TIEMPO DE NAVIDAD

DÍA 4 DE ENERO

 

1.- 1 Jn 3, 7-10

1-1.

-«Hijos de Dios»... «Hijos del diablo»...

Juan acaba de descubrir a los hijos de Dios. Ahora los contrapone a los "hijos del diablo".

Esa expresión hace estremecerse.

Del mismo modo que se puede vivir «en comunión con Dios», se puede también «vivir con el diablo». Podemos estar unidos a Dios y podemos encadenarnos al mal.

Pero no olvidemos que esto no determina ante todo dos categorías de hombres -resultaría demasiado fácil clasificarse en la primera-; en realidad la frontera que separa a los hijos de Dios de los hijos del diablo, pasa por nuestro propio corazón. Por algunos aspectos de mi vida, soy «de Dios» ¡Gracias, Señor!... Por otros, soy «del diablo»... Perdón, Señor!

-Mirad como se distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo:

1. El que no practica la justicia, no pertenece a Dios...

2. Tampoco el que no ama a su hermano es de Dios...

Dos signos sencillos. Dos criterios.

Es nuestro género de vida cotidiano el que nos hace pertenecer a Dios o al Diablo. La justicia. El Amor. Yo me dejo investir por esas dos palabras. Yo miro mi vida bajo esas dos luces: Ser justo... amar...

Sin embargo, confío que son muchos los que «pertenecen a Dios». Pienso en todos los gestos de justicia y de amor verdadero, en todos los deseos de justicia y de fraternidad que surgen en el mundo por doquier. Evidentemente, ¡Ahí está Dios!

-Hijitos míos, que nadie os extravíe.

Juan se preocupa mucho de preservar a sus cristianos de posibles desviaciones. El mal, el error pueden infiltrarse.

Muy pronto empezaron las herejías. Los falsos doctores, los falsos conductores, los falsos profetas existen hoy como siempre existieron.

«¡Que nadie os extravíe!»

-Quien vive según la justicia es justo, como El, Jesús, es justo.

El punto de referencia es siempre la persona de Jesús.

¿En qué se basa mi juicio?... ¿En un código, en principios, en una moral, en una ideología, en una mentalidad inconsciente, en unos hábitos? «¡Jesús es justo!»

Esta debería ser mi referencia constante. Exigencia infinita.

-Quien comete el pecado es del diablo, que ha sido pecador desde el Principio.

Precisamente para esto se manifestó el Hijo de Dios, para destruir las obras del Diablo.

El mundo es el teatro donde se libra ese gran combate. Jesucristo está en el corazón del mundo, como en la arena, en un cuerpo a cuerpo, luchando contra el pecado. Señor, hazme participar en tu combate.

Señor, concédeme lucidez suficiente para descubrir a mi alrededor el pecado del mundo y mi propia participación en él.

-Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque permanece en él la semilla sembrada por Dios: por lo tanto no puede pecar.

Hay que entender eso bien. En otros pasajes (1 Juan 1, 8-1O) Juan nos dice que tenemos pecados. ¡Eso es evidente! Aquí Juan afirma que «el hombre nacido de Dios» está colocado en una especie de estado fundamental que no es ya el mal; se trata de esa orientación global que marca la dirección principal de una vida. Gracias, Señor, por esa explicación. A pesar de los desvíos y los resbalones pasajeros, a pesar de las caídas ocasionales, es también mucha verdad, Señor, que te pertenezco y que voy a Ti. «Tu divina simiente permanece en mí» ¡Gracias. Quédate conmigo!

NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 3
PRIMERAS LECTURAS PARA ADVIENTO - NAVIDAD
CUARESMA Y TIEMPO PASCUAL
EDIT. CLARET/BARCELONA 1983.Pág. 78 s.


2.- Jn 1, 35-42

2-1.

VER DOMINGO 02B


2-2.

-Juan Bautista, fijando su vista sobre Jesús que pasaba... dijo:

He aquí el Cordero de Dios"

Fijar los ojos en Jesús.

Impregnarme de esta contemplación.

-Los dos discípulos que oyeron esta Palabra, siguieron a Jesús.

Me imagino esta escena. Jesús va por un sendero. Dos hombres se deciden a seguirle, tímidamente, con el corazón saltante... Es el primer encuentro. ¿Qué va a hacer Jesús?

¿Qué pensará? Por el momento basta "seguirle".

-Volvióse Jesús a ellos, viendo que le seguían y les dijo: "¿Qué buscáis?"

Primera palabra de Jesús. Se da cuenta de que le buscan... El les hace una pregunta. "Maestro (Rabí) ¿dónde moras?" Buscar. Seguir. Quedarse con. Tres actitudes esenciales.

¿Busco yo a Dios? ¿Le sigo? ¿Me quedo con El?

-"Venid y ved"

Es una respuesta a su deseo. Respetuosa con su libertad.

"Venid a ver".

-Y permanecieron con El aquel día. Era como las cuatro de la tarde.

Juan lo recuerda con precisión. Anota la hora. Esto es normal, pues era su primera conversación con Jesús ¿Qué se dijeron? Ambos debieron de contarle su vida, sus deseos, sus asuntos.

El, debió de decirles sus proyectos, sus propios deseos.

-Era Andrés uno de los dos... Encontró luego a su hermano Simón y le dijo: "Hemos hallado al Mesías". Andrés condujo a su hermano a Jesús.

La aventura divina, se realiza en las relaciones humanas: Juan y Andrés eran amigos, pertenecían al mismo equipo de pesca sobre el lago (Lucas, 5, 10)... Además estaban unidos por el mismo ideal, en torno a Juan Bautista que habían seguido primero.

Y he aquí que ahora también los lazos de la sangre entran en juego: Andrés conduce a su hermano Simón. Es pues un grupo natural el que se halla "embarcado" en la aventura apostólica: cuatro hombres que se conocían, Andrés, Simón, Juan, Santiago. Una vocación no nace en las nubes: todo un contexto humano la favorece o la estorba. Trataré de estar más atento a los fenómenos de grupos, a las comunidades naturales, a la solidaridad que enlaza a las gentes.

La buena nueva del evangelio no atañe a individuos aislados, sino a personas, en relación con otras... y es por medio de esas relaciones que se propaga un cierto encuentro con Jesús.

Crear lazos. ¿Cuál es mi ambiente, mi comunidad real? Vivir en primer lugar, en mí, los lazos naturales. ¿Qué personas se relacionan conmigo? No vivir solo. Participar. Estar con. Desarrollar las amistades.

-Jesús, fijando la vista en Simón, dijo: "Tú eres Simón el hijo de Juan; tú serás llamado "Cefas", que quiere decir Pedro.

Importancia del "nombre" entre los semitas... Jesús cambia el nombre de uno de los que formaban ese grupo de amigos.

Es un tomar, un contar con él, un confiarle un papel a desempeñar: piedra, roca. Si toda vocación divina arraiga en lo humano, como acabamos de constatar, continúa siendo, no obstante, una llamada de Dios, una iniciativa divina.

A través de nuestras relaciones humanas, si sabemos mirarlas en profundidad, con fe, veremos que se juega allí un designio de Dios: no es por azar que he encontrado a tal persona, que trabajo o habito cerca de "tal"; Dios cuenta con ello, y El tiene algo que ver en este encuentro o en estas relaciones.

NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 1
EVANG. DE ADVIENTO A PENTECOSTÉS
EDIT. CLARET/BARCELONA 1984.Pág. 78 s.


2-3.

1. «El que ha nacido de Dios no comete pecado».

Si ayer nos alegrábamos de la gran afirmación de que somos hijos, hoy la carta de Juan insiste en las consecuencias de esta filiación: el que se sabe hijo de Dios no debe pecar.

Se contraponen los hijos de Dios y los hijos del diablo. Los que nacen de Dios y los que nacen del maligno. El criterio para distinguirlos está en su estilo de vida, en sus obras.

«Quien comete el pecado es del diablo», porque el pecado es la marca del maligno, ya desde el principio. Mientras que «el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él: no puede pecar porque ha nacido de Dios».

Es totalmente incompatible el pecado con la fe y la comunión con Jesús. ¿Cómo puede reinar en nosotros el pecado si hemos nacido de Dios y su semilla permanece en nosotros?

Los nacidos de Dios han de obrar justamente, como él es justo, y como Jesús es el Justo, mientras que «el que no obra la justicia no es de Dios».

Añade también el amor al hermano, que será lo que desarrollará en las páginas siguientes de su carta.

2. El testimonio que Juan el Bautista ha dado de Jesús hace que algunos de sus discípulos pasen a seguir al Mesías. Que era lo que quería Juan: «que yo mengüe y que él crezca».

Seguimos leyendo la primera página del ministerio mesiánico de Jesús.

Andrés y el otro discípulo le siguen, le preguntan dónde vive, conviven con él ese día, y así serán luego testigos suyos y la Buena Noticia se irá difundiendo.

Andrés corre a decírselo a su hermano Simón: «hemos encontrado al Mesías», y propicia de este modo el primer encuentro de Simón con Jesús, que le mira fijamente y le anuncia ya que su verdadero nombre va a ser Cefas, Piedra. Pedro.

3. a) La Navidad -el Dios hecho hombre- nos ha traído la gran noticia de que somos hijos en el Hijo, y hermanos los unos de los otros.

Pero también nos recuerda que los hijos deben abandonar el estilo del mundo o del diablo, renunciar al pecado y vivir como vivió Jesús. Si en días anteriores las lecturas nos invitaban con una metáfora a vivir en la luz, ahora más directamente nos dicen que desterremos el pecado de nuestra vida. El pecado no hace falta que sean fallos enormes y escandalosos. También son pecado las pequeñas infidelidades en nuestra vida de cada día, nuestra pobre generosidad, la poca claridad en nuestro estilo de vida. Navidad nos invita a un mayor amor en nuestro seguimiento de Jesús.

b) Empezamos el año con un programa ambicioso.

No quiere decir que nunca más pecaremos, sino que nuestra actitud no puede ser de conformidad con el pecado. Que debemos rechazarlo y desear vivir como Cristo, en la luz y en la santidad de Dios. Por desgracia todos tenemos la experiencia del pecado en nosotros mismos, que siempre de alguna manera es negación de Dios, ruptura con el hermano y daño contra nuestra propia persona, porque nos debilita y oscurece.

Cuando en nuestras opciones prevalece el pecado, por dejadez propia o por tentación del ambiente que nos rodea, no estamos siendo hijos de Dios.

Fallamos a su amor. La Plegaria Eucarística IV del Misal describe el pecado de nuestros primeros padres así: «cuando por desobediencia perdió tu amistad...».

Y al contrario: cuando renunciamos a nuestros intereses e instintos para seguir a Cristo, entonces sí estamos actuando como hijos, y estamos celebrando bien la Navidad.

En la bendición solemne de la Navidad el presidente nos desea esta gracia: «el Dios de bondad infinita que disipó las tinieblas del mundo con la encarnación de su Hijo... aleje de vosotros las tinieblas del pecado y alumbre vuestros corazones con la luz de la gracia».

c) Como los discípulos del Bautista en el evangelio, los cristianos somos llamados, a seguir a Cristo Jesús. Seguir es ver, experimentar, estar con, convivir con Jesús, conocer su voz, imitar su género de vida, y dar así testimonio de él ante todos.

Ese «venid y veréis» ha debido ser para nosotros la experiencia de la Navidad, si la estamos celebrando bien. ¿Salimos de ella más convencidos de que vale la pena ser seguidores y apóstoles de Jesús? ¿tenemos dentro una buena noticia para comunicar? ¿la transmitiremos a otros, como Andrés a su hermano Pedro?

d) La Eucaristía la celebramos con una humilde conciencia de que somos pecadores. Al inicio de la misa decimos a veces la hermosa oración penitencial: «yo confieso... por mi culpa, por mi culpa». Reconocemos que somos débiles pero le pedimos a Dios su ayuda y su perdón.

En el Padrenuestro pedimos cada día: «mas líbranos del mal», que también puede significar «mas líbranos del maligno».

Y somos invitados a la comunión asegurándonos que el Señor que se ha querido hacer nuestro alimento es ese Jesús que vino para «quitar el pecado del mundo».

J. ALDAZABAL
ENSÉÑAME TUS CAMINOS 1
Adviento y Navidad día tras día
Barcelona 1995 . Pág 135 ss.


2-4.

1 Jn 3,7-10: "el que no obra la justicia no es de Dios, y tampoco el que no ama a su hermano".

Jn 1,35-42: Juan señala a Jesús como Cordero de Dios y dos de sus discípulos lo siguen.

El evangelio de Juan es una sorpresa constante en el contenido de sus diálogos y en la interacción de sus personajes. Juan, al señalar simplemente a Jesús como el Cordero de Dios, da la posibilidad de que dos de sus discípulos (uno de ellos Andrés, hermano de Simón) quieran conocerlo. A partir de aquí, los diálogos entre estos y Jesús son más que elocuentes y significativos.

En primer lugar, los discípulos de Juan lo siguen, van detrás de él comenzando el camino del discipulado, irán detrás de Jesús, el cual irá al martirio y ellos lo seguirán hasta allí, como verdaderos testigos.

La pregunta de Jesús exige, ahora, una respuesta que ha de abarcar la vida misma: ¿qué buscan? No es una pregunta trivial. Es la pregunta a lo profundo de la existencia, a las esperanzas, a los anhelos.

La respuesta de estos dos es una nueva pregunta. No podía responder aún con totalidad a tamaño interrogante. Ellos en verdad lo buscaban a él, a quien podía ser la Palabra de Vida eterna, según la confesión del mismo Pedro («Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» 6,68-69).

Por eso la pregunta de ellos será ¿dónde vives?, es decir, ¿cuál es en verdad el lugar de tu existencia?, ¿dónde encontrarte?

Y Jesús los invita a un seguimiento mayor, a continuar ir detrás suyo. A no quedarse quietos simplemente porque se contesten preguntas. La invitación de Jesús, vengan y verán, es a compartir su vida. El "ver" en Juan, está asociado al creer, se ve a Jesús cuando se cree en él.

El texto informa que estos se quedaron todo el día (desde las cuatro de la tarde). Esto bastó para que Andrés vaya luego a buscar a su hermano Pedro diciéndole, o mejor, confesando, "hemos encontrado al Mesías".

El compartir un día con Jesús llevó a estos a reconocer su identidad y misión. Y esto los lleva a anunciar a sus familiares este descubrimiento: "hemos encontrado...", porque se trató de un encuentro, de un diálogo, de un compartir una tarde y de dejarse interpelar. Sin más, asumen ahora el seguimiento a Jesús, abandonando la preparación recibida en el ámbito del bautista.

Andrés será en encargado de llevar ante Jesús a su hermano, el cual recibe también una palabra reveladora: "serás Kefas, piedra".

El descubrir a Jesús no será obra de una tarea intelectual, sino de un encuentro.

Nadie podrá decir que conoce a Jesús por lo que ha estudiado; sin embargo, nuestro pueblo, muchas veces lejano de los ámbitos académicos y teológicos, tiene un conocimiento profundo de Jesús. Sabe dónde está, dónde vive: entre los pobres, con los pobres; sabe cómo estar con él: encontrándolo; sabe cómo compartir su vida con él: porque pasan el resto del día, de la vida, con él. Esto lo hace profundamente conocedor de su misterio.

Este pueblo que lo sigue, que aprende de él, que convive con él, es también anunciador. Convertirse a Jesús implicará, en gran medida, convertirse al pueblo, abrirse a lo que el pueblo nos diga sobre Jesús.

Es necesario, para conocer a Jesús, dejarse enseñar por este pueblo, en donde hay tantos "Andrés" que nos dicen constantemente "hemos encontrado al liberador, al Mesías, a quien nos salva", y nos hablan de él como de su amigo y compañero de camino, de dolor y de esperanzas.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


2-5.

1 Jn 3, 7-10: El que no hace el bien no es de Dios

Salmo 97, 1.5

Jn 1, 35-42: Este es el Cordero de Dios

El lenguaje de los escritos atribuídos a Juan (el cuarto evangelio, tres cartas y el Apocalipsis) es, entre otras cosas, un lenguaje "dualista", es decir, que presenta realidades opuestas, enfrentadas, contradictorias. Se trata de un recurso literario que debemos captar para profundizar en el mensaje de los hermosos escritos que leemos por estos días. Hoy, en esta lectura de 1 Jn, aparecen contrapuestos la justicia y el pecado, los hijos de Dios y los hijos del diablo. Como diciéndonos que hay que escoger: la justicia de Dios no es simplemente nuestra justicia de los tribunales; es su amor misericordioso, su gracia, su fidelidad, especialmente en favor de los más pobres, de los pecadores, de los que no tienen otra esperanza que ese amor benevolente de Dios. Entendida así la justicia es la obra de Dios, y Jesucristo vino a revelarla y a realizarla plenamente, para hacernos a nosotros también hijos de Dios. Lo contrario es la obra del diablo: la guerra, la violencia de cualquier género, la explotación, el engaño, son las obras de los hijos del diablo. Al final de la lectura el autor resume esta confrontación en una frase que nos debe quedar resonando en el corazón: no es de Dios el que no ama a su hermano.

En el Evangelio, también de Juan, apenas leído el prólogo que escuchábamos en la Eucaristía de ayer domingo, se nos presenta a Jesús adulto, señalado por Juan Bautista como "el cordero de Dios que quita los pecados del mundo", es decir, como quien toma sobre sí nuestros extravíos, crímenes, injusticias, para consumarlas en su propio sacrificio, liberándonos de todo ello. Pero no solo Juan nos dice en esta página quién es Jesucristo, cuyo nacimiento estamos celebrando en este tiempo de Navidad; los dos discípulos de Juan, que siguen a Jesús, lo llaman "Rabbí" que en hebreo significa "maestro mío": él es nuestro maestro, nos enseña qué es y cómo ser hijas e hijos de Dios, hermanos de los demás seres humanos. Un poco más adelante, Andrés le dice a Simón, su hermano, que han encontrado al "Mesías", o sea al salvador prometido y esperado. Cordero de Dios, Maestro y Mesías, tres títulos de Jesús que nos lo van definiendo, para que lo conozcamos cada vez más y para que lo sigamos como Andrés, como Simón y como tantos otros discípulos de Jesús a lo largo de los siglos.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


2-6. CLARETIANOS 2002

El evangelio de hoy está cuajado de títulos aplicados a Jesús. Se le llama Cordero de Dios, Rabí-Maestro y Mesías-Cristo. Cada uno de ellos encierra una pequeña cristología. Pero me vais a permitir que hoy no me centre en los títulos (tendremos ocasión más adelante) sino en un hecho que puede parecer anecdótico, pero que para mí tiene un profundo significado.

La primera vez que Jesús "habla" en el evangelio de Juan es para formular una pregunta. Se trata de una pregunta muy breve (sólo dos palabras), muy personal (la dirige a dos discípulos de Juan) y muy profunda (se refiere al sentido de sus vidas). La pregunta es: "¿Qué buscáis?". Tal vez hoy, en estos primeros compases del año 2002, podríamos dejarnos trabajar por esta misma pregunta. En medio de nuestras preocupaciones ante el nuevo año, Jesús se dirige a nosotros para preguntarnos: "¿Qué buscáis?". No es fácil responder. Y, sin saber lo que buscamos, ¿cómo podemos percibir la fuerza del "Venid y ved"?

San Agustín, que fue un discípulo y un maestro en el arte de la búsqueda, nos enseñó que sólo buscamos aquello que previamente nos ha atraído. Toda búsqueda nace de una seducción inicial. Busca quien se siente interiormente llamado. Si hoy nos cuesta buscar con ahínco, tal vez sea porque hemos cerrado las fuentes de la seducción. ¿Dónde experimentamos la seducción de Jesús?

A menudo, en el seno de la iglesia, se oyen voces que hablan de la pérdida de atracción. Se dice que las misas no son "atractivas" para los jóvenes. Muchos piensan que ser religioso o sacerdote ha dejado de atraer. Y así otras muchas cosas. ¿Qué es lo que hace que una realidad sea atractiva o atrayente? ¡Su magnetismo, su fuerza de gravedad! Una realidad es atractiva cuando nos arrastra hacia el fondo de nosotros mismos, no cuando nos aleja de él. Jesús debió de resultar extraordinariamente atractivo porque su sola mirada era una invitación a vivir en verdad. Y, claro, cuando uno se sitúa en ese nivel, inmediatamente comienza a hacer preguntas y a buscar. Creo que sólo así podemos comprender bien por qué las primeras palabras de Jesús son una pregunta.

Gonzalo cmf. (gonzalo@claret.org)


2-7. CLARETIANOS 2003

El evangelio de hoy está cuajado de títulos aplicados a Jesús. Se le llama Cordero de Dios, Rabí-Maestro y Mesías-Cristo. Cada uno de ellos encierra una pequeña cristología. Pero me vais a permitir que hoy no me centre en los títulos (tendremos ocasión más adelante) sino en un hecho que puede parecer anecdótico, pero que para mí tiene un profundo significado. La primera vez que Jesús "habla" en el evangelio de Juan es para formular una pregunta. Se trata de una pregunta muy breve (sólo dos palabras), muy personal (la dirige a dos discípulos de Juan) y muy profunda (se refiere al sentido de sus vidas). La pregunta es: "¿Qué buscáis?". Tal vez hoy, en estos primeros compases del año 2003, podríamos dejarnos trabajar por esta misma pregunta. En medio de nuestras preocupaciones ante el nuevo año, Jesús se dirige a nosotros para preguntarnos: "¿Qué buscáis?". No es fácil responder. Y, sin saber lo que buscamos, ¿cómo podemos percibir la fuerza del “Venid y ved”?

San Agustín, que fue un discípulo y un maestro en el arte de la búsqueda, nos enseñó que sólo buscamos aquello que previamente nos ha atraído. Toda búsqueda nace de una seducción inicial. Busca quien se siente interiormente llamado. Si hoy nos cuesta buscar con ahínco, tal vez sea porque hemos cerrado las fuentes de la seducción. ¿Dónde experimentamos la seducción de Jesús?

A menudo, en el seno de la iglesia, se oyen voces que hablan de la pérdida de atracción. Se dice que las misas no son “atractivas” para los jóvenes. Muchos piensan que ser religioso o sacerdote ha dejado de atraer. Y así otras muchas cosas. ¿Qué es lo que hace que una realidad sea atractiva o atrayente? ¡Su magnetismo, su fuerza de gravedad! Una realidad es atractiva cuando nos arrastra hacia el fondo de nosotros mismos, no cuando nos aleja de él. Jesús debió de resultar extraordinariamente atractivo porque su sola mirada era una invitación a vivir en verdad. Y, claro, cuando uno se sitúa en ese nivel, inmediatamente comienza a hacer preguntas y a buscar. Creo que sólo así podemos comprender bien por qué las primeras palabras de Jesús son una pregunta.

Gonzalo Fernández cmf (gonzalo@claret.org)


2-8.

1,35 Al día siguiente, de nuevo estaba presente Juan con dos de sus discípulos.

Nueva datación. Es el tercer día a partir del interrogatorio de Juan (1,19ss). Este se encuentra de nuevo en el sitio del día anterior; es una figura estática, al que nunca se aplican verbos de movimiento. Perma­nece allí mientras dura su misión, que no terminará hasta que Jesús no comience la suya. Una vez que Jesús pase delante de él, Juan no apare­cerá más en este lugar, que simboliza la tierra prometida (1,28: al otro lado del Jordán) y que será el futuro lugar de Jesús (10,40.42).

Juan está acompañado de dos de sus discípulos, es decir, hombres que han escuchado su anuncio y recibido su bautismo. Forman parte de un grupo más numeroso, Juan es un centro de convocatoria; esto confir­ma el carácter de adhesión incluido en el bautismo con agua. Como Juan, los discípulos están a la expectativa. El ha reconocido ya al Mesías (1,29), los discípulos no lo conocen aún.



36 y, fijando la vista en Jesús, que caminaba, dijo: «Mirad el Cordero de Dios».

El día anterior, Juan había visto a Jesús que llegaba; ahora, estando en el mismo lugar, ve a Jesús que pasa. Jesús se le pone delante, toma el puesto que le corresponde por derecho (1,15.30), Juan queda atrás. Es el momento del cambio, deja de ser precursor porque el anunciado va a comenzar su actividad.

Juan pronuncia su declaración en presencia de dos discípulos. Al re­petir el incipit de la declaración anterior (1,29: Mirad el Cordero de Dios), hace ver el autor que Juan comunica a sus discípulos el entero contenido de aquélla. Ellos conocen así la calidad del Mesías; saben que ha de inaugurar la nueva pascua y alianza y realizar la liberación defini­tiva; al mismo tiempo, que es el Hijo de Dios, el portador del Espíritu, y que, comunicándolo, va a quitar el pecado del mundo. El dará reali­dad a la expectación significada en el bautismo de Juan.



37 Al escuchar sus palabras, los dos discípulos siguieron a Jesús.

La reacción de los discípulos es inmediata, mostrando que habían comprendido el mensaje de Juan. Este no opone resistencia, sabe que Jesús es el Esposo que ha de llevarse a la Esposa, el Mesías a quien corresponde salvar al pueblo (3,29).

«Seguir a Jesús», como término técnico aplicado a discípulos (1,43; 8,12; 10,4; 12,26; 13,36; 21,19), indica el deseo de vivir con él y como él, adoptar sus objetivos y colaborar en su misión. «Seguir» significa caminar junto con otro que señala el camino. Este verbo expresa la res­puesta de los discípulos a la declaración de Juan: han encontrado al que esperaban, y sin vacilar se adhieren a él.



38a Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: «¿Qué buscáis?».

Jesús es consciente de que lo siguen, se vuelve y les pregunta, corres­pondiendo con su interés al interés del hombre. El trecho recorrido en silencio marca la expectación. La búsqueda no alcanza su objetivo sin la iniciativa de Jesús.

Su pregunta (en el original en presente: les pregunta) es válida para los hombres de toda época. No se refiere a su propia persona ni expresa una exigencia o condición. Quiere saber el objetivo que persiguen. Pue­de haber muy diversos motivos para seguir a Jesús. Les pregunta lo que buscan, es decir, lo que esperan de él y lo que creen que él puede dar­les. Jn insinúa que existen seguimientos equivocados, adhesiones a Jesús que no corresponden a lo que él es ni a la misión que ha de realizar (cf. 2,23-25).



38b Le contestaron: «Rabbí (que equivale a «Maestro»), ¿dónde vives?».

Los discípulos contestan con otra pregunta. Dan a Jesús el título respetuoso de «Rabbí» (= maestro), indicando que lo toman por guía, dispuestos a seguir sus instrucciones. Reconocen que Jesús tiene algo que enseñarles que ellos no conocen aún. Han sido discípulos de Juan; pero aquella situación era provisional, en espera del anunciado.

La relación maestro-discípulo no se limitaba en aquel tiempo a la transmisión de una doctrina, se aprendía un modo de vivir. La vida del maestro era pauta para la del discípulo. Estos quieren conocer dónde vive Jesús, su habitación, diferente del lugar donde estaba Juan. Se dis­tancian de su antiguo maestro. Están dispuestos a dar el paso, a estar cerca de Jesús y vivir bajo su influjo. Esto consumará la ruptura simbo­lizada por el bautismo con agua.



39a Les dijo: «Venid y lo veréis».

Jesús accede inmediatamente a la petición implícita en la pregunta, haciendo a su vez una invitación, la de ver por ellos mismos, experi­mentar la convivencia con él. Es en ella donde han de encontrar la res­puesta a su búsqueda. Esto muestra que tal petición era la que convenía hacer. Para el discípulo, lo primero es entrar en la zona donde está Jesús (17,24: quiero que también ellos ... estén conmigo donde estoy yo, para que contemplen mi gloria; cf. 14,3).

Jesús reside en el lugar donde él ha acampado (1,14) y es allí donde brilla la gloria, el amor leal, que se identifica con el Espíritu que ha recibido (1 ,32ss). El está en la zona de la vida, donde Dios está presente entre los hombres. Por eso este lugar no puede conocerse por mera in­formación, sino solamente por experiencia personal: Venid y lo veréis. La visión es tema central en este evangelio en relación con la manifesta­ción de la luz-gloria; equivale a la experiencia de la vida-amor contenida en las metáforas precedentes. El lugar donde vive Jesús es la antítesis de la tiniebla-muerte (cf. 8,12).



39b Llegaron, vieron dónde vivía y aquel mismo día se quedaron a vivir con él; era alrededor de la hora décima.

Los dos que van a ser sus primeros discípulos establecen contacto con el lugar donde vive Jesús. La experiencia directa los persuade a quedarse con él. Han pasado a la zona de la luz-vida.

En este primer episodio describe Jn el modelo de encuentro con Jesús. Comienza aquí la nueva comunidad, la del Mesías, compuesta por los que van a recibir la vida (1,13.16.17.33; el Espíritu) y van a hacer­se hijos de Dios (1,12). Es la comunidad de aquellos que están donde está Jesús y contemplan su gloria (1,14; cf. 17,24). De ahí la importan­cia del momento, señalada con la determinación de la hora que ve nacer la nueva comunidad. De ella son primicias los dos que se quedan a vivir con Jesús.

La hora décima (en nuestro cómputo, las cuatro de la tarde) no esta­ba lejos del principio del nuevo día, que comenzaba a la puesta del sol (la hora duodécima). El nuevo día marcará el fin del antiguo pueblo y el comienzo de la nueva humanidad. Entre tanto, existirá la comunidad inicipiente, hasta que el antiguo Israel sea sustituido definitivamente y desaparezca como pueblo de Dios. El final del día coincidirá con el gran sábado (cf. 19,31); éste señalará el fin de una época y el principio de otra, simbolizada por el primer día de la semana (20,1), el que inau­gura la Pascua de Jesús.

El antiguo pueblo se encuentra ya cerca de su fin, y es entonces cuando Jesús comienza su grupo. El salvador llega a tiempo para salvar a Israel de la ruina (5,5 Lect.).

Como en los sinópticos (Mc 1,16 y paral.), el primer encuentro de Jesús es con dos hombres. No va a ser él un maestro espiritual de indi­viduos aislados, va a constituir una nueva comunidad humana.



40 Uno de los dos que escucharon a Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro.

Al identificar a uno de los dos discípulos, el evangelista menciona de nuevo el proceso descrito antes (1,37): habían escuchado a Juan y seguido a Jesús. Insiste en el resultado de la misión de Juan Bautista: escucharlo de veras lleva necesariamente a Jesús.

El otro discípulo no será identificado en todo el evangelio. Lo mis­mo que Jn ha descrito el modelo de encuentro con Jesús, presenta la figura modelo de discípulo, el que se queda con Jesús para no separarse más de él. Lo acompañará incluso al interior del palacio del sumo sacer­dote, dispuesto a morir con él (18,15 Lect.). Este discípulo, quien, por vivir con Jesús, experimenta la gloria-amor (1,39b Lect.), se identificará con el discípulo a quien Jesús quería (cf. 20,2.3.4.8) y estará también al pie de la cruz (19,26s). El que vive con Jesús es objeto de su amor y se siente amado por él. Aparece como tipo de la comunidad cristiana en cuanto unida a Jesús por un vínculo de profunda amistad (15,14s). Es el personaje masculino que representa a la comunidad ideal, como la representará María Magdalena en el papel de esposa del Mesías (20,16 Lect.).

De los dos, el discípulo identificado por el evangelista es Andrés, el hermano de Simón Pedro, el que reaparecerá en la escena de los panes (6,8) y en el episodio de los griegos que quieren ver a Jesús (12,22), en ambos casos en relación con Felipe (cf. 1,44).

Al demorar hasta este momento la identificación de Andrés muestra el autor que la escena anterior es paradigmática; describe el itinerario de todo aquel que hace caso del mensaje de Juan Bautista: sin vacilar, da la adhesión definitiva a Jesús (se quedaron a vivir con él).

Se menciona a Simón Pedro como a un personaje conocido de los lectores, y se usa para designarlo no sólo su nombre (Simón), sino tam­bién el apelativo que va a anunciarle Jesús a continuación. Se describe la escena desde el punto de vista de la comunidad posterior.



41 fue a buscar primero a su hermano carnal Simón y le dijo: «He­mos encontrado al Mesías» (que significa «Ungido»).

La experiencia de Andrés en su contacto con Jesús provoca en él inmediatamente la necesidad de darlo a conocer. En primer lugar va a dar la noticia a su hermano carnal, Simón. La precisión «primero» indi­ca que la actividad de Andrés no acabó con la invitación a su hermano.

Simón Pedro, aunque, como Andrés, era de Betsaida, en el norte del país (1,44), se encuentra en aquellos parajes atraído por el movi­miento suscitado por Juan (1,42 Lect.), pero no ha escuchado su men­saje (cf. 1,37a.40a) ni, por tanto, ha seguido a Jesús (cf. 1,37b.40b).

Andrés da la noticia a Simón Pedro en los términos: Hemos encon­trado al Mesías; este título, aplicado a una persona concreta, debía hacer impresión sobre él. Pedro participaba, pues, en la expectación del Me­sías, cuya llegada estaba siendo anunciada por Juan Bautista (1,27). Andrés le anuncia que la espera ha terminado, el Mesías está presente.

En boca de Andrés, el concepto de Mesías ha de interpretarse aten­diendo a dos factores: a) la frase que ha oído a Juan Bautista (1,36: el Cordero de Dios), y b) la traducción ofrecida por el evangelista (1,41: el Ungido). Andrés concibe a Jesús Mesías como el inaugurador de la nueva Pascua (cordero), el que con su sangre va a liberar de la muerte. Espera una nueva alianza y ha comprendido la caducidad de la antigua con todas sus instituciones. Por otra parte, el Ungido hace referencia en el texto a la bajada y permanencia del Espíritu sobre Jesús. La iden­tificación del Espíritu con la gloria-amor (1,32s Lect.) hace ver que Andrés, que vive con Jesús, es decir, que experimenta su amor, lo con­cibe exactamente según lo ha descrito Juan Bautista. La frase inicial de este: Mirad el Cordero de Dios (1,36) resumía, en efecto, toda su de­claración anterior (1,29-34).

Andrés y el innominado, modelos de discípulo, han comprendido el mesianismo de Jesús. El título de Mesías, aplicado a Jesús, ha aparecido solamente en 1,17, en contraposición con Moisés. Ellos, con su expe­riencia del amor leal, entienden la sustitución que Jesús viene a efectuar. Andrés habla en plural: Hemos encontrado. La experiencia del Mesías es comunitaria. El y el grupo que representa, antiguos discípulos de Juan y, por tanto, bautizados por él rompiendo con la institución exis­tente, han penetrado el alcance del título que aplican a Jesús.



42 Lo condujo a Jesús. Jesús, fijando la vista en él, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; a ti te llamarán Cefas» (que significa «Piedra»).

Simón no se acerca a Jesús por propia iniciativa, se deja llevar pasi­vamente por su hermano (cf. nota). No comenta la frase de Andrés ni muestra entusiasmo alguno por Jesús. En toda la escena no pronuncia una sola palabra.

Jesús fija la mirada en Pedro, como Juan Bautista la había fijado en él mismo al principio del episodio (1,36). No se trata, pues, de una mirada de elección, sino de penetración. Lo mismo que Juan, fijando la vista en Jesús lo había definido como el Cordero de Dios, Jesús, fijan­do la mirada en Pedro, pronuncia su nombre y lo define como «el hijo de Juan».

El hecho de que este patronímico difiera del que propone Mateo (16,17: Simón Bariona, hijo de Jonás) y la ausencia de artículo en el de Jesús (1,45: hijo de José) hacen dudar de que la expresión «el hijo de Juan» indique el patronímico de Simón. Por otra parte, el artículo («el hijo») querría decir que Simón era hijo único, mientras acaba de aparecer en el texto que era hermano carnal de Andrés (1,41). Excluida, pues, la interpretación como patronímico, hay que notar que el nombre de Juan alude a las recientes menciones de Juan Bautista (1,35.40). De hecho, establece una inclusión entre 1,35 y 1,42, reforzada por 1,40. Dado el amplio significado de la expresión «hijo de», que puede signifi­car cualquier clase de relación, en este caso parece significar «adepto de Juan» y, articulado (en 21,l5ss, sin artículo), «el gran adepto de Juan». Simón, por tanto, por una parte, pertenece al círculo de Juan Bautista, pero, por otra, no ha escuchado sus palabras, es decir, su testimonio de Jesús, ni ha seguido a Jesús como los dos anteriores. Se ha quedado en la adhesión al movimiento de protesta y expectación suscitado por Juan, pero sin comprender qué clase de Mesías anunciaba éste. Se ve que la repetición: uno de los dos que escucharon a Juan y siguieron a Jesús (1,40), preparaba por contraste la presentación de Pedro. Este aparece, pues, desde el principio, como el discípulo que ignora la idea del Mesías y de su misión descrita por Juan; no conoce la alternativa de Jesús ni tiene experiencia de ella.

Jesús anuncia a Simón que será conocido por un apelativo. Jn es el único evangelista que da el término arameo: Cefas (cf. 1 Cor 1,12; 3,22; 9,5; 15,5; Gál 1,18; 2,9.11.14), traduciéndolo a continuación al griego. El arameo cefas (kepha), como el griego petros, es un nombre común, que significa «piedra».

Jesús no cambia el nombre a Simón, le anuncia que será conocido por un sobrenombre o apodo: Piedra. Nunca Jesús lo llamará Pedro; en la única otra ocasión que se dirija a él por su nombre (21,l5ss), volverá a llamarlo «Simón de Juan». El evangelista, en cambio, sí lo llama Piedra/Pedro, ordinariamente junto con el nombre propio: Simón Pedro (1,40; 6,8.68; 13,6.9, etc.).

No hay datos para establecer si este sobrenombre tenía un significa­do obvio en aquella cultura. Para determinar su sentido habrá que pres­tar atención a los pasajes donde el evangelista emplea como designación el sobrenombre solo, no acompañado del nombre «Simón» (1,44;13, 8.37; 18,11.16.17.18.26.27; 20,3.4; 21,7.17.20.21). Solamente al fi­nal del evangelio podrá llegarse a una conclusión. (

El sobrenombre «Pedro» proporciona una clave de lectura, ya cono­cida de los lectores (1,40: Simón Pedro), que de algún modo anuncia su modo de ser y de actuar. Por parte de Jesús, la escena muestra que es bien consciente desde el principio de cuál va a ser la actitud de Pedro en lo sucesivo (cf. 6,64).

La entrevista de Jesús con Simón Pedro es muy singular, como se ve. No hay llamada de Pedro por parte de Jesús, ni invitación a seguir­lo; Pedro, por su parte, tampoco se ofrece. Solamente en 21,19, des­pués que haya profesado tres veces su amor a Jesús, le dirigirá éste la invitación que hace a Felipe desde el principio (1,43).

Andrés y el innominado (1,35.40) se han pronunciado por Jesús antes que comience su actividad, por la experiencia que nace del contac­to personal con él (1,39: se quedaron a vivir con él; 1,41: el Mesías). Pedro, aunque establece contacto con Jesús, no se pronuncia. Su actitud queda en suspenso; es el único de los cuatro discípulos mencionados por su nombre, en esta parte introductoria (Andrés, Simón Pedro, Felipe, Natanael), que no expresa reacción alguna favorable respecto a Jesús.

Juan Mateos, Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid, 1987 (Adaptado por Jesús Peláez)


2-9.

El testimonio de Juan Bautista acerca de Jesús no se queda estéril; fructifica admirablemente, en primer lugar, como leemos hoy en el Evangelio, en el seguimiento de los primeros discípulos de Jesús, que aquí aparecen identificados como discípulos iniciales del Bautista. Son Andrés, el hermano de Simón, y otro discípulo anónimo que siguen a Jesús hasta su propia casa, que ven en dónde vive y se quedan con él todo ese día de su seguimiento, que lo confiesan como Rabí, es decir, maestro y como Mesías, el ungido rey liberador que esperaban los judíos, que llaman a otros a seguir a Jesús, en este caso a Simón Pedro. Estos días de Navidad y Epifanía nos enternecemos fácilmente con la persona del Mesías recién nacido, con las figuras del pesebre, con el ambiente de tradiciones hogareñas que nos remiten a los felices años de la infancia. Pero no podemos olvidar que el nacimiento de Jesús nos compromete, que el niño del pesebre se convertirá en el exigente predicador del Reino de Dios que nos llama en su seguimiento, que después de Navidad vendrán la cuaresma y la celebración de la pascua, que nos tendremos que sentar a la escucha del maestro, que tendremos que llamar también a otros para que vengan a gozarse con el Señor, y que tendremos que comprometer la existencia en la confesión y el testimonio del Cordero de Dios, como lo hizo el precursor. Todo porque la fe tiene una dimensión de empeño y de renuncia, de seguimiento y compromiso, que no se quedan en la simple efusión sentimental que estos días podrían propiciar.

Sólo cuando nos decidamos a seguir a Jesús como discípulos, mereceremos que él nos imponga un nombre, o nos cambie el viejo nombre de nuestra partida de bautismo por un nombre nuevo que exprese nuestra nueva condición de seguidores incondicionales de Cristo, de servidores de sus hermanos y amigos, de sus preferidos los pobres y humildes de la tierra. Así como cambió a Simón su viejo nombre judío por el de Cefas, que significa "piedra", la roca sobre la cual se asienta firmemente la iglesia.

Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


2-10.COMENTARIO 1

Testimonio de Juan para toda época (sin oyentes determinados) acerca de Jesús. Centro (32): Jesús, el portador del Espíritu (plenitud de vida y amor del Padre). Relación con el pró­logo: 1,30 repite 1,15. A la luz de 1,14 (clave de éxodo), el Cordero de Dios alude al cordero pascual, cuya sangre liberó al pueblo israelita de la muerte y cuya carne fue su alimento. Se anuncia, pues, la muerte de Jesús y la nueva Pascua (fiesta) / éxodo (liberación).

Como paloma (32) alude a Gn 1,2: "el Espíritu de Dios se cernía so­bre las aguas". Termina de realizarse el proyecto creador: la comunica­ción plena del Espíritu a Jesús hace realidad al Hombre-Dios (1,1). Consagración mesiánica (10,36; cf. Is 11,1ss; 42,1; 61,1ss), origen divino de la persona y misión de Jesús (3,13; 6,42.50.51.58; cf. 1,18). La esfera del Espíritu se encuentra donde está Jesús (cf. 4,24). El Espíritu se iden­tifica con la gloria, la plenitud de amor y lealtad (1,14); la misión de Jesús-Mesías consiste en comunicar a los hombres el Espíritu (33) o la gloria (17,22).

El pecado del mundo es la opción por una ideología (tiniebla) que frustra el proyecto creador, es decir, que suprime o reprime en los hombres la vida o la aspiración a ella, impidiendo la búsqueda de la ple­nitud en uno mismo o en los demás. Al dar la experiencia del Espí­ritu/vida, Jesús va a quitar el pecado del mundo, va a liberar al hombre de la sumisión a las ideologías de esclavitud. Tampoco yo sabía quién era (31.33), como Samuel no conocía a David (1 Sm 16,11); alusión me­sianica.

El testimonio solemne de Juan (34) tendrá su paralelo en el del dis­cípulo al pie de la cruz (19,35).


COMENTARIO 2

En la lectura evangélica Juan Bautista vuelve a llamar a Jesús "cordero de Dios", y los dos discípulos que lo acompañan comprenden el mensaje: se van si­guiendo a Jesús. Es un hermoso relato de vocación, Jesús se da cuenta de que lo siguen y les pregunta "¿qué buscan?".

Todos buscamos algo, máxime si vamos tras Je­sús, y hemos de responderle como los discípulos de Juan, que ahora comienzan a ser sus discípulos:

"¿Maestro, dónde vives?". Porque se trata de vivir con Jesús, de estar con Él, de llegar a conocerle íntimamente, hasta descubrir quién es, qué quiere de noso­tros, cuál es la enseñanza que nos trae.

El evangelista nos dice que los discípulos vieron dónde vivía Jesús y que se quedaron con Él ese día. En el evangelio de Juan las palabras tienen siempre un significado secreto, misterioso, una especie de do­ble sentido. "Ver" dónde vive Jesús significa mucho más que conocer su dirección; "quedarse" con El, es mucho más que pasar un rato conversando de cualquier cosa. Ver dónde vive Jesús y quedarse con Él es hacer una profunda experiencia de discipulado, es estar sentado a sus pies bebiendo sus palabras, aco­giendo su enseñanza, dejándose iluminar por su luz. Hasta el punto de quedar transformado en verdadero discípulo suyo, no ya de Juan Bautista. La prueba de esta transformación es que el discípulo llama a otros discípulos; quien ya sabe don­de vive Jesús y se ha quedado con El, quiere llamar a otros a seguirle también. Como lo hace Andrés, lleno de júbilo, con su hermano Simón: "¡hemos encontra­do al Mesías!"

  1. Juan Mateos, Nuevo Testamento (Notas a este evangelio). Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid.
  2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica), distribuido en España por Ediciones El almendro, Córdoba

2-11. ACI DIGITAL 2003

40. El otro era el mismo Juan, el Evangelista. Nótese el gran papel que en la primera vocación de los apóstoles desempeña el Bautista (v. 37). Cf. v. 26 y nota; Mat. 11, 13.

42. Véase Mat. 4, 18; 16, 18. Kefas significa en arameo: roca (en griego Petros).


2-12. ACI DIGITAL 2003

40. El otro era el mismo Juan, el Evangelista. Nótese el gran papel que en la primera vocación de los apóstoles desempeña el Bautista (v. 37). Confrontado en el versículo 26 y nota: Juan les respondió: "Yo, por mi parte, bautizo con agua; pero en medio de vosotros está uno que vosotros no conocéis". Yo bautizo con agua: Juan es un profeta como los anteriores del Antiguo Testamento, pero su vaticinio no es remoto como el de aquellos, sino inmediato. Su bautizo era simplemente de contrición y humildad para Israel, a fin de que reconociese, bajo las apariencias humildes, al Mesías anunciado como Rey y Sacerdote, como no tardó en hacerlo Natanael (v. 49). Pero para eso había que ser como éste "un israelita sin doblez" (v. 47). En cambio a los "mayordomos" del v. 19, que usufructuaban la religión, no les convenía que apareciese el verdadero Dueño, porque entonces ellos quedarían sin papel. De ahí su oposición apasionada contra Jesús (según lo confiesa Caifás en 11, 47 ss.) y su odio contra los que creían en su venida.

42. Léase en San Mateo 4, 18: "Caminando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar, pues eran pescadores"; y en Mateo 16, 18: "Y Yo, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del abismo no prevalecerán contra ella". Kefas significa en arameo: roca (en griego Petros).


2-13.

Comentario: Fray Josep Mª Massana i Julià, OFM (Barcelona, España)

«‘Maestro, ¿dónde vives?’. Les respondió: ‘Venid y lo veréis’»

Hoy, el Evangelio nos recuerda las circunstancias de la vocación de los primeros discípulos de Jesús. Para prepararse ante la venida del Mesías, Juan y su compañero Andrés habían escuchado y seguido durante un tiempo al Bautista. Un buen día, éste señala a Jesús con el dedo, llamándolo Cordero de Dios. Inmediatamente, Juan y Andrés lo entienden: ¡el Mesías esperado es Él! Y, dejando al Bautista, empiezan a seguir a Jesús.

Jesús oye los pasos tras Él. Se gira y fija la mirada en los que le seguían. Las miradas se cruzan entre Jesús y aquellos hombres sencillos. Éstos quedan prendados. Esta mirada remueve sus corazones y sienten el deseo de estar con Él: «Dónde vives?» (Jn 1,38), le preguntan. «Venid y lo veréis» (Jn 1,39), les responde Jesús. Los invita a ir con Él y a mirar, contemplar.

Van, y lo contemplan escuchándolo. Y conviven con Él aquel atardecer, aquella noche. Es la hora de la intimidad y de las confidencias. La hora del amor compartido. Se quedan con Él hasta el día siguiente, cuando el sol se alza por encima del mundo.

Encendidos con la llama de aquel «Sol que viene del cielo, para iluminar a los que yacen en las tinieblas» (cf. Lc 1,78-79), marchan a irradiarlo. Enardecidos, sienten la necesidad de comunicar lo que han contemplado y vivido a los primeros que encuentran a su paso: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Los santos también lo han hecho así. San Francisco, herido de amor, iba por las calles y plazas, por las villas y bosques gritando: «El Amor no está siendo amado».

Lo esencial en la vida cristiana es dejarse mirar por Jesús, ir y ver dónde se aloja, estar con Él y compartir. Y, después, anunciarlo. Es el camino y el proceso que han seguido los discípulos y los santos. Es nuestro camino.


2-14.

Reflexión:

El evangelio de hoy nos muestra el momento del traspaso del Antiguo Testamento, representado por Juan y su bautismo de agua, al Nuevo Testamento de Jesús, con su bautismo de Espíritu y de fuego. Juan se aparta del camino y, con enorme nobleza y abnegación, indica a sus propios discípulos que lo dejen y sigan a Jesús.

Sin embargo, casi treinta años después de estos sucesos, Pablo ‑según relatan los Hechos de los Apóstoles‑ encuentra en Éfeso, anacrónicamente, a gente que se dicen discípulos de Juan el Bautista.

Y yo digo que, aún hoy hallamos entre los cristianos algunos que son más discípulos de Juan que de Jesús.

Porque ¿qué representaba Juan? ¿qué predicaba?: Juan era un gran moralista, un gran asceta. Recordó potentemente a sus oyentes todas esas leyes que Dios había revelado a su pueblo y que Israel no cumplía. "¿Qué debemos hacer?" le preguntaban ‑según Lucas‑ los que lo escuchaban. Y Juan les señalaba sus deberes. A los comerciantes, a Herodes, a los recaudadores de impuestos, a los soldados, les respondía: "Esto deben hacer; aquello no..." Los que simbólicamente se bautizaban con su agua prometían cambiar de vida, sujetarse a los mandamientos, vivir austeramente...

Y ¿cuántos de nosotros no creemos que ser cristianos consiste solo en esto?: ajustarnos a las normas de la ética, cumplir con los preceptos, esforzarnos en hacer lo que los mandamientos ordenan, reprimir lo que nos prohíben...?

Pero esto ni basta, ni es posible mantenerlo demasiado tiempo. Vivir ética, estoicamente, puede ser realizado quizá por minorías, sostenidos por la autoestima algo orgullosa que ello depara... Pero mientras estos mandamientos, así nomás vividos, pelados, férreos, no entren en colisión con algo que realmente nos importa, porque, en ese caso, suelen caer estrepitosamente... Parecía muy buena, muy cumplidora, hasta que se enamoró de aquel hombre casado , y se acabó, todo su cristianismo se vino abajo...o hasta que se topó con ese ofrecimiento más o menos turbio de ganancias fáciles, de retorno, de ayuda financiera, de puesto, de ascenso... Total, todo el mundo lo hace. Si hago lo contrario, si me niego, me miran como a tonto, o como estorbo, o quedo fuera del sistema... ¿Para qué cumplir, entonces, mandamientos que lo único que hacen es amojonarme la vida, ponerme en situación de inferioridad con los que no los cumplen, quitarme oportunidades de ganancia o de placer o aún de humana felicidad... Mandamientos, por otra parte, de los cuales se burla media humanidad y hasta con doctorales argumentos...

Y es que todavía no somos cristianos. Somos discípulos de Juan. Seguimos al viejo, no al nuevo testamento. Vivimos en el régimen de la ley, no de la gracia.

Porque, vean, el cristianismo es otra cosa. Si a Juan le preguntaba la gente. "¿Qué debemos hacer?" A Jesús los discípulos le preguntan hoy: "¿Dónde vives?"... Y si Juan les contestaba: "Hagan aquello, no hagan esto...", Jesús les responde "Vengan; y lo verán".

"Y ellos fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él"

El evangelista no nos dice qué sucedió en esa experiencia que vivieron los discípulos con Jesús. Un silencio intencionado o, mejor dicho, obligado, cubre esos momentos..... Pero sí nos muestra los efectos de ese encuentro con Cristo. el alborozo que los llevó a gritar "¡Hemos encontrado al Mesías!" y la urgencia de llevar a otro a ese mismo encuentro, como hace Andrés con Simón.

Juan predicaba una doctrina, una moral. El cristianismo es otra cosa: un encuentro ‑que tendrá, por supuesto, derivaciones morales‑ pero que es fundamentalmente eso: encuentro, personal, íntimo, de tu a tu, con Jesucristo nuestro Señor. Y por eso el evangelio calla y no nos dice nada de cómo se produjo ese encontrarse, ese ver, ese contacto. Esas son experiencias que no se pueden explicar, que ha de vivir cada uno, que aún los grandes místicos que intentaron transmitirlas lo hacían sabiendo que sus palabras y descripciones estaban lejísimos de lo que realmente habían vivido.

Pero noten que ésta es toda la finalidad de la Iglesia, de los curas, de los sacramentos. Como Juan el Bautista, señalarles a Jesús: "Ese es el Cordero de Dios", y allí quedarnos, en el umbral de lo verdaderamente importante: que es el que cada uno encuentre el amor de Dios mediante Cristo, en la intimidad inviolable de su corazón, allí donde no puede entrar ni siquiera el Papa.

Y yo les digo que un cristiano que no llegara a ello, por más que supiera de cabo a rabo el catecismo o aún la Suma Teológica, o recibiera ritualmente los sacramentos, o viviera ascéticamente su existencia y cumpliera todos los formularios... todavía no sería cristiano: sería discípulo de Juan, bautizado en agua, estacionado en el Antiguo Testamento...

Yo no se si habrá hoy mucha ascética ‑más bien, pienso, lo contrario‑ pero lo que ciertamente falta es mística: retiros, oración, meditación. Todos los días largos minutos delante de Jesús. Inundarnos, revestirnos, contagiarnos de Él; enamorarnos de Dios en María y en Jesús... Los mandamientos, la ascesis, vendrán luego fácilmente y por añadidura o, sin Cristo, tarde o temprano se transformarán en rutinas farisaicas, áridas e insoportables y caedizas a la primera de cambios...

Es curioso como en este pasaje del evangelio de hoy recurre el verbo ver, mirar ‑seis veces‑. El tema, 'el leitmotiv de la mirada'. Juan, los discípulos, que miran a Jesús, que vieron donde vivía, Andres que mira a Simón y, sobre todo, Jesús que los mira a ellos... Como si el verbo decir, las palabras, no bastaran: ¡la elocuencia de la mirada! Esa mirada que no puede ser, como el hablar, impersonal, a través de los micrófonos o a la multitud: tiene que ser a los ojos, personal, exclusiva...

¿Hemos intercambiado alguna vez realmente miradas con Jesús, sostenido nuestra vista frente a sus ojos? Reconociéndolo, viéndolo, como a mi Dios y Señor, mi capitán, mi hermano mayor, mi grande amigo...? ¿Lo he reconocido, visto, verdaderamente jefe de mi existencia, camarada de todos mis instantes...? Y, al revés, ¿siento su mirada sobre mi? No la mirada mía, la de mis minúsculos exámenes de conciencia, la de mis sentimientos de autoestima porque todavía más o menos cumplo o la de mis mezquinos sentimientos de culpa porque me resulta insoportable aguantar mis debilidades. No: no ésta la mía, sino Su mirada. Esa que fulgura en destellos de hombre y de cielo, que me inunda y bautiza en espíritu y fuego, que a la vez me perdona y me exige, me cura y me levanta, me consuela y me espolea, me llena de paz y me conduce al combate, me toma así como soy, Simón, débil, impotente, carne y me transforma en caballero, en soldado, en dama, en santo, en piedra...

Mons. Dr. Gustavo Enrique PODESTÁ
Parroquia Madre Admirable


2-15. El Cordero, toda una simbología

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio Córdova

Reflexión
“Es tan manso como un cordero”, solemos decir con cierta frecuencia. Y, en efecto, el cordero es como el símbolo de la mansedumbre, de la bondad y de la paz. Es un animalito inocuo y totalmente indefenso; más aún, cuando es todavía pequeño, nos despierta sentimientos de viva simpatía por su candor e inocencia.

Pues Jesucristo nuestro Señor no rehusó adjudicarse a sí mismo el título de “Cordero de Dios”. Es verdad que fue Juan Bautista el que se lo aplicó, pero Jesús no lo rechaza. Es más, lo acepta de buen grado.

Fue el Papa san Sergio I quien introdujo el “Agnus Dei” en el rito de la Misa, justo antes de la Comunión. Y, desde entonces, todos los fieles cristianos recordamos diariamente aquellas palabras del Bautista: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

Desde los primerísimos siglos de la Iglesia, la imagen del cordero ha sido un símbolo tradicional en la iconografía y en la liturgia católica. Con frecuencia lo vemos grabado o pintado en los lugares y objetos de culto, bordado en los ornamentos sagrados o esculpido en el arte sacro. Pronto esta figura, junto con la del pez, fue un signo común entre los cristianos. Y, para comprenderlo mejor, tratemos de ver brevemente la rica simbología bíblica que está detrás.

El profeta Jeremías, perseguido por sus enemigos por predicar en el nombre de Dios, se compara a sí mismo como “a un cordero llevado al matadero” (Jer 11, 19). Poco más tarde, el profeta Isaías retoma esta misma imagen en el famoso cuarto canto del Siervo de Yahvé, que debe morir por los pecados del mundo y que no abre la boca para protestar, a pesar de todas las injurias e injusticias que se cometen contra él, manso e indefenso como un “cordero llevado al matadero” (Is 53, 7). En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra que el eunuco de Etiopía iba leyendo este texto en su carroza y que el apóstol Felipe le explicó quién era ese Siervo doliente de Yahvé descrito por el profeta: Jesús, nuestro Mesías, que nos redimió con los dolores y quebrantos de su pasión.

Pero, además, el tema del cordero se remonta hasta la época de Moisés y a la liberación de Israel de manos del faraón. El libro del Éxodo nos narra que, cuando Dios decidió liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, ordenó que cada familia sacrificase un cordero sin defecto, macho, de un año, que lo comiesen por la noche y que con su sangre untaran las jambas de las puertas en donde se encontraban. Con este gesto fueron salvados todos los israelitas de la plaga exterminadora que asoló aquella noche al país de Egipto, matando a todos sus primogénitos (Ex 12, 1-14). Unos días más tarde, en el monte Sinaí, Dios consumía su alianza con Israel sellando su pacto con la sangre del cordero pascual (Ex 24, 1-11). Es entonces cuando Israel queda convertido en el pueblo de la alianza, de la propiedad de Dios, en pueblo sacerdotal, elegido y consagrado a Dios con un vínculo del todo singular (Ex 19, 5-6).

En el Nuevo Testamento, la tradición cristiana ha visto en el cordero, con toda razón, la imagen de Cristo mismo. San Pablo, escribiendo a los fieles de Corinto, les dice que les transmite una tradición que él, a su vez, ha recibido y procede de manos del Señor: “Que el Señor Jesús, en la noche que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Y lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía’. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (I Cor 11, 23-26).

Cristo, “nuestro Cordero pascual, ha sido inmolado”, decía Pablo a la comunidad de Corinto (I Cor 5, 7). Y Pedro, en su primera epístola, invitaba a los fieles a recordar que “habían sido rescatados de su vano vivir no con oro o plata, que son bienes corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha” (I Pe 1, 18-19).

Y también en el libro del Apocalipsis encontraremos esta imagen en diversos momentos. Aparece con tonos solemnes y dramáticos un cordero, como degollado, rodeado de los cuatro vivientes y de los veinticuatro ancianos, y es el único capaz de presentarse ante el trono de la Majestad de Dios y abrir los sellos del libro sagrado. Entonces todos los ancianos y miles y miles de la corte celestial se postran delante del cordero para tributarle honor, gloria y adoración por los siglos (Ap 5, 2-9.13).

Y al final del Apocalipsis –que es también la conclusión de toda la Biblia— se nos presentan, en todo su espendor y belleza, las bodas místicas del Cordero con su Iglesia, que aparece toda hermosa y ricamente ataviada, como una novia que se engalana para su esposo (Ap 19, 6-9; 21, 9).

A esta luz, el símbolo del cordero se nos ha llenado de sentido y de una riqueza teológica y espiritual fuera de serie. Ese cordero pascual es Jesucristo mismo. Es el verdadero cordero que quita el pecado del mundo, el Cordero pascual de nuestra redención, que se inmoló como sacrificio perfecto en su Sangre e instituyó como sacramento la noche del Jueves Santo. Así, su Iglesia puede celebrar todos los días, en la Santa Misa y en los demás sacramentos, el memorial de la pasión, muerte y gloriosa resurrección del Señor, para prolongar su presencia entre nosotros y su acción salvadora hasta el final de los tiempos.

Gracias a esto, hoy todos los católicos del mundo repetimos diariamente en el santo sacrificio eucarístico esas mismas palabras, por labios del sacerdote: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ¡Dichosos los invitados al banquete del Señor!”.

Ojalá que, a partir de hoy, cada vez que digamos estas palabras, lo hagamos con todo el fervor de nuestra fe, de nuestro amor y adoración, pidiendo a Dios por la salvación de toda la humanidad. ¡Éstos son los deseos de Jesucristo, el gran Cordero y Pastor de nuestras almas!