información de sí un saber de sí? ¿Puede el ser humano
comprenderse a sí mismo sólo como un observador, como un observador
de observadores? ¿Desde qué punto de observación puede el ser
humano observarse a sí mismo en su completa realidad, sin excluir ni
censurar ninguno de los factores que la constituyen?
Desde la organización funcional de la sociedad –señalan los sociólogos
más destacados– no es posible encontrar un punto de observación
que considere la totalidad de los factores, puesto que toda observación
tiene un punto ciego. Observar es diferenciar, y nadie se puede
situar, simultáneamente, en los dos lados de lo diferenciado. La
diferencia que produce una diferencia no puede ser observada sino
desde otra diferencia. En consecuencia, no se puede observar el todo.
En cierto sentido, la Internet es un reflejo de la organización misma
de la sociedad actual. Se puede navegar casi infinitamente por todos
los sitios disponibles y vincular un sitio con otro, pero no existe un
punto de observación de la red en su conjunto. Aplicado al ser
humano, se puede señalar algo análogo. Puede navegar sin pausa por
el interior de sí mismo, como Joyce lo propuso en su famosa novela
Ulises, sin llegar jamás a la comprensión de sí mismo. Niklas
Luhnann, el gran sociólogo alemán de esta época, saca la conclusión
más radical: el ser humano ya no es parte de la sociedad, sino de su
medio ambiente, puesto que ninguna conciencia, por lúcida e informada
que sea, podrá jamás observar la sociedad en su, conjunto, ni podrá.
en consecuencia, entender la sociedad por analogía con su propia
auto-conciencia.
El sentido del sinsentido
Pienso que Nietzsche fue uno de los autores que intuyó más
profundamente las consecuencias metafísicas que tendría para el
pensamiento occidental la emergencia de la sociedad de la información,
aunque no elaborara para ello una explicación sociológica como la
que exponemos aquí. A esta nueva etapa la llamó nihilismo y la
definió como aquella situación en que «falta la finalidad, falta la
respuesta a la pregunta por el por qué». Desde entonces, el
pensamiento ha tratado de censurar la pregunta por la finalidad, de
sustituirla por la retroalimentación de las propias operaciones
cognitivas, de declararla inútil, aceptando la fragmentación del
saber o proclamando la necesidad de su deconstrucción. En todos los
casos se llega a la conclusión del sin sentido, la cual tiene,
evidentemente, una clausura operacional de la que no se puede escapar,
puesto que la afirmación del sin sentido es una forma de sentido,
como lo demuestran las miles de páginas con sentido escritas sobre la
falta de sentido. Me parece que el aporte de la sociología ha sido
mostrar que la situación nihilista contemporánea no tiene su origen
o su causa en un capricho del pensamiento, sino en la organización
que la propia sociedad, que bien se puede llamar ahora sociedad
mundial, se ha dado a sí misma diferenciando sus operaciones desde la
premisa de la observación de observadores, es decir, desde la
transformación del saber en información. Frente a esta evolución,
el ser humano se ha encontrado con la siguiente alternativa: o bien
renuncia a la pretensión de totalidad de su conciencia que busca el
sentido último de todo, dándose por satisfecha con respuestas
parciales y contingentes, o bien acepta que es un misterio para sí
mismo y que no puede alcanzar por sí solo la respuesta a la pregunta
por el por qué.
Me parece que es esta última alternativa la que ha desarrollado, de
manera coherente y sistemática, el magisterio de la Iglesia desde el
Concilio Vaticano II hasta nuestros días. Su proposición emblemática
ha sido: «El misterio del hombre se aclara de verdad sólo en el
misterio del Verbo encarnado» (Constitución Gaudium et Spes, 22). En
esta formulación parece aceptarse, por una parte, que desde el
hombre, su deseo de totalidad y de realización del sentido último de
todo no alcanza una respuesta satisfactoria. Pero lejos de concluir
que la conciencia de esta imposibilidad conduce inevitablemente al sin
sentido, afirma que ella conduce más bien a la comprensión de la
vida humana como misterio. Tal comprensión sólo puede darse en
relación al misterio más grande, al misterio de Dios (cf. Juan Pablo
II, encíclica Centesimus annus, 55). Pero comprender simultáneamente
el misterio de Dios y el misterio del hombre sólo puede hacerse desde
la revelación que Dios hace de sí mismo como hombre: «La encarnación
del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la
mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido
imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte
y Dios asume el rostro del hombre... Fuera de esta perspectiva, el
misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble» (Juan
Pablo II, encíclica Fides et ratio, 12).
Convergencia de la razón y de la fe
No hay otra alternativa al nihilismo de la sociedad de la información
sino la convergencia de la razón y de la fe en la contemplación de
la verdad (cf. Fides et ratio, proemio). Sin embargo, no basta a la
conciencia creyente descubrir que tiene fe para sentirse liberada del
nihilismo. Esta ingenua pretensión ha sido uno de los factores, en mi
opinión, que más duramente ha sacudido y frecuentemente destruido la
creencia religiosa contemporánea, particularmente entre los católicos.
También la fe ha sido deconstruida y reconstruida como una observación
de segundo orden, es decir, como un archivo abierto a la hermenéutica
de la información. Creo que creo es el conocido título de un libro
de Gianni Vattimo que ilustra perfectamente esta reconstrucción en la
lógica de una observación de segundo orden. No cabe duda de que Dios
es también un tema de conversación de la cultura actual, como de la
de todos los tiempos. La evidencia empírica muestra incluso que ha
aumentado la demanda sobre el tema religioso, no sólo recientemente,
a raíz de las trágicos acontecimientos de septiembre, sino desde
antes, por la irresolución de la pregunta acerca del sentido. Pero
una cosa es hablar de Dios, lo que representa un acto propio y
característico de la sociedad de la información, y otra muy distinta
es hablar con Dios, relación absolutamente incomprensible para una
clausura operacional de la razón a partir de las distinciones con que
observa el mundo.
Y, sin embargo, éste es el núcleo constitutivo de la inteligencia de
la fe. ¿Qué otra cosa podría significar la Revelación para el ser
humano, sino precisamente esta posibilidad de transitar desde el
hablar de Dios al hablar con Dios, de reconocerlo presente en medio de
las circunstancias de la vida humana? La teología nos indica que el
modo en que Dios se revela es la autodonación de sí, que no por ello
anula la libertad humana, sino, por el contrario, la hace posible. Ésta
es la esencia de la teodramática, para usar la feliz expresión de
von Balthasar, pero analógicamente también la esencia de la
dramaticidad de la vida humana: que en su libertad se haga presente el
don de la gracia transformando en experiencia la verdad de su destino.
No se trata de una información sino de un acontecimiento, de la
presencia de la inmediatez de lo absoluto que trasciende la mediatez
de toda distinción. No se trata de una expectativa, sino de un
cumplimiento. Como ha escrito el Papa en una de las más hermosas
frases de su magisterio, «en realidad el tiempo se ha cumplido por el
hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la
historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué
cumplimiento es mayor que éste?; ¿qué otro cumplimiento sería
posible?» (Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio
adveniente, 9).
Misterio de la vida humana
Esta dimensión escatológica de la experiencia humana tocada por
la gracia es lo que permite hablar, propiamente, de la vida humana
como misterio, pero no ya sólo en el sentido negativo de lo ignoto,
que está más allá de toda palabra y de toda distinción, sino en la
positividad del signo, del sacramento. Ésta es la razón por la que
el Concilio no duda en definir la santidad como la vocación universal
de todo ser humano. No es la expectativa del moralista que busca el
reconocimiento de quienes lo observan, ni la ensoñación utópica de
quien imagina un mundo feliz, sin mal moral, sin injusticias, sin
enfermedades y sin la muerte. Es más bien la promesa del ciento por
uno que realiza la vida humana en la verdad de su humanidad.
Ahora bien, el saber-de-sí de este cumplimiento es lo que la tradición
bíblica y, recientemente, Fides et ratio, denominan sabiduría. No se
construye analítica o dialécticamente, sino que se descubre y se
contempla, y, por esta misma razón, sólo puede transmitirse
humanamente por el testimonio. Es ésta otra palabra deconstruida y
reconstruida en la lógica de la información, y usualmente difundida
por los medios de comunicación de masas como búsqueda de la estima y
del reconocimiento social, como documentación de la coherencia y de
la perseverancia, del logro de los objetivos que se proponen cuando se
realizan con los medios adecuados. Si la consideramos, en cambio, en
su lógica sapiencial, deberíamos decir que la sabiduría del testigo
es excéntrica. No habla de sí misma, sino de la positividad de la
realidad, de su sentido objetivo, de su significado. No busca distraer
ni entretener, sino referir todos los hechos a su fundamento. Y no
obstante, en esta excentricidad, en esta aceptación libre de la
verdad de todo lo real, que no procede de sí misma, la conciencia
descubre su propia consistencia. Por ello, como dice una frase
conmovedora del padre Luigi Giussani, «la palabra más sagrada, después
de la palabra Dios, es la palabra yo». Sagrada, por lo tanto no hay
que hablar en vano de ella, puesto que su consistencia no procede del
lenguaje ni de la frecuencia de su uso, sino de que en la conciencia
humana acontece el significado del mundo.
Saber y sabiduría
Llego a la parte final de esta tesis. A la transformación del
saber en información que realiza la sociedad actual le hace falta ser
complementada con la transformación del saber en sabiduría, de la
que da testimonio la tradición sapiencial. Es ésta una experiencia
exclusivamente humana, extraña a la máquina homeostática, porque no
se construye por la simulación de escenarios posibles, ni por la
comparación de cursos de acción alternativos y contingentes, sino
por la inmediatez de lo absoluto que acontece como obra de la gracia
en cumplimiento de la vocación humana. Hablo de complemento y no de
sustitución, ya que la transformación del saber en información es
un logro evolutivo de la sociedad, sin el cual no podría funcionar
actualmente en los niveles de complejidad en que lo hace. No me parece
que haya nada negativo en ello, excepto el hecho de que muchos se
sienten arrastrados a buscar en este procedimiento lo que jamás podrán
encontrar, como es la realización de la vocación humana. Pero esta búsqueda
insensata no está determinada ni por la organización social ni por
las máquinas de las que se sirve, sino por la pérdida o el
adormecimiento del sentido religioso, es decir, de la búsqueda del
significado total y último de la realidad en el conjunto de todos sus
factores. Si la información procede por la delimitación de una
diferencia, no hay información en el mundo capaz de proporcionar el
conocimiento sintético del conjunto de los factores de la realidad.
Por su misma lógica de construcción, una información sólo lleva a
otra información.
Ante la progresiva aceleración de la búsqueda, construcción y
difusión de la información, los expertos en educación hablan, desde
hace décadas, de que la finalidad del proceso educativo puede ser
definida por la expresión aprender a aprender, dejando a las
circunstancias determinar en cada caso qué es lo que se aprende. Pero
esto es exactamente lo que realizan las máquinas inteligentes, aunque
de manera limitada o finita por el diseño de su respectivo protocolo
de operación. En cierto sentido, se trata de una imitación de la
inteligencia humana, y por ello no parece errado hablar de máquinas
inteligentes. Pero, a diferencia de la máquina, la conciencia humana
no puede separar o aislar la inteligencia de la condición humana
misma, de su concreto y único modo de existir, el cual determina
propiamente el qué v el por qué del aprendizaje. Se trata de
aquellos datos antropológicos elementales que no pone la inteligencia
en la realidad, sino que le son dados por la vida misma. Nadie ha
escogido venir a la existencia ni ha recibido la vida en virtud de un
acto de su inteligencia. Nadie ha escogido su condición finita y
mortal, ni podrá trascenderla en virtud de un acto de su
inteligencia. Ésta puede aspirar a comprender el origen y el destino
de la existencia, pero no puede determinarlos. Reducir la finalidad
del proceso educativo a la fórmula aprender a aprender, implica
censurar en la inteligencia humana aquello que, en última instancia,
es lo único que le interesa saber: qué sentido tiene estar en la
existencia, y cómo se armoniza este sentido con el significado de
todo lo que existe. Sin esta apertura a la pregunta por la finalidad,
por el por qué, tampoco tendría sentido averiguar qué puede
significar para el ser humano ser inteligente. Al final, aprender a
aprender no significa otra cosa que definir como real y verdadera
expectativa educativa la constante adaptación de las personas a las
necesidades sociales, del modo como la propia sociedad las define.
Enseñar a las personas a adaptarse con flexibidad a las
circunstancias imponderables y siempre cambiantes de la realidad
social, me parece que es un servicio que debe apreciarse en todo su
valor, y no pretendo aquí desconocerlo. Pero elevarlo a la categoría
de finalidad del proceso educativo introduce una distorsión antropológica
de graves consecuencias.
La respuesta a la pregunta del por qué
Tanto la tradición cristiana como el Estado de Derecho han reconocido
el valor anterior y superior de la persona humana frente a cualquier
clase de instituciones sociales. Pero ya no se sabe bien o no se
recuerda por qué habría que reconocerle a la persona humana este
valor tan prominente. Desde el punto de vista del funcionamiento de la
sociedad, más parece una rememoración romántica de una situación
desmentida diariamente por la evidencia empírica. Desde luego, nunca
se ha justicado a partir de datos empíricos, puesto que todas las
culturas han tenido la evidencia de que las personas pasan y las
sociedades quedan. Lo que, de modo particular, queda de manifiesto en
esta época es que tampoco puede justificarse este valor
inconmensurable de lo humano apuntando a su condición inteligente,
sin especificar, al menos, de qué inteligencia hablamos. Las máquinas
inteligentes pueden avergonzar en ciertos dominios a la inteligencia
humana. Por ello, se vuelve indispensable comprender la finalidad del
proceso educativo con aquella inteligencia que no es sustituible ni
comparable con la inteligencia de las máquinas y que no es otra que
aquella que pone a la conciencia humana en el umbral del misterio y le
permite comprender su positividad.
Desde esta inteligencia, puede definirse la finalidad de la educación
con las siguientes palabras del padre Giussani: «La primera
preocupación de una educación verdadera y adecuada es la de educar
el corazón del hombre así como Dios lo ha hecho. La moral no es otra
cosa que continuar la actitud original con la cual Dios crea al hombre
frente a todas las cosas y en su relación con ellas». La comprensión
y transmisión de esta actitud original toca el fondo a la vez más íntimo
y universal del saber-de-sí que no podrá jamás ser reducido a
información, puesto que no se alcanza por una distinción hecha por
un observador, sino por la experiencia de los maestros y testigos. De
ahí que la tradición educativa del catolicismo haya acentuado
siempre que el verdadero sujeto de la experiencia educativa no son los
profesores solos, ni los alumnos solos, sino la comunidad de maestros
y discípulos, cuyo fruto más elocuente es el gozo en la verdad de
todo lo que existe y el gusto por la vida.
Al observar las actuales tendencias educacionales promovidas por la
sociedad de la información resalta, con mayor urgencia que nunca, la
necesidad de los católicos de recuperar esta memoria cultural y
formativa de su propia tradición. No se trata sólo de un derecho que
les asiste en virtud de la libertad religiosa y de conciencia, sino
que se trata también de un derecho que tienen todos los seres humanos
de todos los pueblos de alcanzar ese profundo saber-de-sí que
proviene de la tradición sapiencial. Podríamos formularlo de este
modo: sólo en el saber de la sabiduría puede la conciencia humana
encontrar la sabiduría del saber. Desde este núcleo, cobra sentido
el procesamiento, difusión y almacenamiento de información. Pero
este sentido no procede de la información, ni puede ser, por tanto,
materia de auto-aprendizaje con medios informativos. Sólo puede
percibiese y experimentarse como la actitud originaria con que una
comunidad de maestros y discípulos se abre a la verdad y conquista
desde ella su libertad.
Fides et ratio ha dado a los católicos una brillante luz para
comprender su misión cultural y educativa en medio de una sociedad
atravesada trágicamente por el nihilismo y el sin sentido. Los
prodigiosos avances de las tecnologías de la información son de
inmensa utilidad para el desarrollo de todas las habilidades humanas
vinculadas precisamente a la formación del saber en información.
Pero tendríamos que repetir una vez más con Nietzsche: «Falta la
finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué». Es la
pregunta que la tecnología de la información no puede formular,
porque traspasa la existencia humana en su totalidad, y no sólo el ámbito
del diferenciar y observar lo diferenciado. Compromete a la razón y
la fe, a la inteligencia y a la libertad. Nos dice la encíclica: «La
Revelación introduce en la Historia un punto de referencia del cual
el hombre no puede prescindir, si quiere llenar a comprender el
misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento
remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede
agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la
razón posee su propio espacio característico que le permite indagar
y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el
misterio infinito de Dios» (Fides et ratio, 14). Sin ser limitada por
otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios. Sólo esta
libertad de la inteligencia puede ser esperanza para el mundo.
Pedro Morandé
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