Capítulo 7

Las entrevistas y la conversación

 

Los hombres que viven en el mundo, teniendo siempre asuntos en común, se ven obligados a conversar, a hablar unos con otros; por esto, una de las cosas sobre las cuales la cortesía prescribe más reglas es la conversación; quiere que los cristianos sean extremadamente discretos en sus palabras: es el consejo que les da Santiago en su epístola: el mismo Sabio quiere que esta circunspección sea tan grande que, aunque sepa la estima que se hace en el mundo del oro y de la plata, quiere, sin embargo, que se prefiera el cuidado que se debe tener en las palabras, al amor que los hombres tienen naturalmente a conservar el oro y la plata, diciendo que se debe fundir el oro y la plata para hacer con ellos una balanza con que pesar sus palabras: con razón, sin duda; puesto que, como dice el mismo apóstol Santiago, puede asegurarse que un hombre es perfecto cuando no comete pecado, y al hablar, debe también persuadirse uno de que el que en sus palabras no comete falta contra la buena educación, sabe perfectamente bien cómo hay que vivir en mundo, y tiene una conducta exterior muy sensata y ordenada.

Esta circunspección que se debe tener en las palabras, pide que éstas vayan acompañadas de algunas condiciones, de lo cual se tratará en el artículo siguiente.

 

Artículo 1

Condiciones que deben acompañar a las palabras según la cortesía

 

Quiere la cortesía que el cristiano nunca profiera una palabra que vaya contra la verdad o la sinceridad, que falte al respeto a Dios o a la caridad con el prójimo, que no sea necesaria o útil, y dicha con prudencia y discreción. Estas son las condiciones que exige acompañen a todas nuestras palabras.

 

sección 1

La verdad y la sinceridad que la cortesía exige en las palabras

 

La honradez no puede sufrir que se diga algo falso; quiere al contrario que, según el consejo de san Pablo, diga cada uno la verdad al hablar con su prójimo; y, según el parecer del Sabio, debemos ver la mentira como una mancha vergonzosa en el hombre, y la vida de los mentirosos, como una vida sin honor, acompañada siempre de la confusión; afirma también, con el mismo Sabio, que la mentira en la que se haya caído por debilidad o ignorancia, no exime de la vergüenza.

Por esto, el Profeta-Rey, tan conocedor de las reglas de cortesía como de la verdadera piedad, dice que si alguno quiere que sus días sean dichosos, debe impedir que su boca profiera mentiras; y el Sabio quiere que tengamos la mentira como cosa tan detestable que, dice, es preferible el ladrón al mentiroso, porque la mentira se halla en la boca de los insensatos; se puede incluso decir que basta entregarse a la mentira, aunque no se tuviese más que este vicio, para hacerse enseguida desordenado, y el motivo es el que da Jesucristo cuando, para inspirar más horror a la mentira, dice que el diablo es su autor y su padre.

Siendo la mentira cosa tan vergonzosa, todo lo que se le asemeja, por poco que sea, es totalmente contrario a la cortesía; así, no es honrado, cuando alguien nos pregunta, o cuando le hablamos, decirle palabras equívocas o de doble sentido, y es mejor ordinariamente excusarnos sencillamente de responder, cuando nos parezca que no se puede decir llanamente la verdad, o lo que se piensa, que ser doble en las palabras; pues la lengua doble, dice el Sabio, atrae gran confusión; y esto condena también san Pablo en los eclesiásticos, como algo que no se puede tolerar en ellos.

Se debe particularmente ser circunspecto en las palabras cuando alguien nos ha confiado un secreto; sería gran imprudencia descubrirlo, incluso recomendando al que se lo decimos de no hablar de ello con nadie, y aunque el que nos lo reveló no nos haya prevenido de no decirlo a otros, pues, como dice muy bien el Sabio, el que revela los secretos de su amigo, pierde toda confianza y se pone en condición de no encontrar amigos de corazón, considera incluso esta falta como mucho más grave que la de injuriar al amigo, diciendo que después de las injurias puede venir la reconciliación, pero cuando un alma es tan miserable que llega hasta revelar los secretos de su amigo, no le queda ya ninguna esperanza de retorno y en vano intenta ganarlo de nuevo.

También es gran descortesía disimular con una persona a la que se debe respeto; es señal de poca confianza y de poca consideración hacerlo con un amigo; y no es honrado en absoluto disimular con quien sea, y servirse para ello de algún modo de hablar o de algún término que no se pueda entender, sin obligarse a dar explicaciones.

Causa muy poca gracia, estando en grupo, hablar a una persona en particular, utilizando expresiones que los demás no entienden: se debe hacer partícipes a todos los del grupo de lo que se dice. Si se tiene que decir alguna cosa secreta a alguno, se debe esperar para ello a estar separado de los demás o, si el asunto es urgente, retirarse para decirlo a alguna parte del lugar en donde se está, después de haber pedido permiso a los del grupo.

Como sucede con bastante frecuencia que se dan informaciones falsas, hay que guardarse muchísimo de contarlas con facilidad, salvo si se conocen de buena tinta y está uno muy seguro de que son verdaderas. Pero nunca se debe indicar quién nos la ha comunicado, si se cree que el informador no le gustaría que se supiera.

Debe uno esforzarse en ser totalmente sincero en sus palabras, de modo que pueda adquirir la reputación de ser de buena fe y hombre de palabra, del que se puede estar seguro y en el que se puede confiar. Este consejo lo da también el Sabio quien mira como cosa importante el mantener la palabra y obrar con fidelidad con el prójimo: nada honra tanto a una persona como la sinceridad y la fidelidad a sus promesas; y nada lo hace tan despreciable como faltar a su palabra.

Así como es honrado ser fiel a la palabra, es también gran imprudencia darla a la ligera, sin haber pensado bien de antemano si se podrá cumplir fácilmente.

Por esto nunca debe hacerse promesa alguna cuyas consecuencias no hayan sido bien ponderadas, y sin que se haya examinado seriamente si no se arrepentirá uno de ello.

Si sucede que los demás no quieren creer lo que se dice, hay que guardarse bien de molestarse por ello, y mucho más de dejarse llevar por los excesos de la impaciencia, como decir palabras desagradables o reproches: puesto que los que no han sido convencidos por las razones, mucho menos lo serán por la pasión.

Es vergonzoso para el hombre utilizar fraudes y engaños en sus palabras: los que lo hacen se ponen en condición de no tener ya más ningún crédito entre los hombres, y caen en una especie de infamia, considerándolos como bribones.

Como los sueños, según el Sabio, no son más que producto de la imaginación, nunca es oportuno contar lo que se ha soñado, por bonito y santo que sea su contenido. Además, el hacerlo es señal de cortedad de espíritu.

 

Sección 2

Faltas que se pueden cometer contra la cortesía, hablando contra la ley de Dios

 

Hay personas que se glorían de mostrar irreligión en sus discursos, ya mezclando palabras de la Sagrada Escritura con las cosas profanas, ya riendo y divirtiéndose a costa de las cosas sagradas y de las prácticas de religión, ya ufanándose de algún pecado, y a veces, incluso, de acciones infames cometidas por ellas mismas; de éstos propiamente dice el Sabio que sus conversaciones son insoportables, porque hacen juego y diversión del pecado mismo. Su conducta es también totalmente contraria a la buena educación.

Los juramentos y blasfemias están entre las mayores faltas que se pueden cometer contra las leyes de la cortesía; por esto, en un grupo, se considera menos a un blasfemo que a un carretero, y se tiene tal horror que, como lo dice el Eclesiástico, el cual expone de modo admirable lo que está conforme con las reglas de cortesía, las palabras del que jura a menudo, ponen los cabellos de punta; y ante estas palabras horribles, debe uno taparse los oídos; añade aún, para animar a los que juran a que dejen esta costumbre, que el azote no se apartará de su casa, sino que estará siempre llena del daño que les causará; hay que guardarse, pues, según el consejo del mismo Sabio, de tener sin cesar el nombre de Dios en la boca, y de no mezclar en las conversaciones el nombre de los Santos, aunque sólo fuese inútilmente y sin ninguna mala intención, sino únicamente por costumbre; pues no deben pronunciarse los nombres de Dios y de los Santos con irreverencia y sin motivo justo; y nunca sienta bien mezclar en las conversaciones ordinarias, esta clase de palabras: ¡Jesús, María, ojalá, Dios mío! Tampoco sienta bien pronunciar ciertos juramentos que no significan nada, como diantre, (pardi, mordi, morbleu, jarni). Esta clase de palabras no deben estar nunca en la boca de una persona bien nacida; y cuando se pronuncia alguna de esta naturaleza ante personas a las que se debe consideración, se pierde el respeto que se les debe. No debe uno excusarse, según el parecer del Sabio, diciendo que no se perjudica a nadie, pues esto no es excusa, dice él, que nos justifica ante Dios.

Debe, pues, contentarse uno, según el consejo de Jesucristo en el Evangelio, con decir esto es, o no es; y cuando quiere asegurarse alguna cosa, basta utilizar este modo de hablar: ciertamente, Señor; es así; sin añadir nada más.

No se debe tener menos horror de las palabras deshonestas que de los juramentos. No son menos contrarias a la cortesía, y a menudo son más peligrosas. San Pablo, que quiere que los cristianos de su tiempo se conduzcan en toda ocasión con cortesía, les advierte en varios lugares de sus epístolas, que pongan particular empeño en que no salga de su boca ninguna palabra deshonesta, y les manda expresamente que la fornicación no se nombre siquiera entre ellos. También es faltar al respeto proferir una palabra sucia, y nunca se debe, so pretexto de alegría y buen humor, decir una palabra por poco libre que sea sobre este asunto, aunque fuese para divertir al grupo. Porque, dice san Pablo, si al hablar queremos hacernos agradables a los que nos escuchan, debemos decir algo que sea edificante.

El mismo equívoco, en esta materia, no está permitido; ofende a la cortesía lo mismo que a la honestidad. Lo mismo sucede con las palabras que dan o pueden dar la menor idea o imagen de la deshonestidad.

Si sucediera, que estando en grupo, una persona dijera palabras demasiado libres y que ofenden al pudor por poco que sea, hay que guardarse bien de reír; si se puede, hay que hacer como que no se ha oído y a la vez desviar la conversación. Si no se puede, hay que manifestar, por la gravedad del rostro y el silencio absoluto, que esta clase de conversaciones desagradan mucho.

Bien puede decirse que una persona da a conocer, por este tipo de conversaciones, lo que es en verdad; pues, como dice Jesucristo, la boca habla de la abundancia del corazón. Es, pues, querer pasar por impuro y libertino, proferir palabras sucias y que chocan a la honestidad.

 

Sección 3

Faltas que pueden cometerse contra la cortesía hablando contra la caridad debida al prójimo

 

La urbanidad es tan estricta en lo relativo al prójimo que no permite causarle disgusto en nada; por esto no permite que se hable nunca mal de nadie.

Santiago advierte a los primeros cristianos que es contrario a la ley de Dios, diciéndoles que el que murmura de su hermano murmura de la Ley. Es, pues, muy descortés encontrar siempre defectos en la conducta de los demás; y si no se quiere hablar bien de ellos, se debe callar. El Sabio manda que, cuando alguien murmura de otro, se tape los oídos con espinos: quiere incluso que se aleje uno tanto de la maledicencia, que no se escuche una mala lengua.

No quiere que se cuente a alguien lo que otro ha dicho de él, y advierte que se tenga cuidado de no poseer esta reputación, porque, dice, el sembrador de chismes será odiado de todos. Es necesario, pues, según el parecer del mismo Sabio, para conducirse con decoro, que cuando se haya oído una palabra contra el prójimo, quede ésta en uno mismo.

Cuando se oye murmurar de alguien, la urbanidad quiere que se excusen sus defectos, y se intente decir bien de él; que se tome en buen sentido y se estime alguna acción que se haya hecho; es este el medio de atraerse el afecto de los demás y de hacerse agradable a todos.

Está muy mal hablar desfavorablemente de una persona ausente delante de otra que tenga los mismos defectos, como decir es una pequeña cabeza, o es un cojo, delante de una persona que tiene la cabeza pequeña o de otro que cojea; esta clase de palabras ofenden tanto a los presentes como a los ausentes; pero sienta mucho peor reprochar a alguien un defecto natural, lo cual es propio de un espíritu mezquino y mal educado.

También está muy mal tomar como comparación a la persona con la que se habla para indicar un defecto o una desgracia ocurrida a otra, como decir, por ejemplo: este hombre está tan borracho como lo estaba usted el otro día; fulano de tal ha recibido un puñetazo o un bofetón tan fuerte como el que recibió usted hace algún tiempo; ese ha caído en la misma charca en la que cayó usted el otro día; tal otro es pelirrojo como usted. Hablar así es cometer una gran injusticia contra la persona con quien se habla. Tampoco hay que hablar de los defectos visibles, como los que están en la cara; y no debe informarse uno de su origen.

También es ofensivo atribuir inconsideradamente a la persona con quien se habla, alguna acción inoportuna, indiscreta o desagradable; en lugar de hablar de esta manera, [es mejor] que no se atribuya a nadie, como, por ejemplo, si se dijese: si dice usted algo desagradable, le responderán de mala manera.

Es gran descortesía, así como falta de caridad con el prójimo, recordar a alguien algún encuentro poco favorable, o decir cosas que puedan mortificar o causar confusión a la persona con quien se habla, como si se dijese crudamente a una persona: se metió usted hace algún tiempo en un buen lío; usted recibió hace unos días una gran ofensa; o si, hablando con una persona que quiere aparentar joven, se le dijese que hace mucho tiempo que se la conoce; o a una mujer, que tiene mala cara.

Una de las cosas que más ofenden a la cortesía y a la caridad son las injurias. También Nuestro Señor las condena expresamente en el Evangelio; no deben, pues, encontrarse nunca en la boca de un cristiano, ya que incluso sientan muy mal en una persona que tenga al menos un poco de educación. Tampoco se debe injuriar nunca a quienquiera que sea, y no está permitido hacer ni decir nada que pueda dar alguna ocasión a ello.

Otro defecto, que no es menos contrario al decoro que al respeto debido al prójimo, es la burla, que se comete mofándose de alguien por algún vicio o defecto que se tiene, o remedándole con gestos, pues no hay mucha diferencia entre burlarse así y proferir injurias, si no es que en la injuria se ataca a una persona de modo grosero y sin compostura.

Esta clase de burlas es totalmente indigna de una persona bien nacida: hiere el decoro y disgusta al prójimo. Por esto no está nunca permitido burlarse de las personas, vivas o muertas.

Si no está permitido burlarse de una persona por algún vicio o defecto que tenga, menos aún lo está hacerlo a causa de defectos naturales o involuntarios. Es cobardía y bajeza de espíritu el hacerlo; reírse, por ejemplo, de alguien por ser tuerto, cojo o jorobado; puesto que el que tiene este defecto natural no tiene la culpa de ello. Sienta muy mal reírse de alguien por una desgracia o infortunio que le haya caído encima: es herirlo profundamente atreverse a insultarlo así en su desgracia.

Cuando se ve uno objeto de mofa a causa de sus defectos, debe tomarlo siempre de buena parte, procurando no mostrar al exterior que se sufre por ello; pues es educado y también señal de piedad en un hombre, no tomar con disgusto nada de lo que se le dice, por desagradable, chocante e injusto que pueda ser.

Hay otra clase de bromas que está permitida y que, lejos de ser contraria a las reglas de la honestidad y de la cortesía, ameniza mucho la conversación y honra a la persona que la utiliza. Esta burla son unas palabras chistosas e inteligentes que expresan algo agradable, sin herir a nadie ni al decoro. Esta mofa es muy inocente, y puede ayudar mucho a amenizar la conversación. Se debe cuidar, con todo, que no sea demasiado frecuente y que se sepa llevar bien. Por esto, si se es de espíritu pesado por naturaleza, hay que abstenerse enteramente, si no, se daría ocasión de que se rían de uno, y esta broma tan sosa, baja y mal recibida, no conseguiría la finalidad que debe tener, que es la de divertir a los demás y de hacer recibir mejor lo que se debe decir para regocijarles.

Para bromear bien de esta forma, no se debe hacer el juguetón, ni reír de todo sin ningún motivo, ni decir pequeñas pullas rastreras, bajas y comunes; más bien es preciso que lo que se diga tenga algo brillante y noble, y que esté en relación con la condición de las personas que hablan y escuchan, y que se diga oportunamente.

 

Sección 4

Faltas que se cometen contra la cortesía hablando inconsiderada, ligera e inútilmente.

 

Hablar inconsideradamente es hablar sin discreción, sin orden y sin prestar atención a lo que se dice. Para no caer en este defecto, el Sabio nos advierte que estemos muy atentos a nuestras palabras, por miedo, dice, a deshonrar nuestras almas.

En efecto, no se tiene estima alguna de un hombre que habla indiscretamente, y a causa de esto debemos procurar, según el consejo del mismo Sabio, no ser ligeros de lengua, pues la razón por la cual se habla a menudo fuera de propósito y sin orden, es porque se dicen cosas sin haberlas pensado seriamente. Lo que hace que el mismo Sabio conociendo bien los males, efectos de este vicio, se dirija a Dios para que no lo abandone a la ligereza indiscreta de su lengua y le conjure a ello, recordándole su gran poder y la bondad que tiene para con él, como padre y dueño de su vida.

Por lo tanto, para hablar prudentemente y con discreción, es necesario no hablar nunca sin pensar lo que se va a decir; no se debe decir todo lo que se piensa, antes debe conducirse uno en muchas cosas según el consejo del Sabio, como si se ignorasen. Se puede, dice el mismo Sabio, si se conoce alguna cosa que se quiere decir, o que alguien dice, hablar o responder oportunamente, si no, hay que ponerse la mano en la boca. Es decir, se debe callar, por miedo de ser sorprendido en una palabra indiscreta, o de caer en la confusión.

Para hablar prudentemente es preciso también observar el momento en que es oportuno hablar o callar: pues es bien imprudente y ligero, dice el Sabio, no observar el tiempo y hablar sólo cuando las ganas nos impulsan a ello.

Es preciso también, según san Pablo, que todas las palabras que se dicen estén tan acompañadas de gracia y condimentadas de sal, que no se diga una sola que no se sepa por qué y cómo se dice.

Finalmente, es preciso, según conseja el Sabio, aprender antes de hablar, y así no hablar nunca de cosas que no se conozcan bien, y decir lo que se tenga que decir con tanta cordura y honestidad, que se haga uno amable por sus palabras.

Cuando alguien dice o hace alguna cosa que no debe ser dicha, si uno percibe que la persona que ha hablado lo ha hecho por sorpresa y que esto la humilla, al reflexionar sobre lo que ha dicho, no hay que mostrar que se ha enterado uno de ello; y si el que lo ha dicho o hecho pide excusas, es prudente y caritativo interpretar favorablemente la cosa, y se debe estar muy lejos de mofarse del que haya expuesto algo que parezca poco razonable, y más aún de despreciarle; también podría ser que no se haya captado bien su pensamiento. En fin, nunca le está permitido a un hombre cuerdo avergonzar a quienquiera que sea.

También es prudente, cuando alguien profiere injurias, no responder y no ponerse en la obligación de defenderse; es mucho mejor tomarlo todo como juego; y si otro quiere defendernos, debemos manifestar que no estamos molestos en modo alguno de lo que se ha dicho. Pues, en efecto, es propio del hombre prudente no molestarse por nada.

El Sabio, para dar a entender en pocas palabras quiénes son los que hablan con sabiduría y prudencia, y quiénes los que hablan imprudentemente, dice admirablemente que el corazón de los insensatos está en su boca, y la boca de los sensatos en su corazón. Es decir, que aquellos que no tienen juicio, dan a conocer a todo el mundo, por las muchas e inconsidera- das palabras, todo lo que tienen en el corazón; pero los que tienen juicio y comportamiento son de tal modo comedidos y reservados al hablar que no dicen más que lo que quieren efectivamente decir y que es razonable que se sepa.

Cuando se está con personas de más edad que nosotros, o ya ancianas, es cortés hablar poco y escuchar mucho; del mismo modo hay que conducirse cuando se conversa con los grandes del mundo: el Sabio lo aconseja muy oportunamente. También pide la urbanidad que un niño, cuando está con personas a las que debe respeto, no hable sino cuando se le pregunte.

Hay que guardarse mucho de contar sus secretos a todo el mundo: éste es también el consejo del Sabio; sería gran imprudencia hacerlo; pero antes de comunicarlo a alguien, débese conocer bien a la persona a quien se quiere decir, y estar bien seguro de que es capaz y que será fiel en guardarlo.

Los que sólo saben contar rumores, frivolidades y tonterías, los que alargan mucho los preludios y no dan lugar a que hablen otros, harían mejor en callarse. Vale mucho más pasar por silencioso que entretener a la compañía con tonterías y necedades, o teniendo siempre algo que decir.

 

Artículo 4

Cómo se debe hablar de las personas y de las cosas

 

Es muy poco razonable hablar sin cesar de sí mismo, comparar la propia conducta con la de los demás; decir, por ejemplo: en cuanto a mí, yo no lo utilizo así, él no hace esto, una persona de mi condición, etc. Esta clase de razonamientos son inoportunos e indiscretos; puesto que nunca sienta bien hacer comparaciones de sí mismo con los demás, y de los demás entre ellos; estas comparaciones son siempre odiosas.

Hay personas tan llenas de sí mismas, que explican siempre a aquellos con quienes conversan lo que han hecho y lo que hacen, y que se debe tener en mucha estima todas sus palabras y acciones. Este modo de comportarse en las conversaciones es muy incómodo y pesado para los demás.

Alabarse y hablar ventajosamente de sí es algo que lesiona completamente la cortesía; es también señal de pequeñez de espíritu: un hombre cuerdo no habla nunca de lo que le concierne, si no es para responder a algo que se le pida; y aún debe hacerlo con mucha moderación, modestia y comedimiento.

Cuando se cuenta alguna cosa que se hizo o que pasó estando con una persona de calidad muy superior, tiene muy poca gracia hablar en plural y decir, por ejemplo: fuimos a, o hicimos tal cosa; no debe entonces alabarse uno mismo, ni hablar de sí mismo; es honesto hablar de la cosa como si no se hubiese tenido parte en ella y decir: Su Excelencia hizo tal cosa, Su Excelencia fue a tal lugar.

Y cuando un inferior habla de una acción que hizo para con él una persona a la que se debe respeto, no es conveniente que diga rudamente: Su Excelencia me dijo esto, Su Excelencia vino a verme; antes, deben utilizarse estos términos u otras maneras semejantes de hablar: Su Excelencia me hizo el honor de decirme esto, Su Excelencia me hizo el honor de venir a verme; o bien, al dirigirse a esta persona: V.E. tuvo la bondad, me hizo la gracia de ocuparse de mí, etc.

La honestidad pide, cuando se ha de hablar de otros, que se haga siempre de modo favorable; por eso no se debe hablar nunca de quien sea si no se tiene algo bueno que decir. No hay ninguna persona, por mala que sea, de la que no se pueda decir algo bueno. Con todo, no estaría bien hablar en buen sentido de alguien que hubiera cometido una falta pública, o alguna infamia: vale más, en estas ocasiones, guardar el silencio al respecto, y, si otros hablan de ella, mostrar que se tiene compasión de la misma.

Se debe asimismo mostrar en las conversaciones que se tiene estima por los demás; no hay que contentarse, por consiguiente, con hablar favorablemente, sino que se debe cuidar de no hacerlo fríamente, o al decir algo que va en su honor, no añadir un pero que suprima toda la estima que lo que se acaba de decir podría acarrearle.

Hay que hablar de las personas que son objeto de la conversación siempre con mucho respeto, y con términos que muestren mucha deferencia para con ellas, a menos que esta persona sea inferior, pero aún en este caso debe uno servirse de expresiones convenientes, que indiquen que se la tiene en consideración.

La buena educación no permite, cuando se quiere llamar a alguien, hacerlo en alta voz, ni desde lo alto de una escalera, ni por la ventana; tomarse esta libertad sería asimismo faltar al respeto debido a esta persona: débese mandar a alguien a buscar al que se necesita, o ir uno mismo, para hacerla venir.

Si se estuviese con una persona a la que se debe respeto, y ella necesitase a alguien, no se debería permitir que fuese ella misma a buscarle; sino que estaría muy bien rendirle prontamente este servicio.

Es descortesía preguntar a una persona superior por su salud, al saludarla, a menos que esté enferma o indispuesta; esto no está permitido más que respecto de las personas que son de condición igual o inferior.

Si se quiere manifestar a alguien, a quien se debe mucho respeto, la alegría que se tiene por su salud, es muy a propósito antes de hablarle, informarse por algún sirviente de cómo va, y luego decirle sencillamente: me alegro mucho, señor, de que goce usted de perfecta salud.

Cuando se pregunta a alguien cómo está, éste debe responder: Me encuentro muy bien, gracias a Dios, dispuesto a prestarle mis humildes servicios; o utilizar algunas expresiones parecidas que se le ocurran a uno.

La cortesía no permite quejarse, cuando se está en compañía y se tiene alguna dificultad o indisposición: esto es carga para los demás, y a veces da la impresión que se hace para poder tomarse más fácilmente sus comodidades.

Hay personas, que al estar en compañía, no hablan más que de lo que les gusta, y a veces de cosas a las que se tienen un singular afecto; si quieren a un perro, gato, pájaro o a cualquier otro animal, lo toman continuamente como asunto de conversación; le hablarán incluso de cuando en cuando en presencia de los demás e interrumpirán, a veces, para esto la conversación; esto les impide a menudo prestar atención a lo que dicen los otros. Todos estos modos de obrar son signo de estrechez y bajeza de espíritu, y son muy contrarios a las reglas de la cortesía y al respeto que se debe a las personas con las que se conversa, y no son tolerables en una persona bien nacida; pues esta clase de inclinaciones, siendo cosa muy baja, sienta muy mal manifestar tanta alegría por ellas, y mostrarla con tanta vivacidad.

Hay otros que, cuando han hecho algún viaje o algún negocio, o cuando les ha ocurrido algún accidente, sea agradable, o desagradable, no cesan de hablar de lo que les aconteció, de lo que han visto u oído, o de lo que han hecho; parece que, puesto que esta clase de narraciones les gusta a ellos, también tienen que agradar a los que las oyen; esto es señal del amor que se profesan a sí mismos y de la complacencia que tienen de todo lo que hacen o les acontece.

 

Artículo 3

Varias maneras diferentes de hablar

 

Hay muchas maneras diferentes de hablar, que expresan varios sentimientos e inclinaciones nuestras. Estas maneras de hablar son: alabar, adular, preguntar, responder, contradecir, dar el propio parecer, disputar, interrumpir y repetir.

 

Parte 1

Prescripciones de la cortesía respecto de la alabanza y la adulación

 

Produce siempre muy mal efecto que una persona se alabe a sí misma y que presuma; esto no sienta bien en un cristiano, que no debe darse a conocer más que por su conducta; así no debe haber en él más que sus acciones que hablen; pero, en cuanto a la boca, no debe hablar nunca de sí, ni en bien, ni en mal.

Cuando uno es alabado no debe mostrar alegría, lo que sería señal de que a uno le gusta ser adulado; sino que debe excusarse sencillamente diciendo, por ejemplo: usted me asombra; no hago más que mi deber, etc. Sería aun mejor y más cuerdo no decir nada, y cortar la conversación, lo cual no será descortesía. Si es una persona muy superior la que os alaba, hay que saludarla honestamente, como para agradecerle, y mantenerse modestamente, sin responderle, pues vuestra respuesta sería una falta de respeto.

Cuando se oye hablar a alguien, es educado añadir algo a lo que se dice, o por lo menos aplaudir; hay que guardarse bien entonces de hacer comparación de esta persona con otras.

Nunca se debe alabar extraordinariamente a una persona, pero es cortés hacerlo siempre sin exageración y sin comparación alguna; hay que tener asimismo la precaución de no alabar a alguien en presencia de sus enemigos.

Cuando se está en reunión, si se tiene la ocasión de alabar a las personas próximas a uno, se puede hacer, con tal que sea sobriamente y con moderación. Cuando se alaba a alguna delante de nosotros, no se debe aplaudir demasiando a las alabanzas que se le tributan, pero es de buena educación mostrar agradecimiento al que ha alabado.

Cuando se hace algún regalo a alguien, no está bien alabarlo y hacer grandes elogios del mismo, como para persuadir a la persona a quien se hace a tener mayor gratitud. Si con todo otros lo alaban, se debe manifestar que uno quisiera que fuese más hermoso y más digno de la persona a quien se ofrece, pero es enteramente descortés recordar a alguien algún beneficio que se le hizo, pues parece que sea para reprochárselo.

Es, al contrario, razonable mostrar aprecio por un regalo que se recibe: no está bien guardarlo enseguida; es una gran falta encontrar en él algo que criticar, sobre todo delante del que lo ha hecho; una persona que obra así merece que no le hagan ninguno más.

Cuando se muestra a alguien, o a un grupo, alguna cosa que merezca apreciarse, no está bien dar muestras de gran admiración, y prorrumpir en alabanzas extraordinarias, como hacen algunos; sería señal de que se tiene una complacencia servil con la persona a quien pertenece la cosa. Con todo, no debe uno quedarse indiferente cuando la cosa es inestimable, pues en esto se debe ser al mismo tiempo modesto y equitativo. Si la cosa se enseña a un grupo, no conviene apresurarse a alabarla el primero, sino que se debe esperar a que la persona más experta del grupo haya dicho su parecer, y luego aplaudirla de manera sincera y deferente; a menos que esta persona no pida antes nuestra apreciación; entoces es cortés decírsela con sencillez, sin exagerar nada.

Debe procederse del mismo modo en todas las ocasiones en las que esté uno obligado a juzgar alguna cosa o acción; pero sin emplear grandes exclamaciones, diciendo a cada cosa que se ve: ¡Oh!, qué bonito; ¡oh!, qué maravilloso; sobre todo si es en presencia de una persona a la que se debe mucho respeto, y antes que ella lo haya juzgado: esto sería presumir demasiado y faltar al respeto.

Adular es hablar bien de alguien cuando no hay motivo, o alabarlo más de lo debido, sólo por complacerlo o por propio interés. Es cobardía hacerlo, y es siempre contra el que es adulado el permitirlo; pues denota que tiene poco espíritu y mucha presunción, soportar que se le alabe por cosas que no pueden atribuirse, ni cristiana ni razonablemente.

 

Artículo 4

Modo de preguntar, informarse, repetir y dar su parecer

 

Es una gran descortesía interrogar y hacer preguntas a una persona a la que se debe consideración, e incluso a cualquier persona que sea, a menos que sea muy inferior a nosotros, o que dependa de nosotros, o se esté obligado a hacerle hablar; y en este caso debe hacerse de manera muy honesta y con mucha circunspección.

Cuando se desea saber algo de una persona a la que se debe respeto, es cortés hablarle de modo que se vea obligada a responder a lo que se le pida, aunque sin interrogarla. Si se quiere saber, por ejemplo, si una persona irá al campo o a algún lugar, sería muy descortés y contrario al respeto, decirle: ¿Irá usted, señor, al campo? Esto es chocante y demasiado familiar; se debería, al contrario, utilizar modos de hablar como: ¿Irá usted sin duda al campo, o a tal lugar? Este modo de hablar no tiene de ofensivo más que la curiosidad, que suele excusarse cuando es respetuosa.

También es descortesía, hablando a una persona, decirle: usted me entiende bien; ¿me entiende usted bien?: No sé si me explico bien, etc. Es preciso continuar la conversación sin utilizar estas maneras de hablar.

Cuando se llega a un grupo, es bastante descortés informarse de lo que se está diciendo. Esta forma de procurarse información es demasiado familiar, y corresponde a una persona que no sabe vivir: se debe uno contentar, una vez sentado, con escuchar al que habla, y oportunamente tomar parte en la conversación.

Tampoco se debe, en la conversación, indagar o querer saber de una persona, por más cortésmente que se pida, dónde estuvo, de dónde viene, qué ha hecho o qué quiere hacer; estas preguntas son demasiado informales y de ninguna manera están permitidas: ordinariamente no debe uno indagar lo que toca a los demás, a menos que se tenga obligación particular de hacerlo, para saber algo que concierne a la persona que se informa, o que tiene relación con ella.

Es descortesía imprudente adelantarse a una persona que pregunta, respondiendo antes de que haya acabado de hablar, aun cuando se sepa bien lo que ella quiere decir.

También es descortesía responder el primero a una persona a la que se debe respeto, cuando pide algo en presencia de otras personas que están por encima de uno, aunque no se tratase más que de cosas comunes y ordinarias; por ejemplo, si preguntase qué hora es; se debe dejar responder a las personas más consideradas de la compañía, a menos que el que pregunta se dirija a alguien en particular, que entonces estaría obligado a responderle.

Es muy deseducado y de poco respeto, cuando se responde a alguien, ya sea a los padres, ya a otros, decir simplemente sí, no; se ha de añadir siempre algún término de honor, y decir, por ejemplo: sí, Padre; sí, señor; con todo debe procurarse no repetir demasiado a menudo estas palabras en el discurso, lo que sería incómodo y molesto a unos y otros.

Cuando, al responder, se ve uno obligado a contradecir a una persona a la que se debe tener consideración, no está bien hacerlo rudamente; se debe en tal caso utilizar giros, diciendo: usted me perdonará, señor; o: le pido perdón, señor, si me permito decir que; etc.

Cuando se está en un grupo en el que se habla de un asunto, es descortesía dar su parecer, a menos que se lo pidan, sobre todo cuando haya personas superiores.

Si se encuentra uno en un grupo en el que se debe dar el parecer sobre algo, hay que esperar a que le llegue el turno; y entonces descubrirse, saludando a la persona que preside y a los demás asistentes, y luego decir simplemente lo que se piensa.

Cuando se da el parecer se debe poner cuidado en no defenderlo con obstinación; porque no debe uno aferrarse tanto a sus ideas que las crea irrefutables. También sentaría muy mal disputar para sostenerlas, pues no debe uno mantener tan fuertemente su opinión que no la someta a la de los demás. Debe estarse, pues, bien lejos de acalorarse o encolerizarse para obligar a los demás a seguir su propio pensamiento: la pasión no es un medio honrado, ni conveniente que pueda utilizarse para hacer creer que su opinión es razonable. Tampoco se puede censurar a los demás, ni despreciar lo que hayan dicho: al contrario, es propio de un hombre bien educado estimar y alabar el parecer de los demás, y dar simplemente el suyo, porque se lo piden.

 

Artículo 5

Lo que la cortesía permite o no, respecto del disputar interrumpir y responder

 

San Pablo advierte a su discípulo Timoteo que no se detenga en disputas de palabras; nada asimismo es más contrario a las reglas de la cortesía: se debe, con este fin, según el parecer del mismo Apóstol, rechazar todas las cuestiones tontas e inútiles, pues no ocasionan más que disputas.

En efecto, si se quiere impedir algo, hay que quitar las ocasiones; y la razón que da san Pablo es que el siervo de Dios no debe altercar.

Por consiguiente, hay que tomar buen cuidado, estando en compañía, de no oponerse a las opiniones de los demás, y de no proponer nada que sea capaz de encender disputas y altercados; pero si los otros sacan alguna cosa que no sea verdadera, se puede proponer sencillamente el propio parecer con tanta deferencia, que los que piensan lo contrario no se molesten por ello. Si alguien contradice nuestra opinión, debemos manifestar que la sometemos con gusto a la suya, a menos que la suya sea claramente contraria a las máximas cristianas y a las reglas del Evangelio, pues en tal caso estaría obligado a defender lo que se ha dicho, pero debe hacerse de modo tan moderado y respetuoso, que la persona a la que se contradice, lejos de ofenderse, escuche de buen grado nuestras razones y las acepte, a menos de ser totalmente terca y sin razón; puesto que la palabra suave, según el parecer del Sabio, atrae muchos amigos y aplaca a los enemigos.

Si se encuentra uno con una persona que adopta fácilmente el parecer contrario, la cortesía pide que no se dé con facilidad el parecer propio; pues, como dice el Sabio, la presteza en disputar enciende el fuego de la cólera; y como los grandes charlatanes están más inclinados a mantener obstinadamente sus opiniones, según el mismo Sabio, no se ha de disputar con un charlatán, para no añadir leña a su fuego. Se debe, sobre todo, tener cuidado, como aconseja todavía, de no contradecir en modo alguno la verdad. Por esto, si uno no está bien instruido en alguna cosa, ha de tomar siempre la resolución de callar y escuchar a los demás.

Cuando se está en una reunión en la que se discute, como se hace ordinariamente en las escuelas, se debe escuchar con atención lo que dicen los demás; y si le piden a uno o le incitan a hablar, se puede entonces dar su parecer sobre la cuestión objeto de la discusión; si con todo no se le escucha, no se debe tener vergüenza de excusarse de hablar.

Si se cree que la opinión que se ha expuesto es verdadera, se debe mantener, pero es preciso que sea con tal moderación, que aquel con quien se discute ceda sin dificultad. Si las razones alegadas por los demás muestran que se está en el error, no hay que obstinarse en defender una mala causa; más bien debe uno condenarse de buen grado a sí mismo el primero: es el medio de salir con honor.

Cuando se está discutiendo de este modo, no se debe querer ganar; basta con proponer su parecer y apoyarlo con buenas razones; y se debe tener esta condescendencia con los demás, de seguir su parecer cuando son más numerosos.

No se debe contradecir a nadie, a menos que se trate de alguien que está muy por debajo de uno, que diga cosas fuera de propósito y que esté uno obligado, a causa de las consecuencias, a decir lo contrario de lo que él ha expuesto; además, se debería hacer con tanta suavidad y educación, que el que es corregido se vea como forzado a no tener más que agradecimiento.

Es muy descortés interrumpir a una persona que habla, pidiendo por ejemplo: ¿Quién es aquél? ¿Quién dice o hace esto? Esta interrupción es mucho más grosera cuando el que habla utiliza medias palabras.

Es también una descortesía muy molesta, cuando alguien cuenta algo, interrumpirlo para decirlo mejor que él; y no lo es menos, cuando alguien ha comenzado a relatar una historia, decir que se sabe bien lo que quiere decir; y, si no lo cuenta bien, es burlarse de él y darle ocasión de sentirse ofendido, sonreír para manifestar que lo que dice no es así; pero es más vergonzoso decir: Apuesto a que no es así. Este modo de hablar es enteramente grosero y descortés, y no puede darse más que en una persona mal educada.

Si sucede, en la conversación, que alguien se equivoca al hablar, no está permitido a nadie manifestarlo; como si, por ejemplo, confundiese a un hombre con otro, o a una ciudad con otra, hay que esperar que el que habla vuelva él mismo, o dé ocasión de hablar sobre el asunto; se debe entonces corregir el error sin afectación, por miedo a causarle pena.

Si, sin embargo, se tratase de un hecho que debe uno esclarecer por el interés de alguien, se puede decir lo que hay sobre ello, con tal de que se haga siempre de manera conveniente y con mucha circunspección.

Se debe estar muy atento a lo que dice la persona que nos habla, para no ocasionarle la molestia de repetir dos veces lo mismo; pues sería gran descortesía decir, por ejemplo: ¿Qué dice usted, señor?, no le he entendido; u otra cosa parecida.

Cuando alguien, al hablar, tiene dificultad en encontrar sus palabras y titubea, es enteramente contrario al respeto y al recato sugerirle, o añadir las palabras que no dice bien; se debe esperar a que lo pida.

No debe meterse uno a reprender a nadie, a menos que se esté obligado a ello, o que se trate de algo importante.

Es una gran falta erigirse en crítico y censor público: se debe juzgar bien a todo el mundo y no preocuparse de las acciones de los demás, a menos que esté uno encargado de su dirección y se esté obligado a instruirlos y a conducirlos al bien.

Sin embargo, cuando se es advertido o reprendido por alguien, es cortés recibirlo bien y manifestar mucho agradecimiento por ello; cuanto más se agradece, más cristiano y más estimado será uno.

Si sucede que uno injuria a alguien, es propio de hombre cuerdo no apenarse por ello; lejos de querer defenderse, no se debe responder nada. Es señal de un espíritu bajo y cobarde no soportar una injuria; es deber de un alma cristiana no manifestar ningún resentimiento por ello y no tener efectivamente ninguno. Este es el consejo que nos da el Sabio: olvidar todas las injurias que recibimos del prójimo. Jesucristo quiere que, no solamente se perdone a los enemigos, sino que además se les haga el bien, fuere cual fuere el daño o el disgusto que se hubiere recibido de ellos. Si alguien quiere tomar nuestra defensa, se le debe manifestar que no está en manera alguna ofendido.

 

Artículo 6

Los cumplidos y las malas maneras de hablar

 

Hay dos clases de cumplidos: los unos, aquellos mediante los cuales expresamos algún sentimiento, ya de gozo compartido, para manifestar alegría por algo ventajoso que le ha ocurrido a la persona que encontramos, o que vamos a ver; ya de condolencia, mediante la cual damos a la persona que ha sufrido algo lamentable, muestras del dolor que sentimos por ello; o de gratitud, manifestando nuestro agradecimiento por los beneficios recibidos de alguien y cuán obligados quedamos para con él, proclamando nuestro afecto y nuestra fidelidad a su servicio; o bien es un testimonio que le hacemos a alguien de nuestra sumisión, y de nuestra fidelidad en su servicio; algunas veces es también para quejarnos, y para mostrar nuestro resentimiento por algún daño que nos ha sido hecho. Estas clases de cumplidos de ben hacerse de manera natural, sin afectación, y sin que parezca que han sido preparados, pues entonces, hablando de la abundancia del corazón, la boca persuade mucho mejor que todo lo que se podría decir con preparación, lo cual, siendo menos natural, nunca será tan bien recibido.

Otra clase de cumplidos es la alabanza; ésta pide mucha más circunspección y habilidad que la otra, para persuadir de que se dice la verdad. Para hacer agradable esta clase de cumplidos, es preciso que la persona que alabamos esté convencida de que nosotros lo estamos de su mérito, y entonces el cumplido será sincero y complaciente; es preciso, asimismo, en esta clase de cumplidos, tener el cuidado de no elevar a las personas a quienes se hacen, muy por encima de lo que ellas son, y de no hacer grandes exageraciones que se destruyen por sí mismas; es preciso, para que esta clase de cumplidos sea razonable, que haya en ellos sinceridad y verdad; de modo que, por la rectitud, la cordura y la moderación, que deben estar siempre presentes, no se hiera la modestia, ni en el que los dice, ni en el que los recibe. Por esto, el que los expresa debe recordar que, aunque se debe estimar mucho a los demás, hay, sin embargo, que alabarlos poco, y con mucha precaución y moderación, siguiendo el consejo del Sabio, que nos dice con razón, que no se debe alabar a nadie antes de la muerte, pues en las alabanzas hay siempre el temor, respecto del que las da, de que falte a la sinceridad, y respecto del que las recibe, de que se envanezca por ellas. Por eso, esta clase de cumplidos debe hacerse raramente, y aun con mucha prudencia y circunspección.

Los cumplidos, para ser buenos, deben hacerse sin afectación; y las ceremonias, para ser agradables, deben parecer naturales; deben también ser de corta duración, y si se hacen a personas a las que se debe respeto, es mejor servirse de las reverencias que de largos discursos.

Al responder a los cumplidos hay que observar las mismas reglas; si se hacen por beneficios recibidos, se deben disminuir, con todo, no tanto que no quede nada, pues parecería que se censura la estima que hace de ellos el que los ha recibido. También debe uno abstenerse de decir que se concedería la misma gracia o se prestaría el mismo servicio a toda clase de personas, pues esto sería manifestar a aquel a quien se ha hecho este favor, que no se le tiene en mucha consideración, puesto que no se hace en favor suyo más que lo que se haría para cualquier otro.

Cuando se habla hay que emplear siempre palabras dignas, corrientes, inteligibles y adecuadas al tema que se habla, y no vocablos singulares y rebuscados.

Hay que evitar, en especial, las expresiones impropias, que no son francesas, y que no respetan la pureza de la lengua; y si bien no es fino hablar utilizando términos y expresiones muy estudiados, hay que evitar con todo ese francés corrompido del que algunos se sirven a menudo, porque no se fijan suficientemente en cómo hablan. Así sería, por ejemplo, hablar bastante mal el decir: saque este caballo del establo; hay que decir: haga salir este caballo del establo.

Cuando se relata alguna historia, o se da cuenta de algún encargo, hay que abstenerse de ciertos términos ridículos y perfectamente inútiles, como sería decir: esto dijo él; esto dijo ella; pues esto; me lo dijo así, etc.

Es descortés e incluso chocante decir a una persona: usted ha faltado a su palabra; usted me ha engañado. Es más a propósito expresarse de un modo más conveniente, diciendo, por ejemplo: aparentemente; o: sin duda no se ha acordado usted, señor; o: quizás no ha podido hacer usted lo que me había dejado entrever.

También es gran descortesía, después que ha hablado una persona, decir: si lo que dice usted es verdadero, estamos equivocados; si lo que el señor dice es verdadero, ya no tenemos motivos de extrañarnos que, etc.

Es esto un cortés mentís. No se debe manifestar nunca que se duda de lo que dice un hombre honrado. Es cortés decir: según lo que usted dice, estamos equivocados; lo que el señor dice muestra que, etc.

Es también mala manera de hablar decir: usted se burla al decir esto; no es mejor el decir, como hacen algunos a modo de cumplido: usted se ríe de mí, tratándome de este modo. Esta manera de hablar es ofensiva, puesto que no debe obligarse nunca a un hombre a burlarse de nosotros; hay que dar otro giro a la frase, así: sería burlarse el decir, etc.

No está nunca permitido hablar a alguien de modo imperativo, a menos que sea muy inferior; estos modos de hablar, que resienten el dominio, no se soportan y no deben ser utilizados por personas que tengan al menos un poco de educación. Por esto, en lugar de servirse de estas maneras de hablar. que indican una orden: id, venid, haced esto, es adecuado utilizar perífrasis, diciendo por ejemplo: ¿Querría usted ir...?, ¿Le parecería bien a usted decir...? No sé si a usted le parecerá bien... Me atrevería a pedirle, señor... ¿Podré esperar esta gracia de usted...?, etc. Respecto a personas que son muy inferiores, se les podría decir razonablemente: ¿Quisiera usted prestarme este servicio?, ¿Quisiera usted hacerme este favor?, le agradecería que se tome la molestia de, etc. La buena educación pide utilizar estos modos de hablar con aquellos de quienes se pueda tener necesidad.

 

Capítulo 8

Modo de dar y recibir, y de comportarse cuando se encuentra a alguien, y al calentarse.

 

Antes de recibir algo, cuando no se está en la mesa, se debe hacer la reverencia, quitarse el guante, besar la mano y recibir la cosa, llevándola educadamente y sin precipitación hacia la boca, como si se quisiera besar, no acercándola, con todo, mucho, sino haciéndolo sólo aparentemente.

Cuando se quiere dar o devolver alguna cosa a otros, hay que entregarla con prontitud, por miedo de hacerles esperar, presentarla como besándola, y después, una vez dada, besar la mano y hacer la reverencia. Lo mismo debe hacerse todas las veces que se ofrezca alguna cosa, la hayamos pedido o no.

Cuando se quiere dar o tomar alguna cosa, es descortés adelantar la mano por delante de alguien, particularmente si es una persona a la que se debe tener consideración y respeto: es necesario dar y tomar siempre por detrás todo lo que se da, tanto en la mesa como fuera de ella, a menos de que no se pueda hacer así sin molestar a alguien. Y cuando se está obligado a dar o a recibir algo por delante de otro, es cortés pedir excusa a la persona por delante de la cual se da o se recibe, y pedirle el permiso con alguna palabra o gesto de cortesía, diciendo, por ejemplo: señor, con su permiso, si le parece bien; señor, le pido excusas, etc.

Cuando se presenta algo, es conveniente presentarla de modo que se la pueda coger fácilmente por la parte en que debe ser cogida: así, cuando se presenta a alguien un cuchillo o una cuchara, hay que volver el mango del lado del que los recibe.

Si alguien del grupo deja caer alguna cosa, la cortesía quiere que uno se apresure a recogerla antes que él, y devolvérsela luego con sencillez. Si deja uno mismo caer alguna cosa, hay que recogerla prontamente, sin permitir que otro se tome este trabajo; y si otros han sido más rápidos que nosotros y nos la devuelven, se debe agradecer educadamente, pidiéndoles excusas por la molestia que se les ha ocasionado.

Cuando se encuentra en el camino a una persona distinguida por su empleo o por su condición, es cortés saludarla muy educadamente, sin volverse demasiado hacia ella, a menos que se la conozca particularmente.

En París no se saluda ordinariamente más que a las personas que se conocen y que son de condición eminente y muy elevados por encima del común, como son los príncipes y los obispos. Es, sin embargo, cortés, cumplir estos deberes con los eclesiásticos y los religiosos.

Es descortés e incluso ridículo observar las personas que pasan, para ver si saludan; es preciso adelantarse siempre a los demás, en esto lo mismo que en todo lo demás, según el consejo que da san Pablo; y es atraerse honor, el honrar a los demás.

Cuando en la calle se encuentra uno frente a frente a alguna persona de importancia, o que sea superior, es conveniente desviarse un poco y pasar por la parte inferior, apartándose del lado de la cuneta.

Si no hay alto ni bajo, sino un camino llano, hay que pasar a la izquierda de la persona que se encuentra, y dejarle la mano derecha libre, y cuando pasa, hay que pararse y saludarla con respeto, e incluso con profundo respeto, si su condición lo pide.

Si se encuentra a esta persona en una puerta o en un lugar estrecho, hay que pararse en seco, si se puede, a fin de dejarla pasar, y si hay que abrir una puerta, levantar un tapiz, quitar algo que impida el paso libre, la cortesía pide que se pase delante de la persona para hacer estas cosas, y al pasar que se incline al menos un poco el cuerpo, delante de ella.

Si se encuentra en la calle a una persona que no nos sea muy familiar, es adoptar una forma un poco demasiado libre, y que no es nada educada, preguntarle a dónde va y de dónde viene.

Cuando está uno obligado a ir y a venir, pasar y volver a pasar delante de una persona a la que se debe respeto, la educación pide que se haga de modo que se pase por detrás; si, sin embargo, no es esto posible, debe uno inclinarse educadamente todas las veces que pase delante de ella.

La cortesía no puede permitir, cuando se está junto al fuego, poner las manos sobre las brasas, pasarlas a través de las llamas, o ponerlas por encima; sería aún más descortés poner el pie. También es gran descortesía volver la espalda al fuego; y si alguien se toma esta libertad, debe guardarse bien uno de imitarle.

No se debe tampoco, cuando se está sentado ante el fuego, levantarse del asiento para estar en pie, a menos que la persona importante lo haga, pues entonces habrá que levantarse al mismo tiempo que ella. Y sería muy descortés ponerse en cuclillas o sentarse en el suelo, y acercarse al fuego más que los demás.

Es señal de bajeza de espíritu divertirse jugueteando con las tenazas, o atizar el fuego; tampoco se debe meter leña, y es educado dejar este cuidado al dueño de la casa o al que esté encargado del fuego.

Cuando se enciende el fuego, es bueno disponerlo de tal modo que todos los que están cerca puedan calentarse fácilmente; querer luego cambiarlo de disposición sin necesidad evidente, es propio de un espíritu inquieto y que no puede permanecer en reposo.

Sin embargo, cuando se está junto al fuego con una persona a la que se debe mucho respeto, si ella se toma la molestia de querer arreglar el fuego, es bueno tomar enseguida las tenazas, a menos que esta persona quiera absolutamente tomarse este trabajo, como para divertirse.

Es totalmente contrario a la buena educación acercarse uno tanto al fuego que se queme las piernas, lo mismo que sacarse los pies de los zapatos y calentarse así en presencia de los demás, y lo es mucho más, en las chicas y mujeres, levantar sus faldas muy alto cuando están junto al fuego, lo mismo que en todas las demás reuniones.

La caridad, lo mismo que la educación, quieren que se moleste uno para hacer sitio a los demás, al estar junto al fuego; y que incluso se retire uno hacia atrás para permitir calentarse a los que tienen mayor necesidad de ello.

Si alguien echa al fuego cartas, papeles u otras cosas parecidas, causa muy poca gracia sacarlas, por cualquier razón que sea.

Cuando se dan pantallas, no se debe permitir, cuando se está en casa propia, que un sirviente ofrezca una a la persona con la que se está junto al fuego; es cortés ofrecerle una uno mismo. Si, cuando está uno junto al fuego fuera de la propia casa, no hay más que una pantalla, y la persona con quien se está quiere obligarnos a tomarla, después de haber manifestado la pena que se siente de aceptarla, no se debe rehusar; pero es a propósito dejarla enseguida, después de ponerla suavemente junto a sí, sin que nadie se aperciba de ello, y no servirse de la misma. Se debe asimismo recibir educadamente la que nos ofrecen, y aunque se haya saltado el rango de alguien, no estaría bien decir que le den la que nos presentan.

 

Capítulo 9

Modo de comportarse al andar por las calles y en los viajes en carroza y a caballo

 

Se debe prestar atención, cuando se anda por las calles, a no ir demasiado lentamente, ni demasiado aprisa. La lentitud en el andar es señal de pesadez o de negligencia; es, sin embargo, más descortés andar demasiado aprisa, lo cual es mucho más contrario a la modestia.

No es conveniente pararse en las calles, incluso para hablar con alguien, a menos que sea necesario, y aun deberá ser por poco tiempo.

Cuando se va de viaje con una persona a la que se debe respeto, es cortés acomodarse a todo, encontrarlo todo bueno, no molestarse por nada, no hacerse esperar, estar siempre dispuesto a prestar servicio a todos los demás: los hay que en los viajes no tienen nunca una habitación buena, nunca buenas camas, y que, no encontrando nada bueno ni bien hecho, se hacen siempre muy molestos a los demás.

Si sucede en los viajes que esté uno obligado a acostarse en el cuarto de una persona a la cual se debe tener respeto, es educado dejarla desvestirse y acostarse la primera, y a continuación desvestirse aparte, junto a la cama en que debe uno acostarse; luego acostarse suavemente y no hacer ruido alguno durante la noche.

La cortesía pide también, que así como se ha acostado uno el último, se levante el primero; pues no es decente que una persona a la que debemos honrar, nos vea desvestidos, ni tirado ninguno de nuestros vestidos.

Causa muy poca gracia, cuando se ha llegado al lugar en donde se debe alojar, correr a las habitaciones y a las camas para escoger las mejores; sería descortés incluso en una persona que estuviese muy por encima de las otras, acaparar para sí todo lo que hay de bueno y cómodo en un mal alojamiento, sin preocuparse de si los demás tienen la mínima comodidad.

Cuando se sube a una carroza hay que tomar siempre la plaza inferior, si se es de rango inferior a aquellos con los que se entra en ella.

En una carroza hay ordinariamente dos plazas detrás y dos plazas delante; la primera plaza de atrás está a la derecha, la segunda a la izquierda; y caso de que haya tres, la tercera está en medio; si hay dos portezuelas, la primera está a la derecha y la segunda a la izquierda, y las plazas que están del lado del fondo son las principales.

Si se va en carroza con una persona de calidad superior, o a la que se debe honrar, el respeto que se le debe exige dejarla entrar la primera, y entrar uno el último; sin embargo, cuando esta persona ordena subir a la carroza antes que ella, aunque no se deba hacer más que muy forzado a ello, se debe, con todo, ceder, después de haber mostrado con un signo de cortesía que se violenta uno, y luego sentarse en la última plaza, y no tomar otra más elevada que no sea forzado.

Se puede y se debe poner uno en el fondo de la carroza, si la persona de rango con la que se está lo ordena, y ponerse junto a ella si lo desea; pues no está permitido hacerlo sin una orden expresa; tampoco es cortés ponerse en la parte delantera, cara a cara delante de ella; antes debe uno apartarse a su izquierda, de modo, sin embargo, que esté vuelto de su lado, y no cubrirse hasta que ella lo haya indicado.

Cuando se está en la carroza, es muy descortés mirar de frente a quienquiera que sea de los que están allí, apoyarse contra el respaldo y acodarse en cualquier parte que sea: se debe tener el cuerpo derecho y recogido, y los pies lo más juntos posible; no cruzar las piernas y no ponerlas demasiado cerca de las de los demás, a menos que se esté demasiado apretado y que no se pueda hacer de otro modo.

También es grosero y enteramente contrario a la cortesía, escupir dentro de la carroza, y si está uno obligado a hacerlo, deberá ser en el propio pañuelo; si se escupe por una portezuela, lo que no es nada decente, a menos que se esté sentado, se debe entonces poner una mano en la mejilla para cubrirla.

Cuando se baja de la carroza, es cortés salir el primero sin esperar a que se lo digan, afín de dar la mano a la persona importante cuando salga, sea hombre o mujer, para ayudarla a bajar; se debe también salir siempre por la portezuela más próxima; si no hay inconveniente, e incluso si no hay nadie para abrir la portezuela, es a propósito apresurarse a hacerlo. Cuando una persona importante, al descender de su carroza, ordena permanecer en ella para esperarla allí, es cortés bajar al mismo tiempo que ella, tanto por respeto como para ayudarla, y volver a subir luego; se debe bajar también cuando ella quiere volver a subir, y no entrar de nuevo sino después de ella.

Cuando en carroza llega uno a cierto lugar por el que pasa el Santísimo Sacramento, hay que bajar de la carroza y arrodillarse. Si se trata de una procesión, de un entierro o bien del rey, la reina o los príncipes más próximos de la dinastía, o personas de carácter o dignidad eminente, es obligado y respetuoso mandar detener la carroza, hasta que hayan pasado; los hombres deben descubrirse, y las señoras alzar el velo.

No es cortés montar en carroza o a caballo delante de una persona a la que se debe consideración; si no se puede conseguir razonablemente que se retire antes de que se monte, es fino hacer avanzar la carroza o el caballo, hasta que ya no se la vea más, y montar luego.

Cuando se monta a caballo con una persona que se debe honrar, es cortés dejarla montar la primera, ayudarla a montar y tenerle el estribo; se debe también, como a pie, cederle el primer puesto e ir un poco atrás, regulándose según la marcha a la que ella va; si, sin embargo, se estuviese del lado del viento y que se echase polvo sobre esta persona, habría que cambiar el lugar.

Si hay que atravesar un río, un vado o un lodazal, el orden y la razón piden pasar el primero; y si se está detrás y se debe pasar después de la persona a la que se debe respeto, se debe alejar suficientemente de ella, a fin de que el caballo no eche sobre ella ni agua ni barro. Si esta persona galopa, se debe procurar no ir más aprisa que ella, y no querer hacer aparecer las buenas cualidades de su caballo, a menos que esta persona lo mande expresamente.

 

Capítulo 10

Las cartas

 

Así como un cristiano no debe hacer visitas inútiles, la cortesía pide también que haga de modo que no escriba cartas que no sean necesarias.

Hay tres clases de cartas, en relación con las personas; pues se escribe a los superiores, a los iguales o a los inferiores. Las hay también de tres clases, vistas las cosas que se escriben, pues son cartas de negocios, familiares o de cumplidos: estas clases de cartas piden cada una su estilo y su forma particular.

Es necesario que las que se dirigen a los superiores sean muy respetuosas, que las que se dirigen a los iguales sean convenientes y tengan siempre algunas marcas de consideración y de respeto; en cuanto a las que se escriben a los inferiores, se les debe dar en ellas muestras de afecto y de benevolencia.

Cuando se escriben cartas de negocios, se debe primero entrar en el asunto, utilizar términos propios de la cosa de que se habla, y explicarse claramente y sin confusión. Si hay que tratar de más de un asunto, es bueno escribir por artículos, para hacer más claro lo que se quiere decir y el estilo más limpio. Las cartas familiares deben ser del mismo estilo del modo como se expresan en la conversación, con tal de que sea correcto, y hay que hacerse comprender en ellas como si se hablase.

Las cartas de cumplido deben ser corteses y complacientes, y no deben ser más largas que los cumplidos que se deben hacer.

Es más respetuoso, cuando se escribe a una persona superior, utilizar papel grande, y sea quien sea aquel a quien se escribe, el papel debe ser siempre doble; se puede utilizar papel pequeño para escribir esquelas, pero es preciso que el papel sea siempre doble.

Se empiezan todas las cartas por estas palabras: Señor, o Monseñor; si se escribe a una mujer, o a una chica, por una de éstas: Señora, o Señorita; si se escribe a su padre se usan estos términos: Señor y queridísimo padre; y estas palabras: Señor, Señora, etc., deben escribirse por entero, sin abreviación; pues escribirlas de otro modo sería totalmente contra el respeto. La palabra Señor se escribe sola, en lo alto de la carta, del lado izquierdo, y entre esta palabra, Señor, y el comienzo de la carta se debe dejar el espacio de varias líneas en blanco; se deben dejar más o menos, según el rango de las personas a las que se escribe, y dejar más bien más que menos; pero se debe sobre todo tener cuidado de que la primera palabra del cuerpo de la carta no pueda hacer de unión, como un solo período, con la palabra Señor; como sería si, después de la palabra Señor, se comenzase la lectura por esta expresión: Vuestro lacayo ha venido a decirme...; y a esto debe prestarse atención también en la conversación.

Sería muy conveniente que los cristianos comenzaran sus cartas con estas palabras, de las que se sirve san Pablo de ordinario en las que él escribe: La gracia de Nuestro Señor Jesucristo esté siempre con vosotros, o con nosotros. Los superiores deben decir con vosotros, y los iguales con nosotros. En cuanto a las personas inferiores, la cortesía quiere que, al escribir a las personas que les son superiores, empiecen pidiéndoles su bendición, y darles muestras de entera y sincera sumisión.

Cuando se escribe a personas de rango eminente, no sienta bien servirse del término usted; de ordinario, al dirigirles la palabra, convendrá utilizar el término que expresa el título de su dignidad. Así, en lugar de decir usted, se debe decir a los príncipes: Vuestra Alteza; a los obispos, duques y pares y a los ministros de estado: Vuestra Grandeza; a los religiosos respetables: Vuestra Reverencia; a las personas a las que se debe respeto, es a propósito repetir de cuando en cuando, en el cuerpo de la carta: Señor, o Señora; se debe cuidar, sin embargo, de no ponerla dos veces en un mismo período, y de no ponerla después de la palabra yo, o de una persona inferior; y se debe poner ordinariamente la palabra Monseñor delante del título de honor, y la palabra Señor, después de usted, de este modo: Es de usted, Señor, de quien he recibido esta gracia.

Se debe, en el cuerpo de la carta, emplear el término que expresa el título de honor, tantas veces como naturalmente se pueda y sin forzarlo, si no, hay que utilizar el término Vos.

Cuando se utiliza un título honorífico, se debe poner la frase en la tercera persona, diciendo, por ejemplo: Su Alteza, Monseñor, me permitirá bien decirle...; Su Grandeza sabe bien lo que pasó...etc. Este término que indica la calidad, debe escribirse entero, al menos la primera vez que se escribe en cada página, y cuando se abrevia, poner por Su Majestad: S.M.; por Su Alteza: S.A.; y así los demás.

Se pone todavía el término Señor, o Monseñor, al final de la carta, según el rango de la persona a la que se escribe; y este nombre, Señor, debe estar en el medio del espacio blanco del papel que queda entre el final de la carta y las palabras siguientes: Su muy humilde y muy obediente inferior. El término Monseñor se pone lo más abajo posible; y si se ha dado a la persona a la que se escribe un título de honor en el cuerpo de la carta, al final de la carta, después de esta palabra Monseñor, hay que poner seguido, aunque un poco más abajo, de este modo: Monseñor, de Su Alteza, de Su Excelencia, o de Su Grandeza, el muy humilde, etc.

Al escribir deben tenerse en cuenta los términos de educación y cortesía de los que uno se sirve al hablar, para observar las reglas de la urbanidad, y no está permitido usar los términos de favor y amistad con las personas superiores, o con las que se debe tener consideración y respeto; no se los puede usar si no es con personas que sean por lo menos un poco inferiores; no se debe decir, por ejemplo: usted me ha hecho este favor, etc., sino: usted, Señor, ha tenido la bondad de hacerme este favor.

Es preciso que el estilo de la carta sea el del asunto del que se trata. Si, por ejemplo, se habla de un asunto serio, es necesario que el estilo sea serio; y hay que cuidarse mucho de no utilizar alguna expresión familiar, y menos aún términos jocosos. Se debe asimismo hacer de modo que el estilo sea limpio y conciso; pues es conveniente, en las cartas, aplicarse a decir las cosas en pocas palabras; es la manera de escribir que tiene más estilo y que agrada más. Si la carta que se escribe es una respuesta, se debe primero indicar la fecha de la carta que se ha recibido, y responder artículo por artículo a todos sus puntos, y añadir luego lo que se quiera mandar de nuevo.

Si aún queda mucho por escribir de la carta y parece que no hay bastante lugar para poner la palabra Monseñor en el lugar que debe ocupar, será conveniente arreglar de tal modo la escritura, que puedan quedar al menos dos líneas para escribir en la página siguiente; pues no debe haber menos de dos líneas en una página.

Al pie de la carta, como signo de sumisión respecto de la persona a la que se escribe, después del término: Soy, u otros parecidos, se ponen las palabras: Vuestro muy humilde y obediente Servidor, y se ponen en dos líneas, abajo y en el ángulo derecho del papel; con estas palabras termina siempre toda carta, porque no tenemos ninguna otra manera para expresar nuestro respeto. Escribiendo a su padre, un hijo dirá: Su muy humilde y muy obediente hijo. Un súbdito a su rey, usa los términos: Sir, Vuestra Majestad, el muy humilde, muy obediente y muy fiel súbdito.

Cuando se escribe a un igual, o a una persona que está por debajo de uno, se deben utilizar siempre términos que manifiesten respeto, tratando a aquel a quien se escribe como si estuviese simplemente por encima de uno, y no utilizando nunca ningún término que indique amistad o familiaridad. Si se escribe a una persona que está muy por debajo de uno, como podría ser un artesano o un campesino, se le escribe ordinariamente sin llamarle Señor; y se pone al final, seguido: Su afectísimo servidor.

Al acabar, se deben poner siempre estos términos: Su muy humilde, etc., en nominativo o en acusativo, y nunca en genitivo o en dativo, por ejemplo: Soy su etc., y no: Ordene a su, o reciba de su, etc.

La cortesía quiere siempre, cuando se escribe, que se ponga la fecha del mes y año en que se escribe, y no la del día de la semana; y para mayor respeto, hay que ponerla al pie de la página en que acaba la carta, del lado izquierdo, debajo de la palabra Señor. Sin embargo, en las cartas de negocios, es mejor poner la fecha al comienzo, a lo alto, del lado derecho, pues conviene que el que la reciba sepa su fecha antes de leerla; también se puede hacer así cuando se escribe a un familiar o a un inferior.

Cuando se escribe a una persona superior, es totalmente contrario al respeto poner besamanos para otros al pie de la carta; y no lo es menos dirigir besamanos y recomendaciones a personas que son de rango muy superior a uno, o darles por carta algún encargo parecido; esto sólo está permitido entre amigos y entre personas iguales o familiares. Esta clase de cortesía al pie de las cartas se hace ordinariamente de este modo: Permítame, le ruego, Señor, asegure al Señor N., o a la Señora N., de mis humildes servicios y respetos; o: Le pido muy humildemente que asegure a, y acepte, si le place, Señor, que envíe aquí mis más humildes besamanos al Señor N., a la Señora N.

Si la carta está escrita por todos los lados, hasta abajo, no es cortés meterla así en el sobre; es conveniente cubrir la última página con un papel en blanco y pegarlo por un borde a la carta escrita.

Cuando se escribe a una persona que se debe respetar mucho, es decente meter la carta en un sobre blanco y bien limpio, y escribir la dirección en el sobre y no en la carta.

La dirección de una carta comienza con estos términos: Al Señor, Señor A., se pone en lo alto de la parte superior de la carta, al principio de la línea, del lado izquierdo, y esta palabra Señor, o bien Al Señor, todo seguido, se pone al final de la misma línea, del lado derecho; al pie del sobre, o del dorso de la carta, se repite la palabra Al Señor, luego se pone el nombre de la persona a la que se escribe, su rango y su residencia, de este modo:

Señor N. Consejero del Rey... calle... abajo del todo, en el ángulo de la carta, del lado derecho, se pone el nombre de la ciudad en que reside esta persona, París, por ejemplo, si reside en París. Es muy descortés en el que escribe, tasar el precio de la carta, poniendo, por ejemplo, (porte tres soles). Si se escribe a una persona que esté muy por encima de uno, se pone ordinariamente en lo alto de la parte superior de la carta, en la mitad de la línea, Para; y hacia la mitad del papel, el resto de la dirección, todo seguido, y abajo del todo, en el ángulo, el nombre de la ciudad en que reside la persona a la que se escribe. Se pueden escribir esquelas a una persona igual, familiar o inferior; también se puede hacer con personas superiores, cuando se les escribe a menudo; la dirección en las esquelas se pone como en las cartas.

Cuando alguno de nuestros amigos nos lo pide, o si alguna persona a la que debemos respeto manda abreviar las ceremonias que se usan al escribir las cartas y que se le escriba en esquelas, es decir, seguido, sin poner Señor al principio y sin dejar claros, se debe hacer, por no hacerse molesto y por respeto al que lo manda.

Cuando se escribe una esquela, hay que poner Señor en el cuerpo de la misma, después de las primeras palabras, de este modo: usted sabe, Señor, etc., y escribirlo y repetirlo como en las cartas; y al fin hay que poner seguido: Soy enteramente, Señor, su muy humilde y obediente servidor.

Nunca se debe leer cartas, ni esquelas, ni papeles, ni nada, cuando se está en compañía, a menos que sea tan urgente que no pueda uno dispensarse de ello; no está siquiera permitido en presencia de otro, a menos que sea uno muy superior al mismo.

Cuando se está obligado a leer una carta, estando en compañía, se deben pedir excusas al grupo, y pedirle tenga a bien permitir que se dé respuesta a la persona que la ha traído; después debe levantarse, si se estaba sentado, y retirarse aparte para leer la carta en voz baja.

Es muy descortés, cuando se ha empezado a leer en voz alta una carta, u otra cosa cualquiera, para comunicarla a otros, leer en voz baja, o entre dientes, alguna parte que se quiere ocultar a los demás. Y cuando se ha leído aparte una carta, es conveniente mostrarse complaciente, al regresar al grupo, y declararles lo que se pueda decir, particularmente si es alguna noticia, afín de no parecer misterioso en sus asuntos. Cuando alguien presenta una carta a otro, si el que la presenta es superior, y si esta carta concierne los asuntos de aquel a quien la presenta, lo que podrá fácilmente saber, no debe ni abrirla, ni leerla delante de esta persona.

Si esta carta se refiere a los intereses de la persona que la presenta, ésta puede buenamente abrir la carta en su presencia, haciéndole de antemano alguna muestra de cortesía.

Cuando se da uno cuenta de que alguien quiere leer una carta en secreto, no se le debe acercar en absoluto, a menos que el que la lee le pida que lo haga.