13.
LA ESPERANZA DEL CRISTIANO
Homilía pronunciada el 8-VI-1968, sábado de Témporas de Pentecostés
204.
Hace ya bastantes años, con un
convencimiento que se acrecentaba de día en día, escribí: espéralo todo de
Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. El obrará, si en El
te abandonas [393] . Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho
aún más robusta, más honda. He visto, en muchas vidas, que la esperanza en
Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene
palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del
camino se sufra, y a veces se sufra de veras.
Mientras leía el texto de la Epístola de la Misa, me
he conmovido, e imagino que a vosotros os ha sucedido otro tanto. Comprendía
que Dios nos ayudaba, con las palabras del Apóstol, a contemplar el entramado
divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se
teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana.
Oíd de nuevo a San Pablo: justificados por la fe,
mantengamos la paz con Dios, mediante Nuestro Señor Jesucristo, por quien, en
virtud de la fe, tenemos cabida en esta gracia, en la que permanecemos firmes y
nos gloriamos con la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. Pero no nos
gloriamos solamente en esto; nos gozamos también en las tribulaciones, sabiendo
que la tribulación ejercita la paciencia, la paciencia sirve a la prueba, y la
prueba a la esperanza; esperanza que no defrauda, porque la caridad de Dios ha
sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo [394] .
205.
Aquí, en la presencia de Dios, que
nos preside desde el Sagrario -¡cómo fortalece esta proximidad real de
Jesús!-, vamos a meditar hoy acerca de ese suave don de Dios, la esperanza, que
colma nuestras almas de alegría, spe gaudentes [395] , gozosos, porque -si
somos fieles- nos aguarda el Amor infinito.
No olvidemos jamás que para todos -para cada uno de
nosotros, por tanto- sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida
divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos
humanamente ilustrada, cuando se prescinde de El. Nunca he concedido demasiado
peso a los santones que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras,
como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en
determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque
tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios, y la
inefable alegría de la esperanza teologal.
Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa
más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que
ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el
Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quae sursum sunt quaerite; buscad las cosas de
arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del
Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya -a lo que es mundano, por
el Bautismo-, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios [396] .
206.
Esperanzas terrenas y esperanza cristiana
Con monótona cadencia sale de la boca de muchos el
ritornello, ya tan manido, de que la esperanza es lo último que se pierde; como
si la esperanza fuera un asidero para seguir deambulando sin complicaciones, sin
inquietudes de conciencia; o como si fuera un expediente que permite aplazar
sine die la oportuna rectificación de la conducta, la lucha para alcanzar metas
nobles y, sobre todo, el fin supremo de unirnos con Dios.
Yo diría que ése es el camino para confundir la
esperanza con la comodidad. En el fondo, no hay ansias de conseguir un verdadero
bien, ni espiritual, ni material legítimo; la pretensión más alta de algunos
se reduce a esquivar lo que podría alterar la tranquilidad -aparente- de una
existencia mediocre. Con un alma tímida, encogida, perezosa, la criatura se
llena de sutiles egoísmos y se conforma con que los días, los años,
transcurran sine spe nec metu, sin aspiraciones que exijan esfuerzos, sin las
zozobras de la pelea: lo que importa es evitar el riesgo del desaire y de las
lágrimas. ¡Qué lejos se está de obtener algo, si se ha malogrado el deseo de
poseerlo, por temor a las exigencias que su conquista comporta!
No falta tampoco la actitud superficial de quienes
-incluso con visos de afectada cultura o de ciencia- componen con la esperanza
poesía fácil. Incapaces de enfrentarse sinceramente con su intimidad y de
decidirse por el bien, limitan la esperanza a una ilusión, a un ensueño
utópico, al simple consuelo ante las congojas de una vida difícil. La
esperanza -¡falsa esperanza!- se muda para éstos en una frívola veleidad, que
a nada conduce.
207.
Pero si abundan los temerosos y los
frívolos, en esta tierra nuestra muchos hombres rectos, impulsados por un noble
ideal -aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía-, afrontan toda clase de
privaciones y se gastan generosamente en servir a los otros, en ayudarles en sus
sufrimientos o en sus dificultades. Me siento siempre movido a respetar, e
incluso a admirar la tenacidad de quien trabaja decididamente por un ideal
limpio. Sin embargo, considero una obligación mía recordar que todo lo que
iniciamos aquí, si es empresa exclusivamente nuestra, nace con el sello de la
caducidad. Meditad las palabras de la Escritura: he contemplado todo cuanto
habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve, y vi que todo
era vanidad y apacentarse de viento, y que no hay provecho alguno debajo del sol
[397] .
Esta precariedad no sofoca la esperanza. Al contrario,
cuando reconocemos las pequeñeces y la contingencia de la iniciativas terrenas,
ese trabajo se abre a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer
y lo convierte en lugar de encuentro con Dios. Se ilumina así esa tarea con una
luz perenne, que aleja las tinieblas de las desilusiones. Pero si transformamos
los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada
eterna y el fin para el que hemos sido creados -amar y alabar al Señor, y
poseerle después en el Cielo-, los más brillantes intentos se tornan en
traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas. Recordad la
sincera y famosa exclamación de San Agustín, que había experimentado tantas
amarguras mientras desconocía a Dios, y buscaba fuera de El la felicidad: ¡nos
creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que
descanse en Ti! [398] . Quizá no exista nada más trágico en la vida de los
hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de
la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor
que sacia sin saciar.
A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la
seguridad de sentirme -de saberme- hijo de Dios me llena de verdadera esperanza
que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a
nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana. Estoy feliz con la certeza
del Cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final; con la dicha
que nos llegará, quoniam bonus [399] , porque mi Dios es bueno y es infinita su
misericordia. Esta convicción me incita a comprender que sólo lo que está
marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su
valor es imperecedero. Por esto, la esperanza no me separa de las cosas de esta
tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que
trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios
Creador y con Dios Redentor.
208.
En qué esperar
Quizá más de uno se pregunte: los cristianos, ¿en
qué debemos esperar?, porque el mundo nos ofrece muchos bienes, apetecibles
para este corazón nuestro, que reclama felicidad y persigue con ansias el amor.
Además, queremos sembrar la paz y la alegría a manos llenas, no nos quedamos
satisfechos con el logro de una prosperidad personal, y procuramos que estén
contentos todos los que nos rodean.
Por desgracia, algunos, con una visión digna pero
chata, con ideales exclusivamente caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del
cristiano se han de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos
interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin. Hemos
comprobado, de tantas maneras, que lo de aquí abajo pasará para todos, cuando
este mundo acabe: y ya antes, para cada uno, con la muerte, porque no acompañan
las riquezas ni los honores al sepulcro. Por eso, con las alas de la esperanza,
que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar:
in te Domine speravi, non confundar in aeternum [400] , espero en Ti, Señor,
para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los
siglos.
209.
No nos ha creado el Señor para
construir aquí una Ciudad definitiva [401] , porque este mundo es el camino
para el otro, que es morada sin pesar [402] . Sin embargo, los hijos de Dios no
debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios
para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae
verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Esta
ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad;
llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural,
de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el
quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones
humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la
caducidad de lo mundano.
Por el Bautismo, somos portadores de la palabra de
Cristo, que serena, que enciende y aquieta las conciencias heridas. Y para que
el Señor actúe en nosotros y por nosotros, hemos de decirle que estamos
dispuestos a luchar cada jornada, aunque nos veamos flojos e inútiles, aunque
percibamos el peso inmenso de las miserias personales y de la pobre personal
debilidad. Hemos de repetirle que confiamos en El, en su asistencia: si es
preciso, como Abraham, contra toda esperanza [403] . Así, trabajaremos con
renovado empeño, y enseñaremos a la gente a reaccionar con serenidad, libres
de odios, de recelos, de ignorancias, de incomprensiones, de pesimismos, porque
Dios todo lo puede.
210.
Allí donde nos encontremos, nos
exhorta el Señor: ¡vela! Alimentemos en nuestras conciencias, ante esa
petición de Dios, los deseos esperanzados de santidad, con obras. Dame, hijo
mío, tu corazón [404] , nos sugiere al oído. Déjate de construir castillos
con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el
Señor hallarás fundamento real para tu esperanza y para hacer el bien a los
demás. Cuando no se lucha consigo mismo, cuando no se rechazan terminantemente
los enemigos que están dentro de la ciudadela interior -el orgullo, la envidia,
la concupiscencia de la carne y de los ojos, la autosuficiencia, la alocada
avidez de libertinaje-, cuando no existe esa pelea interior, los más nobles
ideales se agostan como la flor del heno, que al salir el sol ardiente, se seca
la hierba, cae la flor, y se acaba su vistosa hermosura [405] . Después, en el
menor resquicio brotarán el desaliento y la tristeza, como una planta dañina e
invasora.
No se conforma Jesús con un asentimiento titubeante.
Pretende, tiene derecho a que caminemos con entereza, sin concesiones ante las
dificultades. Exige pasos firmes, concretos; pues, de ordinario, los propósitos
generales sirven para poco. Esos propósitos tan poco delineados me parecen
ilusiones falaces, que intentan acallar las llamadas divinas que percibe el
corazón; fuegos fatuos, que no queman ni dan calor, y que desaparecen con la
misma fugacidad con que han surgido.
Por eso, me convenceré de que tus intenciones para
alcanzar la meta son sinceras, si te veo marchar con determinación. Obra el
bien, revisando tus actitudes ordinarias ante la ocupación de cada instante;
practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas, aunque te
dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te rodean, sirviendo a los
otros con alegría en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la
mayor perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud
cristiana. Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada
alta, anhelando la Patria definitiva, que sólo ese fin merece la pena.
211.
Todo lo puedo
Si no luchas, no me digas que intentas identificarte
más con Cristo, conocerle, amarle. Cuando emprendemos el camino real de seguir
a Cristo, de portarnos como hijos de Dios, no se nos oculta lo que nos aguarda:
la Santa Cruz, que hemos de contemplar como el punto central donde se apoya
nuestra esperanza de unirnos al Señor.
Te anticipo que este programa no resulta una empresa
cómoda; que vivir a la manera que señala el Señor supone esfuerzo. Os leo la
enumeración del Apóstol, cuando refiere sus peripecias y sus sufrimientos por
cumplir la voluntad de Jesús: cinco veces recibí de los judíos cuarenta
azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres
veces naufragué; estuve una noche y un día hundido en alta mar. En viajes,
muchas veces, peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi
nación, peligros de los gentiles, peligros en poblado, peligros en despoblado,
peligros en la mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajos y miserias, en
muchas vigilias, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez. Fuera
de estos sucesos exteriores, cargan sobre mí las ocupaciones de cada día por
la solicitud de todas las iglesias [406] .
Me gusta, en estas conversaciones con el Señor,
ceñirme a la realidad en la que nos desenvolvemos, sin inventarme teorías, ni
soñar con grandes renuncias, con heroicidades, que habitualmente no se dan.
Importa que aprovechemos el tiempo, que se nos escapa de las manos y que, con
criterio cristiano, es más que oro, porque representa un anticipo de la gloria
que se nos concederá después.
Lógicamente, en nuestra jornada no toparemos con tales
ni con tantas contradicciones como se cruzaron en la vida de Saulo. Nosotros
descubriremos la bajeza de nuestro egoísmo, los zarpazos de la sensualidad, los
manotazos de un orgullo inútil y ridículo, y muchas otras claudicaciones:
tantas, tantas flaquezas. ¿Descorazonarse? No. Con San Pablo, repitamos al
Señor: siento satisfacción en mis enfermedades, en los ultrajes, en las
necesidades, en las persecuciones, en las angustias por amor de Cristo; pues
cuando estoy débil, entonces soy más fuerte [407] .
212.
A veces, cuando todo nos sale al
revés de como imaginábamos, nos viene espontáneamente a la boca: ¡Señor,
que se me hunde todo, todo, todo...! Ha llegado la hora de rectificar: yo,
contigo, avanzaré seguro, porque Tú eres la misma fortaleza: quia tu es, Deus,
fortitudo mea [408] .
Te he rogado que, en medio de las ocupaciones, procures
alzar tus ojos al Cielo perseverantemente, porque la esperanza nos impulsa a
agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no
perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan
y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando
-con vanidad pueril- nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de
que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi
fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel grito: todo lo
puedo en Aquel que me conforta [409] , que recoge la promesa segura de Dios de
no abandonar a sus hijos, si sus hijos no le abandonan.
213.
La miseria y el perdón
Tanto se ha acercado el Señor a las criaturas, que
todos guardamos en el corazón hambres de altura, ansias de subir muy alto, de
hacer el bien. Si remuevo en ti ahora esas aspiraciones, es porque quiero que te
convenzas de la seguridad que El ha puesto en tu alma: si le dejas obrar,
servirás -donde estás- como instrumento útil, con una eficacia insospechada.
Para que no te apartes por cobardía de esa confianza que Dios deposita en ti,
evita la presunción de menospreciar ingenuamente las dificultades que
aparecerán en tu camino de cristiano.
No hemos de extrañarnos. Arrastramos en nosotros
mismos -consecuencia de la naturaleza caída- un principio de oposición, de
resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por
nuestros pecados personales. Por tanto, hemos de emprender esas ascensiones,
esas tareas divinas y humanas -las de cada día-, que siempre desembocan en el
Amor de Dios, con humildad, con corazón contrito, fiados en la asistencia
divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno
mismo.
Mientras peleamos -una pelea que durará hasta la
muerte-, no excluyas la posibilidad de que se alcen, violentos, los enemigos de
fuera y de dentro. Y por si fuera poco ese lastre, en ocasiones se agolparán en
tu mente los errores cometidos, quizá abundantes. Te lo digo en nombre de Dios:
no desesperes. Cuando eso suceda -que no debe forzosamente suceder; ni será lo
habitual-, convierte esa ocasión en un motivo de unirte más con el Señor;
porque El, que te ha escogido como hijo, no te abandonará. Permite la prueba,
para que ames más y descubras con más claridad su continua protección, su
Amor.
Insisto, ten ánimos, porque Cristo, que nos perdonó
en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia, y
siempre tenemos por abogado ante el Padre a Jesucristo, el Justo. El mismo es la
víctima de propiciación por nuestros pecados: y no tan sólo por los nuestros,
sino también por los de todo el mundo [410] , para que alcancemos la Victoria.
¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del
Señor, considera que Dios no pierde batallas. Si te alejas de El por cualquier
motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo
pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del
día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del
Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te
inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin
cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios,
que es también Madre nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te
afianza en tus pisadas.
214.
Dios no se cansa de perdonar
Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae
siete veces [411] . Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi
alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor. Una vez más viene el Señor a
nuestro encuentro, con esa advertencia divina, para hablarnos de su
misericordia, de su ternura, de su clemencia, que nunca se acaban. Estad
seguros: Dios no quiere nuestras miserias, pero no las desconoce, y cuenta
precisamente con esas debilidades para que nos hagamos santos.
Una sacudida de amor, os decía. Miro mi vida y, con
sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no
puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero El es el todo y, al mismo tiempo, es
mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí.
¿Habéis contemplado amor más grande?
Y una sacudida de dolor, pues repaso mi conducta, y me
asombro ante el cúmulo de mis negligencias. Me basta examinar las pocas horas
que llevo de pie en este día, para descubrir tanta falta de amor, de
correspondencia fiel. Me apena de veras este comportamiento mío, pero no me
quita la paz. Me postro ante Dios, y le expongo con claridad mi situación.
Enseguida recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi
corazón que El me repite despacio: meus es tu! [412] ; sabía -y sé- cómo
eres, ¡adelante!
No puede ser de otra manera. Si acudimos continuamente
a ponernos en la presencia del Señor, se acrecentará nuestra confianza, al
comprobar que su Amor y su llamada permanecen actuales: Dios no se cansa de
amarnos. La esperanza nos demuestra que, sin El, no logramos realizar ni el más
pequeño deber; y con El, con su gracia, cicatrizarán nuestras heridas; nos
revestiremos con su fortaleza para resistir a los ataques del enemigo, y
mejoraremos. En resumen: la conciencia de que estamos hechos de barro de botijo
nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús.
215.
Mezclaos con frecuencia entre los
personajes del Nuevo Testamento. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las
que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y
divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus
hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perenne
actualidad del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las
manos la protección divina; un amparo que gana en vigor, cuando vamos adelante
a pesar de los traspiés, cuando comenzamos y recomenzamos, que esto es la vida
interior, vivida con la esperanza en Dios.
Sin este afán de superar los obstáculos de dentro y
de fuera, no se nos concederá el premio. Ningún atleta será premiado, si no
luchare de veras [413] , y no sería auténtico el combate, si faltara el
adversario con quien pelear. Por lo tanto, si no hay adversario, no habrá
corona; pues no puede haber vencedor allá donde no hay vencido [414] .
Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser
un acicate para crecer como cristianos: en esa pelea nos santificamos, y nuestra
labor apostólica adquiere mayor eficacia. Al meditar esos momentos en los que
Jesucristo -en el Huerto de los Olivos y, más tarde, en el abandono y el
ludibrio de la Cruz- acepta y ama la Voluntad del Padre, mientras siente el peso
gigante de la Pasión, hemos de persuadirnos de que para imitar a Cristo, para
ser buenos discípulos suyos, es preciso que abracemos su consejo: si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz, y me siga [415]
. Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz!
Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de
apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales.
Compréndelo: si, al clavar un clavo en la pared, no
encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí? Si no nos robustecemos,
con el auxilio divino, por medio del sacrificio, no alcanzaremos la condición
de instrumentos del Señor. En cambio, si nos decidimos a aprovechar con
alegría las contrariedades, por amor de Dios, no nos costará ante lo difícil
y lo desagradable, ante lo duro y lo incómodo, exclamar con los Apóstoles
Santiago y Juan: ¡podemos! [416] .
216.
La importancia de la lucha
Debo preveniros ante una asechanza, que no desdeña en
emplear Satanás -¡ése no se toma vacaciones!-, para arrancarnos la paz.
Quizá en algún instante se insinúa la duda, la tentación de pensar que se
retrocede lamentablemente, o de que apenas se avanza; hasta cobra fuerza el
convencimiento de que, no obstante el empeño por mejorar, se empeora. Os
aseguro que, de ordinario, ese juicio pesimista refleja sólo una falsa
ilusión, un engaño que conviene rechazar. Suele suceder, en esos casos, que el
alma se torna más atenta, la conciencia más fina, el amor más exigente; o
bien, ocurre que la acción de la gracia ilumina con más intensidad, y saltan a
los ojos tantos detalles que en una penumbra pasarían inadvertidos. Sea lo que
fuere, hemos de examinar atentamente esas inquietudes, porque el Señor, con su
luz, nos pide más humildad o más generosidad. Acordaos de que la Providencia
de Dios nos conduce sin pausas, y no escatima su auxilio -con milagros
portentosos y con milagros menudos- para sacar adelante a sus hijos.
Militia est vita hominis super terram, et sicut dies
mercenarii, dies eius [417] , la vida del hombre sobre la tierra es milicia, y
sus días transcurren con el peso del trabajo. Nadie escapa a este imperativo;
tampoco los comodones que se resisten a enterarse: desertan de las filas de
Cristo, y se afanan en otras contiendas para satisfacer su poltronería, su
vanidad, sus ambiciones mezquinas; andan esclavos de sus caprichos.
Si la situación de lucha es connatural a la criatura
humana, procuremos cumplir nuestras obligaciones con tenacidad, rezando y
trabajando con buena voluntad, con rectitud de intención, con la mirada puesta
en lo que Dios quiere. Así se colmarán nuestras ansias de Amor, y
progresaremos en la marcha hacia la santidad, aunque al terminar la jornada
comprobemos que todavía nos queda por recorrer mucha distancia.
Renovad cada mañana, con un serviam! decidido -¡te
serviré, Señor!-, el propósito de no ceder, de no caer en la pereza o en la
desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo, bien
persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar ese
bache con un acto de amor sincero.
217.
La virtud de la esperanza -seguridad
de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios
necesarios- nos habla de esa continua bondad del Señor con los hombres,
contigo, conmigo, siempre dispuesto a oírnos, porque jamás se cansa de
escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus
apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso, no esperes en El sólo cuando tropieces
con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias
favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección. Y la
certeza de nuestra nulidad personal -no se requiere una gran humildad para
reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros- se trocará en
una fortaleza irresistible, porque a la izquierda de nuestro yo estará Cristo,
y ¡qué cifra inconmensurable resulta!: el Señor es mi fortaleza y mi refugio,
¿a quién temeré? [418] .
Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que
El nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos
con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de
caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para
no perder su divina compañía.
218.
Esta lucha del hijo de Dios no va
unida a tristes renuncias, a oscuras resignaciones, a privaciones de alegría:
es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa,
mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada, y por
ella se enfrenta gustosamente con los diferentes problemas. En nuestro caso,
además, como Dios -insisto- no pierde batallas, nosotros, con El, nos
llamaremos vencedores. Tengo la experiencia de que, si me ajusto fielmente a sus
requerimientos, me pone en verdes prados y me lleva a frescas aguas. Recrea mi
alma, y me guía por amor de su nombre. Aunque haya de pasar por un valle
tenebroso, no temo mal alguno, porque tú estás conmigo. Tu clava y tu cayado
son mi consuelo [419] .
En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es
cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con
tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o
que pasaréis por altibajos -Dios permita que sean imperceptibles- en vuestra
vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es
omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer.
Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar
y recomenzar en cada momento, si fuera preciso.
Acudid semanalmente -y siempre que lo necesitéis, sin
dar cabida a los escrúpulos- al santo Sacramento de la penitencia, al
sacramento del divino perdón. Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de
los montes [420] , y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano,
sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al
Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la
alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con
nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? [421] . Optimismo, por lo tanto. Movidos
por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que
extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una
perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y
así de bello lo restituiremos a El, si aprendemos a arrepentirnos.
219.
Con la mirada en el Cielo
Crezcamos en esperanza, que de este modo nos
afianzaremos en la fe, verdadero fundamento de las cosas que se esperan, y
convencimiento de las que no se poseen [422] . Crezcamos en esta virtud, que es
suplicar al Señor que acreciente su caridad en nosotros, porque sólo se
confía de veras en lo que se ama con todas las fuerzas. Y vale la pena amar al
Señor. Vosotros habéis experimentado, como yo, que la persona enamorada se
entrega segura, con una sintonía maravillosa, en la que los corazones laten en
un mismo querer. ¿Y qué será el Amor de Dios? ¿No conocéis que por cada uno
de nosotros ha muerto Cristo? Sí, por este corazón nuestro, pobre, pequeño,
se ha consumado el sacrificio redentor de Jesús.
Frecuentemente nos habla el Señor del premio que nos
ha ganado con su Muerte y su Resurrección. Yo voy a preparar un lugar para
vosotros. Y cuando habré ido, y os haya preparado lugar, vendré otra vez y os
llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros [423] . El
Cielo es la meta de nuestra senda terrena. Jesucristo nos ha precedido y allí,
en compañía de la Virgen y de San José -a quien tanto venero-, de los Angeles
y de los Santos, aguarda nuestra llegada.
No han faltado nunca los herejes -también en la época
apostólica- que han intentado arrancar a los cristianos la esperanza. Si se
predica a Cristo como resucitado de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de
vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos? Pues si no hay
resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Pero si no resucitó
Cristo, vana es nuestra predicación, y vana es también vuestra fe... [424] .
La divinidad de nuestro camino -Jesús, camino, verdad y vida [425] - es prenda
segura de que acaba en la felicidad eterna, si de El no nos apartamos.
220.
¡Qué maravilloso será cuando
Nuestro Padre nos diga: siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en las cosas
pequeñas, yo te confiaré las grandes: entra en el gozo de tu Señor! [426]
¡Esperanzados! Ese es el prodigio del alma contemplativa. Vivimos de Fe, y de
Esperanza, y de Amor; y la Esperanza nos vuelve poderosos. ¿Recordáis a San
Juan?: a vosotros escribo, jóvenes, porque sois valientes y la palabra de Dios
permanece en vosotros, y vencisteis al maligno [427] . Dios nos urge, para la
juventud eterna de la Iglesia y de la humanidad entera. ¡Podéis transformar en
divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!
No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os
recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores
limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta
breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo
el bien [428] . Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas
llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora
del martirio: ven al Padre [429] , ven hacia tu Padre, que te espera ansioso.
Pidamos a Santa María, Spes nostra, que nos encienda
en el afán santo de habitar todos juntos en la casa del Padre. Nada podrá
preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera
Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen
viento a tan claras riberas.
[393]
Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, p. 67.
[394] Rom
V, 1-5.
[395] Rom XII, 12.
[396] Col III, 1-3.
[397] Eccli II, 11.
[398] S. Agustín, Confessiones, 1, 1, 1 (PL 32, 661).
[399] Ps
CV, 1.
[400] Ps XXX, 2.
[401] Cfr. Hebr XIII, 14.
[402] Jorge Manrique, Coplas, V.
[403] Rom IV, 18.
[404] Prv
XXIII, 26.
[405] Iac I, 10-11.
[406] 2 Cor XI, 24-28.
[407] 2 Cor XII, 10.
[408] Ps XLII,2.
[409] Phil IV, 13.
[410] 1 Ioh II, 1-2.
[411] Prv XXIV, 16.
[412] Is XLIII, 1.
[413] 2 Tim II, 5.
[414] S. Gregorio Niseno, De perfecta christiani forma (PG 46, 286).
[415] Mt XVI, 24.
[416] Mc
X, 39.
[417] Job VII, 1.
[418] Ps XXVI, 1.
[419] Ps XXII, 2-4.
[420] Cfr. Ps CIII, 10.
[421] Rom VIII, 31.
[422] Hebr XI, 1.
[423] Ioh XIV, 2-3.
[424] 1 Cor XV, 12-14.
[425] Cfr. Ioh XIV, 6.
[426] Mt XXV, 21.
[427] 1 Ioh II, 14.
[428] Act X, 38.
[429] S. Ignacio de Antioquía, Epistola ad Romanos, 7 (PG 5,694).
14.
CON LA FUERZA DEL AMOR
Homilía pronunciada el 6-IV-1967.
221.
Mezclado entre la multitud, uno de
aquellos peritos que no acertaban ya a discernir las enseñanzas reveladas a
Moisés, enmarañadas por ellos mismos con una estéril casuística, ha hecho
una pregunta al Señor. Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese
doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que
lo tiene bien experimentado: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y
con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento.
El segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos
dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los profetas [430] .
Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos,
en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el
Corazón de Cristo, rodeado por los que El ama, estalla en llamaradas inefables:
un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os
he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis
recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os
tenéis amor unos a otros [431] .
Para acercarse al Señor a través de las páginas del
Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en
la escena, que participéis como un personaje más. Así -sé de tantas almas
normales y corrientes que lo viven-, os ensimismaréis como María, pendiente de
las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente
vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas [432] .
222.
Señor, ¿por qué llamas nuevo a
este mandamiento? Como acabamos de escuchar, el amor al prójimo estaba
prescrito en el Antiguo Testamento, y recordaréis también que Jesús, apenas
comienza su vida pública, amplía esa exigencia, con divina generosidad:
habéis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo.
Yo os pido más: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen
y orad por los que os persiguen y calumnian [433] .
Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas
llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en
la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que -a pesar de sus
personales flaquezas y miserias, como las nuestras- te han acompañado hasta
Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os
he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido
testigos de tu amor insondable!
El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros,
precisos. Ha subrayado con obras su doctrina. Y, sin embargo, muchas veces he
pensado que, después de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo,
porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la
mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado,
concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío.
No cabe semejante postura entre los cristianos. Si
profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas
que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con
evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es
mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene
definida por el comportamiento de Jesús. Además, El no nos propone esa norma
de conducta como una meta lejana, como la coronación de toda una vida de lucha.
Es -debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos- el punto
de partida, porque Nuestro Señor lo antepone como signo previo: en esto
conocerán que sois mis discípulos.
223.
Jesucristo, Señor Nuestro, se
encarnó y tomó nuestra naturaleza, para mostrarse a la humanidad como el
modelo de todas las virtudes. Aprended de mí, invita, que soy manso y humilde
de corazón [434] .
Más tarde, cuando explica a los Apóstoles la señal
por la que les reconocerán como cristianos, no dice: porque sois humildes. El
es la pureza más sublime, el Cordero inmaculado. Nada podía manchar su
santidad perfecta, sin mancilla [435] . Pero tampoco indica: se darán cuenta de
que están ante mis discípulos porque sois castos y limpios.
Pasó por este mundo con el más completo
desprendimiento de los bienes de la tierra. Siendo Creador y Señor de todo el
universo, le faltaba incluso el lugar donde reclinar la cabeza [436] . Sin
embargo, no comenta: sabrán que sois de los míos, porque no os habéis apegado
a las riquezas. Permanece cuarenta días con sus noches en el desierto, en ayuno
riguroso [437] , antes de dedicarse a la predicación del Evangelio. Y, del
mismo modo, no asegura a los suyos: comprenderán que servís a Dios, porque no
sois comilones ni bebedores.
La característica que distinguirá a los apóstoles, a
los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: en esto
-precisamente en esto- conocerán todos que sois mis discípulos, en que os
tenéis amor unos a otros [438] .
Me parece perfectamente lógico que los hijos de Dios
se hayan quedado siempre removidos -como tú y yo, en estos momentos- ante esa
insistencia del Maestro. El Señor no establece como prueba de la fidelidad de
sus discípulos, los prodigios o los milagros inauditos, aunque les ha conferido
el poder de hacerlos, en el Espíritu Santo. ¿Qué les comunica? Conocerán que
sois mis discípulos si os amáis recíprocamente [439] .
224.
Pedagogía divina
No odiar al enemigo, no devolver mal por mal, renunciar
a la venganza, perdonar sin rencor, se consideraba entonces -y también ahora,
no nos engañemos- una conducta insólita, demasiado heroica, fuera de lo
normal. Hasta ahí llega la mezquindad de las criaturas. Jesucristo, que ha
venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra
redentora, quiso enseñar a sus discípulos -a ti y a mí- una caridad grande,
sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a
cada uno de nosotros. Sólo de esta manera, imitando -dentro de la propia
personal tosquedad- los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos
los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo.
Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos
esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la
simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí,
dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II,
Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al
contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo
sobrenatural y humano: mirad cómo se aman [440] , repetían.
Si percibes que tú, ahora o en tantos detalles de la
jornada, no mereces esa alabanza; que tu corazón no reacciona como debiera ante
los requerimientos divinos, piensa también que te ha llegado el tiempo de
rectificar. Atiende la invitación de San Pablo: hagamos el bien a todos y
especialmente a aquellos que pertenecen, mediante la fe, a la misma familia que
nosotros [441] , al Cuerpo Místico de Cristo.
225.
El principal apostolado que los
cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es
contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica
caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y
rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la
Buena Nueva del Evangelio?
Resulta muy fácil, muy a la moda, afirmar con la boca
que se ama a todas las criaturas, creyentes y no creyentes. Pero si el que habla
así maltrata a los hermanos en la fe, dudo de que en su conducta exista algo
distinto de una palabrería hipócrita. En cambio, cuando amamos en el Corazón
de Cristo a los que somos hijos de un mismo Padre, estamos asociados en una
misma fe y somos herederos de una misma esperanza [442] , nuestra alma se
engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor.
Os estoy recordando las exigencias de la caridad, y
quizá alguno habrá opinado que falta precisamente esa virtud en las palabras
que acabo de pronunciar. Nada más opuesto a la realidad. Puedo aseguraros que,
con un santo orgullo y sin falsos ecumenismos, me llené de gozo cuando en el
pasado Concilio Vaticano II tomaba cuerpo con renovada intensidad esa
preocupación por llevar la Verdad a los que andan apartados del único Camino,
del de Jesús, pues me consume el hambre de que se salve la humanidad entera.
226.
Sí, fue muy grande mi alegría,
también porque se veía confirmado nuevamente un apostolado tan preferido por
el Opus Dei, el apostolado ad fidem, que no rechaza a ninguna persona, y admite
a los no cristianos, a los ateos, a los paganos, para que en lo posible
participen de los bienes espirituales de nuestra Asociación: esto tiene una
larga historia, de dolor y de lealtad, que he contado en otras ocasiones. Por
eso repito, sin miedo, que considero un celo hipócrita, embustero, el que
empuja a tratar bien a los que están lejos, de paso que pisotea o desprecia a
los que con nosotros viven la misma fe. Tampoco creo que te intereses por el
último pobre de la calle, si martirizas a los de tu casa; si permaneces
indiferente en sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos; si no te
esfuerzas en comprender o en pasar por alto sus defectos, siempre que no sean
ofensa de Dios.
227.
¿No os conmueve que el Apóstol
Juan, ya anciano, emplee la mayor parte de una de sus espístolas en exhortarnos
para que nos comportemos según esa doctrina divina? El amor que debe mediar
entre los cristianos nace de Dios, que es Amor. Carísimos, amémonos los unos a
los otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de
Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor [443]
. Se detiene en la caridad fraterna, pues por Cristo hemos sido convertidos en
hijos de Dios: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que
nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos [444] .
Y, mientras golpea reciamente nuestras conciencias para
que se tornen más sensibles a la gracia divina, insiste en que hemos recibido
una prueba maravillosa del amor del Padre por los hombres: en esto se demostró
la caridad de Dios hacia nosotros, en que Dios envió a su Hijo Unigénito al
mundo, para que por El tengamos vida [445] . El Señor tomó la iniciativa,
viniendo a nuestro encuentro. Nos dio ese ejemplo, para que acudamos con El a
servir a los demás, para que -me gusta repetirlo- pongamos generosamente
nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando, y les
resulte más amable su lucha. Debemos comportarnos así, porque hemos sido
hechos hijos del mismo Padre, de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo
muy amado.
228.
La caridad no la construimos
nosotros; nos invade con la gracia de Dios: porque El nos amó primero [446] .
Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a
Dios, es porque hemos sido amados por Dios [447] . Tú y yo estamos en
condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a
la fe, por el amor del Padre. Pedid con osadía al Señor este tesoro, esta
virtud sobrenatural de la caridad, para ejercitarla hasta en el último detalle.
Con frecuencia, los cristianos no hemos sabido
corresponder a ese don; a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una
limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia
más o menos formularia. Expresaba bien esta aberración la resignada queja de
una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño.
El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de
distinciones.
Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad,
de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no
poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este
pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está
unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Esa, y no otra, es la caridad
que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás
la imagen de Nuestro Señor.
229.
Universalidad de la caridad
Con el nombre de prójimo, dice San León Magno, no
hemos de considerar sólo a los que se unen a nosotros con los lazos de la
amistad o del parentesco, sino a todos los hombres, con los que tenemos una
común naturaleza... Un solo Creador nos ha hecho, un solo Creador nos ha dado
el alma. Todos gozamos del mismo cielo y del mismo aire, de los mismos días y
de las mismas noches y, aunque unos son buenos y otros son malos, unos justos y
otros injustos, Dios, sin embargo, es generoso y benigno con todos [448] .
los hijos de Dios nos forjamos en la práctica de ese
mandamiento nuevo, aprendemos en la Iglesia a servir y a no ser servidos [449] ,
y nos encontramos con fuerzas para amar a la humanidad de un modo nuevo, que
todos advertirán como fruto de la gracia de Cristo. Nuestro amor no se confunde
con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco
claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos
superiores. Es convivir con el prójimo, venerar -insisto- la imagen de Dios que
hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa
dirigirse a Cristo.
Universalidad de la caridad significa, por eso,
universalidad del apostolado; traducción en obras y de verdad, por nuestra
parte, del gran empeño de Dios, quiere que todos los hombres se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad [450] .
Si se ha de amar también a los enemigos -me refiero a
los que nos colocan entre sus enemigos: yo no me siento enemigo de nadie ni de
nada-, habrá que amar con más razón a los que solamente están lejos, a los
que nos caen menos simpáticos, a los que, por su lengua, por su cultura o por
su educación, parecen lo opuesto a ti o a mí.
230.
¿De qué amor se trata? La Sagrada
Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo
al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad.
Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano
significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin
discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo
mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de El.
El Señor nos urge: portaos bien con los que os
aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian [451] . Podemos no
sentirnos humanamente atraídos hacia las personas que nos rechazarían, si nos
acercásemos. Pero Jesús nos exige que no les devolvamos mal por mal; que no
desaprovechemos las ocasiones de servirles con el corazón, aunque nos cueste;
que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones.
Esa dilectio, esa caridad, se llena de matices más
entrañables cuando se refiere a los hermanos en la fe, y especialmente a los
que, porque así lo ha establecido Dios, trabajan más cerca de nosotros: los
padres, el marido o la mujer, los hijos y los hermanos, los amigos y los
colegas, los vecinos. Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio,
ordenado a Dios y fundado en El, no habría caridad.
231.
Manifestaciones del amor
Me gusta recoger unas palabras que el Espíritu Santo
nos comunica por boca del profeta Isaías: discite benefacere [452] , aprended a
hacer el bien. Suelo aplicar este consejo a los distintos aspectos de nuestra
lucha interior, porque la vida cristiana nunca ha de darse por terminada, ya que
el crecimiento en las virtudes viene como consecuencia de un empeño efectivo y
cotidiano.
En cualquier tarea de la sociedad, ¿cómo aprendemos?
Primero, examinamos el fin deseado y los medios para conseguirlo. Después,
perseveramos en el empleo de esos recursos, una y otra vez, hasta crear un
hábito, arraigado y firme. En el momento en que aprendemos algo, descubrimos
otras cosas que ignorábamos y que constituyen un estímulo para continuar este
trabajo sin decir nunca basta.
La caridad con el prójimo es una manifestación del
amor a Dios. Por eso, al esforzarnos por mejorar en esta virtud, no podemos
fijarnos límite alguno. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De
una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que El ha hecho por
nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así:
con exceso, sin cálculo, sin fronteras.
A todos los que estamos dispuestos a abrirle los oídos
del alma, Jesucristo enseña en el sermón de la Montaña el mandato divino de
la caridad. Y, al terminar, como resumen explica: amad a vuestros enemigos,
haced bien y prestad sin esperanza de recibir nada a cambio, y será grande
vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque El es bueno aun con
los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, así como también vuestro
Padre es misericordioso [453] .
La misericordia no se queda en una escueta actitud de
compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad
que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia.
Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente
transido por un amor recio, sacrificado, generoso. Así glosa la caridad San
Pablo en su canto a esa virtud: la caridad es sufrida, bienhechora; la caridad
no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa,
no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la
injusticia, se complace en la verdad; a todo se acomoda, cree en todo, todo lo
espera y lo soporta todo [454] .
232.
Una de sus primeras manifestaciones
se concreta en iniciar al alma en los caminos de la humildad. Cuando
sinceramente nos consideramos nada; cuando comprendemos que, sin el auxilio
divino, la más débil y flaca de las criaturas sería mejor que nosotros;
cuando nos vemos capaces de todos los errores y de todos los horrores; cuando
nos sabemos pecadores aunque peleemos con empeño para apartarnos de tantas
infidelidades, ¿cómo vamos a pensar mal de los demás?, ¿cómo se podrá
alimentar en el corazón el fanatismo, la intolerancia, la altanería?
La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de
tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con
todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse
-¡siempre!- como instrumentos de unidad. No en vano existe en el fondo del
hombre una aspiración fuerte hacia la paz, hacia la unión con sus semejantes,
hacia el mutuo respeto de los derechos de la persona, de manera que ese
miramiento se transforme en fraternidad. Refleja una huella de lo más valioso
de nuestra condición humana: si todos somos hijos de Dios, la fraternidad ni se
reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio: resalta como meta difícil,
pero real.
Frente a todos los cínicos, a los escépticos, a los
desamorados, a los que han convertido la propia cobardía en una mentalidad, los
cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible. Quizá existan muchas
dificultades para comportarse así, porque el hombre fue creado libre, y en su
mano está enfrentarse inútil y amargamente contra Dios: pero es posible y es
real, porque esa conducta nace necesariamente como consecuencia del amor de Dios
y del amor a Dios. Si tú y yo queremos, Jesucristo también quiere. Entonces
entenderemos con toda su hondura y con toda su fecundidad el dolor, el
sacrificio y la entrega desinteresada en la convivencia diaria.
233.
El ejercicio de la caridad
Pecaría de ingenuo el que se imaginase que las
exigencias de la caridad cristiana se cumplen fácilmente. Muy distinto se
demuestra lo que experimentamos en el quehacer habitual de la humanidad y, por
desgracia, en el ámbito de la Iglesia. Si el amor no obligara a callar, cada
uno contaría largamente de divisiones, de ataques, de injusticias, de
murmuraciones, de insidias. Hemos de admitirlo con sencillez, para tratar de
poner por nuestra parte el oportuno remedio, que ha de traducirse en un esfuerzo
personal por no herir, por no maltratar, por corregir sin dejar hundido a nadie.
No son cosas de hoy. Pocos años después de la
Ascensión de Cristo a los cielos, cuando aún andaban de un sitio a otro casi
todos los apóstoles, y era general un fervor estupendo de fe y de esperanza, ya
empezaban tantos, sin embargo, a descaminarse, a no vivir la caridad del
Maestro.
Habiendo entre vosotros celos y discordias -escribe San
Pablo a los de Corinto-, ¿no es claro que sois carnales y procedéis como
hombres? Porque diciendo uno: yo soy de Pablo, y el otro: yo de Apolo, ¿no
estáis mostrando ser aún hombres [455] , que no comprenden que Cristo ha
venido a superar todas esas divisiones? ¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo?
Ministros de Aquel en quien habéis creído, y eso según lo que a cada uno ha
concedido el Señor [456] .
El Apóstol no rechaza la diversidad: cada uno tiene de
Dios su propio don, quien de una manera, quien de otra [457] . Pero esas
diferencias han de estar al servicio del bien de la Iglesia. Yo me siento movido
ahora a pedir al Señor -uníos, si queréis, a esta oración mía- que no
permita que en su Iglesia la falta de amor encizañe a las almas. La caridad es
la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos
presentarnos ante el mundo y explicar, con la cabeza alta, aquí está Cristo?
234.
Por tanto, os repito con San Pablo:
cuando yo hablara todas las lenguas de los hombres y el lenguaje de los
ángeles, si no tuviere caridad, vengo a ser como un metal que suena, o campana
que retiñe. Y cuando tuviera el don de profecía y penetrase todos los
misterios y poseyese todas las ciencias, cuando tuviera toda la fe, de manera
que trasladase de una a otra parte los montes, no teniendo caridad soy nada.
Cuando yo distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres, y cuando
entregara mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, todo eso no me sirve
de nada [458] .
Ante estas palabras del Apóstol de las gentes, no
faltan los que coinciden con aquellos discípulos de Cristo, que, cuando Nuestro
Señor les anunció el Sacramento de su Carne y de su Sangre, comentaron: dura
es esta doctrina, ¿quién puede escucharla? [459] . Es dura, sí. porque la
caridad que describe el Apóstol no se limita a la filantropía, al
humanitarismo, o a la lógica conmiseración ante el sufrimiento ajeno: exige el
ejercicio de la virtud teologal del amor a Dios y del amor, por Dios, a los
demás. Por eso, la caridad nunca fenece, mientras que las profecías se
terminarán y cesarán las lenguas y se acabará la ciencia... Ahora permanecen
estas tres virtudes, la fe, la esperanza y la caridad; pero de las tres la
caridad es la más excelente de todas [460] .
235.
El único camino
Nos hemos convencido de que la caridad nada tiene que
ver con esa caricatura que, a veces, se ha pretendido trazar de la virtud
central de la vida del cristiano. Entonces, ¿por qué esta exigencia de
predicarla continuamente? ¿Surge como tema obligado, pero con pocas
posibilidades de que se manifieste en hechos concretos?
Si mirásemos a nuestro alrededor, encontraríamos
quizá razones para pensar que la caridad es una virtud ilusoria. Pero,
considerando las cosas con sentido sobrenatural, descubrirás también la raíz
de esa esterilidad: la ausencia de un trato intenso y continuo, de tú a Tú,
con Nuestro Señor Jesucristo; y el desconocimiento de la obra del Espíritu
Santo en el alma, cuyo primer fruto es precisamente la caridad.
Recogiendo unos consejos del Apóstol -llevad los unos
las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo [461] - añade un
Padre de la Iglesia: amando a Cristo soportaremos fácilmente la debilidad de
los demás, también de aquél a quien no amamos todavía, porque no tiene obras
buenas [462] .
Por ahí se encarama el camino que nos hace crecer en
la caridad. Si imaginásemos que antes hemos de ejercitarnos en actividades
humanitarias, en labores asistenciales, excluyendo el amor del Señor, nos
equivocaríamos. No descuidemos a Cristo a causa de la preocupación por el
prójimo enfermo, ya que debemos amar al enfermo a causa de Cristo [463] .
Mirad constantemente a Jesús que, sin dejar de ser
Dios, se humillió tomando forma de siervo [464] , para poder servirnos, porque
sólo en esa misma dirección se abren los afanes que merecen la pena. El amor
busca la unión, identificarse con la persona amada: y, al unirnos a Cristo, nos
atraerá el ansia de secundar su vida de entrega, de amor inmensurable, de
sacrificio hasta la muerte. Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o
consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con
todas las fuerzas a una tarea de servicio.
236.
Vamos a pedir ahora al Señor, para
terminar este rato de conversación con El, que nos conceda repetir con San
Pablo que triunfamos por virtud de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro
de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo
presente, ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más
profundo, ni cualquier otra criatura podrá jamás separarnos del amor de Dios,
que está en Jesucristo Nuestro Señor [465] .
De este amor la Escritura canta también con palabras
encendidas: las aguas copiosas no pudieron extinguir la caridad, ni los ríos
arrastrarla [466] . Este amor colmó siempre el Corazón de Santa María, hasta
enriquecerla con entrañas de Madre para la humanidad entera. En la Virgen, el
amor a Dios se confunde también con la solicitud por todos sus hijos. Debió de
sufrir mucho su Corazón dulcísimo, atento, hasta los menores detalles -no
tienen vino [467] -, al presenciar aquella crueldad colectiva, aquel
ensañamiento que fue, de parte de los verdugos, la Pasión y Muerte de Jesús.
Pero María no habla. Como su Hijo, ama, calla y perdona. Esa es la fuerza del
amor.
[430]
Mt XXII, 37-40.
[431] Ioh XIII, 34-35.
[432] Cfr. Lc X, 39-40.
[433] Mt V, 43-44.
[434] Mt XI, 29.
[435] Cfr. Ioh VIII, 46.
[436] Cfr. Mt VIII, 20.
[437] Cfr. Mt IV, 2.
[438] Ioh XIII, 35.
[439] S. Basilio, Regulae fusius tractatae, 3, 1 (PG 31, 918).
[440] Tertuliano, Apologeticus, 39 (PL 1, 47).
[441] Gal VI, 10.
[442] Minucio Félix, Octavius, 31 (PL 3, 338).
[443] 1 Ioh IV, 7-8.
[444] 1
Ioh III, 1.
[445] 1 Ioh IV, 9.
[446] 1 Ioh IV, 10.
[447] Orígenes, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 4, 9 (PG 14, 977).
[448] S. León Magno, Sermo XII, 2 (PL 54, 170).
[449]
Cfr. Mt XX, 28.
[450] 1 Tim II, 4.
[451] Mt V, 44.
[452] Is I, 17.
[453] Lc VI, 35-36.
[454] 1 Cor XIII, 4-7.
[455] 1 Cor III, 3-4.
[456] 1 Cor III, 4-5.
[457] Cfr. 1 Cor VII, 7.
[458] 1 Cor XIII, 1-3.
[459] Ioh VI, 61.
[460] 1 Cor XIII, 8, 13.
[461] Gal VI, 2.
[462] S. Agustín, De diversis quaestionibus LXXXIII, 71, 7 (PL 40, 83).
[463] S. Agustín, Ibidem.
[464]
Cfr. Phil II, 6-7.
[465] Rom VIII, 37-39.
[466] Cant VIII, 7.
[467] Ioh II, 3.
15.
VIDA DE ORACIÓN
Homilía pronunciada el 4-IV-1955.
237.
Siempre que sentimos en nuestro
corazón deseos de mejorar, de responder más generosamente al Señor, y
buscamos una guía, un norte claro para nuestra existencia cristiana, el
Espíritu Santo trae a nuestra memoria las palabras del Evangelio: conviene orar
perseverantemente y no desfallecer [468] . La oración es el fundamento de toda
labor sobrenatural; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiésemos de
este recurso, no lograríamos nada.
Quisiera que hoy, en nuestra meditación, nos
persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos a ser almas
contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación
continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día. Si
pretendemos seguir lealmente los pasos del Maestro, ése es el único camino.
238.
Volvamos nuestros ojos a Jesucristo,
que es nuestro modelo, el espejo en el que debemos mirarnos. ¿Cómo se
comporta, exteriormente también, en las grandes ocasiones? ¿Qué nos dice de
El el Santo Evangelio? Me conmueve esa disposición habitual de Cristo, que
acude al Padre antes de los grandes milagros; y su ejemplo, retirándose
cuarenta días con cuarenta noches al desierto [469] , antes de iniciar su vida
pública, para rezar.
Es muy importante -perdonad mi insistencia- observar
los pasos del Mesías, porque El ha venido a mostrarnos la senda que lleva al
Padre. Descubriremos, con El, cómo se puede dar relieve sobrenatural a las
actividades aparentemente más pequeñas; aprenderemos a vivir cada instante con
vibración de eternidad, y comprenderemos con mayor hondura que la criatura
necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para
invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o,
sencillamente, para estar con El.
Ya hace muchos años, considerando este modo de
proceder de mi Señor, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera
que sea, es una sobreabundancia de la vida interior. Por eso me parece tan
natural, y tan sobrenatural, ese pasaje en el que se relata cómo Cristo ha
decidido escoger definitivamente a los primeros doce. Cuenta San Lucas que,
antes, pasó toda la noche en oración [470] . Vedlo también en Betania, cuando
se dispone a resucitar a Lázaro, después de haber llorado por el amigo:
levanta los ojos al cielo y exclama: Padre, gracias te doy porque me has oído
[471] . Esta ha sido su enseñanza precisa: si queremos ayudar a los demás, si
pretendemos sinceramente empujarles para que descubran el auténtico sentido de
su destino en la tierra, es preciso que nos fundamentemos en la oración.
239.
Son tantas las escenas en las que
Jesucristo habla con su Padre, que resulta imposible detenernos en todas. Pero
pienso que no podemos dejar de considerar las horas, tan intensas, que preceden
a su Pasión y Muerte, cuando se prepara para consumar el Sacrificio que nos
devolverá al Amor divino. En la intimidad del Cenáculo su Corazón se
desborda: se dirige suplicante al Padre, anuncia la venida del Espíritu Santo,
anima a los suyos a un continuo fervor de caridad y de fe.
Ese encendido recogimiento del Redentor continúa en
Getsemaní, cuando percibe que ya es inminente la Pasión, con las humillaciones
y los dolores que se acercan, esa Cruz dura, en la que cuelgan a los
malhechores, que El ha deseado ardientemente. Padre, si es posible, aparta de
mí este cáliz [472] . Y enseguida: pero no se haga mi voluntad, sino la tuya
[473] . Más tarde, cosido al madero, solo, con los brazos extendidos con gesto
de sacerdote eterno, sigue manteniendo el mismo diálogo con su Padre: en tus
manos encomiendo mi espíritu [474] .
240.
Contemplemos ahora a su Madre
bendita, Madre nuestra también. En el Calvario, junto al patíbulo, reza. No es
una actitud nueva de María. Así se ha conducido siempre, cumpliendo sus
deberes, ocupándose de su hogar. Mientras estaba en las cosas de la tierra,
permanecía pendiente de Dios. Cristo, perfectus Deus, perfectus homo [475] ,
quiso que también su Madre, la criatura más excelsa, la llena de gracia, nos
confirmase en ese afán de elevar siempre la mirada al amor divino. Recordad la
escena de la Anunciación: baja el Arcángel, para comunicar la divina embajada
-el anuncio de que sería Madre de Dios-, y la encuentra retirada en oración.
María está enteramente recogida en el Señor, cuando San Gabriel la saluda:
Dios te salve, ¡oh llena de gracia!, el Señor es contigo [476] . Días
después rompe en la alegría del Magnificat -ese canto mariano, que nos ha
transmitido el Espíritu Santo por la delicada fidelidad de San Lucas-, fruto
del trato habitual de la Virgen Santísima con Dios.
Nuestra Madre ha meditado largamente las palabras de
las mujeres y de los hombres santos del Antiguo Testamento, que esperaban al
Salvador, y los sucesos de que han sido protagonistas. Ha admirado aquel cúmulo
de prodigios, el derroche de la misericordia de Dios con su pueblo, tantas veces
ingrato. Al considerar esta ternura del Cielo, incesantemente renovada, brota el
afecto de su Corazón inmaculado: mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu
está transportado de gozo en el Dios salvador mío; porque ha puesto los ojos
en la bajeza de su esclava [477] . Los hijos de esta Madre buena, los primeros
cristianos, han aprendido de Ella, y también nosotros podemos y debemos
aprender.
241.
En los Hechos de los Apóstoles se
narra una escena que a mí me encanta, porque recoge un ejemplo claro, actual
siempre: perseveraban todos en la enseñanza de los Apóstoles, y en la
comunicación de la fracción del pan, y en la oración [478] . Es una
anotación insistente, en el relato de la vida de los primeros seguidores de
Cristo: todos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración
[479] . Y cuando Pedro es apresado por predicar audazmente la verdad, deciden
rezar. La Iglesia incesantemente elevaba su petición por él [480] .
La oración era entonces, como hoy, la única arma, el
medio más poderoso para vencer en las batallas de la lucha interior: ¿hay
entre vosotros alguno que está triste? Que se recoja en oración [481] . Y San
Pablo resume: orad sin interrupción [482] , no os canséis nunca de implorar.
242.
Cómo hacer oración
¿Cómo hacer oración? Me atrevo a asegurar, sin temor
a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar, podría decir. pero yo
quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la
palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: no todo el que
repite: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos [483] . Los que
se mueven por la hipocresía, pueden quizá lograr el ruido de la oración
-escribía San Agustín-, pero no su voz, porque allí falta la vida [484] , y
está ausente el afán de cumplir la Voluntad del Padre. Que nuestro clamar
¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones
interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma.
Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no
quede ni sombra de doblez. El primer requisito para desterrar ese mal que el
Señor condena duramente, es procurar conducirse con la disposición clara,
habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de
sentir -en el corazón y en la cabeza- horror al pecado grave. Y también ha de
ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial
deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero
debilitan los cauces por los que nos llega.
243.
No me he cansado nunca y, con la
gracia de Dios, nunca me cansaré de hablar de oración. Hacia 1930, cuando se
acercaban a mí, sacerdote joven, personas de todas las condiciones
-universitarios, obreros, sanos y enfermos, ricos y pobres, sacerdotes y
seglares-, que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les aconsejaba
siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni siquiera cómo empezar, le
recomendaba que se pusiera en la presencia del Señor y le manifestase su
inquietud, su ahogo, con esa misma queja: Señor, ¡que no sé! Y, tantas veces,
en aquellas humildes confidencias se concretaba la intimidad con Cristo, un
trato asiduo con El.
Han transcurrido muchos años, y no conozco otra
receta. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus
discípulos: ¡enséñanos a hacer oración! [485] . Comprobarás cómo el
Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos
de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu
facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables [486] , que no pueden
contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura.
¡Qué firmeza nos debe producir la Palabra divina! No
me he inventado nada, cuando -a lo largo de mi ministerio sacerdotal- he
repetido y repito incansablemente ese consejo. Está recogido de la Escritura
Santa, de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor,
enséñanos a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa -luz, fuego, viento
impetuoso- del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de
provocar incendios de amor.
244.
Oración, diálogo
Ya hemos entrado por caminos de oración. ¿Cómo
seguir? ¿No habéis visto cómo tantos -ellas y ellos- parece que hablan
consigo mismos, escuchándose complacidos? Es una verborrea casi continua, un
monólogo que insiste incansablemente en los problemas que les preocupan, sin
poner los medios para resolverlos, movidos quizá únicamente por la morbosa
ilusión de que les compadezcan o de que les admiren. Se diría que no pretenden
más.
Cuando se quiere de verdad desahogar el corazón, si
somos francos y sencillos, buscaremos el consejo de las personas que nos aman,
que nos entienden: se charla con el padre, con la madre, con la mujer, con el
marido, con el hermano, con el amigo. Esto es ya diálogo, aunque con frecuencia
no se desee tanto oír como explayarse, contar lo que nos ocurre. Empecemos a
conducirnos así con Dios, seguros de que El nos escucha y nos responde; y le
atenderemos y abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para
referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro
corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y
hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado
que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial.
245.
Venced, si acaso la advertís, la
poltronería, el falso criterio de que la oración puede esperar. No retrasemos
jamás esta fuente de gracias para mañana. Ahora es el tiempo oportuno. Dios,
que es amoroso espectador de nuestro día entero, preside nuestra íntima
plegaria: y tú y yo -vuelvo a asegurar- hemos de confiarnos con El como se
confía en un hermano, en un amigo, en un padre. Dile -yo se lo digo- que El es
toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia. Y añade: por eso quiero
enamorarme de Ti, a pesar de la tosquedad de mis maneras, de estas pobres manos
mías, ajadas y maltratadas por el polvo de los vericuetos de la tierra.
Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas
divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea el íntimo convencimiento de
que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los
sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su
Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y
Padre mío, que eres la roca y la fortaleza [487] .
246.
Para algunos, todo esto quizá resulta familiar; para
otros, nuevo; para todos, arduo. Pero yo, mientras me quede aliento, no cesaré
de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en
cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos
abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como
en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las
personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las
palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues
así con Dios.
Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se
convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he
escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos
hace ver -con su ejemplo- que ése es el comportamiento certero: oración
constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale
con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor,
no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón [488] , no olvidará
nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque El ha afirmado: pedid y se
os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá [489] .
Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de
mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo
agradable y lo desagradable, ante el consuelo... y ante el desconsuelo por la
muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando
al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como
pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de
auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos producirá ninguna
deformación psicológica, porque -para un cristiano- debe resultar tan natural
como el latir del corazón.
247.
Oraciones vocales y oración mental
En este entramado, en este actuar de la fe cristiana se
engarzan, como joyas, las oraciones vocales. Son fórmulas divinas: Padre
Nuestro..., Dios te salve, María..., Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu
Santo. Esa corona de alabanzas a Dios y a Nuestra Madre que es el Santo Rosario,
y tantas, tantas otras aclamaciones llenas de piedad que nuestros hermanos
cristianos han recitado desde el principio.
San Agustín, comentando un versículo del Salmo 85
-Señor, apiádate de mí, porque todo el día clamé a ti, no un día solo-,
escribe: por todo el día entiende todo el tiempo, sin cesar... Un solo hombre
alcanza hasta el fin del mundo; pues claman los idénticos miembros de Cristo,
algunos ya descansan en El, otros le invocan actualmente y otros implorarán
cuando nosotros hayamos muerto, y después de ellos seguirán otros suplicando
[490] . ¿No os emociona la posibilidad de participar en este homenaje al
Creador, que se perpetúa en los siglos? ¡Qué grande es el hombre, cuando se
reconoce criatura predilecta de Dios y acude a El, tota die, en cada instante de
su peregrinación terrena!
248.
Que no falten en nuestra jornada unos
momentos dedicados especialmente a frecuentar a Dios, elevando hacia El nuestro
pensamiento, sin que las palabras tengan necesidad de asomarse a los labios,
porque cantan en el corazón. Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo
suficiente; a hora fija, si es posible. Al lado del Sagrario, acompañando al
que se quedó por Amor. Y si no hubiese más remedio, en cualquier parte, porque
nuestro Dios está de modo inefable en nuestra alma en gracia. Te aconsejo, sin
embargo, que vayas al oratorio siempre que puedas: y pongo empeño en no
llamarlo capilla, para que resalte de modo más claro que no es un sitio para
estar, con empaque de oficial ceremonia, sino para levantar la mente en
recogimiento e intimidad al cielo, con el convencimiento de que Jesucristo nos
ve, nos oye, nos espera y nos preside desde el Tabernáculo, donde está
realmente presente escondido en las especies sacramentales.
Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el
propio cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de
fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie: he procurado animar
a todos a acercarse al Señor, respetando a cada alma tal como es, con sus
propias características. Pedidle que meta sus designios en nuestra vida: no
sólo en la cabeza, sino en la entraña del corazón y en toda nuestra actividad
externa. Os aseguro que de este modo os ahorraréis gran parte de los disgustos
y de las penas del egoísmo, y os sentiréis con fuerza para extender el bien a
vuestro alrededor. ¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente
nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva,
con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por
los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al
menos, aceptación y paz.
Al invitarte a esas confidencias con el Maestro me
refiero especialmente a tus dificultades personales, porque la mayoría de los
obstáculos para nuestra felicidad nacen de una soberbia más o menos oculta.
Nos juzgamos de un valor excepcional, con cualidades extraordinarias; y, cuando
los demás no lo estiman así, nos sentimos humillados. Es una buena ocasión
para acudir a la oración y para rectificar, con la certeza de que nunca es
tarde para cambiar la ruta. Pero es muy conveniente iniciar ese cambio de rumbo
cuanto antes.
En la oración la soberbia, con la ayuda de la gracia,
puede transformarse en humildad. Y brota la verdadera alegría en el alma, aun
cuando notemos todavía el barro en las alas, el lodo de la pobre miseria, que
se está secando. Después, con la mortificación, caerá ese barro y podremos
volar muy alto, porque nos será favorable el viento de la misericordia de Dios.
249.
Mirad que el Señor suspira por
conducirnos a pasos maravillosos, divinos y humanos, que se traducen en una
abnegación feliz, de alegría con dolor, de olvido de sí mismo. Si alguno
quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo [491] . Un consejo que hemos
escuchado todos. Hemos de decidirnos a seguirlo de verdad: que el Señor pueda
servirse de nosotros para que, metidos en todas las encrucijadas del mundo
-estando nosotros metidos en Dios-, seamos sal, levadura, luz. Tú, en Dios,
para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para fermentar.
Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz:
únicamente la reflejamos. No somos nosotros los que salvamos las almas,
empujándolas a obrar el bien: somos tan sólo un instrumento, más o menos
digno, para los designios salvadores de Dios. Si alguna vez pensásemos que el
bien que hacemos es obra nuestra, volvería la soberbia, aún más retorcida; la
sal perdería el sabor, la levadura se pudriría, la luz se convertiría en
tinieblas.
250.
Un personaje más
Cuando, en estos treinta años de sacerdocio, he
insistido tenazmente en la necesidad de la oración, en la posibilidad de
convertir la existencia en un clamor incesante, algunas personas me han
preguntado: pero, ¿es posible conducirse siempre así? Lo es. Esa unión con
Nuestro Señor no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños,
ajenos al discurrir de los tiempos.
Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama
hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo unigénito [492] , si nos
espera -¡cada día!- como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo
pródigo [493] , ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño
sería no hablar con Dios, apartarse de El, olvidarle, desenvolverse en
actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia.
251.
Además, querría que os fijarais en
que nadie escapa al mimetismo. Los hombres, hasta inconscientemente, se mueven
en un continuo afán de imitarse unos a otros. Y nosotros, ¿abandonaremos la
invitación de imitar a Jesús? Cada individuo se esfuerza, poco a poco, por
identificarse con lo que le atrae, con el modelo que ha escogido para su propio
talante. Según el ideal que cada uno se forja, así resulta su modo de
proceder. Nuestro Maestro es Cristo: el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la
Trinidad Beatísima. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de
participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino.
Si en ocasiones no os sentís con fuerza para seguir
las huellas de Jesucristo, cambiad palabras de amistad con los que le conocieron
de cerca mientras permaneció en esta tierra nuestra. Con María, en primer
lugar, que lo trajo para nosotros. Con los Apóstoles. Varios gentiles se
llegaron a Felipe, natural de Betsaida, en Galilea, y le hicieron esta súplica:
deseamos ver a Jesús. Felipe fue y lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos
se lo dijeron a Jesús [494] . ¿No es cierto que esto nos anima? Aquellos
extranjeros no se atreven a presentarse al Maestro, y buscan un buen intercesor.
252.
¿Piensas que tus pecados son muchos,
que el Señor no podrá oírte? No es así, porque tiene entrañas de
misericordia. Si, a pesar de esta maravillosa verdad, percibes tu miseria,
muéstrate como el publicano [495] : ¡Señor, aquí estoy, tú verás! Y
observad lo que nos cuenta San Mateo, cuando a Jesús le ponen delante a un
paralítico. Aquel enfermo no comenta nada: sólo está allí, en la presencia
de Dios. Y Cristo, removido por esa contrición, por ese dolor del que sabe que
nada merece, no tarda en reaccionar con su misericordia habitual: ten confianza,
que perdonados te son tus pecados [496] .
Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los
pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o
el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el
entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón
enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre.
Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo
que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá El querrá indicarte
algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas
reconvenciones.
253.
Para dar cauce a la oración,
acostumbro -quizá pueda ayudar también a alguno de vosotros- a materializar
hasta lo más espiritual. Nuestro Señor utilizaba ese procedimiento. Le gustaba
enseñar con parábolas, sacadas del ambiente que le rodeaba: del pastor y de
las ovejas, de la vid y de los sarmientos, de barcas y de redes, de la semilla
que el sembrador arroja a voleo...
En nuestra alma ha caído la Palabra de Dios. ¿Qué
calse de tierra le hemos preparado? ¿Abundan las piedras? ¿Está colmada de
espinos? ¿Es quizá un lugar demasiado pisado por andares meramente humanos,
pequeños, sin brío? Señor, que mi parcela sea tierra buena, fértil, expuesta
generosamente a la lluvia y al sol; que arraigue tu siembra; que produzca
espigas granadas, trigo bueno.
Yo soy la vid y vosotros los sarmientos [497] . Ha
llegado septiembre y están las cepas cargadas de vástagos largos, delgados,
flexibles y nudosos, abarrotados de fruto, listo ya para la vendimia. Mirad esos
sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: sólo así se han
podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el
corazón de la gente [498] , aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En
el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran
sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la
esterilidad. Porque sin Mí no podéis hacer nada [499] .
El tesoro. Imaginad el gozo inmenso del afortunado que
lo encuentra. Se terminaron las estrecheces, las angustias. Vende todo lo que
posee y compra aquel campo. Todo su corazón late allí: donde esconde su
riqueza [500] . Nuestro tesoro es Cristo; no nos debe importar echar por la
borda todo lo que sea estorbo, para poder seguirle. Y la barca, sin ese lastre
inútil, navegará derechamente hasta el puerto seguro del Amor de Dios.
254.
Hay mil maneras de orar, os digo de
nuevo. Los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial,
para dirigirse a su Padre. El amor es inventivo, industrioso; si amamos,
sabremos descubrir caminos personales, íntimos, que nos lleven a este diálogo
continuo con el Señor.
Quiera Dios que, todo lo que hemos contemplado hoy, no
atraviese por encima de nuestra alma como una tormenta de verano: cuatro gotas,
luego el sol, y la sequía de nuevo. Esta agua de Dios tiene que remansarse,
llegar a las raíces y dar fruto de virtudes. Así irán transcurriendo nuestros
años -días de trabajo y de oración-, en la presencia del Padre. Si
flaqueamos, acudiremos al amor de Santa María, Maestra de oración; y a San
José, Padre y Señor Nuestro, a quien veneramos tanto, que es quien más
íntimamente ha tratado en este mundo a la Madre de Dios y -después de Santa
María- a su Hijo Divino. Y ellos presentarán nuestra debilidad a Jesús, para
que El la convierta en fortaleza.
[468]
Lc XVIII, 1.
[469] Cfr. Mt IV, 2.
[470] Lc VI, 12.
[471] Ioh XI, 41.
[472] Lc XXII, 42.
[473] Lc XXII, 42.
[474] Lc XXIII, 46.
[475] Símbolo Quicumque
[476] Lc I, 28.
[477] Lc I, 46-48.
[478] Act II, 42.
[479] Act I, 14.
[480] Act XII, 5.
[481] Iac V, 13.
[482] 1 Thes V, 17.
[483] Mt VII, 21.
[484] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 139, 10 (PL 37, 1809).
[485] Lc XI, 1.
[486] Rom VIII, 26.
[487] Cfr. 2 Reg XXII, 2.
[488] Mt XI, 29.
[489] Lc XI, 9.
[490] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 85, 5 (PL 37, 1085).
[491] Mt XVI, 24.
[492] Cfr. Ioh III, 16.
[493] Cfr. Lc XV, 11-32.
[494] Ioh XII, 20-22.
[495] Cfr. Lc XVIII, 13.
[496] Mt IX, 2.
[497] Ioh XV, 5.
[498] Cfr. Ps CIII, 15.
[499] Ioh XV, 5.
[500] Cfr. Mt VI, 21.
16.
PARA QUE TODOS SE SALVEN
Homilía pronunciada el 16-IV-1954.
255.
La vocación cristiana, esta llamada
personal del Señor, nos lleva a identificarnos con El. Pero no hay que olvidar
que El ha venido a la tierra para redimir a todo el mundo, porque quiere que los
hombres se salven [501] . No hay alma que no interese a Cristo. Cada una de
ellas le ha costado el precio de su Sangre [502] .
Al considerar estas verdades, vuelve a mi cabeza
aquella conversación entre los Apóstoles y el Maestro, momentos antes del
milagro de la multiplicación de los panes. había acompañado a Jesús una gran
muchedumbre. Levanta Nuestro Señor los ojos y pregunta a Felipe: ¿dónde
compraremos pan, para dar de comer a toda esa gente? [503] . Felipe contesta,
después de un cálculo rápido: doscientos denarios de pan no bastan, para que
cada uno tome un bocado [504] . No tienen tanto dinero: han de acudir a una
solución casera. Dícele uno de sus discípulos, Andrés, hermano de Simón
Pedro: aquí está un muchacho que ha traído cinco panes de cebada y dos peces;
pero, ¿qué es esto para tanta gente? [505] .
256.
El fermento y la masa
Nosotros queremos seguir al Señor, y deseamos difundir
su Palabra. Humanamente hablando, es lógico que nos preguntemos también: pero,
¿qué somos, para tanta gente? En comparación con el número de habitantes de
la tierra, aunque nos contemos por millones, somos pocos. Por eso, nos hemos de
ver como una pequeña levadura que está preparada y dispuesta para hacer el
bien a la humanidad entera, recordando las palabras del Apóstol: un poco de
levadura fermenta toda la masa [506] , la transforma. Necesitamos aprender a ser
ese fermento, esa levadura, para modificar y transformar la multitud.
¿Acaso el fermento es naturalmente mejor que la masa?
No. Pero la levadura es el medio para que la masa se elabore, convirtiéndose en
alimento comestible y sano.
Pensad, aunque sea a grandes rasgos, en la acción
eficaz del fermento, que sirve para confeccionar el pan, sustento base,
sencillo, al alcance de todos. En tantos sitios -quizá lo habéis presenciado-
la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un
producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos.
Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase.
Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y
paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la
levadura complete su misión, hinchando la pasta.
Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por la
leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona ese
pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar sin
la intervención de la levadura -poca cantidad-, que se ha diluido,
desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente, que pasa
inadvertida.
257.
Si meditamos con sentido espiritual
ese texto de San Pablo, entenderemos que no tenemos más remedio que trabajar,
al servicio de todas las almas. Otra cosa sería egoísmo. Si miramos nuestra
vida con humildad, distinguiremos claramente que el Señor nos ha concedido,
además de la gracia de la fe, talentos, cualidades. Ninguno de nosotros es un
ejemplar repetido: Nuestro Padre nos ha creado uno a uno, repartiendo entre sus
hijos un número diverso de bienes. Hemos de poner esos talentos, esas
cualidades, al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos
para ayudar a descubrir a Cristo.
No imaginéis que es este afán como una añadidura,
para bordear con una filigrana nuestra condición de cristianos. Si la levadura
no fermenta, se pudre. Puede desaparecer reavivando la masa, pero puede también
desaparecer porque se pierde, en un monumento a la ineficacia y al egoísmo. No
prestamos un favor a Dios Nuestro Señor, cuando lo damos a conocer a los
demás: por predicar el Evangelio no tengo gloria, pues estoy por necesidad
obligado, por el mandato de Jesucristo; y desventurado de mí si no lo predicare
[507] .
258.
Faenas de pesca
He aquí, promete el Señor, que yo enviaré muchos
pescadores y pescaré esos peces [508] . Así nos concreta la gran labor:
pescar. Se habla o se escribe a veces sobre el mundo, comparándolo a un mar. Y
hay verdad en esa comparación. En la vida humana, como en el mar, existen
periodos de calma y de borrasca, de tranquilidad y de vientos fuertes. Con
frecuencia, las criaturas están nadando en aguas amargas, en medio de olas
grandes; caminan entre tormentas, en una triste carrera, aun cuando parece que
tienen alegría, aun cuando producen mucho ruido: son carcajadas que quieren
encubrir su desaliento, su disgusto, su vida sin caridad y sin comprensión. Se
devoran unos a otros, los hombres como los peces.
Es tarea de los hijos de Dios lograr que todos los
hombres entren -en libertad- dentro de la red divina, para que se amen. Si somos
cristianos, hemos de convertirnos en esos pescadores que describe el profeta
Jeremías, con una metáfora que empleó también repetidamente Jesucristo:
seguidme, y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres [509] , dice a
Pedro y a Andrés.
259.
Vamos a acompañar a Cristo en esta
pesca divina. Jesús está junto al lago de Genesaret y las gentes se agolpan a
su alrededor, ansiosas de escuchar la palabra de Dios [510] . ¡Como hoy! ¿No
lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo
disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros -sin culpa
de su parte- no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo
extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un
momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones
habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no
lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la
enseñanza del Señor.
Dejemos que narre San Lucas: en esto vio dos barcas a
la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado, y estaban lavando las
redes. Subiendo, pues, en una, que era de Simón, pidióle que la desviase un
poco de tierra. Y sentándose dentro, predicaba desde la barca al numeroso
concurso [511] . Cuando acabó su catequesis, ordenó a Simón: guía mar
adentro, y echad vuestras redes para pescar [512] . Es Cristo el amo de la
barca; es El el que prepara la faena: para eso ha venido al mundo, para ocuparse
de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre. El
apostolado cristiano no lo hemos inventado nosotros. Los hombres, si acaso, lo
obstaculizamos: con nuestra torpeza, con nuestra falta de fe.
260.
Replicóle Simón: Maestro, durante
toda la noche hemos estado fatigándonos, y nada hemos cogido [513] . La
contestación parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y,
precisamente en aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo
pescar de día? Pero Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré la
red [514] . Decide proceder como Cristo le ha sugerido; se compromete a trabajar
fiado en la Palabra del Señor. ¿Qué sucede entonces? Habiéndolo hecho,
recogieron tan gran cantidad de peces, que la red se rompía. Por lo que
hicieron señas a los compañeros de la otra barca, para que viniesen y les
ayudasen. Se acercaron inmediatamente y llenaron tanto las dos barcas, que
faltó poco para que se hundiesen [515] .
Jesús, al salir a la mar con sus discípulos, no
miraba sólo a esta pesca. Por eso, cuando Pedro se arroja a sus pies y confiesa
con humildad: apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador, Nuestro
Señor responde: no temas, de hoy en adelante serán hombres los que has de
pescar [516] . Y en esa nueva pesca, tampoco fallará toda la eficacia divina:
instrumentos de grandes prodigios son los apóstoles, a pesar de sus personales
miserias.
261.
Se repetirán los milagros
También a nosotros, si luchamos diariamente por
alcanzar la santidad cada uno en su propio estado dentro del mundo y en el
ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a
asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si
fuera preciso, de los más extraordinarios. Daremos luz a los ciegos. ¿Quién
no podría contar mil casos de cómo un ciego casi de nacimiento recobra la
vista, recibe todo el esplendor de la luz de Cristo? Y otro era sordo, y otro
mudo, que no podían escuchar o articular una palabra como hijos de Dios... Y se
han purificado sus sentidos, y escuchan y se expresan ya como hombres, no como
bestias. In
nomine Iesu! [517]
, en el nombre de Jesús sus Apóstoles dan la facultad de moverse a aquel
lisiado, incapaz de una acción útil; y aquel otro poltrón, que conocía sus
obligaciones pero no las cumplía... En nombre del Señor, surge et ambula!
[518] , levántate y anda.
El otro, difunto, podrido, que olía a cadáver, ha
percibido la voz de Dios, como en el milagro del hijo de la viuda de Naím:
muchacho, yo te lo mando, levántate [519] . Milagros como Cristo, milagros como
los primeros Apóstoles haremos. Quizá en ti mismo, en mí se han operado esos
prodigios: quizá éramos ciegos, o sordos, o lisiados, o hedíamos a muerto, y
la palabra del Señor nos ha levantado de nuestra postración. Si amamos a
Cristo, si lo seguimos sinceramente, si no nos buscamos a nosotros mismos sino
sólo a El, en su nombre podremos transmitir a otros, gratis, lo que gratis se
nos ha concedido.
262.
He predicado constantemente esta
posibilidad, sobrenatural y humana, que Nuestro Padre Dios pone en las manos de
sus hijos: participar en la Redención operada por Cristo. Me llena de alegría
encontrar esta doctrina en los textos de los Padres de la Iglesia. San Gregorio
Magno precisa: los cristianos quitan las serpientes, cuando desarraigan el mal
del corazón de los demás con su exhortación al bien... La imposición de las
manos sobre los enfermos para curarlos, se da cuando se observa que el prójimo
se debilita en la práctica del bien y se le ofrece ayuda de mil maneras,
robusteciéndole en virtud del ejemplo. Estos milagros son tanto más grandes en
cuanto que suceden en el campo espiritual, trayendo la vida no a los cuerpos
sino a las almas. También vosotros, si no os abandonáis, podréis obrar estos
prodigios, con la ayuda de Dios [520] .
Dios quiere que todos se salven: esto es una
invitación y una responsabilidad, que pesan sobre cada uno de nosotros. La
Iglesia no es un reducto para privilegiados. ¿Acaso la gran Iglesia es una
exigua parte de la tierra? La gran Iglesia es el mundo entero [521] . Así
escribía San Agustín, y añadía: a cualquier sitio que te dirijas, allí
está Cristo. Tienes por heredad los confines de la tierra; ven, poséela toda
conmigo [522] . ¿Os acordáis de cómo estaban las redes? Cargadas hasta
rebosar: no cabían más peces. Dios espera ardientemente que se llene su casa
[523] ; es Padre, y le gusta vivir con todos sus hijos alrededor.
263.
Apostolado en la vida ordinaria
Veamos ahora aquella otra pesca, después de la Pasión
y Muerte de Jesucristo. Pedro ha negado tres veces al Maestro, y ha llorado con
humilde dolor; el gallo con su canto le recordó las advertencias del Señor, y
pidió perdón desde el fondo de su alma. Mientras espera, contrito, en la
promesa de la Resurrección, ejercita su oficio, y va a pescar. A propósito de
esta pesca, se nos pregunta con frecuencia por qué Pedro y los hijos de Zebedeo
volvieron a la ocupación que tenían antes de que el Señor los llamase. Eran,
en efecto, pescadores cuando Jesús les dijo: seguidme, y os haré pescadores de
hombres. A los que se sorprenden de esta conducta, se debe responder que no
estaba prohibido a los Apóstoles ejercer su profesión, tratándose de cosa
legitima y honesta [524] .
El apostolado, esa ansia que come las entrañas del
cristiano corriente, no es algo diverso de la tarea de todos los días: se
confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal
con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con
nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos
ayudarles a llegar a Cristo, que nos espera en la orilla del lago. Antes de ser
apóstol, pescador. Después de apóstol, pescador. La misma profesión que
antes, después.
264.
¿Qué cambia entonces? Cambia que en
el alma -porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro- se
presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo
irreprimible de anunciar a todas las criaturas las magnalia Dei [525] , las
cosas maravillosas que hace el Señor, si le dejamos hacer. No puedo silenciar
que el trabajo -por decirlo así- profesional de los sacerdotes es un ministerio
divino y público, que abraza exigentemente toda la actividad hasta tal punto
que, en general, si a un sacerdote le sobra tiempo para otra labor que no sea
propiamente sacerdotal, puede estar seguro de que no cumple el deber de su
ministerio.
Hallábanse juntos Simón Pedro, y Tomás, llamado
Dídimo, y Natanael, que era de Caná de Galilea, y los hijos del Zebedeo, y
otros dos de sus discípulos. Díceles Simón Pedro: voy a pescar. Ellos
respondieron: vamos también nosotros contigo. Fueron, pues, y entraron en la
barca; y aquella noche no cogieron nada. Venida la mañana, se apareció Jesús
en la ribera [526] .
Pasa al lado de sus Apóstoles, junto a esas almas que
se han entregado a El: y ellos no se dan cuenta. ¡Cuántas veces está Cristo,
no cerca de nosotros, sino en nosotros; y vivimos una vida tan humana! Cristo
está vecino, y no se lleva una mirada de cariño, una palabra de amor, una obra
de celo de sus hijos.
265.
Los discípulos -escribe San Juan- no
conocieron que fuese El. Y Jesús les preguntó: muchachos, ¿tenéis algo que
comer? [527] . Esta escena familiar de Cristo, a mí, me hace gozar. ¡Que diga
esto Jesucristo, Dios! ¡El, que ya tiene cuerpo glorioso! Echad la red a la
derecha y encontraréis. Echaron la red, y ya no podían sacarla por la multitud
de peces que había [528] . Ahora entienden. Vuelve a la cabeza de aquellos
discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del
Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible,
porque El es quien dirige la pesca.
Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se
dirige a Pedro: es el Señor [529] . El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es
el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme
cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y
toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es
el Señor!
Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la
túnica y se echó al mar [530] . Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de
una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde
llegaremos nosotros?
266.
Las almas son de Dios
Los demás discípulos vinieron en la barca, tirando de
la red llena de peces, pues no estaban lejos de tierra, sino como a unos
doscientos codos [531] . Enseguida ponen la pesca a los pies del Señor, porque
es suya. Para que aprendamos que las almas son de Dios, que nadie en esta tierra
puede atribuirse esa propiedad, que el apostolado de la Iglesia -su anuncio y su
realidad de salvación- no se basa en el prestigio de unas personas, sino en la
gracia divina.
Jesucristo interroga a Pedro, por tres veces, como si
quisiera darle una repetida posibilidad de reparar la triple negación. Pedro ya
ha aprendido, escarmentado en su propia miseria: está hondamente convencido de
que sobran aquellos temerarios alardes, consciente de su debilidad. Por eso,
pone todo en manos de Cristo. Señor, tú sabes que te amo. Señor, tú lo sabes
todo, tú sabes que te amo [532] . Y ¿qué responde Cristo? Apacienta mis
corderos, apacienta mis ovejas [533] . No las tuyas, no las vuestras: ¡las
mías! Porque El ha creado al hombre, El lo ha redimido, El ha comprado cada
alma, una a una, al precio -lo repito- de su Sangre.
Cuando los donatistas, en el siglo V, organizaban sus
ataques contra los católicos, defendían la imposibilidad de que el obispo de
Hipona, Agustín, profesase la verdad, porque había sido un gran pecador. Y San
Agustín sugería, a sus hermanos en la fe, cómo habían de replicar: Agustín
es obispo en la Iglesia Católica; él lleva su carga, de la que ha de dar
cuenta a Dios. Lo conocí entre los buenos. Si es malo, él lo sabe; si es
bueno, ni siquiera en él he depositado mi esperanza. Porque lo primero que he
aprendido en la Iglesia Católica es a no poner mi esperanza en un hombre [534]
.
No hacemos nuestro apostolado. En ese caso, ¿qué
podríamos decir? Hacemos -porque Dios lo quiere, porque así nos lo ha mandado:
id por todo el mundo y predicad el Evangelio [535] - el apostolado de Cristo.
Los errores son nuestros; los frutos, del Señor.
267.
Audacia para hablar de Dios
¿Y cómo cumpliremos ese apostolado? Antes que nada,
con el ejemplo, viviendo de acuerdo con la Voluntad del Padre, como Jesucristo,
con su vida y sus enseñanzas, nos ha revelado. Verdadera fe es aquella que no
permite que las acciones contradigan lo que se afirma con las palabras.
Examinando nuestra conducta personal, debemos medir la autenticidad de nuestra
fe. No somos sinceramente creyentes, si no nos esforzamos por realizar con
nuestras acciones lo que confesamos con los labios.
268.
Ahora viene a propósito traer a
nuestra memoria la consideración de un episodio, que pone de manifiesto aquel
estupendo vigor apostólico de los primeros cristianos. No había pasado un
cuarto de siglo desde que Jesús había subido a los cielos, y ya en muchas
ciudades y poblados se propagaba su fama. A Efeso, llega un hombre llamado
Apolo, varón elocuente y versado en las Escrituras. Estaba instruido en el
camino del Señor, predicaba con fervoroso espíritu y enseñaba exactamente
todo lo perteneciente a Jesús, aunque no conocía más que el bautismo de Juan
[536] .
En la mente de ese hombre ya se había insinuado la luz
de Cristo: había oído hablar de El, y lo anuncia a los otros. Pero aún le
quedaba un poco de camino, para informarse más, alcanzar del todo la fe, y amar
de veras al Señor. Escucha su conversación un matrimonio, Aquila y Priscila,
los dos cristianos, y no permanecen inactivos e indiferentes. No se les ocurre
pensar: éste ya sabe bastante, nadie nos llama a darle lecciones. Como eran
almas con auténtica preocupación apostólica, se acercaron a Apolo, se lo
llevaron consigo y le instruyeron más a fondo en la doctrina del Señor [537] .
269.
Admirad también el comportamiento de San Pablo.
Prisionero por divulgar el enseñamiento de Cristo, no desaprovecha ninguna
ocasión para difundir el Evangelio. Ante Festo y Agripa, no duda en declarar:
ayudado del auxilio de Dios, he perseverado hasta el día de hoy, testificando
la verdad a grandes y pequeños, no predicando otra enseñanza que aquella que
Moisés y los profetas predijeron que había de suceder: que Cristo había de
padecer, y que sería el primero que resucitaría de entre los muertos, y había
de mostrar su luz a este pueblo y a los gentiles [538] .
El Apóstol no calla, no oculta su fe, ni su propaganda
apostólica que había motivado el odio de sus perseguidores: sigue anunciando
la salvación a todas las gentes. Y, con una audacia maravillosa, se encara con
Agripa: ¿crees tú en los profetas? Yo sé que crees en ellos [539] . Cuando
Agripa comenta: poco falta para que me persuadas a hacerme cristiano, contestó
Pablo: pluguiera a Dios, como deseo, que no solamente faltara poco, sino que no
faltara nada, para que tú y todos cuantos me oyen llegaseis a ser hoy tales
cual soy yo, salvo estas cadenas [540] .
270.
¿De dónde sacaba San Pablo esta
fuerza? Omnia possum in eo qui me confortat! [541] , todo lo puedo, porque sólo
Dios me da esta fe, esta esperanza, esta caridad. Me resulta muy difícil creer
en la eficacia sobrenatural de un apostolado que no esté apoyado, centrado
sólidamente, en una vida de continuo trato con el Señor. En medio del trabajo,
sí; en plena casa, o en mitad de la calle, con todos los problemas que cada
día surgen, unos más importantes que otros. Allí, no fuera de allí, pero con
el corazón en Dios. Y entonces nuestras palabras, nuestras acciones -¡hasta
nuestras miserias!- desprenderán ese bonus odor Christi [542] , el buen olor de
Cristo, que los demás hombres necesariamente advertirán: he aquí un
cristiano.
271.
Si admitieras la tentación de
preguntarte, ¿quién me manda a mí meterme en esto?, Habría de contestarte:
te lo manda -te lo pide- el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son
pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies [543] .
No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas
tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir
eso, todos podrían decir lo mismo. El ruego de Cristo se dirige a todos y a
cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni
de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos
frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril.
272.
Además: ¿quién ha dispuesto que
para hablar de Cristo, para difundir su doctrina, sea preciso hacer cosas raras,
extrañas? Vive tu vida ordinaria; trabaja donde estás, procurando cumplir los
deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio,
creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y
exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y,
sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán
a ti, y con una conversación natural, sencilla -a la salida del trabajo, en una
reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte-
charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces
algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a
buscar de verdad a Dios.
Pídele a María, Regina apostolorum, que te decidas a
ser partícipe de esos deseos de siembra y de pesca, que laten en el Corazón de
su Hijo. Te aseguro que, si empiezas, verás, como los pescadores de Galilea,
repleta la barca. Y a Cristo en la orilla, que te espera. Porque la pesca es
suya.
[501]
1 Tim II, 4.
[502] Cfr. 1 Petr I, 18-19.
[503] Ioh VI, 5.
[504] Ioh VI, 7.
[505] Ioh VI, 8-9.
[506] 1 Cor V, 6.
[507] 1 Cor IX, 16.
[508] Ier XVI, 16.
[509] Mt IV, 19.
[510] Lc V, 1.
[511] Lc V, 2-3.
[512] Lc V, 4.
[513] Lc V, 5.
[514] Lc V, 5.
[515] Lc V, 6-7.
[516] Lc V, 8, 10.
[517] Act III, 6.
[518] Act III, 6.
[519] Lc VII, 14.
[520]
S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 29, 4 (PL 76, 1215-1216).
[521] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 21, 2, 26 (PL 36, 177).
[522] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 21, 2, 30 (PL 36, 180).
[523] Cfr. Lc XIV, 23.
[524]
S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 122, 2 (PL 35, 1959).
[525] Act II, 11.
[526] Ioh XXI, 2-4.
[527] Ioh XXI, 4-5.
[528] Ioh XXI, 6.
[529] Ioh XXI, 7.
[530] Ioh XXI, 7.
[531] Ioh XXI, 8.
[532] Ioh XXI, 15-17.
[533] Ioh XXI, 15-17.
[534] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 36, 3, 20 (PL 36, 395).
[535] Mc XVI, 15.
[536] Act XVIII, 24-25.
[537] Act XVIII, 26.
[538] Act XXVI, 22-23.
[539] Act XXVI, 27.
[540] Act XXVI, 28-29.
[541] Phil IV, 13.
[542] 2 Cor II, 15.
[543] Mt IX, 37-38.