La ciencia no tiene por qué ser ajena al pensamiento
 

Representábase en Madrid un drama, más bien dramón, de don José Echegaray, igual de tedioso como ministro de Hacienda que como literato. Un personaje, una especie de monstruo del mal, se veía forzado, no se sabe si por su conciencia o por el destino, a asesinar, uno tras otro, a todo aquel que se le ponía por delante. Tan malo era el malo, que el gamberro de Valle Inclán, presente en la platea, se levantó y pronunció el juicio demoledor:

 

-¡Y a mí que este tío empieza a caerme simpático…!

 

De repente, toda la emoción contenida, toda la atmósfera trágica, estalló en una carcajada general. El pobre don José estaba frito para los restos. A lo mejor se lo merecía. Echegaray era un fulano que al contemplar una de aquellas bicicletas amorfas de comienzos del siglo XX, compuestas por una rueda enorme y otra menuda, exhalaba: “Ahora la humanidad ya puede dormir tranquila”. O sea, uno de esos tipos que tiene tan fiera confianza en el avance tecnológico y científico, que, simplemente, acaba por volverse un hortera.

 

Echegaray debería ser nombrado santo patrón de todos los cientifistas. Podríamos decir que el pensamiento actual es un péndulo loco que oscila entre dos extremos: el cientifismo materialista y el espiritismo de la new age. Por el momento, estamos en el fuego del cientifismo, que es a lo que se atienen los progres, pero mucho me temo que, en breve, caeremos en las brasas de la nueva era. O quizás consigamos la esquizofrenia perfecta: hace 60 años que el genial Lewis lo predijo, cuando le hace expresar a su demonio Escrútopo, el protagonista de Cartas del Diablo a su Sobrino, algo parecido a esto: “Cuando hayamos conseguido nuestra obra perfecta, el brujo materialista, el hombre que no cree en Dios pero que adora lo que llama ‘fuerzas’, entonces, la batalla habrá concluido.”

 

Pero, por el  momento, nuestras patologías no alcanzan ese nivel de sofisticación. Estamos donde estábamos: con nuestras patologías mentales de siempre. Por un lado, los cientifistas (esos que suelen referirse a sí mismos  con la más noble denominación de científicos) se han embarcado en un apasionante aventura de prescindir de lo espiritual, de lo numinoso. Entiéndase: no prescindir de Dios, sino prescindir del alma humana, de la conciencia. Los medios progresistas son los que se encargan de la promoción.

 

Y hay dos tipos de cientifistas. Los primeros son los genetistas. Por ejemplo, la Premio Nobel de Medicina alemana, Christiane Nüsslein-Volhard, estrella invitada en El País (miércoles 14 de abril): “La posición política (respecto a la investigación de embriones) se debe a motivos básicamente religiosos. En el caso del aborto, creo que las feministas ganaron la batalla y ahora es libre, pero creo que la gente religiosa se está tomando un poco la revancha”. Sí, ha leído bien. Y sí, es una Premio Nobel quien habla. Por supuesto, toda mentalidad religiosa es para ella algo parecido a un sarpullido, pero tampoco se libran los filósofos y los  sociólogos: “Ellos hacen mucho ruido sobre cosas que los científicos piensan que son muy fáciles de resolver. Hablan de ética, y de ética, y de ética constantemente y, al final, los científicos sienten que ellos han perdido la orientación porque realmente no hablan de lo que es importante para la humanidad”. En plata, que los que deben hablar son los científicos. Los demás que escuchen. ¿Y quiénes son científicos? Aquellos que obtengan el título de tales, que otorgan los propios científicos. La ciencia y la Academia son los reinos de l a endogamia.

 

Doña Christiane habla, naturalmente, de las “ciencias de la vida”, que, como todo el mundo sabe, son las ciencias de la muerte. Nos llevaría demasiado tiempo, probablemente inútil, entrar en la cuestión de cuándo comienza a existir, no la vida, sino la persona, así que, simplemente, nos centraremos en el pequeño detalle de que la genética imperante se carga, lisa y llanamente, la libertad humana. Todo el empeño de los científicos de la vida, o sea, de la muerte, consiste en borrar cualquier vestigio de espíritu humano, de identidad: no somos más que un conjunto de células, que se van generando a sí mismas en un proceso eterno y, por supuesto, desconocido. Ahora bien, si no soy más que el producto de mis células, si mi psicología, mi identidad y mi personalidad proceden de una combinación de proteínas: ¿Dónde está mi libertad?

 

El bombardeo continúa. De nuevo el diario El País, el 21 de abril, ataca con otro científico egregio, Francis Crack: “Usted, sus placeres y sus penas, sus recuerdos y ambiciones, su sentimiento de identidad personal y de libre voluntad, no son de hecho más que el comportamiento de un enorme conjunto de células nerviosas y de moléculas que éstas llevan asociadas”. ¡Y olé! No importa que todas esas células vayan desapareciendo y sean sustituidas por otras, sin que se modifique la intensidad del sujeto, que cuenta con sus recuerdos, con su historia y con la consciencia de su identidad y de su voluntad. Lo ha dicho Francis, que es el descubridor de la doble hélice del ADN y no hay más que hablar: El conocimiento de cómo funciona la conciencia conducirá a la muerte del alma. En la plenitud de los tiempos (expresión robada a un tipo religioso como es San Pablo) los instruidos creerán que no hay un alma independiente del cuerpo y, por consiguiente, que no hay vida después de la muerte”. El susto que se va a llevar el pobre Francis cuando se muera.

 

De estos materialistas siempre me llama la atención su elitismo y su dogmatismo. Uno esperaría más igualitarismo de quien considera que el hombre es un mero azar celular y uno esperaría menos seguridad de quien niega que exista la mente y se conforma con la materia cerebral. Lo de "instruidos", chirría.

 

No, don Francis no quiere prescindir de Dios, quiere prescindir del espíritu. Acaba en lo mismo que el tendero de la esquina o que Javier Sardá: Lo que se ve existe y lo que no se ve no existe. Lo cierto es que si a don Francis y a doña Christiane les fuera la vida en ello, sus conclusiones serían distintas. Y lo gracioso es que, en verdad, les va la vida en ello, pero ellos no lo saben. Están convencidos de que por alguna ignota razón tienen derecho a la vida que se les ha dado. Ellos ya existen, ya han sido creados, así que ya disfrutan de espíritu y de libertad. Cuando Pascal vio el cartel que adornaba la entrada de un instituto científico, y que pomposamente afirmaba “La ciencia no tiene ni fe ni patria”, respondió: “La ciencia no, pero los científicos sí”.

 

Los medios informativos y las conversaciones están salpicadas de este materialismo vulgar que hoy llamamos ciencia. La serie más mema del momento en la televisión española, Los Serrano, bromeaba el miércoles 21 con el Génesis y lo que Chesterton llamaba el “lamentable incidente de la manzana”: “Es un cuentito”, clamaba la protagonista que es, para decirlo en pocas palabras, una ‘intelectual’.

 

El hijo del Nobel de Literatura, Camilo José Cela Conde, ha radicado la captación de la belleza en la corteza pre-frontal del cerebro (no es coña) y el ABC (martes 13 de abril) lo presenta como un logro científico de primer orden. A uno le dan ganas de cortar la susodicha corteza pre-frontal y enviarla a visitar el Museo del Prado. En caso contrario, cuando la ciencia y la tecnología dan la razón a la fe (por ejemplo, la Sábana Santa de Turín o los ojos de la Virgen de Guadalupe), legiones de intelectuales con acceso a una columna califican la cosa como “seudo-ciencia” (El Mundo, 14 de abril).

 

No estamos en la lucha por demostrar la inexistencia de Dios (algo que siempre me ha recordado al empeño de algunos fiscales en que el acusado demuestre científicamente que él no mató al fiambre), sino la inexistencia del espíritu humano, o sea, la inexistencia de nosotros mismos. Y en algo tiene razón: si no existe espíritu, no existe Dios, y si no existe Dios, tampoco existe la libertad humana. Para ser exactos, lo que no existe es el hombre. Ni tan siquiera el “homo cientificus”.

 

Es un dilema tremendo, pero no hay que desesperar: los chicos de Jesús Polanco, siempre a la caza de nuevos talentos científicos, están a punto de cuadrar el círculo: científicamente, por supuesto.

 

Y, en el entretanto: “El que cree en Él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo Único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Pues, todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz para que se vea que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3, 18-21).

 

Es decir, que el que no cree es culpable de increencia. Y esto no es nada científico, pero sí muy coherente. No pertenece al mundo de la demostración empírica, sino a la lógica de pensamiento, que es, justamente,  de lo que adolecen tantos científicos modernos: de coherencia, de lógica… y de pensamiento. Y este es el drama: que la ciencia no tiene por qué ser ajena al pensamiento. Ni la ciencia, ni los científicos.

 

Eulogio López
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