LA GRATUIDAD DEL AMOR

1. SITUACIÓN

a) El hombre en relación

SER-EN-RELACION: De algún modo y desde casi todos los campos, se viene caracterizando últimamente al hombre como un ser-en-relación La insistencia es, casi, fatigosa, hasta tal punto que la denominación se ha convertido en un lugar común. Pero no por ello es menos válida... ¿o no?

Especialmente se ha vulgarizado el pensamiento de Martin Buber (1878-1965) y su obra Yo y Tú (1922). En esta «filosofía del diálogo», el hecho fundamental es el «encuentro» con el otro. El hombre no es nunca el hombre solo, sino el-hombre-con-el-hombre, así como la palabra fundamental no es tampoco «Yo», sino el par de vocablos «Yo-Tú». En la misma línea se encuentra una buena parte del existencialismo y toda la filosofía personalista, ejerciendo una influencia decisiva sobre la teología y el pensamiento cristiano en general (debe tenerse en cuenta que los pensadores personalistas son judíos ­como Buber­ o cristianos). Por lo demás, encontramos afirmaciones semejantes en las diversas ciencias del hombre. Desde el punto de vista de la psicología, y por lo que se refiere a la génesis de la conciencia del «yo», parece claro que «el tú precede al yo» (Allport). E. Fromm ­otro autor ampliamente conocido y vulgarizado­ afirma que el impulso sexual no es la fuerza más poderosa que actúa en el hombre: «Las fuerzas más poderosas que motivan la conducta del hombre nacen de las condiciones de su existencia, de la 'situación humana'» 1. La primera necesidad que nace de la existencia humana es la necesidad de relación (frente al narcisismo), que sólo puede ser satisfecha por la pasión del amor: «la condición para cualquier tipo de vida equilibrada es alguna forma de relación con el mundo. Pero entre las diversas formas de relación, sólo la productiva, el amor, llena la condición de permitir a uno conservar su libertad e integridad mientras se siente, al mismo tiempo, unido con el prójimo» 2. No es sorprendente encentrar las mismas afirmaciones en el ámbito de la antropología cultural y de la sociología: «El sí mismo es, en todos sus aspectos, predominantemente, un producto social» (M. Mead); así como en el marxismo: «el hombre es el conjunto de las relaciones sociales» (K. Marx), cualquiera que sea la interpretación de este hecho.

b) La situación de la relación

Todos estos datos coinciden, además, con la antropología bíblica: el hombre es un ser necesitado, una «carne» común, un «cuerpo» presente en el mundo, un «espíritu» abierto a Dios... Y, sin embargo..., la «situación» de este rasgo de la «condición» humana nos impide el perdernos en afirmaciones románticas. Nada nos hace sufrir más que el fracaso en nuestras relaciones humanas, la soledad, el aislamiento y la superficialidad en que vivimos. De un modo progresivo, podemos calificar este fracaso como: agresividad, incomunicación, cosificación y solitariedad. La agresividad es todavía una forma distorsionada de comunicación con el otro; en la incomunicación el otro está todavía ahí, pero no consigo relacionarme con él; con la cosificación el otro desaparece como «otro» y se convierte en «cosa» que se instrumentaliza; finalmente el yo queda aislado en absoluto: solitariedad. CAIN/INMORTAL: Algunos psicólogos han señalado que, en muchos casos, la AGRESIVIDAD es una forma de comunicación: se golpea al otro cuando ya no es posible hablar con él. «Le golpeé porque no me quería escuchar, porque ya no quería hablar más ni me entendía.» A menudo, después de un arrebato así se llega a los niveles más profundos en el diálogo verbal y en la comunicación afectiva. Pero en otros casos se busca ya la destrucción del otro como «otro», porque esa alteridad resulta insoportable. Es la historia de Caín, el homicida del «otro» más cercano y semejante posible: el homicida del hermano. La historia que cuenta el Génesis (Gn 04) es «historia» precisamente por no serlo, por ser el paradigma continuamente imitado por los hombres que viven ya fuera del paraíso terrenal. No hay diálogo alguno entre los dos hermanos, cada uno parece trabajar y hacer sus ofrendas a Yahvé por su cuenta. Sólo hay una lacónica frase de Caín: «Vamos afuera», que revela la violencia que se va a desencadenar: la agresión requiere un espacio en la exterioridad, «afuera» del techo familiar, «afuera» de la ley. Y Caín descarga sobre Abel la irritación que siente contra sí mismo, matando lo que él quisiera ser, la imagen obsesiva del otro que está siempre ahí y siempre le acompaña. Inútil intento: la sangre del hermano continúa clamando y es imposible acallarla; el otro se hace aún más presente después de muerto, vive en quien lo ha matado. La agresión consumada perpetúa otro tipo de presencia y de comunicación. Por eso Caín se convierte en el perpetuo fugitivo, se siente condenado a huir sin descanso, llevando consigo la huella del hermano asesinado, y por eso Caín siente ahora sobre sí la amenaza de la muerte violenta: «Cualquiera que me encuentre me matará.» Ya no se concibe otro modo de comunicación que la violencia asesina.

«Los hijos de Caín» (Camus), es decir, los que se rebelan contra Dios convirtiéndose en fratricidas no han desaparecido. L. Szondi, en su estudio Caín y el cainismo en la Historia universal, afirma: «Caín rige el mundo... Ambición, envidia y vanidad son peculiares en Caín. No Dios, sino Caín, es el nombre del hombre que se manifiesta en la Historia Universal. Así piensa el psicólogo del destino. Cualquier fricción entre los hombres ­aun cuando sea mínima­ es suficiente para despertar el eterno Caín. Al cabo de miles y miles de años no ha disminuido la actividad de matar en Caín. Persiste el fratricidio». Por eso se pregunta Szondi: «¿No consistiría la señal de Caín no en que no podía ser matado, sino precisamente en que no pueda ser destruido?» Y es que ­como afirma también repetidamente Hermann Hesse en sus novelas, por ejemplo en Demian­ todo hombre es Caín y Abel, sombras y luz, comunicación afectiva y violencia agresiva. Esta dualidad interna en cada hombre revela también que Caín no es nunca un solitario, por más que asesine y destruya: precisamente porque no está solo, mata y destruye, sin conseguir jamás la solitariedad. Matando y destruyendo se relaciona con el «otro» del modo más paradójico posible. También así intenta negar y matar a Dios. Caín es un obseso de la presencia del «otro», cuya compañía es al mismo tiempo deseada e intolerable.

Si la agresividad tiene un carácter eminentemente activo, la INCOMUNICACIÓN reviste la forma de la pasividad. Caín sale «fuera» para matar; el hombre incomunicado se ve cada vez más encerrado en sí mismo, en un mutismo desesperante o en una palabrería que no dice nada. A veces sería preferible que este tipo de hombre estallara con violencia; por eso, este Abel bondadoso y distante provoca la agresividad de los demás. El Abel bíblico no pronuncia una sola palabra ni provoca ­en su nacimiento­ exclamación alguna de gozo por parte de su madre. Abel no parece sino «el hermano de Caín» (Gén 4, 1-2). Es un personaje distante, cuyo sufrimiento interior se adivina y que muere en silencio, sin un solo grito. No gritará sino después de muerto y su ausencia es más expresiva que su fugaz presencia.

«La comunicación existe. Pero en cada caso hay que preguntarse qué es lo que se comunica y cuánto queda por comunicar... La comunicación se verifica a modo de esferas tangentes, que contacta cada una respecto de la otra por la periferia del Yo de cada cual» (C. Castilla del Pino) 3. El espejismo de una comunicación aparente impide caer en la cuenta de lo poco que comunicamos y nos comunicamos. La masiva recepción de informaciones ­muchas más de las que podemos asimilar­ a través de los medios de comunicación, tiene como resultado que cada vez nos comuniquemos menos de un modo activo. Y el día que falta la televisión, la prensa o la radio, surge la gran tragedia del no saber qué hacer ni qué decir. Pero también la sociedad puede ser fuertemente represiva y ejercer un severo control sobre «lo que no se puede decir» o que sólo puede ser mentado mediante fórmulas disfrazadas, enmascaradas. De ahí a que cada hombre termine por llevar su propia máscara, no hay sino un paso. Jung llama «persona» a esa realidad social enmascarada, en contraposición con el yo interior o «alma». Hay que recordar que «persona» era primitivamente la palabra para designar la máscara de los histriones antiguos. La máscara surge como consecuencia de la presión social, como tendencia a conformarse a la opinión colectiva. Lo más profundo y auténtico del yo se recluye. Hay una tendencia a mostrarse ­eso es también una exigencia social­ «pero se trata de mostrarse bajo una máscara: mostrar una máscara: larvatus prodeo» (Ch. Bandouin). Finalmente uno termina por identificarse con su propia máscara, que rigurosamente no es sino una máscara colectiva. Hay comunicación, efectivamente, pero sólo comunican entre sí los personajes de una gigantesca farsa social, que repiten el texto previamente convenido. Son las «habladurías» y las «escribidurías» de Heidegger: lo que se habla y lo que se dice. Habla y escribe un «se» impersonal, nada más.

Del personaje o la máscara a la «cosa» no hay sino un pequeño umbral que transponer, porque la farsa que se representa es la de la competencia, el triunfo y la posesión. Se trata de la COSIFICACIÓN del otro. El mundo en que se vive es una gigantesca Babel en la que ya no importa la imposibilidad de comunicarse por la palabra: no hay más lenguaje que el de las cosas. Un impresionante mídrash judío lo refiere así:

«Cuando los hombres se pusieron a construir la torre de Babel, sucedió que los trabajos no iban bastante deprisa. Entonces los capataces decidieron que había que trabajar incluso los sábados. Dios no dijo nada. Algunos días más tarde, resbaló un obrero del andamio y se mató. Se le enterró rápidamente, sin ceremonia alguna. En ese momento se desencadenó la cólera de Dios. Porque el pecado contra el hombre es más grave que el pecado contra Dios.»

La palabra «competencia» posee una curiosa ambivalencia: significa capacidad personal, pero es también competitividad, lucha contra el otro. Necesito al otro y lo necesito cerca, pero para poder competir mejor con él. Se conservan las «formas» de relación y cortesía: ¡son necesarias para atraer al contrario! Pero han experimentado un proceso de vaciamiento cordial y se han degradado. O bien me interesa el otro para servirme de él. La relación se comercializa: se vende el trabajo y al trabajador como si fuera una cosa: tanto da un hombre como una máquina. Ya no hay «otro», hay una cosa. Y nada es gratuito: el más mínimo servicio, cualquier relación, se compra y se vende. Lo que importan son las cosas: sólo ellas ­cuantas más, mejor­ dan seguridad y satisfacción, ayudan a ser más. La amistad y el amor dejan de interesar. Se trata, naturalmente, de un cuadro muy exagerado, pero no irreal ni imposible. Es una Babel que amenaza continuamente a nuestra sociedad, una Babel que ya difícilmente -cuando falta espacio vital sobre la tierra­ podría ser dispersada.

Queda aún un último paso: codo con codo con los demás, sin jamás poder estar realmente «solo», agresivo, incomunicado o cosificado, el hombre actual puede sentirse profundamente «solitario». La SOLITARIEDAD es la negación más radical del hombre como ser-en-relación. Job es el solitario abandonado: lo pierde todo; su propia «carne» ­es decir; su mujer­ no consigue entenderle, sus amigos le hostigan, el mismo Dios parece haberse tornado en acusador hostil. Por eso Job comienza su lamento vertiendo toda su agresividad contra el único que parece escucharle: él mismo: «¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: Un varón ha sido concebido!» (Job 3, 3). Inmediatamente viene una invocación a las tinieblas: igual que la oscuridad nos aísla y nos envuelve como una piel, así se halla encerrado en sí mismo el solitario:

«El día aquél hágase tinieblas, no se acuerde de él Dios desde allá arriba ni resplandezca sobre él la luz. Lo manchen tinieblas y sombras, un nublado se cierna sobre él, le estremezca un eclipse. ¡Oh sí, la oscuridad de él se apodere, no se añada a los días del año ni entre en la cuenta de los meses! Y aquella noche hágase lúgubre, impenetrable a los clamores de alegría!» (Job 3, 4-7).

Pero además del solitario abandonado, existe el solitario que abandona a los demás, el único auténtico solitario. Porque en Job hay una decidida voluntad de relación, que concluye con éxito, y su historia termina en alegría. Por el contrario, ahí está el hijo fiel de la parábola del padre que tenía dos hijos (Lc 15, 11-31). No dice palabra cuando su hermano decide abandonar la casa, no acompaña a su padre en la espera y en el salir al encuentro, está ausente cuando comienza la fiesta y, cuando llega, «se irrita y no quiere entrar». El padre se ve obligado a salir a buscarlo, y entonces le responde con altanería; lo único que parece preocuparle de su padre: las cosas, no las personas. Incluso a la expresión de su padre ­sin duda, intencionada­ «tu hermano», contesta con un despreciativo «ese hijo tuyo» y un «tu hacienda». La respuesta final es significativa: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo.» Pero el hijo «fiel» no parece haberse dado cuenta de ello nunca: su presencia en la casa no ha sido sino una ausencia; su padre, un extraño; su hermano, alguien que estaba definitivamente «muerto» y que no podía «volver a la vida». El mismo no se considera «hijo»: es un solitario que ni reconoce a Dios por padre ni ama a los demás como hermanos. No es capaz de matar como Caín, hace algo peor: ignora al otro, lo tiene condenado en su corazón. La parábola ­no olvidemos que va dirigida contra los fariseos y los escribas, que murmuran porque Jesús acoge a los pecadores­ lleva a una paradójica conclusión: ¿quién es realmente el hijo fiel y quién el pródigo?, ¿quién es el que está lejos y quién el que está cerca? «Poned atención: / un corazón solitario / no es un corazón» (A. Machado). Curiosamente, el hijo fiel no vive en soledad: tiene sus amigos. Pero es fácil suponer la relación que le liga con ellos. Desconoce la soledad, necesaria para la plenitud interior, pero es un solitario en compañía de los otros.

Lo terrible del solitario es que, al no relacionarse con los demás, no se encuentra «situado» respecto a nadie. Sólo se sitúa respecto a las cosas, sus cosas. Se crea su propio mundo, fetichista y mezquino, en el que él mismo es una cosa más. En el mundo de los demás se siente extraño y extranjero (Camus). Y paradójicamente, él, que sólo goza en la posesión de cosas ­incluso el otro no es sino un cuerpo en la relación sexual­ vive en la mayor privación. Vive sólo esa vida suya «privada», es decir, carente de todo lo que es realmente bello y humano.

De este modo concluye el proceso de degradación de lo humano como ser-en-relación. La descripción puede haber provocado un cierto estupor. ¿No es demasiado negativa? En realidad se trata sólo de una tipología, muy rápida y un tanto caricaturizada. Como tal, es irreal ­cada hombre es distinto­, pero ayuda a comprender la realidad. Por otro lado, ¿es realmente una graduación? Se puede haber llegado a la solitariedad sin haber pasado por los estadios anteriores: la graduación tiene un carácter «lógico», no histórico. Por fin, ¿no es demasiado individualista? La utilización de figuras bíblicas puede haber acentuado esta impresión. Pero no se debe olvidar que ­por ejemplo­ Caín no es un individuo, sino una imagen colectiva: el cainismo es un estado de la humanidad.

2. INTERPRETACIÓN

¿Cómo es que, si el hombre es relación, pueda fracasar en eso mismo que «es»? Teóricamente, parece imposible. Y, sin embargo, así sucede. La única explicación consiste en afirmar: el hombre nace y vive siempre en relación, aun en el caso de que se convierta en un solitario o de que su modo de relacionarse sea un verdadero fracaso. Pero el que se abra a una relación plenamente humana y constructiva sólo es el término de un largo proceso de personalización. Es esto lo que hay que investigar: ¿cómo puede explicarse que ese proceso fracase? Yendo directamente al núcleo de la cuestión, debe decirse lo siguiente: hay un «antes» que determina la relación y desde el que el hombre la entabla. Se trata de la previa «disposición» de cada uno, que le orienta en uno u otro sentido. C. G. Jung ha definido muy bien este concepto en su obra Tipos psicológicos. En nuestro caso se trataría de que el hombre puede orientarse hacia el «don de si», o bien hacia la «afirmación de si mismo». Claro que no se trata de dos orientaciones excluyentes. Pero puede darse el caso de que uno se encuentre dispuesto de forma casi exclusiva hacia la «afirmación de sí mismo». Y ahí está el problema.

a) La afirmación de sí mismo

Pascal habló de «amor propio» ­«La naturaleza del amor propio y de ese 'yo' humano es no amarse sino a si mismo y no considerarse sino a si mismo»­; pero desde el siglo XVIlI se utilizó el término «egoísmo». Más tarde, Stendhal introdujo una palabra de origen inglés, «egotismo»: excesiva importancia concedida a si mismo y a su propio desarrollo, tendencia a hablar mucho de sí. La existencia de un vocabulario preciso es ya un síntoma de que «algo tiene que haber cuando se lo nombra». Profundamente, el hombre es ante todo pulsión, tendencia, deseo, acción, poder. A un cierto nivel se descubre lo que todavía suele llamarse «instinto de conservación»; a un nivel superior, conocer y querer son un poder de afirmación o negación, o un poder de decir «sí» o «no». Decimos lo que las cosas son o no-son (nos lo decimos a nosotros, y lo decimos a los demás); pero también pronunciamos el «sí» o el «no» de nuestra voluntad libre a la vida, a los hombres, al trabajo, a la alegría o al dolor, al mismo Dios... Nuestra existencia se convierte en «positiva» cuando predomina el «sí» sobre el «no», los motivos de afirmar sobre los de negar, cuando se vence toda ambigüedad del «sí, pero...» o del «quizá». En la parábola de los dos hijos (Mt 21, 28-32), ante la invitación del padre a ir a trabajar, el primero responde: «No», pero luego acude; el segundo, en cambio, dice: «Sí», pero luego no va. La pregunta a que nos lleva la parábola es: ¿dónde se encuentra el verdadero, el interior «sí» de la obediencia? Palabra, corazón y acción se encuentran aquí profundamente distorsionadas. Por eso: «que vuestro lenguaje sea un: ¿Sí?, sí; ¿No?, no» (Mt 5, 37; Sant 5, 12; 2 Cor 1, 17-20).

El desagrado que suscitan en nosotros la negatividad y la renuncia procede de nuestra tendencia a dar mayor peso a la afirmación y, con ella, a la vida y al ser. El Renacimiento y la Edad Moderna se caracterizaron por una afirmación de lo humano y de lo mundano frente a la oscura negatividad que se adivinaba en el pensamiento de la Edad Media. Para Descartes, la voluntad es, ante todo, la facultad de afirmar y negar. Spinoza va mucho más lejos al decir que el hombre es esfuerzo por mantener y acrecentar la propia existencia, y que la esencia del alma consiste en la afirmación de la existencia del cuerpo: existir es auto-afirmarse. Y la virtud no es sino este mismo esfuerzo por afirmarse a sí mismo. Algunos han visto aquí el colmo del egoísmo expresado en sus fundamentos filosóficos. Aunque tal interpretación no sea justa respecto al pensamiento de Spinoza, al menos descubre por dónde pretenderá justificarse a sí misma­ directa o indirectamente­ toda forma de egoísmo.

En otros filósofos, la cosa es ya más clara. De un supuesto egoísmo universal, Max Stirner concluye en la solitariedad del yo que sólo vive para sí mismo:

«Dios no se ocupa más que de sí mismo, de lo suyo... La causa que defiende la humanidad, ¿no es puramente egoísta?... Yo basaré, pues, mi causa en Mí; soy, como Dios, la negación de todo lo demás; soy para mí Todo, soy el Único... Lo divino es la causa de Dios; lo humano es la causa del hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es lo verdadero, ni lo bueno ni lo justo, ni lo libre, es lo mío; no es general, sino Única como Yo soy Único. No admito nada por encima de mí» (El único y su propiedad, Barcelona, Maten, 1970, págs. 25-26).

El «único» de Max Stirner (el yo egoísta), deja paso en Nietzsche a la aristocracia de los superhombres:

«Aun a riesgo de desagradar a los oídos inocentes, establezco lo siguiente: el egoísmo es algo propio de la esencia de las almas nobles. Esta es mi insensata fe: a un ser como 'nosotros somos' deben someterse por naturaleza los demás seres y sacrificarse por él» (Más allá del bien y del mal, 265).

Por eso concluye lógicamente: para el alma noble «el concepto 'gracia' carece de sentido y de fragancia... Su egoísmo se lo prohíbe: mira con disgusto hacia 'arriba'... ya que se sabe en la altura misma» (Ibíd.).

Son expresiones que llenan de asombro. Bajo su indudable grandiosidad ­una titánica, una agónica afirmación de sí mismo hasta la desorbitación­ se oculta la solitariedad del «único» que se cree tal: «Soy demasiado orgulloso ­escribe Nietzsche a su hermana en 1885­ para creer que alguien pueda amarme. Ello supondría que él sabe quién soy. Tampoco creo que yo pueda llegar a amar a nadie. Necesitaría encontrar a un hombre de mi condición. Para lo que me preocupa, me aflige, me eleva, no he tenido jamás un confidente ni un amigo.»

Lo que asusta es la exclusividad de la autoafirmación: ¿no hay más forma de afirmarse a sí mismo que negando a todos los demás? Es claro que necesitamos poseernos a nosotros mismos para poder «ser». La historia del concepto de «persona» es ya reveladora: para los medievales es ante todo autoposesión, dominio sobre la propia realidad ­una realidad completa; no dispersa, sino clausurada­; el ser personal es un ser «en-sí». Para los filósofos modernos, la persona se posee a sí misma por medio de una vuelta reflexiva sobre sí misma, es decir, por medio de la conciencia: ser «paraíso», es ser persona. El concepto actual de «relación»­ser «para-otros»­no elimina los anteriores: los completa y corrige, haciendo ver que en la orientación y apertura a los otros se encuentra la posibilidad de afirmarse a sí mismo.

La psicología ha revelado cómo en determinados momentos de extremada carencia física las motivaciones humanas se reducen a lo más elemental: hambre y sed. Hasta el sexo queda relegado. No resta, pues, sino el «instinto de conservación», forma biológica de la «afirmación de sí mismo». Ahora bien, eso es lo básico; pero el hombre se encuentra más allá. Lo básico no es lo esencial, sino que el hombre ­lo humano­ es hacia arriba y hacia adelante. O como dice Pascal: «el hombre supera infinitamente al hombre». El hombre es un ser abierto al mundo y a los demás: ése es su mundo, en el que categorías como «ajuste» y «adaptación» ­que permiten al animal conservar su existencia en su medio ambiente­ son claramente insuficientes; no se trata ya de adaptarse y conservarse en la existencia, se trata de relacionarse. De este modo parece evidente que la «afirmación de sí mismo» ­aún a los niveles superiores­, cuando se torna en exclusiva y excluyente, se contrapone a la vida en relación y a la realización de lo estrictamente humano.

b) El don de sí

El fracaso de la relación pone de manifiesto que hay algo más radical en el hombre que el puro ser-en-relación, un núcleo profundo de lo humano del que procede la disposición favorable a la relación. Esta deriva en solitariedad ­generalmente disfrazada bajo lo que Jaspers llama «el intento desesperado de una comunidad de los solitarios»­ cuando procede de la exclusiva afirmación de sí mismo. Sólo cuando la relación se basa en la afirmación del otro y en el «don de sí» se convierte en algo positivo y creador ya que es manifestación del poder y de la fuerza mas radicales que posee el hombre: el amor. El amor es «el tema» del hombre: ocupa a la religión, a la filosofía, a la poesía, al arte. Cuando se le dedica un amplio discurso, se tiene finalmente la impresión de haberse perdido en cuestiones secundarias; si se habla breve y sobriamente, entonces parece que no se ha pasado del umbral del tema; si se opta por callar ­quizá lo más sabio­, el vacío producido se torna demasiado evidente. Y es que el amor no es algo que pueda conceptualizarse sin más. Es una realidad absolutamente original, que no puede reducirse a ninguna otra. Sólo puede ser captado en la experiencia, como algo que nos sobreviene y que se nos regala inesperadamente, o como algo por completo «distinto» de todo lo demás, que surge en nosotros en el estupor de la sorpresa. Ese carácter de «lo totalmente distinto» se pone de manifiesto en el hecho de que es quizá la única experiencia ante la que uno debe preguntarse: ¿qué me está pasando? En ese momento, todo intento «explicativo» ­es decir, todo intento de analizar sus causas y sus elementos, y de reducirlo a otras experiencias mejor conocidas­ fracasa por completo: el amor es siempre otra cosa. No es emoción, ni deseo, ni sentimiento, aunque los provoque y le acompañen: «El amor lleva consigo su propia evidencia, inconmensurable con la evidencia de la razón... Por ello es accesible a la intuición, pero no puede ser definido» (M. Scheler). Es decir: el amor sólo puede ser comprendido ­no explicado­ desde dentro, desde su propia presencia, no en la objetividad de la ausencia.

También han fracasado los intentos de establecer una clara distinción entre los diversos «tipos» de amor, como lo demuestran las interminables polémicas y la falta de acuerdo entre los teóricos del tema. Más bien parece que el amor es una realidad muy compleja y polivalente, que afecta a toda la persona en cuanto se dirige a otra persona, considera también en su totalidad. Por eso hay que apresurarse aquí a indicar que nuestro modo de tratar el tema es premeditadamente muy parcial: sólo se tendrán en cuenta aquellas características del amor que más directamente nos interesan.

Frente al egoísmo como «afirmación de sí», el amor aparece como la incondicionada «afirmación del otro»: «En todos los casos imaginables del amor, amar quiere decir apropiar... Amar algo o alguna persona significa dar por 'bueno', llamar 'bueno' a ese algo o a ese alguien. Ponerse de cara a él y decirle: Es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo» (J. Pieper) 4. Lo que importa es el «tú». El «yo», en cambio, se convierte en sujeto activo de un modo estricto: el sujeto que afirma al tú como lo «bueno», como lo que merece existir, como lo que debe existir. El que ama quiere hacer vivir en plenitud al otro ­Jesús ama a los hombres, por eso les trae «la abundancia de la vida» y da la suya propia a cambio de la de sus discípulos­, incluso desearía salvarlo de la muerte. Amar es voluntad de eternización: «Amar a una persona es decirle: tú no morirás» (G. Marcel). Pero no es tanto la «permanencia» ­la no-muerte­del otro lo que se afirma, como su continuo progreso en la vida: «El amor ­dice Nédoncelle en una expresión famosa­ es voluntad de promoción. El yo que ama desea ante todo la existencia del tú; quiere además el desarrollo autónomo del tú».

Pero la fuerza creadora del amor quedaría completamente desvirtuada si se la desplazara fuera de ella misma. No son las obras del amor lo que da vida al otro: es el amor mismo. El que se siente amado ­y sólo él­ descubre que su vida tiene un sentido, descubre su propio valor, es decir, el valor de su «yo», y se ve impulsado a realizar lo que el otro espera de él. Por el contrario, la falta de amor paraliza y destruye. La mirada del que no ama ­esta mirada precisamente, no toda mirada del otro, como pretende Sartre­ «cosifica». San Juan lo intuyó y lo expresó sorprendentemente: «Todo el que no ama a su hermano, es un homicida» (1 Jn 3, 15). Nadie existe ante sí mismo, si al mismo tiempo no existe ante los demás, y sólo en la medida en que uno se siente aceptado por los demás puede llegar a aceptarse a sí mismo. No tiene otro origen la inseguridad profunda que tantas veces sentimos.

Si ahora nos preguntamos cómo el amor afirma al otro, la respuesta es: no por una afirmación verbal ni por un deseo, sino por el don de sí. Afirmo al otro dándome a él, afirmo su vida entregándole la mía. De nuevo es San Juan quien mejor lo ha formulado: «El amor supremo consiste en dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Es decir: sólo cuando uno se ha dado al otro totalmente ­como «vida»­ es cuando ha llegado a amar, cuando ha llegado al nivel del amor. Interpretar la frase de Juan en el sentido de que el amor debe llevar incluso hasta aceptar la muerte por el otro la desvirtúa parcialmente, en cuanto que convierte al amor en un acto extremo y heroico, es decir, en un acto final o un término. Amar es más bien «estarse dando» como ser vivo y personal, como realidad existente e histórica. Ortega ha descrito este aspecto de un modo excelente. No sólo el amar es «hallarse psíquicamente en movimiento, en ruta hacia el objeto», es decir, un «constante estar emigrando», sino que ­en contraposición con el acto de pensar y el de la voluntad que son instantáneos, que no duran, sino que son puntuales, aunque puedan requerir una larga preparación­ «el amor se prolonga en el tiempo»:

«no se ama en serie de instantes súbitos, de puntos que se encienden y se apagan como la chispa de la magneto, sino que se está amando con continuidad... El amor es una fluencia, un chorro de materia anímica, un fluido que mana con continuidad como de una fuente» (Estudios sobre el amor, Madrid, 1970, páginas 68-69).

Llevadas las cosas al extremo, podría llegar a afirmarse que el amor es un dar que excluye el recibir. E puro amor sería un dar «puro», con lo que quedaría netamente distinguido el carácter centrífugo del amor del carácter centrípeto y egoísta del eros. Pero esta distinción es artificial. El amor no puede dar sin por ello mismo recibir. Recibe, en primer lugar, de sí mismo. Si el amor es la suprema fuerza del hombre, al amar libera éste lo mejor que hay en él y alcanza la perfección de la acción. «Tú existes solamente si amas; el ser solamente es ser si es el ser del amor» (Feuerbach). Después, todo acto de amor reclama una respuesta, y lo hace con increíble energía precisamente por no reclamarla en absoluto, es decir, por ser un acto gratuito.

Comprender este último aspecto es fundamental, puesto que nos lleva a la raíz misma de la relación. Puesto que el otro es libre, sólo se le puede solicitar en la libertad. La relación no puede ser impuesta, ya que la coacción ­por más sutil e inteligente que sea­ la impide o la destruye. Para recibir al otro hay que darse sin más. «Acaece con la persona individual que sólo por el acto de amor y en el acto de amor nos es dada» (Scheler). Y si sólo en el amor es posible iniciar la relación ­ése acto suele llamarse «encuentro»­ también sólo en el amor es posible mantenerla. Si intento atar al otro, lo pierdo como persona; lo tengo como cosa, pero no lo «poseo» en la libertad. Es decir, la relación se convierte en dominación alienante que puede durar únicamente a costa de ir anulando progresivamente al otro. «Sin la separación ­dice Tillich­ desaparecen el amor y la vida. Sólo la relación de persona a persona, superior a todas las demás, es la que conserva la separación de cada centro individual y, no obstante, opera su reunión en el amor» 5.

El amor, pues, re-úne, no unifica. Como es creador del otro, lo ayuda a alcanzar su plenitud personal, con lo que acentúa las diferencias (lo que Tillich llama «separación»); pero «eso» que promociona el amor es «dado» al otro y no guardado para sí. Con otras palabras: es «puesto en común», ya que al ofrecerlo no se renuncia a nada. Darse no es, de ningún modo, renunciar, sino conservar y acrecentar por medio de la puesta en común. «Comunidad» es entonces la palabra más exacta y rica para expresar la «relación» entre dos o más personas: indica ese fluir ­dar y recibir­ de vidas en crecimiento y enriquecimiento mutuo.

La «afirmación de sí mismo» resulta ahora justificada dentro del contexto único de su posibilidad: la «afirmación del otro» por medio del don de sí. Si me afirmo aislándome, me pierdo. Jaspers lo ha visto con toda claridad: «Querer sustraerse a la verdadera comunicación significa renunciar a mi ser-mí-mismo; si me sustraigo a ella me traiciono a mí mismo juntamente con el otro». No es sino la gran paradoja evangélica: hay que dar ­«perder»­ la vida para poder conservarla (Mt 10, 39). Probablemente el mismo Jaspers la tuvo en cuenta cuando añade:

«En la patentización me pierdo a mí mismo (como empírica existencia constituida) para recobrarme (como posible 'existencia'), en el hermetismo me conservo (como existencia empírica), pero perdiéndome (como posible 'existencia')» (Filosofía, Madrid, 1958, val. I, pág. 466).

O bien me cierro herméticamente en la afirmación de mi actual existencia, y entonces pierdo la posibilidad de «existir» auténticamente; o bien renuncio a mi ser actual para que, en la comunicación amorosa, se haga patente, surja, la existencia plena a la que estoy llamado. Queda aún algo por añadir, aunque está de algún modo implícito en todo lo anterior: el amor es gratuito.

La gratuidad del amor

A/GRATUIDAD: No es fácil llegar a comprender el valor de la gratuidad, ya que «lo gratuito» es hoy precisamente «lo que no vale nada». En un sistema de relaciones humanas comercializadas, todo se da «a cambio» de otra cosa, y se desconfía de aquello que se nos da por nada. Hay desde luego cosas «que no tienen precio», pero son justamente aquellas por las que no se podría nunca pagar lo suficiente, aquellas que no pueden ser vendidas y menos aún regaladas.

Y he aquí que el amor es aquello que «no tiene precio», que no puede ser comprado ni cambiado por ninguna otra cosa, pero que en su esencia misma conlleva el que se regale: es un don gratuito. Todo lo más, puede imaginarse que el amor «hay que merecerlo»; sin embargo, cuando llega se comprende que es inmerecido o que supera todo lo que podría merecer.

André Gide aborda con humor, en una breve novela, el tema del acto gratuito. El prólogo: un hombre devuelve en la calle a Zeus, el banquero, el pañuelo que se le acaba de caer al suelo. Zeus reacciona de un modo sorprendente: pide al hombre que le escriba una dirección cualquiera en un sobre y luego le da una bofetada. En el capítulo primero, Prometeo, sentado en la terraza de un café de París, escucha al camarero las siguientes reflexiones:

«­¡Una acción gratuita! ¿No le dice eso nada a usted? A mí, me parece algo extraordinario. Durante mucho tiempo pensé que era eso lo que diferenciaba al hombre de los animales: una acción gratuita. Llamaba al hombre: el animal capaz de una acción gratuita. Pero después pensé lo contrario: que era el único ser incapaz de actuar gratuitamente. ¡Gratuitamente! Imagínese: sin razón ­sí, ya lo entiendo­ digamos: sin motivo. ¡Incapaz! Entonces eso empezó a fastidiarme. Me preguntaba: ¿Por qué hará esto? ¿Por qué aquello?... Y, sin embargo, no es que yo sea determinista. Una anécdota, de cualquier modo, al respecto:

Tengo un amigo, aunque le parezca increíble, que es millonario. También es inteligente. Una vez se dijo: ¿Una acción gratuita? ¿Cómo hacerla? Y fíjese que no hay que entenderlo como una acción que no reporta nada, porque si no... No, sólo gratuita: un acto que no esté motivado por nada. ¿Entiende? Ni interés, ni pasión, ni nada. El acto desinteresado, nacido de sí mismo; el acto sin tampoco objeto, por lo tanto, sin dueño; el acto libre, ¡el Acto autóctono!

Ponga atención. Mi amigo sale por la mañana llevando encima un billete de 500 francos en un sobre y una bofetada dispuesta en la mano. Se trata de encontrar a alguien sin elegirlo. Así que en la calle deja caer un pañuelo, y al que lo recoge (buen hombre, puesto que recoge), el millonario: «Disculpe, caballero, ¿quizá conocerá usted a alguien?» El otro: «Sí, a varios.» El millonario: «En este caso, caballero, me figuro que será usted tan amable de escribir su nombre en este sobre; aquí tiene usted plumas, tinta, lápiz...» El otro escribe como un buen hombre; luego: «Ahora quizá pueda usted explicarme, caballero...» El millonario contesta: «Cuestión de principios.» Luego (olvidé decir que tiene mucha fuerza) le pega en la mejilla un bofetón que llevaba en la mano. Luego llama un coche de punto y desaparece. ¿Se fija usted? Dos actos gratuitos a la vez: el billete de 500 francos para un destinatario que él no ha elegido, y una bofetada para alguien que se elige por sí solo recogiéndole el pañuelo. ¡Vaya! ¿Es lo bastante gratuito? Pero, ¿y la relación? Apuesto a que no profundiza usted lo bastante en la relación; ya que siendo el acto gratuito, también es lo que por aquí llamamos: reversible. Uno que recibe 500 francos por un bofetón, otro que recibe un bofetón por 500 francos... y luego, cualquiera sabe.... ahí nos perdemos. ¡Imagínese! ¡Un acto gratuito! No hay nada que desmoralice tanto» (Prometeo mal encadenado, Barcelona, 1974, págs. 18-21).

Lo importante en este texto no es su intención, ni la descripción del acto gratuito en sí mismo (prácticamente, un acto arbitrario más que gratuito), sino el modo como refleja el carácter escandaloso y sorprendente de lo gratuito. Gratuito es «lo que no se explica uno». Y aquí, en efecto, nada explica los actos de ese millonario fuerte e inteligente, empeñado en hacer un acto gratuito. Bien, olvidemos que en este caso la gratuidad se ha convertido en el absurdo y que detrás del nombre del protagonista se esconde una confusa intención religiosa. El millonario obra así porque puede hacerlo: es un lujo que sólo él es capaz de permitirse. Todos los demás hombres corren detrás de su interés; él, en cambio, no necesita nada, y nada le impide actuar así. El acto emana de su poder y de su fuerza. Asombra a todos y desequilibra las categorías del comportamiento ordinario, siempre «razonable», utilitario, justificable (al menos, pretende serlo así). Por eso, el hecho «da que hablar», crea malestar: « ¡Un acto gratuito! No hay nada que desmoralice tanto! » Pero dejemos ya el texto de Gide.

Lo gratuito no puede ser deducido infaliblemente de ninguno de sus antecedentes. No surge como una conclusión cierta a partir del orden del mundo. Tiene toda la espontaneidad de la libertad humana. Goza de la coherencia interior del ser de cada uno.

Por eso no es irracional, pero tampoco es previsible. El reino de lo gratuito permite una extraña seguridad: puedo confiar en el otro de un modo absoluto, pero no puedo estar seguro de lo que él va a hacer en concreto. Sólo sé que actuará desde sí mismo, que lo que haga se justificará por sí mismo, que será valioso en sí. Pero su acción no está previamente programada. Por eso no es posible conocerla con anterioridad, sólo cabe esperarla. Lo gratuito tiene así todas las características del futuro histórico: no es objeto de conocimiento, sino de esperanza.

Por parte del sujeto que lo realiza, lo gratuito es lo desinteresado: se pone en la existencia por su propio valor, sin buscar utilidad ninguna. La acción gratuita es como la creación poética o artística. Por parte del destinatario, no puede ser exigida ni provocada. En la esencia de lo gratuito se incluye el que sólo se puede gozar cuando no se ha atrevido uno a solicitarlo, cuando el recibirlo ha constituido una real sorpresa. Guardini describe en su libro Libertad, gracia y destino algunas experiencias de gratuidad. Boff (Gracia y liberación del hombre) amplía notablemente la lista. Por nuestra parte, quisiéramos señalar lo siguiente. En primer lugar, que antes que «actos gratuitos» existen «realidades gratuitas». Y esto es esencial. Porque el hombre como todo cuanto existe, toda realidad ­el «ser» mismo­ es don gratuito del Dios creador, es decir, es don de amor. Vivir esa gratuidad de cada cosa, recibirla como regalo de Dios, es el modo propio de vivir en el mundo como creación. En segundo lugar, imagen de Dios, es capaz también de obrar libre y gratuitamente, pero el don esencial de que es capaz, es el don gratuito de sí mismo realizado en la entrega de amor. Así, en este mundo totalmente gratuito, que expresa el don del mismo Dios, la gratuidad esencial está constituida por un acto esencial: el amor del hombre, y por una realidad única: el hombre mismo que se da y se deja encontrar en el amor. El «otro» es «lo gratuito: no puede ser deducido ni manipulado, sólo puede ser «encontrado» en un acto recíproco también gratuito: en el amor que crea comunidad.

Pero si todo es gratuito, si «todo es gracia», ¿cómo resulta, entonces, que lo gratuito es lo inesperado y sorprendente? Eso es precisamente lo más notable del caso: si todo apareciera como gratuito, todo aparecería como sorprendente y único, es decir, precisamente como lo que es. Hasta en lo más pequeño y trivial encontraríamos motivo de admiración y asombro, y el mundo entero adquiriría una nueva fisonomía. Si esto no es así, es porque hemos perdido capacidad para contemplar la realidad: hemos cosificado y mecanizado nuestro mundo. La visión del Mundo feliz de A. Huxley ­una referencia casi obligada en estos momentos­ tiene sus raíces en los comienzos de la Edad Moderna, cuando el Universo comienza a ser concebido como una inmensa máquina regido exclusivamente por las leyes de la mecánica. Ese mundo que descansa en sí mismo y se mueve según sus propias leyes inmanentes ya no es don de ningún amor personal. Es lo vacío y lo lleno, la luz y la sombra, el frío y el calor, lo grande y lo pequeño..., pero nunca un regalo, ni el espacio infinito de lo gratuito: todo allí sucede según norma, ley y orden. El espíritu, la libertad y la gratuidad quedan recluidas en el ámbito de lo estrictamente humano, en el ámbito de la intimidad; pero también allí se encuentran ahogadas y amenazadas. En el mundo de lo mecánico­en el «Universo máquina»­ya no tienen espacio.

«¿En qué mundo no podría suceder algo semejante? La respuesta dice: en uno construido mecánicamente. Si todo se pudiera resolver en necesidades matemáticas, biológicas o psicológicas, no serían posibles tales fenómenos. Todo tendría el carácter de un correr necesario que pasa a través y, aunque por complicados caminos, podría ser previsto y calculado. Sería un mundo sin gracia. En ninguna parte se daría el obsequio de una benevolencia; el florecer de lo nuevo; el dichoso logro de lo perfecto; el libre abrirse del corazón. El sentimiento de un tal momento gracioso sería un engaño. Engaño procedente de falta de visión y capacidad de juicio, o engaño constitutivo, del que la naturaleza necesitaría para mantener al individuo dispuesto y capaz de vida. El consciente penetraría la trama de relaciones, situado, naturalmente, al margen de las posibilidades de la vida. Hay atmósferas humanas que dificultan lo gracioso y hasta lo asfixian. Por atmósfera se entiende ese ambiente formado por las normas en vigor, por los órdenes de valores reconocidos, por las formas de vida existentes, simpatías y antipatías involuntarias, esperas y temores, y fundado en la primacía de un determinado tipo humano ( . . . ). Otras atmósferas lo desprecian, desaniman y debilitan: la positivo-fanática, la autoritario-burócrata, la calculadora rígida; y, lo más desesperante, la de la violencia racionalista, de la inhumanidad mecanizada, como sucede a diario actualmente. Libertad, generosidad, expansión del corazón, humor, originalidad en la inspiración y confiada osadía, todo eso es notado como extraño, antipático, enojoso y aun peligroso. Hay una secreta angustia en la acción que se siente arriesgada por lo gracioso y pretende sofocarlo>> (R. GUARDINI, Libertad, gracia y destino, San Sebastián, 1964, págs. 110-11).

En la vida de Jesús es donde se descubre con toda claridad el carácter «enojoso» de lo gratuito. Obra con tal libertad y de un modo tan imprevisible, que trastorna totalmente el orden establecido y lo pone en peligro inminente. Por eso Jesús «debe morir». Todo es gratuidad. Pero el hombre debe aprender de nuevo a comprenderlo así y a actuar de ese modo. Alicia tiene que descubrir de nuevo «el país de las maravillas». Mientras tanto, lo gratuito irrumpe únicamente en la existencia en contadas ocasiones, cuando su carácter es tal que no puede ser ignorado o ahogado. Sería el caso de las «experiencias de salvación»: todo parece ­racional y científicamente­ perdido, pero, de pronto, uno se encuentra fuera, a salvo y libre. Domina el sentimiento de «lo maravilloso», de «lo increíble», y brota una acción de gracias que ­cuando falta la fe en Dios­ no sabe a quién dirigirse. La Biblia está llena de experiencias de éstas, y sobre ellas parece haberse basado la fe de Israel en la presencia del Dios salvador: a orillas del mar Rojo, perseguidos por el ejército de Egipto; cercada Jerusalén por los asirios; en el destierro, lejos del templo, destruido... Esas «experiencias de salvación» se dan también en nuestra vida ordinaria, en momentos inesperados, es decir, cuando se ha hundido toda esperanza. Gracias a ellas se rompe el cerco angustioso de nuestra existencia mecanizada. Pero podrían enseñarnos a descubrir la universal presencia de lo gratuito, el carácter de «gracia» de toda la realidad. También podrían enseñarnos a responder al mundo y a los hombres por medio de actos gratuitos, es decir, a vivir en la auténtica dimensión del amor. San Pablo lo expresa por medio de una paradoja:

«Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor. Con nadie tengáis otra deuda que la del amor mutuo» (Rm 13, 7-8).

Todo puede ser pagado, sólo el amor es una deuda insaldable. Es lo debido-indebido, lo necesario-gratuito, lo reclamado-irreclamable. «Debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4, 11), pero el amor es un mandamiento, una orden, que supera todo orden. «La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 10). Al concluir este apartado es ya posible sacar una consecuencia importante: «gracia» ­o «gratuidad»­ es el modo propio de la existencia humana en cuanto tal, es decir, en cuanto existencia recibida y entregada gratuitamente a los demás en el acto de amor. El «ser» nos ha sido dado y existe para que lo entreguemos.

CESAR TEJEDOR. EL GRITO DEL HOMBRE
Temas de Antropología Teológica
Edic. MAROVA MADRID 1980, págs. 37-57

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1. E. FROMM, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, 1970, Página 31.

2. Ibid., Pag. 37.

3. C. CASTILLA DEL PINO, La incomunicación, Barcelona, 1970, páginas 12-13.

4. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid. 1972, pág. 436.

5. P. TILLICH, Amor, poder y justicia, Barcelona, 1970, págs. 44-45.