Cuando no se cree en Dios, se puede creer hasta en el Código Da Vinci
 

Hasta los libros de texto para bachilleres afirman que el nihilismo no es una doctrina filosófica, sino una corriente sociológica. Desgraciadamente, es la definición misma del hombre moderno: das una patada y te encuentras docenas de nihilistas, prestos a defender su credo. Es decir, dispuestos a despreciar cualquier defensa de cualquier cosa. Aunque, si fuera necesario, defenderían la nada de forma violenta. El nihilismo no tiene nada que ver con la acracia. Es simple indolencia, infrahumanidad apenas satisfecha. El nihilismo es lo del chiste:

 

-Estás gordo Pepe.

 

-Eso es porque no discuto nada.

 

-No hombre no, ¡qué va a ser por eso!

 

-Bueno, pues no será por eso.  

 

Nihilista no es el que no cree en nada, sino el que está convencido de que no merece la pena creer en nada. Para ser exactos, no está convencido ni de eso: sólo de que nada merece la pena, de que la vida es un sinsentido.

 

Pero al nihilismo le ocurre lo mismo que a la progresía (de hecho, esta no es más que un reflejo de aquel): el hombre no puede vivir sin creer en nada, y cuando no cree en Dios, como diría Chesterton, se cree en cualquier cosa, en cualquier tontuna.

 

El nihilista, por tanto, está dispuesto a defender su caos mental como si fuera orden universal. El nihilista es el cínico de medio pelo, muy habitual en ambientes periodísticos e intelectuales, con el rictus permanentemente torcido por el sarcasmo y dispuesto a condenar con virulencia a cualquiera que se tome algo en serio.

 

Su código es severísimo: nadie puede creer en nada. Ni tan siquiera puede afirmar que no cree en nada. Su labor es puramente destructiva y bastante soberbia: él está por encima de todo y de todos, de credos e ideologías, de normas morales y de antinormas, de globalizados y globófobos, de izquierda y derecha. Es lo que popularmente siempre fue conocido por un gilipollas y hoy hemos dado en llamar intelectual.

 

Pues bien, el nihilismo imperante es el que propicia el tremendo éxito de la obra de Dan Brown, El Código da Vinci. La más leída. Un auténtico fenómeno social: lo veo en el metro, en el autobús, en los trenes, en los aviones; todo el mundo lee el Código da Vinci, un verdadero cómic por su fácil lectura. Ahora bien, el problema del Código es precisamente ese: los autores de cómic suelen ser conscientes de que lo suyo es hacer pasar al rato, entretener, no proporcionar un sentido a la vida. Pero Dan Brown no lo sabe, y claro…

 

Muchos han encontrado el “secreto de la existencia” en el Código da Vinci. Sí, de acuerdo, es un secreto repetido por todos los majaderos desde hace 20 siglos: la Magdalena fue la amante de Cristo, que no era Dios, sino un intelectual perseguido por la reacción. Más originalidades: la Iglesia tiene un secreto que demuestra su falsedad intrínseca, su gran impostura, y  que, en este caso, ya no guardan los templarios o los jesuitas, que se han quedado muy anticuados, sino los falsarios del Opus, que, en sus ratos libres, se dedican a asesinar para salvaguardar el redicho enigma (estos del Opus son la repera). Tan originalísima tesis ha sido actualizada por Brown mediante dos elementos, asimismo originalísimos: el feminismo y el Opus Dei. Dos fenómenos que, como dirían mis hijos adolescentes, “tienen un morbo que te cagas”. Este chico es un monstruo.

 

Dan Brown es un listillo que ha pergeñado una historia sin sentido. No es una historia de ficción. Las historias de ficción pueden ser tediosas o divertidas, mientras el autor no pretenda que sean la descripción de la realidad, sino una metáfora de esa realidad. El problema de Brown es que pretende justamente eso… y muchos millones de personas, deseosas de creer en algo para salir del nihilismo, porque descansar es lo más aburrido que existe, si uno no se ha cansado antes. 

 

Millones de personas han creído encontrar el sentido de su vida en la estupidez de Brown. Esto no es un libro, es una monumental estafa que atenta contra la salud psíquica de los pueblos.

 

Es igual, son tantos los que necesitan dar un sentido a su vida, que están dispuestos a comprar el ladrillo de Brown.

 

Eulogio López