I
- Preludio
-
A mí siempre me sentó fatal eso de que mi
Maestro tuviera que ser arrestado por unos foragidos, condenado por
un tribunal infame, clavado y muerto en la cruz. Por mucho que Él
repitiera lo de la resurrección al tercer día, yo no podía
digerir semejante barbaridad. Y, como nunca tuve pelos en la lengua,
así se lo solté a Jesús en una intervención inoportuna, como
todas las mías.
Andábamos por Cesarea cuando Jesús nos anunció con toda seriedad
que tenía que subir a Jerusalén, donde los sumos sacerdotes, los
escribas y los ancianos le harían sufrir mucho hasta matarlo,
aunque resucitaría después. Yo le llamé aparte y le dije: «¡Lejos
de Ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» Él me cortó
en seco y me dijo severamente: «¡Quítate de mí, Satanás, escándalo
para mí! Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres». Yo me callé avergonzado y dije para mí: Por más que lo
intento, no doy una en el clavo. Y recordé cómo poco antes en la
tormenta del Lago, yo, dándomelas de valiente, salí a su encuentro
andando sobre las aguas y empecé a hundirme lleno de miedo. Viéndome
así, me reconvino con cariño: «Hombre de poca fe, ¿por qué has
dudado?»
Regalos del Maestro
- En cambio, yo no había dudado, y eso me conforta, cuando, a su
pregunta de que quién creíamos los discípulos que era Jesús,
salté ensegida, con una fuerza interior extraordinaria: «Tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Fue entonces cuando me puso el
nombre de Pedro, y afirmó que sobre esa piedra, tan ruin como yo
soy, iba nada menos que a edificar su Iglesia, con todo lo demás
que ustedes saben. Yo sí que me quedé como una piedra, confundido
hasta los tuétanos, pero invadido también por un torrente de fe y
de amor, que nunca, ni cuando lo negué tres veces, ha menguado lo más
mínimo en mi persona.
Pienso en el regalo que Él me hizo cuando, con los hermanos
Zebedeos, subimos al monte Tabor: nos inundó a los cuatro la gloria
del Padre y se aparecieron Moisés y Elías. En medio de tanta
grandeza, no tuve otra ocurrencia, deslumbrado y aturdido, que la de
las tiendas de campaña. Marcos, que me conocía bien, diría luego
en su evangelio que yo no estaba en mis cabales diciendo semejante
cosa. Pero sí que oí la voz del Padre diciéndonos, más o menos,
lo que yo había proclamado en Cesarea: que Jesús era su Hijo
amado. Aquel preludio de la resurrección de Jesús y de su gloria
divina afianzó, en lo más hondo de mi ser, la fe inquebrantable en
mi Maestro, como yo lo contaría más tarde en la segunda de mis
cartas católicas a los cristianos de la Iglesia primitiva.
II-Drama
- Desde entonces aproveché cualquier pretexto para demostrarle mi
lealtad, aunque casi siempre pasándome de rosca, cuando no metiendo
la pata. Esto se pondría especialmente de relieve en los días de
su Pasión, en tres escenarios diferentes y sucesivos: el Cenáculo,
el huerto de Getsemaní y la casa de Caifás. Yo no buscaba
protagonismo de ninguna clase, pero confieso que, al comprobar que
las cosas iban en serio, y que Jesús avanzaba hacia la muerte como
un cordero al holocausto, me puse nerviosísimo y como fuera de mí,
sin dar pie con bola. Así hay que entender mi reacción tozuda y
casi histérica para impedir que Jesús me lavara los pies en la
noche de la Cena. Tengo que confesar que aquello lo hacía yo desde
mi pobreza y mi indignidad. Pero cuando me advirtió el Señor
severamente que, si no me dejaba lavar, no tendría parte con Él,
me pasé estúpidamente al extremo contrario, ofreciendo a la
jofaina y a la toalla también mis pies y mi cabeza. Torpe de mí,
que no me había enterado de su advertencia previa: «Lo que yo hago
no lo entiendes ahora, lo entenderás más tarde». Algo de eso se
vislumbró inmediatamente después, al decirnos Jesús que nosotros
estábamos limpios, pero no del todo y tampoco todos.
- Luego, a lo largo de la Cena, fuí entendiendo yo de sobra que los
misterios que estaban aconteciendo en el Cenáculo exigían de todos
nosotros un alma inmaculada. Jesús habló luego de un traidor entre
los presentes, y yo, entre la ansiedad y la imprudencia, le dije a
Juan que le preguntara al Señor quién era el traidor, cosa que,
como es sabido, aclaró Él mostrando a Judas, que comía en su
mismo plato. Ante esto, aunque callé como un muerto, me quedé de
una pieza, viendo que aquel sinvergüenza, que llevaba las cuentas
del grupo, y luego supe que robaba, había vendido vilmente a mi
Maestro. Jesús lo hizo salir de la sala, so pretexto de darle un
encargo, pero sin descubrir las cartas todavía. Luego nos abrió su
corazón para decirnos que su alma estaba triste hasta la muerte, y
que aquella noche todos nosotros nos íbamos a escandalizar de Él,
o sea, que íbamos a echar a correr abandonándolo.
Mi arrogancia
- ¡Lo que me faltaba! Esto aumentó mi tensión hasta el máximo y
me puso en el disparadero. Con la misma energía, arrogancia y amor
que poco antes, en el lavatorio de los pies, le dije emocionado: «Señor,
aunque todos se escandalicen de Ti, yo nunca me escandalizaré».
Jesús contestó: «Yo te aseguro, Pedro, que esta misma noche,
antes de que el gallo haya cantado dos veses, tú me habrás negado
tres». Y yo, erre que erre: «Aunque tenga que morir contigo, yo
nunca te negaré».
El Señor no me echó en cara esas fanfarronadas, tan sinceras como
insensatas. Es más, como refiere el evangelio de Lucas, no retiró
una palabra de lo que me había dicho un poco antes, y que yo
agradecí confundido: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha
recibido el poder de cribaros como trigo, pero yo he rogado por ti
para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma
a tus hermanos».
Yo quedé abrumado, derretido de amor y de humildad (y sólo después
de Pentecostés calé el valor inmenso de esta oración de Jesús,
garantía de la firmeza en la fe de todos los Pedros-piedras que me
sucedieron en Roma).
-Terminada la Cena y la Eucaristía, cantamos el himno pascual. Jesús
se irguió el primero en su diván y nos dijo: «Ea, vámonos».
Salimos en un silencio espeso, bajamos al valle del Cedrón para
ascender de nuevo, al son de nuestras pisadas, hasta el monte de los
Olivos, llena el alma de presagios. La agonía del Señor en
Getsemaní. Entré con mis compañeros sin Judas, y me prometí a mí
mismo no piar ni hacerme notar lo más mínimo. Pero el Señor se
apartó a orar, como a un tiro de piedra, y quiso que, como en el
Tabor, le acompañáramos, a discreta distancia, Santiago, Juan y
yo, con claros indicios de que necesitaba nuestra compañía. Con
razón escribió Lucas, tan preciso siempre, que Jesús, para orar
en su agonía, tuvo que arrancarse de nosotros.
Su oración y mi sueño
- Siento no poder reflejar aquí en directo aquella transcendental
oración de Jesús, porque, como es sabido, me quedé dormido como
un tronco, igual que los del Zebedeo. Fue terrible. El Señor,
agotado hasta el extremo, se acercó a nosotros por tres veces, con
intervalos de una hora. Se dirigió a mí, el primero, y me
reconvino con mansedumbre: «¿No habéis podido velar una hora
conmigo? Vigilad y orad, para que no caigáis en la tentación. El
espíritu está pronto, pero la carne es débil». Me quedé
abrumado y abatido, viendo que a mi Señor le importaban más mis
tentaciones y mi debilidad que su propia desolación. No andaba
equivocado, como yo comprobaría pocas horas después. El Señor
siguió orando, volvió dos veces más y nos dejó roncando sin
decir palabra, porque, como puntualiza nuevamente Lucas, nuestros
ojos estaban cargados. ¡Y tanto que lo estaban! Nadie sabe cómo
fueron, al menos para mí, los días que transcurrieron entre las
palmas del domingo y el prendimiento del jueves.
- Pues bien, o sea mal. ¡Ya lo teníamos allí! Vimos bajar las
antorchas por la otra vertiente del Cedrón, y se acercaron con estrépito
a nuestro olivar. Jesús se irguió confortado y descorrió el telón
del drama: «Mirad que ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre
va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vámonos,
mirad que el que me va a entregar está cerca».
Me ahorro el saludo repugnante de Judas a Jesús. Pero otra vez, mal
que me pese, tengo que hablar de mí mismo, porque esta vez mi amor
ardiente al Maestro me hizo enfrentarme, bravucón, a los esbirros
del Sanedrín con una de las dos espadas que había en el Cenáculo
y que, contra su consejo, había guardado yo bajo mi manto, por lo
que pudiera pasar. Y, del dicho al hecho, me avalancé contra uno de
los asaltantes por nombre Malco, siervo del Sacerdote, y blandí
torpemente la espada sobre su cabeza, sin más trofeo que el de una
oreja sanguinolenta, que el Señor, con suprema delicadeza, devolvió
milagrosamente a su sitio natural.
III. Desenlace
- Después, agitado mi corazón por las tensiones más
dispares y desgarradoras, me las arreglé como pude para seguir en
la obscuridad al grupo de valientes que arrastraban al Cordero
inocente, acompañando a otro discípulo hasta el atrio del palacio
de Caifás, que es como decir en la boca del lobo. Primero fue la
portera, fisgona o cumplidora, no lo sé. Luego, ésta misma y otra
de la servidumbre me persiguieron en otras estancias con la misma
cantinela. Finalmente, logré escurrirme hasta la planta baja y me
mezclé con guardianes y criados que pasaban la velada al amor de la
lumbre. Si arriba me había delatado involuntariamente el discípulo
acompañante, abajo me descubrió el deje de mi pronunciación
galilea, que nos marcaba en cualquier sitio a los pescadores del
Tiberiades. Y, para colmo, uno de los contertulios de la lumbre era
amigo de aquel Malco, a quien corté la oreja en Getsemaní.
- Total, que yo, a lo bruto y sin andarme por las ramas, me negué
siempre en redondo: «¡Nunca he conocido a ese hombre!» Y cuanto más
me acorralaban, más juraba y perjuraba, con gruesas interjecciones,
que jamás había conocido al Nazareno. En esas estábamos, cuando oí
el canto del gallo, no sé si el primero o el segundo, pero yo sí
que había negado a mi Maestro más de tres o cinco veces.
Naturalmente, aquel quiquiriquí hendió todo mi ser hasta los tuétanos
y me sentí absolutamente desgraciado. Abandoné el grupo, con
mirada errática, sin saber ni a qué ni a dónde dirigirme.
Fue entonces, Señor Jesús, cuando, al trasladarte a Ti a otra
estancia, volviste hacia mí tu mirada con una hondura,
estremecimiento, belleza y serenidad que ni siquiera desde la luz
eterna que disfruto ahora alcanzo a describir para terceros. La
mirada mía a tus ojos purísimos te lo dijo también todo y para
siempre. Semanas más tarde, inmersos ya en el gozo de tu Resurrección,
y en un amanecer mágico, místico, del Tiberiades, te pude
ratificar mi amor hasta el martirio, sintiéndome ya, por tu
predilección, el primer pastor universal de la santa Iglesia para
apacentar a tus ovejas y corderos.
Meditación
- ¿Por qué un sujeto como yo, rudo y duro patrón de
Galilea, desmesurado y fanfarrón, tosco y mal rematado en mis
maneras, con un historial de errores y fracasos coronados por un
delito de alta traición, por qué yo, Maestro y Señor, he sido
depositario de unos dones tan altos? Mi caso, ya lo comprendes Tú y
también los que esto leen, no es el de María de Nazaret, llena de
gracia, bendita entre las mujeres. Me acojo a la respuesta que diste
a mi hermano Pablo de Tarso y que él transmitió a los corintios:
«Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios... El
que se gloríe, gloríese en el Señor».
Permítanme también, el Señor y los lectores, que añada yo un
punto de mi propia cosecha, para explicar mi caso, como el de todos
los profetas, pontífices, elevados por algún título a la cúspide
religiosa social, incluídos los sacerdotes y líderes cristianos. A
mí me parece que, en mi pobre persona, te cayeron bien la
espontaneidad, el arranque, la veracidad en la entrega. Así como la
deportividad en asumir los fracasos y la confianza filial, casi
infantil, en tu Padre, que es el mío, y en Ti, mi Señor, amigo y
salvador.
Pedro de Betsaida