«Quién se avergüence de mí, el Hijo del hombre se avergonzará de él...»

En el primer cajón

Don Camilo se fue a la iglesia a desahogarse ante Cristo crucificado. «Señor –le dijo–, Peppone está muy mal, y es necesario que yo hable con él, porque esta noche puede ser la última».
«Si él te ha llamado, date prisa, don Camilo», respondió el Cristo.
«No me ha llamado –explicó humildemente don Camilo–, pero tú sabes que yo tengo que hacer todo lo que pueda para salvar su alma. Si tengo que romper alguna cabeza que me lo quiera impedir, la rompo».
«No, don Camilo –sentenció el Cristo–. No existe el mal para conseguir el bien; sólo existe el mal, que es la antítesis del bien».
Don Camilo agachó la cabeza susurrando: «Perdóname, Señor, iré a su casa y, si es necesario, me pondré de rodillas ante los que me prohíban hablar con él». Minutos más tarde don Camilo estaba paseando arriba y abajo por el atrio de la iglesia, cuando se le acercó el hijo más pequeño de Peppone: «Mi padre quiere verle –explicó–. Me lo ha dicho al oído. No lo sabe nadie, ni mamá, ni el Bizco, ni ninguno de los otros. Todos creían que yo me iba a la cama, pero he venido a decírselo a usted. Venga dentro de media hora. Dejaré abierta la puerta del huerto. Pero tenga cuidado que nadie le vea».
Don Camilo apretó los puños: «Yo soy un sacerdote, no un ladrón», dijo indignado.
El crío le miró atemorizado, y balbuceó: «Mi padre está muy mal», y se fue. Veinte minutos más tarde, cuando se estaba poniendo ya la bufanda para salir, llamaron a la puerta. Era una mujer que escondía la cara en un chal negro: «Mi marido está muy mal, don Camilo. Nadie sabe que he venido. La política es una cosa y la conciencia otra, y yo no quiero nada sucio en la conciencia. Venga en seguida».

«¿Tu marido está de acuerdo?», quiso saber don Camilo.
– «No, ya le he dicho que no sabe nada. No tenga miedo que no tiene fuerza ni para gritar».
– «Está bien, vamos», dijo el sacerdote.
– «No, ahora no, que están en la cocina todos los del partido. Venga dentro de un rato».
Al cabo de un rato ya iba a salir de nuevo, cuando volvieron a llamar. Era el bizco en persona: «El jefe tiene problemas –le dijo–. Tenemos motivos para pensar que el clero debe ser informado. No estaría mal si usted por su propia iniciativa se acercase por allí. Ojo, precisemos: conocemos al jefe y sabemos que es un duro, y que jamás habría llamado a un cura. Sabemos que un cura no sirve para nada, y menos a la cabecera de un enfermo, pero, dado que el jefe corre el peligro de dejarse la piel, pase. Se muere sólo una vez, y cuando uno está a punto de ahogarse, se agarra a lo que sea... No sé si me explico».
– «Te explicas tan bien que merecerías toda una serie de bofetadas, pero no es cuestión de andar perdiendo el tiempo ahora, vamos».
– «No, ahora no, espere un poco porque ni la mujer ni los hijos saben nada».
La habitación estaba cargadísima, a media luz, y olía a medicinas. Don Camilo se quedó sin aliento. No esperaba encontrarse a un Peppone tan cambiado. Se sentó a un lado de la cama y sacudió la cabeza: «Compañero –le dijo a Peppone–, tú tienes una enfermedad muy mala. El médico no te lo ha dicho, pero yo lo sé. Tú tienes un maldito miedo a morir, y esa es tu peor enfermedad».
Peppone hizo una mueca: «Yo no tengo miedo de nada ni de nadie. Me fastidia morir porque no voy a poder estar en las elecciones. Lo siento también por los hijos; ¡son tan pequeños!»
– «Y, ¿por qué te preocupas? ¡Ya los educará el partido!»
Peppone sacudió la cabeza: «Para los hijos vale más el padre más desprovisto que el partido más eficiente», dijo.
Don Camilo vio un clavo en la pared sobre la cabecera de la cama: «Ahí una vez hubo alguien –dijo–. ¿Quién lo ha quitado?»
«Lo mandé quitar yo –dijo Peppone–. Mientras sólo entraban mi mujer y mis hijos..., pero es que como vino a verme el Secretario de la Federación Provincial...»
– «¡Nada menos!»
– «Don Camilo, compréndalo, no podía dejarme ver ante los superiores con Él a la cabecera. Es una cuestión de dignidad».
– «¡Desgraciado! –gritó don Camilo–. ¿Todavía tienes fuerza para blasfermar?»
– «Está en el primer cajón de la cómoda, don Camilo».
Allí estaba envuelto en un papel de seda. Don Camilo tomó el crucifijo y volvió a colgarlo en la pared.
– «¿Qué más hay, Peppone?»
– «Pues ya sabe usted, don Camilo, somos seres humanos, y yo en mi vida también he hecho muchas estupideces. Pero tampoco un gran qué».
– «Salvo militar en un partido de excomulgados», dijo don Camilo.
– «Bueno, habría mucho que discutir; cuando me inscribí todavía no había sido excomulgado».
– «Entiendo. En resumidas cuentas, dirías que no has hecho grandes barbaridades».
– «Como no sea la de esconder el crucifijo. Lo siento –confesó Peppone–, pero no tenía el coraje suficiente para que lo pusieran en su sitio».
Don Camilo no necesitó más: «Ego te absolvo... De penitencia, 5.000 padrenuestros, avemarías y glorias».
– «¡Quién me diera tener tiempo!»
– «¡Se encuentra!»
Don Camilo elevó los ojos al crucifijo y rezó: «Señor, os lo confío, aunque no sé si podréis sacar algo de bueno de este desastre de hombre».
– «Habría que verle a usted, don Camilo».
– «Duerme tranquilo, Peppone».
Salió por la cocina, y a los compañeros, la mujer y los hijos, les dijo: «Dormid todos tranquilos, el que estaba escondido en el primer cajón de la cómoda, ya está en su sitio, y vela sobre la cabeza de Peppone».
Fuera hacía una noche de perros, pero para don Camilo era una dulcísima y tibia noche de primavera.
Comenta Michele Brambilla:
¡Cuántas veces sentimos la necesidad de Cristo, pero nos avergonzamos de hacerlo saber, y hasta de que alguien lo pueda sospechar! Lo que escandaliza no es obviamente tener necesidad de Cristo, sino tenerlo que admitir delante de los demás.


De El Evangelio de los sencillos
Giovanni Guareschi , Ed. Ancora